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sábado, 4 de enero de 2014

Federico y catalinita

Había una vez un hombre llamado Federico, y una mujer llamada Catalinita, que acababan de contraer matrimonio y empezaban su vida de casados. Un día dijo el marido: “Catalinita, me voy al campo; cuando vuelva, me tendrás en la mesa un poco de asado para calmar el hambre, y un trago fresco para apagar la sed.” 
-“Márchate tranquilo, que cuidaré de todo.” Al acercarse la hora de comer, descolgó la mujer una salchicha de la chimenea, la echó en una sartén, la cubrió de mantequilla y la puso al fuego. La salchicha comenzó a dorarse y hacer ¡chup, chup!, mientras Catalina, sosteniendo el mango de la sartén, dejaba volar sus pensamientos. De pronto se le ocurrió: Mientras se acaba de dorar la salchicha, bajaré a la bodega a preparar la bebida. Dejando, pues, afianzada la sartén, cogió una jarra, bajó a la bodega y abrió la espita de la cerveza; y mientras ésta fluía a la jarra, ella lo miraba. De repente pensó: ¡Caramba! El perro no está atado; si se le ocurre robar la salchicha de la sartén, me habré lucido. Y, en un santiamén, se plantó arriba. Pero ya el chucho tenía la salchicha en la boca y se escapaba con ella, arrastrándola por el suelo. Catalinita, ni corta ni perezosa, se lanzó en su persecución y estuvo corriendo buen rato tras él por el campo; pero el perro, más ligero que Catalinita, sin soltar su presa pronto estuvo fuera de su alcance.
“¡Lo perdido, perdido está!” exclamó Catalinita, renunciando a la morcilla; y como se había sofocado y cansado con la carrera, volvióse despacito para refrescarse. Mientras tanto seguía manando la cerveza del barril, pues la mujer se había olvidado de cerrar la espita, y cuando ya la jarra estuvo llena, el líquido empezó a correr por la bodega hasta que el barril quedó vacío. Catalinita vio el desastre desde lo alto de la escalera: “¡Diablos!” exclamó, “¿qué hago yo ahora para que Federico no se dé cuenta?” Después de reflexionar unos momentos, recordó que de la última feria había quedado en el granero un saco de buena harina de trigo; lo mejor sería bajarla y echarla sobre la cerveza. “Quien ahorra a su tiempo, día viene en que se alegra,” se dijo; subió al granero, cargó con el saco y lo vació en la bodega, con tan mala suerte que fue a dar precisamente sobre la jarra llena de cerveza, la cual se volcó, perdiéndose incluso la bebida destinada a Federico. “¡Eso es!” exclamó Catalinita; “donde va el uno, que vaya el otro,” y esparció la harina por el suelo de la bodega. Cuando hubo terminado, sintióse muy satisfecha de su trabajo y dijo: “¡Qué aseado y limpio queda ahora!”
A mediodía llegó Federico. “Bien, mujercita, ¿qué me has preparado?” 
-“¡Ay, Federiquito!” respondió ella, “quise freírte una salchicha, pero mientras bajé por cerveza, el perro me la robó de la sartén, y cuando salí detrás de él, la cerveza se vertió, y al querer secar la cerveza con harina, volqué la jarra. Pero no te preocupes, que la bodega está bien seca. Replicó Federico: “¡Catalinita, no debiste hacer eso! ¡Dejas que te roben la salchicha, que la cerveza se pierda, y aun echas a perder nuestra harina!” 
-“¡Tienes razón, Federiquito, pero yo no lo sabía! Debiste avisármelo.”
Pensó el hombre: Con una mujer así, habrá que ser más previsor. Tenía ahorrada una bonita suma de ducados; los cambió en oro y dijo a Catalinita: “Mira, eso son chapitas amarillas; las meteré en una olla y las enterraré en el establo, bajo el pesebre de las vacas. Guárdate muy bien de tocarlas, pues, de lo contrario, lo vas a pasar mal.” Respondió ella: “No, Federiquito, puedes estar seguro de que no las tocaré.” Mas he aquí que cuando Federico se hubo marchado, se presentaron unos buhoneros que vendían escudillas y cacharros de barro, y preguntaron a la joven si necesitaba algunas de sus mercancías. “¡Oh, buena gente!” dijo Catalinita, “no tengo dinero y nada puedo comprar; pero si quisieseis cobrar en chapitas amarillas, sí que os compraría algo.” 
-“Chapitas amarillas, ¿por qué no? Deja que las veamos.” 
-“Bajad al establo y buscad debajo del pesebre de las vacas; las encontraréis allí; yo no puedo tocarlas.” Los bribones fueron al establo y, removiendo la tierra, encontraron el oro puro. Cargaron con él y pusieron pies en polvorosa, dejando en la casa su carga de cacharros. Catalinita pensó que debía utilizar aquella alfarería nueva para algo; pero como en la cocina no hacía ninguna falta, rompió el fondo de cada una de las piezas y las colocó todas como adorno en los extremos de las estacas del vallado que rodeaba la casa. Al llegar Federico, sorprendido por aquella nueva ornamentación, dijo: “Catalinita, ¿qué has hecho?” 
-“Lo he comprado, Federiquito, con las chapitas amarillas que guardaste bajo el pesebre de las vacas. Yo no fui a buscarlas; tuvieron que bajar los mismos buhoneros.” 
-“¡Dios mío!” exclamó Federico, “¡buena la has hecho, mujer! Si no eran chapitas, sino piezas de oro puro; ¡toda nuestra fortuna! ¿Cómo hiciste semejante disparate?” 
-“Yo no lo sabía, Federiquito. ¿Por qué no me advertiste?”
Catalinita se quedó un rato pensativa y luego dijo: “Oye, Federiquito, recuperaremos el oro; salgamos detrás de los ladrones.” 
-“Bueno,” respondió Federico, “lo intentaremos; llévate pan y queso para que tengamos algo para comer en el camino.” 
