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sábado, 17 de mayo de 2014

Doctor angelicus - Cap. I

¿Pánfilo había sido niño alguna vez? ¿Era posible que aquellos ojos hundidos, yo no sé si hundidos o profundos, llenos de bondad, pero tristes y apagados, hubieran reverberado algún día los sueños alegres de la infancia?
Aquella boca de labios pálidos y delgados, que jamás sonreía para el placer, sino para la resignación y la amargura, ¿habría tenido risas francas, sonoras, estrepitosas?
En aquella frente rugosa y abatida, desierta de cabellos, ¿habrían flotado alguna vez rizos blondos o negros sobre una frente de matices sonrosados?
Y el cuerpo mustio y encorvado, de pesados movimientos, sin gracia y achacoso, ¿fue esbelto, ligero, flexible y sano en tiempo alguno?
Eufemia, considerando estos problemas, concluía por pensar que su noble esposo, su sabio marido, su eruditísima cara mitad había nacido con cincuenta años y cincuenta achaques, y que así sabía él lo que era jugar al trompo y escribir billetes de amor, como ella entender las mil sabidurías que su media naranja le decía con voz cariñosa y apasionada.
Pero, de todas maneras, Eufemia quería a su marido entrañablemente. Verdad es que, en ocasiones, se olvidaba de su amor, y tenía que preguntarse: «¿A quién quiero yo? ¡Ah, sí, a mi marido!», le contestaba la conciencia después de un lapso de tiempo más o menos largo.
Esto era porque Eufemia padecía distracciones. Pero, en virtud de un silogismo, en forma de entimena, para abreviar, Eufemia se convencía cuantas veces era necesario, y era muy a menudo, de que Pánfilo era el hombre más amado de la tierra, y de que ella, Eufemia, era la mujer a quien el tal Pánfilo tenía sorbido el poco seso que Dios, en sus inescrutables designios, le había concedido.
Para sesos, Pánfilo. Era el hombre más sesudo de España, y sobre esto sí que no admitía discusión Eufemia.
No sabía ella todavía que así como los terrenos carboníferos se anuncian en la superficie por determinados, vegetales, por ejemplo, el helecho, los sesos son un subsuelo que suele señalarse en la superficie con otro vegetal, que produce madera de tinteros, como dijo el autor de la gatomaquia. No sabía nada de esto Eufemia, ni se le pasaba por las mientes que pudiera llegar a parecerle su marido demasiado sesudo.
Preciso es confesarlo. Eufemia daba por hecho que su esposo sabía todo lo que se puede saber, porque eso pronto se aprende; pero, ¿y qué? Ser el primer sabio del mundo no es más que esto: ser el primer sabio del mundo. Delante de gente, Eufemia se daba tono con su marido; veía que todos tenían en mucho la sabiduría de Pánfilo, y usaba y abusaba de aquella ventaja que Dios le había concedido, dándole por eterno compañero a un hombre que ya no tenía nada que aprender.
Pero en su fuero interno, que también lo tenía Eufemia, veía que su admiración incondicional no era más que flatus vocis (no es que ella lo pensara en latín, sino que lo que ella pensaba venía a ser esto); porque desde la más tierna infancia la buena mujer había profesado cariño a infinitas cosas; pero jamás había encontrado un mérito muy grande en tener la habilidad de estar enterado de todo.

 1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Doctor angelicus - Cap. II

Una tarde de mayo, el doctor don Pánfilo Saviaseca estaba más triste que un saco de tristezas arrimado a una pared.
¡Ea! Se había cansado de estudiar aquella tarde. ¡Estaba tan hermoso el sol, y la tierra, y todo!
Leía a Kant; estaba en aquello de si la percepción del yo es o no conocimiento analítico a priori.
Esto era en el Retiro, en lo más retirado del Retiro, si vale hablar así. Pánfilo estaba sentado en un banco de musgo.
Con que..., ¿en qué quedamos?... ¿Es o no es conocimiento analítico el que tenemos del yo? Así meditaba en el instante en que una galguita, muy mona, vino a posar las extremidades torácicas sobre La crítica de la razón pura.
Era la realidad, la ciencia del porvenir en figura de perro, que se le echaba encima al buen sabio y le llamaba al sentimiento positivo de las cosas.
La galga no estaba sola. Se oyó una voz argentina que gritaba:
Merlina, aquí! Merlina, ¡eh!, Merli... Usted dispense, caballero, estos perros... no saben lo que hacen. Pero, Merlina, ¿qué es esto?..., etcétera, etc., etc.
Y, en fin, que Eufemia, su tía, que tenía muchas ganas de casarla, y hacía bien, y don Pánfilo, hablaron y pensaron juntos.
Resultó que eran vecinos, y como la niña no tenía novio, ni de dónde le viniera, y como don Pánfilo se había convencido de que el yo no puede vivir sin el tú para que llegue a ser aquél, y que más vale ser nosotros que yo solo, hubo boda, no sin que derramase algunas lágrimas la tía, que lo había tramado todo.
Eufemia era una rubia hermosa.
Pero no tenía nada de particular, a no ser su primo, que no tenía nada de general, porque era alférez de Ingenieros, agregado, por supuesto.
Don Pánfilo, una vez dispuesto a ser un fiel y enamoradísimo esposo, se devanaba los sesos, aquellos grandísimos sesos que tenía, para encontrarle algo de particular a Eufemia; pero no dio en la cuenta de que el primo era lo único que tenía Eufemia digno de llamar la atención.
Jamás había pensado en su prima Héctor González, que éste era el alférez; pero desde el momento en que la vio casada, se sintió tan mal ferido de punta de amor, que aprovechó la ocasión para renegar de las tiránicas leyes que no consienten a los primos enamorar a sus primas magüer estén casadas.
Pero, ¿por qué se había casado Eufemia? No, no era Héctor hombre que retrocediese ante los obstáculos de esta índole; había leído demasiados libros malos para que semejante contratiempo le acobardase a él, agregado de un Cuerpo facultativo.
Formó planes, que envidiaría cualquier novelista adúltero de Francia, y se dispuso a comenzar la novela de su vida, que hasta entonces había corrido monótona entre guardias, formaciones y pronunciamientos.

 1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Doctor angelicus - Cap. III

