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martes, 13 de agosto de 2013

Rompenieves

Era invierno, el aire frío, el viento cortante, pero en el hogar se estaba caliente y a gusto, y la flor yacía en su casita, encerrada en su bulbo, bajo la tierra y la nieve.
Un día llovió, las gotas atravesaron la capa de nieve y penetraron en la tierra, tocaron el bulbo y le hablaron del luminoso mundo de allá arriba; poco después, un rayo de sol taladró a su vez la nieve y fue a llamar a la corteza del bulbo.
-¡Adelante! -dijo la flor.
-No puedo -respondió el rayo de sol. No tengo bastante fuerza para abrir. Hasta el verano no seré fuerte.
-¿Cuándo llegará el verano? -preguntó la flor, y fue repitiendo la misma pregunta cada vez que llegaba un nuevo rayo de sol. Pero faltaba aún mucho para el verano. El suelo estaba cubierto de un manto de nieve, y todas las noches se helaba el agua.
-¡Cuánto tarda, cuánto tarda! -se lamentaba la flor. Siento un cosquilleo, no puedo estar quieta, necesito estirarme, abrir, salir afuera, ir a dar los buenos días al verano. ¡Qué tiempo más feliz será!
Y la flor venga agitarse y estirarse contra la delgada envoltura, que el agua reblandecía desde fuera y la nieve y la tierra calentaban, aquella tierra en la que el sol ya había penetrado. Iba encaramándose bajo la nieve, con una yema verde y blanquecina en el extremo del verde tallo, con hojas estrechas y jugosas que parecían querer protegerla. La nieve era fría, pero estaba bañada de luz; por eso era fácil atravesarla, y la flor sintió que el rayo de sol tenía más fuerza que antes.
-¡Bienvenida, bienvenida! -cantaban y decían todos los rayos, mientras la flor se elevaba por encima de la nieve, asomando al mundo luminoso. Los rayos la acariciaban y besaban, impulsándola a abrirse del todo, blanca como la nieve y adornada con fajas verdes. Inclinó la cabeza, gozosa y humilde.
-¡Magnífica flor! -cantaban los rayos del sol. ¡Qué pura y delicada! Eres la primera, la única. ¡Eres nuestro amor! Tú anuncias el verano, el verano espléndido, que llega a los campos y a las ciudades. Toda la nieve se fundirá, y los vientos fríos serán expulsados. Nosotros seremos los reyes. ¡Todo reverdecerá! Y tú tendrás compañeras: lilas, codesos y rosas. Pero tú eres la primera, pura y delicada.
Reinaba una gran alegría. Era como si el aire cantase y vibrase, como si los rayos de luz penetrasen en sus hojas y en su tallo. Ella se levantaba fina y ligera, frágil y, no obstante, vigorosa en su joven belleza; vestida de blanco con franjas verdes, cantaba los loores del verano. Y, sin embargo, faltaba aún mucho tiempo; espesas nubes ocultaban el sol, y soplaban vientos acerados.
-¡Viniste demasiado pronto! -decían el viento y el tiempo. Todavía dominamos nosotros. Sentirás nuestro poder y te someterás a él. Debieras haberte quedado en casita, sin apresurarte a lucir tus galas. ¡No es hora todavía!
El frío era cortante. Los días que siguieron no aportaron ni un rayo de sol. Menuda como era la florecilla, corría peligro de helarse; pero tenía fuerzas, más de las que ella misma pensaba. Era fuerte en su alegría y su fe en el verano, que un día u otro tenía que llegar; se lo anunciaba una honda inquietud, y se lo había pronosticado aquel sol primero. Por eso seguía confiada, vestida de blanco en medio de la blanca nieve, doblando la cabeza cuando caían los copos, espesos y pesados, y soplaban sobre ella los gélidos vientos.
-¡Te quebrarás! -decían éstos, ¡te perderás, morirás! ¿Qué viniste a buscar aquí fuera? ¿Por qué cediste a la tentación? El sol se ha burlado de ti. ¡Mal vas a pasarlo, loca de verano!.
-¡Loca de verano! -repitió ella bajo el frío de la mañana.
-¡Loca de verano! -exclamaron jubilosos unos chiquillos que acudieron al jardín. ¡Miradla qué bonita, qué hermosa; la primera, la única!
Aquellas palabras hicieron un gran bien a la flor; fueron como cálidos rayos de sol. En su alegría, ni siquiera se dio cuenta de que la cortaban. Quedó en una mano infantil, la besaron unos labios de niña. Llevada a una habitación caliente, la contemplaron unos ojos dulces y fue puesta en agua, un agua reconfortante y vivificadora. La flor creyó que la habían transportado al pleno verano. La hija de la casa, una niña encantadora, acababa de recibir la confirmación. Tenía un amiguito muy simpático, recién confirmado también y que iba ya al colegio. «¡Será mi loca de verano!», dijo la pequeña, y, cogiendo la florecilla, la envolvió en un papel perfumado que tenía escritos unos versos sobre la flor. Empezaban con loca de verano y terminaban con loca de verano; y luego decía: «¡Amigo mío, sé un loco de invierno!». Todo estaba puesto en verso; doblaron el papel en forma de carta, con la flor dentro. La envolvía la oscuridad, una oscuridad semejante a la del interior del bulbo. La flor se fue de viaje, en un saco postal, comprimida y apretada. No era agradable, pero todo tiene su fin.
Efectuado el viaje, la carta fue abierta y leída por el amigo, cuya alegría fue tal, que besó la flor y la depositó luego, junto con el papel, en un cajón que contenía otras varias cartas muy hermosas, aunque sin flores. Ella era la primera, la única, como la habían llamado los rayos del sol; y era un placer recordarlo.
Tuvo mucho tiempo para entregarse a aquel recuerdo, mientras pasaba el verano y después el largo invierno. Al llegar el nuevo verano fue sacada a la luz. Pero el humor del muchacho había cambiado: cogió las cartas con rudeza y tiró los versos, con lo que la flor se vino al suelo. Cierto que estaba aplastada y marchita, pero esto no era motivo para que la trataran así. Pero mejor era aquello que ir a parar al fuego, como les sucedió a los versos y a las cartas. ¿Qué había ocurrido? Lo de siempre. La flor se había burlado de él, era una broma; y la muchacha se había burlado de él, pero eso no era una broma. Al llegar el verano había elegido a otro amigo.
Por la mañana el sol brilló sobre la campanilla comprimida, que parecía pintada en el suelo. La criada la recogió al barrer y la puso en uno de los libros de encima de la mesa, creyendo que se habría caído al cambiarlos de sitio. Y otra vez se encontró la flor entre versos impresos, más distinguidos todavía que los manuscritos; por lo menos se pagan más.
Pasaron años, y el libro siguió en su anaquel. Un día lo sacaron, abrieron y leyeron. Era un buen libro: poemas y canciones del poeta danés Ambrosio Stub, muy digno de ser conocido. Y el hombre que lo leía, al volver una página dijo:
-¡Toma, aquí hay una flor! Una loca de verano. Sin duda la pusieron aquí adrede. ¡Pobre Ambrosio Stub! También él fue un loco de verano, un poeta antes de tiempo. Se anticipó a su época, y hubo de aguantar nevadas y frías ventoleras, yendo de cortijo en cortijo por tierras de Fionia, como flor en florero, flor en carta rimada. Loco de verano, loco de invierno, broma y bufonada, y, no obstante, el primero, el único, el poeta danés que más frescor juvenil respira. Sigue como señal en el libro, pequeña campanilla blanca; con intención te pusieron en él.
Y la campanilla fue dejada en el libro, y se sintió honrada y contenta, sabiendo que era una señal en el hermoso volumen de poesías, y que aquel que por primera vez la había cantado y escrito sobre ella, había sido también un loco de verano, e incluso en invierno había pasado por loco. La flor lo comprendía a su manera, como todos comprendemos las cosas a la nuestra.
Y éste es el cuento del rompenieves, de la campanilla blanca, de la loca de verano.

1.003. Andersen (Hans Christian)

¡Que hermosa!