-“Sí, Federiquito, lo llevaré.” Partieron, y, como Federico era más ligero de piernas, Catalinita iba rezagada. Mejor, pensó, así cuando regresemos tendré menos que andar. Llegaron a una montaña en la que, a ambos lados del camino, discurrían unas profundas roderas. “¡Hay que ver,” dijo Catalinita, “cómo han desgarrado, roto y hundido esta pobre tierra! ¡Jamás se repondrá de esto!” Llena de compasión, sacó la mantequilla y se puso a untar las roderas, a derecha e izquierda, para que las ruedas no las oprimiesen tanto. Y, al inclinarse para poner en práctica su caritativa intención, cayóle uno de los quesos y echó a rodar monte abajo. Dijo Catalinita: “Yo no vuelvo a recorrer este camino; soltaré otro que vaya a buscarlo.” Y, cogiendo otro queso, lo soltó en pos del primero. Pero como ninguno de los dos volviese, echó un tercero, pensando: Tal vez quieran compañía, y no les guste subir solos. Al no reaparecer ninguno de los tres, dijo ella: “¿Qué querrá decir esto? A lo mejor, el tercero se ha extraviado; echaré el cuarto, que lo busque.” Pero el cuarto no se portó mejor que el tercero, y Catalinita, irritada, arrojó el quinto y el sexto, que eran los últimos. Quedóse un rato parada, el oído atento, en espera de que volviesen; pero al cabo, impacientándose, exclamó: “Para ir a buscar a la muerte serviríais. ¡Tanto tiempo, para nada! ¿Pensáis que voy a seguir aguardándoos? Me marcho y ya me alcanzaréis, pues corréis más que yo.” Y, prosiguiendo su camino, encontróse luego con Federico, que se había detenido a esperarla, pues tenía hambre. “Dame ya de lo que traes, mujer.” Ella le alargó pan solo. “¿Dónde están la mantequilla y el queso?” 
-“¡Ay, Federiquito!” exclamó Catalinita, “con la mantequilla unté los carriles, y los quesos no deberán tardar en volver. Se me escapó uno y solté a los otros en su busca.” Y dijo Federico: “No debiste hacerlo, Catalinita.” 
-“Sí, Federiquito, pero, ¿por qué no me avisaste?”
Comieron juntos el pan seco, y luego Federico dijo: “Catalinita, ¿aseguraste la casa antes de salir?” 
-“No, Federiquito; como no me lo dijiste.” 
-“Pues vuelve a casa y ciérrala bien antes de seguir adelante; y, además, trae alguna otra cosa para comer; te aguardaré aquí.” Catalinita reemprendió el camino de vuelta, pensando:
Federiquito quiere comer alguna otra cosa; por lo visto no le gustan el queso y la mantequilla. Le traeré unos orejones en un pañuelo, y un jarro de vinagre para beber. Al llegar a su casa cerró con cerrojo la puerta superior y desmontó la inferior y se la cargó a la espalda, creyendo que, llevándose la puerta, quedaría la casa asegurada. Con toda calma, recorrió de nuevo el camino, pensando: Así, Federiquito podrá descansar más rato. Cuando llegó adonde él la aguardaba, le dijo: “Toma, Federiquito, aquí tienes la puerta; así podrás guardar la casa mejor.” 
-“¡Santo Dios!” exclamó él, “¡y qué mujer más inteligente me habéis dado! Quitas la puerta de abajo para que todo el mundo pueda entrar, y cierras con cerrojo la de arriba. Ahora es demasiado tarde para volver; mas, ya que has traído la puerta, tú la llevarás.” 
- Llevaré la puerta, Federiquito, pero los orejones y el jarro de vinagre me pesan mucho. ¿Sabes qué? Los colgaré de la puerta, ¡que los lleve ella!”
Llegaron al bosque y empezaron a buscar a los ladrones, pero no los encontraron. Al fin, como había oscurecido, subiéronse a un árbol, dispuestos a pasar allí la noche. Apenas se habían instalado en la copa, llegaron algunos de esos bribones que se dedican a llevarse por la fuerza lo que no quiere seguir de buen grado, y a encontrar las cosas antes de que se hayan perdido. Sentáronse al pie del árbol que servía de refugio a Federico y Catalinita, y, encendiendo una hoguera, se dispusieron a repartirse el botín. Federico bajó al suelo por el lado opuesto, recogió piedras y volvió a trepar, para ver de matar a pedradas a los ladrones. Pero las piedras no daban en el blanco, y los ladrones observaron: “Pronto será de día, el viento hace caer las piñas.” Catalinita seguía sosteniendo la puerta en la espalda y, como le pesara más de lo debido, pensando que la culpa era de los orejones, dijo: “Federiquito, tengo que soltar los orejones.” 
-“No, Catalinita, ahora no,” -respondió él. “Podrían descubrirnos.” 
-“¡Ay, Federiquito! no tengo más remedio, pesan demasiado.” 
-“¡Pues suéltalos en nombre del diablo!” Abajo rodaron los orejones por entre las ramas, y los bribones exclamaron: “¡Los pájaros hacen sus necesidades!” Al cabo de otro rato, como la puerta siguiera pesando, dijo Catalinita: “¡Ay, Federiquito!, tengo que verter el vinagre.” 
-“No, Catalinita, no lo hagas, podría delatarnos.” 
-“¡Ay, Federiquito! es preciso, no puedo con el peso.” 
-“¡Pues tíralo, en nombre del diablo!” Y vertió el vinagre, rociando a los ladrones, los cuales se dijeron: “Ya está goteando el rocío.” Finalmente, pensó Catalinita: ¿No será la puerta lo que pesa tanto? y dijo: “Federiquito, tengo que soltar la puerta.” 
-“¡No, Catalinita, ahora no, podrían descubrirnos!” 
-“¡Ay, Federiquito!, no tengo más remedio, me pesa demasiado.” 
-“¡No, Catalinita, sostenla firme!” 
-“¡Ay, Federiquito, la suelto!” 
 “¡Pues suéltala, en nombre del diablo!” Y allá la echó, con un ruido infernal, y los ladrones exclamaron: “¡El diablo baja por el árbol!” y tomaron las de Villadiego, abandonándolo todo. A la mañana siguiente, al descender los dos del árbol, encontraron todo su oro y se lo llevaron a casa.
Cuando volvieron ya a estar aposentados, dijo Federico: “Catalinita, ahora debes ser muy diligente y trabajar de firme.” 
-“Sí, Federiquito, sí lo haré. Voy al campo a cortar hierba.” Cuando llegó al campo, se dijo: ¿Qué haré primero: cortar, comer o dormir? Empecemos por comer. Y Catalinita comió, y después entróle sueño, por lo que, cortando, medio dormida, se rompió todos los vestidos: el delantal, la falda y la camisa, y cuando se despabiló, al cabo de mucho rato, viéndose medio desnuda, preguntóse: ¿Soy yo o no soy yo? ¡Ay, pues no soy yo! Mientras tanto, había oscurecido; Catalinita se fue al pueblo y, llamando a la ventana de su marido, gritó: “¡Federiquito!” 
-“¿Qué pasa?” 
-“¿Está Catalinita en casa?” 
-“Sí, sí,” respondió Federico, “debe de estar acostada, durmiendo.” Y dijo ella: “Entonces es seguro que estoy en casa,” y echó a correr.