En el ínterin, como dice un orador que yo, conozco; en el ínterin, Pánfilo no pensaba más que en encontrarle el quid divinum a su mujer, sin que se ocurriera dar con el quid de la dificultad.
Y así como Don Quijote averiguó al cabo que éste, y no otro, era el nombre significativo que convenía a la altura y calidad de sus proezas, Pánfilo entendió que Eufemia se distinguía por un delicadísimo gusto, que la inclinaba a lo más espiritual y sublime, a la quinta esencia de los afectos sin nombre, cuyos misteriosos matices jamás traducirán las bellas artes, ni la más profunda armonía, ni la lírica mejor inspirada. Oigamos, o mejor, leamos a don Pánfilo:
«Pasan por el alma a veces extraños y sublimes sueños, adivinaciones de verdades del cielo, amorosas ansias, que no son, sin embargo, como la pasión ciega, sino como luz que estuviera enamorada del calor; pues todo esto es lo que siente y comprende Eufemia, mi mujercita, con maravillosa intuición. Sabe prescindir de la apariencia de las cosas, remontarse a la región ideal, que, con ser ideal, es lo más real de todo. ¿Por qué me quiere a mí, sino por eso? Porque lee en mis ojos, tristes y apagados, el fuego que por dentro me devora. Un día me preguntó: 'Si yo no te hubiera querido, ¿qué habrías hecho tú?' '¿Qué? -respondí. Primero, llorar mucho, querer morirme y mirar de hito en hito a las estrellas; mirándolas, pensaría muchas cosas; me acordaría de mi infancia, de mi madre, de mi Dios, a quien adoré de niño, a quien olvidé de joven y a quien busco de viejo; y pensando estas cosas, no me olvidaría de ti, no, eso es imposible; sino que, mezclándote con todas ellas, poniéndote sobre todas, viendo bien claro, como lo vería, que las distancias de este mundo, así en el espacio como en el tiempo, como en las formas, como en los sentimientos, son aparentes, y que todo acaba por juntarse, entenderse y quererse, viendo esto, me consolaría, y, resignado, me pondría a estudiar mucho, mucho, para amar mucho y esperar mucho, y tener la seguridad de acercarme a ti al fin y al cabo, no sé dónde, ni sé cuándo, pero algún día, en algún lugar, donde Dios quisiera.'
»Cuando Eufemia me oyó hablar así no replicó; pero cerró los ojos, y se quedó sintiendo y pensando todas esas cosas inefables que pasan por su alma en algunos momentos de extática contemplación. Cuando despertó de su embeleso, que bien habría durado una hora, me dirigió una dulce sonrisa y me dio un abrazo; pero nada dijo. ¿Qué había de decir? Me había comprendido, había penetrado la sublimidad de mi amor; eso bastaba.
»Aquella tarde vino a buscarla su primo González para ir a la Casa de Campo; ella no quería ir, pero al fin consintió a una insinuación mía, y se despidió de mí, como si fuera al otro mundo. Y era que en aquel día inolvidable estaban tan unidas nuestras almas, que toda separación era dolorosísima.
»El alma de mi Eufemia es éter puro. ¡Cómo la quiero! Ella me inspira este buen ánimo que necesito para seguir, sin desmayar, en la formidable obra emprendida; quiero acabar para siempre con toda clase de pesimismo; quiero poner en su punto y en lo cierto la dignidad de la vida, la perfección de lo creado y la evidencia con que se presenta a mis ojos la finalidad de todo lo que existe, finalidad real a pesar del constante progreso y de la variedad infinita. Voy ahora a esperar a Eufemia, que debe de volver con su primo de los toros. Llevarla a los toros ha sido demasiada exigencia; pero como la otra vez yo la reprendí porque no era más amable con González, en esta ocasión se anticipó la pobrecita a los que consideraba mis deseos. ¡Como no vuelva desmayada!»
Lo que va entre comillas es extracto de un diario inédito.

 1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Doctor angelicus - Cap. IV

Ello es que el primo se había declarado a la prima. Había hablado él también de amores que en el cielo empiezan y siguen en la tierra; del más allá y del algo desconocido, trinando principalmente contra el derecho civil vigente y los matrimonios desiguales.
Que Eufemia quería a Pánfilo, no debía ponerse en tela de juicio, y no se puso. No lo hubiera consentido Eufemia, para lo cual era axiomático: primero, que su esposo era un sabio, y segundo, que ella le quería como a las niñas de sus ojos.
En vista de que el dogma era inalterable, Héctor procuró barrenar la moral, obrando como un sabio mucho mayor que su primo.
La mujer siempre es un poco protestante: piensa que fides sine operibus vale algo, y que, a fuerza de creer mucho, se puede compensar el defecto de pecar no poco.
-Tu marido es un sabio, convenido; pero ¿y eso qué? -esto dijo el primo, que fue como leer en el ya citado fuero interno de Eufemia-. Supongamos que tú te enamoras de otro hombre que sólo sepa lo que Dios le dé a entender, ¿bastará la sabiduría de tu marido para evitar lo inevitable?

Eufemia no tenía qué contestar.
De hipótesis en hipótesis, llegaron los primos
Al puente que separa
a Eva inocente de Eva pecadora.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Doctor angelicus - Cap. V

Dejábamos al doctor Pánfilo entre San Marcos y la puente.
Era una tarde de mayo. Pánfilo escribía la última cuartilla de su obra, que iba a ser inmortal, y que se titulaba: Eufemia. Investigaciones acerca de la dignidad y finalidad racional de la vida humana. Endemonología aplicada, basada en una arquitectónica racional de la biología psíquica, especialmente la prasológica.
Un rayo de sol, que entraba por la ventana, caía sobre el papel que iba emborronando el doctor. Escribía esto: «...Tal ha sido el propósito del autor; demostrar con argumentos tomados de la realidad viva que el predominio de la felicidad se observa ya hoy en nuestras sociedades civilizadas, sin necesidad de recurrir a la hipótesis probable, pero no necesaria, de ulterior sanción de otros mundos mejores. Debe, sí, el filósofo recurrir a la experiencia, pero no fijando sólo su examen en la propia individual; pues nada significa el apasionado testimonio del que lamenta desgracias peculiares; hay otra experiencia, que una sabia y bien ordenada estadística moral y civil puede suministrarnos, y en ella podrá ver cada cual, y mejor el filósofo, que sea lo que quiera de la propia fortuna...»
Al llegar a «fortuna» sintió el filósofo que le sacudían el papel.
EraMerlina, la galguita de mi cuento, que se había subido a la mesa y se paseaba arrogante sobre Las investigaciones acerca de la dignidad, etcétera, etc.
Pánfilo suspendió su trabajo. Un recuerdo dulcísimo, el más querido de su vida, le trajo lágrimas a los ojos.
A Merlina debía el doctor su felicidad propia, individual, sin necesidad de endemonologías ni de arquitectónicas biológicas, sólo por una casualidad, por una indiscreción de la perra, según frase de Eufemia.
Embelesado por este recuerdo, se detuvo el doctor largo rato, pasando la mano izquierda por el lomo de Merlina.
La galguita se dejaba querer. Pero de pronto dio un brinco, saltó de la mesa a la ventana y apoyó las patas delanteras sobre un tiesto. Las orejas se le pusieron tiesas, y aulló Merlina con señales de impaciencia. Parecía que deseaba arrojarse por la ventana.
Se levantó de su poltrona el doctor para ver lo que causaba tal impresión en su galguita.
En el jardín, dentro de la glorieta, Héctor González y Eufemia Rivero y González representaban en aquel momento la escena culminante de Francesca da Rimini.
Pánfilo oyó el chasquido de... El lector puede imaginarse qué clase de chasquidos se usan en tales casos.
El autor de las Investigacionesretrocedió instintivamente, se desplomó sobre el sillón y ocultó la cabeza entre las manos.
Cuando volvió al sentido y abrió los ojos, vio delante, en un papel blanco, unas palabras, que se le antojaban escritas con una tinta de color de rosa.
Leyó: «...podrá ver cada cual, y mejor el filósofo, que sea lo que quiera de la propia fortuna...»
Pánfilo cogió con gran parsimonia la pluma, y concluyó el párrafo: «...la Humanidad, en conjunto, prospera, y es feliz en esta tierra con la conciencia del progreso y del fin bueno que aguarda al cabo a todas las criaturas. Para el que sepa elevarse a esta contemplación del bien general, como el más importante aun para el propio interés, bien puede decirse que el cielo comienza en la tierra».
Pánfilo había terminado su obra, la obra de su vida entera, la que le había gastado el cerebro y los ojos.
Por cierto que sintió en ellos algo extraño: miraba a todas partes, y aquel matiz halagüeño que veía en la tinta dominaba en todos los objetos.
¡Pobre doctor! Se había declarado la enfermedad cuyos síntomas no había conocido: el daltonismo.
Desde aquel día, Pánfilo todo lo vio de color de rosa.
Nota. -Pánfilo, en griego, viene a ser el que todo lo ama.
Lo cual, en castellano, significa: Quien más pone, pierde más.
En cuanto a Eufemia, siguió viviendo convencida: primero, de que su esposo era un sabio; segundo, de que amarle era su obligación.
El dogma era el mismo siempre: sólo se había relajado la disciplina.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Don urbano

