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viernes, 22 de marzo de 2013

El mono y el gato

Raspaqueso y Marroquín, éste mono, gato aquél, entram­bos oriundos de Casablanca en el Africa negra, tenían un solo y mismo dueño en Reinosa, provincia de Santander.
Convertidos hipócritamente de moros en cristianos nuevos (ellos decían, viejos), hiciéronse grandes amigos; se sentaban a la misma mesa, salían juntos a merodear por despensas, só­tanos, corrales y arboledas, comunicábanse sus planes de cam­paña, en una palabra, estaban, como se dice, a partir de un confite: un verdadero par de pillos (como los que abundan entre los ablandabrevas) que podía darle quince y raya al más desalmado de los gatos y al más dañino de los monos.
Su dueño los tenía por un par de angelitos, pero el vecin­dario sabía perfectamente que quienes le robaban eran Ma­rroquín y Raspaqueso, y que este último tenía más ojo a las longanizas que a los ratones.
Una vez (era cierta tarde de invierno) nuestros bandole­ros estaban acurrucados muy devotamente al lado del fogón de uin leñador; cualquiera hubiese dicho, viéndolos con las pupi­las dilatadas, inmóviles, gozosos, fija la mirada en las brasas mortecinas, que se hallaban en un éxtasis de alta estética. ¡Nada de eso! Los dos granujas estaban espiando como aca­baban de asarse dos kilos de castañas debajo del rescoldo, y cavilando en la forma de darse una panzada haciendo, de paso, reventar de rabia y despecho al leñador, que había ido al bos­que y se iba a encontrar a la vuelta con el nido vacío.
Tomó, por fin, la palabra Marroquín y, dirigiéndose al gato: -"Hermano Raspaqueso, le dice, ha llegado finalmente el día de realizar nuestra obra maestra de prestidigitación. No quiero, sin embargo, robarte el honor de esta hazaña invero­símil: ¡sácame esas castañas! Te juro que me cuesta el sacri­ficio que me impongo no haciendo saltar de cuatro manotones todas esas bellotas asadas por los cuatro puntos cardinales de esta cocina".
Tragó la píldora Raspaqueso, esponjándose de satisfac­ción; arrimóse a las brasas y, con gran cuidado y delicadeza, comenzó por apartar la ceniza sacudiendo a menudo los cha­muscados dedos en el aire. Volvió repetidas veces a la carga, mientras Marroquín daba muestras de placer, brincaba, chi­llaba y hacía cien macacadas. Por fin saltó una castaña, luego un marrón, y otro, y otra, que Marroquín, quemándose un poco los dedos, echaba al cubo de agua, y comía luego.
Raspaqueso entusiasmado siguió largo rato su maniobra, sin percatarse de la obra maestra del Mono...
De súbito se abre la puerta, y el leñador con un haz de ra­mas a cuestas penetra en la cocina.
Mono y Gato salen como ratas por tirante y ganan la ve­cina arboleda: el uno harto de bellotas y tan fresco; hambrien­to, con las manos chamuscadas, y fatigado, el otro.

"¿Qué más hacen los caudillos, los caciques, los capitanei de banda, al servicio de un emperador, un presidente, un rey, como Tamerlán, Azaña, Mamud Kan?".

