Convertidos hipócritamente de moros en cristianos
nuevos (ellos decían, viejos), hiciéronse grandes amigos; se sentaban a la
misma mesa, salían juntos a merodear por despensas, sótanos, corrales y
arboledas, comunicábanse sus planes de campaña, en una palabra, estaban, como
se dice, a partir de un confite: un verdadero par de pillos (como los que
abundan entre los ablandabrevas) que podía darle quince y raya al más desalmado
de los gatos y al más dañino de los monos.
Su dueño los tenía por un par de angelitos, pero el
vecindario sabía perfectamente que quienes le robaban eran Marroquín y
Raspaqueso, y que este último tenía más ojo a las longanizas que a los ratones.
Una vez (era cierta tarde de invierno) nuestros
bandoleros estaban acurrucados muy devotamente al lado del fogón de uin
leñador; cualquiera hubiese dicho, viéndolos con las pupilas dilatadas, inmóviles,
gozosos, fija la mirada en las brasas mortecinas, que se hallaban en un éxtasis
de alta estética. ¡Nada de eso! Los dos granujas estaban espiando como acababan
de asarse dos kilos de castañas debajo del rescoldo, y cavilando en la forma de
darse una panzada haciendo, de paso, reventar de rabia y despecho al leñador,
que había ido al bosque y se iba a encontrar a la vuelta con el nido vacío.
Tomó, por fin, la palabra Marroquín y, dirigiéndose al
gato: -"Hermano Raspaqueso, le dice, ha llegado finalmente el día de
realizar nuestra obra maestra de prestidigitación. No quiero, sin embargo,
robarte el honor de esta hazaña inverosímil: ¡sácame esas castañas! Te juro
que me cuesta el sacrificio que me impongo no haciendo saltar de cuatro
manotones todas esas bellotas asadas por los cuatro puntos cardinales de esta
cocina".
Tragó la píldora Raspaqueso, esponjándose de satisfacción;
arrimóse a las brasas y, con gran cuidado y delicadeza, comenzó por apartar la
ceniza sacudiendo a menudo los chamuscados dedos en el aire. Volvió repetidas
veces a la carga, mientras Marroquín daba muestras de placer, brincaba, chillaba
y hacía cien macacadas. Por fin saltó una castaña, luego un marrón, y otro, y
otra, que Marroquín, quemándose un poco los dedos, echaba al cubo de agua, y
comía luego.
Raspaqueso entusiasmado siguió largo rato su maniobra,
sin percatarse de la obra maestra del Mono...
De súbito se abre la puerta, y el leñador con un haz
de ramas a cuestas penetra en la cocina.
Mono y Gato salen como ratas por tirante y ganan la vecina
arboleda: el uno harto de bellotas y tan fresco; hambriento, con las manos
chamuscadas, y fatigado, el otro.
"¿Qué más hacen los caudillos, los caciques, los
capitanei de banda, al servicio de un emperador, un presidente, un rey, como
Tamerlán, Azaña, Mamud Kan?".
1.087.1 Daimiles
(Ham) - 017