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lunes, 6 de enero de 2014

La mayorazga de bouzas

No pecaré de tan minuciosa y diligente que fije con exactitud el punto donde pasaron estos sucesos. Baste a los aficionados a la topografía novelesca saber que Bouzas lo mismo puede situarse en los límites de la pintoresca región berciana, que hacia las profundidades y quebraduras del Barco de Valdeorras, enclavadas entre la sierra de la Encina y la sierra del Ege. Bouzas, moralmente, pertenece a la Galicia primitiva, la bella, la que hace veinte años estaba todavía por descubrir.
¿Quién no ha visto allí a la Mayorazga? ¿Quién no la conoce desde que era así de chiquita, y empericotada sobre el carro de maíz regresaba a su pazo solariego en las calurosas tardes del verano?
Ya más crecida, solía corretear, cabalgando un rocín en pelo, sin otros arreos que la cabeza de cuerda. Parecía de una pieza con el jaco. Para montar se agarraba a las toscas crines o apoyaba la mano derecha en el anca, y de un salto, ¡pim!, arriba. Antes había cortado con su navajilla la vara de avellano o taray, y blandiéndola a las inquietas orejas del «facatrús», iba como el viento por los despeñaderos que guarnecen la margen del río Sil.
Cuando la Mayorazga fue mujer hecha y derecha, su padre hizo el viaje a la clásica feria de Monterroso, que convoca a todos los «sportsmen» rurales, y ferió para la muchacha una yegua muy cuca, de cuatro sobre la marca, vivaracha, torda, recastada de andaluza (como que era prole del semental del Gobierno). Completaba el regalo rico albardón y bocado de plata; pero la Mayorazga, dejándose de chiquitas, encajó a su montura un galápago (pues de sillas inglesas no hay noticia en Bouzas), y sin necesidad de picador que la enseñase, ni de corneta que le sujetase el muslo, rigió su jaca con destreza y gallardía de centauresa fabulosa.
Sospecho que si llegase a Bouzas impensadamente algún honrado burgués madrileño, y viese a aquella mocetona sola y a caballo por breñas y bosques, diría con sentenciosa gravedad que don Remigio Padornín de las Bouzas criaba a su hija única hecha un marimacho.
Y quisiera yo ver el gesto de una institutriz sajona ante las inconve-niencias que la Mayorazga se permitía. Cuando le molestaba la sed, apeábase tranquilamente a la puerta de una taberna del camino real y le servían un tanque de vino puro. A veces se divertía en probar fuerzas con los gananes y mozos de labranza, y a alguno dobló el pulso o tumbó por tierra. No era desusado que ayudase a cargar el carro de tojo, ni que arase con la mejor yunta de bueyes de su establo. En las siegas, deshojas, romerías y fiestas patronales, bailaba como una peonza con sus propios jornaleros y colonos sacando a los que prefería, según costumbre de las reinas, y prefiriendo a los mejor formados y más ágiles.
No obstante, primero se verían manchas en el cielo que sombras en la ruda virtud de la Mayorazga. No tenía otro código de moral sino el Catecismo, aprendido en la niñez. Pero le bastaba para regular el uso de su salvaje libertad.
Católica a machamartillo, oía su misa diaria en verano como en invierno, guiaba por las tardes el rosario, daba cuanta limosna podía. Su democrática familiaridad con los labriegos procedía de un instinto de regimen patriarcal, en que iba envuelta la idea de pertenecer a otra raza superior, y precisamente en la convicción de que aquellas gentes «no eran como ella», consistía el toque de la llaneza con que las trataba, hasta el extremo de sentarse a su mesa un día sí y otro también, dando ejemplo de frugalidad, viviendo de caldo de pote y pan de maíz o centeno.
Al padre se le caía la baba con aquella hija activa y resuelta. Él era hombre bonachón y sedentario, que entró a heredar el vínculo de Bouzas por la trágica muerte de su hermano mayor, el cual, en la primera guerra civil, había levantado una partidilla, vagando por el contorno bajo el alias guerrero de Señorito de Padornín, hasta que un día le pilló la tropa y le arrojó al río, después de envainarle tres bayonetas en el cuerpo. Don Remigio, el segundón, hizo como el gato escaldado: nunca quiso abrir un periódico, opinar sobre nada, ni siquiera mezclarse en elecciones. Pasó la vida descuidada y apacible, jugando al tute con el veterinario y el cura.
Frisaría la Mayorazga en los veintidós cuando su padre notó que se desmejoraba, que tenía oscuras las ojeras y mazados los párpados, que salía menos con la yegua y que se quedaba pensativa sin causa alguna.
«Hay que casar a la rapaza», discurrió sabiamente el viejo.
Y acordándose de cierto hidalgo, antaño muy amigo suyo, Balboa de Fonsagrada, favorecido por la Providencia con numerosa y masculina prole, le dirigió una misiva, proponiéndole un enlace. La respuesta fue que no tardaría en presentarse en las Bouzas el segundón de Balboa, recién licenciado en la Facultad de Derecho de Santiago, porque el mayor no podía abandonar la casa y el más joven estaba desposado ya.
Y, en efecto, de allí a tres semanas -el tiempo que se tardó en hacerle seis mudas de ropa blanca y marcarle doce pañuelos- llegó Camilo Balboa, lindo mozo afinado por la vida universitaria, algo anemiado por la mala alimentación de las casas de huéspedes y las travesuras de estudiante. A las dos horas de haberse apeado de un flaco jamelgo el señorito de Balboa, la boda quedó tratada.
Físicamente, los novios ofrecían extraño contraste, cual si la naturaleza al formarlos hubiese trastocado las cualidades propias de cada sexo. La Mayorazga, fornida, alta de pechos y de ademán brioso, con carrillos de manzana sanjuanera, dedada de bozo en el labio superior, dientes recios, manos duras, complexión sanguínea y expresión franca y enérgica. Balboa, delgado, pálido, rubio, fino de facciones, bromista, insinuante, nerviosillo, necesitado al parecer de mimo y protección.
¿Fue esta misma disparidad la que encendió en el pecho de la Mayorazga tan violento amor que si la ceremonia nupcial tarda un poco en realizarse, la novia, de fijo, enferma gravemente? ¿O fue sólo que la fruta estaba madura, que Camilo Balboa llegó a tiempo? El caso es que no se ha visto tan rendida mujer desde que hay en el mundo valle de Bouzas. No enfrió esta ternura la vida conyugal; solamente la encauzó, haciéndola serena y firme. La Mayorazga rabiaba por un muñeco, y como el muñeco nunca acababa de venir, la doble corriente de amor confluía en el esposo. Para él los cuidados y monadas, las golosinas y refinamientos, los buenos puros, el café, el coñac, traído de la isla de Cuba por los capitanes de barco, la ropa cara, encargada a Lugo.
Hecha a vivir con una taza de caldo de legumbres, la Mayorazga andaba pidiendo recetas de dulces a las monjas. Capaz de dormir sobre una piedra, compraba pluma de la mejor, y cada mes mullía los colchones y las almohadas del tálamo. Al ver que Camilo se robustecía y engruesaba y echaba una hermosa barba castaño oscuro, la Mayorazga sonreía, calculando allá en sus adentros:
«Para el tiempo de la vendimia tenemos muñequiño.»
Mas el tiempo de la vendimia pasó, y el de la sementera también, y aquel en que florecen los manzanos, y el muñeco no quiso bajar a la tierra a sufrir desazones. En cambio, don Remigio se empeñó en probar mejor vida, y ayudado de un cólico miserere, sin que bastase a su remedio una bala de grueso calibre que le hicieron tragar a fin de que le devanase la enredada madeja de los intestinos, dejó este valle de lágrimas, y a su hija dueña de las Bouzas.
No cogió de nuevas a la Mayorazga el verse al frente de la hacienda, dirigiendo faenas agrícolas, cobranza de rentas y tráfagos de la casa. Hacía tiempo que todo corría a su cargo. El padre no se metía en nada; el marido, indolente para los negocios prácticos, no la ayudaba mucho. En cambio, tenía cierto factótum, adicto como un perro y exacto como una máquina, en su hermano de leche, Amaro, que desempeñaba en las Bouzas uno de esos oficios indefinibles, mixtos de mayordomo y aperador.
A pesar de haber mamado una leche misma, en nada se parecían Amaro y la señorita de Bouzas, pues el labriego era desmedrado, flacucho y torvo, acrecentando sus malas trazas el áspero cabello que llevaba en fleco sobre la frente y en greñas a los lados, cual los villanos feudales.
A despecho de las intimidades de la niñez, Amaro trataba a la Mayorazga con el respeto más profundo, llamándola siempre «señora mi ama».
Poco después de morir don Remigio, los acontecimientos revolucionarios se encresparon de mala manera, y hasta el valle de Bouzas llegó el oleaje, traduciéndose en agitación carlista. Como si el espectro del tío cosido a bayonetazos se le hubiese aparecido al anochecer entre las nieblas del Sil demandando venganza, la Mayorazga sintió hervir en las venas su sangre facciosa, y se dio a conspirar con un celo y brío del todo vendeanos.
Otra vez se la encontró por andurriales y montes, al rápido trote de su yegua, luciendo en el pecho un alfiler que por el reverso tenía el retrato de don Carlos y por el anverso el de Pío IX.
Hubo aquello de coser cintos y mochilas, armar cartucheras, recortar corazones de franela colorada para hacer «deténtes», limpiar fusiles de chispa comidos por el orín, pasarse la tarde en la herrería viendo remendar una tercerola, requisar cuanto jamelgo se encontraba a mano, bordar secreta-mente el estandarte.
Al principio, Camilo Balboa no quiso asociarse a los trajines en que andaba su mujer, y echándoselas de escéptico, de tibio, de alfonsino prudente, prodigó consejos de retraimiento o lo metió todo a broma, con guasa de estudiante, sentado a la mesa del café, entre el dominó y la copita de coñac. De la noche a la mañana, sin transición, se encendió en entusiasmo y comenzó a rivalizar con la Mayorazga, reclamando su parte de trabajo, ofreciéndose a recorrer el valle, mientras ella, escoltada por Amaro, trepaba a los picos de la sierra. Hízose así, y Camilo tomó tan a pechos el oficio de conspirador, que faltaba de casa días enteros, y por las mañanas solía pedir a la Mayorazga «cuartos para pólvora..., cuartos para unas escopetas que descubrí en tal o cual sitio». Volvía con la bolsa huera, afirmando que el armamento quedaba «segurito», muy preparado para la hora solemne.
Cierta tarde, después de una comida jeronimil, pues la Mayorazga, por más ocupada que anduviese, no desatendía el estómago de su marido -¡no faltaría otra cosa!, Camilo se puso la zamarra de terciopelo, mandó ensillar su potro montañés, peludo y vivo como un caballo de las estepas, y se despidió diciendo a medias palabras:
-Voyme donde los Resende... Si no despachamos pronto, puede dar que me quede a dormir allí... No asustarse si no vuelvo. De aquí al pazo de Resende aún hay una buena tiradita.
El pazo de Resende, madriguera de hidalgos cazadores, estaba convertido en una especie de arsenal o maestranza, en que se fabrican municiones, se «desenferruxaban» armas blancas y de fuego y hasta se habilitaban viejos albardones, disfrazándolos de silla de montar. La Mayorazga se hizo cargo del importante objeto de la expedición; con todo, una sombra veló sus pupilas por ser la primera vez que Camilo dormiría fuera del lecho conyugal desde la boda. Se cercioró de que su marido iba bien abrigado, llevaba las pistolas en el arzón y al cinto un revólver -«por lo que pueda saltar», y bajó a despedirle en la portalada misma. Después llamó a Amaro y mandó arrear las bestias, porque aquella tarde «cumplía» ver al cura de Burón, uno de los organizadores del futuro ejército real.
Sin necesidad de blandir el látigo, hizo la Mayorazga tomar a su yegua animado trote, mientras el rocín de Amaro, rijoso y emberrenchinado como una fiera, galopaba delante, a trancos desiguales y furibundos. Ama y escudero callaban; él taciturno y zaino más que de costumbre; ella, un poco melancólica, pensando en la noche de soledad. Iban descendiendo un sendero pedregoso, a trechos encharcados por las extravasaciones del Sil -sendero que después, torciendo entre heredades, se dirige como una flecha a la rectoral de Burón-, cuando el rocín de Amaro, enderezando las orejas, pegó tal huida, que a poco da con su jinete en el río, y por cima de un grupo de sauces, la Mayorazga vio asomar los tricornios de la Guardia Civil.
Nada tenía de alarmante el encuentro, pues todos los guardias de las cercanías eran amigos de la casa de Bouzas, donde hallaban prevenido el jarro de mosto, la cazuela de bacalao con patatas; en caso de necesidad, la cama limpia, y siempre la buena acogida y el trato humano; así fue que, al avistar a la Mayorazga el sargento que mandaba el pelotón, se descubrió atentamente murmurando: «Felices tardes nos dé Dios, señorita.» Pero ella, con repentina inspiración, le aisló y acorraló en el recodo del sendero y, muy bajito y con una llaneza imperiosa, preguntóle:
-¿Adónde van, Piñeiro, diga?
-Señorita, no me descubra, por el alma de su papá que está en gloria... A Resende, señorita, a Resende... Dicen que hay fábrica de armas y facciosos escondidos, y el diablo y su madre... A veces un hombre obra contra su propio corazón, señorita, por acatar aquello que uno no tiene más remedio que acatar... La Virgen quiera que no haya nada...
-No habrá nada, Piñeiro... Mentiras que se inventan... Ande ya, y Dios se lo pague.
-Señorita, no me descu...
-Ni la tierra lo sabrá. Abur, memorias a la parienta, Piñeiro.
Aún se veía brillar entre los sauces el hule de los capotes y ya la Mayorazga llamaba apresuradamente:
-Amaro.
-Señora mi ama.
-Ven, hombre.
-No puedo allegarme... Si llego el caballo a la yegua, tenemos música.
-Pues bájate, papamoscas.
Dejando su jaco atado a un tronco, Amaro se acercó:
-Montas otra vez... Corres más que el aire... Rodea, que no te vean los civiles... A Resende, a avisar al señorito que allá va la Guardia para registrar el pazo. Que entierren las armas, que escondan la pólvora y los cartuchos... Mi marido que ataje por la Illosa y que se venga a casa en seguida. ¿Aún no montaste?
Inmóvil, arrugando el entrecejo, rascándose la oreja por junto a la sien, clavando en tierra la vista, Amaro no daba más señales de menearse que si fuese hecho de piedra.
-A ver..., contesta... ¿Que embuchado traes, Amaro? ¿Tú hablas o no hablas, o me largo yo a Resende en persona?
Amaro no alzó los ojos, ni hizo más movimiento que subir la mano de la sien a la frente, revolviendo las guedejas. Pero entreabrió los labios y, dando primero un suspiro, tartamudeó con oscura voz y pronunciación dificultosa.
-Si es por avisar a los señoritos de Resende, un suponer, bueno; voy, que pronto se llega... Si es por el señorito de casa, un suponer, señora mi ama, será excusado... El señorito no «va» en Resende.
-¿Que no está en Resende mi marido?
-No, señora mi ama, con perdón. En Resende, no, señora.
-¿Pues dónde está?
-Estar... Estar, estará donde va cuantos días Dios echa al mundo.
La Mayorazga se tambaleó en su galápago, soltando las riendas de la yegua, que resopló sorprendida y deseosa de correr.
-¿A dónde va todos los días?
-Todos los días.
-Pero ¿a dónde? ¿A dónde? Si no lo vomitas pronto, más te valiera no haber nacido.
-Señora ama... -Amaro hablaba precipitadamente, a borbotones, como sale el agua de una botella puesta boca abajo. Señora ama..., el señorito... En los Carballos..., quiere decir..., hay una costurera bonita que iba a coser al pazo de Resende...; ya no va nunca...; el señorito le da dinero...; son ella y una tía carnal, que viven juntas...; andan ella y el señorito por el monte a las veces...; en la feria de Illosa el señorito le mercó unos aretes de oro...; la trae muy maja... La llama la flor de la maravilla, porque cuándo se pone a morir, y cuándo aparece sana y buena, cantando y bailando... Estará loca, un suponer...
Oía la Mayorazga sin pestañear. La palidez daba a su cutis moreno tonos arcillosos. Maquinalmente recogió las riendas y halagó el cuello de la jaca, mientras se mordía el labio inferior, como las personas que aguantan y reprimen algún dolor muy vivo. Por último, articuló sorda y tranquilamente:
-Amaro, no mientas.
-Tan cierto como que nos hemos de morir. Aún permita Dios que venga un rayo y me parta, si cuento una cosa por otra.
-Bueno, basta. El señorito avisó que hoy dormiría en Resende. ¿Se quedará de noche con... ésa?
Amaro dijo «que sí» con una mirada oblicua, y la Mayorazga meditó contados instantes. Su natural resuelto abrevió aquel momento de indecisión y lucha.
-Oye: tú te largas a Resende a avisar, volando; has de llegar con tiempo para que escondan las armas. Del señorito no dices, allí..., ni esto. Vuelves, y me encuentras una hora antes de romper el día, junto al Soto de los Carballos, como se va a la fuente del Raposo. Anda ya.
Amaro silbó a su jaco, sacó del bolsillo la navaja de picar tagarninas y, azuzándole suavemente con ella, salió al galope. Mucho antes que los civiles llegó a Resende, y el sargento Piñeiro tuvo el gusto de no hallar otras armas en el pazo sino un asador de cocina y las escopetas de caza de los señoritos, en la sala, arrimadas a un rincón.
Aún no se oían en el bosque esos primeros susurros del follaje y píos de pájaros que anuncian la proximidad del amanecer, cuando Amaro se unía en los Carballos con su ama, ocultándose al punto los dos tras un grupo de robles, a cuyos troncos ataron las cabalgaduras.
En silencio esperarían cosa de hora y media. La luz blanquecina del alba se derramaba por el paisaje, y el sol empezaba a desgarrar el toldo de niebla del río, cuando dos figuras humanas, un hombre joven y apuesto y una mocita esbelta, reidora, fresca como la madrugada y soñolienta todavía se despidieron tiernamente a poca distancia del robledal. El hombre, que llevaba del diestro un caballo, lo montó y salió al trote largo, como quien tiene prisa. La muchacha, después de seguirle con los ojos, se desperezó y se tocó un pañuelo azul, pues estaba en cabello, con dos largas trenzas colgantes. Por aquellas trenzas la agarró Amaro, tapándole la boca con el pañuelo mismo, mientras decía con voz amenazadora:
-Si chistas, te mato. Aquí llegó la hora de tu muerte. ¡Hala!, anda para avante.Subieron algún tiempo monte arriba; la Mayorazga delante, detrás Amaro, sofocando los chillidos de la muchacha, llevándola en vilo y sujetándola los brazos. A la verdad, la costurerita hacía débil, aunque rabiosa resistencia; su cuerpecito gentil, pero endeble, no le pesaba nada a Amaro, y únicamente le apretaba las quijadas para que no mordiese y las muñecas para que no arañase. Iba lívida como una difunta, y así que se vio bastante lejos de su casa, entre las carrascas del monte, paró de retorcerse y empezó a implorar misericordia.
Habrían andado cosa de un cuarto de legua, y se encontraban en una loma desierta y bravía, limitada por negros peñascales, a cuyos pies rodaba mudamente el Sil. Entonces la Mayorazga se volvió, se detuvo y contempló a su rival un instante. La costurera tenía una de esas caritas finas y menudas que los aldeanos llaman caras de Virgen y parecen modeladas en cera, a la sazón mucho más, a causa de su extremada palidez. No obstante, al caer sobre ella la mirada ofendida de la esposa, los nervios de la muchacha se crisparon y sus pupilas destellaron una chispa de odio triunfante, como si dijesen: «Puedes matarme; pero hace media hora tu marido descansaba en mis brazos.» Con aquella chispa sombría se confundió un reflejo de oro, un fulgor que el sol naciente arrancó de la oreja menudita y nacarada: eran los pendientes, obsequio de Camilo Balboa. La Mayorazga preguntó en voz ronca y grave:
-¿Fue mi marido quien te regaló esos aretes?
-Sí -respondieron los ojos de víbora.
-Pues yo te corto las orejas -sentenció la Mayorzga, extendiendo la mano.
Y Amaro, que no era manco ni sordo, sacó su navajilla corta, la abrió con los dientes, la esgrimió... Oyóse un aullido largo, pavoroso, de agonía; luego, otro y sordos gemidos.
-¿La tiro al Sil? -preguntó el hermano de leche, levantando en brazos a la víctima, desmayada y cubierta de sangre.
-No. Déjala ahí ya. Vamos pronto a donde quedaron las caballerías.
-Si mi potro acierta a soltarse y se arrima a la yegua..., la hicimos, señora ama.
Y bajaron por el monte sin volver la vista atrás.
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De la costurera bonita se sabe que no apareció nunca en público sin llevar el pañuelo muy llegado a la cara. De la Mayorazga, que al otro año tuvo muñeco. De Camilo Balboa, que no le jugó más picardías a su mujer, o, si se las jugó, supo disimularlas hábilmente. Y de la partida aquella que se preparaba en Resente, que sus hazañas no pasaron a la historia.

