Reyes
anhelaba quedarse sólo con sus pensamientos; reanudar las visiones
agradables que le habían acompañado desde la Cibeles al Suizo;
pero, ¡cosa rara!, en cuanto desapareció D. Elías, se encontró
peor, menos libre, más disgustado. Recordó que cuando era niño y
se divertía cantando a solas o declamando, si un importuno le
interrumpía un momento, al volver a sus gritos y canciones, ya lo
hacía sin gusto, con desabrimiento y algo avergonzado, hasta dejar
sus juegos y romper a llorar. Una impresión análoga sentía ahora:
aquel tonto de Don Elías le había hecho caer del quinto cielo; le
había hecho derrumbarse desde gratas ilusiones que halagaban la
vanidad, los sentidos y tal vez algo del corazón, a los cantos
rodados de la crónica del día; había caído de cabeza sobre la
subsecretaría de Rejoncillo y sus presuntos amores con la de
Cenojiles, y después, de necedad en necedad, había rebotado sobre
el artículo de Reseco... y... «¡qué un majadero pudiera
tener tanta influencia en sus pensamientos!». Antonio emprendió la
marcha por la calle de Sevilla hacia la del Príncipe, decidido a
olvidar todo aquello y a volver a la idea dulcísima (sí, dulcísima,
por más que coqueteando consigo mismo quisiera negárselo), de sus
relaciones casi seguras, seguras, con Regina Theil. Pero, nada; los
halagüeños pensamientos no volvían; no se ataban aquellos hilos
rotos de la novela que ya él había comenzado a hilvanar, sin
quererlo, mientras subía por la calle de Alcalá. En vez de
aventuras graciosas y picantes, representábasele entre los ojos y
las losas mojadas y relucientes a trechos, la imagen abstracta de la
subsecretaría de Rejoncillo; era vaga, confusa, unas veces en figura
de letras de molde medio borradas, tal como podrían leerse en La
Correspondencia;
otras veces en la forma de un sillón lujoso, algo sobado, no se
sabía si de raso, si de piel, ni de qué estructura... y a lo mejor,
¡zás! Rejoncillo, vestido de frac, con gran pechera reluciente,
saltando de suelto en suelto por los de La
Correspondencia,
hasta plantarse en el de su subsecretaría; o bien saludando a muchos
señores en una sala, que era igual que el vestíbulo del Principal,
a pesar de ser una sala. «Quería decirse que estaba soñando
despierto, y que el sueño, a pesar de la voluntad vigilante, se
empeñaba en ser estúpido, disparatado!».
Y
Reyes se detuvo ante los resplandores de las cucharas junto al
escaparate de Meneses. Como si obedeciera a una sugestión, clavaba
los ojos sin poder remediarlo en aquellos reflejos de blancura. No
había motivo para dar un paso adelante ni para darlo hacia atrás, y
se estuvo quieto ante la luz. No sabía adónde ir: ahora se le
ocurría recordar que no tenía plan para aquella noche: un cuarto de
hora antes hubiera jurado que le faltaría tiempo para todo lo
que debía hacer antes de acostarse, para lo mucho que iba a
divertirse... y resultaba que no había tal cosa; que no tenía plan,
que no había pensado nada, que no tenía dónde pasar el rato, para
olvidar aquellas necedades que se le clavaban en la cabeza. ¿Por qué
no estaba ya contento? ¿Por qué aquel optimismo, que casi como un
zumbido agradable de oídos, o mejor como una sinfonía, le había
acompañado por la calle de Alcalá arriba, a hora se había
convertido en spleen
mortal? «Hablemos claro: ¿le tengo yo envidia a Rejoncillo?». Y
Antonio sonrió de tal modo, que cualquier transeúnte hubiera podido
creer que se estaba burlando de la plata Meneses. «¡Envidia a
Rejoncillo!». El pensamiento le pareció tan ridículo, la reacción
del orgullo fue tan fuerte, que, como si todas aquellas pasiones que
le tenían parado en la acera se hubiesen convertido en descarga
eléctrica, dio Antonio media vuelta automática, echó a andar hacia
la Carrera de San Jerónimo, descendió por esta, atravesó la Puerta
del Sol, tomó por la calle de la Montera arriba, y entró en el
Ateneo.
