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miércoles, 18 de diciembre de 2013

La conversacion de eiros y charmion

Te traeré el fuego.

Eurípides. Andrómaca.

EIROS.- iPor qué me llamas Eiros?

CHARMION.- Desde ahora te llamarás así. Debes olvidar también mi nombre terreno y llamarme Charmion.

EIROS.- Pero esto no es un sueño.

CHARMION.- Los sueños ya no existen para nosotros. Me alegra verte natural y razonador. La niebla de las sombras ha desaparecido de delante de tus ojos. Ten valor y nada temas. Los días de letargo que se te asignaron ya han pasado, y mañana yo mismo te llevaré hacia los place­res y maravillas que te esperan en tu nueva existencia.

EIROS.- Es verdad, no me siento aletargado en absoluto. El extraño malestar y la terrible oscuridad me han abandonado y ya no oigo ese espantoso sonido semejante al de las voces del mar. Pero mis sentidos se encuentran turbados, Charmion, ante lo nuevo.

CHARMION.- Unos días bastarán para que todo eso desaparezca; te comprendo y me pongo en tu caso. Hace diez años tuve que sufrir lo mismo que tú sufres, pero, a pesar del tiempo pasado, el recuerdo per­manece aún conmigo. Mas ya has padecido todo el dolor que habías de padecer en Aidenn.[i]

EIROS.- En Aidenn?

CHARMION.- Eso es.

EIROS.- ¡Ten piedad de mí, Charmion! Me siento abrumado por la majestad de todo esto, de lo desconocido que ahora conozco, del dudo­so Futuro convertido en el augusto y seguro Presente.

CHARMION.- No pienses en tales cosas ahora. Mañana hablaremos sobre ellas. Tu mente está indecisa y su agitación encontrará remedio en el recuerdo de las cosas simples. No mires a tu alrededor ni hacia ade­lante, sino atrás. Estoy deseoso de conocer los detalles de ese hecho extraordinario que hizo que vinieses a nosotros. Cuéntame. Converse­mos sobre asuntos hogareños en el lenguaje familiar de ese mundo que ha desaparecido tan espantosa-mente.

EIROS.- Espantosamente! ¡Entonces, no es un sueño!

CHARMION.- Los sueños no existen más. ¿Lamentaron mucho mi muerte, Eiros?

EIROS.- Oh, sí, Charmion, te lloramos profundamente! Hasta la última hora en absoluto, una melancolía y tristeza intensas reinaban en tu casa.

CHARMION.- Habla, habla de esa "última hora en absoluto". Recuerda que, fuera del hecho mismo de la catástrofe, nada sé. Cuando, abandonando la Humanidad, pasé de la Tumba a la Noche, si bien recuerdo, la calamidad que tanto te ha afligido no había sido ni siquiera sospechada. A decir verdad, poco conocía yo de la filosofía contempla­tiva de mi época.

EIROS.- Este desastre mismo, como tú dices, no había sido antici­pado, pero los astrónomos habían estudiado la probabilidad de catástro­fes similares. No necesitaría decirte, amiga mía, que, aun cuando tú nos abandonaste, los hombres habían llegado a interpretar esos pasajes de diversas escrituras sagradas en los que se habla de la destrucción final de todas las cosas por medio del fuego procedente de la tierra misma. Pero los humanos se hallaban desconcertados desde que la astronomía des­cubrió que los cometas no ofrecían peligro de fuego y, por lo tanto, no se pudo calcular con mucha anterioridad cuándo se produciría la destruc­ción. Se había establecido la moderada densidad de los cometas; tam­bién se observó que pasaban por entre los satélites de Júpiter sin causar alteración notable en las masas o en las órbitas de esos planetas secun­darios. Considerábamos esos cuerpos como creaciones tenues de vapor incapaces de hacer daño alguno a nuestro sólido mundo, aun en el caso de que se produjera un contacto. No se temía éste, por lo demás, porque se conocían los elementos de los cometas. Hasta llegó a tratarse de ridí­cula e infundada la idea de que se creyese probable la destrucción por el fuego. Pero, últimamente, las concepciones extrañas fueron corrientes en la Tierra y, a pesar de que ese temor reinaba entre algunos pocos igno­rantes, el anuncio que hicieron los astrónomos sobre la proximidad de un cometa fue recibido con cierto desasosiego y desconfianza.
Se analizaron los elementos de ese cuerpo extraño y todos los obser­vadores aseguraron que el perihelio llegaría a estar cerca de la Tierra. Dos o tres astrónomos de no mucha fama declararon que el contacto era inevitable; no puedo describirte el efficto de dicha declaración sobre la gente. Durante algunos días no creyeron los hombres en una afirmación que su inteligencia, empleada por tanto tiempo en asuntos puramente mundanos, no podía concebir en forma alguna. Pero la verdad de un hecho tan vital e importante pronto llega al entendimiento de todos, aun al de los más impasibles. Por fin la gente vio que la astronomía no mentía y esperó el cometa. Su acercamiento, al principio, no pareció rápido ni siquiera tenía un aspecto poco común; era de color rojo oscu­ro y apenas tenía una pequeñí-sima cola. Durante siete u ocho días no notamos un aumento material en su diámetro, pero sí una alteración parcial de color. Mientras tanto, se olvidaron los asuntos ordinarios y todo el interés se concentró en discusiones sobre la naturaleza del come­ta. Hasta los más ignorantes se dedicaban a hablar sobre ese tema. Los sabios no ponían su inteligencia, su alma, al servicio del apaciguamien­to del temor o al de la defensa de la teoría preferida. Anhelaban y bus­caban lo real; deseaban ansiosamente una sabiduría perfeccio-nada. La Verdad surgió en toda su fuerza y majestad, y los sabios se inclinaron ante ella y la adoraron. '
Poco a poco perdía adeptos entre los sabios la opinión de que el temido contacto causaría un daño material a la Tierra o a sus habitan­tes, y eran sabios los que gobernaban la razón y la imaginación de las gentes. Se demostró que la densidad del núcleo del cometa era menor que la del gas más liviano de la Tierra; se insistió sobre el paso de un visi­tante similar por entre los satélites de Júpiter que no había producido ningún disturbio; esto sirvió para aquietar los temores. Los teólogos, con un fervor nacido del miedo, consideraban las profecías bíblicas y las explicaban a la gente con una simplicidad y rectitud desconocidas hasta entonces. Existía por todas partes la convicción de que la destrucción de la Tierra sería causada por el fuego, aprensión que era en gran parte dese­chada por el conocimiento de que los planetas no son de fuego. Es de hacer notar que los prejuicios populares con respecto a las pestes y gue­rras, prejuicios que reinaban cada vez que aparecía un cometa, no se manifestaron esta vez, como si en un gran esfuerzo la razón hubiese expulsado la superstición de su trono. La inteligencia más débil había tomado fuerza del excesivo interés.
Los daños menores que podían surgir del contacto eran temas de muchas discusiones. Los sabios hablaban de pequeños disturbios geoló­gicos, de alteraciones en el clima y, lógicamente, en la vegetación, de influencias magnéticas y eléctricas. Muchos sostenían que no se produ­ciría ningún efecto visible o perceptible. Mientras las discusiones conti­nuaban, el cometa se iba acercando, con un diámetro cada vez mayor y color más brillante. La humanidad empalidecía a medida que se acerca­ba, todas las actividades se suspendieron.
Hubo un momento en que el cometa alcanzó un tamaño mayor que el de cualquier otro; los hombres, descartando toda ilusión de que los astrónomos estuviesen en lo cierto, experimentaron la certeza del mal. Desapareció el aspecto quimérico de su terror. Los corazones de los miembros más valerosos de nuestra raza latían violentamente en sus pechos. Unos pocos días bastaron para combinar esos sentimientos con otros más insufribles. No podíamos considerar el extraño cuerpo tal cual habíamos considerado otros similares en ocasiones anteriores porque era distinto. Habían desaparecido sus atributos "históricos", sentíamos que cierta emoción nueva nos oprimía. Ya no lo veíamos como un fenóme­no astronómico en el cielo, sino como una pesadilla en nuestro corazón y una sombra en nuestro cerebro. Había llegado a convertirse, con rapi­dez extraordinaria, en un gigantesco manto de llamas que se extendía sobre el horizonte.
Pasó un día así y los hombres respiraron con más tranquilidad. Era evidente que estábamos bajo la influencia del cometa y, sin embargo, vivíamos. Hasta llegamos a sentir una extraña elasticidad en nuestro cuerpo y gran vivacidad en la mente. La gran sutileza del objeto de nues­tros temores era bien notable, pues todos los cuerpos celestes se podían ver a su través. Mientras tanto la vegetación había cambiado, y volvimos a confiar, por esta circunstancia, en la profecía de los sabios. Cada plan­ta se cubrió de un follaje denso, de color verde vivo, como nunca habí­amos visto antes.
Pasó otro día y el desastre no nos había alcanzado aún. Era eviden­te que el núcleo sería lo que primero nos había de alcanzar. Todos los hombres sufrieron grandes cambios y el primer sentido de dolor fue la señal para que comenzaran los lamentos y los terrores. Consistía ese dolor en cierta horrible opresión del pecho y de los pulmones, y en una insufrible sequedad de la piel. No podía negarse que la atmósfera se encontraba radicalmente alterada; los temas de discusión pasaron a ser, pues, la composición de esa atmósfera y las posibles modificaciones a que estaba sujeta. Los resultados de la investigación causaron intenso terror en el corazón humano.
Se sabía que el aire que nos rodeaba era un compuesto de oxígeno y nitrógeno, en la proporción de veintiuna partes de oxígeno por setenta y nueve de nitrógeno. El oxígeno, principio de la combustión y medio del calor, era imprescindible para la vida animal y, a la vez, el agente más poderoso y enérgico de la naturaleza. El nitrógeno, por el contrario, no bastaba para sustentar la vida animal o la llama. Es incuestionable que un exceso anormal de oxígeno provocaría en grado proporcional la exal­tación de la energía, como ya se vio anteriormente. Fue la suposición de lo que ocurriría en caso de una desaparición total del nitrógeno lo que nos llenó de temor. Lógicamente el resultado sería una combustión inmediata, terrible y completa de la tierra; es decir, se cumplirían en todos sus detalles las espantosas profecías del Libro Sagrado.
¿Para qué describir, Charmion, el extravío de la humanidad? La misma sutileza del cometa que antes nos había llenado de confianza era la causa de nuestra desesperación; veíamos en ella la consumación del Destino. Pasó otro día llevándose con él la última sombra de la Espe­ranza. Nos costaba respirar en esa atmósfera rarificada, la sangre latía a golpes en los vasos. Un delirio poseía a todos los hombres, que con los brazos rígidos, extendidos hacia el cielo, temblaban y emitían gritos de­sesperados. Pero el núcleo destructor estaba ya sobre nosotros; aun ahora, en Aidenn, me estremezco al recordarlo. Permíteme que sea breve, tan breve como el desastre abrumador. Por un momento se vio sólo una luz vivísima que alumbraba todos los objetos. Entonces -incli­némonos, Charmion, ante la majestad divina, entonces se oyó un grito potente, como si proviniese de su garganta. Y la masa de éter en la que existíamos se convirtió en una intensa llama de un brillo y calor tales que ni los ángeles del cielo podrían describirlos con palabras. Así acabó todo.