«La Revista de España», núm. 485, 1886.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

La mascara

-Mi «conversión» -dijo Jenaro al dejarse caer en el banco de piedra dorado por el liquen y sombreado por el corpulento nogal, cuyas hojas volaban desprendidas a impulsos del viento de otoño- mi conversión se originó de... una especie de visión que tuve en un baile. Apostemos a que usted con su amable escepticismo, va a salir diciendo que, en efecto, tengo trazas de hombre que ve visiones...
-Acierta usted -respondí sonriendo y fijándome involuntariamente en el rostro del solitario, cuyos ojos cercados de oscuro livor y cuyas demacradas mejillas delataban, no la paz de un espíritu que ha sabido encontrar su centro, sino la preocupación de una mente visitada por ideas perturbadoras y fatales-. Respetando todo lo que respetarse debe, propendo a creer que ciertas cosas son obra de nuestra imaginación, proyecciones de nuestro espíritu, fenómenos sin correlación con nada externo, y que un régimen fortificante, una higiene sabia y severa, de ésas que desarrollan el sistema muscular y aplacan el nervioso, le quitarían a usted hasta la sombra de sus concepciones visionarias.
-¿Niega usted los presentimientos, las revelaciones a distancia? ¿No ha leído usted casos de espíritus que acuden al llamamiento de los vivos?
-¡He leído tanta historia! -contesté procurando emplear tono conciliador. No negaré en crudo todo eso, ni lo trataré de superchería y farsa; negar es tan comprometido como afirmar, y lo mejor es suspender el juicio. Sin embargo, la fe católica me prohíbe ser supersticiosa; la razón me manda desconfiar de apariencias; y ya que un Santo Tomás quiso ver para creer... bien podemos tener la misma exigencia los que no somos santos. Cuando vea algo maravilloso...
-No lo verá usted nunca -murmuró con tenacidad de iluso el pobrecillo de Jenaro-. El que está prevenido de antemano contra las revelaciones del «más allá», que renuncie a ellas. Ese sentido positivo no es sólo una coraza y un blindaje, es un velo tupido que ciega los ojos del sentimiento y del alma. No, usted jamás verá cosa alguna.
«Gracias a Dios», pensé para mi sayo; pero el convencimiento de que no lograría persuadir a aquel enfermo de la mente, me obligó a reservar mis impresiones. Y dije a Jenaro en alta voz, condescendiendo:
-Al menos, hágame usted «ver» ahora, con su narración... Cuénteme usted ese cuento bonito de cómo llegó a convertirse, a desengañarse y a meterse en estos andurriales, dedicado por completo a huir del mundo y a socorrer a los infelices. Crea usted que, mediante eso que llaman «autosugestión», seré capaz de «ver» momentáneamente lo mismo que usted haya visto, y de saborear la poesía terrorífica de su relato.
-Pues oiga usted -respondió satisfecho de desahogar, de hablar de una impresión terrible, con la cual sin duda luchaba algunas veces a solas, como Jacob con el ángel. El hecho ocurrió precisamente cuando estaba yo más ajeno a pensar en nada serio y vivía envuelto en distracciones y amoríos. Había terminado mis estudios; había viajado un par de años a fin de completar mi instrucción, familiarizándome con algunas lenguas vivas; acababa de hacerme cargo de mi hacienda, perfectamente administrada durante mi menor edad, caso raro, por mi tío y tutor; y sin cuidados ni penas, halagado del mundo que me abría los brazos, sólo pensé en lo que se llama «pasarlo bien», seducido por ese Madrid donde reina el espíritu de disipación y donde se diría que la vida no tiene más objeto que deslizarse arrastrada por la corriente del goce. La mía volaba así, sin otro anhelo que estrujar el momento presente para que suelte todo su jugo de emociones gratas.
No necesito detallarlas ni trazar el cuadro de mi existencia, igual a la de tantos desocupados ricos e inútiles. Sólo diré, porque interesa a mi cuento, que todo aquél que busca el goce por sistema, muchas veces halla el aburrimiento más insufrible. Uno de los sitios que ostentan el rótulo de diversión y, por lo general, engendran el hastío, son los bailes de máscaras. El atractivo del antifaz y del disfraz, el triunfante señuelo del misterio nos hace fantasear mil sorpresas deliciosas; pero ya la sátira y la comedia se han apoderado de este tema del baile de máscaras para ridiculizar semejantes ilusiones y demostrar que, de cien veces, noventa y nueve y media nos espera un chasco ridículo. No obstante, esa probabilidad aislada y remota basta para excitar la imaginación y llevarnos allí, de donde salimos renegando.
La noche del lunes de Carnaval caí, pues, en uno de esos bailes que suelen dar las sociedades artísticas, y en cuya atmósfera parece que circula un poco de aire bohemio, jovial y animador.
Yo había comido con amigos de mi edad, mozos alegres, y para prepararnos a la trasnochada y al probable fastidio apuramos algunas botellas de vino espumante y tomamos café fuerte; así es que me encontraba en un estado de excitación humorística, dispuesto a cualquier diablura y con ánimos para conquistar el mundo. Entré en el salón central precisamente cuando se iban a rifar las panderetas, y la gente, dejando desiertos los otros salones, se arremolinaba en torno de la rifa. Como no tenía el menor empeño en que me tocase cualquier botecillo, no intenté romper el muro de la carne humana, y me dirigí a otro saloncito retirado, muy adornado de espejos y flores, y casi desierto en aquel instante. Iba distraído, examinando maquinalmente la decoración, cuando una serpentina amarilla se enroscó a mi cuerpo y escuché agria carcajada. Me volví y vi que las roscas del ligero papel las disparaba la mano de una Locura vestida de negro, con pasamanos color de oro. «Ya pareció el argumento de esta noche», pensé, acercándome a la que así me provocaba, y notando con agradable extrañeza que aquella máscara no podría ser una cocinera disfrazada, sino, sin duda alguna, una persona de mi clase, de mi esfera, de mi misma categoría social. Saltaba a la vista en el menor detalle de su esbeltísima figura y en el conjunto de su disfraz, no alquilado ni prestado, sino hecho a medida y cortado a la perfección.
Mis gustos artísticos me graduaban de inteligente en indumentaria femenina, y yo veía que aquella falda de negro raso riquísimo, orlada de frescas gasas amarillas, delataba la tijera de modista experta y hábil; y aquellas medias negras bordadas, que cubrían un tobillo de tan aristocrática delgadez y un empeine tan curvo, eran de la seda más elástica y fina; y aquellos larguísimos guantes, también de seda y bordados igualmente de oro, acababan de estrenarse; y el sonoro cascabel, que de la orilla del picudo gorro colgaba sobre la frente, era de oro cincelado, enriquecido con verdaderos diamantes. Al mismo tiempo, yo, que conocía a todas las mujeres algo visibles de todos los círculos de Madrid, no acertaba con ninguna que tuviese aquella figura acentuada, aquella estatura alta, aquella exagerada gracilidad de formas, aquellas líneas inverosímiles, tan prolongadas y enjutas. Al acercarme a la máscara y estrecharla con bromas y requiebros, en vano intenté columbrar, bajo el negrísimo antifaz, algo del rostro; con tal exactitud se adaptaban a él la engomada seda y las densas blondas del barbuquejo.
«Será -pensé- alguna aventurera extranjera que ha venido a correr un bromazo aquí». Pero mudé de opinión cuando la Locura respondió a mis galanteos en excelente castellano, con voz irónica y mofadora, con acento sordo, sin eco, de inflexiones burlonas, casi insultantes.
Poco después bailábamos. No acostumbraba yo entregarme a tal ejercicio; mas me sentía tan empeñado por la elegante máscara, que le propuse valsar sólo por acercarme a ella, por sentir el contacto de su cuerpo, que sospeché flexible como el de una serpiente. Y al estrecharlo, me pareció duro, rígido, de una materia resistente y seca, a pesar de lo cual me producía embriaguez rara, ni más ni menos que si aquella mujer, encontrada en un baile por casualidad, completamente desconocida para mí, fuese algo mío, algo que me pertenecía y de que no podía separarme.
Mientras valsábamos, ella callaba, y cuando la convidé a beber una copa de champaña helado, colgóse de mi brazo, y bajo el antifaz me figuré que sonreía.
Loco de entusiasmo, realmente impresionado por mi conquista, pedí un reservadísimo gabinete, y encargué que nos trajesen lo mejor, lo más selecto. Aquella aventura vulgar en el fondo, pero realzada por la distinción y el porte de una mujer a todas luces aristocrática, desdeñosa, mordaz, ingeniosa en sus respuestas, me parecía verdadero hallazgo de noche de Carnaval, de esos regalos que hace a la juventud la Fortuna. Tal era entonces mi ceguedad moral, que la ocasión de cometer un pecado se me antojaba un mimo de la suerte.
Mis ojos no se apartaban de la máscara, y a la luz de las bujías que iluminaban la mesa la encontraba más original, más atractiva, más fascinadora que antes. Sus pies estrechos calzados de raso amarillo, se cruzaban con gracioso abandono; sus brazos apoyados en el respaldo de la silla, libres ya de guantes, eran de una palidez marmórea y de una delicadeza escultural. Su garganta desnuda, su escote pulido, sin gota de sudor, tenían el tono suave del marfil. Su pelo, de un rubio fuerte, casi rojo, flameaba en torno del antifaz. Anhelando ver la cara que permanecía tan oculta, me arrodillé para implorar de la Locura que se descubriese, jurando que la quería, que la adoraba hacía mucho tiempo, y aunque ella no lo supiese, la seguía, la buscaba, iba en pos de su huella por todas partes, ebrio de amor, trastornado, loco... Y, ¡oh sorpresa!, sin dulcificar su irónica voz, me respondió:
-Ya lo sé, ya lo sé que me quieres y me buscas sin cesar... Ya sé que tras de mí corres a todas horas; ya sé que soy el fanal que te guía. Hace años que también espero el momento de reunirme contigo para siempre, hasta la eternidad... Bebamos ahora, que luego te enseñaré mi rostro.
Obedecí y escancié el vino, cuya frialdad salpicaba de aljófar por fuera la copa de transparente muselina, y besé la mano de la máscara, tan helado como el champaña. La glacial sensación me exaltó más: con movimiento súbito arranqué el antifaz, rompiendo sus cintas..., y retrocedí de horror, porque tenía delante...
-¿Una calavera? -pregunté interrumpiendo, pues creía conocer el desenlace clásico.
-¡No! -exclamó Jenaro con hondo escalofrío provocado por el recuerdo. ¡No! ¡Otra cosa peor..., otra cosa!... ¡Una cara difunta, color de cera, con los ojos cerrados, la nariz sumida, la boca lívida, las sienes y las mejillas envueltas en esa sombra gris, terrosa que invade la faz del cadáver! Un cadáver. Y para colmo de espanto, el pelo rojizo, movible y encrespado, que rodeaba la cara y parecía la fulgurante melena de un arcángel, se inflamó de pronto como una aureola de llamas sulfúreas, de fuego del infierno, que iluminase siniestra-mente la muerta cara. ¡Un difunto, y «difunto condenado»! Eso era la elegante, la esbelta, la burlona Locura, vestida como los ataúdes, de negro con cabos de oro.
Jenaro calló un momento, y después añadió tembloroso:
-Apagadas las bujías por no sé qué invisible mano, sólo el nimbo de terribles llamas alumbraba el gabinete, y yo, que estaba medio desmayado sobre un sillón oí el acento mofador que me decía:
-No soy la muerte; soy «tu muerte», tu propia muerte, y por eso te confesé que me buscabas con afán... ¡Por ahora no podemos reunirnos... pero hasta luego, Jenaro!
-No me avergüenzo de reconocerlo -prosiguió Jenaro humildemente- al fin perdí el sentido... como una niña, como una dama... Al volver del desvanecimiento, me encontré solo en el gabinete. Las bujías ardían, y en las dos copas aljofaradas por fuera lucía el áureo vino... Huí del gabinete y del baile; caí enfermo, sane, me retiré del mundo... Y aquí tiene usted la historia de mi conversión. ¿Qué opina usted de ella?
-Opino -respondí con involuntaria sinceridad- que esa noche estaba usted ya malucho y un poco caliente de cascos...; que la Locura vestida de raso negro era una cocotte pálida y con el pelo teñido, pagada tal vez por algún compañero de francachela para embromar a usted... y que, por lo demás... convertirse es bueno siempre, y la caridad una excelente ocupación.
Jenaro me miró con lástima profunda se levantó y echó a andar hacia su casa. 

«El Liberal» 28 febrero 1897. 