Se hizo superior el año sesenta, en Julio, el día del eclipse. Por cierto que, dice él, muy or­gulloso sin saber por qué, por cierto que hubo que suspender el ejercicio, porque no se veía, y el tribunal discutió si se traerían luces o no se traerían. El año sesenta y cinco, la Unión libe­ral, dice él también, me dio la escuela de párvu­los; y lo dice de un modo que da a entender que no le pesará si alguien llega a creer que el mis­mo O'Donnell em persona vino al pueblo a dar­le la escuela de párvulos, a él, a don Urbano Villanueva.
Por lo demás, no crean ustedes que es fa­tuo, ni que tiene grandes aspiraciones políticas; su vanidad se reduce a eso, a encontrar una misteriosa relación entre el acto solemne de hacerse el maestro superior, y el famoso eclipse de sol del año sesenta... Con esto, u con supo­ner a la Unión liberal interesada en otorgarle la escuela de párvulos, se da por satisfecho su egoísmo. En todo lo demás es altruista; su existencia estuvo por mucho tiempo consagrada... no al prójimo sino a los árboles y a los edificios, principalmente a los árboles, sin que tampoco despreciase los arbustos, siempre y cuando que se tratara de los que son propiedad del concejo. En un principio, cuando la Unión liberal le dio la escuela, creyó que su vocación consistía en re­novar el sistema de educación de los infantes, y hasta llegó en su audacia a imaginar una espe­cie de reloj gráfico intuitivo, para que los niños de teta mamaran nada más a las horas debidas. Su idea era facilitar el desarrollo de las faculta­des físicas y anímicas de los niños llorones, dejándolo todo a la espontaneidad de la natura­leza... metódicamente enderezada. Los niños eran tiernas plantas. (De esta metáfora nació la afición de don Urbano al arbolado público). La savia natural, decía, se encarga de hacerlos físi­ca e intelectualmente; yo todo lo dejo a la intui­ción y al aire libre... pero... pero

árbol que crece torcido
tarde su tronco endereza
pues hace naturaleza
del vicio con que ha nacido.

Y es necesario que el árbol crezca derecho me­diante el método racional-intuitivo. Por lo cual, don Urbano, en un principio, trató s los niños, física y moralmente, como si fueran sistemas de poleas, enredándolos en una porción de co­rreas... físicas y morales también. Para enseñar­les a poner bien la pluma, les ataba los dedos con balduque, y después les decía: «Ea; ahora, allá vosotros; escribid con toda libertad».
Era muy partidario de la libertad... con correas. Creía firmemente en el crecimiento espontáneo; pero la dirección del crecimiento era cosa de él, de don Urbano; lo cual demostraba con un aná­lisis etimológico de las palabras pedagogo, méto­do, ortografía, ortología, ortopedia, ortodoxo, y otras como estas últimas, en que entraba por mucho la idea de rectitud; rectitud que conseguía él por medio de rodrigones y ligaduras. «Seño­res», solía exclamar dirigiéndose a los párvulos que le había entregado la Unión liberal; «seño­res, tienen ustedes que desengañarse; así como

Dios el bravo mar enfrena
con muro de leve arena,

es necesario que el buen pedagogo, esto es, di­rector de niños, enfrene las malas pasiones de ustedes y los extravíos psicofísicos propios de la edad por que ustedes atraviesan, no con mu­ros de arena, sino con una de arena... y otra de cal, es decir, por las dulces y por las agrias, por aquello de que, entre col y col, lechuga. Mucho recreo, mucha expansión al aire libre... pero todo con método, con orden, con medida; ya lo dijo la Sabiduría: omnia in mensura, in numero, in pondere disposuisti. El aire libre, el libre ambiente es cosa muy recomendable... pero con medida. ¡Oh, si hubiera contadores de aire co­mo los hay para el agua y para el gas! Señores, yo lo confieso, cada vez que veo una cuerda me enternezco y bendigo a la naturaleza que la ha criado, o por lo menos ha criado la primera materia que la industria aprovecha para hacer cuerda. ¡Una cuerda! ¿No ven ustedes en ella el símbolo de la sociedad?». Y callaba un momen­to D. Urbano, para hacer con toda intensidad una pausa, que él tenía como recurso retórico muy socorrido. En las comedias románticas de la época leía él muchas veces la palabra pausa, entre paréntesis, y le causaba siempre excelente efecto. Pues bueno, en sus discursos de la es­cuela hacía pausas, particularmente cuando co­metía la figura de interrogación; y también le gustaba mucho cometer figuras, y atreverse con las licencias que le permitían, en cierta medida, la gramática de la Academia y la retórica de Terradillos. Cada vez que decía: Lo he visto con mis propios ojos, se quedaba muy hueco y se tenía por un pillín, temerario como él sólo en materia de pleonasmos. Y el infeliz, que no había roto un plato en su vida, tenía remordi­mientos gramaticales, y a media noche desper­taba diciéndose: «Se me figura que ayer, en aquella solicitud a la Junta provincial de Ins­trucción pública... he abusado de las sinalefas». Porque es de advertir que D. Urbano escribía estas solicitudes en verso, aunque disimulado por la forma de los renglones; era verso libre; siempre endecasílabos u octosílabos, muy bien medidos (¡la dicha de medir!) por los dedos, pero como no caían en copla, la Junta de Ins­trucción pública no caía en la cuenta, y tomaba por prosa la poesía.
Si D. Urbano escribía así, no era por faltar al respeto a los señores vocales, sino por el gus­to de medirlo todo. «Mida usted sus palabras», quería decir para él: «hable usted en verso». ¡El verso, el metro! ¿ven ustedes? decía D. Urbano a sus párvulos; el metro es la poesía y el metro es la medida; luego la medida es la poesía, porque dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí.
Volviendo a lo de la cuerda, después de hacer aquella pausa para dar tiempo a los chi­cos a contestarle algo, si se les ocurría alguna objeción, cosa inverosímil, D. Urbano prose­guía:
-Sí, señores; la cuerda es el símbolo de la sociedad, porque la sociedad es un vínculo de derecho, vinculum juris, un lazo, algo que ata; y ¿con qué se hacen los lazos, las lazadas y los nudos? Con cuerda. Además, la cuerda no sólo es materia del lazo social, del vínculo, sino san­ción para impedir o castigar las transgresiones, y de aquí el trato de cuerda, los azotes, las disci­plinas. Esto, elevado a institución religiosa, es el cilicio, la cuerda del mendicante. Si de estas regiones místicas descendemos a los intereses materiales, tenemos que sin cuerda no habría ciudades ni propiedad rústica bien deslindada; porque con la cuerda de la plomada construimos los sólidos edificios, para que obedezcan a las leyes arquitectónicas y den a la vertical lo que es suyo; con las cuerdas determinamos las rasantes de las calles, alineamos las arboledas municipales, lugares de recreo, trazamos los caminos a través de la tierra, y por último, me­dimos las heredades y las distinguimos y sepa­ramos con sus linderos correspondientes, en digno tributo a la divinidad del dios Terminus. Por eso, señores, lejos de quejarse, deben uste­des dar gracias a Dios, que crio el cáñamo, cuando yo les ato la mano a la pluma o les ato ambas manos a la espalda para corregir sus desafueros, y enseñarles, por el sistema preven­tivo, lo que es la pena del galeote y del presi­diario que va a purgar su delito atado codo con codo; y como la educación debe ser integral, y ustedes deben ir creándose hábitos para toda clase de finalidad racional; como cabe en lo racional que algunos de ustedes acaben en un presidio, bueno es que sepan de todo y apren­dan por experiencia propia cómo las gasta la vindicta pública para reprimir los excesos de la libertad en los ciudadanos.
Porque sí, señores míos; a propio intento, y como manda la retórica, he dejado lo de más efecto para lo último en esta apología de la cuerda; la forma sublime de la cuerda es la cuerda de presidiarios, porque esta es la que sirve para garantía del orden, para sujetar el mal y dejar libre el bien; y aun si quisiera re­montarme más a la suprema expresión de la cuerda simbólica, representaría ante la pasma­da fantasía de ustedes la imagen de una horca, en la que el papel principal lo representa una cuerda; una cuerda con un nudo, siquiera sea corredizo; para demostrar que al que huyó del lazo del vínculo social, este lazo, este nudo se le aprieta al cuello».
Y D. Urbano emjugaba el sudor de la frente con un pañuelo de hierbas.