1.011. Poe (Edgar Allan)





[i] Aidenn, del árabe Adn, `Paraíso'.

La cita

¡Espérame allí! No dejaré de encontrarme contigo en ese profundo valle.

Henry King, obispo de Chichester,
Funerales en la muerte de su esposa.

¡Hombre desgraciado y misterioso, atormentado por tu propia imagina­ción y caído entre las llamas de tu juventud! Veo tu imagen. Otra vez se levanta tu figura ante mí, pero no tal cual eres, sino tal cual debías ser, malgastando una vida de magnífica meditación en esa ciudad de esfu­madas visiones, tu Venecia, Elíseo del mar, amada de las estrellas, cuyos majestuosos palacios miran por sus ventanas amplias, con expresión pro­funda y amarga, los secretos de sus aguas silenciosas. ¡Sí, repito que te imagino como debías de ser! Hay, sin duda, otros mundos que no son éste, otras opiniones además de las de la multitud, otras teorías diferen­tes a las que sostienen los sofistas. Entonces, ¿quién analizará tu con­ducta? ¿Quién condenará tus momentos visionarios, quién se atreverá a considerar esas ocupaciones como un derroche de la vida si no eran más que los desbordamientos de tus incesantes energías?
Fue en Venecia, bajo ese arco cubierto que llaman el Ponte di Sospiri, donde vi por tercera o cuarta vez a la persona de quien hablo. Vuelven a mi mente confusas las imágenes de las circunstancias que rodeaban aquel encuentro. Sin embargo, recuerdo. ¡Ay, era imposible que las olvidara! ¡La profunda medianoche, el Puente de los Suspiros, la belleza de la mujer, el genio del romance que recorría el estrecho canal!
Era una noche muy oscura. El gran reloj de la Piazza acababa de dar la quinta hora de la noche. La plaza del Campanile descansaba silencio­sa y abandonada, y las luces del viejo Palacio Ducal se extinguían rápi­damente. Yo volvía a mi casa desde la Piazzetta por el Gran Canal, pero al llegar mi góndola frente a la desembocadura del canal de San Marcos, se oyó en la noche profunda una voz femenina que gritó histéricamente y que procedía de alguna parte de dicho canal. Alarmado por el grito, me puse de pie, y el gondolero, dejando escapar su único remo, lo per­dió en la oscuridad sin esperanza de recuperarlo; por lo tanto, quedamos completamente a merced de la corriente, que en esta parte se dirige del Gran Canal hacia el más pequeño. Nos deslizábamos con lentitud hacia el Puente de los Suspiros, como un enorme cóndor de oscuro plumaje, cuando, de pronto, mil refulgentes candelabros de las ventanas y escale­ras del Palacio Ducal convirtieron aquellas densas tinieblas en prematu­ro y pálido día.
Un niño, deslizándose de los brazos de su propia madre, había caído desde una de las ventanas superiores del elevado edificio al oscuro canal. Las tranquilas aguas se habían cerrado plácidamente sobre su víctima y, a pesar de que mi góndola era la única a la vista, varios nadadores valientes ya recorrían el canal buscando en vano sobre la superficie el tesoro que, ¡ay!, sólo podría ser encontrado en las profundidades. Sobre las anchas losas de mármol negro que había a la entrada del palacio y a unos pocos escalones sobre el agua, se veía una figura que no podrá ser olvidada por nadie que la haya contemplado. Era la marquesa Afrodita, adorada por toda Venecia, la más alegre de las alegres, la más hermosa de las hermosas, pero, a pesar de todo esto, esposa del viejo e intrigante Mentoni y madre del hermoso niño, el único suyo, que bajo las lóbregas aguas pensaba con amargura en sus caricias suaves mientras agotaba su vida en sus esfuerzos por pronunciar el nombre amado.
Afrodita estaba sola. Sus pequeños pies desnudos brillaban como la plata sobre el espejo de negro mármol. Sus cabellos, que aún conserva­ban algo del peinado hecho para el baile, envolvían, entre una lluvia de diamantes, su cabeza clásica en rizos semejantes a los del jacinto. Un manto inmaculado y tenue parecía ser lo único que cubría sus delicadas formas, mas, como la noche era calurosa y tranquila y aquella figura estatuaria estaba inmóvil, los pliegues de su vaporoso vestido caían como si estuviesen esculpidos en mármol. Y, ¡cosa extraña!, sus grandes ojos brillantes no se dirigían hacia la tumba donde yacía su más hermo­sa esperanza, sino que estaban fijos en otro lugar opuesto. Creo que la prisión de la antigua República es el edificio más imponente de toda Venecia, pero ¿cómo podía aquella dama fijar en él su mirada cuando allí abajo se ahogaba su único hijo? Ese oscuro y tenebroso nicho se halla frente mismo a la ventana de su habitación; ¿qué había, pues, en las sombras, en la arquitectura, en las cornisas esculpidas con hojas de parra, que la Marquesa de Mentoni no hubiese podido admirar mil veces antes? Pero, en ocasiones como ésta, los ojos, al igual que espejos hechos añicos, multiplican las imágenes de tristeza y ven en remotos lugares el pesar que tienen ante sí.
Unos escalones más arriba de la Marquesa, bajo el arco de la entra­da, se veía al sátiro Marqués de Mentoni vestido con traje de gala. Esta­ba ocupado en rasguear las cuerdas de una guitarra y parecía sumamente fastidiado cuando, de tarde en tarde, daba instrucciones para recupe­rar a su hijo. Estupefacto y aterrorizado, no podía moverme de la posi­ción que había tomado cuando oí el grito por vez primera, y debí presentar a los ojos de la agitada concurrencia un aspecto espectral y siniestro al pasar con rostro pálido y miembros rígidos en aquella fúne­bre góndola.
Todos los esfuerzos fueron vanos. Muchos de los más entusiastas en la búsqueda la abandonaban y se entregaban a la fatalidad. Parecía que ya no quedaban esperanzas de rescatar al niño, cuando del interior de aquel oscuro nicho ya mencionado que formaba parte de la vieja cárcel republicana, frente a la ventana de la Marquesa, surgió a la luz una figu­ra envuelta en una capa y, luego de detenerse un momento, se arrojó de cabeza al canal. Instantes después estaba de pie sobre las losas de már­mol, junto a la Marquesa, con el niño, que aún vivía y respiraba, en sus brazos. Su capa, pesada a causa del agua que la empapaba, se despren­dió y cayó a sus pies, descubriendo así ante los asombrados espectadores la figura de un hombre muy joven, cuyo nombre era famoso en la mayor parte de Europa.
Ni una palabra pronunció el salvador, y la Marquesa recibiría a su hijo, lo oprimiría contra su corazón, lo consolaría con sus caricias. Pero, ¡ay!, otros brazos lo separan del extraño, otros brazos lo llevan hacia el interior del palacio. Los hermosos labios de la Marquesa tiemblan, y sus ojos se inundan de lágrimas, esos ojos que, como el acanto de Plinio, eran "suaves y casi líquidos". ¡Sí, las lágrimas se asoman a sus ojos, toda la mujer se trans-forma en alma y la estatua vuelve a la vida! Un carne­sí que no puede dominar cubre su rostro de mármol, su pecho palpitan­te, la pureza de sus níveos pies. Y un ligero estremecimiento pasa por su figura delicada, como el aire leve que acaricia los lirios en Nápoles.
¿Por qué había de sonrojarse? No hay respuesta a esta pregunta, a no ser que la satisfagamos diciendo que, al abandonar su habitación con la urgencia y el terror que la ocasión demandaba de una madre, olvidó ponerse las chinelas y cubrir sus hombros de alabastro con el acostum­brado manto. ¿Qué otra razón puede haber para sus sonrojos, para la mirada de sus extraños ojos suplicantes, para la inusitada agitación de su pecho, para la convulsiva presión de su mano, esa mano que, al volver Mentoni al palacio, cayó accidentalmente sobre la del extraño? ¿Cómo explicar el tono apagado con que pronunció esas incomprensibles pala­bras al despedirse de él apresu-radamente? "Has vencido", dijo, a menos que me engañasen los murmullos del agua. "Has vencido. Nos encon­traremos una hora después del amanecer. Así queda convenido."

