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lunes, 15 de septiembre de 2014

Sinfonia de dos novelas - Cap. V

Reyes anhelaba quedarse sólo con sus pensamientos; reanudar las visiones agradables que le habían acompañado desde la Cibeles al Suizo; pero, ¡cosa rara!, en cuanto desapareció D. Elías, se encontró peor, menos libre, más disgustado. Recordó que cuando era niño y se divertía cantando a solas o declamando, si un importuno le interrumpía un momento, al volver a sus gritos y canciones, ya lo hacía sin gusto, con desabrimiento y algo avergonzado, hasta dejar sus juegos y romper a llorar. Una impresión análoga sentía ahora: aquel tonto de Don Elías le había hecho caer del quinto cielo; le había hecho derrumbarse desde gratas ilusiones que halagaban la vanidad, los sentidos y tal vez algo del corazón, a los cantos rodados de la crónica del día; había caído de cabeza sobre la subsecretaría de Rejoncillo y sus presuntos amores con la de Cenojiles, y después, de necedad en necedad, había rebotado sobre el artículo de Reseco...  y... «¡qué un majadero pudiera tener tanta influencia en sus pensamientos!». Antonio emprendió la marcha por la calle de Sevilla hacia la del Príncipe, decidido a olvidar todo aquello y a volver a la idea dulcísima (sí, dulcísima, por más que coqueteando consigo mismo quisiera negárselo), de sus relaciones casi seguras, seguras, con Regina Theil. Pero, nada; los halagüeños pensamientos no volvían; no se ataban aquellos hilos rotos de la novela que ya él había comenzado a hilvanar, sin quererlo, mientras subía por la calle de Alcalá. En vez de aventuras graciosas y picantes, representábasele entre los ojos y las losas mojadas y relucientes a trechos, la imagen abstracta de la subsecretaría de Rejoncillo; era vaga, confusa, unas veces en figura de letras de molde medio borradas, tal como podrían leerse en La Correspondencia; otras veces en la forma de un sillón lujoso, algo sobado, no se sabía si de raso, si de piel, ni de qué estructura... y a lo mejor, ¡zás! Rejoncillo, vestido de frac, con gran pechera reluciente, saltando de suelto en suelto por los de La Correspondencia, hasta plantarse en el de su subsecretaría; o bien saludando a muchos señores en una sala, que era igual que el vestíbulo del Principal, a pesar de ser una sala. «Quería decirse que estaba soñando despierto, y que el sueño, a pesar de la voluntad vigilante, se empeñaba en ser estúpido, disparatado!».
Y Reyes se detuvo ante los resplandores de las cucharas junto al escaparate de Meneses. Como si obedeciera a una sugestión, clavaba los ojos sin poder remediarlo en aquellos reflejos de blancura. No había motivo para dar un paso adelante ni para darlo hacia atrás, y se estuvo quieto ante la luz. No sabía adónde ir: ahora se le ocurría recordar que no tenía plan para aquella noche: un cuarto de hora antes hubiera jurado que le faltaría tiempo  para todo lo que debía hacer antes de acostarse, para lo mucho que iba a divertirse... y resultaba que no había tal cosa; que no tenía plan, que no había pensado nada, que no tenía dónde pasar el rato, para olvidar aquellas necedades que se le clavaban en la cabeza. ¿Por qué no estaba ya contento? ¿Por qué aquel optimismo, que casi como un zumbido agradable de oídos, o mejor como una sinfonía, le había acompañado por la calle de Alcalá arriba, a hora se había convertido en spleen mortal? «Hablemos claro: ¿le tengo yo envidia a Rejoncillo?». Y Antonio sonrió de tal modo, que cualquier transeúnte hubiera podido creer que se estaba burlando de la plata Meneses. «¡Envidia a Rejoncillo!». El pensamiento le pareció tan ridículo, la reacción del orgullo fue tan fuerte, que, como si todas aquellas pasiones que le tenían parado en la acera se hubiesen convertido en descarga eléctrica, dio Antonio media vuelta automática, echó a andar hacia la Carrera de San Jerónimo, descendió por esta, atravesó la Puerta del Sol, tomó por la calle de la Montera arriba, y entró en el Ateneo.
Se vio, sin saber cómo, en aquellos pasillos tristes y oscuros, llenos de humo: allí el calor parecía una pasta pesada que flotaba en el aire, y que se tragaba y se pegaba al estómago. Sin saber cómo tampoco, sin darse cuenta de que la voluntad interviniese en sus movimientos, llegó al salón de periódicos, se fue hacia el extremo de la mesa, y se sentó decidido a no mirar más que papeles extranjeros, por lo menos coloniales, que de fijo no hablarían de la subsecretaría de Rejoncillo. A él mismo le parecía mentira verse repasando las columnas de una colección de Diarios de la Marina.
Después tomó Le Journal de Petersbourg... que estaba cerca. Allí se hablaba, en una correspondencia de   París, de las últimas poesías de un escritor francés a quien trataba él. Esta consideración fue un ligero tónico. Reyes fue acercándose a los periódicos españoles; desde la mitad de la mesa comenzaban a verse acá y allá ejemplares borrosos de La Correspondencia; tenían algo de pastel de aceite apestoso acabado de salir del horno. No pudo menos; hizo lo que todos los presentes: cogió La Correspondencia. En la segunda plana, en medio de la tercera columna, estaba la noticia, poco más o menos como él la había visto sobre las losas húmedas y brillantes de la calle de Sevilla. Allí estaban Augusto Rejoncillo y su subsecretaría; era, efectivamente, la de Ultramar. Era un hecho el nombramiento; nada de reclamo, no; un hecho: se había firmado el decreto.
«¡Qué país!», se puso a pensar Reyes, sin darse cuenta de ello; él, que hacía alarde desde muy antiguo de despreciar el país absolutamente, y no acordarse de él para nada. «¡Qué país! Todo está perdido; pero ¡esto es demasiado! Esto da náuseas. ¿Quién quiere ya ser nada? Diputación, cartera... ¿qué sería todo eso para el amor propio? Nada... peor, un insulto... ¿Cómo me había de halagar a mí ser ministro... habiendo sido antes Rejoncillo subsecretario? Por este lado no hay que buscar ya nunca nada; la política ya no es carrera para un hombre como yo; es una humillación, es una calleja inmunda; hay que tomar en serio esta resolución estoica de no querer ser diputado ni ministro, ni nada de eso, por dignidad, por decoro». Y en el cerebro de Reyes estalló la idea fugaz y brillante de ser jefe de un nuevo partido, que llamó en francés, para sus adentros, el partido zutista, el de «no ha lugar a deliberar, el de la anulación de la política, el partido anarquista de la aristocracia del talento y de la distinción». Sí, había que matar la política, convertirla en oficio de menestrales, dársela a los zapateros, a los que no saben leer ni escribir: un político era un hombre grosero, de alma de madera, limitado en ambiciones y gustos, un ser antipático: había que proclamar el zutismo o chusismo, la abstención; las personas de gusto, de talento, de espíritu noble y delicado no necesitaban gobernar ni ser gobernadas. «Iremos al Congreso para cerrarlo y tirar la llave a un pozo», pensaba decir en el programa del partido. Por supuesto, que en Reyes estos conatos de grandes resoluciones eran relámpagos de calor, menos, fuegos de artificio a que él no daba ninguna importancia. Dejaba que la fantasía construyera a su antojo aquellos palacios de humo, y después se quedaba tan impasible, decidido a no meterse en nada. «Sin embargo, la idea del partido zutista era hermosa, aunque irrealizable». Sobre todo, había servido para elevarle a sus propios ojos, «sobre aquellas miserias de subsecretarías y Rejoncillos». «No, él no tenía envidia a aquel mamarracho; de esto estaba... seguro; pero el pensar en ello, el irritarse ante la majadería del ministerio que hacía tal nombramiento, ya era indigno de Antonio Reyes; el hombre que llevaba dentro de la cabeza el plan de aquella novela, que no acababa de escribir por lo mucho que despreciaba al público que la había de leer».
En el salón de periódicos comenzó cierto movimiento de sillas y murmullo de conversaciones en voz baja. Los socios pasaban a la cátedra pública. Los gritos de un conserje sonaban a lo lejos, diciendo: «¡Sección de ciencias morales y políticas! ¡Sección de ciencias morales y políticas!...».

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

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