El pobre Bernardo,
carpintero de aldea, a fuerza de trabajo, esmero, noble ambición, había ido
afinando, afinando la labor; y D. Benito el droguero, ricacho de la capital, a
quien Bernardo conocía por haber trabajado para él en una casa de campo, le
ofreció nada menos que emplearle, con algo más de jornal, poco, en la ciudad,
bajo la dirección de un maestro, en las delicadezas de la estantería y
artesonado de la droguería nueva que D. Benito iba a abrir en la Plaza Mayor , con
asombro de todo el pueblo y ganancia segura para él, que estaba convencido de
que iría siempre viento en popa.
Bernardo, en la aldea,
aun con tanto afán, ganaba apenas lo indispensable para que no se muriesen de
hambre los cinco hijos que le había dejado su Petra, y aquella queridísima y
muy anciana madre suya, siempre enferma, que necesitaba tantas cosas y que le
consumía la mitad del jornal misérrimo.
Su madre era una carga,
pero él la adoraba; sin ella la negrura de su viudez le parecería mucho más
lóbrega, tristísima.
Bernardo, con el cebo del
aumento de jornal, no vaciló en dejar el campo y tomar casa en un barrio de
obreros de la ciudad, malsano, miserable.
-Por lo demás, -decía, de
los aires puros de la aldea me río yo; mis hijos están siempre enfermuchos,
pálidos; viven entre estiércol, comen de mala manera y el aire no engorda a
nadie. Mi madre, metida siempre en su cueva, lo mismo se ahogará en un rincón
de una casucha de la ciudad que en su rincón de la choza en que vivimos.
Tenía razón. Y se fue a la ciudad. Pero en la
aldea no conocía una terrible necesidad que en el pueblo echaron de ver él y su
madre, por imitación, por el mal ejemplo: el médico y sus recetas. Los demás
obreros del barrio tenían, por módico estipendio, asistencia facultativa
y ciertas medicinas, gracias a una Sociedad de socorros mutuos. En el campo,
cada año, o antes si había peligro de muerte, veían al médico del Concejo que
recetaba chocolate.
Ramona, la madre, con
aquel refinamiento de la asistencia médica, empezó a acariciar una
esperanza loca, de puro lujo: la de sanar, o mejorar algo a lo menos, gracias a
dar el pulso a palpar y enseñarle la lengua al doctor, y gracias, sobre todo, a
los jarabes de la
botica. Bernardo llegó a participar de la ilusión y de la
pasión de su madre. Soñó con curarla a fuerza de médicos y cosas de la botica. El doctor,
chapado a la antigua, era muy amigo de firmar recetas; no era de estos que
curan con higiene y buenos consejos. Creía en la farmacopea, y era además aristócrata
en materia médica; es decir, que las medicinas caras, para ricos, le parecían
superiores, infalibles. Metía en casa de los pobres el infierno de la ambición;
el anhelo de aplacar el dolor con los remedios que a los ricos les costaban un
dineral.
El tal Galeno, después de
recetar, limitándose los cortos alcances que la Sociedad le permitía,
respiraba recio, con cierta lástima desdeñosa, y daba a entender bien
claramente que aquello podía ser la carabina de Ambrosio: que la verdadera
salud estaba en tal y cual tratamiento, que costaba un dineral; pues entraban
en él viajes, cambios de aire, baños, duchas, aparatos para respirar, para
sentarse, para todo, brebajes reconstituyentes muy caros y de eso muy
prolongado... en fin, el paraíso inasequible del enfermo sin posibles...
Bernardo tenía el alma
obscurecida, atenaceada por una sorda cólera contra los ricos que se curaban a
fuerza de dinero; entre los suspiros, las quejas y sugestiones de su madre, y
aquella constante tentación de las palabras del médico que le enseñaba el cielo
de la salud de su madre... allá, en el abismo inabordable, le habían cambiado
el humor y las ideas; ya no era un trabajador resignado, sino un esclavo del
jornal, que oía pálido y rencoroso las predicaciones del socialismo que en
derredor suyo vagaban como rumor de avispas en conjura. No envidiaba los
palacios, los coches, las galas; envidiaba los baños, los aparatos, las
medicinas caras. Ahí estaba la injusticia: en que unos, por ricos, se curaran,
y los pobres, por pobres, no.