Ya se había calmado la agitación; se extinguieron las luces del pala­cio, y el extraño, a quien yo ahora reconocía, quedó de pie sobre las losas. Lo dominaba una viva inquietud y miró alrededor en busca de una góndola. Yo no pude hacer menos que ofrecerle la mía y él aceptó mis servicios. Una vez que conseguimos un remo en la entrada del palacio, nos dirigimos hacia su residencia; pronto recobró el dominio de sí mismo y habló de la escasa relación que nos unía en términos aparentemente muy cordiales.
Hay temas en cuya consideración me deleita ser minucioso. La per­sonalidad del extraño -lo llamaré así, pues para todos lo era- es uno de esos temas. Parecía de menor altura que la normal, aunque había momentos en que la pasión intensa aumentaba su físico, y en tales casos mi afirmación sería errónea. Su figura liviana y esbelta daba más idea de la pronta actividad que evidenció en el Puente de los Suspiros que de la fuerza hercúlea manifestada sin mayor esfuerzo en otras ocasiones de peligrosa emergencia. Tenía la boca y el mentón de un dios, unos extra­ños ojos cuyo color variaba del más puro castaño al azabache intenso y brillante, y una profusión de cabello negro y rizado que contrastaba con su frente espaciosa y marfilina; no he visto facciones más clásicamente perfectas que las suyas, a excepción, quizá, de las de la efigie del empe­rador Cómodo. Sin embargo, su rostro era de esos que todas las perso­nas ven en algún momento de su vida y que luego nunca vuelven a ver. Carecía de una expresión peculiar predominante para que quedara fijo en la memoria; era de esos semblantes que se olvidan inmediatamente después de ser vistos, pero que al olvidarse dejan tras sí un incesante y vago deseo de recordarlos. No se debía esto a que el espíritu de la pasión dejase de reflejar su imagen en el espejo de aquel rostro, sino que el espe­jo no conservaba ni vestigio de esa pasión una vez que ésta moría.
Al dejarlo después de la aventura, me pidió, en una forma que supu­se apremiante, que lo visitase a la mañana siguiente muy temprano. Poco después del amanecer me encontraba yo en su palacio, edificio impo­nente, similar a esas construcciones ostentosas aunque tétricas que se yerguen sobre las aguas del Gran Canal en las cercanías del Rialto. Subí por una amplia escalera de mosaicos hasta su departamento, cuyo inigualable esplendor surgía a través de la puerta abierta y me encegue­cía con su brillo y lujo.
Sabía que mi conocido era rico. Había oído hablar de sus posesiones en términos que consideré ridículamente exagerados. Pero al mirar a mi alrededor me costaba creer que la riqueza de un súbdito europeo basta­se para proporcionar esa magnificencia principesca.
A pesar de que, como he dicho, el sol ya se había levantado, la habi­tación estaba brillante-mente iluminada. Juzgué por esta circunstancia, así como por la expresión cansada del rostro de mi amigo, que éste no se había acostado durante la noche. La arquitectura y la decoración de aquel cuarto demostra-ban que el propósito evidente era el de deslum­brar y confundir. No se había prestado mayor atención a la concordan­cia de los adornos; la vista pasaba de objeto a objeto y no descansaba en ninguno, ni en los grotesques de los pintores griegos ni en las esculturas de la época de oro italiana ni en las enormes tallas del arte egipcio. Ricos cortinados se movían en todos los rincones a la vibración de una músi­ca suave, melancólica, cuyo origen era imposible descubrir. Los sentidos eran oprimidos por mil perfumes encontra-dos que se desprendían de extraños incensarios junto con violentas llamas de color verde. Los rayos del sol naciente penetraban por las ventanas, formadas de un solo vidrio rojo. Reflejándose hacia una y otra parte, desde las cortinas que caían de las cornisas como cataratas de plata derretida, los rayos de luz natural se mezclaban al fin, caprichosamente, con la luz artificial, en tonos más suaves, sobre una rica alfombra dorada.
-¡Ja, ja, ja! -exclamó riendo el propietario, indicándome un asiento al entrar yo en la habitación y acostándose por completo en una otomana.
-Bien veo que está usted sorprendido por mi departamento -dijo más tarde, notando que no podía avenirme inmediatamente a bienvenida tan singular-. Veo que se asombra ante mis estatuas, mis cuadros, ante la originalidad de mi concepción arquitectónica. Completamente borra­cho, ¿eh? ¡Sí, a causa de la magnificencia! Pero, perdóneme, muy señor mío -al decir esto su voz se hizo más cordial-; perdone mi inhospita­laria carcajada. ¡Usted parecía tan extremadamente sorprendido! Ade­más existen cosas tan ridículas que uno debe reír o morir. Morir riendo debe de ser la más gloriosa de las muertes. Sir Thomas More -¡gran hombre sir Thomas More!- murió riendo, como usted sabrá[i]. También Ravisius Textor[ii] en sus Absurdos crea varios personajes que tienen el mismo magnífico fin. ¿Sabía usted que en Esparta, ahora llamada Palaeo­chori, al oeste de la ciudadela, entre el caos de ruinas apenas visibles, hay una especie de zócalo sobre el cual aún se leen las letras A A Σ M. Son, sin duda, parte de la palabra ‘’EAAΣMA. Pues bien, en Esparta se erigían mil templos y altares a otras tantas deidades. ¡Cuán extraño es que el altar de la Risa haya sobrevivido a todos los demás! Pero en el pre­sente caso -continuó, cambiando de tono, de voz y de actitud- no tenía ningún derecho a reírme a expensas suyas. Tenía usted razón al asombrarse. No hay nadie en Europa que pueda realizar nada como esto, mi pequeño gabinete real. Los demás departamentos no llegan a igua­larse a éste, pues no son más que una exageración de la insípida moda. Esto es mucho mejor que lo que está en boga, ¿no es cierto? Aunque estoy seguro de que si se viera esta habitación bastaría para que se impu­siera como moda; es decir, sólo entre aquellos que pueden gastar su patri­monio entero. Con una excepción, es usted el único ser humano que, además de mí y mi valet, ha sido admitido dentro de este misterioso recinto, desde que fue decorado tal cual usted lo ve.
Yo asentí con la cabeza, pues el efecto abrumador de aquel esplen­dor, de la música y del perfume, sumados a la inesperada excentricidad en la actitud del dueño, me impidieron expresar con palabras lo que a mi juicio hubiera sido un cumplido.
Mi amigo se levantó y, tomándome del brazo, me llevó a recorrer el departamento.
-Aquí hay pinturas desde los griegos hasta Cimabue -continuó diciendo- y de Cimabue hasta nuestros días. Como usted ve, muchas han sido elegidas sin preocuparse de las opiniones de los entendidos. Son todas, sin embargo, tapiz apropiado para una habitación de esta clase. Asimismo hay aquí algunas obras maestras de los grandes desconocidos, así como también esbozos sin terminar de hombres que, famosos en vida, fueron luego olvidados por la perspicacia de los académicos, quienes dejaron sus nombres en el silencio; sólo yo los conozco. ¿Qué piensa usted -dijo, volviéndose de pronto- de esta Madonna della Pietà?
-¡Es la de Guido! -exclamé con todo entusiasmo, pues había estado contemplando su maravillosa hermosura. ¡Es la de Guido, la verdadera! ¿Cómo pudo conseguirla? Es en la pintura, sin duda, lo que Venus es en la escultura.
-¡Ja, ja, ja! -dijo él meditabundo. ¿La Venus, la hermosa Venus de los Medici? ¿La de la cabeza diminuta y los cabellos dorados? Parte de su brazo izquierdo -y al pronunciar estas palabras bajó la voz de tal modo que sólo se le podía oír con dificultad-, parte del izquierdo y todo el derecho han sido restaurados, y en la coquetería de ese brazo derecho se encuentra, en mi opinión, la quinta esencia de la afectación. A mí denme a Cánova. También el Apolo es una copia, no hay duda al res­pecto. ¡Ciego y tonto de mí, que no soy capaz ni de mirar la tan elogia­da inspiración del Apolo! ¡Compadecedme, no puedo sino preferir el Antínoo! ¿No fue Sócrates quien dijo que el escultor había encontrado a la estatua en el bloque de mármol? Entonces Miguel Angel no fue nada original al declarar en un dístico que:

Non ha l'ottimo artista alcun concetto
che un marmo solo in se non circonscriva.

Se ha dicho que notamos siempre la diferencia que existe entre el comportamiento del verdadero caballero y el de la persona ordinaria, sin que podamos determinar con precisión en qué estriba dicha diferencia. Yo había considerado que esto era aplicable al aspecto exterior de mi conocido, pero ahora comprendía que se aplicaba con más certeza aun a su naturaleza moral y a su carácter. No puedo definir la particularidad de su espíritu, que parecía apartarlo esencialmente del resto de los seres humanos, sino denominándola una "costumbre" de intensa y continua meditación que llenaba sus actos más triviales, sus momentos más ale­gres, como víboras que se enroscan en los ojos de las máscaras sonrien­tes de los templos de Persépolis.
No dejé de observar, en medio del tono mezcla de ligereza y solem­nidad con que trataba asuntos de poca importancia, un cierto temblor, una pizca de nervioso fervor en su actitud y en su lenguaje, una inquie­ta excitabilidad que me pareció infundada y que a ratos llegó a alarmar­me. Con frecuencia, haciendo una pausa en medio de una frase, cuyo principio parecía haber olvidado, quedaba escuchando con la más pro­funda atención, como si esperase alguna visita, o como si oyese sonidos que sólo debían existir en su imaginación.
Fue durante una de estas pausas de aparente abstracción cuando, al volver una página de la hermosa tragedia Orfeo -la primera tragedia italiana, escrita por el sabio poeta Policiano, cuyo texto estaba cerca de mí, sobre una otomana, descubrí un pasaje subrayado con lápiz. Era un trozo del final del tercer acto, lleno de emoción, trozo que, a pesar de su marcada impureza, no puede leer un hombre sin sentir una nueva excitación ni una mujer sin exhalar un suspiro. La página estaba com­pletamente manchada por lágrimas recientes, y sobre una hoja interca­lada había escritas las siguientes líneas en inglés, en caracteres tan distintos de los de mi conocido que tuve gran dificultad en reconocerlos como suyos:

Eras todo para mí, amor.
Por ti clamaba mi alma.
Eras una isla en el mar, una fuente,
un altar decorado con los frutos
y las flores que yo había ofrecido.

