Lo que se suele
decir de la honradez de otros tiempos y de la lealtad de otros tiempos, y del
buen servicio de otros tiempos -opinó Ramiro Villar, cuando salimos de la
quinta donde habíamos pasado la tarde merendando y jugando al bridge,
como si fuésemos algunos elegantes de ultra Mancha y no señoritos españoles,
que deben preferir el chocolate y el tresillo-, tiene sus más y sus menos...
Entonces, lo mismo que hoy, existía una cosecha brillante de bribones
redomados.
-Mala es la
desfachatez -declaró el muchacho; pero ¿le gusta a usted la hipocresía? No sé
cuál será más repugnante. Acaso a mí la hipocresía me parezca peor, porque tuve
en la historia de mi familia un caso de hipócrita que nos perjudicó no poco en
nuestros intereses. Mi padre me lo refirió, porque la cosa ocurrió en tiempo de
nuestros abuelos. Parece que mi abuelo paterno era un señor muy bueno... Diré a
ustedes que yo detesto cordial-mente a los buenos señores, mucho más funestos
que los malos. Los buenos señores son aquéllos que se dejan engañar por todo el
mundo. Sin embargo, conviene añadir que para engañar a mi abuelo se desplegó
una habilidad que no debía de ser necesaria, siendo él, como consta, materia
tan dispuesta. Es el caso que en mi casa, quiero decir en la solariega, que es
un magnífico palaciote, allá en la comarca más vinícola de estas provincias,
existía una leyenda a la cual unos daban crédito y otros no: se refería a un
tesoro que se suponía enterrado en no se sabe cuál rincón de la casona. Claro
es que cuanto más ignorantes eran las personas más creían la conseja; pero mi
abuelo se reía de ella a mandíbula batiente, y había prohibido, con la mayor
severidad y del modo más categórico, que se hiciesen excavaciones, registros ni
nada relacionado con la búsqueda de tal riqueza, cuyo origen decían ser la
venida de un antepasado virrey del Perú, cargado de onzas y barriles de polvo
de oro, y a cuya muerte, acaecida muy poco después, no se encontró sino un
escasísimo haber. El virrey había anunciado que pensaba transformar la casona
en un magnífico palacio que fuese asombro de la comarca, y los planos del
palacio sí que se hallaron, completos y ostento-sísimos, y aún se conservan hoy
en el archivo nuestro.
Froilán era
sobrino de un cura. Había estado en Portugal varias veces, y hablaba medio
portugués, dulzarrón y nasal. No se sabía qué oficios ejerció hasta entrar en
el servicio de mi abuelo; pero era, por lo visto, mañoso para todo, y entendía
de descubrir manantiales, de cuidar viñas, de enfermedades del ganado y de
herrero y carpintero. Tantas habilidades sedujeron a mi abuelo; pero lo que más
le conquistó fue le devoción y piedad del sirviente. Daba gozo verle ayudar a
misa, y la capilla, desde que él entró a servir, parecía un espejo de limpia y
de primorosa. Él dirigía el rosario con toda especie de requilorios, y él
enseñaba a las muchachas a cantar gozos, trisagios y letanías. Como si fuese
poco, a veces se iba a rezar solito, y, desde la tribuna, mi abuelo le veía
prosternarse y besar el suelo, o pasarse las horas muertas de rodillas y con
los brazos en cruz. En la aldea le llamaron el santiño. Jamás se encolerizaba;
jamás incurría en falta, ni más leve, ni de respeto, ni de probidad. Y, poco a
poco, mi abuelo fue tomándole un cariño desmedido. No hablaba más que de
Froilán. Froilán era sus pies, sus manos, su brazo derecho.
Pasaron así doce
años, sin que se desmintiese la perfección del sirviente y sin que dejase de
crecer el entusiasmo del señor. Parece que mi abuela no participaba de los
entusiasmos de su marido por Froilán, y el asunto hasta llegó a ser causa de
polémicas y disensiones en el por otra parte muy bien avenido matrimonio.
-No, no; a ti te
digo la verdad; estoy persuadido de que no son sino realidades. No se sabe qué
fue del contenido de los cofres del virrey. Trajo una impedimenta enorme, y al
morir aparecieron los cofres y arcas vacíos, y nunca se pudo rastrear dónde
estaba su fortuna. El aire no se la llevaría. No puede estar sino aquí. ¿Dónde?
Eso es lo que tú puedes tratar de averiguar, porque si yo me pongo a escarbar
aquí y allí, llamaré la atención, y me expongo hasta a un robo a mano armada.
Tú, a la sordina, puedes registrar la casa: como en requisa de construcción, a
pretexto de reparos, lo miras todo, despacio y a gusto, y mucho me sorprenderá
que no hallemos nada... ¡Ah! -añadió-. Y como lo encuentres, no necesito
decirte que aseguraré tu suerte para toda la vida.
Autorizado así,
tan en regla, Froilán empezó a desempeñar el encargo. Quejándose de la vetustez
de la casa, que tanto remiendo le obligaba a echar, desorientó a los aldeanos,
y no extrañaron verle manejar la sierra y la azuela, la pala del albañil y la
del revocador. Dos años anduvo como un ratonzuelo, revolviendo aquí y allí.
Hasta cavó en el huerto, porque tenía, según dijo, que poner árboles. ¿En qué
rincón halló el tesoro? Eso no lo cuenta la crónica; o, mejor dicho, lo cuenta
de tantas maneras diferentes, que no hay modo de poner en claro si fue en la
tierra, si en las vigas, o dentro de las paredes donde lo había ocultado el
señor virrey. Lo positivo es que, después de muchas gestiones que declaraba
inútiles, un día Froilán cargó dos mulas con sacos que, según él, contenían
grano, que iba a llevar al molino de Rioriba, en que la harina salía más fina
para el pan de los señores. No consintió que le ayudase nadie a cargar los
sacos. Esta particularidad se recordó después. Los sacos parecían pesar mucho;
Froilán sudaba al izarlos. Él siguió a pie a las mulas. Dijeron que se le había
visto subir, en efecto, hacia Rioriba, donde está el puente viejo, que del Miño
lleva a tierra portuguesa. Después, sus huellas se perdieron, y nadie dio razón
de haberle visto en parte alguna. Llegaron rumores de que estaba en Lisboa,
viviendo como un gran señor; también se susurró que había pasado al Brasil. Lo
positivo, en casa de mis abuelos, fue que el matrimonio, hasta entonces bien
avenido, se desunió, por las constantes reconven-ciones de mi abuela, que no
cesaba de tratar de cándido y de bolonio a mi abuelo, por haberse fiado en
aquel cazurro, en cuyos ojos, cuando podían vérsele, había un resplandor de
todas las maldades. Y mi abuelo, que en vez de dar por perdido alegremente un
tesoro que al fin no había descubierto, ni acaso tuviese la paciencia de
descubrir jamás, cayó en una negra melancolía, acusándose también de haber dejado
escapársele de entre las manos el porvenir de su casa, el oro del virrey,
llevado en sacos por el infiel sirviente Dios sabe a qué tierras remotas. Mi
padre creía también que no era sólo la codicia defraudada lo que así abatió el
espíritu del abuelo, sino también el desengaño, el haber sido burlado de una
manera tan audaz, el haber pasado por un necio a los ojos de todos, no sólo a
los de su esposa. Porque después de la fuga de Froilán, se había hecho público
todo el caso, y en la aldea, y en muchas leguas a la redonda, y hasta en la
ciudad, se hablaba del tesoro, de la burla, de la inmensa riqueza perdida por
mi casa, por causa de la infelicidad de aquel señor tan bueno y tan confiado
que había conseguido perderlo todo. Y la tristeza dio al traste con mi abuelo,
que tardó poco en morir, a los treinta y seis años.
Cuento de la tierra
«La
Ilustración Española y Americana», núm. 27, 1913.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)