Para echar más leña al
fuego, vino la amistad con el droguero D. Benito. Terminada la obra de los
lujosos anaqueles, abierta solemnemente al público la nueva tienda, conforme a
los últimos adelantos, de manera que, según frase que corrió mucho, nada tenía
que envidiar al mejor establecimiento de París, en su clase. Bernardo tomó la
costumbre de pasar algún rato, después del trabajo en la droguería, conversando
con los dependientes de D. Benito y con el mismo D. Benito. Bernardo se creía
un poco partícipe de la gloria de aquel gran palacio de la salud puesto que
había trabajado en toda la obra de ebanistería. Además, le atraían los
cacharros, aquella luciente porcelana con letreros de oro, que encerraba, como
en urnas sagradas, el misterio de la salud, a precios fabulosos, imposibles
para un jornalero.
Ante los escaparates,
Bernardo se extasiaba. Admiraba, primero, una especie de Apolo, de barro
barnizado, que sonreía frente a la plaza, tras los cristales, rodeado de
vendas, como una momia egipcia, con un brazo en cabestrillo y una pierna rota,
sujeta por artísticos rodrigones ortopédicos. Admiraba las grandes esponjas,
que curaban con chorros de agua; los aparatos de goma, para cien usos, para mil
comodidades de los enfermos; los frascos trans-parentes, llenos de píldoras que
costaban caras, como perlas; las botellas elegantes, aristocráticas, bien
lacradas y envueltas en vistosos papeles, como damas abrigadas con ricos
chales; botellas de vinos de los dioses, todos dulzura y fuerza, la salud, la
vida en cuatro gotas.
Todo lo admiraba, porque
en todo creía; porque el médico de su madre le había hecho supersticioso de la
religión de los específicos, de las curas infalibles, pero lentas, carísimas. Y
D. Benito, y su gente, por la cuenta que les tenía, y por amor al arte, y por
ver al pobre carpintero pasmado ante tanto prodigio, remachaban el clavo
describiéndole las curas maravillosas de estas y las otras drogas, del vino
tal, de los granos cuál y del extracto X. Pero... lo de siempre: todo era muy
caro, todo exigía perseverancia, uso continuo durante mucho tiempo...; es
decir, todo exigía que Bernardo, para curar a su madre con aquellos portentos,
gastase en un mes lo que ganaba en un año...
Y el infeliz se
contentaba con mirar, palpar a veces, tomar en peso paquetes, frascos,
botellas, etc., etcétera... y suspirar y resignarse. Su pobre madre no curaría;
porque él podía comprarle, con gran sacrificio, la medicina cara una
vez, dos veces... pero luego, ¿qué? El mal vendría más fiero y el dinero se
habría acabado y hasta el crédito... y... imposible, imposible.
La prueba de que todo
aquello era para ricos, muy caro, estaba en lo rico que se había hecho don
Benito; tenía ya millones... Era un trato: él daba la salud y a él le pesaban
en oro... los que podían.
* * *
Una tarde vio Bernardo
entrar en la droguería a un anciano que parecía un difunto; un difunto de muy
mal humor, con un ceño que era mueca de condenado; encorvado, como si estuviese
herido por una maldición del cielo, con la respiración anhelante, irregular,
los pómulos salientes, los ojos brillantes y angustiosos de modo siniestro.
Vestía traje de muy buen corte, de riquísimo paño, pero muy descuidadamente.
Entró sin saludar, se sentó en un sillón que solía ocupar D. Benito, y al
momento le rodearon, con grandes muestras de respeto, todos los dependientes.