1.087.1 Daimiles (Ham) - 017

El mono rey

El león de Aksoum había muerto.
Concluidas las exequias, hubo gran asamblea de animales en el desierto de Danakil para la elección del nuevo monarca. Se convino en que el dueño de la testa sobre la cual encajase perfectamente la corona real sería entronizado. Con todas las ceremonias de rúbrica fué traída la diadema, sacada de su enor­me estuche y colocada en un estrado, por donde fueron desfi­lando los candidatos. A unos, les venía demasiado estrecha (elefantes, rinocerontes, hipopótamos y todos los vacunos) a otros, demasiado ancha (tigre, jirafa, lobo, gato, caracol).
Por fin llegó el Mono: subió riendo, con muecas, al estra­do, saludó con mil ceremonias la honorable asamblea, echó ma­nos de la real corona, la besó, miró y remiró en todas las posi­ciones, a la sombra, al rayo de sol, a contraluz, la hizo mil zala­mas y, finalmente, se la llevó a la cabeza que pasó, junto con los hombros, como por un aro. Entonces dió comienzo a toda una serie de piruetas, pinicos y juegos malabares. Los asisten­tes aplaudieron con zarpas y pezuñas como animales, e hicie­ron víctima al Mono de tan bestial ovación que por poco no perdió los tímpanos y aun la vida el rey cuadrumano. Fué ele­gido por unanimidad de votos, aun el del zorro, que votó por el mono, muy a su pesar, obedeciendo a la orden del caudillo de su partido, un lobo reblandecido.
Pero disimuló muy bien el raposo y, cuando le llegó el turno de prestar pleito homenaje, hízolo con todo garbo. Más aún, doblando el espinazo hasta darle la forma de un acento circunflejo, dijo en tono misterioso al rey:
-"Conozco, sire, un tesoro, enterrado en tina mina aban­donada, del que nadie tiene la menor noticia. Ahora bien, se­gún el Código de Minas y el derecho real, los tesoros escondidos son patrimonio de la casa reinante, y las minas deben ser denun­ciadas al Estado".
Conforme iba hablando el raposo, abría el mico más ojos que un queso y, concluida la relación, quiso, sin decir oste ni moste, apoderarse personalmente de las riquezas fabulosas.
La tarde llegaba a su ocaso, la asamblea en pleno estaba meren-dando, el acceso a la mina quedaba expedito: corriendo en dos y en cuatro manos, trepando plantas, saltando fosos, llega el flamante rey al lugar descrito por el zorro... y queda atrapado por un lazo corredizo que lo sujeta y balancea por los aires.
La gente zorruna llama a rebato, acude la asamblea, todos contemplan al Mono enlazado, y el raposo, tomando la palabra, pregunta:
"¿Será posible que sea -nuestro rey quien no sabe regirse a sí mismo? ¿Aceptaréis, ciudadanos, semejante monarca?".
Un estruendo que hizo retemblar el desierto en un formida­ble acorde disonante y que significaba "¡No!", fué la respuesta.
Abdicó al punto el Mono codicioso, y los asambleistas deci­dieron, némine discrepante, vivir al natural, es decir, anárqui­camente, sin más ley que el personal capricho, esperando la lle­gada de un nuevo león... que no tardó en llegar del Coliseo de Roma.

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El mastín y las uvas

En la provincia de San Juan, en Mendoza, en el Manga, cerca de Montevideo, en el Río Grande do Sud, y sospecho que en todo estado, provincia y departamento donde Noé tiene imi­tadores y se cultiva la viña, es cosa harto conocida la meta­mórfosis que experimentan los canes en Otoño, tiempo de la vendimia.
Por regla general, casi todos los representantes de la raza canina (que vagan sin dueño) pertenecen a la familia de los galgos en Invierno, Primavera y Verano, merced a los largos y continuados ayunos, ora sean mastines, sabuesos y dogos, ora sean terranovas y ovejeros. Pero maduran los racimos, y todos los perros, hasta los galgos genuinos, se transforman en dogos y mastines lucios y rechonchos, gracias a las panzadas ininte­rrumpidas de uva que se dan, visitando noche y día los parrales y las viñas mal custodiadas.
Cierta vez, un mastín no inculto aunque vagabundo, secuáz de la filosofía de Diógenes, iba con más grados de hambre que pulgas llevaba encima, su carretera adelante en busca del des­ayuno. Ya eran las trece de un día casi bochornoso, a pesar de la estación, y el pobre can que, desde temprano había tomado con los pies y las manos el camino polvoriento bajo, un sol abra­sador, sacaba la lengua respirando aceleradamente. Siguió un trecho más y, de pronto, cruzando un terraplén, se encuentra debajo de un verde y tupido parral.
La hora, el silencio profundo, la soledad convidaban al reposo; el can apagó la sed en el agua de un dornajo, y se ten­dió de largo a largo, mirando con un ojo hambriento los berme­jos racimos colgados ¡ay! a cuatro metros de altura. Después de un breve descanso, púsose el mastín bruscamente en sus cua­tro pies y comenzó a dar saltos que ni los de una pulga, pensan­do alcanzar con las estrechas quijadas las codiciadas uvas. To­dos sus intentos, todas sus desesperadas piruetas y cabriolas quedaron en la nada.
-"¡Bah!", dijo al fin, "no vale la pena molestarse por esos cuatro granos de uva verde. Dejémoslos para los perros atorrantes y muertos de hambre".
Por fortuna, no tardó en topar con un basurero o muladar donde pudo saciar el hambre atrasada con montones de orujo, y granos marchitos o verdes de racimos desechados.