¡Sueño demasiado hermoso para ser duradero!
¡Esperanza luminosa que surgió sólo para apagarse en seguida!
Una voz desde el Futuro grita: ¡adelante, adelante!
Pero mi espíritu permanece mudo, inmóvil,
estupefacto, en el océano del Pasado.

¡Ay! ¡La luz de la vida ya se ha apagado para mí!
"¡Nunca más, nunca más!"-tal dice el mar solemne
cuando arroja sus olas sobre la playa­-
florecerá el árbol herido por el rayo
ni ha de volar el águila abatida.

Ahora paso los días y las noches meditando,
pensando dónde te encuentras, en qué lugar de Italia
brillan tus ojos y danzan tus pies.

¡Maldita sea la hora en que te llevaron de mi lado
y te alejaron de nuestros ensueños,
para llevarte más allá, donde llora el sauce plateado,
y entregarte a la vejez con título de nobleza y al crimen!

No me extrañó que estas líneas estuvieran escritas en inglés, idioma que no supuse que dominara mi amigo. Conocía muy bien el vasto alcance de sus conocimientos y el singular placer que tenía en ocultar­los a los demás, para que me sorprendiese ese descubrimiento, pero el lugar donde estaba fechada la poesía me produjo gran asombro. Había sido escrita en Londres, palabra esta que luego habían borrado, aunque no lo bastante bien como para ocultarla a una vista aguda. Como he dicho, esto me causó no poca sorpresa, pues recordaba que, en una con­versación sostenida anteriormente con mi amigo, le pregunté con espe­cial interés si había encontrado a la Marquesa de Mentoni alguna vez en Londres -ciudad en donde ésta residió durante algunos años anteriores a su casamiento- y él respondió, si no me equivoco, que nunca había visitado la capital de Gran Bretaña. Quizá deba mencionar además el hecho de que varias veces había oído decir, aunque sin dar yo mayor cré­dito a dicha noticia, que la persona de quien hablo era inglesa no solo por su nacimiento, sino también por su educación.

-Hay un cuadro -dijo, sin darse cuenta de que yo había descu­bierto su tragedia- que usted aún no ha visto.
Y descorriendo una cortina, expuso ante mi vista un retrato de cuer­po entero de la marquesa Afrodita.
El arte humano no podría haberse superado en el delineamiento de su sobrehumana belleza. La misma figura etérea que había estado de pie ante mí la noche anterior, en las losas del Palacio Ducal, se hallaba una vez más a mi vista. Pero en la expresión de su rostro, radiante de sonri­sas, acechaba esa incierta melancolía que nunca se separa de la hermo­sura perfecta. Tenía el brazo derecho doblado sobre el pecho, y con la mano izquierda señalaba hacia abajo, a un jarrón de extraño diseño. Sólo se veía un pie pequeño y ligero que apenas rozaba la tierra y, casi invisibles, un par de delicadísimas alas hacían marco a su belleza. Mis ojos viajaron del cuadro a mi amigo, al mismo tiempo que murmuraba instintivamente las palabras de Bussy D'Ambois, de Chapman[iii]:

¡Allí está,
semejante a una estatua romana!
¡Así estará hasta que la muerte lo transforme en mármol!

-¡Acérquese! -me dijo por fin, dirigiéndose a una mesa de plata maciza esmaltada sobre la cual había algunas copas de fantástico diseño y dos grandes jarrones etruscos del mismo modelo que el del cuadro, lle­nos de lo que supuse era vino de Johannisberger.
-¡Venga a beber! -agregó de pronto. Aunque es temprano, bebamos. Es en realidad muy temprano -continuó diciendo medita­bundo, al mismo tiempo que la imagen de un ángel hacía sonar con un pesado martillo de oro la primera hora después del amanecer en todo el recinto. En verdad, es muy temprano, pero, ¿qué importa? Hagamos una ofrenda a ese sol solemne que con tanto empeño tratan de extinguir estas lámparas e incensarios.
Y una vez que me hizo brindar, bebió en rápida sucesión varios vasos de vino.
-Soñar ha sido la ocupación de mi vida -continuó diciendo en tono variable, al mismo tiempo que elevaba uno de los magníficos jarros a la luz de un incensario-. Por eso hice construir una morada para mis sueños. ¿Pude haberlo hecho mejor que en el corazón de Venecia? Es cierto que usted ve a su alrededor una mezcla de ornatos arquitectóni­cos. La castidad de Jonia se ofende ante la presencia de adornos antedi­luvianos y las esfinges de Egipto se extienden sobre alfombras de oro. Pero el efecto es incongruente sólo para el tímido. La convención de lugar y especialmente la de tiempo son los espantajos que alejan a la humanidad de la contemplación de lo magnífico. Una vez fui decorador, pero esa quinta esencia de la tontería ha saciado mi alma. Todo esto está más de acuerdo con mi propósito. Como esos incensa-rios arabescos, mi espíritu se consume por el fuego, y el delirio de esta escena me prepara para las visiones más fantásticas que hallaré en la tierra de los sueños reales hacia la cual me dirijo velozmente.
Al decir esto hizo una pausa repentina, inclinó la cabeza sobre el pecho y pareció escuchar atentamente un ruido que yo no oía. Por fin, irguiéndose, miró hacia arriba y pronunció las líneas del obispo de Chi­chester:

¡Espérame allí!
No dejaré de encontrarme contigo
en ese profundo valle.

Y en seguida, confesando que ya sentía la influencia del vino, se extendió cuan largo era sobre la otomana.
En ese momento se oyeron pasos en la escalera e inmediatamente un golpe sobre la puerta. Me apresuré para evitar un segundo llamado, cuando un paje de la casa de Mentoni entró de golpe en la pieza y excla­mó con voz entrecortada por la emoción:
-¡Mi ama, mi ama, envenenada! ¡Oh, hermosa Afrodita!
Confuso, me dirigí a la otomana y traté de despertar a mi amigo. Pero sus miembros se hallaban rígidos, sus labios pálidos y los ojos, que momentos antes habían brillado llenos de vida, estaban poseídos por la muerte. Yo retrocedí tambaleante hacia la mesa, mi mano tocó un vaso negro y roto, y mi alma se iluminó de pronto con la terrible verdad.

1.011. Poe (Edgar Allan)


[i] Sir Thomas More, célebre político y escritor inglés (1478-1535). (N. del T)
[ii] Sabio orientalista francés (1822-1902) (N. del T)
[iii] Poeta inglés (1559-1634). (N. del T.)

La carta robada

Nil sapientix odiosius acumine nimio.
Séneca.