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

La mariposa de pedreria

Érase que se era un mozo muy pobre, y vivía en una guardilla de las más angostas y desmanteladas de la gran capital. Los muebles del tugurio se reducían a dos sillas medio desfondadas, un catre con ratonado jergón, una mesilla mugrienta, un tintero roñoso y un anafre comido de orín. El mozo -a quien llamaré Lupercio- cubría sus carnes con traje sutil de puro raído y capa ya transparente. Las botas, entreabiertas; por ropa blanca, cuatro andrajos de lienzo; por corbata, un pingo. Así es que Lupercio sufría grandes fatigas y rubores, y cuando al salir a la calle para comprar un panecillo o diez céntimos de leche se cruzaba con alguna niña bonita, limpia y bien puesta, ardiente oleada de fuego le subía al rostro.
Para evitar el bochorno de que las mujeres se fijasen en su pergeño, sólo salía al anochecer, cuando es más fácil pasar inadvertido entre la gente que por las calles se codea y empuja. Entonces Lupercio, llevado por la marejada del gentío, veía y hasta rozaba cuerpos gallardos, recibía el rayo de fulgurantes pupilas, sentía el roce eléctrico de la seda crujidora y aspiraba bocanadas de finas esencias. Sus ojos ávidos seguían al tren de lujo, maceta de donde emergen, blandamente columpiadas, aristocráticas flores. Detrás de los vidrios de las tiendas alzábanse pirámides de botellas de vinos generosos, y la luz se filtraba al través de su vientre con reflejos de oro y de sangre. Otros escaparates presentaban el libro nuevo, gentil, de lustrosa cubierta, o el rancio infolio, clave del pasado. Y Lupercio temblaba de fiebre, de ansia de amar, de gozar, de aprender, de vivir.
Una noche subió a su guardilleja más calenturiento que nunca. Encendió mortecina lámpara, abrió la ventana para que el tabuco se ventilase y, dejando caer la cabeza sobre la mano, poco tardó en rezumar por entre sus dedos lágrima abrasadora. Alzó la frente, miró al anafre y se le ocurrió que en él estaba el remedio de cuantos males hay en el mundo. Estas cosas, lector amigo, de cien veces que se piensen, dígote en verdad que no se hacen una. Lupercio, que realmente estaba triste, triste hasta morir, de pronto cogió la pluma, la sepultó en el roñoso tintero, la paseó sobre un fragmento de papel... y salieron renglones desiguales, los primeros que había compuesto nunca. Cuando terminó la composición, o lo que fuese, el mozo vio, a la luz de la mortecina lámpara, posado sobre su tintero, un insecto extraño, fúlgido, deslumbrador: una mariposa de pedrería.
Su abdomen era de una perla oriental: de esmeraldas su corselete; sus alas de rubíes y brillantes, y al remate de sus antenas temblaban, como gotas de rocío, dos cristalinos solitarios de incomparable pureza. Lo más encantador de la mariposa es que, siendo de pedrería, estaba viva, pues al tender Lupercio la mano para cogerla, voló la mariposa y fue a posarse más lejos, a la orilla de la mesa. El mozo se quedó sobrecogido; si se empeñaba en cogerla, de fijo que la mariposa huiría por la ventana abierta. Renunciando a perseguir al resplandeciente insecto, Lupercio se contentó con admirarlo.
La mariposa tenía, sin duda alguna, luz propia, porque apartada de la escasa de la lámpara, centelleaba más, proyectando irisados reflejos sobre toda la guardilla. Y es el caso que, a la claridad emanada de la mariposa, así se transformaba la vivienda de Lupercio, que no la conocería nadie. Invisibles tapiceros revistieran las paredes de telas, cuadros, espejos y colgaduras; del techo pendían arañas de veneciano vidrio y cubría el suelo alfombra turquesca de tres dedos de gordo. ¡Qué metamorfosis! En las Gorgonas de Murano se deshojaban rosas: sobre un velador árabe tentaban el apetito frutas, dulces y refrescos; blancas melodías de laúd acariciaban el aire y, abriéndose sutil-mente la puerta, una mujer, digo mal, una diosa, envuelta en gasas tenues y sin más tocado que las rubias hebras de febeo cabello, se adelantó, tomó del velador una granada entreabierta, reventando en granos de púrpura, y se la ofreció a Lupercio con lánguida sonrisa... Todo este misterio duró hasta que la mariposa, desde el borde de la ventana, alzó su vuelo, perdiéndose en la oscuridad de la noche.
Aunque al volar la mariposa de pedrería la guardilleja volvió a su prístina y natural fealdad, miseria y desaliño, desde aquel día Lupercio no pensó en la muerte. Tenía un interés, una esperanza: que repitiese su visita la encantada bestezuela. Y la repitió, en efecto, al conjuro de la pluma mojada en tinta y los renglones desiguales. Volvió la mariposa, y esta vez convirtió la guardilla en jardín tropical, poblado de naranjos y palmeras, donde vírgenes africanas ofrecían a Lupercio agua fría en ánforas rojas estriadas de plata y azul. Así que se habituó a responder al conjuro, la mariposa fue transformando la mansión de Lupercio, ya en gruta oceánica, con náyades, corales y espumas, ya en bahía polar que alumbra boreal aurora, ya en patio de la Alhambra, con arrayanes y fuentes de mármol, donde se leen versículos del Corán; ya en camarín gótico, dorado como un relicario...
Mientras tanto, un periódico imprimía los versos de Lupercio -porque versos eran, ya es hora de confesarlo y, poco a poco, los fue conociendo, estimando y luego admirando el público. Tras la admiración y el aplauso del público vino la envidia de los rivales, la curiosidad de los poderosos y la protección de algunos más inteligentes; con la protección, un poco de bienestar; luego, algo que pudiera llamarse desahogo y, por último, una serie de felices circunstancias -herencia, lotería, negocios, la riqueza. Lupercio vivió, amó, gozó, rodó en carruaje al lado de pulcras damiselas, con trajes de seda de eléctrico roce..., y no necesito decir que, impulsado por el aura de la fortuna, fue bajando, primero de su guardilla al piso segundo; después, del segundo al primero, hasta que resolvió construir para su residencia un lindo palacio, a orillas del mar, en Italia. Había en él jardines, salones, tapicerías, brocados, alfombras, objetos de arte; en suma, cuanto pudo soñar Lupercio en la guardilla de los años juveniles.
Sin embargo, su mujer, sus hijos, sus amigos, sus criados, le veían cabizbajo, abatido, deshecho y notaban que, de día en día, se iba agriando su carácter, y ennegreciéndose su humor, y rebosando en él tedio y hastío. Nadie se explicaba el cambio, porque nadie sabía que la mariposa de piedras, la maga de la guardilla, la que también había frecuentado el piso segundo y honrado alguna que otra vez el principal, no se dignaba apoyar sus patitas de esmalte en el reborde de las ventanas del palacio, abiertas siempre en verano como en invierno, para dejarle franca la entrada.
Lupercio se ponía de pechos en la rica balconada de mármol que dominaba el jardín, y desde la cual se divisaba la extensión del golfo de Nápoles y se oía el murmurio de sus aguas, y miraba a las estrellas por si de alguna iba a bajar la mariposa; pero las estrellas titilaban indiferentes y, de mariposa, ni rastro. Lupercio abría a centenares botellas de generosos vinos -de aquellos que en la mocedad le tentaban como un sueño irrealizable, y en el fondo espumoso del cristal no dormía la mariposa tampoco. Lupercio comía granadas con algunas risueñas beldades muy aficionadas a la fruta, y tampoco en el seno de púrpura se ocultaba la mariposa maldita, la de las alas de rubíes...
¿Qué si había muerto? ¡Para morir estaba ella! Sabe, ¡oh lector!, que las mariposas de pedrería son inmortales. Sólo que la tunanta no tenía ganas de perder el tiempo con gente machucha, y andaba transformando en palacio, jardín o edén otro domicilio modesto, donde un mozo soñador garrapateaba no sé si verso o prosa...