El escultor Alfredo -seguramente lo conoces, pues todos lo conocemos- ganó la medalla de oro, hizo un viaje a Italia y regresó luego a su patria. Entonces era joven, y, aunque lo es todavía, siempre tiene unos años más que en aquella época.
A su regreso fue a visitar una pequeña ciudad de Zelanda. Toda la población sabía quién era el forastero. Una familia acaudalada dio una fiesta en su honor, a la que fueron invitadas todas las personas que representaban o poseían algo en la localidad. Fue un acontecimiento, que no hubo necesidad de pregonar con bombo y platillos. Oficiales artesanos e hijos de familias humildes, algunos con sus padres, contemplaron desde la calle las iluminadas cortinas; el vigilante pudo imaginar que había allí tertulia, a juzgar por el gentío congregado en la calle. El aire olía a fiesta, y en el interior de la casa reinaba el regocijo, pues en ella estaba don Alfredo, el escultor.
Habló, contó, y todos los presentes lo escucharon con gusto y con unción, principalmente la viuda de un funcionario, ya de cierta edad. Venía a ser como un papel secante nuevito para todas las palabras de don Alfredo: chupaba enseguida lo que él decía, y pedía más; era enormemente impresionable e in-creíblemente ignorante: un Kaspar Hauser feme-nino.
-Supongo que visitaría Roma -dijo. Debe ser una ciudad espléndida, con tanto extranjero como allí acude. ¡Descríbanos Roma! ¿Qué impresión produce cuando se llega a ella?
-Es muy fácil describirla -dijo el joven escultor. Hay una gran plaza, con un obelisco en el centro, un obelisco que tiene cuatro mil años.
-¡Un organista! -exclamó la mujer, pues no había oído nunca aquella palabra. Algunos estuvieron a punto de soltar la carcajada, y también el escultor, pero la sonrisa que apuntaba se transformó en ensimismamiento, al ver junto a la señora un par de grandes ojos azules: era la hija de la dama que acababa de hablar, y cuando se tiene una hija como aquélla, no cabe ser tonto. La madre era una fuente inagotable de preguntas, y de esta fuente la hija era la hermosa náyade. ¡Qué preciosa! Para un escultor resultaba un objeto digno de admiración, aunque poco apropiado para entablar un coloquio; la verdad es que hablaba poco o nada.
-¿Tiene una gran familia el Papa? -preguntó la señora. El joven interpretó la pregunta del mejor modo posible, y contestó:
-No, no es de una gran familia.
-No es eso lo que quiero decir -repuso la señora. Me refiero a si tiene muchos hijos.
-El Papa no puede casarse -respondió él.
-Pues eso no me gusta -dijo la viuda.
Hablaba sin ton ni son, pero, quién sabe si, de no haberlo hecho, su hija hubiera permanecido apoyada en su hombro, mirándola con aquella sonrisa casi conmovedora.
Y don Alfredo habla que te habla: de la magnificencia de colores de Italia, de las azuladas montañas, del azul Mediterráneo, del azul meridio-nal, una belleza que en las tierras nórdicas sólo es superada por los ojos azules de sus mujeres. Y lo dijo con toda intención, pero la que debía entenderlo no se dio por aludida, o por lo menos no lo dejó ver. Y también esto era hermoso.
-¡Italia! -suspiraron algunos.
-¡Viajar! -suspiraron otros. ¡Qué hermoso, qué hermoso!
-Bueno, cuando saque cincuenta mil escudos a la lotería, viajaremos -dijo la viuda-. Yo y mi hija, y usted, don Alfredo, nos hará de guía. Nos iremos los tres juntos. Y vendrán también algunos buenos amigos.
Y dirigió una sonrisa a todos los concurrentes, para que todos pensaran que aludía a ellos.
-Iremos a Italia. Pero no a los lugares donde hay bandidos. No nos moveremos de Roma y de las grandes carreteras; allí se está más seguro.
La hija dejó escapar un leve suspiro. ¡Cuántas cosas se pueden contener en un leve suspiro! El joven le puso muchas. Los dos ojos azules ocultaban tesoros, tesoros del alma y del corazón, ricos como todas las magnificencias de Roma. Y cuando abandonó la fiesta, quedó con un aire ausente: su corazón estaba con la damita.
De todas las casas de la ciudad, la de la viuda fue la única que visitó don Alfredo. Todo el mundo se dio cuenta de que no era por la madre, a pesar de lo mucho que habían hablado los dos. Saltaba a la vista que iba por la hija. Ésta se llamaba Kala (propiamente, Karen Malene, y los dos nombres se habían contraído en Kala). Era hermosa, pero un tanto dormilona, decían algunos; por la mañana solían pegársele las sábanas.
-La viciamos de niña -decía la madre. Siempre ha sido una joven Venus, y éstas se fatigan pronto. Se levanta algo tarde, pero gracias a eso tiene esos ojos tan límpidos.
¡Qué poder había en aquellos límpidos ojos! ¡Aquellas aguas azul marino! Aguas tranquilas, pero profundas. Bien lo sentía el joven, que estaba preso en su hondura. Hablaba y contaba sin parar, y mamá no se cansaba de preguntarle, desenvuelta y despreocupada como el día en que se conocieron.
Daba gusto oír contar a don Alfredo. Hablaba de Nápoles, de sus excur-siones al Vesubio, y pintaba con brillantes colores algunas erupciones del volcán. La viuda nunca había oído hablar de aquello, ni lo había pensado.
-¡Dios nos libre! -exclamó. ¡Una montaña que escupe fuego! ¿No puede hacer daño a nadie?
-Ha destruido ciudades enteras -respondió el artista. Pompeya y Herculano.
-¡Desventurados habitantes! ¿Y usted estaba allí?
-No, no he presenciado ninguna de las erupciones, que tengo reproducidas en estas estampas; pero les voy a mostrar, en un dibujo de mi mano, una que vi con mis propios ojos.
Sacó un esbozo a lápiz y la mamá, que estaba aún impresionada por las imágenes en color, miró el pálido apunte a lápiz y exclamó con sorpresa:
-¿Lo vio escupir fuego blanco?
Por un instante, don Alfredo sintió que se desvanecía su respeto por la señora, pero bastó una mirada a Kala para comprender que su madre no poseía el sentido del color. En cambio, tenía lo mejor, lo más hermoso: tenía a Kala.
Y con Kala se prometió Alfredo, de lo cual nadie se extrañó. Y su compromiso se publicó en el diario de la ciudad. Mamá encargó treinta ejemplares del número, para recortar el suelto y enviarlo en cartas a amigos y conocidos. Y los novios se sintieron felices, y la suegra también. En cierto modo había entrado a formar parte de la familia de Thorwaldsen.
-Es usted su continuación -dijo.
Y Alfredo encontró que había dicho algo muy ingenioso. Kala permaneció callada, pero sus ojos se iluminaron, y una sonrisa se dibujó en su boca. Realmente era hermosa, no nos cansaremos de repetirlo.
Alfredo modeló el busto de Kala y el de su suegra; ellas posaron, mirando cómo sus dedos alisaban y amasaban la blanda arcilla.
-Esto lo hace sólo por nosotras -dijo la viuda. Es una atención por su parte el hacer personalmente este trabajo tan basto, en vez de encargarlo a su ayudante.
-La arcilla no tengo más remedio que moldearla yo -dijo él.
-Usted siempre tan galante -contestó mamá, mientras Kala apretaba la mano del artista, sucia de arcilla.
Luego explicó a las dos la belleza que la Naturaleza ha dado a los seres creados: cómo la vida está por encima de la arcilla, la planta sobre el mineral, el animal sobre la planta, el hombre sobre el animal; cómo el espíritu y la belleza se manifiestan por la forma, y cómo el escultor reproduce en la figura terrena lo más sublime de su revelación.
Kala reflexionaba en silencio sobre las ideas que él iba sugiriendo, pero su madre lo interrumpió:
-Es difícil seguirlo. Pero poco a poco voy cogiendo sus pensamientos, y aunque se me lían y enmarañan en la cabeza, no los suelto por eso.
Y la belleza lo sujetaba a él, lo llenaba y dominaba. Aquella belleza que irradiaba de toda la persona de Kala, de su mirada, de sus labios, incluso de los movimientos de sus dedos. Así lo decía Alfredo, y el escultor lo comprendía muy bien; hablaba sólo de ella, y en ella pensaba tan sólo; los dos se habían identificado, y así también ella habló mucho, pues él lo hacia muchísimo.
Fue aquél el día de la petición de mano, y después vino el de la boda, con las doncellas de honor y los obsequios, y se pronunció el sermón nupcial.
La suegra había colocado en el extremo superior de la mesa, en casa de la novia, el busto de Thorwaldsen en bata de noche. Se le había ocurrido que debía figurar entre los invitados. Se cantaron canciones y se pronunciaron brindis; resultó una boda muy alegre, y los novios formaban una bella pareja. «Pigmalión ha logrado su Galatea», decía una de las canciones.
-Ésta es otra mitología -observó la mamá política.
Al día siguiente, la joven pareja partió para Copenhague, donde iban a establecerse. La suegra los acompañó para hacerse cargo de lo prosaico, decía ella, o sea, para cuidar del gobierno de la casa. Kala debía vivir como en una casa de muñecas. Todo era nuevo, reluciente y hermoso. Allí los tenemos a los tres, y Alfredo, para servirnos de una frase proverbial, que aquí viene como al dedillo, estaba como un obispo en un nido de gansos.
El encanto de la forma lo había ofuscado. Había visto el envoltorio y no lo que contenía, lo cual es una desgracia, y no pequeña, en el matrimonio. Pues cuando la funda se despega y el oropel se cae, uno deplora la transacción. En la vida de sociedad resulta enormemente desagradable observar que uno ha perdido los botones de sus tirantes, y saber que no puede confiar en la hebilla por la sencilla razón de que no la tiene; pero es mucho peor aún oír, en las tertulias sociales, que la esposa y la suegra dicen tonterías, y no poder confiar en una ocurrencia aguda que borre el efecto de la estupidez.
Con mucha frecuencia se estaban los recién casados cogidos de la mano, hablando él e interponiendo ella una palabrita de tarde en tarde, siempre la misma melodía, las mismas dos o tres notas cristalinas. No se animaba la cosa hasta que llegaba Sofía, una de las amigas.
Sofía no era lo que se dice bonita, pero tampoco tenía ninguna falta; un poco torcida tal vez, decía Kala, pero no más de lo que pueden parecerlo las amigas. Era una muchacha muy juiciosa, y nadie pensaba que pudiese llegar a constituir un peligro. Venía a traer un poco de aire fresco a aquella casa de muñecas, y, realmente, todos se daban cuenta de que hacía falta renovar el aire. Por eso se marcharon, con deseos de airearse; la suegra y la joven pareja partieron para Italia.
-¡Gracias a Dios que estamos de nuevo en casa! -exclamaron madre e hija al regresar con Alfredo al año siguiente.
-No es ningún placer viajar -dijo la suegra. Resulta de lo más aburrido, y perdona que te lo diga. Me aburrí a pesar de tener conmigo a mis hijos, y además es caro, muy caro, eso de viajar. ¡Todas esas galerías que hay que visitar! ¡Tantas cosas que hay que ir a ver! Y no hay más remedio, pues al volver os preguntarán por todo. Y luego habréis de escucharos, para colmo, que os olvidasteis de visitar lo más hermoso de todo. Al final, ya me fastidiaban aquellas eternas madonas; una acaba por volverse madona.
-¡Y las comidas! -intervino Kala.
-¡Ni una sopa de caldo como Dios manda! -añadió mamá ¡Y qué mala es su cocina!
Kala volvió del viaje muy fatigada; aquello fue lo peor. Se presentó Sofía en la casa y se mostró útil y capaz.
Hay que reconocer -decía la suegra- que Sofía entiende de economía doméstica y de arte; y que suple muy bien a la enferma; además es muy honesta y fiel.
-Buenas pruebas dio de todo ello durante la enfermedad de Kala, una dolencia consuntiva que se la llevó.
Donde la funda lo es todo, hay que guardarla, de lo contrario se pierde todo; y en nuestro caso se perdió la funda: Kala murió.
-¡Tan hermosa como era! -dijo su madre-. Realmente era muy distinta de las clásicas, tan averiadas. Kala estaba entera, y eso sí es una belleza.
Lloró Alfredo, lloró la madre, los dos se pusieron de luto. A mamá el negro le sentaba muy bien, y siguió llevándolo mucho tiempo, lamentándose sin cesar, y más aún cuando Alfredo volvió a casarse, y con Sofía precisamente, que por el físico no valía nada.
-Le gustan los extremos -decía la suegra. Ha pasado de lo más hermoso a lo más feo; ha sido capaz de olvidarse de su primera esposa. Los hombres no tienen constancia. Mi marido era distinto. ¡Se murió antes que yo!
-Pigmalión logró su Galatea -dijo Alfredo. Es verdad lo que decía la canción nupcial. Me enamoré de una hermosa estatua que cobró vida en mis brazos. Pero el alma afín que el cielo nos envía, uno de sus ángeles, capaz de pensar y sentir con nosotros, capaz de alentarnos cuando estamos abatidos, ésta no la he encontrado y conquistado hasta ahora. ¡Llegaste tú, Sofía! No con belleza de formas, con un brillo radiante, sino como debías venir, más bonita de lo que era necesario. Lo principal es lo principal. Viniste a enseñar al escultor que su obra es sólo arcilla y polvo, y que en ella sólo expresa el núcleo más interior, el que debemos buscar.
¡Pobre Kala! Nuestra vida sobre la Tierra fue como un viaje. Allá arriba, donde se encuentran los que verdaderamente son afines, tal vez nos sintamos medio extraños.
-Has hablado sin caridad -replicó Sofía, no como cristiano. Allá arriba, donde no hay matrimonio pero donde, como dijiste, se encuentran las almas afines; allí, donde todo lo sublime se despliega y realza, su alma resonará tal vez con tanta fuerza, que apagará el son de la mía, y tú volverás a prorrumpir en aquel grito de tu primer amor: ¡Qué hermosa, qué hermosa!