En despoblado encontróse con unos ladrones que se preparaban para robar. Acercándose a ellos, les dijo: “Yo os ayudaré.” Los bribones pensaron que conocía las oportunidades del lugar y se declararon conformes. Catalinita pasaba por delante de las casas gritando: “¡Eh, gente! ¿Tenéis algo? ¡Queremos robar!” 
-“¡Buena la hemos hecho!” dijeron los ladrones, mientras pensaban cómo podrían deshacerse de Catalinita. Al fin le dijeron: “A la salida del pueblo, el cura tiene un campo de remolachas; ve a recogernos un montón.” Catalinita se fue al campo a coger remolachas; pero lo hacía con tanto brío que no se levantaba del suelo. Acertó a pasar un hombre que, deteniéndose a mirarla, pensó que el diablo estaba revolviendo el campo. Corrió, pues, a la casa del cura, y le dijo: “Señor cura, en vuestro campo está el diablo arrancando remolachas.” 
-“¡Dios mío!” exclamó el párroco, “¡tengo una pierna coja, no puedo salir a echarlo!” Respondióle el hombre: “Yo os ayudaré,” y lo sostuvo hasta llegar al campo, en el preciso momento en que Catalinita se enderezaba. “¡Es el diablo!” exclamó el cura, y los dos echaron a correr; y el santo varón tenía tanto miedo que, olvidándose de su pierna coja, dejó atrás al hombre que lo había sostenido.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem)

Falada o el caballo prodigioso

Érase una vez una Reina cuyo esposo había muerto hacía ya años y sólo tenía una hija muy hermosa. Cuando fue mayor, la Princesa se prometió con un Príncipe de un país lejano. Llegada la época de la boda, tuvo que partir para el reino de su marido. La Reina estaba delicada de salud y no podía acompañarla, por lo cual le dio gran cantidad de vestidos y joyas de oro y plata, vajilla y adornos, y, en fin, todo cuanto corres-ponde a una novia de tal alcurnia, pues la Reina amaba a su hija muy tiernamente. Le dio también una Camarista para que la acompañase y pusiera su mano en la de su prometido. Iban las dos montadas cada una en un caballo. El de la Princesa se llamaba Falada y sabía hablar. Llegada la hora de partir, la Reina madre fue a su habitación y con un cuchillito se cortó un dedo y se hizo sangre. Tomó un pañuelito de blanca batista y vertió sobre él tres gotas de su sangre. Después lo dio a su hija, diciendo:
‑Querida niña, guarda bien este pañuelo, que debe acompañarte y hacerte feliz en todo el viaje.
Después, madre e hija se despidieron muy tristes, y la Princesa guardó el pañuelo en su bolsa, montó a caballo y se dirigió al país de su prometido.
Cuando hubieron cabalgado un buen rato, la Princesa sintió sed y pidió a la Camarista:
‑Bajad y traedme mi copa de oro llena de agua del manantial. Tengo mucha sed.
‑Si tenéis sed -dijo la Camarista, bajaos del caballo e id a buscar agua. Yo no soy vuestra criada.
Como tenía mucha sed, la Princesa se apeó del caballo, llegó al manantial y bebió en la misma fuente, pues la Camarista no quiso darle la copa de oro. La Princesa suspiró, y las gotas de sangre del pañuelo le dijeron:

-¡Oh, si su madre lo supiera,
su corazón se partiera!...

La Princesa era muy humilde y no dijo nada; sin quejarse volvió a subir al caballo y cabalgó algunas millas; el día era muy caluroso, el sol abrasaba y sintió sed de nuevo. Al llegar a un arroyo, ordenó a la Camarista:
-Bajad y dadme un poco de agua en mi copa de oro.
Había olvidado las ásperas palabras de la Camarista, que esta vez le contestó aún más altanera:
-Si queréis beber, id a buscar agua. Yo no soy vuestra criada.
La Princesa tenía mucha sed y se bajó del caballo, arrodillándose junto a la corriente. Suspiró: "¡Ay de mí!", y las gotas de sangre contestaron:

-iOh, si su madre lo supiera,
su corazón se partiera!...

Mientras estaba bebiendo, el pañuelo de batista con las gotas de sangre se le cayó de la bolsa y fue arrastrado por la corriente; pero ella no lo advirtió. La Camarista sí que lo vio y se alegró mucho, pues ahora tendría todo el poder sobre la Princesa, que, sin la protección maternal, quedaba débil y desamparada.

Así, cuando fue a montar en Falada otra vez, la Camarista se lo impidió diciéndole:
‑Falada me pertenece; montad vos en este rocín.
La pobre Princesita se vio obligada a obedecer. Entonces la Camarista, con voz imperativa, le mandó que se quitara sus regios vestidos y se pusiera los sencillos que ella llevaba. Por último, la obligó a jurar ante el Cielo que no diría a nadie de la corte lo que había sucedido entre las dos.
La Camarista montó en Falada y dio a la verdadera novia su pobre rocín, continuando el viaje así. Cuando llegaron al palacio, hubo gran regocijo. El Príncipe se apresuró a ir a recibirlas y bajó a la Camarista de su caballo, tomándola por la novia. La condujo a los bellos salones, mientras la verdadera Princesa permanecía abajo, en el patio.
El anciano Rey vio desde su ventana aquella linda y delicada doncella que se quedaba en el patio, y tanto le encantó, que fue a los aposentos nupciales y preguntó a la novia quién era su compañera, la que se había quedado en el patio.
-Es una mendiga a quien he recogido en el camino y que me ha hecho compañía durante el viaje. Si tenéis algún empleo para ella, podéis dárselo -contestó la falsa novia al Rey.
Pero el anciano Rey no tenía ningún trabajo que dar a la doncella, y, por último, después de mucho pensar, recordó:
-Tengo un Pastorcillo que cuida de mis gansos; ella le podrá ayudar.
El Pastorcillo se llamaba Conrado, y la verdadera Princesa fue enviada con él a guardar los gansos. La falsa novia no tardó en decir al Príncipe:
‑Querido esposo, quiero rogarte que me concedas un favor.
Y él le contestó:
-Con mucho gusto te lo concederé.
-Di entonces al Matarife que corte la cabeza del caballo en que he venido; todo el camino me vino molestando y no le quiero ni ver.
En verdad, lo que ella temía era que el caballo hablase, contando cómo había tratado a la Princesa. Su deseo se cumplió y el fiel Falada hubo de morir.
Cuando esta triste nueva llegó a oídos de la verdadera Princesa, fue a buscar al Matarife y le ofreció una moneda de oro si quería hacerle un pequeño servicio. Había una puertecilla a la salida de la ciudad, por la cual, detrás de los gansos, pasaba ella mañana y tarde.
-¿Queréis colgar la cabeza de Falada en esta puerta, para que pueda verla cada vez que pase? -le rogó.
El Matarife prometió lo que ella le pedía y, cuando hubo cortado la cabeza del caballo, la colgó en la puertecilla.
Por la mañana temprano, cuando ella y Conrado pasaron la puerta, dijo la Princesita:

-¡Ay de ti, cabeza de Falada,
que de la puerta estás colgada!

Y la cabeza le contestó:

‑ ¡Ay de ti, Princesa amada,
hoy convertida en criada!
Si tu madre lo supiera,
su corazón se partiera...

Entonces salieron de la ciudad y llegaron al campo siguiendo a los gansos. Al llegar al prado, la Princesa se sentó sobre la hierba y soltó sus cabellos. Brillaban al sol como oro purísimo, y, al verlos, el pequeño Conrado quiso acariciarlos, pero ella se puso a cantar:

‑ Vuela, vuela, viento alado,
llévate el sombrero de Conrado.
Para que él vaya detrás,
corre, y corre, y correrás.
Mientras peino mis cabellos,
que brillan al sol más bellos.

Entonces sopló el viento, llevándose el sombrero de Conrado por los campos adelante y obligando al Pastorcillo a correr detrás de él. Cuando volvió el Pastor junto a la verdadera Princesa, ella había acabado de peinarse y se había recogido los cabellos; Conrado no pudo robarle ni uno solo. Esto le enojó y ya no quiso decir ni una sola palabra más a su compañera. Cuidaron de los gansos en silencio, hasta el caer de la tarde, en que regresaron a Palacio.
A la mañana siguiente, cuando pasaron por la puertecilla, la Princesa dijo:

-¡Ay de ti, cabeza de Falada,
que de la puerta estás colgada!

Y la cabeza contestó:

-¡Ay de ti, Princesa amada,
hoy convertida en criada!
Si tu madre lo supiera,
su corazón se partiera...

Y otra vez, al llegar a los prados, la Princesa soltó sus cabellos y empezó a peinarlos. Conrado corrió para acariciarlos, pero ella se apresuró a decir:

-Vuela, vuela viento alado,
llévate el sombrero de Conrado.
Para que él vaya detrás,
corre, y corre, y correrás.
Mientras peino mis cabellos,
que brillan al sol más bellos.

El viento sopló más fuerte, llevándose el sombrero de Conrado campos adelante, y el Pastorcillo tuvo que correr detrás de él. Cuando volvió junto a la Princesa, ella se había recogido la cabellera y el chiquillo no pudo coger ni un solo cabello. En silencio cuidaron de los gansos hasta el caer de la tarde, y, cuando volvieron a palacio, Conrado fue en busca del anciano Rey y le dijo:
-No quiero volver más al campo con la nueva Pastorcita.
-¿Por qué no? -le preguntó el Rey.
-Porque todos los días se burla de mí.
El anciano Rey le preguntó cómo y por qué se burlaba de él. Entonces Conrado se lo contó todo.
-Por la mañana -explicó, cuando pasamos por la puertecilla de la ciudad llevando los gansos, ella habla con una cabeza de caballo que está colgada en la pared y le dice:

-¡Ay de ti, cabeza de Falada,
que de la puerta estás colgada!

"Y la cabeza le contesta:

-¡Ay de ti, Princesa amada,
hoy convertida en criada!
Si tu madre lo supiera,
su corazón se partiera...

Y Conrado acabó de contar id Rey lo que sucedía en el prado y que cada día se veía obligado a correr detrás de su sombrero.
El anciano Rey ordenó a Conrado que saliera al día siguiente con la Pastorcita, como de costumbre. Entonces fue a colocarse detrás de la puertecilla de la ciudad y oyó a la Princesa hablar con la cabeza de Falada. También los siguió a los campos y, escondido detrás de unas matas, vio con sus propios ojos cómo la Pastorcita empezaba a peinarse sus bellísimos cabellos, que brillaban al sol. Y le oyó decir:

-Vuela, vuela, viento alado,
llévate el sombrero de Conrado.
Para que él vaya detrás,
corre, y corre, y correrás.
Mientras peino mis cabellos,
que brillan al sol más bellos.