«El Imparcial», 18 de julio de 1892.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

La manga

Nati terminó, ante el modesto armario de luna, su tocado y sus aprestos de coquetería. La tarea de prender el sombrero no fue corta. Era uno de esos sombreros inconmensurables que son el encanto, el susto y la ruina de una familia burguesa durante una estación. Había costado ciento diez pesetas redondas, y esa suma, para los padres, representaba no escasas privaciones, un desequilibrio en el presupuesto, la supresión, durante dos meses, del plato de carne en la cena, sustituido por un guisado de patatas o unos panchos fritos.
¡Paciencia! No se podía prescindir de que «la niña» luciese el sombrero que impone forzosamente la moda, y que, en este año de gracia, ha pegado un salto desde los precios admisibles de ocho y diez duros, hasta los de veinte como mínimum. ¿Quién cuenta con eso, vamos a ver? Porque nada ha subido tan sensiblemente: si los comestibles encarecen, no hasta tal punto; suben anualmente, de un modo imperceptible, mientras el sombrero se lanza en vertiginoso arranque... Y, al cabo, de comer se prescinde, no de golpe..., pero vamos, así, poquito a poco -en relación con la carestía de los comestibles; pero el sombrero es lo sacrosanto. Cuando una muchacha tiene veintiocho años ya, palmito muy celebrado, está llamando la atención en un pueblo donde acaba de llegar su padre a desempeñar un empleo, y espera fundadamente el fénix matrimonial, cazable con la liga de ese artefacto que, bajo sus alas enormes, presta a la señorita honrada la provocación atractiva de las cupletistas y las cocotas en los grandes casinos internacionales.
Nati se miraba en el espejo turbio del armario desvencijado, adquirido de lance... Tal sombrero debiera reflejarse en las triples lunas de lujoso tocador. No había duda; era feliz casualidad haber encontrado, por sólo veintidós duros, tal sombrero. No se presentaría en el salón del paseo otro así. Una creación, un modelo de París que llegó algo tarde para ser copiado, y que la modista vendió barato por temor de no poder colocarlo ya en julio.
Nati sabía el efecto que había producido cuando lo estrenó, y lo que le aumentaba la hermosura, lo que completaba su silueta el sombrero dichoso, dándole el atrevimiento mundano envidiado por las muchachas de la clase media, que siguen la moda y no se desenvuelven ágilmente dentro de ella, ligadas por la vergüenza y por el hábito casero... A favor de aquel sombrerón elegantísimo, Nati había tenido valor para prescindir de las enaguas, reduciendo a la mínima expresión su ropa interior, y ahora se recreaba, entre confusa y envanecida, al comprobar que su cuerpo presentaba las líneas y los trazos ligeros del púdico semidesnudo de los figurines de arte... Exagerada la gracilidad de las formas juveniles por lo flexible de la tela del traje, una lana más suave que la seda, el sombrero se gallardeaba sobre los hombros, que coronaba de sombras flotantes y plumajes ondeadores como cabelleras. Nati, sonriente, se gustó, y después de perfumarse y tomar los guantes, hizo el cálculo de toda mujer que se ha gustado: «Le gustaré.»
Abajo aguardaba el papá, resignado. ¡Era mejor que acompañase él! La mamá siempre da una nota ligeramente caricaturesca, a menos que vaya tan bien o mejor trajeada que su hija... La joven salió ufana. Eran las diez de la noche, hora en que el paseo se iluminaba brillantemente, en que los fuegos artificiales suben a rasgar la turquí terciopelosidad del cielo; en que la brisa marina viene salitrosa, amarga y embriagadora; en que la música militar es bella porque apaga sus resonancias metálicas la distancia, el abejorreo de las conversaciones y ese rumor hondo de toda muchedumbre.
Era el momento en que, so color de tomar aire, se tomaba amor, que es oxígeno del alma, y no la higiene, sino la eterna sed sentimental, había determinado a tantas muchachas bonitas y a tantos donceles medianamente gallardos a pisar el polvo o comprar las sillas del concurridísimo paseo...
Nati sintió -como se siente una ola de vida- la impresión causada por su presencia. Se volvían, la miraban, y algún forastero, menos recatado que los galanes locales, la susurraba cosas, de que fingía no enterarse el papá... Pronto como un pájaro, él se destacó de un grupo y se hizo el encontradizo. Era un novio ideal, de buena presencia, rico, decidido a casarse, de seguro. Nati tembló de felicidad. El pretendiente la miraba embobado, se la bebía con los ojos. Siguieron andando, pero el muchacho propuso sillas y las pagó galantemente. El papá se hizo el distraído; a su lado, casualmente, estaba un compañero de oficina. Los dos jóvenes cuchichearon más bajo. El pretendiente expresaba su admiración; la pretendida, coqueteando, negaba que ella valiese nada; hasta negaba la elegancia de su atavío, a la cual había notado que su pretendiente era muy sensible... Y reían, encantados los dos de aquel instante delicioso, con la sensación exquisita del aislamiento entre la multitud, una de las venturas profundas del amor naciente...
Un cohete rasgó el aire, subiendo a gran altura. Puerilmente, se divirtieron en contemplarlo. Era de lucería, y dejaba caer estrellitas verdes como grandes esmeraldas, que antes de llegar al suelo se extinguían.
Al primer fuego artificial siguieron otros muchos, estallantes y caprichosos, de chispa de oro y lágrimas de lumbre, de doble trazo de luz sobre la negrura del firmamento. Y, en pos, las bombas de dinamita atronaron el espacio un minuto.
-¡Qué barbaridad! -exclamó Nati, molestada por los zambombazos, y el novio aprobó, precipitado, añadiendo que los oídos le dolían, lo cual le valió una sonrisa tierna de la novia.
En el punto mismo, una gota de agua se plaqueó sobre la manita de Nati, que jugaba con el abanico.
-¡Qué raro! Como si lloviese...
Al momento dejó de ser raro, pues todo el mundo miraba asombrado hacia arriba, habiendo sentido la impresión, más bien cálida, de otros goterones. Y repetían:
-¡Es chocante!... Parece que llueve.
No hubo tiempo a reponerse del asombro; no se pudo razonar el brutal fenómeno de la nube baja, desventrada por la dinamita: tan súbita, tan arrolladora, fue la caída de la manga de agua... Volcaban a chorros desde el cielo urnas llenas; furioso torrente que descendía, descendía, sin parar. Las señoras corrían, gritando, en busca de un asilo, de un techo que las cobijase; nadie había traído paraguas, y, por otra parte, ¿de qué serviría un paraguas en tal contingencia? Un paraguas es para cuando llueve, no para el diluvio. Se habían abierto las cataratas del cielo, y las húmedas entrañas de la despanzurrada nube se desfondaban en ríos de agua colérica, despeñada desde lo alto...
Lo que más estorbaba en tal apuro... eran los sombreros. Habían principiado a derretirse, a liquidarse en papilla, con pegotes de goma y de engrudo que se embalsaban. Sus gasas caían, sus flores vertían arroyitos de tintes de colores sobre los pobres ropajes empapados en menos que se cuenta, y adheridos al cuerpo. Los armazones se pegaban al cuello, al pelo, en grotescas formas de caricatura. Y el pelo, chorreante, caía por las espaldas, y los rostros perdían el ligero artificio del blanquete y del rosa de tocador y aparecían lívidos, espectrales, con el brillo de hule de la mojadura y la palidez de la cruel, aguda sensación de frío...
Nati, desde el primer momento, había corrido como una loca... No sabía si su padre venía detrás; ignoraba si iba al lado de su novio. ¡Sálvese el que pueda!... Corría, corría aguijoneada por dos estímulos, por dos terrores: el de perder su ropa, su sombrero, sus galas -la tercera parte por lo menos de su belleza, y el de ser vista en grotesca situación, hecha una birria, envuelta en trapos mojados y con unas plumas desteñidas soltando manchurrones... Notó, sin embargo, en medio de su desesperada fuga, que otras fugitivas infelices se quitaban el sombrero y lo tiraban. ¿Para qué conservarlo? Estaba perdido, y las manchaba y ridiculizaba más... Un grupo empujó a Nati; por poco cae al suelo. ¡Caer, que la pisoteasen! ¡Y delante de él! Apenas hubo pensado en esto, otra idea la horrorizó. Bajo los latigazos rígidos del aguacero, se miró un instante, y se vio desnuda... Sí, desnuda como la estatua bajo el lienzo del escultor... Su traje leve señalaba la plástica de su cuerpo. En el mismo punto, notó que su novio venía cerca, corriendo también, para auxiliarla segura-mente... La casa de Nati estaba próxima; llegar al portal era la salvación. La muchacha volaba, jadeante, y se lanzaba, o se quería lanzar, al obscuro recinto; pero estaba abarrotado de gente refugiada allí, que no permitía el paso. Los insultos, las chanzonetas, acogieron a la desdichada, que prorrumpió en llanto, sin conmover a la egoísta turba...
Y hubo tiempo de que el novio llegase, y Nati leyese en sus ojos toda la desilusión, todo el repentino hielo del que ve tan cambiado un rostro que aún no ama lo bastante, y todo el despecho rencoroso del que ve a la mujer que empezaba a interesarle profanada por los ojos impíos de la muchedumbre...
Nati no volvió al paseo. Era el triste drama de tantas señoritas pobres. No podía reemplazar la ropa perdida... Ni el novio, perdido al mismo tiempo que la ropa.