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El hurón y el busto

Erase un hurón, arrepentido de su vida anterior (vida más bien de foragido que de agente de Policía), y resuelto a hacer radical mudanza de costumbres.
Buscó en lugar escondido, lejos de gallineros y corrales, un rincón desierto donde fundar su Ferney, y habiendo descu­bierto un ribazo verdeante, corrientes aguas, arboleda sonora y fresca, resolvió sentar allí sus penates. Llamó una pareja de castores que, con otros muchos, estaban construyendo un dique en el propio río, y los alquiló para la nueva vivienda.
En el interín, nuestro hurón se pone en campaña para el ornato del futuro oratorio. Ante todo frecuenta un ejecutante de arpa para aprender música y poder acompañarse en el canto del Salterio los días de repique gordo y mantel largo; pero comprende, al cabo de seis lecciones, que la cosa va a ser al cuento de nunca acabar :
-"¡Quien me mete a mí en solfeos y en cuerdas de arpa, por vida del rey David! ¿Ni qué necesidad tengo ¡voto a la lla­ve de Sol de desgañitarme cantando salmos! Con llevar a la ermita una escolanía de gallos, gallinas y pollitos icátate el coro formado! En otros tiempos me vi yo mano a mano con ellos, y conozco su canto; volveremos a los antiguos y honestos tratos. Antífonas, salmos, himnos, versículos, tractos y respon­sos saldrán, cantados a capella, mucho mejor que acompañados con orquesta.
Resuelto el problema filarmónico, había que afrontar el pictórico. Entra en el taller de un maestro, y se hace de varios adefesios encuadrados de cacería, con halcones, azores, milanos y neblíes tan bien pintados como las pinturas de Orbaneja, pintor de Ubeda, el cual preguntándole qué pintaba, respondía: "Lo que saliere". Tal vez pintaba un gallo, de tal suerte y tan bien parecido, que era menester que con letras góticas escri­biese junto a él: éste es gallo. Remitida a destino la cinegética colección de cuadros, nuestro anacoreta pasó luego a un taller, de escultor (marmolería, que decimos ahora, por ser más poé­tica locución), en busca de una estatua de san Dimas, Patrono de los cacos convertidos, y de los ladrones en vías de arrepenti­miento. (Olvidábaseme decir que el ermitaño hurón no quería para su convento laico ni cuadros de la Pasión, ni escenas dei Evangelio, ni Santos penitentes, dando por razón que como era enfermo "de los hígados e hipocondrios" no le convenían visio­nes, dolorosas, sino reconfortantes. Así a san Dimas no lo que­ría en la cruz, sino al natural. Es decir que el tipo venía a ser como un primo del Ratón que renunció al mundo).
Entró, pues, el novel solitario en el taller, y detúvose ante un busto hermoso de yeso, más grande que natura, hueco por deu­tro, que representaba un héroe, o un grande de la Corte; miróle de hito en hito, huroneó por dentro, admiró la testa tan perfec­tamente acabada y sentencib :
...-"¡Soberbia, monumental cabeza, pero sin pizca de sesos!"

El taller de mármol es el mundo, el busto personifica a tanto ignorante cargado de oro, a tanto ente blasonado, a tanto mandón cuasi analfabeto, todos ellos verdaderos mascarones de teatro. Podrán impresionar al vulgo incompetente, pero al en­tendido lo hacen sonreír".

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El gracioso y los pescaditos

"Mucho hay que se creen graciosos, pero como tienen escasa cantidad de sal en la sesera y poca nobleza en el corazón, no pasan de ser unos truhanes y groseros, incapaces de hacer reír sino con perjuicio, a veces grave, de terceras personas. Esos zoquetes confunden gracia con burla. El gracioso es genial y amable; el burlón es cretino y odioso. El gracioso. siembra alegría y buen humor; el burlón esparce rencillas y odios. Aquél quiere cosechar aplausos y simpatías; éste, tan sólo, desprecio. No siempre escapará a la sanción que merecen los villanos".

Me parece que como exordio basta. Ahora ¡al cuento!
Erase un gracioso, invitado a la mesa de un magnate. Sin saber cómo ni cómo no, se encontró colocado en una punta alejada del centro de abastecimientos donde sólo había un plato con pececillos no mayores que el dedo meñique. Los dorados, las truchas, los bonitos, las corvinas y aun los pejerreyes talluditos estaban aguas arriba, digo, en mitad de la larguísima mesa.
Después de comprobar que nadie se acordaba más de él que de la ballena de Jonás, y que todos embaulaban atún, corvina y trucha com el púño, aferra un manojo de pescaditos y comienza a hablarles al oído, (a la manera del mono de maese Pedro en la Venta del retablo cuádo la desventurada aventura del rebuzno que tantos palos y pedradas llovió sobre Don Quijote y Sancho Panza); acto seguido, el gracioso leva el "fascio" de pescaditos a sus propios oídos, y escucha atentamente, enarcando las cejas, frunciendo el ceño, ya sonriendo, ya aprobando con movimientos de cabeza...
El tejemaneje del convidado llama poderosamente la atención de su vecino de mesa que da con el codo al de su derecha, que chista al del frente, que le habla al oído a su compañero, que codea al veci-no, que avisa al que está frontero con el dueño de casa, que señala con el dedo el extraño personaje al infitrión, quien toma la palabra:
-"¿Qué está haciendo "signor" Canuto que, en vez de comer, manipulea la bucólica?"
El socarrón, que en ese instante escuchaba con atención grandísima un haz de pescaditos recién sacados del plato, vuélvese cortés y gravemente al dueño, respondiendo con toda formalidad:
-"Ruego a vuecencia me disculpe. Es el caso que, desde hace un año carezco de noticias de un amigo partido para el Amazonas, y preguntaba a estos habitantes del Atlántico si no tenían nuevas de él. Todos me responden, invariablemente, que cuando el buque en que viajaba mi amigo zarpó de Montevideo, no habían nacido aun, pero que algo de él han oído a sus abuelos, y añaden que haría bien en ponerme al habla con ellos. ¿No me daría vuecencia permiso para echar un parrafito con uno de esos pescadotes? (y señalaba los monstruos del centro de la mesa).
Una carcajada homérica del anfitrión y otros gargantúas que estaban alegres con el zumo de vid, fué la respuesta, completada y ratificada con el envío del fuentón que contenía un par de tiburones en salsa y con rajas de limón.
Estos escualos, que conocían palmo a palmo el océano, le refirieron mil naufragios, dándole todos los nombres de descubridores de mundos y buscadores de Eldorados y Fuentes de Juvencio que hubiesen surcado el Atlántico de cien años acá. La conversación duró dos horas, veinte minutos, diez segundos, seis quintos, exactamente, regada con vino carlón y controlada con cronómetro Pavia. Se teme que la dará a la imprenta un día de estos.

1.087.1 Daimiles (Ham) - 017