Pero ¡ay! Fueron en vano sus discursos. Los párvulos no le comprendían. Cambió de escuela, trató de enderezar a mocosos más ta­lladitos, y peor.
-¡Peor, gritaba él: la cera está fría, ya no es cera, es hierro; y esto es machacar en hierro frío!. No había remedio; la humani­dad se torcía; no había rodrigones que bastaran; todo el esparto y todo el cáñamo del mundo no eran suficientes para guiar por el buen camino, ni la letra ni el espíritu de la infancia. El corazón del niño, como los perfiles de su pluma, iban de mal en peor.
Fue inútil que D. Urbano inventase varias máquinas de madera y cuerda, todas mecánico-intuitivas, como las llamaba él, para corregir los defectos de la humanidad pueril. Los chicos seguían siendo el diablo.
Por fin, cansado de luchar, dejó la ense­ñanza, y procuró conquistar una plaza de deli­neante al lado del arquitecto municipal.


Ya que los hombres no se dejaban alinear, alinearía casas. ¡Oh, la santa simetría! Su biblia, en adelante, fueron las ordenanzas munici-pales, que tan sabias disposiciones contenían para impedir las demasías arquitectónicas de los vecinos.
D. Urbano se convirtió en un verdadero familiar de aquella inquisición de policía urba­na. Era un espía del alcalde, y le denunciaba los abusos de la vecindad que abría una puerta a la calle, ensanchaba un hueco o cambiaba la dis­posición de una tapia.
Acudía a las sesiones del ayuntamiento, ávido siempre de denunciar abusos de este gé­nero a los concejales celosos.
Lo que más le preocupaba eran los áticos y las rasantes. «¡Que Fulano Gómez ha sacado un ático sobre el segundo piso! ¡Fuego en él! ¡Em­bargo! ¡Que Zutano Pérez no sigue la rasante de la calle Tal en su casa nueva! ¡Multa y em­bargo!


La gente empezó a murmurar. Todos decían:
-Pero ¡qué mala intención tiene el maestro de párvulos! ¿Qué le importará a él que una casa sea más alta que otra, o que avance más o menos hacia el arroyo?
¡Mala intención! No, señor; era amor de la medida, del orden, de la plomada y del nivel, de la simetría, de la línea recta. Y no cejaba en su empeño. Si en el Ayuntamiento no le hacían caso, se iba a los periódicos, y procuraba desli­zar una gacetilla que se titulaba, por ejemplo, (con letras gordas):

¡Alinear por la derecha!

Era gran amigo de la expropiación forzosa, y con tal de evitar un martillo (su pesadilla) en la vía pública, hubiera derribado la casa pater­na, aunque tuviese que pasar por el ombligo de cualquiera de sus mayores. Línea recta, y caiga el que caiga. Era un anarquista de la rasante. ¡La rrrasante! como él decía con énfasis nivelador.
Pero también tuvo que renunciar a la poli­cía urbana, a la belleza del orden municipal de los edificios; calles, casas con ático, rasantes y demás ensueños, se convirtieron en desenga­ños; la intriga, el favor, el caciquismo, pudieron más que él; sólo consiguió perder el destino. Los amigos del alcalde, ya se veía, podían cons­truir en mitad del arroyo, y levantar las siete colinas de Roma sobre la rasante de la calle. Las ordenanzas eran un papel mojado. No podía haber calles derechas. Le pasaba a la ciudad lo que al ciudadano, se torcía por naturaleza.
Ni los hombres, ni las casas, se sujetaban al orden, a la rectitud.


Sus ilusiones se refugiaron en el arbolado. Prefería los plantíos nuevos: de los árboles secu­lares que mandaban respetar los gacetilleros, se reía él. Los árboles viejos solían ser irregulares, retorcidos, llenos de nudos y verrugas; ¡claro! Habían crecido sin rodrigones, sin orden,

Y árbol que crece torcido
tarde su tronco endereza...

¡abajo los árboles seculares! y nada de sensible­ría... Alamedas nuevas, y vamos andando. Ca­lles de chopos muy derechitos en filas muy derechas... eso es el progreso, esa es la hermo­sura... Pero los árboles nuevos se secaban, se morían, o no se plantaban siquiera, y sólo apa­recían en las cuentas municipales. ¡La comisión de arbolado se comía en dinero los ejemplares más ricos de esperanzas!


Don Urbano abandonó la ciudad a su des­tino de corrupción, de libertinaje y desorden. Madrugaba mucho y salía al campo y no volvía hasta la noche. ¿Qué hacía? En la estación co­rrespondiente se extasiaba viendo a las yuntas abrir la tierra con el brillante colmillo del arado. Aquellas líneas rectas que los pacienzudos bue­yes iban trazando en la madre tierra, como quien borda, le encantaban. El instinto los guia­ba, porque el arador era más buey que ellos, en concepto de don Urbano, que aborrecía ya a la humanidad. Si a veces el surco se desviaba un poco de la marcha conveniente, don Urbano gritaba en tono de jovial reprensión:

¡Ay, ay, que surco tan torcido ha hecho!

y no se sabe si este verso del fabulista lo aplica­ba al labrador, o a la yunta.
Con esta costumbre de salir tan temprano a la aldea, y no volver hasta la noche, fue adquiriendo aspecto montaraz; no se afeitaba ni cortaba el pelo. Un día se lo advirtió un rapa­barbas de las afueras.
-¡Pero don Urbano! ¿Usted no tiene espejo en casa?
-¿Por qué lo dices?
-Porque esa cabeza necesita una buena poda.
Don Urbano sintió vergüenza. ¡Nosce te ipsum! pensó, mientras se miraba en aquel es­pejo que le presentó el barbero.
¡Él, que tanto aborrecía el desorden, el cre­cimiento sin medida ni simetría, tenía la cara y la cabeza como una selva virgen!
Desde aquel día dio una importancia ex­cepcional al arte de la peluquería, y empezó a reconciliarse con la humanidad barbuda.


Notó que había muchos hombres que acu­dían con sistemática frecuencia a que les hicie­ran la barba y les cortaran el pelo. Todas aque­llas almas torcidas, que habían rechazado la cuerda y el rodrigón para el propio crecimiento, se sometían humildes a las tijeras y a la navaja niveladoras del peluquero.
Desde entonces, don Urbano, menos adus­to y siempre muy afeitado, frecuentó las pelu­querías más acreditadas.
Y se pasa hoy las horas muertas viendo a los maestros y a los oficiales servir a los parro­quianos, y sigue con atención casi mística el subir y bajar de las tijeras por el cuero cabellu­do del prójimo.
Y su mayor delicia es poder decirle a cual­quiera que se ha servido, mientras este se sacude los pelos que le pican, decirle sonriendo...