«Blanco y Negro», núm. 999, 1910

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

La madrina

Al nacer el segundón -desmirriado, casi sin alientos- el padre le miró con rabia, pues soñaba una serie de robustos varones, y al exclamar la madre -ilusa como todas: «Hay que buscarle madrina», el padre refunfuñó:
-¡Madrina! ¡Madrina! La muerte será..., ¡porque si éste pelecha!
Con la idea de que no era vividero el crío, dejó el padre llegar el día del bautizo sin prevenir mujer que le tuviese en la pila. En casos tales trae buena suerte invitar a la primera que pasa. Así hicieron, cuando al anochecer de un día de diciembre se dirigían a la iglesia parroquial. Atravesada en el camino, que la escarcha endurecía, vieron a una dama alta, flaca, velada, vestida de negro. La enlutada miraba fijamente, con singular interés, al recién, dormido y arrebujado en bayetes y pieles. A la pregunta de si quería ser madrina, la dama respondió con un ademán de aquiescencia. Despertóse en la iglesia la criatura y rompió a llorar; pero apenas le tomó en brazos su futura madrina, la carita amarillenta adquirió expresión de calma, y el niño se durmió, y dormido recibió en la chola el agua fría y en los labios la amarga sal.
En las cocinas del castillo se murmuró largamente, al amor de la lumbre, de aquel bautizo y aquella madrina, que al salir de la iglesia había desaparecido cual por arte de encantamiento. Un cuchicheo medroso corría como un soplo del otro mundo, hacía estremecerse el huso en manos de las mozas hilanderas, temblar la papada en las dueñas bajo la toca y fruncirse las hirsutas cejas de los escuderos, que sentenciaban:
-No puede parar en bien caso que empieza en brujería.
El segundón, entre tanto, se desarrollaba trabajosamente. Enfermedades tan graves le asaltaron, que tuvo dos veces encargado el ataúd, y siempre, al parecer iniciarse el estertor de la agonía, verificábase una especie de resurrección: el niño se incorporaba, se pasaba la mano por los ojos, sonreía y con ansia infinita pedía de comer...
-Siete vidas tiene como los gatos -decía la dueña Marimiño a Fernán el escudero. ¡Embrujado está, y no muere así le despeñen de la torre más alta!
Este dicho se recordó con espanto pocos días después. Jugando el segundón con el mayor en la plataforma de la torre, lucharon en chanza, se acercaron a la barbacana, y colándose por una brecha, cayeron de aquella formidable altura. Del mayor, don Félix, se recogió una masa sanguinolenta e informe. El otro, don Beltrán, detenido por un reborde de la cornisa y unas matas que lo mullían algún tanto, pudo sostenerse, agarrarse a la muralla y trepar hasta la plataforma otra vez. Con asombro supersticioso refirió el lance Fernán, ocular testigo; y en las veladas del invierno, los servidores evocaron la temerosa figura de la enlutada madrina. Sólo ella podía haber dispuesto los sucesos del modo más favorable a su ahijado. Ya no ingresaría Beltrán en un monasterio; suyos eran casa y estados; de segundón pasaba a heredero universal.
Entonces se pensó en instruirle para las fatigas de la guerra. Endeble como seguía siendo, hubo de ejercitarse en las armas. Salió pendenciero, amigo de gazaperas, retos, cuchilladas, y su débil brazo hacía saltar la espada de la muñeca de los mejores reñidores, y en las funciones militares libraba sin un rasguño, a pesar de alardes de valor temerario. Mirábanle ya con aprensión los demás señores, con mezcla de veneración y terror el vulgo. Un suceso casual dio mayor pábulo a las hablillas.
Andaba perdidamente enamorado don Beltrán de doña Estrella de Guevara, viuda principal cuanto hermosa, codiciada de todos. Ella prefería a un Moncada, el duque de San Juan, y con éste dispuso casarse. En vísperas de la boda, estando el duque solazándose a orillas del río Jarama con su prometida y muchos amigos, salió un toro bravo, arremetióle y le paró tan mal, que al otro día era difunto. Llovía sobre mojado. Se alzó imponente la voz de que danzaba brujería en los asuntos de don Beltrán, y el Santo Oficio hubo de resolver mezclarse en lo que traía alborotada a la villa y corte, inspirando peregrinas fábulas. Como que se llegaba hasta la afirmación de que el toro no era toro, sino un fantástico dragón que espiraba lumbre, y en el cuerpo del mísero duque las señales parecían, no de cornadas, sino de garras candentes.
Honda marejada se produjo en el Santo Tribunal antes de prender a un noble señor. Ejercía las funciones de inquisidor general el obispo de Oviedo y Plasencia, don Diego Sarmiento de Valladares, caballero por los cuatro costados, y los rigores inquisitoriales no recaían sino sobre gentecilla, mercaderes y tratantes gallegos y portugueses, oscuros alumbrados y judaizantes renegados y bígamos. Una buena traílla de estos mezquinos acababa de ser agarrotada, quemada viva, encarcelada perpetuamente, relajada en estatua, azotada por las calles y embargados los bienes que no tenían, con ocasión del famoso auto de fe a que habían querido asistir Carlos II y las dos reinas, enviando el monarca el primer haz de fajina que alimentase el fuego del brasero. Mas las poderosas familias del duque de San Juan y de doña Estrella de Guevara apretaron tanto, que al fin don Beltrán fue preso y recluido en los calabozos, donde todavía no habían acabado de evaporarse las lágrimas de las infelices penitencias del auto. En las tinieblas de la mazmorra recordó confusamente palabras de su nodriza, insinuaciones de la dueña Mari Nuño, conversaciones reticentes de sus padres, auras de consejas y mentiras que oreaban sus cabellos desde niño. Y con ahínco desesperado, exclamó:
-¡Señora Muerte! ¡Madrina mía! ¡Acúdeme!
Esparcióse por el encierro cárdena claridad, y don Beltrán vio delante a una mujer extraña, medio moza y medio vieja, por un lado engalanada; por otro, desnuda. Su cara se parecía a la de don Beltrán, como que era él mismo, «su muerte propia». Y don Beltrán recordó el dicho de cierto ilustre caballero del hábito de Santiago: «La muerte no la conocéis, y sois vosotros mismos vuestra muerte: tiene la cara de cada uno de vosotros, y todos sois muertes de vosotros mismos».
-¿Qué se te ofrece, ahijado? -preguntó solícita ella.
-¡Salir de esta cárcel! -suplicó don Beltrán.
-No alcanza mi poder a eso. Te he servido bien; me he desviado de ti veinte veces, te he quitado de delante estorbos y te he mullido el camino con tierra de cementerio. Pero mi acción tiene límites, y el amor y el odio son más fuertes que yo. Habrá cárcel por muchos años: los deudos de tu rival han resuelto que te pudras en ella.
Mesándose el cabello, don Beltrán insistió con ardor:
-¿No hay ningún recurso, madrina? Por ahí fuera hace sol, la gente se pasea, brillan los ojos, resuenan músicas festivas, requiebran los galanes, se cruzan estocadas... ¡Y yo aquí, sepultado en una fosa, expuesto a que me saquen con coraza y sambenito! Madrina, tú eres omnipotente, temida y respetada... ¡He sentido tantas veces tu protección terrible! ¿No acertarás a salvarme ahora?
La madrina calló un momento, y luego articuló entre un susurro lento y prolongado como el de los árboles de inmensa copa:
-Sé un remedio para darte libertad. ¿No lo adivinas? Yo saco infalible-mente a los mortales del sitio en que penan, llevándolos conmigo.
Sintió un sutil escalofrío don Beltrán y se tapó los ojos con las manos. Cuando las apartó se halló solo: la madrina había desaparecido. En más de dos años no se atrevió el ahijado a invocarla. Al contrario, a ratos la conjuraba para que no se acercase: temía la tentación de asir aquella mano blanca, lisa, marmórea, y agarrado a ella salir del cautiverio. No llamó a su madrina ni en el día en que, tendiéndole sobre el caballete del potro, le dieron por tres veces el trato de cuerda que hace crujir los huesos, estira los tendones y lleva el dolor hasta las últimas reconditeces de los nervios. Quedó moribundo y le trasladaron a una celda con reja a la calle.
Y una mañana, mirando por la reja, sucedióle que vio pasar a una mujer hermosísima, acompañada de una dueña grave y halduda y de un galán bizarro: la propia doña Estrella de Guevara. Sus crespos cabellos teñidos de rubio veneciano hacían parecer más clara su tez y sus labios más bermejos; vestía de terciopelo verde con pasamanos de oro, y en sus ojos negros como la endrina chispeaba una alegría de vivir insolente y triunfadora.
-¡Madrina! ¡Ven, acude! -gritó con fervor don Beltrán, incorporándose, a pesar del quebrantamiento de sus huesos.
Y apenas hubo llamado sinceramente a su madrina, se cerraron los párpados del caballero, se extinguió el hálito de su pecho, cayó sobre la fementida cama, una mano glacial cogió la suya, y don Beltrán salió de la prisión, libre y feliz.

«El Imparcial», 1 de diciembre de 1902.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

La logica

Justino Guijarro es digno de que le consagre una mención la historia individual, que llaman los profanos literatura novelesca. Aunque el drama de la existencia de Justino Guijarro no haya obtenido la fama que merece, a título de caso significativo y curioso, los que le conocimos y recibimos sus últimas revelaciones en momentos terribles no debemos dejar sepultada en el olvido la memoria de hombre tan extraordinario.
Ante todo, sepan las generaciones venideras que Justino Guijarro murió en el patíbulo. No vayan a suponer (apresurémonos a decirlo) que Justino fue en el mundo de los vivos algún malhechor de oficio, algún capitán de gavilla. No vayan a confundirle tampoco con los que asaltan casas para saquearlas, o dejan seco a un prójimo para apoderarse de su cartera, repleta de billetes de Banco. Ni menos le identifiquen con esos energúmenos poseídos de instinto brutal que estrangulan a una mujer por celos o porque los desdeñó. A Justino nunca le dominaron furiosas concupiscencias ni bajas codicias; como que vivió entregado al estudio, a la meditación, chapuzado y sumergido en los insondables lagos del pensamiento y colando por finísimo tamiz las ideas, que otros menos cavilosos se tragan sin mascar. Distinguióse, además, Justino por su religiosidad exacerbada, de la cual, piense lo que quiera el lector, habrá de reconocer que es demostración elocuente lo que va a saber recorriendo estas páginas, donde descubro el secreto de un alma singular, única tal vez.
Justino había nacido con el cráneo puntiagudo, angosto, indicación exterior de lo elevado de sus especulaciones y lo espiritual de su modo de ser. Desde niño discurrió tan estricta y ajustadamente, que sus raciocinios eran cuñas hincadas en el cerebro. Perseguía hasta sus últimos términos las consecuencias de una premisa, y ¡ay! del que discutiendo le concediese lo mínimo; una leve concesión proporcionaba a Guijarro argumentos irrefutables con que apurar a su adversario y rendirle por fin. Se le temía; nadie quería medirse con él, y dijérase que en él revivían aquellos escolásticos de la Edad Media, capaces de partir en cuatro un cabello de mujer rubia.
Con el propio método que aplicaba a las cuestiones intelectuales resolvía Justino los problemas de la vida práctica; empresa doblemente peliaguda, pues nadie ignora que esta pícara vida que padecemos es compleja, sinuosa y contradictoria a veces como ella sola, sin que se pueda evitar, y el más terne e inflexible de los pensadores se ve obligado, ya que no a caer siete veces al día, por lo menos a transigir setenta con las circunstancias. Justino, sin embargo, no entendiendo de transacciones, optaba por tener setenta choques diarios y pasar otras tantas veces por necio e insufrible; el mundo es tal, que no concibe que nadie siga la línea recta, así conduzca al precipicio. Los disgustos que Justino sufría debieron de contribuir no poco a exaltar su grande ánimo y a sugerirle las extrañas resoluciones que pronto se verán.
Era casado Justino; su lógica religiosa le había inducido al matrimonio desde los primeros años de la juventud. Muchos tardó en tener sucesión; pero al cabo se notaron en la esposa de Justino señales inequívocas de que se aproximaba un feliz acontecimiento, y nació un chico precioso, frescachón y robusto, de ésos que envanecen a los padres.
No obstante, Justino, en vez de complacerse y regocijarse con su paternidad, dio en ponerse mohíno y melancólico. Cada vez que le presentaban el chico, que la madre, entusiasmada, le subía hasta los labios del padre para que le estampara un beso, el rostro de Justino se contraía, y sus ojos, nublados por la meditación, despedían una luz triste y lúgubre...
-Al ver a mi hijo -traslado aquí las propias palabras del ínclito pensador desconocido, cuya historia voy narrando, yo no podía sentir lo que siente el vulgo de los padres; un goce pueril y meramente instintivo, un impulso animal... Al contrario: un mundo de reflexiones acudía a mi mente; su peso me abrumaba y me confundía. La responsabilidad que gravitaba sobre mí era incalculable, inmensa; en mis manos, a mi cargo, tenía el porvenir de un hombre, de un ser racional. Al hablar de «porvenir», comprenderá usted, conociéndome ya por mis confesiones, que no me refiero al «porvenir» tal cual lo entienden los otros padres, y que sólo abarca los días de una existencia transitoria. Dinero, honores, posición, salud... ¡Qué son esos bienes de un minuto para quien ve, con la inteligencia, con la razón, con las potencias superiores, en fin, desarrollarse lentamente la inmensa procesión de los siglos, y considera, en cambio de los espasmos de un vértigo sublime, el horizonte infinito de la eternidad!
El cuerpo de mi hijo, montón de carne blanca y sonrosada, no existía para mí o, si existía, no tenía valor alguno; pero ¡su alma, su alma inmortal, destello divino comunicado a la materia! «Salva su alma -me decía a cada instante la voz cristalina de la «Lógica», mi maestra y consejera infalible. Salva su alma, evítale el pecado, ábrele de par en par las puertas de oro del Cielo». Y para salvar su alma yo no tenía más remedio que uno, y, después de largo combate conmigo mismo, lo puse en práctica. Cierta noche, mientras la madre dormía rendida de cansancio de haber dado el pecho, me acerqué a la cuna de mi hijo, dormido también; eché sobre su carita el embozo de la sábana; luego, las dos almohadas; apoyé las palmas de las manos con toda mi fuerza... y me sostuve así hasta que... hasta que lo salvé, enviándole a gozar la eterna bienaventuranza.
La muerte de mi hijo -prosiguió Justino después de una pausa profunda- se atribuyó a causas naturales. Pero yo quedé a vueltas con el problema no menos grave, que era el de mi propia salvación. La «Lógica» me decía que si salvaba a otro, por razones de mayor cuantía estaba en el caso de salvarme a mí mismo, puesto que la salvación es el fin supremo a que deben encaminarse nuestros pasos en la tierra. Al salvar a mi hijo había cargado mi conciencia sin poderlo evitar, con un pecado: convenía expiarlo; todo esto era lógico y más lógico aún que si la muerte me cogía de sorpresa, mal preparado, marraba el negocio de mi alma, el solo negocio importante.
Necesitaba, pues, dos cosas: hacer penitencia en esta vida y saber a punto cierto cuál había de ser el instante de mi muerte, para encontrarme prevenido y dispuesto. No valía suicidarse; el que se suicida no muere en gracia. Era preciso discurrir otra combinación y, lógicamente, encontré una luminosísima. Esperé el momento en que mi esposa muy afligida desde el fallecimiento del niño, regresaba de la iglesia, donde había confesado y comulgado, y aprovechando la buena disposición en que se encontraba y el instante en que se inclinaba para desabrocharse las botas, di sobre ella armado de un cuchillo de cocina, y de la primera puñalada... la salvé. Cuando expiró, cubierto de su sangre, me presenté a la Justicia. Mi parricidio (así lo llamaron) era según decían, patente y horrible; fui sentenciado a morir, y en los largos días de la prisión tuve tiempo para hacer mortificaciones, ponerme a bien con Dios (lo espero) y arreglar todos mis asuntos de conciencia de tal suerte, que, al ofrecer el cuello a la argolla expiatoria, llevaré lógicamente noventa y nueve probabilidades contra una de salvarme también...
Lo único que me confunde, lo único que ha turbado mi espíritu, ya casi sumergido en la contemplación de lo ultraterrenal, es que el sacerdote que viene a consolarme en esta capilla, en vez de alabar la lógica de mi conducta, parece persuadido de que no hice sino atrocidades... Verdad que es un pobre cura de misa y olla, y temo que por falta de cultura y preparación filosófica no comprenda la alteza de mi concepción, el admirable equilibrio de mis actos... En vano le repito hasta la saciedad un argumento irrefutable. Pecado fue matar a mi mujer y a mi niño: lo conozco y lo deploro; mas si todos somos pecadores, y yo no podía jactarme de haber vivido sin pecar, a lo menos mis pecados son de tal naturaleza, que han abierto el paraíso a los dos seres que más amé, y probablemente a mí me lo abrirá mi expiación... El cura, hombre sencillo y limitado, cuando le presento esta conclusión agudísima no responde sino meneando la cabeza y murmurando ciertas frases que considero ¡lógicas a todas luces; por ejemplo: «La misericordia de Dios alcanza a los malvados, y con más razón a los ilusos y a los maniáticos y dementes. Déjese de lógicas, y rece y llore, y arrepiéntase cuanto pueda.»

«El Imparcial», 6 diciembre 1897.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)