Entonces vino una racha de viento que se llevó el sombrero de Conrado y el Pastorcito tuvo que correr detrás. Cuando volvió de nuevo junto a la doncella, ella se había recogido el cabello. Todo esto lo observó el viejo Rey, sin que ellos se dieran cuenta, pero al caer la tarde, cuando la Pastorcita volvió a palacio, la llamó y le preguntó por qué hacía aquellas cosas tan extrañas.
‑No puedo decirlo ni a vuestra Majestad ni a nadie en el mundo; lo he jurado así ante los Cielos y si faltara a mi palabra, perdería la vida.
El anciano Rey insistió e insistió, pero no logró que dijese una palabra más. Entonces le propuso:
‑Si no quieres decírmelas a mí, cuenta tus tristezas a esta chimenea de hierro.
Y se marchó.
La verdadera Princesa se acercó a la chimenea, y empezó a llorar y a lamentarse, desahogando así su acongojado corazón, y diciendo:
‑Aquí estoy yo, olvidada de todo el mundo, a pesar de ser la verdadera Princesa. La pérfida Camarista me obligó a cambiar por los suyos mis regios vestidos; tomó mi lugar al lado de mi prometido y me convirtió en una mísera pastora de gansos. ¡Si la Reina mi madre lo supiera, el corazón se le partiera!
El anciano Rey estaba al otro lado de la chimenea y oyó por el cañón todos estos lamentos. Entonces fue a buscar ricos vestidos, que se puso la Pastorcita, cuya belleza le maravilló. Llamó luego el Rey a su hijo y le dijo cómo había tomado por esposa a una Camarista y que la verdadera Princesa era aquella a quien había convertido en pastora de gansos.
El joven Príncipe quedó admirado ante tanta juventud y tanta belleza. Se celebró un gran banquete, al cual fueron invitados todos los cortesanos y amigos del Rey. El novio se sentó a la cabecera de la mesa, teniendo a un lado a la Princesa y al otro a la Camarista. Ésta no sabía nada de lo sucedido y no reconoció a la Princesa al verla tan espléndidamente ataviada.
Cuando hubieron comido y bebido y reinaba en la mesa la mayor alegría, el anciano Rey propuso un enigma a la Camarista.
‑¿Qué culpa comete la persona que engaña a su señor? -dijo. Y le contó toda la historia, para terminar preguntando: 
-¿Qué castigo debe tener?
La falsa novia contestó:
-He aquí el castigo que yo le daría. La metería, completamente desnuda, en un barril lleno de clavos y la haría arrastrar por dos caballos blancos, de calle en calle, hasta que cayese muerta.
-Pues ése será vuestro castigo -dijo el Rey. Vos sois la culpable y el juez.
Cuando la sentencia se hubo cumplido, el joven Príncipe se casó con la verdadera Princesa y juntos gobernaron su reino, en paz y felicidad.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem)


Elsie la lista

Había una vez un matrimonio que tenía una hija a la que llamaban "Elsie la Lista". Y cuando ella creció y fue una muchacha, su padre dijo a su esposa:
-"Tenemos que casar a Elsie."
-"Sí" -dijo la madre, "si viniera alguien y la quisiera tomar."
Al tiempo un hombre llamado Hans vino de lejos y la pidió, pero estipuló que Elsie realmente debería ser lista.
-"¡Oh sí!" -dijo el padre, "ella es bien capaz."
Y la madre agregó:
-"¡Uh!, ella puede ver el viento viniendo por las calles, y oír a las moscas tosiendo."
-"Bien" -dijo Hans" "si no es realmente lista, no la tendré."
Cuando todos se sentaron a cenar y habían comido, la madre dijo:
-"Elsie, ve al sótano y trae algo de cerveza."
Entonces Elsie tomó el pichel de la pared, y bajó al sótano golpeando la tapa del pichel para que el tiempo no pareciera ser muy largo. Una vez abajo alcanzó una silla, y la colocó junto al barril de cerveza de modo que no tuviera que agacharse, para no maltratarse la espalda o hacerse alguna herida inesperada. Tomó el recipiente, levantó su tapa, y mientras la cerveza corría, no dejaba sus ojos quietos, sino que miraba por las paredes, y de estar viendo aquí y allá, vio una  piqueta exactamente encima de ella, que los albañiles habían dejado olvidada accidentalmente allí.
Entonces Elsie comenzó a llorar, y a decir:
-"Si yo acepto a Hans, y tenemos un niño, y él se hace grande, y lo enviamos al sótano a traer cerveza, entonces la piqueta le caerá sobre su cabeza y lo matará."
Ella se sentó y lloró amargamente, gritando con todas sus fuerzas por la desdicha que se presentaba ante ella.
Los de arriba esperaban por la cerveza, pero Elsie la Lista no aparecía. Entonces la mujer dijo a su sirvienta:
-"¡Baja al sótano y mira en dónde está Elsie!"
La criada bajó y la encontró sentada frente al barril, llorando fuertemente. 
-"¿Elsie, por qué lloras así?"
-"Pero, ¿no tengo acaso razón para llorar así? Si me caso con Hans, y tenemos un niño, y él crece grande, y tiene que venir a traer cerveza aquí, quizás la piqueta caerá sobre su cabeza y lo matará."
Entonces la criada dijo:
-"¡Que Elsie más lista tenemos aquí!" y se sentó a su lado a llorar fuertemente por esa desdicha.
Al cabo de un rato, como la criada no regresaba y los de arriba estaban sedientos por la cerveza, el señor le dijo al hijo:
-"Sólo ve al sótano y averigua que pasó con Elsie y la criada."
El muchacho bajó y allí encontró sentadas y llorando juntas a Elsie y la muchacha.
Entonces preguntó:
-"¿Por qué están llorando?"
-"Ah" -dijo Elsie, "Pero, ¿no tengo acaso razón para llorar? Si me caso con Hans, y tenemos un niño, y él crece grande, y tiene que venir a traer cerveza aquí, quizás la piqueta caerá sobre su cabeza y lo matará."
Entonces el muchacho dijo:
-"¡Que Elsie más lista tenemos aquí!" y se sentó a su lado a lamentarse fuertemente como las otras por esa desdicha.
Arriba esperaban al muchacho, pero no regresaba. El hombre dijo a la esposa:
-"Solamente anda abajo y ve dónde está Elsie."
La mujer bajó, y encontró a los tres en medio de sus lamentaciones, y queriendo saber de la causa de todo aquello, Elsie le contó que su futuro niño iba a ser muerto por la piqueta cuando creciera y bajara a llevar cerveza, y la piqueta le cayera sobre la cabeza.
Entonces en igual forma la madre dijo:
-"¡Que Elsie más lista tenemos aquí!" y se sentó a su lado a llorar junto con los demás.
El padre esperó un pequeño tiempo, pero su esposa no regresaba y su sed crecía y crecía, y dijo:
-"Tendré que ir yo mismo al sótano a ver que pasó con Elsie."
Pero cuando bajó, todos estaban juntos llorando, y oyó la razón de que el niño de Elsie era la causa, ya que quizás Elsie traiga uno al mundo algún día, y que podría ser muerto por la piqueta, si sucediera que estando sentado debajo de ella por llevar la cerveza, en ese preciso momento la piqueta se desprendiera y lo mate. Entonces él gritó:
-"¡Que Elsie más lista tenemos aquí!" y también se sentó a su lado a llorar junto con los demás.
El novio se quedó solo arriba por tamaño rato, y como nadie regresaba pensó:
-"Seguro deben estar esperándome allá abajo, debo bajar también y saber qué es lo que ocurre."
Cuando llegó abajo, los cinco anteriores estaban sentados llorando y lamentándose piadosamente, cada uno con más ímpetu que el otro.
-"¿Qué desgracia ha sucedido aquí?" -preguntó.
-"Ay, querido Hans" -dijo Elsie, "si nos casáramos y tuviéramos un niño, y se hace grande, y quizás lo enviamos aquí por unas cervezas, entonces la piqueta que está allá arriba puede desprenderse y caerle encima rompiéndole su cerebro y matándolo. ¿No es eso suficiente razón para lamentarnos?"
-"Ven" -dijo Hans, "más claro que eso no es necesario para mi hogar, y como eres tan lista, Elsie, te aceptaré." y le tomó de la mano, fueron arriba, y la desposó.
Pasado un tiempo después, él le dijo:
-"Elsie, voy a salir a trabajar afuera y ganar algún dinero para nosotros. Ve tú al campo y corta el maíz para que podamos tener algún pan."
-"Sí, querido Hans. Así lo haré"
Una vez marchado Hans, ella se alistó algún buen alimento y lo llevó al campo con ella. Cuando llegó al campo pensó para sí misma:
-"¿Qué hago ahora, recolecto o como primero? Bueno, comeré primero."
Entonces ella terminó con su bolso de comida, y sintiéndose completamente satisfecha, se dijo:
-"¿Qué hago ahora, recolecto o duermo una siesta? Bien, dormiré una siesta."
Entonces se acostó entre el maizal y se dejó dormir. Hans había llegado hacía rato a casa, pero Elsie no aparecía. Entonces dijo:
-"¡Qué Elsie más lista tengo! Es tan industriosa que ni siquiera regresa para almorzar."
Sin embargo, cuando ya se acercaba el anochecer y ella no llegaba, Hans fue a ver cuánto había cortado. Pero no había cortado nada, y la encontró dormida entre el maizal. Entonces Hans fue rápido a la casa y trajo una red de cacería con pequeños cascabeles y se la colgó a su alrededor, y ella siguió durmiendo. Entonces corrió a la casa, cerró la puerta, y se sentó en su silla a trabajar. Al tiempo, cuando ya estaba oscuro, Elsie la Lista despertó, y cuando se levantó, escuchó un tintineo a todo su alrededor, y las campanillas sonaban a cada paso que daba. Entonces se alarmó y empezó a poner en duda si ella era Elsie la Lista o no, y dijo:
-"¿Seré yo o no seré yo?"
Pero ella no sabía que contestar a eso, y estuvo un tiempo en duda. Al rato ella pensó:
-"Iré a casa y preguntaré si soy yo o no soy yo, de seguro allá sabrán." 
Ella corrió a la puerta de su propia casa, pero estaba cerrada. Entonces tocó a la ventana y gritó:
-"¿Hans, está Elsie contigo?"
-"¡Sí!" -contestó Hans,  "ella está conmigo."
Eso la aterrorizó, y dijo:
-"¡Oh, cielos! Entonces no soy yo."
Y siguió de puerta en puerta, pero cuando la gente oía las campanillas no abrían, y no pudo entrar a ningún lugar. Entonces corrió fuera de la villa, y desde entonces nadie volvió a saber de ella.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem)