-Está usted perfectamente... No le han de­jado ninguna escalera.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Doble via

El año de ser diputado y madrileño adoptivo, Arqueta ya era bastante célebre para que todo el mundo conociera un epigrama que se había dignado dedicarle nada menos que el jefe de la minoría más importante del Congreso.
«Ese Arqueta, había dicho, no sólo no tiene palabra fácil, sino que no tiene palabra.»
Eso ya lo sabía Arqueta; nunca había pretendido ir para Demóstenes, ni ése era el camino; pero el tener palabra difícil no le estorbaba, y el no ser hombre de palabra le servía de muchísimo. Claro que este último defecto le acarreaba enemistades, pues las víctimas de aquella carencia le aborrecían e injuriaban; pero ya tenía él buen cuidado de que siempre fueran los caídos los que pudieran comprobar toda la exactitud del epigrama... de la minoría. ¿A que nunca había faltado a la palabra dada al presidente del Consejo de Ministros o a cualquier otro presidente de alguna cosa importante? ¡Ah!, pues ahí estaba el toque. Lo que era, que muchas veces había que navegar de bolina; algunas bordadas había que darlas en dirección que parecía alejarle de su objeto, del puerto que buscaba, pero aquel zig-zag le iba acercando, acercando, y a cada cambiazo, ¡claro!, algún tonto se tenía que quedar con la boca abierta.
Orador, ¡no! La mayor parte de los paisanos suyos que habían sido expertos pilotos del cabotaje parlamentario habían sido premiosos de palabras... y listos de manos. ¡La corrección! ¡Fíate de la corrección y no corras! En el salón de conferencias, en los pasillos, en el seno de la Comisión, en los despachos ministeriales, Arqueta era un águila. ¡Cómo le respetaban los porteros! Olían en él a un futuro personaje.
Además, aunque el diputado Arqueta no esperaba su medro del poder legislativo, se iba al bulto, o sea al poder ejecutivo. Se agarró a las faldas... de la señora del ministro de Hacienda, y la declaró buena presa; los Arqueta y Conchita Manzano, la ministra, se habían conocido en un balneario del Norte.
Conchita era una jamona que procuraba prolongar el otoño de su vida hasta bien entrado el invierno. Mejor. Ya sabía Arqueta que no se le iba a dar miel sobre hojuelas; se contentaba con la miel, con el turrón. En el balneario, aunque el trato fue de mucha confianza, Arqueta no pudo conocer, de seguro, si la ministra era una de las catorce señoras malas del Padre Coloma.
En Madrid creció la confianza, por la cuenta que les tenía a los diputados por Polanueva, y el ministro participó de la intimidad de los amigos de su mujer. Juana llegó a ser confidente de Concha, que algo tendría que contarla, y el ministro, Mediánez, hizo su favorito de Arqueta, que era el encargado por su excelencia de no tener palabra, siempre que convenía dársela a alguno y recogerla sin que él la devolviese.
La clase de servicios que Arqueta prestaba a Mediánez eran todos del género que a Mariano le gustaba, entre bastidores; se referían a lo que no puede decirse (¡la delicia de Arqueta!), y aquellos lazos eran de los que sólo abate la muerte; y puede que tampoco, porque lo probable será encontrarse en el infierno.
Arqueta, cuando convino, fue director general, subsecretario y otra porción de cosas, algunas sin nombre oficial, ni sueldo explícito.
A pesar de la pureza que el de Polanueva atribuía a la clase de relaciones que le unían al hombre público, ponía su principal confianza en las delicias del hogar doméstico... del hombre público. Cuando Arqueta pudo afirmar, para su coleto, que Conchita Manzano era de las catorce, fue cuando respiró tranquilo.

***

Subieron y bajaron varias veces los suyos, y Arqueta llegó a verse con méritos suficientes para entrar en una combinación, para ser ministro, siquiera fuese temporero..., que ya sabría él aprovechar la temporada y aunque fuese el temporal. Un inconveniente de jerarquía encontraba: que siendo ministro era tanto como su padrino, y no estaba bien. Pero fue el caso que las circunstancias hicieron que Mediánez estuviera indicadísimo para presidir un ministerio de transición, de perro chico, sin ministros de altura, pero que podían ser todo lo largos que quisieran. Y allí estaba él. Presidente, Mediánez, y él, Arqueta, en Fomento o donde Dios fuera servido..., ¿por qué no? Así las categorías seguían respetándose, pues el presidente seguía sien do el jefe, el amo...
¿Por qué no entraba él en las candidaturas que preparaba Mediánez por si le llamaban?
Siempre había atribuido a las faldas de Conchita la fuerza decisiva cuando había que influir en el ánimo de Mediánez y hacerle servir en caso grave los intereses de Arqueta. Ahora había que apretar por este lado.
«¡Lo que puede el amor!», pensaba Arqueta. Todo el mundo dice, y es verdad, que Mediánez sabe llevar con dignidad los pantalones; que no es de los políticos que dejan que gobierne su mujer. En efecto: yo noto que Conchita no suele imponerse a su marido; más bien le teme que le manda..., y, sin embargo, en todo lo referente a mis cosas, ¡como una seda! Pido una gollería, Mediánez se enfada, Conchita vacila...; aprieto yo, se sacrifica ella; pido, ruego, insisto, mando, y... ¡conseguido!
«Ahora el empeño es grave. Pero hay que echar el resto. Mediánez ve en mí poco ministro; tiene mil compromisos... ¡No importa venceré!... Apretemos.»
-¿No te parece a ti que debo apretar? -le decía a su mujer.
Y Juana, sin vacilar, contestaba:
-¡Pues claro! ¡Aprieta!
Ella también seguía cultivando la amistad de la de Mediánez y la del ministro mismo; pero, es claro, que, pasando lo que pasaba, y que su esposa, naturalmente, no sabía, Arqueta no creía decoroso que Juana apretase también, aparte de que lo que él no lograra menos lo conseguiría su pobre mujercita.
La ministra juraba y perjuraba que ella tenía en perpetuo asedio a su marido para que diera un ministerio, si formaba Gabinete, al pobre Mariano, que era el hombre de mayor confianza que tenían.