Al anochecer de un día del otoño de 18... me hallaba en París gozando del doble placer de la meditación y del tabaco contenido en una pipa de espuma de mar, en compañía de mi amigo C. Augusto Dupin, en un pequeño cuarto detrás de su biblioteca, calle Dunót, arrabal St. Germain, en el tercer piso, número 33. Durante una hora por lo menos habíamos guardado un profundo silencio; a cualquier casual observador le habría­mos parecido intencional y exclusivamente ocupados con los remolinos de humo que viciaban la atmósfera del cuarto. Yo, sin embargo, estaba discutiendo mentalmente ciertos tópicos que habían dado asunto para conversación entre nosotros hacía algunas horas solamente; quiero hablar del asunto de la calle Morgue y el misterio respecto al asesino de Marie Rogêt. Los consideraba como siendo, en algún modo, coinciden­tes, cuando la puerta de nuestra habitación se abrió para dar paso a nues­tro antiguo conocido, monsieur G., el prefecto de la policía parisiense.
Le dimos una sincera bienvenida porque había en aquel hombre casi tanto de entretenido como de despreciable y hacía varios años que no lo veíamos. Estábamos a oscuras cuando llegó y Dupin se levantó con el propósito de encender una lámpara, pero volvió a sentarse sin haberlo hecho, porque G. dijo que había ido a consultarnos o más bien a pedir el parecer de un amigo acerca de un asunto oficial que había ocasionado una extraordinaria agitación.
-Si se trata de algo que requiere reflexión -observó Dupin, abste­niéndose de dar fuego a la mecha, lo examinaremos mejor en la oscu­ridad.
-Esa es otra de sus singulares nociones -dijo el Prefecto, que tenía la costumbre de llamar singular todo lo que estaba fuera de su compren­sión, y vivía, por consiguiente, entre una absoluta legión de singularidades.
-Es muy cierto -respondió Dupin, alcanzando a su visitante una pipa de fumar y haciendo rodar hacia él un confortable sillón.
-iY cuál es la dificultad ahora? -pregunté. Espero que no se relacione ya con asesinatos.
-¡Oh, no, nada de esa naturaleza! El asunto es muy simple, en ver­dad, y no tengo duda de que podremos manejarlo suficientemente bien nosotros mismos, pero he pensado que a Dupin le gustaría oír los deta­lles del hecho, porque es ¡tan excesivamente singular.
-Simple y singular -dijo Dupin.
-Y bien, sí, y no exactamente una, sino ambas cosas a la vez. Suce­de que hemos sido desconcertados porque el asunto es tan simple y, sin embargo, nos confunde a todos.
-Quizás sea precisamente la simplicidad lo que desconcierta a usted -dijo mi amigo.
-¿Qué desatino dice usted? -replicó el Prefecto, riendo de todo corazón.
-Quizás el misterio es demasiado sencillo -dijo Dupin.
-¡Oh! ¡Por el ánima de...! ¿Quién ha oído jamás una idea seme­jante?
-Demasiado evidente por sí mismo.
-¡Ja ja ja!... ¡Ja ja ja! -exclamó nuestro visitante, profundamente divertido-. ¡Oh, Dupin, usted me va a hacer reventar de risa!
-iY cuál es, por fin, el asunto de que se trata? -pregunté.
-Se lo diré -replicó el Prefecto, profiriendo un largo, fuerte y reposado resoplido, y acomodándose en su sillón. Se lo diré en pocas palabras, pero antes de comenzar le advertiré que éste es un asunto que demanda la mayor reserva y que perdería sin remedio mi puesto si se supiera que lo he confiado a alguien.
-Continúe usted -dije.
-O no continúe -dijo Dupin.
-De acuerdo; he recibido personal informe, de un altísimo perso­naje, de que un documento de la mayor importancia ha sido robado de las habitaciones reales. El individuo que lo robó es conocido; sobre este punto no hay la mínima duda: fue visto en el acto de llevárselo. Se sabe también que permanece todavía en su poder.
-¿Cómo se sabe esto? -preguntó Dupin.
-Se ha deducido perfectamente -replicó el Prefecto -de la natu­raleza del documento y de la no aparición de ciertos resultados que nacerían de repente, por el solo hecho de no hallarse ya en poder del ladrón; es decir, a causa del empleo que debe intentar hacer de él, en el caso de emplearlo.
-Sea usted un poco más explícito -dije.
-Bien, puedo aventurar hasta decir que el papel en cuestión da a su poseedor un cierto poder en una cierta parte donde tal poder es inmensa-mente valioso.
El Prefecto era amigo de la mojigatería de la diplomacia.
-Todavía no comprendo bien -dijo Dupin.
-¿No? Bueno, el descubrimiento del papel a una tercera persona, que es imposible nombrar, pondrá en tela de juicio el honor de un per­sonaje de la más elevada posición, y este hecho da al poseedor del docu­mento un ascendiente sobre el ilustre personaje cuyo honor y tranquilidad son así comprometidos.
-Pero este ascendiente -repuse- dependería del conocimiento que tiene el ladrón de que es conocido del dueño del papel. ¿Quién se ha atrevido...?
-El ladrón -dijo G.- es el ministro D., quien se atreve a todo, uno de esos hombres tan inconvenientes como convenientes. El méto­do del robo no fue menos ingenioso que arriesgado. El documento en cuestión, una carta, para ser franco, había sido recibida por el personaje robado, en circunstancias en que estaba solo en el tocador real. Mien­tras que la leía, fue repentinamente interrumpido por la entrada de otro elevado personaje a quien deseaba especialmente ocultarla. Después de una apresurada y vana tentativa de esconderla en una gaveta, se vio for­zado a colocarla, abierta como estaba, sobre una mesa. La dirección, sin embargo, era lo que quedaba a la vista, y el contenido, así cubierto, hizo que la atención no se fijara en la carta. En este momento entra el minis­tro D. Sus ojos de lince perciben inmediata-mente el papel, reconocen la letra de la dirección, observan la confusión del personaje a quien ha sido dirigida y penetran su secreto. Después de algunas gestiones sobre nego­cios, de prisa, como es su costumbre, saca una carta algo parecida a la otra, la abre, pretende leerla y después la coloca en estrecha yuxtaposi­ción con la que codiciaba. Se pone a conversar de nuevo, durante un cuarto de hora casi, sobre asuntos públicos. Por último, levantándose para marcharse, tomó de la mesa la carta que no le pertenecía. Su legí­timo dueño lo vio pero, como se comprende, no se atrevió a llamar la atención sobre el acto en presencia del tercer personaje que estaba a su lado. El Ministro se marchó dejando la carta suya, que no era de impor­tancia, sobre la mesa.
-Aquí está, pues -me dijo Dupin-, lo que usted pedía para que el dominio del ladrón fuera completo: el conocimiento del ladrón de que es conocido del dueño del papel.
-Sí -replicó el Prefecto-, y el poder así alcanzado en los últimos meses ha sido empleado, con objetos políticos, hasta un punto muy peli­groso. El personaje robado se convence cada día más de la necesidad de reclamar su carta. Pero esto, como se comprende, no puede ser hecho en forma abierta. En fin, reducido a la desesperación, me ha encomendado el asunto.
-iY quién puede desear -dijo Dupin, arrojando una espesa boca­nada de humo -o siquiera imaginar un oyente más sagaz que usted?
-Usted me adula -replicó el Prefecto; pero es posible que algu­nas opiniones como ésas puedan haber sido sostenidas respecto a mí.
-Es claro -dije-, como lo observó usted, que la carta está todavía en posesión del Ministro, desde que es esta posesión, y no ningún empleo de la carta, la que confiere el poder. Empleándola, el poder se acaba.
-Cierto -dijo G.-, y con esa convicción he procedido. Mi primer cuidado fue hacer una completa investigación en el alojamiento del Ministro y mi principal embarazo estriba en la necesidad de buscar sin que él lo sepa. Además he sido prevenido del peligro que resultaría de darle motivos de sospechar de nuestro propósito.
-Pero usted está completamente acostumbrado a esas investigacio­nes -dije-. La policía parisiense ha hecho estas cosas muy a menudo antes.
-Ya lo creo, y por esa razón no desespero. Las costumbres del Ministro me dan, además, una gran ventaja. Está frecuentemente ausen­te de su casa toda la noche. Sus sirvientes no son numerosos. Duermen a una distancia larga de la habitación de su amo y, siendo principalmen­te napolitanos, se embriagan con facilidad. Tengo llaves, como usted sabe, con las que puedo abrir cualquier cuarto o gabinete en París. Durante tres meses no ha pasado una noche sin que haya estado empe­ñado personalmente en escudriñar el hotel de D. Mi honor está intere­sado y, para mencionar un gran secreto, el premio es enorme. Así, no abandoné la partida hasta que he llegado a convencerme plenamente de que el ladrón es un hombre más astuto que yo mismo. Me figuro que he investigado todos los rincones y todos los escondrijos de los sitios en que es posible que el papel pueda ser ocultado.
-Pero ¿no es posible -pregunté, aunque la carta pueda estar en posesión del Ministro, como es incuestionable, que la haya escondido en alguna parte fuera de su propia casa?
-Es apenas posible -dijo Dupin. La presente y peculiar condi­ción de los negocios en la corte, y especialmente de esas intrigas en las cuales se sabe que D. está envuelto, hacen la instantánea validez del documento y su posibilidad de ser encontrado en un momento dado, un punto de casi tanta importancia como su posesión.
-¿Su posibilidad de ser encontrado? -dije.
-Es decir, de ser destruido -dijo Dupin.
-Cierto -observé; el papel está, entonces, claramente al alcan­ce de la mano. Que lo lleva el propio Ministro es un hecho que podemos considerar como fuera de la cuestión...
-Enteramente -dijo el Prefecto. Ha sido dos veces asaltado como por criminales, y su persona, rigurosamente registrada bajo mi pro­pia inspección.
-Se podía usted haber ahorrado ese trabajo -dijo Dupin. Pre­sumo que D. no es del todo un loco, y, si no lo es, debe de haber previs­to esas asechanzas; eso es claro.
-No del todo un loco -dijo G., pero es un poeta, lo que para mí viene a ser casi lo mismo.
-Cierto -dijo Dupin después de una larga y reposada aspiración de humo en su pipa-, aunque yo mismo sea culpable de ciertas estrofas.
-Supongamos -dije- que usted detalla las particularidades de su investigación.
-Los hechos son éstos: tomábamos nuestro tiempo y buscábamos por todas partes. He tenido larga experiencia en estos negocios. Tomé todo el edificio, cuarto por cuarto, consagrando las noches de toda una semana para cada uno. Examinábamos primero el mobiliario de cada habitación. Abríamos todos los cajones posibles, y supongo que usted sabe que, para un ejercitado agente de policía, son imposibles los cajones secretos. Cualquiera que en investigaciones de esta clase permite que se le escape un cajón secreto es un bobo. La cosa así es sencilla. Hay una cierta cantidad de capacidad, de espacio, que contar en una pieza. En este caso, tenemos minuciosas reglas. No puede escapársenos la quin­cuagésima parte de una línea. Después del gabinete, tomamos las sillas. Los cojines son examinados con esas delgadas y largas agujas que uste­des me han visto emplear. De las mesas, removemos las tablas superiores.
-¿Por qué?
-Algunas veces la tabla de una mesa, u otra pieza de mobiliario así dispuesta, es levantada por la persona que desea ocultar un objeto; entonces la pata es horadada, el objeto se deposita dentro de la cavidad y la tabla se vuelve a colocar. Los extremos de los pilares de las camas son utilizados con el mismo fin.
-¿Pero la cavidad no podría ser denunciada por el sonido? -pre­gunté.
-De ninguna manera, si cuando se deposita el objeto se coloca alrededor una cantidad suficiente de algodón en rama. Además en nues­tro caso estábamos obligados a proceder sin ruido.
-Pero no pueden ustedes haber removido, no pueden ustedes haber hecho pedazos todos los artículos del mobiliario en que hubiera sido posible hacer un depósito de la manera que menciona. Una carta puede ser comprimida hasta hacer un delgado cilindro en espiral, lo que no defiere mucho en forma o volumen de un dibujo para hacer calceta, y en esta forma podía ser introducida en el travesaño de una silla, por ejem­plo. No rompieron ustedes todas las sillas, ¿no es así?
-Ciertamente que no, pero hicimos algo mejor: examinamos los travesaños de cada silla de la mansión y, la verdad, todos los puntos de unión, todas las clases de mobiliario, con la ayuda de un poderoso micros­copio. Si hubiera habido alguna huella de reciente remoción, no habrí­amos dejado de notarla instantáneamente. Un solo grano del aserrín producido por una barrena en la madera habría sido tan visible como una manzana. Cualquier cosita en las encoladuras, cualquier desusado agujerito en las uniones, habría bastado para un seguro descubrimiento.
-Presumo que observarían ustedes los espejos entre los bordes y las láminas, y examinarían los lechos y las ropas de los lechos, así como las cortinas y las alfombras.
-Eso, por sabido, y cuando hubimos registrado absolutamente todas las partículas del mobiliario de esa manera, examinamos la casa misma. Dividimos su superficie entera en compartimentos que numera­mos para que ninguno pudiera equivocarse; después registramos pulga­da por pulgada el terreno de la pesquisa, incluso las dos casas que siguen inmediatamente, con el microscopio, como antes.
-¡Las dos casas de al lado! -exclamé. Deben de haber causado una gran agitación.
-La causamos, pero el premio ofrecido es prodigioso.
-¿Incluyeron ustedes las tierras de las casas?
-Todas las tierras están enladrilladas; comparativamente nos die­ron poco trabajo. Examinamos el musgo de las junturas de los ladrillos y no encontramos que lo hubieran tocado.
-¿Buscaron ustedes entre los papeles de D., por consiguiente, y entre los libros de la biblioteca?
-Ciertamente, abrimos todos los paquetes y legajos, y no sólo abri­mos todos los libros, sino que dimos vuelta todas las hojas de todos los volúmenes, no contentándonos con una simple sacudida de ellos, como acostumbran a hacer ciertos de nuestros agentes de policía. Medimos también el espesor de cada tapa de libro, con la más cuidadosa exacti­tud, y aplicamos a cada uno el más celoso examen con el microscopio. Si cualquiera de las encuadernaciones hubiera sido tocada para ocultar la carta, habría sido completamente imposible que el hecho escapara a nuestra observación. Unos seis volúmenes recién traídos por el encua­dernador los examinamos con todo cuidado, metiéndoles las agujas en las tapas.
-¿Registraron el suelo, bajo las alfombras?
-Sin duda. Levantamos todas las alfombras y examinamos las tablas con microscopio.
-¿Buscaron en los sótanos?
-Sí.
-Entonces -dije- han hecho ustedes un mal cálculo y la carta no está en las posesiones del Ministro, como suponen.
-Temo que usted tenga razón -repuso el Prefecto. Y ahora, Dupin, ¿qué me aconseja que haga?
-Hacer una completa reinvestigación de la casa del Ministro.
-Eso es absolutamente innecesario -replicó G.; no estoy tan seguro de que respiro como de que la carta no está en la mansión.
-Pues no tengo mejor consejo que darle -dijo Dupin. ¿Tendrá usted, como es natural, una prolija descripción de la carta?
-¡Ya lo creo!
Y el Prefecto, sacando un memorándum, nos leyó en voz alta un minucioso informe de la interna y especialmente de la externa aparien­cia del documento perdido. Poco después de la lectura de esta descrip­ción, tomó su sombrero y se fue, mucho más desalentado de lo que lo había visto nunca antes.
Casi cerca de un mes había pasado, cuando nos hizo otra visita, y nos encontró ocupados exactamente de la misma manera que la otra vez. Tomó una pipa y una silla y principió una conversación sobre cosas ordinarias. Por último, le dije:
-Y bien, señor G., ¿qué hay sobre la carta robada? Presumo que se habrá convencido, al fin, de que no hay cosa más difícil que sorprender al Ministro.
-¡Que el diablo lo cargue! Ésa es la verdad. Hice el nuevo examen, sin embargo, como Dupin me lo aconsejó, pero ha sido tiempo perdido, como yo decía.
-¿Cuánto es el premio ofrecido, dijo usted? -preguntó Dupin.
-¿Cuánto? Una gran cantidad, un premio verdaderamente liberal; no quiero decir cuánto precisamente, pero diré una cosa y es que no me resultaría nada dar un cheque con mi firma por cincuenta mil francos a cualquiera que me entregara la carta. El hecho es que de día en día se está haciendo más y más importante y el premio ha sido últimamente doblado. Pero, aunque fuera triplicado, no podría hacer más de lo que he hecho.    
-Veamos -dijo Dupin lentamente, entre una y otra bocanada de humo-; realmente pienso, G., que usted no ha hecho todo lo que podía en este asunto. Usted podría hacer un poco más, creo, ¿eh?
-¿Cómo? ¿De qué manera?
-Pues creo -dijo Dupin entre bocanadas de humo- que usted podría -más bocanadas- tomar consejo sobre este asunto -otras bocanadas. ¿Se acuerda de lo que se cuenta de Abernethy?
-¡No! ¡Al diablo con su Abernethy!
-¡Está bueno! Al diablo con él y buena suerte. Pero he aquí un hecho. Una vez cierto ricacho muy avaro concibió el propósito de obte­ner gratis de ese Abernethy una opinión médica. Habiendo procurado con ese objeto estar solo con él en conversación ordinaria, le insinuó su propio caso como el de un individuo imaginario.
-Supongamos -dijo el tacaño- que sus síntomas son tales y tales; ahora, doctor, ¿qué le hubiera dicho que tomara?
-¿Que tomara? -dijo Abernethy. ¡Bah!, que tomara consejo, seguramente.
-Pero -dijo el Prefecto, algo desconcertado- yo deseo también tomar consejo y pagarlo. Daría realmente cincuenta mil francos a cual­quiera que me ayudara en este asunto.
-En ese caso -replicó Dupin abriendo un cajón y sacando un libro de cheques, puede usted perfectamente llenarme un cheque por la canti­dad mencionada. Cuando lo haya firmado le entregaré la carta.
Quedé sorprendido. El Prefecto se sintió como herido por un rayo. Durante algunos minutos permaneció sin habla y sin movimiento, mirando incrédulamente a mi amigo con la boca abierta y con ojos que parecían saltar de las cuencas; después, recobrando aparentemente la conciencia de su ser, tomó una pluma, y, después de algunas pausas y miradas sin objeto, llenó por último y firmó un cheque por 50.000 fran­cos, y lo alcanzó por sobre la mesa a Dupin. Éste lo examinó cuidadosa­mente y lo depositó en su cartera; después, abriendo un escritorio, tomó de él una carta y se la dio al Prefecto. El funcionario se abalanzó sobre ella con una convulsión de gozo, la abrió con mano temblorosa, arrojó una rápida ojeada a su contenido y entonces, agitado y fuera de sí, abrió la puerta y sin ceremonia de ninguna especie salió del cuarto y de la casa, sin haber pronunciado una sílaba desde que Dupin lo había reque­rido para que llenara el cheque.
Cuando nos quedamos solos, mi amigo entró en explicaciones.
-La policía parisiense -dijo- es sumamente buena en su espe­cialidad. Es perseverante, ingeniosa, astuta y perfectamente versada en los conoci-mientos que sus deberes parecen necesitar con más urgencia. Así, cuando G. nos detalló su modo de registrar los sitios en la mansión de D., sentí entera confianza en que hubiese practicado una satisfacto­ria investigación, hasta donde podía llegar.
-¿Hasta donde podía llegar? -pregunté.
-Sí -dijo Dupin. Las medidas adoptadas eran no solamente las mejores de su clase, sino que se acercaban a la perfección absoluta. Si la carta hubiera estado oculta en la línea de esa pesquisa, los agentes de policía, indiscutiblemente, la hubieran encontrado.
Me sonreía, por toda respuesta, pero mi amigo parecía perfectamen­te serio en todo lo que decía.
-Las medidas, pues -continuó él, eran buenas en su clase y bien ejecutadas; su defecto está en ser inaplicables al caso y al hombre. Un cierto conjunto de recursos altamente ingeniosos son para el Prefec­to una especie de lecho de Procusto y a ellos adapta forzadamente sus deducciones. Así es como perpetuamente yerra por ser demasiado pro­fundo, o demasiado superficial en los asuntos que se le confían, y muchos niños de escuela son mejores razonadores que él. He conocido uno, de cerca de ocho años de edad, cuyos éxitos, adivinando sobre el juego de pares o nones, atraían la admiración de todo el mundo. Este juego es simple y se juega con bolitas. Uno de los jugadores tiene en su mano un número de esas bolitas y pregunta a otro si ese número es par o non. Si el preguntado adivina, gana; si no, pierde. El niño de que hablo ganaba todas las bolitas de la escuela. Por consiguiente tenía algún prin­cipio para acertar y éste se basa en la simple observación y medida de la astucia de los jugadores contrarios. Por ejemplo, su contrario es un con­sumado bobalicón y, levantando la mano cerrada, pregunta: "¿Es par o non?" Nuestro niño replica: "Non", y pierde, pero a la segunda prueba gana, porque entonces se dice a sí mismo: "El bobalicón se puso par la primera vez y su grado de astucia es justamente bastante para llevarlo a poner non en la segunda; por consiguiente, apostaré a que es non"; apuesta a non y gana. Ahora, con un babieca un grado más alto que el primero hubiera razonado así: "Este tal encuentra que en el primer caso aposté a non, y en el segundo se propondrá a sí mismo, en el primer impulso, una simple variación de par o non, como hizo mi otro contra­rio, pero entonces un segundo pensamiento le sugerirá que ésta es una variación demasiado simple y, finalmente, se decidirá a poner par como antes. Por consiguiente, apostaré a par"; apuesta a par y gana. Ahora este modo de razonar en el niño de escuela, a quien sus compañeros lla­maban afortunado, ¿qué es, en último análisis?
-Es simplemente -dije- una identificación del intelecto del razonador con el de su contrario.
-Eso es -dijo Dupin, y después de preguntar al niño por qué medios efectuaba la completa identificación en que consistían sus éxitos, recibí la siguiente respuesta: "Cuando deseo saber cuán sabio o cuán estú­pido, o cuán bueno o cuán malo es alguno, o cuáles son sus pensamien­tos en un instante dado, acomodo la expresión de mi rostro, tan cuidadosamente como me es posible, de acuerdo con la expresión del ros­tro de él, y entonces trato de ver qué pensamientos o sentimientos nacen en mi alma que igualen o correspondan a la expresión." Esta respuesta del niño de escuela reside en el fondo de toda la espuria profundidad que ha sido atribuida a La Rochefoucauld, La Bruyére, Maquiavelo y Cam­panella.
-Y la identificación -dije- del intelecto del razonador con el de su contrario depende, si le entiendo bien a usted, de la exactitud con que es medido el cerebro del contrario.
-Para su valor práctico depende de eso -replicó Dupin, y el Prefecto y su cohorte se ven frustrados tan frecuentemente, primero, por falla en la identificación y, segundo por mala medición, o más bien por no medir la inteligencia con que se encuentran empeñados en lucha. Consideran únicamente sus propias ideas de ingeniosidad y, buscando cualquier cosa oculta, tienen en cuenta solamente los medios con que ellos la habrían escondido. Tienen mucha razón en esto: que su propia ingeniosidad es una fiel representación de la de las masas, pero cuando la astucia del reo es diversa en carácter de la de ellos, el reo se escapa; es lógico. Eso sucede siempre que esa astucia está por arriba de la de ellos y, muy habitualmente, cuando está por abajo. No tienen variación de principio en sus investiga-ciones; lo más que hacen, cuando son excita­dos por alguna inhabitual urgencia, por algún extraordinario premio, es extender o exagerar sus viejos modos de práctica, sin tocar sus principios. Por ejemplo, en este caso de D., ¿qué se ha hecho para variar el princi­pio de acción? ¿Qué es todo este taladrar, probar, hacer sonar y registrar con el microscopio, y dividir la superficie del edificio en cuidadosas pul­gadas cuadradas? ¿Qué es todo eso sino una exageración de la aplicación de un principio o conjunto de principios de pesquisa que está basado sobre el conjunto de nociones respecto a la ingeniosidad humana, al que el Prefecto, en la larga rutina de su deber, se ha acostumbrado? ¿No ve usted que ha dado por sentado que todos los hombres recurren a ocultar una carta, no precisamente en un agujero hecho con una barrena en la pata de una silla, sino, cuando menos, en algún oculto agujero o rincón sugerido por el mismo tenor del pensamiento que excitaría a un hombre a esconder una carta en un agujero hecho con una barrena en la pata de una silla? ¿Y no ve usted también que tales rincones buscados para ocul­tar son adaptados únicamente a las ocasiones ordinarias y serían adop­tados solamente por inteligencias también ordinarias? Porque en todos los casos de ocultación, una disposición del objeto ocultado, una dispo­sición de él así buscada, es casi siempre presumible y presumida, y así, el descubrimiento depende, no de la penetración en absoluto, sino del sim­ple cuidado, paciencia y determinación de los buscadores, todo en con­junto, y cuando el caso es de importancia o, lo que quiere decir lo mismo a los ojos policiales, cuando el premio es de magnitud, las cualidades en cuestión no se ha visto que hayan fallado jamás. Ahora entenderá usted indudablemente lo que quise decir sugiriendo que, si la carta hubiera sido ocultada en cualquier parte dentro de los límites del examen del Prefecto, o, en otras palabras, si el principio de su ocultación hubiera estado comprendido dentro de los principios del Prefecto, su descubri­miento habría sido un asunto absolutamente fuera de duda. Este funcionario, sin embargo, ha sido completamente engañado y la remota fuente de su fracaso reposa en la suposición de que el Ministro es un loco porque ha adquirido fama como poeta. Todos los locos son poetas: esto es lo que cree el Prefecto, y es simplemente culpable de una non distri­butio medii por inferir de ahí que todos los poetas son locos.
-Pero el poeta ¿es realmente éste? -pregunté. Hay dos herma­nos, me consta, y ambos han alcanzado reputación en las letras. El Ministro, según creo, ha escrito doctamente sobre cálculo diferencial. Es un matemático, no un poeta.
-Está usted equivocado; lo conozco bien: es ambas cosas. Como poeta y matemático ha razonado bien; como simple matemático no habría razonado absolutamente y así hubiera estado a merced del Pre­fecto.
-Usted me sorprende -dije- por esas opiniones, que han sido contradichas por la voz del mundo. Usted no querrá derribar la bien digerida idea de los siglos. La razón matemática ha sido largo tiempo mirada como la razón por excelencia.
-"Se puede apostar -replicó Dupin, citando a Chamfort- que toda idea pública, toda convención recibida es una tontería, pues ha convenido al más grande número de personas." Los matemáticos, reco­nozco, han hecho cuanto les ha sido posible para promulgar el error popular a que usted alude y que no es menos un error porque haya sido promulgado como verdad. Con un arte, digno de mejor empleo, por ejemplo, han insinuado el término "análisis" en aplicación al álgebra. Los franceses son los originadores de esta superchería popular, pero si un tér­mino es de alguna importancia, si las palabras derivan algún valor de su aplicabilidad, "análisis" expresa 'álgebra', poco más o menos, como en latín ambitus implica 'ambición', religio 'religión', homines honesti 'un con­junto de hombres honorables'.
-Usted tiene alguna querella -dije- con algunos de los algebris­tas de París, seguro; pero prosiga.
-Disputo la validez y, por consiguiente, el valor de esa razón que es cultivada en una forma especial, distinta de la abstractamente lógica. Disputo, en particular, la razón aducida por el estudio matemático. Las matemáticas son la ciencia de la forma y cantidad; el razonamiento matemático es simplemente la lógica aplicada a la observación sobre forma y cantidad. El gran error reposa en suponer que hasta las verda­des de lo que es llamado álgebra pura son verdades abstractas o genera­les. Y este error es tan extraordinario que me confundo ante la universalidad con que ha sido recibido. Los axiomas matemáticos no son axiomas de verdad general. Lo que es verdad de relación, de forma y de cantidad, es a menudo grandemente falso respecto a moral, por ejemplo. En esta última ciencia es muy usualmente incierto que las partes agre­gadas son iguales al todo. En química el axioma falla también. En la con­sideración de las causas falla porque dos motivos, cada uno de un valor dado, no tienen necesariamente, cuando se los une, un valor igual a la suma de sus valores. Hay muchas otras numerosas verdades matemáti­cas que son verdades únicamente dentro de los límites de relación. Pero el matemático arguye, apoyándose en sus verdades infinitas, según es cos­tumbre, como si ellas fueran de una aplicabilidad absolutamente gene­ral, como si el mundo imaginara, en realidad, que lo son. Boyant, en su recomendable Mitología, menciona una análoga fuente de error, cuando dice que "aunque las fábulas paganas no son creídas, sin embargo lo olvi­damos continuamente, y hacemos inferencias de ellas, como si fueran realidades". Entre los algebristas, no obstante que son paganos ellos mis­mos, las "fábulas paganas" son creídas, y las inferencias se hacen, no tanto por culpa de la memoria, sino por una incomprensible infecundi­dad de los cerebros. En una palabra, no he encontrado nunca un simple matemático en quien se pudiera confiar, fuera de las raíces y ecuaciones, o uno que no tomara como un punto de fe que x2 +px era absoluta e incondicionalmente igual a q. Diga a uno de esos caballeros, por vía de experimento, si desea, que usted cree que pueden presentarse casos en que x2 + px no es completamente igual a q, y después de haberle hecho entender lo que quiere decir, eche a correr, tan pronto como le sea posi­ble, porque, sin duda, tratará de darle una paliza.
-Quiero decir -continuó Dupin mientras me reía yo de su última observación- que si el Ministro hubiera sido nada más que un mate­mático, el Prefecto no habría tenido necesidad de darme este cheque. Lo conocía yo, sin embargo, como matemático y como poeta, y mis medi­das fueron adaptadas a su capacidad, con referencia a las circunstancias de que estaba rodeado. Lo conocía como un cortesano y además como un intrigante. Un hombre tal, pensé, no dejaría de conocer los medios ordinarios de acción de la policía. No podía haber dejado de prever, y los sucesos han probado que no dejó de prever, los registros a que fue some­tido. Debe de haber esperado las investigaciones secretas de su casa. Sus frecuentes ausencias de ella, en la noche en que eran celebradas por el Prefecto como ayuda cierta a sus éxitos, las miré únicamente como astu­cias para procurar oportunidad a la policía de hacer un completo regis­tro, e imprimirle así lo más pronto posible la convicción, a que G. llegó al último, de que la carta no estaba en la casa. Comprendí también que todo el conjunto de pensamientos que valdría alguna pena en detallar a usted ahora, relativo a los invariables principios de la policía en pesqui­sas de objetos ocultados, comprendí que todo ese conjunto de pensa­mientos pasaría necesariamente por la mente del Ministro. Eso lo llevaría, de una manera inevitable, a despreciar todos los ordinarios escondrijos. No podía, reflexioné, ser tan débil que no viera que los más intrincados y más remotos secretos de su mansión serían de tan fácil acceso, como los rincones más comunes, a los ojos, a los exámenes, a las barrenas y a los microscopios del Prefecto. Vi, por fin, que sería impeli­do, como un asunto de lógica, a la simplicidad, si no era deliberadamen­te inducido a aceptarla como un asunto de elección. Recordará usted quizá con cuánta gana se rió el Prefecto cuando sugerí, en nuestra pri­mera entrevista, que era muy posible que este misterio lo embarazara tanto, a causa de ser su descubrimiento demasiado evidente por sí mismo.
-Sí -dije- recuerdo bien su hilaridad. Creí realmente que caería en convulsiones.
-El mundo material -continuó Dupin- abunda en muy estrictas analogías con el inmaterial y así se ha dado algún color de verdad al dogma retórico de que la metáfora o símil puede ser empleada para dar más fuerza a un pensamiento o embellecer una descripción. El principio de vis inertiae, por ejemplo, parece ser idéntico en física y metafísica. No es más cierto, en la primera, que un gran cuerpo es puesto en movi­miento con más dificultad que uno pequeño y que su subsecuente momentum es proporcionado a esa dificultad, que lo es, en la segunda, que intelectos de la más vasta capacidad, aunque más potentes, más constantes y más fecundos en sus movimientos que los de inferior grado, son sin embargo los menos prontamente movidos, y más embarazados y llenos de hesitación en los primeros pasos de sus progresos. Otra cosa: ¿ha notado alguna vez cuáles son las muestras de casas de comercio que más llaman la atención?
-Nunca he acordado la más mínima observación a ese punto -dije.
-Hay un juego de acertijos -replicó él- que se juega sobre un mapa. Uno de los jugadores pide al otro que encuentre una palabra dada, el nombre de una ciudad, río, Estado o imperio; una palabra, en fin, sobre la abigarrada y confusa superficie de la carta. Un novicio en el juego trata generalmente de embarazar a sus contrarios dándoles a bus­car los nombres escritos con letras más pequeñas, pero el experto esco­ge, de entre esas palabras que se extienden en grandes caracteres de un extremo a otro de la carta. Éstas, lo mismo que los anuncios y tablillas expuestos en las calles con letras grandísimas, escapan a la atención, por la que el intelecto permite que pasen inadvertidas esas considera-ciones, que son demasiado importunas y palpablemente evidentes por sí mis­mas. Pero parece que éste es un punto que está algo arriba o abajo de la comprensión del Prefecto. Nunca creyó probable o posible que el Ministro hubiera depositado la carta inmediata-mente debajo de la nariz de todo el mundo, a fin de impedir a cualquier porción de ese mundo que la descubriera.
Pues cuanto más reflexionaba sobre la osada, fogosa y discernidora ingeniosidad de D., sobre el hecho de que el documento debía de haber estado siempre a mano, si intentaba usarlo con fin ventajoso, y sobre la decisiva evidencia, obtenida por el Prefecto, de que no estaba oculto dentro de los límites de sus ordinarias pesquisas, más convencido que­daba de que para ocultar aquella carta, el Ministro había recurrido al corto y sagaz procedimiento de no tratar de ocultarla absolutamente.
Lleno de estas ideas, me acomodé unas gafas verdes, y una hermosa mañana, como por casualidad, entré en la mansión ministerial. Encon­tré a D. bostezando, extendido cuan largo era, charlando insustancial­mente, como de costumbre, y pretendiendo estar en el colmo del fastidio. Sin embargo, resulta uno de los hombres más realmente activos que existen, pero esto es cuando nadie lo ve.
Para pagarle con la misma moneda, me quejé de mis débiles ojos y lamenté la necesidad en que estaba de usar gafas, bajo el amparo de las cuales examinaba cuidadosa y completamente toda la pieza, mientras en apariencia sólo me ocupaba de la conversación que con él sostenía.
Puse especial atención en una gran mesa-escritorio, cerca de la cual se sentó, y sobre la que había desparramados confusamente diversas car­tas y otros papeles, uno o dos instrumentos de música y algunos libros. En ella, no obstante, después de un largo y deliberado escrutinio, no vi nada capaz de excitar particulares sospechas.
Por último, mis ojos, examinando el contorno del cuarto, cayeron sobre un miserable tarjetero de cartón afiligranado que pendía de una sucia cinta azul, sujeta a una perillita de cobre amarillo, colocada justa­mente bajo el medio de la repisa de la chimenea. En aquel tarjetero, que tenía tres o cuatro compartimientos, había seis o siete tarjetas de visita y una sola carta. Esta última estaba muy manchada y arrugada. Se halla­ba rota casi en dos, por el medio, como si un designio de hacerla peda­zos por su carencia de valor, hubiera sido cambiado y detenido después de haberla partido de aquella manera. Tenía un gran sello negro, con la cifra D., muy visible, y había sido dirigida con letra menuda y femenina a D., el ministro mismo. Había sido arrojada sin cuidado alguno y hasta despreciativamente, parecía, en una de las divisiones superiores del tar­jetero.
No bien concluí de mirar la carta en cuestión, comprendí que era la que andaba buscando. En verdad era, en apariencia, radicalmente dis­tinta de aquella acerca de la cual nos había leído el Prefecto una des­cripción tan minuciosa. Allí el sello era grande y negro, con la cifra de D.; en la otra era pequeño y rojo, con las armas ducales de la familia de S. Allí la dirección al Ministro era diminuta y femenina; en la otra la letra del sobre, dirigido a un personaje real, era marcadamente enérgica y decidida; sólo la medida mostraba similitud. Pero entonces la naturaleza radical de esas diferencias, que era excesiva, las manchas, la sucia y rota condición del papel, tan en desacuerdo con los verdaderos hábitos metó­dicos de D., y un designio tan sugestivo de la idea de la insignificancia del documento; estas cosas, junto con la visible situación en que se hallaba, a la vista de todos los visitantes, y así, exactamente de acuerdo con las conclusiones a que había llegado yo previamente; estas cosas, digo, eran muy sospechosas para quien había ido con la intención de sospechar.
Demoré mi visita tanto como fue posible y, mientras mantenía una de las más animadas discusiones con el Ministro, sobre un tópico que sabía que jamás había dejado de interesarlo y excitarlo, puse mi aten­ción, en realidad, en la carta. En aquel examen confié a la memoria su apariencia externa y su colocación en el tarjetero, y al último alcancé un descubrimiento que borraba cualquier trivial duda que pudiera haber concebido. Registrando con la vista los filos del papel, noté que estaban más chafados de lo que parecía necesario. Presentaban la apariencia de rotura que resulta cuando un papel liso, habiendo sido una vez doblado y apretado con una prensa, es vuelto a doblar en una dirección contra­ria, en los mismos pliegues o filos que ha formado el primitivo doblez. Este descubrimiento fue suficiente. Resultó claro para mí que la carta había sido dada vuelta, como un guante, lo de adentro para afuera; una nueva dirección y un nuevo sello le habían sido agregados. Di los bue­nos días al Ministro, y lo dejé de pronto, abandonando sobre la mesa una caja de oro para rapé.
A la mañana siguiente fui por la caja de rapé y renovamos vehe­mentemente la conversación del día anterior. Mientras estábamos empe­ñados en ella, se oyó un fuerte disparo, como de una pistola, debajo de las ventanas del edificio, y fue seguido por una serie de gritos y excla­maciones de gentes asustadas. D. se lanzó a una de las ventanas, la abrió y miró hacia la calle. Mientras, me acerqué al tarjetero, tomé la carta, la metí en un bolsillo de mi traje y la reemplacé por un facsímile (de sus caracteres externos) que había preparado cuidadosamente en casa imi­tando la cifra D., con mucha facilidad, por medio de un sello hecho con miga de pan.
El tumulto en la calle había sido ocasionado por la absurda conduc­ta de un hombre con un mosquete. Había hecho fuego con él entre mul­titud de mujeres y niños. Probó, sin embargo, que el arma estaba descargada, y se le permitió que continuara su camino, como un lunáti­co o un ebrio. Cuando se hubo retirado, D. se separó de la ventana, adonde lo había seguido yo inmediatamente después de conseguir mi objeto. Al poco rato me despedí de él. El supuesto lunático era un hom­bre a quien yo había pagado para que produjera el tumulto.
-Pero ¿qué propósito tenía -pregunté- para reemplazar la carta por un facsímile? ¿No hubiera sido mejor, en la primera visita, arreba­tarla abierta-mente y salir con ella?
-D. -replicó Dupin- es un hombre arrojado y corajudo. Su casa, además, no carece de servidores consagrados a los intereses del amo. Si hubiera yo hecho la atrevida tentativa que usted sugiere, podría haber sucedido que no saliera vivo de la presencia del Ministro. El buen pue­blo de París podía no haber oído hablar nunca más de mí. Pero tenía un segundo objeto. En este asunto obro como partidario de la dama com­prometida. Durante dieciocho meses, el Ministro la ha tenido en su poder. Ella es la que lo tiene en su poder ahora, puesto que, no sabien­do que la carta no está ya en su posesión, proseguirá con sus exacciones como si la tuviera. Así será encargado, él mismo, de su destrucción polí­tica. Su caída, además, no será más precipitada que torpe. Es igualmen­te exacto hablar, a propósito de su caso, del facilis descensus Averni, pues en toda clase de trepa, como la Catalán¡ dice del canto, es mucho más fácil subir que bajar. En el presente caso no tengo simpatía, ni siquiera piedad, por el que desciende. Es ese monstrum horrendum del hombre de genio sin principios. Confieso, sin embargo, que me gustaría mucho conocer el carácter preciso de sus pensamientos cuando, siendo desafia­do por aquella a quien el Prefecto llama "un cierto personaje", se vea reducido a abrir la carta que he dejado para él en el tarjetero.
-¿Cómo? ¿Puso usted algo particular en ella?
-¡Vaya! No parecía del todo bien dejarle el interior en blanco; eso hubiera sido insultarlo. D. me jugó en Viena una mala partida, acerca de la que le dije, con entero buen humor, que la recordaría en tiempo opor­tuno. Así, como comprendí que sentiría alguna curiosidad respecto a la identidad de la persona que había sobrepujado su inteligencia, pensé que era una lástima no dejarle una huella para que la conociera. Conoce per­fectamente mi letra y copié en medio mismo de la página en blanco las palabras:

Un designio tan funesto,
si no es digno de Atreo, es digno de Tiestes,

que se pueden encontrar en el Atreo de Crébillon.

1.011. Poe (Edgar Allan)