1.003. Andersen (Hans Christian)

Pulgarcita

Érase una mujer que anhelaba tener un niño, pero no sabía dónde irlo a buscar. Al fin se decidió a acudir a una vieja bruja y le dijo:
-Me gustaría mucho tener un niño; dime cómo lo he de hacer.
-Sí, será muy fácil -respondió la bruja. Ahí tienes un grano de cebada; no es como la que crece en el campo del labriego, ni la que comen los pollos. Plántalo en una maceta y verás maravillas.
-Muchas gracias -dijo la mujer; dio doce sueldos a la vieja y se volvió a casa; sembró el grano de cebada, y brotó enseguida una flor grande y espléndida, parecida a un tulipán, sólo que tenía los pétalos apretadamente cerrados, cual si fuese todavía un capullo.
-¡Qué flor tan bonita! -exclamó la mujer, y besó aquellos pétalos rojos y amarillos; y en el mismo momento en que los tocaron sus labios, se abrió la flor con un chasquido. Era en efecto, un tulipán, a juzgar por su aspecto, pero en el centro del cáliz, sentada sobre los verdes estambres, se veía una niña pequeñísima, linda y gentil, no más larga que un dedo pulgar; por eso la llamaron Pulgarcita.
Le dio por cuna una preciosa cáscara de nuez, muy bien barnizada; azules hojuelas de violeta fueron su colchón, y un pétalo de rosa, el cubrecama. Allí dormía de noche, y de día jugaba sobre la mesa, en la cual la mujer había puesto un plato ceñido con una gran corona de flores, cuyos peciolos estaban sumergidos en agua; una hoja de tulipán flotaba a modo de barquilla, en la que Pulgarcita podía navegar de un borde al otro del plato, usando como remos dos blancas crines de caballo. Era una maravilla. Y sabía cantar, además, con voz tan dulce y delicada como jamás se haya oído.
Una noche, mientras la pequeñuela dormía en su camita, se presentó un sapo, que saltó por un cristal roto de la ventana. Era feo, gordote y viscoso; y vino a saltar sobre la mesa donde Pulgarcita dormía bajo su rojo pétalo de rosa.
«¡Sería una bonita mujer para mi hijo!», se dijo el sapo, y, cargando con la cáscara de nuez en que dormía la niña, saltó al jardín por el mismo cristal roto.
Cruzaba el jardín un arroyo, ancho y de orillas pantanosas; un verdadero cenagal, y allí vivía el sapo con su hijo. ¡Uf!, ¡y qué feo y asqueroso era el bicho! ¡igual que su padre! «Croak, croak, brekkerekekex!», fue todo lo que supo decir cuando vio a la niñita en la cáscara de nuez.
-Habla más quedo, no vayas a despertarla -le advirtió el viejo sapo. Aún se nos podría escapar, pues es ligera como un plumón de cisne. La pondremos sobre un pétalo de nenúfar en medio del arroyo; allí estará como en una isla, ligera y menudita como es, y no podrá huir mientras nosotros arreglamos la sala que ha de ser su habitación debajo del cenagal.
Crecían en medio del río muchos nenúfares, de anchas hojas verdes, que parecían nadar en la superficie del agua; el más grande de todos era también el más alejado, y éste eligió el viejo sapo para depositar encima la cáscara de nuez con Pulgarcita.
Cuando se hizo de día despertó la pequeña, y al ver donde se encontraba prorrumpió a llorar amargamente, pues por todas partes el agua rodeaba la gran hoja verde y no había modo de ganar tierra firme.
Mientras tanto, el viejo sapo, allá en el fondo del pantano, arreglaba su habitación con juncos y flores amarillas; había que adornarla muy bien para la nuera. Cuando hubo terminado nadó con su feo hijo hacia la hoja en que se hallaba Pulgarcita. Querían trasladar su lindo lecho a la cámara nupcial, antes de que la novia entrara en ella. El viejo sapo, inclinándose profundamente en el agua, dijo:
-Aquí te presento a mi hijo; será tu marido, y vivirán muy felices en el cenagal.
-¡Coax, coax, brekkerekekex! -fue todo lo que supo añadir el hijo. Cogieron la graciosa camita y echaron a nadar con ella; Pulgarcita se quedó sola en la hoja, llorando, pues no podía avenirse a vivir con aquel repugnante sapo ni a aceptar por marido a su hijo, tan feo.
Los pececillos que nadaban por allí habían visto al sapo y oído sus palabras, y asomaban las cabezas, llenos de curiosidad por conocer a la pequeña. Al verla tan hermosa, les dio lástima y les dolió que hubiese de vivir entre el lodo, en compañía del horrible sapo. ¡Había que impedirlo a toda costa! Se reunieron todos en el agua, alrededor del verde tallo que sostenía la hoja, lo cortaron con los dientes y la hoja salió flotando río abajo, llevándose a Pulgarcita fuera del alcance del sapo.
En su barquilla, Pulgarcita pasó por delante de muchas ciudades, y los pajaritos, al verla desde sus zarzas, cantaban: «¡Qué niña más preciosa!». Y la hoja seguía su rumbo sin detenerse, y así salió Pulgarcita de las fronteras del país.
Una bonita mariposa blanca, que andaba revoloteando por aquellos contornos, vino a pararse sobre la hoja, pues le había gustado Pulgarcita. Ésta se sentía ahora muy contenta, libre ya del sapo; por otra parte, ¡era tan bello el paisaje! El sol enviaba sus rayos al río, cuyas aguas refulgían como oro purísimo. La niña se desató el cinturón, ató un extremo en torno a la mariposa y el otro a la hoja; y así la barquilla avanzaba mucho más rápida.
Más he aquí que pasó volando un gran abejorro, y, al verla, rodeó con sus garras su esbelto cuerpecito y fue a depositarlo en un árbol, mientras la hoja de nenúfar seguía flotando a merced de la corriente, remolcada por la mariposa, que no podía soltarse.
¡Qué susto el de la pobre Pulgarcita, cuando el abejorro se la llevó volando hacia el árbol! Lo que más la apenaba era la linda mariposa blanca atada al pétalo, pues si no lograba soltarse moriría de hambre. Al abejorro, en cambio, le tenía aquello sin cuidado. Se posó con su carga en la hoja más grande y verde del árbol, regaló a la niña con el dulce néctar de las flores y le dijo que era muy bonita, aunque en nada se parecía a un abejorro. Más tarde llegaron los demás compañeros que habitaban en el árbol; todos querían verla. Y la estuvieron contemplando, y las damitas abejorras exclamaron, arrugando las antenas:
-¡Sólo tiene dos piernas; qué miseria!
-¡No tiene antenas! -observó otra.
-¡Qué talla más delgada, parece un hombre! ¡Uf, que fea! -decían todas las abejorras.
Y, sin embargo, Pulgarcita era lindísima. Así lo pensaba también el abejorro que la había raptado; pero viendo que todos los demás decían que era fea, acabó por creérselo y ya no la quiso. Podía marcharse adonde le apeteciera. La bajó, pues, al pie del árbol, y la depositó sobre una margarita. La pobre se quedó llorando, pues era tan fea que ni los abejorros querían saber nada de ella. Y la verdad es que no se ha visto cosa más bonita, exquisita y límpida, tanto como el más bello pétalo de rosa.
Todo el verano se pasó la pobre Pulgarcita completamente sola en el inmenso bosque. Se trenzó una cama con tallos de hierbas, que suspendió de una hoja de acedera, para resguardarse de la lluvia; para comer recogía néctar de las flores y bebía del rocío que todas las mañanas se depositaba en las hojas. Así transcurrieron el verano y el otoño; pero luego vino el invierno, el frío y largo invierno. Los pájaros, que tan armoniosamente habían cantado, se marcharon; los árboles y las flores se secaron; la hoja de acedera que le había servido de cobijo se arrugó y contrajo, y sólo quedó un tallo amarillo y marchito. Pulgarcita pasaba un frío horrible, pues tenía todos los vestidos rotos; estaba condenada a helarse, frágil y pequeña como era. Comenzó a nevar, y cada copo de nieve que le caía encima era como si a nosotros nos echaran toda una palada, pues nosotros somos grandes, y ella apenas medía una pulgada. Se envolvió en una hoja seca, pero no conseguía entrar en calor; tiritaba de frío.