El zorro y su comadre

La loba dio a luz un lobezno e invitó al zorro a ser padrino.
-Es próximo pariente nuestro -dijo, tiene buen entendimiento y habilidad, podrá enseñar muchas cosas a mi hijito y ayudarle a medrar en el mundo.
El zorro se estimó muy honrado y dijo a su vez:
-Mi respetable señora comadre, le doy las gracias por el honor que me hace. Procuraré corresponder de modo que esté siempre contenta de mí.
En la fiesta se dio un buen atracón, se puso alegre y, al terminar, habló de este modo:
-Estimada señora comadre: es deber nuestro cuidar del pequeño. Debe usted procurarse buena comida para que vaya adquiriendo muchas fuerzas. Sé de un corral de ovejas del que podríamos sacar un sabroso bocado.
Gustóle a la loba la canción y salió en compañía del zorro en dirección al cortijo. Al llegar cerca, el zorro le enseñó la casa, diciendo:
-Podrá entrar sin ser vista de nadie, mientras yo doy la vuelta por el otro lado; tal vez pueda hacerme con una gallinita. Pero en lugar de ir a la granja, tumbóse en la entrada del bosque y, estirando las patas, se puso a dormir.
La loba entró en el corral con todo sigilo; pero en él había un perro, que se puso a ladrar; acudieron los campesinos y, sorprendiendo a la señora comadre con las manos en la masa, le dieron tal vapuleo que no le dejaron un hueso sano. Al fin logró escapar, y fue al encuentro del zorro, el cual, adoptando una actitud lastimera, exclamó:
-¡Ay, mí estimada señora comadre! ¡Y qué mal lo he pasado! Los labriegos me pillaron, y me han zurrado de lo lindo. Si no quiere que estire la pata aquí, tendrá que llevarme a cuestas. La loba apenas podía con su alma; pero el zorro le daba tanto cuidado, que lo cargó sobre su espalda y llevó hasta su casa a su compadre, que estaba sano y bueno. Al despedirse, díjole el zorro:
-¡Adiós, estimada señora comadre, y que os haga buen provecho el asado!, y, soltando la gran carcajada, echó a correr.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem)

El zorro y el gato

Ocurrió una vez que un gato se encontró al señor Zorro en el bosque, y pensando: "Éste sí que tiene experiencia de todas las cosas del mundo", se dirigió a él de la manera más amable.
¡Buenos días, querido señor Zorro! ¿Cómo está usted y cómo le va en estos tiempos tan duros y penosos?
El Zorro, muy orgulloso, miró al Gato de pies a cabeza, dudando unos momentos si contestarle o no. Por fin, dijo:
¡Oh, infeliz cazaratas, mísero roba‑perros, bigotudo bribón! ¿Cómo te atreves a acercarte a mí? ¿Qué educación has recibido? ¿En cuántas artes eres maestro?
Solamente en una -dijo el Gato modestamente.
‑¿Se puede saber en cuál? -preguntó el Zorro.
‑Cuando los perros corren tras de mí, trepo por un árbol y así me pongo a salvo.
‑¿Y nada más? -preguntó el Zorro. Yo soy maestro en cien artes y, por añadidura, tengo un saco lleno de artimañas y malicias. Pero me das lástima. Ven conmigo y te enseñaré cómo escapar de los perros.
En aquel preciso momento llegaba un cazador seguido de su jauría. El Gato se subió, trepa que treparás, a un árbol copudo, yendo a parar a la más alta rama, donde quedó enteramente escondido por las hojas.
‑¡Abre tu saco, señor Zorro! ¡Abre tu saco! -gritaba el Gato al maestro en artes; pero los perros le acorralaban y no tardaron en dar cuenta de él.
‑iOh, señor Zorro! -exclamó entonces el Gato. Tú con tus cien artes y tu saco lleno de artimañas, has sido cazado, mientras que yo, con una sola sabiduría, estoy a salvo. Con que hubieras podido trepar hasta aquí, no habrías perdido la vida.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem)