-Pero, desengáñate; digas tú lo que quieras, yo no mando en Mediánez tanto como tú crees. Me hace caso cuando cree que tengo razón.
Así hablaba, en sus intimidades, la ministra a su amante; pero éste no se daba a partido; insistía, insistía; aprieta que apretarás.
Era el caso que, por una de esas combinaciones tan comunes en la política de bastidores (la que gustaba a Mariano), Mediánez estaba haciendo el juego de aquel jefe del partido contrario que decía epigramas contra Arqueta. El jefe de Mediánez no quería Ministerios de transición; el enemigo sí, porque no estaba propuesto para entrar en el Gobierno; necesitaba dividir al adversario, desacreditar a un Gabinete intermedio y llegar él a tiempo y como hombre prevenido. Mediánez y Arqueta bien veían el juego; pero como la coyuntura era única para que Mediánez fuera presidente del Consejo, estaban decididos a comprar aquellos rábanos, que pasaban, y caiga el que caiga.
Lo que no sabía Arqueta era que el jefe del partido contrario, que ayudaba a subir a la Presidencia a Mediánez, ponía sus condiciones al personal del Gabinete futuro, y había declarado que Arqueta no era persona grata.
Mediánez ocultaba a su amigo las batallas que reñía con aquel señorón para obligarle a transigir con el diputado por Polanueva, a quien él quería a todo trance llevar consigo al Gabinete que iba a presidir.
En fin, para abreviar, vino la crisis, que fue laboriosa; hubo soluciones a porrillo; ministerios de altura y ministerios de perro chico..., y, por fin, ¡oh alegría!, vino un ministerio que «nacía muerto» según las oposiciones, pero nacía, que era lo principal: el Ministerio Mediánez.
¡Y Arqueta entraba en Fomento!
¡Qué escena, la de Arqueta con la ministra, cuando supo que estaba él en la lista de ministros!
Concha estaba muy contenta, claro; pero mucho más preocupada. No salía de su asombro. Estaba segura de no haberle arrancado a su marido palabra redonda de hacer ministro al buen Arqueta. Pero, en fin, ya era un hecho.
Con su mujer estuvo Mariano menos expansivo, porque tenía ciertos resquemores de conciencia, aunque muy leves... Al fin, era por una infidelidad conyugal por lo que llegaba a la anhelada poltrona... ¡Pobre Juana! Pero, ¡qué diantre!, como ella no estaba en el secreto y se veía ministra, también debía alegrarse muchísimo.
Ya lo creo que se alegraba. Estaba radiante de alegría. Ella fue la que encargó a escape el uniforme, o lo sacó de la nada, de repente, según lo pronto que estuvo listo.
A las once de la mañana iba a jurar, y a las diez Juana ya había vestido, con sus propias manos, a su marido el vistoso uniforme, reluciente de oro, con que iba a entrar en la brega ministerial. La casa se había llenado de amigos y amigas. Y, ¡oh colmo del honor y de la amabilidad!, a las diez y media recibió el matrimonio un volante de Mediánez en que decía: «Espéreme usted; voy yo a buscarle en mi coche, y a dar la enhorabuena personalmente a Juana.»
A la cual se le cayeron las lágrimas al leer esto.
¡Qué triunfo!
Llegó el presidente nuevo. Mediánez, de uniforme también, aunque no tan flamante como el de Arqueta.
Aquella casa era una Babel.
Arqueta tuvo un momento de debilidad.
Todos le decían que estaba muy guapo con el uniforme; pero el caso era que él, por no parecer fatuo, no había podido mirarse a su gusto en un espejo vestido de uniforme, ¡Y era el sueño de su vida!
Tuvo que confesarse que su dicha no hubiera sido completa aquel día si no hubiese podido aprovechar dos minutos para contemplarse a solas, a su gusto, en el espejo, adorando su propia imagen ministerial. En su gabinete, ¡dónde mejor! Allí, donde tanto había soñado con el triunfo, quería verla reflejada en aquel armario de espejo que tantas veces le había invitado a confiar en la explotación del físico.
Nada más fácil, entre el barullo de la multitud que llenaba la casa, que eclipsarse un momento...
Sin que nadie le echara de menos, con las precauciones de un ratero, Arqueta se dirigió a su gabinete. Atravesó el despacho; la puerta estaba entreabierta..., enfrente estaba el armario en cuya clara luna se quería contemplar.
¡Demonio! Antes de que las leyes físicas permitieran que Arqueta pudiera verse reflejado en el espejo... vio en él, con toda claridad..., un uniforme de ministro. ¡Era el presidente!
Pero no estaba sólo; en el espejo también vio Arqueta la imagen de Juana la regordeta..., con cuyas mejillas de rosa hacía Mediánez, el presidente sin cartera, lo mismo que él, Arqueta, había hecho la noche anterior en las mejillas, menos frescas, de la esposa del presidente.
Arqueta dio un paso atrás. No entró en su gabinete... Entró en el otro, en el que presidía Mediánez, es decir, presidir también presidía el de Arqueta, por lo visto...; pero, en fin, se quiere decir que, rechazando el primer impulso de echarlo todo a rodar, se decidió a sacrificarse en aras de la patria. Pensó primero en desgarrar el uniforme, que le quemaba, o debía quemarle el cuerpo, como la túnica de... no recordaba quién; pero no desgarró nada..., y cinco minutos después llegaba en el coche de Mediánez a casa de éste, donde aguardaban otros ministros y muchos políticos importantes. Allí estaba el protector de la nueva situación, el del epigrama, que iba a gozar de su triunfo subrepticio.
Arqueta reparó que le miraba y le saludaba aquel prócer con sonrisa burlona, tal vez despreciativa. Hubo más. Notó que en un grupo que rodeaba al ilustre jefe de la minoría se celebraban con grandes carcajadas chistes que el señor del epigrama decía en voz baja... Y a él, a Mariano Arqueta, le miraban los del grupo con el rabillo del ojo.
Sólo pudo oír esto que dijo el protector del Ministerio en voz alta y solemne:
-Sic itur ad astra!
Carcajada general.
«Sí, pensó Arqueta, eso va conmigo; el que sube así a las estrellas... soy yo.»
Y se puso como un tomate.
-Arqueta -gritó en aquel instante el cáustico jefe de la minoría, dirigiéndose al nuevo ministro de Fomento, la calumnia ya se ceba en usted.
-¡Cómo! ¿Qué dicen?
-Que no va usted a jurar..., sino a prometer por su honor. Absurdo, ¿verdad? ¡Calumnia!...