A poco se presentó el
amo, gorra en mano, y haciendo reverencias.
-¡Oh, D. Romualdo! Cuánta
honra... después de siglos...
-Perdona, Benito; pero si
vengo por aquí de tarde en tarde es... porque... ya sabes que todo esto me
revienta. Si tuvieras tienda de juguetes no faltaría una tarde... de las pocas
que el condenado mal me deja salir de casa. Pero estas porquerías (y señalaba a
los cacharros de los anaqueles) me repugnan... ¡Qué farsa! ¡Los médicos! ¡Mal
rayo! Cada receta un pecado mortal...
D. Benito y los suyos
sonrieron; no osaron contradecir al D. Romualdo, que parecía un muerto muy bien
vestido.
Por la conversación que
siguió, fue Bernardo enterándose de cosas que le vino muy bien saber.
D. Romualdo era el primer
ricachón del pueblo, protector illo tempore de D. Benito; enfermo
crónico, desesperado, sin resignación, furioso, con un achaque por cada millón,
inútil para curar sus males. Muchos años hacía, también aquel millonario había
creído, como el jornalero Bernardo, en el misterioso prestigio de la medicina
infalible, en el don de salud de la receta cara; con vanidad, con orgullo, casi
contento con tener que poner a prueba el poder mágico del dinero, creyendo que
hasta alcanzaba a dar vida, energía, buenas carnes y buen humor, el Fúcar aquel
había derrochado miles y miles en toda clase de locuras y lujos terapéuticos;
conocía mejor, y por cara experiencia, las termas célebres de uno y otro país
que el famoso Montaigne, tan perito en aguas saludables; no había aparato
costoso, útil para sus males, que él no hubiera ensayado; en elixires,
extractos y vinos nutritivos había empleado caudales... y al cabo, viejo,
desengañado, hasta con remordimientos por haber creído y predicado tanto aquella
religión de la salud a la fuerza y a costa de oro, confesaba con rabia de
condenado la impotencia de la riqueza, la inutilidad de las invenciones humanas
para impedir las enfermedades necesarias y la muerte.
De tarde en tarde, y como
por el placer de ir a insultar a las engañosas drogas, en su casa, cara a cara,
se presentaba D. Romualdo en la lujosa tienda de D. Benito, donde tanto gasto
había hecho, donde ya no gastaba ni un real. Su tema era repetir a su antiguo
protegido:
-¿Por qué no te deshaces
de toda esta farsa, de toda esta porquería, y pones almacén de juguetes? No es
menos serio y es más sincero; así no se engaña a nadie: venderías los cañones,
los sables de mentirijillas por lo que son; no dirías: esto es de verdad, sino,
es broma.
Notó Bernardo que allí
nadie se atrevía a contradecir aquel dogma de la inutilidad de drogas y
recetas, caras o baratas; todos decían amén a los desprecios del ricacho; nadie
le proponía tal o cual específico para ninguno de los infinitos dolores de que
se quejaba. En cambio, se tomaban muy en serio las últimas esperanzas de
curación que D. Romualdo ponía:
1.º en un apóstol que
acababa de llegar al pueblo y curaba con agua de la fuente y falsos latines...
y 2.º en un viaje a Lourdes.
* * *
Cuando se marchó D. Romualdo
de la droguería, lanzando furiosas miradas de ira y de desprecio a estantes y
escaparates, Bernardo, que no había dicho palabra, se levantó, dio las buenas
tardes y salió a la
calle. Respiró con fuerza.
Se fue a dar un paseo
hacia las afueras, al campo. Ya obscurecía. Las estrellas le dijeron algo de
igualdad en lo inmenso, de igualdad en la pequeñez de la miseria humana. Su
madre no sanaba... porque hay que morir..., no por pobre... D. Romualdo no
sanaba tampoco... El dinero... las medicinas caras... ilusiones. Todos iguales,
pensaba, todos nada. Y, entre triste y satisfecho, sentía un consuelo.
1901
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)