El zorro y el caballo

Un campesino tenía una vez un Caballo fiel, pero que se había vuelto viejo y ya no podía trabajar, por lo que su amo le escatimaba la comida. Al fin le dijo:
-Ya no puedo utilizarte, aunque todavía te tengo cariño; si me demostraras que tienes fuerza suficiente para traer un León hasta nues­tra casa, te mantendría hasta el fin de tus días. Pero ahora vete de mi establo.
Y le abrió la puerta, dejándolo en medio del campo.
El pobre Caballo estaba muy triste, y buscó en el bosque un cobijo donde resguardarse del viento y la lluvia. Pasó por allí un Zorro, que le dijo:
-¿Por qué bajas la cabeza y vagas solitario por el bosque?
-¡Ay de mí! -contestó el caballo. La avaricia y la honradez no pueden vivir juntas. Mi amo se olvida de todos los servicios que le he prestado durante largos años, y como ya no puedo trabajar, no quiere mantenerme y me ha echado de su establo.
-¿Sin ninguna consideración? -preguntó el Zorro.
-El único consuelo que me ha dado ha sido decirme que si yo tuviese fuerza bastante para llevarle hasta casa un León, me guardaría y me mantendría; pero bien sabe él que esta hazaña no la puedo hacer.
Dijo el Zorro:
-Te quiero ayudar. Échate aquí y estira las patas como si estuvieras muerto.
El Caballo hizo lo que el otro le dijo, y el Zorro se fue en busca del León a contarle:
-En el bosque hay un Caballo muerto. Ven conmigo y verás qué rico bocado.
El León le siguió y, cuando hubieron encontrado al Caballo, el Zorro le dijo:
-Aquí no podrías comértelo cómodamente. Yo te diré lo que tienes que hacer. Te ataré al caballo y así podrás llevártelo a tu guarida y comértelo a placer.
El plan agradó al León, que se colocó muy quieto cerca del Caballo, mientras el Zorro le ataba a él. Ataba el Zorro las cuatro patas del León con la cola del caballo, tan juntas y tan prietas y con unos nudos tan fuertes, que a la fiera le era imposible moverse. Cuando acabó su trabajo, dio una patada en el lomo del Caballo y dijo:
-¡Vamos, amiguito! ¡Adelante!
Entonces el Caballo se alzó y echó a correr, arrastrando al León tras de sí. Enfurecido el León, rugía tan fuerte que todos los pájaros del bosque se aterrorizaron y echaron a volar. Pero el Caballo le dejó rugir y no se detuvo hasta estar ante la puerta de su amo.
Cuando el amo le vio Regar con el León prisionero, se entusiasmó y le dijo:
-Ahora te quedarás conmigo por todos los días de tu vida.
Y le alimentó, hasta que el Caballo murió.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem)

El viejo sultan

Un agricultor una vez tenía un perro fiel llamado Sultán, que había envejecido y perdido todos sus dientes, de modo que ya no podía sostener nada firmemente. Un día el agricultor estaba de pie con su esposa en la puerta de la casa, y le dijo, 
-"Mañana tengo la intención de pegar un tiro al Viejo Sultán, ya que no sirve para nada."
Su esposa, que sintió compasión para la bestia fiel, contestó, 
-"Él nos ha servido por tanto tiempo, y sido tan fiel, que bien podríamos conservarlo."
-"¡Eh! ¿Qué?" -dijo el hombre. 
-"No lo has analizado bien. Él no tiene un solo diente en su boca, y ningún ladrón le tiene miedo; por lo que podemos deshacernos de él. Si él nos ha servido,  ya ha tenido buena alimentación y buen trato por ello."
El pobre perro, quién yacía estirado en el sol no muy lejos, había oído todo, y sintió tristeza de que mañana debía ser su último día. Él tenía a un buen amigo, el lobo, y salió sigilosamente a buscarlo por la tarde al bosque, y se quejó ante él del destino que le esperaba. 
-"Escúchame, amigo" -dijo el lobo, "levanta tu ánimo, te ayudaré con tu problema. He pensado en algo. Mañana, al amanecer, tu patrón va con su esposa a recoger el heno, y ellos llevarán a su pequeño niño con ellos, ya que nadie queda en la casa. Ellos suelen, durante el tiempo de trabajo, poner al niño bajo el seto en la sombra; y tú te pones allí también, justo como si desearas cuidarlo.  Entonces saldré de entre los arbustos y me llevaré al niño. Tú te precipitas  rápidamente detrás de mí, como si estuvieras tratando de agarrarme. Yo dejaré caer al niño, y tú lo recogerás y lo llevarás de nuevo a sus padres, que pensarán que lo has salvado, y quedarán demasiado agradecidos para hacerte daño; al contrario, te pondrán muy en alto, y ellos nunca pensarán en maltratarte de nuevo."
El plan complació el perro, y fue realizado como se planeó. El padre gritó cuando vio al lobo correr por el campo con su niño, pero cuando el Viejo Sultán lo devolvió, entonces se llenó de  alegría, y lo acarició y le dijo, 
-"No se le hará daño ni a un pelo tuyo, comerás de mi pan libremente mientras vivas."
Y a su esposa le dijo, 
-"Vete a casa inmediatamente y hazle al Viejo Sultán una sopa de pan que él no tenga que morder, y tráele la almohada de mi cama, que se la daré para que repose sobre ella." 
De aquí en adelante el viejo Sultán estuvo de lo mejor que él podía desear estar.
Poco después el lobo lo visitó, y estuvo contento de que todo había tenido tan buen éxito. 
-"Pero oye amigo" -dijo el lobo, "guíñame un ojo cuando haya una posibilidad de llevarme a una de las ovejas gordas de tu patrón."
-"No pienses así" -contestó el perro; "yo permaneceré fiel a mi patrón; por lo que no puedo estar de acuerdo con eso."
El lobo, que pensó que esto no podía ser dicho de veras, vino arrastrándose sigilosamente por la noche para llevarse a las ovejas. Pero el agricultor, a quien el Sultán fiel había dicho el plan del lobo, lo agarró y abatió su cuerpo fuertemente con el látigo. El lobo tuvo que huir, pero le lanzó un grito al perro, 
-"Espera un poco, sinvergüenza, vas a pagar por esto."
A la mañana siguiente el lobo envió a un jabalí para desafiar al perro a entrar en el bosque de modo que ellos pudieran dilucidar el asunto. 
El Viejo Sultán no podría encontrar nadie que lo apoyara en ese momento, excepto un gato con sólo tres patas, y cuando ellos salieron juntos, el pobre gato cojeaba a lo largo del camino, y al mismo tiempo estiraba su cola en el aire con dolor.
El lobo y el jabalí estaban ya sobre el terreno designado, pero cuando vieron a su adversario venir, pensaron que traía un sable con él, ya que confundieron la cola extendida del gato con eso. Y cuando la pobre bestia saltaba en sus tres piernas, ellos sólo podrían pensar que recogía una piedra para lanzarla contra ellos. Entonces estaban ambos llenos de miedo; y el jabalí se arrastró bajo un tronco, y el lobo saltó subiéndose a un árbol.
El perro y el gato, cuando llegaron al sitio, se preguntaron por qué no había nadie a la vista. El jabalí, sin embargo, no había sido capaz de esconderse totalmente; y una de sus orejas  todavía podía ser vista. Mientras el gato miraba con cuidado a su alrededor, el jabalí  movió su oreja; y el gato, que pensó que era un ratón que se movía,  brincó sobre ella y la mordió con fuerza. El jabalí hizo un ruido temeroso y se escapó, gritando, 
-"¡El culpable está arriba en el árbol!"
El perro y el gato buscaron y encontraron al lobo, quien estaba avergonzado de haberse mostrado tan tímido, pidió disculpas y  renovó su amistad  con el perro.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem)