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

De la comision - Cap. I

Él lo niega en absoluto; pero no por eso es menos cierto. Sí, por los años de 1840 a 50 hizo versos, imitó a Zorrilla como un condenado y puso mano a la obra temeraria (llevada a término feliz más tarde por un señor Albornoz) de continuar y dar finiquito a El diablo Mundo, de Espronceda.
Pero nada de esto deben saber los hijos de Pastrana y Rodríguez, que es nuestro héroe. Fue poeta, es verdad; pero el mundo no lo sabe, no debe saberlo.
A los diecisiete años comienza en realidad su gloriosa carrera este favorito de la suerte en su aspecto administrativo. En esa edad de las ilusiones le nombraron escribiente temporero en el Ayuntamiento de su valle natal, como dice La Correspondencia cuando habla de los poetas y del lugar de su nacimiento.
Lo vocación de Pastrana se reveló entonces como una profecía.
El primer trabajo serio que llevó a glorioso remate aquel funcionario público fue la redacción de un oficio en que el alcalde Villaconducho pedía al gobernador de la provincia una pareja de la Guardia Civil para ayudarle a hacer las elecciones. El oficio de Pastrana anduvo en manos y en lenguas de todos los notables del lugar. El maestro de escuela nada tuvo que oponer a la gallarda letra bastardilla que ostentaba el documento; el boticario fue quien se atrevió a sostener que la filosofía gramatical exigía que ayer se escribiera con h, pues con h se escribe hoy; pero Pastrana le derrotó, advirtiendo que, según esa filosofía, también debiera escribirse mañana con h.
El boticario no volvió a levantar cabeza, y Perico Pastrana no tardó un año en ser nombrado secretario del Ayuntamiento con sueldo. Con tan plausible motivo se hizo una levita negra; pero se la hizo en la capital. El señor Pespunte, sastre de la localidad y alguacil de la Alcaldía, no se dio por ofendido; comprendió que la levita del señor secretario era una prenda que estaba muy por encima de sus tijeras. Cuando en la fiesta del Sacramento vio Pespunte a Pedro Pastrana lucir la rutilante levita cerca del señor alcalde, que llevaba el farol, es verdad, pero no llevaba la levita, exclamó con tono profético:
-¡Ese muchacho subirá mucho! y señalaba a las nubes.
Pastrana pensaba lo mismo; pero su pensamiento iba mucho más allá de lo que podía sospechar aquel alguacil, que no sabía leer ni escribir, e ignoraba, por consiguiente, lo que enseñan libros y periódicos a la ambición de un secretario de Ayuntamiento.
Toda la poesía que antes le llenaba el pecho y le hacía emborronar tanto papel de barba, se había convertido en una inextinguible sed de mando y honores y honorarios. Pastrana amaba todo, como Espronceda; pero lo amaba por su cuenta y razón, a beneficio de inventario. Como era secretario del Ayuntamiento, conocía al dedillo toda la propiedad territorial del Concejo, y no se le escapaban las ocultaciones de riqueza inmueble. Así como el divino Homero, en el canto II de su Ilíada, enumera y describe el contingente, procedencia y cualidades de los ejércitos de griegos y troyanos, Pastrana hubiera podido cantar el debe y haber de todos y cada uno de los vecinos de Villaconducho.
Era un catastro semoviente. Su fantasía estaba llena de foros y subforos, de arrendamientos y enfiteusis, de anotaciones preventivas, embargos y céntimos adicionales. Era amigo del registrador de la Propiedad, a quien ayudaba en calidad de subalterno, y sabía de memoria los libros del Registro. Salía Perico a los campos a comulgar con la madre Naturaleza. Pero verán mis lectores cómo comulgaba Pastrana con la Naturaleza: él no veía la cinta de plata que partía en dos la vega verde, fecunda, y orlada por fresca sombra de corpulentos castaños que trepaban por las faldas de los montes vecinos; el río no era a sus ojos palacio de cristal de ninfas y sílfides, sino finca que dejaba pingües (pingüe era el adjetivo predilecto de Pastrana), pingües productos al marqués de Pozos-Hondos, que tenía el privilegio, que no pagaba, de pescar a bragas enjuntas las truchas y salmones que a la sombra de aquellas peñas y enramadas buscaban mentida paz y engañoso albergue en las cuevas de los remansos. Al correr de las linfas cristalinas, fija la mirada sobre las hondas, meditaba Pastrana, pensando, no que nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir, sino en el valor en venta de los salmones que en un año con otro pescaba el marqués de Pozos-Hondos. «¡Es un abuso!», exclamaba, dejando a las auras un suspiro eminentemente municipal; y el aprendiz de edil maduraba un maquiavélico proyecto, que más tarde puso en práctica, como sabrá el que leyere.
Las sendas y trochas que por montes y prados descendían en caprichosos giros, no eran ante la fantasía de Pastrana sino servidumbre de paso; los setos de zarzamora, madreselva y espino de olor, donde vivían tribus numerosas de canoras aves, alegría de la aurora y música triste de la melancólica tarde a la hora del ocaso, teníalos Pastrana por lindes de las respectivas fincas, y nada más; y, sonría maliciosamente contemplando aquella seve de Paco Antúnez, que antaño estaba metida en un puño, lejos de los mansos del cura un buen trecho, y que hogaño, desde que mandaban los liberales, andaba, andaba como si tuviera pies, prado arriba, prado arriba, amenazando meterse en el campo, de la iglesia y hasta en el huerto de la casa rectoral. Cada monte, cada prado, cada huerta veíalos Perico, más que allí donde estaban, en el plano ideal del catastro de sus sueños; y así, una casita rodeada de jardín y huerta con pomarada, oculta allá en el fondo de la vega, mirábala el secretario abrumada bajó el enorme peso de una hipoteca y próxima a ser pasto de voraz concurso de acreedores; el soto del marqués (¡siempre el marqués!), donde crecían en inmenso espacio millares de gigantes de madera, entre cuyos pies corrían, no los gnomos de la fábula, sino conejos muy bien criados, antojábasele a Pastrana misterioso personaje que viajaba de incógnito, porque el tal soto no tenía existencia civil, no sabían de él en las oficinas del Estado.
De esta suerte discurría nuestro hombre por aquellos cerros y vericuetos, inspirado por el dios Término que adoraron los romanos, midiéndolo todo, pesándolo todo y calculando el producto bruto y el producto líquido de cuanto Dios crió. Otro aspecto de la Naturaleza que también sabía considerar Pastrana era el de la riqueza territorial en cuanto materia imponible; él, que manejaba todos los papeles del Ayuntamiento, sabía, en cierta topografía rentística que llevaba grabada en la cabeza, cuáles eran los altos y bajos del terreno que a sus ojos se extendía, ante la consideración del Fisco. Aquel altozano de la vega pagaba al Estado mucho menos que el pradico de la Solana, metido de patas en el río; por lo cual estaba, según Pastrana, el pradico mucho más alto sobre el nivel de la contribución que el erguido cerro que era del marqués de Pozos-Hondos, y por eso pagaba menos. Por este tenor, la imaginación de Pastrana convertía el monte en llano, y el llano en monte, y observaba que eran los pobres los que tenían sus pegujares por las nubes, mientras los ricos influyentes tenían bajo tierra sus dominios, según lo poco y mal que contribuían a las cargas del Estado.
Estas observaciones no hicieron de Pastrana un filántropo, ni un socialista, ni un demagogo, sino que le hicieron abrir el ojo para lo que se verá en el capítulo siguiente.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