Junto al bosque se extendía un gran campo de trigo; lo habían segado hacía tiempo, y sólo asomaban de la tierra helada los rastrojos desnudos y secos. Para la pequeña era como un nuevo bosque, por el que se adentró, y ¡cómo tiritaba! Llegó frente a la puerta del ratón de campo, que tenía un agujerito debajo de los rastrojos. Allí vivía el ratón, bien calentito y confortable, con una habitación llena de grano, una magnífica cocina y un comedor. La pobre Pulgarcita llamó a la puerta como una pordiosera y pidió un trocito de grano de cebada, pues llevaba dos días sin probar bocado.
-¡Pobre pequeña! -exclamó el ratón, que era ya viejo, y bueno en el fondo, entra en mi casa, que está bien caldeada y comerás conmigo-. Y como le fuese simpática Pulgarcita, le dijo: - Puedes pasar el invierno aquí, si quieres cuidar de la limpieza de mi casa, y me explicas cuentos, que me gustan mucho.
Pulgarcita hizo lo que el viejo ratón le pedía y lo pasó la mar de bien.
-Hoy tendremos visita -dijo un día el ratón. Mi vecino suele venir todas las semanas a verme. Es aún más rico que yo; tiene grandes salones y lleva una hermosa casaca de terciopelo negro. Si lo quisieras por marido nada te faltaría. Sólo que es ciego; habrás de explicarle las historias más bonitas que sepas.
Pero a Pulgarcita le interesaba muy poco el vecino, pues era un topo.
Éste vino, en efecto, de visita, con su negra casaca de terciopelo. Era rico e instruido, dijo el ratón de campo; tenía una casa veinte veces mayor que la suya. Ciencia poseía mucha, mas no podía sufrir el sol ni las bellas flores, de las que hablaba con desprecio, pues no, las había visto nunca.
Pulgarcita hubo de cantar, y entonó «El abejorro echó a volar» y «El fraile descalzo va campo a través». El topo se enamoró de la niña por su hermosa voz, pero nada dijo, pues era circunspecto.
Poco antes había excavado una larga galería subterránea desde su casa a la del vecino e invitó al ratón y a Pulgarcita a pasear por ella siempre que les viniese en gana. Les advirtió que no debían asustarse del pájaro muerto que yacía en el corredor; era un pájaro entero, con plumas y pico, que segura-mente había fallecido poco antes y estaba enterrado justamente en el lugar donde habla abierto su galería.
El topo cogió con la boca un pedazo de madera podrida, pues en la oscuridad reluce como fuego, y, tomando la delantera, les alumbró por el largo y oscuro pasillo. Al llegar al sitio donde yacía el pájaro muerto, el topo apretó el ancho hocico contra el techo y, empujando la tierra, abrió un orificio para que entrara luz. En el suelo había una golondrina muerta, las hermosas alas comprimidas contra el cuerpo, las patas y la cabeza encogidas bajo el ala. La infeliz avecilla había muerto de frío. A Pulgarcita se le encogió el corazón, pues quería mucho a los pajarillos, que durante todo el verano habían estado cantando y gorjeando a su alrededor. Pero el topo, con su corta pata, dio un empujón a la golondrina y dijo:
-Ésta ya no volverá a chillar. ¡Qué pena, nacer pájaro! A Dios gracias, ninguno de mis hijos lo será. ¿Qué tienen estos desgraciados, fuera de su quivit, quivit? ¡Vaya hambre la que pasan en invierno!
-Habla como un hombre sensato -asintió el ratón. ¿De qué le sirve al pájaro su canto cuando llega el invierno? Para morir de hambre y de frío, ésta es la verdad; pero hay quien lo considera una gran cosa.
Pulgarcita no dijo esta boca es mía, pero cuando los otros dos hubieron vuelto la espalda, se inclinó sobre la golondrina y, apartando las plumas que le cubrían la cabeza, besó sus ojos cerrados.
«¡Quién sabe si es aquélla que tan alegremente cantaba en verano!», pensó. «¡Cuántos buenos ratos te debo, mi pobre pajarillo!».
El topo volvió, a tapar el agujero por el que entraba la luz del día y acompañó a casa a sus vecinos. Aquella noche Pulgarcita no pudo pegar un ojo; saltó, pues, de la cama y trenzó con heno una grande y bonita manta, que fue a extender sobre el avecilla muerta; luego la arropó bien, con blanco algodón que encontró en el cuarto de la rata, para que no tuviera frío en la dura tierra.
-¡Adiós, mi pajarito! -dijo. Adiós y gracias por las canciones con que me alegrabas en verano, cuando todos los árboles estaban verdes y el sol nos calentaba con sus rayos.
Aplicó entonces la cabeza contra el pecho del pájaro y tuvo un estremecimiento; le pareció como si algo latiera en él. Y, en efecto, era el corazón, pues la golondrina no estaba muerta, y sí sólo entumecida. El calor la volvía a la vida.
En otoño, todas las golondrinas se marchan a otras tierras más cálidas; pero si alguna se retrasa, se enfría y cae como muerta. Allí se queda en el lugar donde ha caído, y la helada nieve la cubre.
Pulgarcita estaba toda temblorosa del susto, pues el pájaro era enorme en comparación con ella, que no medía sino una pulgada. Pero cobró ánimos, puso más algodón alrededor de la golondrina, corrió a buscar una hoja de menta que le servía de cubrecama, y la extendió sobre la cabeza del ave.
A la noche siguiente volvió a verla y la encontró viva, pero extenuada; sólo tuvo fuerzas para abrir los ojos y mirar a Pulgarcita, quien, sosteniendo en la mano un trocito de madera podrida a falta de linterna, la estaba contem-plando.
-¡Gracias, mi linda pequeñuela! -murmuró la golondrina enferma. Ya he entrado en calor; pronto habré recobrado las fuerzas y podré salir de nuevo a volar bajo los rayos del sol.
-¡Ay! -respondió Pulgarcita, hace mucho frío allá fuera; nieva y hiela. Quédate en tu lecho calentito y yo te cuidaré.
Le trajo agua en una hoja de flor para que bebiese. Entonces la golondrina le contó que se había lastimado un ala en una mata espinosa, y por eso no pudo seguir volando con la ligereza de sus compañeras, las cuales habían emigrado a las tierras cálidas. Cayó al suelo, y ya no recordaba nada más, ni sabía cómo había ido a parar allí.
El pájaro se quedó todo el invierno en el subterráneo, bajo los amorosos cuidados de Pulgarcita, sin que lo supieran el topo ni el ratón, pues ni uno ni otro podían sufrir a la golondrina.
No bien llegó la primavera y el sol comenzó a calentar la tierra, la golondrina se despidió de Pulgarcita, la cual abrió el agujero que había hecho el topo en el techo de la galería. Entró por él un hermoso rayo de sol, y la golondrina preguntó a la niñita si quería marcharse con ella; podría montarse sobre su espalda, y las dos se irían lejos, al verde bosque. Más Pulgarcita sabía que si abandonaba al ratón le causaría mucha pena.
-No, no puedo -dijo.
-¡Entonces adiós, adiós, mi linda pequeña! -exclamó la golondrina, remon-tando el vuelo hacia la luz del sol. Pulgarcita la miró partir, y las lágrimas le vinieron a los ojos; pues le había tomado mucho afecto.
-¡Quivit, quivit! -chilló la golondrina, emprendiendo el vuelo hacia el bosque. Pulgarcita se quedó sumida en honda tristeza. No le permitieron ya salir a tomar el sol. El trigo que habían sembrado en el campo de encima creció a su vez, convirtiéndose en un verdadero bosque para la pobre criatura, que no medía más de una pulgada.
-En verano tendrás que coserte tu ajuar de novia -le dijo un día el ratón. Era el caso que su vecino, el fastidioso topo de la negra pelliza, había pedido su mano. Necesitas ropas de lana y de hilo; has de tener prendas de vestido y de cama, para cuando seas la mujer del topo.

1.003. Andersen (Hans Christian)

Psiquis

En el rosado horizonte del crepúsculo matutino brilla una gran estrella, la más clara de la mañana. Sus rayos tiemblan sobre el blanco muro, como si en él quisieran escribir lo que en miles de años ha visto en las diversas latitudes de nuestra inquieta Tierra.
Escucha una de sus historias:
-No hace mucho -para una estrella, «no hace mucho» significa lo mismo que «varios siglos» para nosotros, los hombres, mis rayos acompañaban a un joven artista. Ocurría la cosa en los Estados Pontificios, en la ciudad de Roma. Al correr de los tiempos han cambiado allí muchas cosas, aunque no tan de prisa como pasa el hombre de la infancia a la vejez. El palacio de los Césares era, como hoy, una ruina; la higuera y el laurel crecían entre las derrumbadas columnas de mármol, y por encima de las destruidas termas, cuyas paredes conservaban aún sus estucos dorados. El Coliseo era otra ruina. Sonaban las campanas de las iglesias y, entre nubes de incienso, recorrían las calles procesiones con cirios y ricos palios. Era la ciudad de la Religión y del Arte.
Vivía a la sazón en Roma el más grande de los pintores del mundo: Rafael, y vivía también allí el primero de los escultores de su época: Miguel Ángel. El Papa los admiraba a los dos y los honraba con su visita; el Arte era reconocido, honrado y premiado. Sin embargo, no todo lo grande y valioso era visto y estimado.
En un angosto callejón se levantaba una casa muy vieja, edificada sobre un antiguo templo, y en ella vivía un joven artista, pobre y desconocido. Tenía, sí, bastantes amigos, jóvenes artistas como él, jóvenes de ánimo, de esperanzas y de ideas. Le decían que era rico en talento y aptitudes, y que hacía mal en no creer en ellas. Continuamente rompía lo que había moldeado en arcilla. Nunca se mostraba satisfecho, nunca terminaba sus obras; y es necesario hacerlo si se quiere adquirir estima y prestigio y ganar dinero. Es algo de toda evidencia.
-¡Eres un soñador! -le decían, ésta es tu desgracia. Todo porque aún no has entrado en la vida, no la has gozado en lo que tiene de grande y de sana, como cumple a la juventud. Cuando se es joven hay que abrazar la vida, fundirse con ella de modo que vida y persona se vuelvan una sola y misma cosa. Mira al gran maestro Rafael, a quien el Papa honra y el mundo admira. Ése no desprecia el vino y el pan.
-¡Qué ha de despreciar! Dígalo la panadera, la linda Fornarina, interpuso Angelo, uno de los amigos más alegres. Todos hablaban, cada cual según su edad y juicio. Pretendían arrastrar al artista a que compartiera su existencia regocijada y bulliciosa, a la vida loca, como podía llamársele; y, por un momento, él se sintió inclinado a ceder. Tenía la sangre ardiente, y la imaginación viva; le gustaba tomar parte en las regocijadas charlas, reír sonoramente con los demás. Y, no obstante, los atractivos de lo que los demás llamaban «la vida alegre de Rafael», se le desvanecían como la niebla matinal cuando contemplaba el resplandor divino que brillaba en las obras del excelso maestro. Y cuando en el Vaticano estaba en presencia de aquellas bellezas que los grandes artistas habían plasmado milenios atrás en el bloque de mármol, se henchía su pecho, sentía bullir en su interior algo de sublime, santo, noble, grande y bueno, y deseaba poder a su vez crear y tallar en mármol otras figuras dignas de aquéllas. Buscaba la forma de aquel ardor que de su corazón se elevaba al infinito; pero, ¿cómo encontrarla, y bajo qué rasgos? La blanca arcilla se moldeaba en sus dedos en bellas formas, pero cada día destruía lo que hiciera la víspera.
En cierta ocasión pasó por delante de uno de los ricos palacios que tanto abundan en Roma. Se detuvo frente a la gran puerta principal, que estaba abierta, y vio en el interior un jardincito rodeado de arcadas, adornadas con pinturas. El jardín estaba lleno de bellísimas rosas; grandes calas blancas, de verdes hojas jugosas, surgían de la fuente de mármol, en la que chapoteaba el agua límpida. Y delante parecía flotar una figura, una muchacha, hija de la familia patricia, indeciblemente exquisita, vaporosa y bella. Jamás había visto el artista una forma de mujer como aquélla; pero sí, la había visto, pintada por Rafael, en la figura de Psiquis, en uno de los palacios de Roma. Sí, allí estaba pintada, mas aquí aparecía animada y viva.
Con la figura de la joven grabada en sus pensamientos y en su corazón regresó a su casa, y en su mísera habitación moldeó una estatua de arcilla: una Psiquis. Era la rica joven romana, la noble doncella, y por primera vez se sintió el artista satisfecho de su obra. Para él tenía una especial significación: era «ella». Los amigos, cuando la vieron, estallaron en gritos de admiración: allí se revelaba por fin el talento que desde hacía tanto tiempo pregonaban. El mundo entero se percataría ahora de él.
La arcilla es plástica y viva, ciertamente, pero no tiene la blancura y firmeza del mármol. En mármol iba a hacer su Psiquis. Piedra no le faltaba: en el patio tenía un bloque ennegrecido por el tiempo, que había sido ya de sus padres, sucio y abandonado bajo un montón de cascotes y basura. Más por dentro era como la nieve de las cumbres. De ella saldría Psiquis.
Un día -esto no lo vio la clara estrella, pero nosotros lo sabemos-, un grupo de personas de la alta sociedad romana se presentó en la estrecha y humilde calleja. El coche se detuvo a cierta distancia, y sus ocupantes se acercaron para ver el trabajo del joven artista, del que oyeron hablar por casualidad. ¿Quiénes eran los nobles visitantes? ¡Pobre muchacho! O feliz muchacho, como se quiera. Era ella, la propia joven, la que estaba en su humilde estudio; y qué expresión se reflejó en su mirada cuando su padre dijo:
-¡Eres verdaderamente tú, en cuerpo y vida!
¡Ay!, no era posible cincelar la sonrisa ni reproducir la mirada que la muchacha dirigió al artista: una mirada que trastornaba, que daba vida... y mataba a la vez.
-Hay que llevar al mármol esta Psiquis -dijo el opulento caballero.
Y aquéllas fueron palabras de vida para la inerte arcilla y para el pesado bloque de mármol, como lo fueron también para el joven artista.
-Cuando tenga la obra terminada, se la compraré -dijo el noble señor.
Fue como si en el mísero taller empezara una nueva época. En la casa todo era vida, alegría y actividad. El fulgurante lucero de la mañana vio cómo avanzaba el trabajo. La propia arcilla parecía haberse animado desde el día en que «ella» entró en la casa. Bajo los dedos del artista, los conocidos rasgos se hacían aún más hermosos. «¡Ahora sé lo que es vivir! -pensaba el artista alborozado- ¡Es amor! Es elevación a lo sublime, entrega a la Belleza. Lo que los amigos llaman vida y placer es caducidad, son burbujas de las heces en fermentación, no el vino puro del altar celestial que inicia a la vida».
Trajeron el bloque de mármol al taller; el cincel hizo saltar grandes pedazos. Después se tomaron medidas, se trazaron puntos y signos, se procedió a la labor mecánica, hasta que poco a poco la piedra fue transformándose en un cuerpo, en la estatua de la Belleza, en Psiquis, hermosa y majestuosa como la imagen de Dios en la doncella. La pesada piedra se hizo vaporosa, ligera, casi aérea: una Psiquis con su celestial sonrisa de inocencia, tal como estaba grabada en el corazón del joven escultor.
La estrella de la rosada aurora lo vio, y sin duda comprendió lo que se agitaba en el joven; comprendió el cambio de color de sus mejillas, la centelleante luz de su mirada, mientras creaba y reproducía lo que Dios había formado.
-¡Es una obra digna de los griegos! -exclamaban sus arrobados amigos. Pronto el mundo entero admirará tu Psiquis.
-¡Mi Psiquis! -repetía él. Mía... mía será. También yo soy un artista, como aquellos grandes que ya murieron. Dios me ha concedido su gracia, me ha elevado entre los grandes.
Y, postrándose de rodillas, elevó a Dios, llorando, una plegaria de acción de gracias, y volvió a olvidarse de Él para absorberse en ella, en su estatua en mármol, aquella figura de Psiquis que parecía plasmada con nieve, teñida por los rayos encendidos del sol de la mañana.
Por fin pudo ir a verla, en su persona real, su Psiquis viva, aquella cuyas palabras sonaban como música. Podía ya llevar al rico palacio la noticia de que la Psiquis de mármol estaba terminada. Cruzó el patio abierto, donde el agua que proyectaban los delfines caía rumoreante en la marmórea concha, cuajada de calas y de frescas rosas. Penetró en el espacioso y alto vestíbulo, cuyas paredes y techo se hallaban decorados con escudos de armas y cuadros multicolores. Criados con lujosas libreas se pavonea-ban, orgullosos como caballos de trineo con sus cascabeles, paseando arriba y abajo del vestíbulo; algunos incluso estaban tendidos cómoda e insolentemente en los tallados bancos de madera, como si fuesen los dueños de la casa. Les dio su recado y fue conducido al piso superior por la reluciente escalera de mármol, cubierta de mullidas alfombras. A uno y otro lado se levantaban estatuas. Nuestro amigo atravesó lujosas salas, adornadas con cuadros y brillantes pavimentos de mosaico. Toda aquella magnificencia y suntuosidad le hacía contener la respiración; pero no tardó en volver a sentirse aligerado. El anciano príncipe lo recibió amablemente, casi con cordialidad, y, terminada la conversación lo invitó, antes de despedirse, a que pasara a saludar a la joven «signora», que deseaba verlo también. Los criados lo condujeron, a través de nuevos aposentos y salones, tan suntuosos como los anteriores, a las habitaciones de la joven, de las cuales era ella el máximo adorno y belleza.
Ella le habló. Ninguna armonía, ningún canto religioso habría podido conmover su corazón tanto como el discurso de la joven. Él le cogió la mano y se la llevó a los labios. Ninguna rosa podía tener aquella suavidad, y, sin embargo, irradiaba fuego. Un noble sentimiento recorrió todo su ser, y de su lengua brotaron palabras, él mismo no sabía cuáles. ¿Acaso sabe el cráter que lanza lava ardiente? Le confesó su amor. Ella se irguió, ofendida, altiva, con expresión de escarnio y de repugnancia, como si acabase de tocarla un sapo frío y viscoso. Se enrojecieron sus mejillas, sus labios palidecieron; sus ojos despedían fuego, aun siendo negros como las tinieblas de la noche.
-¡Insensato! -exclamó. ¡Fuera de aquí!
Y le volvió la espalda. El rostro de la beldad había adquirido una expresión comparable al de la cabeza de piedra con serpientes por cabellos.
El artista salió a la calle como un objeto desmoronado e inerte; como un sonámbulo llegó a su casa, donde despertó presa de furia y dolor, y, empuñando un martillo y blandiéndolo en el aire, se lanzó contra la hermosa estatua de mármol. Pero en su estado no había advertido la presencia de su amigo Angelo, quien, con gesto vigoroso, le detuvo el brazo.
-¿Te has vuelto loco? ¿Qué te propones?
Se entabló una lucha. Angelo era el más fuerte, y el joven artista se desplomó jadeando en una silla.
-¿Qué ha ocurrido? -preguntó Angelo. Explícate, habla.
Pero, ¿qué podía decir el artista? Angelo, al ver que no obtendría nada de él, no insistió.
-Te pondrás enfermo con tus fantasías. Sé de una vez un hombre como los demás y deja de vivir en las nubes. Acabarás chiflado. Emborráchate un poquitín y verás lo bien que duermes. Búscate una chica guapa, que te haga de médico. Las muchachas de la Campagna son tan hermosas como la princesa del palacio de mármol; todas son hijas de Eva, y no se distinguirán entre sí en el paraíso. Sigue a tu Angelo, a tu ángel, que soy yo, un ángel de la vida. Día vendrá en que serás viejo, y tu cuerpo se desmoronará, y un bello día soleado, cuando todos rían y gocen, tú serás como un tallo marchito que ha dejado de crecer. No creo en la otra vida que nos prometen los curas; es una hermosa fantasía, un cuento para niños, muy agradable para quien es capaz de imaginarlo. Pero yo no vivo de imaginaciones, sino de realidades. ¡Vente conmigo y sé un hombre!
El joven escultor se fue con él; no se sentía con ánimos para resistir. En su sangre ardía un fuego extraño; algo había cambiado en su alma. Sentía la necesidad de evadirse de la existencia antigua, de la costumbre de su propio y viejo yo; y siguió a Angelo.
En las afueras de Roma había una hostería, entre las ruinas de unas termas antiguas, muy frecuentada por artistas. Los grandes limones dorados colgaban entre el oscuro y brillante follaje, cubriendo parte de los viejos y rojizos muros. La hostería era una bóveda profunda, casi una cueva excavada en la ruina. En el interior lucía una lámpara ante la imagen de la Madonna; un gran fuego ardía en el hogar, que servía de cocina. Fuera, bajo los limoneros y laureles, había algunas mesas.
Los amigos los recibieron con regocijo y jolgorio. Se comió poco y se bebió mucho, lo cual aumentó el júbilo. Cantaron al son de la guitarra, resonó el «saltarello» y empezó el baile. Unas jóvenes romanas, modelos de los artistas, se mezclaron con los bailadores, participando en el animado bullicio. Dos deliciosas bacantes. No tenían figura de Psiquis, ni eran rosas delicadas y lozanas, sino frescos claveles, robustos y ardientes.
¡Qué calor hacía, incluso después de ponerse el sol! Fuego en la sangre, fuego en el aire, fuego en las miradas. El aire fluctuaba entre oro y rosas, toda la vida era rosas y oro.
-¡Por fin te decidiste! Déjate llevar por la corriente que te rodea y que hay en ti.
-Nunca me había sentido tan sano y alegre -dijo el joven artista. Tienes razón, todos tenéis razón. Era un loco, un sonador. El hombre se debe a la realidad y no a la fantasía.
Al son de cantos y guitarras, salieron los jóvenes de la hostería al anochecer claro y estrellado, desfilando por los callejones en compañía de los dos ardientes claveles, las hijas de la Campagna.
En la morada de Angelo, entre esbozos dispersos, estudios tirados y cuadros lascivos y ardientes, resonaban las voces más apagadas pero no menos fogosas. En el suelo se veían algunas hojas muy parecidas a las hijas de la Campagna, de belleza robusta y, cambiante, y, sin embargo, ellas eran mucho más hermosas. El candelabro de seis brazos tenía las seis velas encendidas; y de su seno se proyectaba, luminosa y flameante, la figura humana representando a una divinidad.
-¡Apolo! ¡Júpiter! ¡Me siento elevado a su cielo y a su grandeza! Me parece como si en este momento se abriera en mi corazón la flor de la vida.
Sí, se abrió -se dobló y se desplomó, y un vaho repugnante y estupefaciente se arremolinó, cegando la vista y turbando el pensamiento; se extinguieron los fuegos artificiales de los sentidos, y todo quedó en tinieblas.
Llegó a su casa, y, sentándose sobre la cama, trató de concentrar sus pensamientos. Del fondo de su pecho salió una voz que le gritaba: «¡qué asco!». Y luego: «¡Insensato! ¡Fuera!». Y exhaló un profundo y doloroso suspiro.
-¡Fuera de aquí!
Estas palabras, las palabras de la Psiquis viviente, resonaron en su alma y asomaron a sus labios. Oprimió la cabeza contra la almohada, se extraviaron sus pensamientos y se quedó dormido.
Se despertó sobresaltado al amanecer y volvió a concentrarse. ¿Qué había pasado? ¿Sería un sueño? ¿Un sueño las palabras de la muchacha, la visita a la hostería, la noche con los purpúreos claveles de la Campagna? No, todo era real, una realidad que hasta entonces no conocía.
En el aire rojo brillaba la clara estrella; uno de sus rayos cayó sobre él y sobre la Psiquis de mármol. El joven sintió un estremecimiento al contemplar la imagen de la inmortalidad; le pareció que sus ojos eran demasiado impuros para mirarla. Cubrió la estatua con un lienzo, la tocó otra vez para descubrirla, pero ya no pudo mirar su obra.
Permaneció todo el día inmóvil, sombrío, ensimismado; no se dio, cuenta de nada de lo que se movía en el exterior; nadie supo lo que ocurría en el alma de aquel hombre.
Transcurrieron días y semanas; las noches se hacían interminables. La rutilante estrella lo vio una mañana levantarse del lecho, pálido, calentu-riento. Acercándose a la estatua de mármol, le quitó la envoltura, contempló su obra con mirada dolorosa y férvida, y luego, cediendo casi bajo la carga, la arrastró hasta el jardín. Había allí un pozo seco y decaído, que mejor podía llamarse un hoyo; a él echó la Psiquis, cubriéndola después con tierra y esparciendo por encima de la tumba ramillas y ortigas.
-¡Fuera de aquí! -ésta fue la oración fúnebre de la estatua.
La estrella lo presenció desde los espacios rosados, y su rayo tembló en dos gruesas lágrimas que rodaron por las mejillas lívidas del joven devorado por la fiebre (enfermo de muerte, dijeron, cuando yacía en su lecho).
El hermano Ignacio acudió a su vera, como amigo y médico, aportándole las consoladoras palabras de la religión. Le habló de la serenidad y la dicha de la Iglesia, del pecado de los hombres, de la gracia y la paz de Dios.
Sus palabras cayeron como cálidos rayos de sol sobre un suelo húmedo; igual que de éste, de su alma se levantaban caudales de nieblas, imágenes mentales, imágenes que tenían su realidad; y desde aquellas islas flotantes contempló la existencia humana: errores, engaños, desilusión, eso era la vida, eso había sido para él. El Arte era una sirena que nos arrastra a la vanidad y a las concupis-cencias de la carne. Somos falsos con nosotros mismos, con nuestros amigos, con Dios. La serpiente habla siempre en nosotros: «¡Come y serás como Dios!».
Sólo entonces le pareció que se comprendía a sí mismo, que acababa de descubrir el camino que lleva a la verdad y a la paz. En la Iglesia había la luz y la claridad de Dios; en la celda monacal, la paz necesaria al árbol humano para crecer en la eternidad.
El hermano Ignacio fortaleció su propósito, y el artista adoptó una resolución firme. Un hijo del mundo pasó a ser criado de la Iglesia; el joven escultor renunció al mundo e ingresó en el convento.
Sus hermanos de religión lo recibieron amorosamente, y su ordenación fue una verdadera fiesta. Le parecía que Dios se le revelaba en los rayos de sol que inundaban el templo, reflejándose en las santas imágenes y en la reluciente cruz. Y cuando, a la hora del crepúsculo vespertino, se encontró en su diminuta celda y, abriendo la ventana, se asomó a contemplar la vieja Roma, con sus destruidos templos, el Coliseo, poderoso y muerto, el aire primaveral con las acacias floridas, la fresca siempreviva, las rosas recién abiertas, los dorados limones y naranjas y los abanicos de las palmeras, sintió una emoción como nunca había experimentado. La vasta y apacible Campagna se extendía ante sus ojos hasta las montañas azules y coronadas de nieve, que parecían pintadas sobre el horizonte; todo fusionándose, respirando paz y belleza, todo tan flotante, tan fantástico... todo como un sueño.
Sí, un sueño es el mundo de aquí abajo; pero el sueño dura sólo unas horas, mientras la vida del claustro dura muchos y largos años.
Muchas de las cosas que hacen impuro al hombre, surgen de su propia alma, tenía que confesárselo. ¿Qué llama era aquélla que a veces se encendía en él? ¿Qué poder oculto rebullía en él, y, aunque rechazado, volvía a brotar constantemente? Castigaba su cuerpo, pero el mal venía del interior. ¿Qué parte de su espíritu, escurridizo como la serpiente, se enroscaba bajo el manto del amor universal y lo consolaba diciendo: los santos rezan por nosotros, la Madre ruega por nosotros, el mismo Jesús dio su sangre por nosotros? Era un sentimiento infantil o la ligereza de la juventud, lo que hacía que se entregase a la gracia y se sintiera elevado por encima de muchos ¿Y por qué no? ¿No había arrojado de sí la vanidad del mundo, no era hijo de la Iglesia?
Un día, al cabo de muchos años, se encontró con Angelo, que lo reconoció al instante.
-¡Hombre! -exclamó éste. ¡Con que eres tú! ¿Eres feliz ahora? Pecaste contra Dios, al despreciar su don y renunciar a tu misión en el mundo. Lee la parábola del dinero prestado. El Maestro que la contó dijo la verdad. ¿Qué has ganado y hallado? ¿No te has forjado tú mismo una vida de ensueño, una religión a tu gusto, como hacen todos? Como si todo no fuese más que un sueño, una fantasía, bellos pensamientos y nada más.
-¡Aléjate de mí, Satanás! -dijo el monje, volviendo la espalda a Angelo.
-¡Existe un demonio, un demonio de carne y hueso! Hoy lo he visto -murmuró. Una vez le alargué un dedo y me cogió toda la mano. Pero, no -suspiró, el maligno vive en mí, y vive también en aquel hombre, pero a él no lo doblega; va con la frente alta y disfruta de sus comodidades, mientras yo busco mi bienestar en los consuelos de la religión. ¡Si al menos fuese un consuelo! ¿Y si todo lo de aquí no fueran más que bellas imaginaciones, como en el mundo que abandoné? Ilusión, como la belleza de las rojas nubes del ocaso, como el ondeante azul de las montañas lejanas. ¡Qué distintas son de cerca! ¡Eternidad, eres como el océano inmenso y encalmado, que nos hace señas y nos llama y nos llena de presentimientos; y cuando nos adentramos en él es para hundirnos, desaparecer, morir, dejar de ser! ¡Ilusión! ¡Fuera!.
Y sin lágrimas, absorto en sí mismo, se sentó en su duro lecho y luego se postró de rodillas. ¿Ante quién? ¿Ante la cruz de piedra de la pared? No; la costumbre hacía que el cuerpo tomara aquella postura.
Cuanto más penetraba en las honduras de su alma, más tenebrosa le parecía ésta. -¡Nada dentro, nada fuera! Una vida desperdiciada y vacía. Y este pensamiento creció, como una bola de nieve, hasta anonadarle.
-No puedo confiarme a nadie, a nadie puedo hablar de este gusano interior que me corroe. Mi secreto es mi prisionero; si lo dejo escapar, yo seré el suyo.
Y la fuerza divina que había en él sufría y luchaba.
-¡Señor, Dios mío! -gritaba en su desesperación. Apiádate de mí, dame la fe. Arrojé de mí el don de tu gracia, dejé incumplida mi misión. Me faltaron las fuerzas. ¿Por qué no me las diste? La inmortalidad, la Psiquis que había en mi pecho... ¡fuera de aquí! Sea sepultada como aquella otra Psiquis, el mejor rayo de mi vida. Nunca saldrá de su tumba.
La estrella brillaba en el aire rosado, la estrella que con toda certidumbre se extinguirá y consumirá mientras las almas vivirán y brillarán. Su rayo tembloroso se posó sobre la blanca pared, pero ningún signo dejó en ella de la grandeza de Dios, de la gracia, del amor universal que resuena en el pecho del creyente.
-La Psiquis que mora aquí dentro ¡nunca morirá! ¿Vivirá en la conciencia? ¿Puede suceder lo incomprensible? ¡Sí, sí! Incomprensible es mi yo. Incom-prensible Tú, Señor. Todo tu universo es incomprensible; una obra milagrosa de poder, magnificencia, amor.
Sus ojos se iluminaron y se tornaron vidriosos. El son de las campanas del templo fue el último que percibieron sus oídos. Murió, y depositaron su cuerpo en tierra, en tierra traída de Jerusalén y mezclada con polvo de reliquias.
Años después exhumaron el esqueleto, igual que hicieran con los monjes muertos antes que él. Lo vistieron con un hábito de color pardo, le pusieron un rosario en la mano y lo depositaron en un nicho que contenía otros huesos humanos, tal y como fue encontrado en la cripta del convento. Al exterior brillaba el sol, el interior olía a incienso; se rezaron misas.
Pasaron más años.
Los huesos se desprendieron y cayeron confundidos. Las calaveras fueron recogidas, y con ellas se revistió toda una pared exterior de la iglesia; entre ellos estaba también el suyo, al sol abrasador -¡eran tantos y tantos muertos cuyos nombres nadie conocía!. Ni tampoco el suyo. Y he aquí que, bajo la luz del sol, algo de vivo se movió en las cuencas de los ojos. ¿Qué podía ser? Un lagarto de vivos colores saltó al cráneo hueco y se deslizó rápidamente por las grandes órbitas. Era la vida de aquella cabeza que en otros tiempos albergara altos pensamientos, luminosos sueños, el amor del Arte y de la grandeza; de aquellos ojos habían fluido ardientes lágrimas, y en ellos se había reflejado la esperanza en la eternidad. El lagarto pegó un salto y desapareció; el cráneo se desmenuzó, se hizo polvo en el polvo.
Han pasado siglos. La clara estrella seguía brillando como siempre, como lo hará por espacio de milenios y milenios; el aire tenía un tinte carmesí, fresco como rosas y ardiente como sangre.
Donde antaño había un callejón con los restos de un antiguo templo, había ahora un convento de monjas. En su jardín excavaron una sepultura, destinada a una joven religiosa fallecida, que iba a ser enterrada aquella mañana. La pala chocó contra una piedra de un blanco deslumbrante; apareció el mármol, el cual adquirió la forma de un hombro, que fue saliendo a la luz poco a poco. Con gran cuidado manejaban el azadón. Miren... una cabeza de mujer... alas de mariposa... y de la fosa destinada a sepultura de la monja extrajeron, a los rayos rosados de la mañana, una maravillosa estatua de Psiquis, cincelada en mármol blanco.
-¡Qué hermosa, qué perfecta! Una verdadera obra maestra de la mejor época -dijo la gente.
¿Quién pudo ser su autor? Nadie lo sabía, nadie lo conocía, excepto la clara estrella que lleva milenios brillando. Sólo ella conoció el curso de su vida terrena, su prueba, sus flaquezas; supo que había sido «sólo un hombre». Pero estaba muerto, había pasado, como es ley y condición de todo polvo. Mas el fruto de un mayor afán, lo más sublime que la divinidad puso en él, la Psiquis que jamás morirá, que perpetuará su gloria póstuma, su reflejo acá en la Tierra, ése quedó y fue reconocido, admirado y amado.
La rutilante estrella matutina, desde el rosado horizonte envió su rayo purísimo a la Psiquis y a los labios y los ojos de cuantos la contemplaban arrobados y veían el alma tallada en el bloque de mármol.
Lo terreno se consume y es olvidado; sólo la estrella de la inmensidad guarda recuerdo de ello. Lo que es celestial, irradia incluso en la gloria póstuma, y cuando ésta se apaga, Psiquis continúa viviendo.

1.003. Andersen (Hans Christian)

Preguntaselo a la verdulera

Érase un rábano centenario
correoso en extremo y ordinario;
mas valor no le faltaba,
pues la zanahoria le gustaba.
Ella es joven, de piel fina cual ninguna,
y además es de nobilísima cuna.
Celebróse la boda con todo esplendor,
el banquete fue de lo mejor:
hubo hojas de flores y rocío del prado,
todo, como veis, fue regalado.
El rábano saludó muy a gusto,
y soltó un largo y seco discurso.
La zanahoria se callaba la boquita,
en la que había una dulce sonrisita.
Si no crees que la historia es verdadera,
ve a preguntárselo a la verdulera.
Hizo de cura una berza roja,
y de doncellas, nabos de blanca hoja.
Vinieron el espárrago y el melón,
las patatas cantaron con emoción.
Todos bailaron, grandes y chicos,
viejos y jóvenes, pobres y ricos,
hasta que el rábano reventó
y, ya muerto, tranquilo se quedó.
La joven zanahoria sintióse satisfecha
de verse una viudita hecha y derecha,
sin por eso dejar de ser doncella.
En el puchero dieron pronto con ella.
Si no crees que la historia es verdadera,
Ve a preguntárselo a la verdulera.

1.003. Andersen (Hans Christian)