Se
vio, sin saber cómo, en aquellos pasillos tristes y oscuros, llenos
de humo: allí el calor parecía una pasta pesada que flotaba en el
aire, y que se tragaba y se pegaba al estómago. Sin saber cómo
tampoco, sin darse cuenta de que la voluntad interviniese en sus
movimientos, llegó al salón de periódicos, se fue hacia el extremo
de la mesa, y se sentó decidido a no mirar más que papeles
extranjeros, por lo menos coloniales, que de fijo no hablarían de la
subsecretaría de Rejoncillo. A él mismo le parecía mentira verse
repasando las columnas de una colección de Diarios
de la Marina.
Después
tomó Le
Journal de Petersbourg...
que estaba cerca. Allí se hablaba, en una correspondencia de
París, de las últimas poesías de un escritor francés a quien
trataba él. Esta consideración fue un ligero tónico. Reyes fue
acercándose a los periódicos españoles; desde la mitad de la mesa
comenzaban a verse acá y allá ejemplares borrosos de La
Correspondencia;
tenían algo de pastel de aceite apestoso acabado de salir del horno.
No pudo menos; hizo lo que todos los presentes: cogió La
Correspondencia.
En la segunda plana, en medio de la tercera columna, estaba la
noticia, poco más o menos como él la había visto sobre las losas
húmedas y brillantes de la calle de Sevilla. Allí estaban Augusto
Rejoncillo y su subsecretaría; era, efectivamente, la de Ultramar.
Era un hecho el nombramiento; nada de reclamo, no; un hecho: se había
firmado el decreto.
«¡Qué
país!», se puso a pensar Reyes, sin darse cuenta de ello; él, que
hacía alarde desde muy antiguo de despreciar el país absolutamente,
y no acordarse de él para nada. «¡Qué país! Todo está perdido;
pero ¡esto es demasiado! Esto da náuseas. ¿Quién quiere ya ser
nada? Diputación, cartera... ¿qué sería todo eso para el amor
propio? Nada... peor, un insulto... ¿Cómo me había de halagar a mí
ser ministro... habiendo sido antes Rejoncillo subsecretario? Por
este lado no hay que buscar ya nunca nada; la política ya no es
carrera para un hombre como yo; es una humillación, es una calleja
inmunda; hay que tomar en serio esta resolución estoica de no querer
ser diputado ni ministro, ni nada de eso, por dignidad, por decoro».
Y en el cerebro de Reyes estalló la idea fugaz y brillante de ser
jefe de un nuevo partido, que llamó en francés, para sus adentros,
el partido zutista,
el de «no ha lugar a deliberar, el de la anulación de la política,
el partido anarquista
de la aristocracia del talento y de la distinción». Sí, había que
matar la política, convertirla en oficio de menestrales, dársela a
los zapateros, a los que no saben leer ni escribir: un político era
un hombre grosero, de alma de madera, limitado en ambiciones y
gustos, un ser antipático: había que proclamar el zutismo
o chusismo,
la abstención; las personas de gusto, de talento, de espíritu noble
y delicado no necesitaban gobernar ni ser gobernadas. «Iremos al
Congreso para cerrarlo y tirar la llave a un pozo», pensaba decir en
el programa del partido. Por supuesto, que en Reyes estos conatos de
grandes resoluciones eran relámpagos
de calor,
menos, fuegos de artificio a que él no daba ninguna importancia.
Dejaba que la fantasía construyera a su antojo aquellos palacios de
humo, y después se quedaba tan impasible, decidido a no meterse en
nada. «Sin embargo, la idea del partido zutista
era hermosa, aunque irrealizable». Sobre todo, había servido para
elevarle a sus propios ojos, «sobre aquellas miserias de
subsecretarías y Rejoncillos». «No, él no tenía envidia a aquel
mamarracho; de esto estaba... seguro; pero el pensar en ello, el
irritarse ante la majadería del ministerio que hacía tal
nombramiento, ya era indigno de Antonio Reyes; el hombre que llevaba
dentro de la cabeza el plan de aquella novela, que no acababa de
escribir por lo mucho que despreciaba al público que la había de
leer».
En
el salón de periódicos comenzó cierto movimiento de sillas y
murmullo de conversaciones en voz baja. Los socios pasaban a la
cátedra pública. Los gritos de un conserje sonaban a lo lejos,
diciendo: «¡Sección de ciencias morales y políticas! ¡Sección
de ciencias morales y políticas!...».
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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