El viejo rinkrank

Érase una vez un rey que tenía una hija. Se hizo construir una montaña de cristal y dijo: 
-El que sea capaz de correr por ella sin caerse, se casará con mi hija.
He aquí que se presentó un pretendiente y preguntó al Rey si podría obtener la mano de la princesa.
- Sí -respondióle el Rey; si eres capaz de subir corriendo a la montaña sin caerte, la princesa será tuya.
Dijo entonces la hija del Rey que subiría con él y lo sostendría si se caía. Emprendieron el ascenso, y, al llegar a media cuesta, la princesa resbaló y cayó y, abriéndose la montaña, precipitóse en sus entrañas, sin que el pretendiente pudiese ver dónde había ido a parar, pues el monte se había vuelto a cerrar enseguida. Lamentóse y lloró el mozo lo indecible, y también el Rey se puso muy triste, y dio orden de romper y excavar la montaña con la esperanza de rescatar a su hija; pero no hubo modo de encontrar el lugar por el que había caído. Entretanto, la princesa, rodando por el abismo, había ido a dar en una cueva profundísima y enorme, donde salió a su encuentro un personaje muy viejo, de luenga barba blanca, y le dijo que le salvaría la vida si se avenía a servirle de criada y a hacer cuanto le mandase; de lo contrario, la mataría. Ella cumplió todas sus órdenes.
Al llegar la mañana, el individuo se sacó una escalera del bolsillo y, apoyándola contra la montaña, subióse por ella y salió al exterior, cuidando luego de volver a recoger la escalera. Ella hubo de cocinar su comida, hacer su cama y mil trabajos más; y así cada día; y cada vez que regresaba el hombre, traía consigo un montón de oro y plata. Al cabo de muchos años de seguir así las cosas y haber envejecido él en extremo, dio en llamarla «Dama Mansrot», y le mandó que ella lo llamase a él «Viejo Rinkrank».
Un día en que el viejo había salido como de costumbre, hizo ella la cama y fregó los platos. Luego cerró bien todas las puertas y ventanas, dejando abierta sólo una ventana de corredera por la que entraba la luz. Cuando volvió el viejo Rinkrank, llamó a la puerta, diciendo:

-¡Dama Mansrot, ábreme!
- No -respondió ella-, no, viejo Rinkrank, no te abriré.
Dijo él entonces:

«Aquí está el pobre Rinkrank
sobre sus diecisiete patas,
sobre su pie dorado.
Dama Mansrot, friega los platos».

- Ya he fregado los platos- respondió ella.
Y prosiguió él:

«Aquí está el pobre Rinkrank
sobre sus diecisiete patas,
sobre su pie dorado.
Dama Mansrot, hazme la cama».

- Ya hice tu cama -respondió ella.
Y él, de nuevo:

«Aquí está el pobre Rinkrank
sobre sus diecisiete patas,
sobre su pie dorado.
Dama Mansrot, ábreme la puerta».

Dando la vuelta a la casa, vio que el pequeño tragaluz estaba abierto, y pensó: «Echaré una miradita para ver qué está haciendo, y por qué se niega a abrirme la puerta». Y, al tratar de meter la cabeza por el tragaluz, se lo impidió la barba. Entonces empezó introduciendo la barba en la ventanilla, y, cuando ya la tuvo dentro, acudió Dama Mansrot, cerró el postigo y lo ató con una cinta, dejándolo bien sujeto, con la barba aprisionada en él. ¡Qué alaridos daba el viejo, lamentándose y quejándose de dolor, y rogando a la mujer que lo soltase!
Pero ella le replicó que no lo haría sino a cambio de la escalera con que él salía de la montaña. Atando una larga cuerda a la ventana, colocó la escalera debidamente y trepó por ella hasta llegar a cielo abierto; entonces, tirando desde arriba, levantó la tapa del tragaluz. Marchóse luego en busca de su padre y le refirió sus aventuras. Alegróse el Rey y le dijo que su novio aún vivía. Y saliendo todos a excavar la montaña, encontraron al fondo al Viejo Rinkrank con todo su oro y plata. Mandó el Rey ejecutar al viejo y se llevó todos sus tesoros. La princesa se casó con su novio, y vivieron felices y satisfechos.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem)