El día del
vuelo comenzó bajo favorables augurios. Dos fueron éstos: un rayo de sol
matutino que penetró en la oscura alcoba, en donde Yuri Mijailovich reposaba
con su esposa, y un inverosímilmente lindo y emocionante ensueño, lleno de
misteriosos y alegres indicios que se le presentó poco antes de despertar.
-Yuri Mijailovich
Puchkariof era experto oficial-piloto: en el transcurso de año y medio habíase
elevado en el aire veintiocho veces -justamente tantas como años tenía- y aun
conservaba la vida; esto es, no se había estrellado, ni fracturado ningún miembro:
lo contrario de lo que había sucedido a otros muchos. Mejor que nadie, mejor
que su propia mujer, conocía él el valor de esa ridícula y mísera experiencia,
cuando, vuelto ya felizmente a tierra firme, una ficticia tranquilidad borraba
de la mente, a manera de mano invisible, el recuerdo de todas las desgracias
sucedidas anteriormente a otros. Y tanto la tranquilidad que ostentaba como el
arte que le atribuían, inducía a las personas de su intimidad a abandonarse a
un exagerado sosiego espiritual con respecto a su suerte, sintiéndose
demasiado seguros y, quizás, un tanto crueles.
Pero Yuri
Mijailovich tenía un carácter varonil y no quería abandonarse a reflexiones
que no sirven sino para relajar la voluntad y que en caso contrario quitarían
a la vida deleznable su último sentido. "¡Si caigo, caerél -pensaba; ¡qué
vamos a hacerle! Por otra parte, tal vez para entonces se habrá construído un
aparato con el cual una caída resultaría imposible; entonces habré burlado a
la muerte y, como los demás, llegaré a la vejez. ¿Para qué esforzarse en
querer adivinar?" Y pensando para sí de este modo, sonreíase con aquella
plácida sonrisa por la que sus compañeros le querían tanto.
Pero al
mismo tiempo convivía con él algún otro ser que no se rendía ante los
paralogismos, que se aferraba tenazmente a la suyo, y que era como un animal:
sabio y desprovisto a la vez de toda facultad de razonamiento; y este ser era
siempre presa de un tembloroso y negro miedo, y cuando Yuri Mijailovich
realizaba algún vuelo feliz, poníase aquél neciamente contento, engallábase
excesivamente, sintiéndose con una seguridad de sí mismo decididamente
exagerada y que casi rayaba en el cinismo; mas, antes de que Yuri Mijailovich
emprendiese un vuelo, turbábale el ánimo, invadiéndolo de congoja y temblor. El
propio desdoblamiento interior sucedió esta vez en vísperas del vuelo del mes
de julio.
Antes de
acostorse aquella noche, Yuri Mijailovich y su mujer habían dado un paseo por
las cercanas calles, umbrías y envueltas en verde frondosidad, de la pequeña
ciudad en que vivían temporalmente. Habíanse paseado, hinchado el corazón de
tiernos y apacibles sentimientos y de vuelta, como a las diez y media, en tanto
que en la casa oíanse aún los rumores habituales, Yuri Mijailovich se había
acostado en seguida, durmiéndose en el acto.
Percibió
vagamente entre sueños que su mujer había entrado en el dormitorio una hora u
hora y media más tarde, que se desnudaba sigilosamente y que se acostó en la
cama evitando con gran cautela que crujiese la madera. Luego, mucho tiempo
después, o acaso apenas se hubo dormido -eso no lo sabía, algo enorme se puso
en movimiento por encima de su cabeza, desparramándose de uno a otro confín
del espacio con bramido sordamente refrenado, y ensanchando los límites de la
angosta lóbrega habitación donde soñaba. Adivinó que la tormenta comenzaba a
amontonarse, pero no despertó por eso; tan sólo sacudió lejos de sí aquel
plúmbeo enajenamiento, embotado y muerto, que le ligaba cual con cadenas y
que no era sino la lucha que el miedo libraba contra el raciocinio y contra lo
inevitable. En seguida desahogó el pecho y su respiración se hizo profunda y
dulce: parecía como si estuviese bogando, siguiendo en la estela las huellas de
las rítmicas ondas de la tormenta que alli en lo alto se desencadenaba por
todo el ámbito celeste, y comenzó a figurarse, en una larga ensoñación, que él
no era ya un hombre que soñaba, sino la misma líquida ola que unas veces
bajando y otras alzándose, respirando uniforme y hondamente, rueda libre y sin
trabas por el ilimitado espacio.
Y de
pronto le fué revelado aquel placentero sentido que encierra el correr de las
olas por el ilimitado espacio, cuando, ora cayendo, ora levantándose, ruedan a
lo infinitamente azul. Y ya había sido ola durante largo tiempo, y ya había
descifrado todos los secretos de la vida, cuando se desgranó sobre los tejados
la densa lluvia, rociándole con quedo susurro el pecho, besándole los
apretados labios, reclinándose con dulce y tibio aliento sobre sus párpados,
trayéndole un breve y absoluto olvido. Y fué luego -mucho tiempo después o en
seguida, no lo sabía: ya gorjeaban los pájaros tras las ventanas- cuando se le
presentó aquel alegre y emocionante ensueño que le visitaba por tercera vez en
su vida y que siempre había sido de fausto augurio.
Era como
si despertara con el rayar del alba en una habitación oscura donde, por una
razón desconocida, descansaba a solas, sin su mujer; pero aunque ésta estuviese
ausente y el cuarto le fuese desconocido, sin embargo, era al mismo tiempo el
suyo, el verdadero, en donde siempre había vivido y donde aun vivía. Habíase
despertado a causa de un sueño inquietante y terrorífico, con el mirar
luctuoso y el pecho oprimido, y sentíase abrumado y triste. Se levantó
entonces y salió al cuarto inmediato, donde había ya más claridad, puesto que
solo estaban cerradas las persianas de las ventanas de un lado del cuarto, y
por el otro filtrábase una tranquila luz, suave y rósea
-Qué bien
se está aquí y qué tranquilo; todos duermen -pensó y su ánimo se serenó. Y en
esto de repente, como siempre acontecía en este maravilloso ensueño, se acordó
de que además de estas hermosas habitaciones tenía otras, más magníficas aún,
en las que, por inexplicable razón, no había puesto el pie hacía ya mucho
tiempo, y hasta se le habían olvidado por completo.
Con
expectación alegre abrió una muy alta y blanca puerta, y quedamente entró con descalzos
pies, andando sobre el terso y tibio suelo de las olvidadas y magnificas
habitaciones. Eran numerosas y de esas descomunales y solemnes dimensiones que
únicamente se encuentran en los palacios; y en todas partes, en todos los
rincones, reinaba la misma amortiguada pero tranquila y alegre luz matutina,
de rosáceos tintes. "¡Qué bonito! ¿Cómo he podido olvidarlas?"
-pensaba siguiendo adelante en la quietud y el espacio de siempre nuevas
siempre más magníficas salas, llenas de luz y de enternecedora alegría; y así
llegó a una puerta, tras la cual oyó unas voces. Abriéndola cautelosamente,
miró en el cuarto y vio a dos pintores sentados en el suelo, ocupados en algo y
canturreando quedamente.
En esto
Yuri Mijailovich despertó, pero transcurrieron aún unos instantes antes de que
se hubiese calmado de la honda y alborozada emoción que le dominaba, porque en
los primeros momentos no pudo percatarse de dónde finalizaba el sueño y dóde
comenzaba la realidad. Por la noche solían cerrar las ventanas del dormitorio
con persianas ahora había algo que brillaba vivamente, deslumbrándole la
vista. Corrió un poco la cabeza en la almohada, y vió un agudo y rectilíneo
rayo que brotaba de un orificio circular de la persiana, en donde se había
desprendido un nudo de la madera: notó su mancha circular en la almohada y la
rósea penumbra que llenaba la habitación. Luego percibió a su lado la oscura
mancha de unos cabellos, un brazo desnudo; escuchó la apacible respiración... y
de golpe todo lo recordó y todo lo comprendió: que era hoy el día en que tenía
que volar, y que aquello querido que estaba respirando tan pacíficamente era
su mujer, y que el sol del mes de julio, ya en el horizonte, fulgía frente a la
ventana, inundando probablemente toda la tierra con sus áureos chorros de luz.
Se escrudriñó
a sí mismo para ver si no sentía miedo de volar; mas en lugar del habitual
miedo, que por lo general tenía siempre que reprimir esforzada-mente, sintióse
con una alegre y honda emoción. Parecíale que aquel día le esperaba una dicha
descomunal y majestuosa. "Hoy volaré", y por primera vez pensó con
toda la pureza de un entusiasmo impoluto, con un alborozo que nada podía
enturbiar, en el majestuoso espacio del cielo, en presentimientos del cual su
alma había vivido toda la noche.
Sin aquel
rayo de sol, Yuri Mijailovich hubiera probablemente seguido durmiendo una hora
o más; pero ahora le era eso imposible, ni tampoco quedarse en la oscuridad
sofocante y opresora; y bajando sigilosamente de la cama y procurando hasta no
mirar a su mujer, para, no despertarlaa con la mirada, se vistió de prisa. Pero
su mujer dormía profundamente: al acostarse, no le dejaron conciliar el sueño
durante largo tiempo la intranquilidad y el tierno amor, y después fué la
tormenta que se posó sobre su sueño extenuándola con tremebunda pesadilla: sus
sueños habían sido muy distintos a los de su marido, pero ahora descansaba.
Cogiendo
su pitillera con los cigarrillos y procurando siempre no mirar a su mujer,
Yuri Mijailovich salió del dormitorio a la tranquila luz de las vacías
habitaciones aun no arregladas desde la noche y guardando todavía en sus
rincones las sombras nocturnas.