De la comision - Cap. II

Pastrana no daba puntada sin hilo. Aquellos paseos por los campos y los montes dieron más tarde óptimo fruto a nuestro héroe. Era necesario, se decía, sacar partido (su frase favorita) de todas aquellas irregularidades administrativas. El salmón fue ante todo el objetivo de sus maquinaciones. Varios días se le vio trabajar asiduamente en el archivo del Ayuntamiento. Pespunte le ayudaba a revolver legajos, a atar y desatar y a limpiar de polvo, ya que de paja no era posible, los papelotes del Municipio. Ocho días duró aquel trabajo de erudición concejil. Otros ocho anduvo registrando, escrituras y copiando matrices en los protocolos notariales, merced a la benévola protección que le otorgaba el señor Litispendencia, escribano del pueblo. Después... Pespunte no vio en quince días a Pedro Pastrana. Se había encerrado en su casa-habitación, como decía Pespunte, y allí se pasó dos semanas sin levantar cabeza.
En la Secretaría se le echaba de menos; pero el alcalde, que profesaba también profundo respeto a los planes y trabajos del secretario, no se dio por entendido, y suplió como pudo la presencia de Pastrana. En fin, un domingo, Pedro se presentó en público de levita, oyó misa mayor y se dirigió a casa del alcalde: iba a pedirle una licencia de pocos días para ir a la capital de la provincia. ¿A qué? Ni lo preguntó el alcalde, ni Pespunte se atrevió a procurar adivinarlo. Pastrana tomó asiento en el cupé de la diligencia que pasaba por Villaconducho a las cuatro de la tarde.
El resultado de aquel viaje fue el siguiente: un opúsculo de 160 páginas en 4º mayor, letra del 8, intitulalo Apuntes para la historia del privilegio de la pesca del salmón en el río Sele, en los Pozos-Oscuros del Ayuntamiento de Villuconducho, que disfruta en la actualidad el excelentísimo señor marqués de Pozos-Hondos (Primera parte), por don Pedro Pastrana Rodríguez, secretario de dicho Ayuntamiento de Villaconducho.
Sí; así se llamaba la primera obra literaria de aquel Pastrana que andando el tiempo había de escribirlas inmortales, o poco menos, no ya tratando el asunto, al fin baladí, de la pesca del salmón, sino otros tan interesantes como el de La caza y la veda, la ocultación de la riqueza territorial, Fuentes o raíces de este abuso, Cómo se pueden cegar o extirpar estas fuentes o raíces.
Pero volviendo al opúsculo piscatorio, diremos que produjo una revolución en Villaconducho, revolución que hubo de trascender a los habitantes de Pozos-Oscuros, queremos decir a los salmones, que en adelante decidieron dejarse pescar con cuenta y razón, esto es, siempre y cuando que el privilegio de Pozos-Hondos resultase claro como el agua de Pozos-Oscuros: fundado en derecho. ¿La estaba? ¡Ah! Esto era la gran cuestión, que Pastrana se guardó muy bien de resolver en la primera parte de su trabajo. En ella se suscitaban pavorosas dudas histórico-jurídicas acerca de la legitimidad de aquella renta pingüe -pingüe decía el texto- de que gozaba la casa de Pozos-Hondos; en la sección del libro titulada «Piezas justificantes», en la cual había echado el resto de su erudición municipal el autor, había acumulado argumentos poderosos en pro y en contra del privilegio; «la imparcialidad, decía una nota, nos obliga, a fuer de verídicos historiadores y según el conocido consejo de Tácito, a ser atrevidos lo bastante para no callar nada de cuanto debe decirse, pero también a no decir nada que no sea probado. Suspendemos nuestro juicio por ahora; ésta es la exposición histórica; en la segunda parte, que será la síntesis, diremos, al fin, nuestra opinión, declarando paladinamente cómo entendemos nosotros que debe resolverse este problema jurídico-administrativo-histórico del privilegio del Sele en Villaconducho, como le denominan antiguos tratadistas».
El marqués de Pozos-Hondos, que se comía los salmones del Sele en Madrid, en compañía de una bailarina del Real, capaz de tragarse el río, cuanto más los salmones, convertidos en billetes de Banco; el marqués tuvo noticia del folleto y del efecto que estaba causando en su distrito (pues además de salmones tenía electores en Villaconducho). Primero se fue derecho al ministro a reclamar justicia; quería que el secretario fuese destituido por atreverse a poner en tela de juicio un privilegio señorial del más adicto de los diputados ministeriales; y, por añadidura, pedía el secuestro de la edición del folleto, que él no había leído, pero que contendría ataques directos o indirectos a las instituciones.
El ministro escribió al gobernador, el gobernador al alcalde y el alcalde llamó a su casa al secretario para que... redactase la carta con que quería contestar al gobernador, para que éste se entendiera con el ministro. Ocho días después, el ministro le decía al diputado: «Amigo mío, ha visto usted las cosas como no son, y no es posible satisfacer sus deseos; el secretario es excelente hombre, excelente funcionario y excelentísimo ministerial; el folleto no es subversivo, ni siquiera irrespetuoso respecto de sus salmones de usted; hoy lo recibirá usted por correo, y si lo lee, se convencerá de ello. Gobernar es transigir, y pescar viene a ser como gobernar, de modo que lo mejor será que usted reparta los salmones con ese secretario, que está dispuesto a entenderse con usted. En cuanto a destituirlo, no hay que pensar en ello; su popularidad en Villaconducho crece como la espuma, y sería peligrosa toda medida contra ese funcionario...»
Esto de la popularidad era muy cierto. Los vecinos de Villa-conducho veían con muy malos ojos que todos los salmones del río cayesen en las máquinas endiabladas del marqués; pero, como suele decirse, nadie se atrevía a echar la liebre. Así es que cuando se leyó y comentó el folleto de don Pedro Pastrana y Rodríguez, la fama de éste no tuvo rival en todo el Concejo, y, muy especialmente, adquirió amigos y simpatías entre los exaltados. Los exaltados eran el médico, el albéitar, Cosme, licenciado del ejército; Ginés, el cómico retirado, y varios zagalones del pueblo, no todos tan ocupados como fuera menester.
Pespunte, que también tenía ideas (él así las llamaba) un tanto calientes, les decía a los demócratas, para inter nos, que el chico era de los suyos, y que tenía una intención atroz, y que ello diría, porque para las ocasiones son los hombres, y «obras son amores, y no buenas razones», y que detrás de lo del privilegio vendrían otras más gordas, y, en fin, que dejasen al chico, que amanecería Dios y medraríamos. Pastrana dejaba que rodase la bola; no se desvanecía con sus triunfos, y no quería más que sacar partido de todo aquello. Si los exaltados le sonreían y halagaban, no los respondía a coces, ni mucho menos, pero tampoco soltaba prenda; y le bastaba para mantener su benévola inclinación y curiosidad oficiosa, con hacerse el misterioso y reservado, y para esto le ayudaba no poco la levita de gran señor, que ahora le estaba como nunca. Pero, ¡ay!, pese a los cálculos optimistas de Pespunte, no iba por allí el agua del molino, los exaltados y sus favores no eran, en los planes de Pastrana, más que el cebo, y el pez que había de tragarlo no andaba por allí; de él se había de saber por el correo.
Y, en efecto: una mañana recibió el secretario una carta, cuyo sobre ostentaba el sello del Congreso de los Diputados. Era una carta del señor del privilegio, era lo que esperaba Pastrana desde el primer día que había contemplado desde Puentemayor correr las aguas en remolino hacia aquel remanso donde las sombras del monte y del castañar oscurecían la superficie del Sele. El marqués capitulaba y ofrecía al activo y erudito cronista de sus privilegios señoriales su amistad e influencia; era necesario que en este país, donde el talento sucumbe por falta de protección, los poderosos tendieran la mano a los hombres de mérito. En su consecuencia, el marqués se ofrecía a pagar todos los gastos de publicación que ocasionara la segunda parte de la Historia del privilegio de pesca, y en adelante esperaba tener un amigo particular y político en quien tan respetuosamente había tratado la arriesgada materia de sus derechos señoriales. Pastrana contestó al marqués con la finura del mundo, asegurándole que siempre había creído en los sólidos títulos de su propiedad sobre los salmones de Pozos-Oscuros, los cuales salmones llevaban en su dorada librea, como los peces del Mediterráneo llevan las barras de Aragón, las armas de Pozos-Hondos, que son escamas en campo de oro. De paso manifestaba respetuosamente al señor marqués que el soto grande estaba muy mal administrado, que en él hacían leña todos los vecinos, y que si se trataba de evitarlo, era preciso hacerlo de modo que no se enterase la Administración de la falta de existencia económico-civil-rentística del soto, finca anónima en lo que toca a las relaciones con el Fisco. El marqués, que algunas veces había oído en el Congreso hablar de este galimatías, sacó en limpio que el secretario sabía que el soto grande no pagaba contribución. Nueva carta del marqués, nuevos ofrecimientos, réplica de Pastrana diciendo que él era un pozo tan hondo como el mismísimo Pozos-Hondos, y que ni del soto ni de otras heredades, que en no menos anómala situación poseía el marqués, diría él palabra que pudiese comprometer los sagrados intereses de tan antigua y privilegiada casa. Pocos meses después, los exaltados decían pestes de Pastrana, a quien el marqués de Pozos-Hondos hacía administrador general de sus bienes raíces y muebles en Villaconducho, aunque a nombre de su señor padre, porque Pedro no tenía edad suficiente para desempeñar sin estorbos de formalidades legales tan elevado cargo.
Y en esto se disolvieron las Cortes, y se anunciaron nuevas elecciones generales. Por cierto que cuando leyó esta noticia en la Gaceta estaba Pastrana entresacando pinos en «La Grandota», otra finca que no tenía relaciones con el Fisco; entresaca útil, en primer lugar, para los pinos supervivientes, como los llamaba el administrador; en segundo lugar, para el marqués, su dueño, y en el último lugar, para Pastrana, que de los pinos entresacados entresacaba él más de la mitad moralmente en pago de tomarse por los intereses del amo un cuidado que sólo prestaría un diligentísimo padre de familia. Y ya que voluntariamente prestaba la culpa levísima, no quería que fuese a humo de pajas. En cuanto leyó lo de las elecciones, comparó instintivamente los votos con los pinos, y se propuso, para un porvenir quizá no muy lejano, entresacar electores en aquella dehesa electoral de Villaconducho. Pespunte, que se había resellado como Pastrana, pues para los admiradores como el sastre, incondicionales, las ideas son menos que los oídos, Pespunte no podía imaginar adónde llegaban los ambiciosos proyectos de don Pedro. Lo único que supo, porque esto fue cosa de pocos días, y público notorio, que el alcalde no haría aquellas elecciones, porque antes sería destituido. Como lo fue, efectivamente. Las elecciones las hizo el señor administrador del excelentísimo señor marqués de Pozos-Hondos, presidente del Ayuntamiento de Villaconducho, comendador de la Orden de Carlos III, señor don Pedro Pastrana y Rodríguez. Un día antes del escrutinio general se publicó la segunda parte de los Apuntes para la historia del privilegio; en ella se demostraba, finalmente, que ya en tiempo del rey Don Pelayo pescaban salmones en el Sele de Pozos-Hondos, encargados de suministrar el pescado necesario a todos los ejércitos del rey de la Reconquista durante la Cuaresma. Al siguiente día se recogieron las redes y se vació el cántaro electoral, todo bajo los auspicios de Pastrana; jamás el marqués había tenido tamaña cosecha de votos y salmones.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)