En la
cocina afanábase con el samovar, cortando astillas, el soñoliento asistente,
que ahuyentaba de un sitio para otro, con cada uno de sus movimientos, una nube
de moscas, perezosas y entorpecidas por la noche; pero el patio, el jardincillo
y la calle recamada de álamos, cual un paseo, todo estaba aún quedo y desierto.
Y aunque ya hacía largo rato que los pájaros trinaban y que un gato había
atravesado el patio escogiendo cuidadosamente los sitios secos, y evitando la
húmeda y fría sombra del muro de la casa, y hasta había pasado col, dirección a
la estación del ferrocarril, un coche de punto, parecía sin embargo, que aun no
había despertado nadie para la vida, y que en todo el universo no vivía más que
el sol, y que él era el único ser vivo. Era tan acariciador el sol y calentaba
tan suavemente los bigotes y los ojos de Yuri Mijailovichi, que el infantil e
inocente estado de su mundo se reflejó en sus facciones, adquiriendo éstas la
expresión de las de un niño mimado. Quedó largo rato inmóvil, aquietado, y se
le ocurrió luego pensar, con raciocinio en absoluto infantil, que podía uno
hablar con el sol; claro que no se escucharía su respuesta; pero uno podía
hablarle, y esto tendría tanto sentido como tener un coloquio con una persona.
Y vínole a
la mente -retrasando el abrir los ojos y en tanto que de su rostro no
desaparecía aún la expresión de inocencia- cómo durante toda su infancia había
soñado con volar. Recordó cómo había brincado y vuelto a caer por tierra,
ofendido, indignado, no consiguiendo comprender por qué no había tenido el
vuelo cual pájaro ligero; cómo un salto de escasa altura le había ya producido
la tímida sensación de un vuelo, y cómo, con efectivo dolor espiritual y a punto
de saltársele las lágrimas, había estado dispuesto a despojarse de todo, a
sacrificarlo todo, a renunciar a todo, a cambio tan sólo de tender el vuelo por
encima del caserón vecino. Y precisamente este vecino caserón burgués, que
consistía en una planta baja con su techo de madera podrida, había adquirido
tal importancia, que en el primer vuelo real, a miles de verstas de su comarca
patria, cuando se borraban en la emoción todos los pensamientos, y de nada se
acordaba, a Yuri Mijailovich se le vino de súbito el caserón a la memoria.
Pero ¿sera
cierto que yo haya volado ya de verdad y que aun hoy volaré otra vez?
En el
cielo no se veía ni una nubecilla, y allí donde por la noche traqueteó el
trueno y de donde había caído la lluvia a tierra, se extendía al presente el
diáfano e insondable espacio azul. Según los libros, aquello llamábase el aire,
la atmósfera; mas según el sentimiento humano, era aquello, y eternamente
había de serlo, el cielo; desde la eternidad de las eternidades él fué el
final de todos los anhelos, de todos los afanes y de todas las esperanzas.
Todo el
mundo teme la muerte, y ¿quién se atrevería a volar si aquello no fuese sino
aire? -pensaba Yuri Mijailovich, sin apartar su mirada del insondable azul que
resplandecía misteriosamente, evocando mentalmente sobre su fondo, dibujándolos
con la imaginación, los queridos rostros bronceados de sus compañeros
oficiales-pilotos, que ahora le eran, por una inexplicable razón,
infinitamente caros. La conversación de sus compañeros era, por cierto, huera
y ridículamente hacendosa; de idéntico modo, probablemente, discurría también
él mismo acerca de sus vuelos; pero ¿quién no sabe que a veces no es preciso
en manera alguna escuchar la conversación de las personas -con la que mienten
inocente y astutamente, sino que es preciso mirarlas a los rostros,
profundizar la hondura de sus pupilas, mirar a la limpia blancura de sus
incorruptos dientes?
Y con
estos pensamientos, diáfanos, sencillos y puros, como impoluto era el matutino
sol, aquella alborozada emoción más que había despertado ahondóse aún más, y
dirigiendo sus pasos hacia su vivienda, Yuri Mijailovich juró por sí mismo,
sin darse cuenta de ello, que siempre amaría a sus compañeros y que siempre les
profesaría una incorruptible amistad.
Mas quien
sepa no prestar oído a la hueca conversación y a las opiniones trilladas, sino
escudriñar la profundidad de las pupilas y mirar a la blancura de los
juveniles e incorruptos dientes, ése hubiera descubierto otro sentido tras el
ingenuo e innecesario juramento. Y tampoco habría proferido ninguna baldía
palabra, sino que, muda y fuertemente, habría besado los labios del alegre
varón que con ligeros y elásticos pasos se dirigía a su casa y cuya sonrisa era
tan afable y serena, en tanto que en sus pupilas fulgía ya la luz de un lejano
resplandor.
Al entrar
en el dormitorio, Yuri Mijailovich despertó con un quedo beso a su mujer, que
aun dormía profundamente.