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jueves, 11 de diciembre de 2014

Mas alla de la muerte - Cap. I

El día del vuelo comenzó bajo favorables augurios. Dos fueron éstos: un rayo de sol matutino que penetró en la oscura alcoba, en donde Yuri Mijailovich reposaba con su esposa, y un inverosímilmente lindo y emo­cionante ensueño, lleno de misteriosos y alegres indicios que se le presentó poco antes de despertar.
-Yuri Mijailovich Puchkariof era experto oficial-piloto: en el transcurso de año y medio habíase elevado en el aire veintiocho veces -justamente tantas como años tenía­- y aun conservaba la vida; esto es, no se había estrellado, ni fracturado ningún miembro: lo contrario de lo que había su­cedido a otros muchos. Mejor que nadie, mejor que su propia mujer, conocía él el valor de esa ridícula y mísera experiencia, cuando, vuelto ya felizmente a tierra fir­me, una ficticia tranquilidad borraba de la mente, a manera de mano invisible, el recuerdo de todas las desgracias sucedidas anteriormente a otros. Y tanto la tranquili­dad que ostentaba como el arte que le atribuían, inducía a las personas de su in­timidad a abandonarse a un exagerado so­siego espiritual con respecto a su suerte, sintiéndose demasiado seguros y, quizás, un tanto crueles.
Pero Yuri Mijailovich tenía un carácter varonil y no quería abandonarse a reflexio­nes que no sirven sino para relajar la vo­luntad y que en caso contrario quitarían a la vida deleznable su último sentido. "¡Si caigo, caerél -pensaba; ¡qué vamos a ha­cerle! Por otra parte, tal vez para enton­ces se habrá construído un aparato con el cual una caída resultaría imposible; enton­ces habré burlado a la muerte y, como los demás, llegaré a la vejez. ¿Para qué esfor­zarse en querer adivinar?" Y pensando para sí de este modo, sonreíase con aquella plá­cida sonrisa por la que sus compañeros le querían tanto.
Pero al mismo tiempo convivía con él algún otro ser que no se rendía ante los paralogismos, que se aferraba tenazmente a la suyo, y que era como un animal: sa­bio y desprovisto a la vez de toda facultad de razonamiento; y este ser era siempre presa de un tembloroso y negro miedo, y cuando Yuri Mijailovich realizaba algún vuelo feliz, poníase aquél neciamente con­tento, engallábase excesivamente, sintién­dose con una seguridad de sí mismo deci­didamente exagerada y que casi rayaba en el cinismo; mas, antes de que Yuri Mijai­lovich emprendiese un vuelo, turbábale el ánimo, invadiéndolo de congoja y temblor. El propio desdoblamiento interior sucedió esta vez en vísperas del vuelo del mes de julio.
Antes de acostorse aquella noche, Yuri Mijailovich y su mujer habían dado un paseo por las cercanas calles, umbrías y envueltas en verde frondosidad, de la pe­queña ciudad en que vivían temporalmen­te. Habíanse paseado, hinchado el corazón de tiernos y apacibles sentimientos y de vuelta, como a las diez y media, en tanto que en la casa oíanse aún los rumores habituales, Yuri Mijailovich se había acos­tado en seguida, durmiéndose en el acto.
Percibió vagamente entre sueños que su mujer había entrado en el dormitorio una hora u hora y media más tarde, que se desnudaba sigilosamente y que se acostó en la cama evitando con gran cautela que crujiese la madera. Luego, mucho tiempo después, o acaso apenas se hubo dormido -eso no lo sabía, algo enorme se puso en movimiento por encima de su cabeza, des­parramándose de uno a otro confín del espacio con bramido sordamente refrena­do, y ensanchando los límites de la angosta lóbrega habitación donde soñaba. Adi­vinó que la tormenta comenzaba a amon­tonarse, pero no despertó por eso; tan sólo sacudió lejos de sí aquel plúmbeo enajena­miento, embotado y muerto, que le ligaba cual con cadenas y que no era sino la lucha que el miedo libraba contra el raciocinio y contra lo inevitable. En seguida desaho­gó el pecho y su respiración se hizo profunda y dulce: parecía como si estuviese bogando, siguiendo en la estela las huellas de las rítmicas ondas de la tormen­ta que alli en lo alto se desencadenaba por todo el ámbito celeste, y comenzó a figurarse, en una larga ensoñación, que él no era ya un hombre que soñaba, sino la misma líquida ola que unas veces bajando y otras alzándose, respirando uniforme y hondamente, rueda libre y sin trabas por el ilimitado espacio.
Y de pronto le fué revelado aquel placentero sentido que encierra el correr de las olas por el ilimitado espacio, cuando, ora cayendo, ora levantándose, ruedan a lo infinitamente azul. Y ya había sido ola du­rante largo tiempo, y ya había descifrado todos los secretos de la vida, cuando se desgranó sobre los tejados la densa lluvia, rociándole con quedo susurro el pecho, be­sándole los apretados labios, reclinándose con dulce y tibio aliento sobre sus párpa­dos, trayéndole un breve y absoluto olvido. Y fué luego -mucho tiempo después o en seguida, no lo sabía: ya gorjeaban los pá­jaros tras las ventanas- cuando se le pre­sentó aquel alegre y emocionante ensueño que le visitaba por tercera vez en su vida y que siempre había sido de fausto augurio.
Era como si despertara con el rayar del alba en una habitación oscura donde, por una razón desconocida, descansaba a solas, sin su mujer; pero aunque ésta estuviese ausente y el cuarto le fuese desconocido, sin embargo, era al mismo tiempo el suyo, el verdadero, en donde siempre había vivi­do y donde aun vivía. Habíase despertado a causa de un sueño inquietante y terrorí­fico, con el mirar luctuoso y el pecho opri­mido, y sentíase abrumado y triste. Se le­vantó entonces y salió al cuarto inmediato, donde había ya más claridad, puesto que solo estaban cerradas las persianas de las ventanas de un lado del cuarto, y por el otro filtrábase una tranquila luz, suave y rósea
-Qué bien se está aquí y qué tranquilo; todos duermen -pensó y su ánimo se serenó. Y en esto de repente, como siempre acontecía en este maravilloso ensueño, se acordó de que además de estas hermosas habitaciones tenía otras, más magníficas aún, en las que, por inexplicable razón, no había puesto el pie hacía ya mucho tiempo, y hasta se le habían olvidado por completo.
Con expectación alegre abrió una muy alta y blanca puerta, y quedamente entró con descalzos pies, andando sobre el terso y tibio suelo de las olvidadas y magnificas habitaciones. Eran numerosas y de esas descomunales y solemnes dimensiones que únicamente se encuentran en los palacios; y en todas partes, en todos los rincones, rei­naba la misma amortiguada pero tranquila y alegre luz matutina, de rosáceos tintes. "¡Qué bonito! ¿Cómo he podido olvidar­las?" -pensaba siguiendo adelante en la quietud y el espacio de siempre nuevas siempre más magníficas salas, llenas de luz y de enternecedora alegría; y así llegó a una puerta, tras la cual oyó unas voces. Abriéndola cautelosamente, miró en el cuarto y vio a dos pintores sentados en el suelo, ocupados en algo y canturreando quedamente.
En esto Yuri Mijailovich despertó, pero transcurrieron aún unos instantes antes de que se hubiese calmado de la honda y al­borozada emoción que le dominaba, porque en los primeros momentos no pudo perca­tarse de dónde finalizaba el sueño y dóde comenzaba la realidad. Por la noche solían cerrar las ventanas del dormitorio con per­sianas ahora había algo que brillaba vi­vamente, deslumbrándole la vista. Corrió un poco la cabeza en la almohada, y vió un agudo y rectilíneo rayo que brotaba de un orificio circular de la persiana, en don­de se había desprendido un nudo de la ma­dera: notó su mancha circular en la almo­hada y la rósea penumbra que llenaba la habitación. Luego percibió a su lado la oscura mancha de unos cabellos, un brazo desnudo; escuchó la apacible respiración... y de golpe todo lo recordó y todo lo com­prendió: que era hoy el día en que tenía que volar, y que aquello querido que es­taba respirando tan pacíficamente era su mujer, y que el sol del mes de julio, ya en el horizonte, fulgía frente a la ventana, inundando probablemente toda la tierra con sus áureos chorros de luz.
Se escrudriñó a sí mismo para ver si no sentía miedo de volar; mas en lugar del ha­bitual miedo, que por lo general tenía siempre que reprimir esforzada-mente, sin­tióse con una alegre y honda emoción. Parecíale que aquel día le esperaba una dicha descomunal y majestuosa. "Hoy vo­laré", y por primera vez pensó con toda la pureza de un entusiasmo impoluto, con un alborozo que nada podía enturbiar, en el majestuoso espacio del cielo, en presen­timientos del cual su alma había vivido toda la noche.
Sin aquel rayo de sol, Yuri Mijailovich hubiera probablemente seguido durmiendo una hora o más; pero ahora le era eso im­posible, ni tampoco quedarse en la oscu­ridad sofocante y opresora; y bajando sigi­losamente de la cama y procurando hasta no mirar a su mujer, para, no despertarlaa con la mirada, se vistió de prisa. Pero su mujer dormía profundamente: al acostar­se, no le dejaron conciliar el sueño durante largo tiempo la intranquilidad y el tierno amor, y después fué la tormenta que se posó sobre su sueño extenuándola con tre­mebunda pesadilla: sus sueños habían sido muy distintos a los de su marido, pero ahora descansaba.
Cogiendo su pitillera con los cigarrillos y procurando siempre no mirar a su mu­jer, Yuri Mijailovich salió del dormitorio a la tranquila luz de las vacías habitacio­nes aun no arregladas desde la noche y guardando todavía en sus rincones las sombras nocturnas.
En la cocina afanábase con el samovar, cortando astillas, el soñoliento asistente, que ahuyentaba de un sitio para otro, con cada uno de sus movimientos, una nube de moscas, perezosas y entorpecidas por la noche; pero el patio, el jardincillo y la calle recamada de álamos, cual un paseo, todo estaba aún quedo y desierto. Y aunque ya hacía largo rato que los pájaros trinaban y que un gato había atravesado el patio escogiendo cuidadosamente los sitios secos, y evitando la húmeda y fría sombra del muro de la casa, y hasta había pasado col, dirección a la estación del ferrocarril, un coche de punto, parecía sin embargo, que aun no había despertado nadie para la vida, y que en todo el universo no vivía más que el sol, y que él era el único ser vivo. Era tan acariciador el sol y calentaba tan suavemente los bigotes y los ojos de Yuri Mijailovichi, que el infantil e inocente estado de su mundo se reflejó en sus fac­ciones, adquiriendo éstas la expresión de las de un niño mimado. Quedó largo rato inmóvil, aquietado, y se le ocurrió luego pensar, con raciocinio en absoluto infantil, que podía uno hablar con el sol; claro que no se escucharía su respuesta; pero uno podía hablarle, y esto tendría tanto sentido como tener un coloquio con una persona.
Y vínole a la mente -retrasando el abrir los ojos y en tanto que de su rostro no desaparecía aún la expresión de inocencia­- cómo durante toda su infancia había soña­do con volar. Recordó cómo había brin­cado y vuelto a caer por tierra, ofendido, indignado, no consiguiendo comprender por qué no había tenido el vuelo cual pá­jaro ligero; cómo un salto de escasa altura le había ya producido la tímida sensación de un vuelo, y cómo, con efectivo dolor espiritual y a punto de saltársele las lágri­mas, había estado dispuesto a despojarse de todo, a sacrificarlo todo, a renunciar a todo, a cambio tan sólo de tender el vuelo por encima del caserón vecino. Y precisa­mente este vecino caserón burgués, que consistía en una planta baja con su techo de madera podrida, había adquirido tal importancia, que en el primer vuelo real, a miles de verstas de su comarca patria, cuando se borraban en la emoción todos los pensamientos, y de nada se acordaba, a Yuri Mijailovich se le vino de súbito el caserón a la memoria.
Pero ¿sera cierto que yo haya volado ya de verdad y que aun hoy volaré otra vez?
En el cielo no se veía ni una nubecilla, y allí donde por la noche traqueteó el trueno y de donde había caído la lluvia a tierra, se extendía al presente el diáfano e insondable espacio azul. Según los libros, aquello llamábase el aire, la atmósfera; mas según el sentimiento humano, era aquello, y eternamente había de serlo, el cielo; desde la eternidad de las eternida­des él fué el final de todos los anhelos, de todos los afanes y de todas las esperanzas.
Todo el mundo teme la muerte, y ¿quién se atrevería a volar si aquello no fuese sino aire? -pensaba Yuri Mijailovich, sin apar­tar su mirada del insondable azul que resplandecía misteriosamente, evocando mentalmente sobre su fondo, dibujándolos con la imaginación, los queridos rostros bronceados de sus compañeros oficiales-pi­lotos, que ahora le eran, por una inexpli­cable razón, infinitamente caros. La con­versación de sus compañeros era, por cier­to, huera y ridículamente hacendosa; de idéntico modo, probablemente, discurría también él mismo acerca de sus vuelos; pero ¿quién no sabe que a veces no es pre­ciso en manera alguna escuchar la conver­sación de las personas -con la que mienten inocente y astutamente, sino que es pre­ciso mirarlas a los rostros, profundizar la hondura de sus pupilas, mirar a la limpia blancura de sus incorruptos dientes?
Y con estos pensamientos, diáfanos, sen­cillos y puros, como impoluto era el ma­tutino sol, aquella alborozada emoción más que había despertado ahondóse aún más, y dirigiendo sus pasos hacia su vi­vienda, Yuri Mijailovich juró por sí mis­mo, sin darse cuenta de ello, que siempre amaría a sus compañeros y que siempre les profesaría una incorruptible amistad.
Mas quien sepa no prestar oído a la hueca conversación y a las opiniones trilladas, sino escudriñar la profundidad de las pu­pilas y mirar a la blancura de los juveniles e incorruptos dientes, ése hubiera descubierto otro sentido tras el ingenuo e inne­cesario juramento. Y tampoco habría pro­ferido ninguna baldía palabra, sino que, muda y fuertemente, habría besado los la­bios del alegre varón que con ligeros y elásticos pasos se dirigía a su casa y cuya sonrisa era tan afable y serena, en tanto que en sus pupilas fulgía ya la luz de un lejano resplandor.
Al entrar en el dormitorio, Yuri Mijailovich despertó con un quedo beso a su mujer, que aun dormía profundamente.

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Mas alla de la muerte - Cap. II

Yuri Mijailovich tenía un don innega­ble: sabía callar atenta y agradable-mente, y justamente por esto todas las conversa­ciones resultaban con él interesantes y sig­nificativas. No le agradaban en la conver­sación los rectos y resueltos "sí" y "no", porque precisamente con ellos se quiere determinar demasiado, y, por consiguiente, siempre son un tanto ásperos; sino que em­pleaba una tranquila y cariñosa sonrisa, y emitía su opinión cautelosamente, como de poca gana, prefiriendo siempre escuchar a los demás que hablar él mismo. Parecía que esta cualidad suya debería hacerle apare­cer ante los ojos de sus compañeros como un carácter enigmático, como una persona disimulada y abstraída en sus sacrosantas sensaciones particulares. Pero resultaba, y no se sabía cómo, todo lo contrario: todos en el regimiento -hasta los mismos tenien­tes jóvenes, recientemente promovidos­- estaban convencidos de que lo conocían a fondo y mucho mejor que a sí mismos, puesto que cada uno de ellos no era para sí mismos, sino un breñal de complejos y variables estados de ánimo, de ideas impre­vistas, de bruscos cambios, de quebrantos y de saltos interiores; en tanto que Yuri Mijailovich siempre estaba ecuánime, tran­quilo y sereno, de la misma manera serena, sencilla y franca transcurría la vida con su joven y bella mujer, que tanto le quería.
Cuando cualquiera de los tenientes había perdido al juego o instigado por la borra­chera se lanzaba a alguna francachela, des­pués de la cual se avergonzaba hasta de mirarse al espejo, iba infaliblemente des­pués a casa de Puchkariof para pasar allí un rato "civilizándose" nuevamente. Y en tanto que estaba allí recuperando poco a poco la extraviada civilización y comen­zando ya a vislumbrar la posibilidad de una nueva época mejor en la vida, no podía por menos, sin embargo, de mirar a Yuri Mijailovich con cierta secreta y magnáni­ma compasión, comparando los abismos de su propia alma con el sereno llano de la de su amigo y pensando por sus adentros: "'¡Cuán imperturbable eres, amigo!" Y hubo un chistoso que lanzó un acertado apodo: "el ecuánime"; pero por grande que fuese el acierto, no pudo sostenerse largo tiempo en vista de la consideración que Yuri Mijailovich gozaba entre sus compañeros, y pronto, embromada la burla misma, cayó en olvido.
También en esta mañana de sol, Yuri Mijailovich callaba agradablemente y esta­ba, según su costumbre, de apacible hu­mor, quiza sólo el peculiar resplandor de los ojos traicionaba su alborozada emoción, que crecía gradualmente en él; y esa pal­pable y ecuánime tranquilidad transfirióse, como sucedía siempre, a su mujer, Tatiana  Alexéievna, encendiendo con idéntico fulgor sus hermosos ojos negros, demasiado brillantes, y cuyas comisuras se alzaban li­geramente, a lo asiático, hacia las sienes. Hacía poco rato que estaba aún llena del horror nocturno, de terribles presentimien­tos y de visiones; mas ahora, sirviendo a su marido el té y contemplando por la ven­tana abierta el festivo cielo azul, no podía comprender ni recordar siquiera qué había sido precisamente aquello nefasto que se le había figurado ver en aquella hondura resplandeciente y que no parecía ser sino un océano invertido en lo alto, y que ella conocía tan íntimamente. "¡Ñoñerías! ¡En­sueños tontos!" -pensaba alargándole el vaso y cuidando, con amorosa intención, de no quemar los dedos tostados, firmes y que nunca temblaban, de su marido; y de repente se echó a reír, en un principio con alegría y luego hasta ligeramente enojada.
-Tú eres sencillamente un embustero, un hipnotizador -dijo.
El se sonrió.
-¿Por qué?
-Eres sencillamente una persona hipó­crita. ¡No; no te rías! Cuando estoy contigo me parece que no puede suceder nunca nada; pero esto no es cierto, puesto que siempre puede acontecer algo. ¿Es que se puede estar tan tranquila como lo estoy yo en este momento? Esto es un engaño, y tú eres la causa de él. Yo no quiero estar tranquila en manera alguna: eso es senci­llamente estúpido.
Y esforzándose en excitarse a sí misma, en volver a las olvidadas sensaciones de pasor y de zozobra, comenzó a recordar y a contar, improvisando, ligeramente, sus opacos ensueños; mas el pavor no volvía a señorearse de ella, y cuanto más profunda fra la serena atención de Yuri Mijailovich, tanto más palmariamente estrambólicos, trocándose en sencillamente bobos, se le figuraban a ella misma los ensueños que tenían por objeto convencerle: como el chicuelo que está contando largamente a una persona mayor un necio cuento inventado por el mismo, y de pronto, notando el espeso pelo de las barbas, los grandes, acariciadores, atentos, mas ¡ay! Despiadamente inteligentes ojos, a los que no hay manera alguna posible de engañar, corta de súbito su narración, exclamando con ofuscada testarudez: -¡No me da la gana de contar más!
-No, Yuri: hoy eres todavía peor que nunca.
Pero aun vibravan en el aire las enfa­dadas palabras, cuando se sintió toda ella invadida por la sensación de una fidelidad descomunal, aguda y casi atormentadora. Sonrojándose hasta los hombros, que blan­queaban en el escote de la blusa, se cubrió la cara con las manos, inclinándola hacia la mesa; por nada en el mundo hubiera podido alzar la mirada ni articular palabra en este instante, en tanto que su corazón latía vehemente y lánguidamente en espe­ra de la primera palabra que seguramente iba a pronunciar él, y esto sería ya del todo insoportable. ¡Su primera palabra! Mas él, extraordinario como la dicha que la adue­ñaba, no dijo nada, y sólo sus labios roza­ron con un cauteloso y quedo beso su nuevamente emblanquecida nuca.
Luego pasó el tiempo rápidamente. Co­menzaron los preparativos para la marcha; mientras se vestían, Yuri Mijailovich en persona, como siempre, abrochóla la blusa con sus firmes y tostados dedos, y también sería él quien, al volver, la desabrocharía. Pero con lo que quiera que pasase en de­rredor suyo, la sensación de una dicha des­comunal no abandonaba ni por un instante a Tatiana Alexéievna, sino que se afian­zaba firmemente, dando la sensación como de la vida misma, fuera lo que fuera lo que sucediese ahora: que cayese Yuri Mijailo­vich ante sus propios ojos, que viese ella su cadáver; ni aun entonces mismo hubiese aceptado la idea de la muerte, ni la del pesar, ni la de una fatídica soledad suya. Su dicha era la confirmación de la vida eterna y la negación de la muerte; y la dicha no puede sino ser así.
Como siempre, al marcharse de casa, Yuri Mijailovich olvidó entrar en el cuarto del niño para despedirse de éste, y, como siempre, su mujer se lo recordó, conducién­dole, con cariñoso reproche, al cuarto de su hijo. Toda familia joven que pasa su vida armónicamente y en buena inteligen­cia, crea su propio lenguaje casero; y en este lenguaje tenía el chicuelo Micha, de un año y dos meses de edad, el nombre de Ton-Ton, y en tono cariñosamente despec­tivo el de Tonchik. Yuri Mijailovich no se sentía nada padre, y el niño, con sus cortas piernecitas, su entusiasmo sin cau­sas aparentes y su genialidad, despertaba en él tan sólo un condescendiente asoni­bro. Su peso era también insign ificante, sorprendente.
En aquel momento Ton-Ton encontrá­base engastado en una cuneiforme silla montada sobre ruedas, con una abertura circular en medio, por la que le introdu­cían. Cuando Ton-Ton se caía hacia algún lado, la silla rodaba e impedía la caída -y esto llamábase: ¡él está andando!­ Llevaba la silla por todas partes de la ha­bitación; sin embargo, algunas veces Ton­-Ton lograba señalarse un objeto determi­nado y alcanzarlo.
Yuri Mijailovich se echó a reír; rióse también su mujer, mas en seguida dijo en­fadada:
-Tú te ríes; pero para él no es esto menos difícil que tu aviación. Y tampoco vuelas sino porque estás sufriendo caídas continuas. ¿Qué diferencia hay entre él y tú?
-Desde luego -asintió Yuri Mijailovich. Ninguna.
Pero era imposible estar serio mirando a Ton-Ton, y Yuri Mijailovich dijo:
-¿Oué te parece, Tania, si se diera una silla como ésta a nuestros borrachos al salir del Casino? Así, ni se podrían caer ni dor­mirse: ¡sería una situación terrible!
Mas Tatiana Alexéievna no le encontró la menor gracia a la idea, y contestó bre­vemente:
-No me gustan los borrachos. Pero tú, tómale en brazos y dale un beso. Y es infundado en absoluto el desdén que tie­nes para él, pensando que es un ser des­preciable y que no le agradan más que los botones de tu guerrera: él lo comprende todo.

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Mas alla de la muerte - Cap. III

Cuando Yuri Mijailovich y su mujer lle­garon en un coche de punto al aeródromo, el azul desierto del cielo animóse con su vida peculiar; cual si una mano invisible estuviera izando nuevos y siempre más nue­vos velos, así levantábanse y desplegábanse en el horizonte, flotando lentamente por el cenit, las redondeadas y solemnes nubes, resplandecientes de nívea blancura. Como si el sol se hubiese puesto más radiante, y el eterno azul se hubiese profundizado, cual si se tratasen de hechizar los espacios, así atraían, con el encanto de su inalcan­zabilidad, sus azules abismos, insondable­mente más profun-dos que todas las oscuras simas marinas. Y a veces se figuraba uno que estaba asistiendo a una maravillosa revista, cual si toda una escuadra de navíos hubiese salido del puerto, y, desplegando su resplandeciente vuelo, ensoberbecién­dose, pavoneándose, mas como reprimiendo su entusiasmo, pasase lentamente ante las miradas supremas.
Tatiana Alexéievna fué presa de una zozobra.
-¡Ay, que no descargue una tormenta como anochel ¡Qué ocurriría entonces!
-¡No! -aseguró Yuri Mijailovich, con­vencidísimo. Mira, se diría que los bor­des de las nubes están torneados. Esto es una revista y pronto romperán filas.
-Tú las desdeñas; tú quieres levantarte más alto que ellas.
Yuri Mijailovich fijó en ella sus ojos atenta y -como ella recordó después- un poco extrañamente, mirándola a los ojos, y contestó con su sonrisa plácida:
-!Te amo horriblemente!
En el aeródromo ya había gente, y los aviadores se preparaban animada-mente para sus vuelos sacando los aparatos de los hangares, examinándolos y apretando los fuselages metálicos. En uno de los hanga­res alguien reñía desaforadaniente porque le habían traído tina nueva marca de ben­cina; el motor del capitán Kostretsof no quería funcionar por una causa inexplica­ble, y él mismo, echando pestes y apresu­rándose y desdeñando el auxilio del con­fundido mecánico, destornillaba las ma­trices y se había ya ensuciado hasta las cejas con el óxido y con las grasas. Pero, en general, todo estaba satisfactoria, hasta excepcionalmente bien, y si se emociona­ban y expresaban su descontento, era sólo para resguardarse del destino y no apare­cer ante él demasiado satisfechos, para en­ternecerlo con sus pequeños contratienipos, para hacerle desistir de su designio, tal vez predeterminado, de una grande y terrible desgracia, Y por la misma causa nadie qui­so confesar, ni siquiera a sí mismo, la altu­ra que se proponía alcanzar en este día de vuelo, asegurándose a sí mismo y a todos­ que no sería sino muy poquito. Sólo de Puchkarlof sabían todos que, habiendo ya logrado algunos premios en recompensa de la seguridad de sus aterrizajes, se proponía a presente vencer el "record" de altura. Ni uno de sus conipañeros dudaba un instante de que lo lograría, y hasta el mismo pre-sentimiento del hado, de la amenazadora casualidad que se ocultaba cejijunta en el transparente aire, quedaba para ellos como reducida, en presencia de este hombre se­reno y firme, que no hacía secreto alguno de sus intenciones, sino que hablaba tran­quilantente de ellas.
La conversación se enardeció, las voces sonaron más altas, y todos rodeaban en desordenado tropel a Puchkariof; algunos, al saludarle, le besaban varonilmente con franco y fuerte beso en los labios. También saludaban afables y amistosamente a su mujer, Tatiana Aleséievna, besándole la mano; pero se notaba que, para todos, ella no era más que una figura de segundo or­den, y poco a poco, insensiblemente, se vió apartada del lado de su marido. En otras ocasiones se quedaba, generalmente, al­guien a su lado, fuese por cortesía o por afición a la sociedad femenina y a la con­versación; pero ahora se hallaba sola sobre la verde y chafada hierba, sonriendo para sus adentros con dulce burla femenil: ¿era esto natural y no era un poco ridículo que ella, una mujer tan hermosa, se encontrase totalmente sola y abandonada, que nadie la necesitase, y que nadie tuviese interés alguno?
Ellos, entretanto, apiñábanse formando un grupo de bronceadas y vigorosas figuras, centellando en sus risas sus blancos dien­tes, tocándose, al hablar, amistosamente con los codos, y usaban entre sí un lengua­je peculiar, varonil, serio y significativo. "¡Cómo aman a Yuri!" -pensaba ella, y de pronto la sonrisa borróse de sus labios; una vez más su alma estremecióse hasta en el más recóndito fondo de su ser con la sensación de su gran dicha, de una inefable alegría y de un cordial agradecimiento ha­cia aquellos que le amaban tanto. "Y aun no saben bien ellos qué noble, qué admi­rable y qué profundamente amante es; ¡si lo supieran!...”
Y cuardo el comandante Priájin, un vie­jo calavera, se acercó a ella diciéndole galanterías, le envió junto a su marido.
-Vaya usted a ver a Yuri.
-Ya he saludado a Yuri Mijailovich -re­puso el comandante: y como si adivinase algo, añadió:
-¿Quiere que le pase algún recado?
-No -contestó ella mirando a los ojos del comandante y sonriéndose; vaya us­ted con Yuri.
Y entonces, mirando el comandante Priájin a los luminosos y húmedos ojos de Tatiana, comprendió que aquella mujer que había delante de él estaba loca de amor, de orgullo y de dicha, y se sintió con el corazón invadido de pavor, y por única vez en su vida comprendió el en­gañoso espejismo del sol y de la tierra, a la que tan sólidamente se agarraban las plantas de sus pies, y de todo aquello que rodeaba al hombre y en que él vive. "¡Ex­traño!" -murmuró alejándose, y durante todo aquel día, hasta su luctuoso final, es­tuvo mascullando esta palabra, no tenien­do otra a su alcance para expresar la extrañeza del universo que se le había revelado. "¡Extraño! ¡Extraño!"
Ya se había dispersado el grupo, y los vuelos habían ya comenzado, cuando Yuri Mijailovich se acercó a su mujer y la cogia por el brazo, más arriba del codo.
-Perdóname, Taniclika; te había total­mente abandonado.
-De nada -contestó ella sonriéndose-­ estoy contenta.
-Pero no por eso te había olvidado.
-Nada, estoy contenta. ¿De qué se han reído ustedes?
-Les conté lo de la silla, ¿sabes?, para después del Casino, para los borrachos. ¿Se te ha olvidado?
Mas aquello no la agradó, y dijo:
-Pues yo, en tanto, pensaba en otra co­sa, Yuri: que ellos te aman mucho.
-También yo les amo. Mira, Tania, ahí viene Rymba; no sé qué le pasa hoy.
-Habla con él, Yuri.
-¿Y tú? Porque en seguida vendrá tu turno.
-Nada, estoy contenta. Habla con Yuri.
Pero ya Rymba -un oficial de edad, con cara imberbe, luciente de sudor, pero pálida y llena de hoyuelos que le había dejado la viruela- llamaba a Yuri él mismo.
-¡Yuri, para un momento!
-;Qué hay, hermano? -preguntó Yuri Mijailovich apartándose a un lado con el oficial. Qué ¿estáis emocionado?
Rymba participaba por primera vez en los vuelos, y nadie podía comprender por qué lo hacía ni tampoco los motivos por que aprendía a volar. Era un individuo fo­fo, enclenque, de complexión femenina, y cada vez que se elevaba en el aire experi­mentaba un miedo insufrible. También en este momento lucían en los profundos ho­yuelos de su cara, cual el agua en los chor­cos después de la lluvia, las gotitas de un sudor frío y congojoso, en tanto que sus descolo-ridos ojos, recamados de escasas pes­tañas, se habían cuajado, clavándose en Puchkariof con una fe inquebrantable y una trágica seriedad.
-Pero ¡Yuri!, tienes que contestarme con toda seriedad, como hombre honrado: ¿Có­mo es eso? ¿Nada? ¿Eh? No; pero, de todas veras, como hombre honrado... iYuri!
Yuri Mijailovich pareció ensimismarse como si estuviese cavilando en algo; alzó una vaga mirada, y contestó luego con fir­me conviccion:
-¡Nada! Todo está bien. Vuela tran­quilo.
Rymba calló por un breve rato y luego, dijo con la misma seriedad:
-Gracias, hermano.
Y por tres veces, como si le estuviese fe­licitando las Felices Pascuas Floridas, le besó fuertemente en los labios, y breve, más expresivamente, le sacudió la mano. Y cuando Rymba pasó luego por delante de Tatania Alexéievna, saludándola, le dirigió ésta una sonrisa feliz, en tanto que él se la quedaba mirando como a una aliada, y en contestación a su sonrisa respiró lar­ga, queda y gozosamente como si dijera: ¡ya ve usted qué cosas! Las estrujadas ca­ñas de sus altas botas estaban demasiada anchás y bostezaban colgantes, y los fondi­llos de sus calzones pendían como saco baja su corta guerrera gris. ¡Qué aviador iba a ser él! Tatiana Alexiévna le miraba ale­jarse, y por una inexplicable razón no vol­vió la cabeza cuando Yuri Mijailovich se acercó de nuevo a ella, colocándose en si­lencio a su lado. Y sin volver la cabeza seguía mirando en la dirección que había tomado el desgarbado Rymba, que estaba ya a bastante distancia, y comprendió y sintió que su marido estaba mirando fija, atentamente, y muy cerca de su mejilla, el perfil de sus negras pestañas y sus la­bios sonrientes, y sintió el tibio vientecillo que pasó por sus párpados fresca y dulce­mente. Y esto era la dicha.
-¡Te amo horriblemente! -dijo Yuri Mijailovich, y asió con cautela su brazo por encima del codo, donde estaba calentu­riento y del todo íntimo y cercano bajo la leve seda, y el brazo se sintió feliz en aquel sitio. Pero ni aun entonces volvía Tatiana Alexéievna la cabeza, como si no oyera nada; tan sólo la sonrisa desapareció de su rostro, que se hizo sumiso, tímido y enternecido para con ella misma; ella se amaba en ese instante a sí misma, con el amor de su marido, y se sintió toda ella como si fuese la más preciosa joya, aunque ¡ay!, terrible-mente frágil, que no le perte­necía, y que había que guardar cuidado­samente.
En derredor verdeaba la hierba -la es­pléndida hierba terrestre- y soplaba un vientecillo que envolvía en su suave y fres­ca caricia el desnudo cuello de Tatiana. Allá lejos andaba el desgarbado Rymba, las multiculores banderolas ondeaban enci­ma de las tribunas, y, como si quisiesen desprenderse de las astas, subían en espi­rales y decían muellemente:
-Parece que hay viento -dijo Tatiana Alexéievna volviéndose hacia su marido, que la miraba con luminosos ojos.
La despedida tuvo que hacerse delante de la gente, y el roce de sus labios fué tenue cual tela de araña; pero el rostro como esta levísima telaraña del amor, que no se ol­vidará en el transcurso de larguísimos años, que no se olvidará nunca más. Y tampoco podrá olvidarse nunca la rósea cicatriz en la frente de Yuri Mijailovich, cerca de la sien; jugaba una vez siendo pequeño, y ha­bíase golpeado contra el hierro, quedán­dole en la blanca frente esta cicatriz, pe­queña señal hueca que nunca podría ol­vidarse.
De pronto quedóse la tierra de un modo palpable angustiosa-mente desierta: esto significaba que Yuri Mijailovich habíase elevado de la tierra en su "New-Port". Pe­ro, ¡cosa extraña!, ni siquiera se estreme­ció su corazón, ni apresuró el ritmo de sus latidos: tan inquebrantable era la grande­za de su dicha. Pasó él ruidosamente por encima de su cabeza, hacía su primer círcu­lo, elevándose a mayor altura, mas tampo­co entonces latía su corazón más fuerte­mente. Vuelto el rostro a lo alto, como los de todos los que había en tierra, estaba ella mirando los círculos espiriformes del ae­roplano, y tan sólo con ligera burla tuvo un quedo suspiro:
-Claro, ahora ya no me ve. ¡Está de­masiado alto!

1.004. Andreiev (Leonidas) - 068

Mas alla de la muerte - Cap. IV

Allí de donde por la noche había caído la lluvia, y donde había rodado el trueno, y donde las exhalaciones habían iluminado su propia ruta nocturna en medio de las nubes y del caos, estaba ahora todo quieto, azul y celestial-mente espacioso. Las escasas nubes bogaban ampliamente, y enmudeci­das, a lo largo de sus invisibles rutas; so­litariamente reinaba el sol, y allí no había ni la confusión ni el vocerío de la tierra, ni la menor señal terrestre que se alzase como un estorbo.
Mientras que describía aún los prime­ros círculos, Yuri Mijailovich tenía la mi­rada fija en el aeródromo, que ahora pa­recía un mapa verde con trazados de arena, y en el inmóvil tropel de gente que semejaba un corrido borrón de tinta, y aun sentía su atención ligada a la tierra, espe­rándose de ella una de sus habituales sor­presas, alguno de sus súbitos obstáculos. Pero al cerrar el quinto círculo, en vez de terminar sencillamente la vuelta, se lanzó a la horizontal, echándose decididamente fuera de los límites del aeródromo; y cuando hubo llegado por encima de la sel­va, al espacio y a la quietud, comenzó a ele­varse más alto. "¡Qué bien estaría ahora dar un paseíto a través del bosque!" -pen­saba él con cariñosa condescendencia, y de repente sintió con extraordinaria lucidez la halagadora y húmeda fragancia del bos­que, que desde su tierna infancia le ha­bía sido tan familiar; sintió bajo las plantas de sus pies la hierba, y basta se figuró vislumbrar debajo de la ennegrecida y vie­ja hojarasca una achaparrada seta. Y sola­mente ahora comprendió que el bosque es­taba lejano, y que él estaba volando, no andando, como había andado toda su vida, con plomizas suelas, sino que volaba por el aire, que no se apoyaba en nada, y que por todas partes estaba sumergido en el transparente y lúcido vacío.
No había transcurrido sino el fragmento de un instante desde que Yuri Mijailovich habíase separado de la tierra, y ya encon­trábase en un mundo nuevo, en un ele­mento distinto que era ingrávido e ili­mitado como el ensueño mismo, y con terrorífico vigor, casi con dolor físico, experimentó nuevamente aquella dicha emocionante que, cual áureo y transparente liquido, había fluído por su alma y por su cuerpo durante toda la noche y todo el día. Tan intensa fué, que se le cortó la respiración por este aflujo de dicha, y aso­maron las lágrimas a sus ojos, donde las lágrimas no se notan sino por uno mismo. "¿Qué es aquello tan bello que estoy, vien­do? -pensaba.
-¿Qué es esto tan bello que estoy experimentando, tan bello? ¡Oh! ¡Tan bello!"
Y desde este instante casi dejó de mirar la tierra; habíase hundido en lo profundo y en lontananza quedaba ella con sus bos­ques verdes, tan familiares a su infancia; con su hierba menuda y sus flores; con el conjunto de su alegría y con su tímido, inseguro amor terrestre. ¡Cuán difícil era ahora cemprenderla, y qué difícil, hasta im­posible, acordarse de ella! En cambio, ¡cuán firme y lúcido era el aire abra-sador en las alturas, indiferente a todo lo terrestre¡ Hasta la misma sonrisa parecía aquí una profanación; también ella se asoma, como las lágrimas, a aquel otro lado invisible de los labios; la sonrisa dichosa y humilde no se la puede exteriorizar aquí; severo y serio debe permanecer el semblante.
"Ya estoy alto -pensó Yuri Mijailovich, ya estoy alto; pero tengo que subir aún más alto. ¿Es que no hay aquí tanto espa­cio que pueda uno seguir siempre adelan­te y arriba, y atrás y abajo? Sí; puedo ha­cerlo a mi antojo; todo esto es mi ruta".
Y durante largo tiempo -así se le figura­ba- se absorbió todo él en la serie e im­portante tarea de guiar el aparato, concen­trándose en el gozo de regirlo.
Ya cuando andaba con plomizas suelas por la tierra le habían gustado los movi­mientos arbitrarios, las libres vueltas, los imprevistos saltos a un lado, y por esto no pudo soportar desde su infancia ni las ca­lles, ni los senderos, ni las más anchas ru­tas en las que hereditariamente está tra­zado el camino, como en las volutas del cerebro yace, cuajado, el yerto pensamien­to ajeno. Mas aquí no había caminos tri­llados, y en la libre corrida sintió divina­mente desentrabado el albedrío, que por sí mismo habíase alado con anchas y po­tentes alas. Eran un solo ser él y su apa­rato, y sus manos eran tan firmes, casi in­corpórea, como la misma madera de la rueda del timón en que reposaban, y con la que se habían unido en férrea unión de una única voluntad rectora. Y si la sangre viva rodaba por las cálidas venas de sus manos, también fluía por la armazón de madera y de hierro; en las extremidades de las alas vibraban sus nervios, tendién­dose hasta la última tensión, y con las ex­tremidades de sus alas sentía él el dulce frescor del aire veloz, el trémolo de los ra­yos solares. ¿Quería volar a su derecha? Pues a la derecha volaba el aparato. ¿Que­ría ir a su izquierda, abajo, arriba? A la izquierda, abajo o arriba volaba el apara­to, y le hubiera sido difícil explicar cómo esto se producía por él, ocurría, sencilla­mente, porque lo quería él. Y esta victo­ria de la voluntad consciente entrañaba una áspera alegría varonil: aquella que, contemplada en un rostro de perfil, se se­meja al pesar y hace aparecer enigmático el rostro del guerrero o el del triunfador.
Allá en lo más hondo de la profundidad humeaba la tierra cual caldera gigantesca, y parecíale que era aquello una nube que pasaba; pero no quería pensar en la tierra, y no se le ocurría pensar en ella. Y para sentirse aseñoreado aún con mayor inten­sidad por su albedrío, Yuri Mijailovich cerró los ojos, y por un instante vió como en un espejo su rostro palidecido y lumi­noso; y luego se le figuró que de su cabe­za se desprendían resplandecientes fajas de luz que se desplegaban por detrás de él, y que unas plumas abaniquean su brillante casco como si estuviese erguido de pie en un carro guerrero apretando fuerten.ente en su petrificada mano las aceradas rien­das, mientras los celestes corceles ígneos le arrastraban a lo alto.
Y luego se le figuró que él no era nin­gún hombre, sino un núcleo condensado de fiero fuego que se abalanzaba por el espacio y se desprendían de él las chispas y llamaradas, y ondulando resplandecía por la ruta celeste el ígneo surco, el velo azul de la estela. Así voló largo tiempo siempre a lo alto: extraña estrella himia­na que huía de la tierra hacia el cielo.
Cuando pensaba esto ya se había eleva­do a gran altura y comenzaba a desapare­cer de la vista, y tenía uno que encaminar la mirada por el celeste océano, deslum­brar sus ojos con los rayos solares, buscar y volver a escudriñar en medio de las in­mensas y escasas nubes, para columbrar y encontrar a aquel que volaba alto, muy al­to. Y aunque fuesen escasas las gruesas y pechirredondas nubes que incesantemente huían a lo largo, de debajo parecía que por causa de ellas se estaba a estrechas en el cielo. Y hubo momentos en que se figu­raba uno que aquel que volaba en lo alto huroneaba buscando un paisaje entre las nubes, como lo busca entre las islas el na­vegante; mas nadie sabía allá abajo cuán espacioso era todo allí en lo alto; cuán combados los arqueados portales e ilimita­dos los canales azules; cuán imperialmen­te magnífico, amplio y libre es el archi­piélago celeste. Pero las nubes se derretían; bajaban por la pendiente montando la guarda en el horizonte cual esfinges azu­les, con las patas recogidas debajo de si, era visible, hasta para los ojos de los que contemplábanle desde abajo, cómo se afianzaba y densificaba, desparramándose ilimitadamente, el majestuoso espacio ce­leste, el desierto del océano.
Yuri Mijailovich abrió los ojos y miró abajo, a la tierra. Y alzando otra vez los ojos de la tierra humeante, pensó: "He aquí que se ha realizado mi ensueño do­rado; heme aquí en mi santa morada yen­do por mis altas salas; no hay nadie que esté conmigo, sino sólo la luz. Pero ¿qué es aquello tan bello que estoy columbran­do? ¿No estoy yo solo? Pero ¿qué es esto tan bello que estoy experimentando, tan bello, tanto... tanto...? ¡Dicha mía, al­ma mía, mi dicha: te amo horriblemente!"
Y nuevamente, con tremente vigor, con valor triplicado, con un dolor de sangre que mana y de lágrimas que chorrean, ex­perimentó la dicha emocionate, el estremecimiento de bienaventurados presenti­mientos, la buena ventura de lo fatídico. Lejos, en la más lejana lontananza, cual la postrera nota de una canción que fuese en­tonada para uno a quien se despide, cual una ininteligible palabra de amor terres­tre, recordó el bello rostro, el perfil de las negras pestañas, la mejilla bañada de rosa­das tintas mates que languidecía con un insonoro grito de ternura; recordó cómo dormía ella tranquilamente a su lado; có­mo respiraba quedamente, muy cerquita de él; y era para Yuri como si hubiese encon­trado la explicación a su entusiasmo y a su amor. "Querida -pensaba tiernamente y con su estremecido corazón, querida, yo te amo horriblemente." Así pensaba que discurría él; mas al instante siguiente ol­vidó, olvidó totalmente, para siempre; ol­vidósele la querida. Su corazón se entregó a otro, y en su queda ternura montó la guarda para otro. ¿Qué era lo que pensa­ba en estos sus postreros minutos, cuando otra vez más, habiendo cerrado los ojos, volaba ilimitadamente, no sintiendo ni co­nociendo nada que significase un obstácu­lo? ¿Qué era él en su propio raciocinio?, Una estrella humana tal vez; extraña es­trella humana que, huyendo de la tierra, sembraba chispas y luz en su ígnea y tem­blorosa ruta: he aquí lo que eran él y sus pensamientos en estos postreros minutos.
Mecíase el aparato en el aire cual petrel sobre las olas del mar aéreo; en las vuel­tas bruscas inclinábase salvajamente, mul­tiplicando la insensata velocidad por las caídas; ensordecíase con el traqueteo y el tintineo de la hélice, con las estridencias y los chapoteos de las olas aéreas, fúlgida­mente cortadas por él; las nubes se habían dispersado, dejando a desnudas la azul at­mósfera, que gradualmente se enfriaba, y únicamente el sol reinaba solitario. Solita­riamente reinaba el sol, y entre él y la tie­rra no había ni un objeto ni un hombre e iluminaba el sol, sin calentar, ora las finas y claras alas, ora el bronceado y em­palidecido rostro, jugueteando con miles de destellos sobre el metal. Y en uno de esos instantes, cuando el sol le hirió la vis­ta, vertiendo en todo él, hasta en el mis­mo corazón, su luz leve y arrebatadora, Yu­ri Mijailovich profirió con voz alta y ex­traña:
-¡No!
Otro no hubiese podido oir sus palabras a causa del ruido que hacía el aparato; pero él se oía a sí mismo, y dijo con voz alta aquello que aun en los más emocio­nantes ensueños nocturnos, en la abruma­dora visión del soñoliento asistente que cortaba astillas, en el pergeño de los que­ridos semblantes y de los queridos ojos, ha­bía sido conocido por su zozobrado cora­zón como la dicha extraordinaria; dijo:
-iNo! ¡A la tierra no volveré jamás!
Pronunció estas extrañas palabras, que le sentenciaron a la muerte, y se calló ecuá­nime; hasta en este instante supremo con­servó su don agradable, su amor para el silencio. Y tranquilamente proseguía su lo­ca carrera a través del espacio. De poder, la hubiese acelerado ilimitadamente; mas el aparato no admitía esto, y entonces ideó proceder de modo distinto y, por lo visto, insensato; así lo entendieron los de abajo. Comenzó a cortar el espacio con líneas tor­cidas, quebradas y estrafalarias, inopinadas y bellas cual el vuelo de pájaro nocturno embriagado por la luz de la luna; a lo al­to, abajo, atrás y por delante; bruscamen­te a un lado para producir pavor; súbita­mente a la izquierda y abajo.
Cortada la respiración por el entusias­mo, apretando los blancos dientes para que no le escapase un inesperado grito de triunfo y para no entonar cánticos necios, transía el aire con poderososo aletazos. Y quiso convencerse por sí mismo de que el diáfano espacio no ocultaba en su seno ningún obstáculo invisible e hipócrita, sino que se hiende muellemente por todas partes, que no oculta en sí traba alguna, que él es único, uniforme, infinito. A punto de caer -¡hubo ese momento!- estuvo; mas recobró el equilibrio, arrastrado a lo bajo a no sabía qué profundidades.
Pero hasta en el esparcimiento juguetón parecíale desagradable perder la altura, y decididamente se abalanzó a lo alto; dejó de dar vueltas, se lanzó, cual silbante y es­truendoso cohete, directamente a lo alto, hacia su encumbrado final último. Hacía ya mucho que se había olvidado a sí mis­mo; mas ahora nuevamente se sintió en­carnarse en estrella, núcleo de fiero fuego que se abalanza por el espacio, dejando en pos de sí ondeantes banderolas de chispas y de llamas azules. De repente se imaginó que su cabellera estaba prendida en fuego, con ondulantes mechas ígneas que se des­lizaban a tierra, y pronto comprendió que esta era la ruta de un infinito a otro; vió palpablemente que, así lanzado, penetraría volando de esta eternidad en la otra, don­de, abiertas de par en par, se yerguen, es­perándole, las altas puertas de su santa, de su misteriosa morada.
"¿Cómo puedo yo volver a tierra -en­tonaba cual canto su alma en bienaventu­rado ensimismamiento. -¡Estoy viendo al­go tan bello... tan bello... tanto! ¡Di­cha mía, alma mía, mi dicha: te amo ho­rriblemente! Era yo chicuelo y antojábase­me pasar volando por encima del tejado vecino, nada alto por cierto; tejado verde y podrido, ridículo y lastimosamente bajo. Es la alegría que canta en mí lo pretérito, lo que fué chicuelo pequeñito, lo que mi madre llama Yura, Yurochka. Tenía padre y madre, y ambos murieron; luego aun hu­bo mucho hermoso, como el pesar; alguien hay a quién estoy amando horriblemente. Caro niño mío, mi querido niño, alma mía: voy a subir aun más alto. El cuerpo se des­prenderá de mí y caerá; mas yo iré más al­to, querido niño, mi caro niño; yo iré más arriba. Voy más alto. Voy. A ti alma se turba de gozo, huye del cuerpo, se lanza al encumbrado y lejano vuelo; voy más arri­ba y sin fin. Se turba el alma, se me emo­ciona.
Por sus mejillas corrían las lágrimas; mas él no tuvo consciencia de ellas. Los dientes blanqueaban tiprnamente a través de los labios semiabiertos, y las pupilas, dilatadas con la visión de la eternidad, miraban sin parpadear, y fijamente, en lo alto, allí donde tras los azules arcos del cielo lucía la lontananza, la verdad de las verdades ilimitada. Las lágrimas resbalaban por su semblante.
-¡Oh qué emoción¡ ¡Qué turbación!
El no volvió ya a la tierra.
Aquello que, dando volteretas frenéti­cas se desplomaba tornando desde la altu­ra y se hundió en la tierra con la pesadez de los desmenuzados huesos y de la carne, ya no era él, ni un hombre ni nada. La atracción terrestre, la muerta ley de la gra­vedad, le había arrancado del cielo, le asió y le echó contra la tierra; mas aquello que cayó, que se apuballó en una ínfima pelo­tita, que se quebró, extendiéndose muda y mortalmente aplastado, aquello ya no era Yuri Mijailovich Puchkariof.
El no volvió ya a la tierra.

1.004. Andreiev (Leonidas) - 068

El perro

No tenía nombre y a nadie pertenecía. Ninguno hubiera podido decir donde pa­saba el largo invierno, ni de qué se ali­mentaba.
Cuando quería acercarse a alguna casa, otros perros, hambrientos como él, le arro­jaban de allí sin compasión. Sí, impulsado por el hambre o la necesidad instintiva de encontrarse entre seres vivientes, hacía su aparición en la calle, los niños le tiraban piedras, y las personas mayores le corrían con un palo dando gritos.
Presa del terror, corría de un lado para otro, tropezando, y cuando llegaba al ex­tremo del pueblo se escondía en un rincón desierto que sólo él conocía. Allí lamía sus heridas, y el miedo y desconfianza de los hombres se adueñaban cada vez más de él.
Durante el último invierno, se había ins­talado bajo la terraza de una casa de cam­po solitaria, que no tenía guarda. Las no­ches eran terriblemente largas y el jardín estaba lleno de nieve y de hielo. El perro ladraba furiosamente, como si quisiera de­fender la quinta.
A veces, una lucesita azul se reflejaba en las ventanas; era una estrella o un rayo de luna que caía sobre los cristales.
Cuando llegó la primavera, la casa de­sierta se llenó de pronto de ruídos.
Unos hombres llevaron pesados mue­bles. Una cantidad de personas, hombres, mujeres y niños, habían venido de la ciu­dad para pasar allí el verano. Embriaga­dos de aire, de calor y de sol, gritaban, cantaban y reían.
Con quien primero trabó conocimiento el perro fué con una linda muchacha. Ha­bía venido a ver el jardín, llena de impa­ciente ardor, admirando las ramas de los cerezos, las flores, el césped, saltando albo­rozada.
El perro, que se había acercado sin ha­cer ruído, asió el extremo del traje de la muchacha, lo sacudió y luego echó a co­rrer por los espesos setos de frambuesa.
-¡Un perro malo -exclamó la mucha­cha huyendo, y lanzando gritos de espan­to. ¡Mamá! ¡Chicos!... No vayáis al jar­dín... Hay un perro muy grande y muy malo...
Cuando cayó la noche, el perro se acer­có cautelosamente a la casa dormida y se echó bajo la terraza. Allí había hombres, pero, como dormían, nada había que te­mer de ellos. La noche primaveral estaba llena de rumores inquietantes; algo se mo­vía en la hierba, muy cerca del perro. Por el camino, aplastando la arena, pasaban unas carretas, y el estar lejos de la ciudad, respirando el aire libre del campo, las ha­cía más buenas aún. El sol, al penetrar en ellos, con su calor, salía convertido en ri­sas y cariño para todos los seres vivientes.
Primero quisieron echar de allí al perro que les había asustado tanto, y hasta ma­tarle de un tiro de revólver, si no se iba por su voluntad: pero pronto se habitua­ron a oir sus ladridos por la noche, y cuan­do despertaban decía:
-¿Qué hará ese bribón?
Así le llamaban. A veces veían al perro entre los setos, pero él corría con descon­fianza, huyendo de una mano que le echa­ba pan, como si en vez de pan fuera una piedra.
Poco a poco se acostumbraron a Bribón. Los hombres decían: "nuestro perro", y se reían de su carácter salvaje y de su miedo.
Cada día, Bribón disminuía la distancia que separaba de ellos. Comenzó a recono­cerlos, y distinguirlos unos de otros y se adaptó a sus hábitos. Media hora antes de que se sentaran a la mesa se ponía de guar­dia cerca de la casa, esperando que se le echase algo de comer y moviendo la cola.
La muchacha, Lelia, le perdonó la agre­sión y le introdujo en el círculo de la fa­milia.
-¡Bribón! -llamaba; ven aquí... No tengas miedo... ¿quieres azúcar?... Ahora voy a dártela...
Pero el perro no se atrevía, tenía miedo. Y con precauciones infinitas, Lelia se le acercaba, con temor de que la mordiera, diciéndole palabras dulces.
-¡Te quiero mucho, Briboncito! Tienes unos ojos muy lindos... No te asustes...
Y Bribón, arrullado por la música de la voz, se echó sobre el lomo y cerró los ojos, no sabiendo si le iban a acariciar o a pe­gar. Una manita suave tocó su cabeza y luego se puso a acariciar su cuerpo.
-¡Mamá! ¡Chicos! -gritó Lelia; venid... Estoy acariciando a Bribón.
Cuando los niños corrieron alborotados, Bribón esperó con angustia.
Sabía que si le pegaban no tendría ya fuerza para morder, porque le habían des­pojado de su maldad irreconciliable. Y cuando todos empezaron a acariciarle, temblaba de angustia y aquellas caricias a las que no estaba acostumbrado, le hacían tanto daño como los golpes.
............................................................................................
Bribón estaba satisfecho con toda su al­ma de perro. Tenía un nombre, al oír el cual corría a todo correr por los setos. Per­tenecía a hombres y podía servirles. ¿No era esto bastante para su felicidad?
Pronto estuvo desconocido; su pelo lar­go, que antes le caía en sucios mechones llenos de barro, estba ahora limpio, negro y suave como terciopelo.
Y cuando se ponía ante la casa y exami­naba gravemente la calle, a nadie se le ocurría hacerle rabiar o tirarle una piedra.
Pero él no tenía aquel orgullo y aquel aire independiente más que cuando esta­ba solo.
El fuego de las caricias no había conse­guido aún evaporar comple-tamente el mie­do de su corazón; cerca de los hombres no se sentía a gusto y siempre creía que iban a pegarle. Durante mucho tiempo, toda ca­ricia fué para él una sorpresa, un milagro que no podía comprender.
El mismo no sabía hacer caricias: se echaba sobre el lomo, cerraba los ojos y lanzaba pequeños gemidos.
Pero esto era insuficiente para expresar su agradecimiento y su amor.
Al fin tuvo una inspiración: imitando a otros perros, comenzó a saltar pesadamen­te, a dar vuelta sobre si mismo.
-¡Mamá, chicos, mirad! Bribón está ju­gando -gritó Lelia.
Y, muerta de risa decía:
-¡Otra vez Briboncito! ¡Sigue!... Así, así...
Todos acudieron corriendo y se reían, mientras el perro daba vueltas como un trompo, con gran regocijo de los especta­dores.
Pero Bribón no quería lucir sus habili­dades ante los extraños; y cuando veía ve­
nir a alguien que no era de la familia co­rría al jardín o se escondía bajo la terraza.
Poco a poco se fué acostumbrando a no preocuparse del alimento; estaba cierto de que a la hora fija, la cocinera le daría de comer y permanecía esperando muy formal. Ahora, él mismo buscaba las caricias. Se había puesto un poco pesado y no le gus­taban los viajes largos. Cuando los niños se lo querían llevar al bosque, movía la cola y desaparecía sin que lo notaran. Pe­ro por la noche llenaba concienzudamen­te sus deberes de guardián y ladraba con furia al menor ruido.
Pronto llegó el otoño, y con él las llu­vias frecuentes. Las casas de campo iban quedando desiertas.
-Tendremos que dejarle aquí -repuso su madre.
-iPobrecitol
-¡Qué va a hacer! En la ciudad no te­nemos patio, y no se puede tener al perro en las habitaciones.
-¡Pobrecito! -repitió Lelia a punto de llorar.
-Nuestros amigos Dogayen me han pro­metido un perrito precioso que sabe ha­cer una porción de juegos, mientras que Bribón no sabe hacer nada.
-¡Pobrecito! -dijo Lelia, pero renunció a la idea de llorar.
De nuevo llegaron hombres desconoci­dos y llenaron de ruídos la casa. Se habla­ba muy poco y ya no se reía. Asustado de aquellos hombres presintiendo una desgra­cia, Bribón huyó al extremo del jardín, y desde allí miraba fija-mente lo que pasa­ba en la casa.
-¿Estás aquí, mi pobre Bribón? -dijo Lelia acercándose a él. Ven conmigo.
Llegaron al camino. La lluvia tan prorp­to cesaba como volvía a empezar, y el cie­lo estaba cubierto de flotantes nubes. To­do lo envolvía la tristeza del otoño.
-Esto es aburrido, Bribón -dijo Lelia después de unos minutos de silenciosa con­templación del paisaje.
Y, sin mirar atrás, volvió sobre sus pasos.
Hasta que estuvo en la estación, no se acordó de que no se había despedido del perro.
Bribón corrió mucho en busca de la gen­te, llegó hasta la estación, y, sucio y mo­jado, volvió a la casa desierta.
Allí hizo un nuevo juego que no pudo ver nadie; subió por primera vez a la terra­za y, enderezándose sobre las patas traseras, miró la casa por la puerta de cristales y la arañó con sus uñas. Pero la casa estaba va­cía y nadie le respondió.
Caía una fuerte lluvia; las tinieblas del otoño caían sobre la tierra. Llenaron rápi­damente la casa desierta, saliendo sin ruido de la maleza y cayendo con la lluvia del cielo sombrío.
En la terraza, de donde se había quitado el toldo, lo que la hacía más vasta, la luz se resistió algún tiempo en su lucha contra las tinieblas, iluminando las huellas de los pasos; pero pronto la luz cedió.
Llegó la noche. Y, cuando ya no quedaba duda de que todo estaba negro y desierto, el perro ladró un largo y quejumbroso gemido. Añadió una nota lúgubre y desesperada al ruido monótono y melancólico de la lluvia, que penetró en las tinieblas y se extendió por el campo desnudo.
El perro aullaba metódicamente, con in­sistencia, con la tranquilidad de la deses­peración.
Quien le hubiera oído hubiera podido creer que era la negra noche misma quien lloraba a la luz extinguida y hubiera sen­tido un profundo deseo de estar al calor, cerca del fuego, teniendo estrechamente abrazada contra su corazón a la mujer amada.
Y, en la angustia y en la soledad, Bri­bón seguía aullando.

1.004. Andreiev (Leonidas) - 068

Bargamot y garaska

Sería injusto decir que la Naturaleza se había mostrado avara con el guardia de orden público Iván Akindinich Bargamo­tov, a quien los vecinos de un arrabal de la ciudad de Orel llamaban Bargamot.
Asemejábase, en lo físico, a un masto­donte o a cualquier otra de las excelentes criaturas prehistóricas que por falta de si­tio tuvieron hace tiempo que abandonar nuestro planeta, poblado por esos alfeñi­ques que se llaman hombres.
Grueso, de elevada estatura, robusto, de una voz formidable, no era guardia, vul­gar, y hubiera alcanzado hacía años una alta graduación a no ser porque su alma estaba sumida en un sueño profundo. Las impresiones del mundo exterior, al dirigir­se a su cerebro, perdían en el camino toda su fuerza y llegaban al punto de destino convertidas en débiles reflejos. Un hombre exigente hubiera dicho que era un mon­tón de carne, y sus jefes decían que era un zoquete. Los vecinos del arrabal, cuyo juicio era el más atendible, le considera­ban un hombre serio y digno del mayor respeto.,
Lo que sabía lo sabía de veras. Verdad es que sus conocimientos se limitaban a las ordenanzas del cuerpo a que pertenecía, que se había aprendido a costa de heroicos esfuerzos; pero se habían grabado de un modo definitivo en su cerebro monolítico.
De lo que no sabía no hablaba. Y su silencio era tan digno, que avergonzaba a los que sabían más que él.
Poseía una fuerza muscular enorme. La fuerza muscular, en la calle de Puchkarna­ya, donde él ejercía sus funciones, era de suma importancia. Habitada por zapateros, sastrecillos, traperos y otros honorables re­presentantes de la industria, y provista de un par de tabernas, dicha calle era teatro, sobre todo los días de fiesta, de batallas homéricas, en las que intervenían las mu­jeres de los contendientes para separarlos, y a las que asistían, entusiasmados, los chiquillos.
La turbulenta multitud de luchadores ebrios chocaba como con un muro e pie­dra con el inconmovible Bargamot, cuyas manos robustas solían detener a los dos borrachos más belicosos v conducirlos a la comisaría. Los detenidos sólo protestaban por el bien parecer y confiaban su destino al gigantesco guardia.
Tal era Bargamot en lo atañedero a la política exterior. En la que concierne a la política interior, su conducta era no menos digna. La choza donde el guardia vivía con su mujer y sus dos hijos, y en la que apenas cabía su enorme humanidad, era una fir­me ciudadela de la santidad del hogar.
Austero y laborioso, Bargamot, en sus ho­ras libres cultivaba su huertecita. Con fre­cuencia se valía de las manos para incul­carle a su familia los buenos principios, no porque su mujer y sus hijos lo mereciesen, sino obedeciendo a las vagas ideas pedagógicas encerradas en su monolítico cerebro. Esto no era óbice para que, respetándole mucho, María, su mujer, de muy buen ver aún, lo manejase a su capricho, con una ágil destreza de que sólo son capaces las débiles hijas de Eva.
Una suave noche de primavera, a cosa de las nueve, Bargamot se hallaba en su puesto habitual en la esquina de las calles Puchkarnaya y Posadskaya. Estaba de muy mal humor. Era sábado de Gloria: todo el mundo iría dentro de poco a la iglesia, y él tendría que estar allí hasta las tres de la mañana.
No era que tuviese ganas de rezar; pero había en la atmósfera algo pascual que le jurbaba. Aquel sitio, en el que se pasaba diariamente largas horas desde hacía diez años, le era aquella noche antipático; un vago deseo de tomar parte en el regocijo general le impacientaba. Además, tenía hambre, su mujer, como era día de ayuno, sólo le había dado de comer unas sopas sin grasa. Y su barrigón reclamaba alimen­tos más substanciosos.
Bargamot escupió con rabia, hizo un ci­garrillo, lo encendió y empezó a darle chu­padas nada tranquilizadoras. Tenía en casa unos cigarrillos excelentes, que le había regalado el tendero de la calle; pero los reservaba para la fiesta.
No tardó en llenarse la calle de vecinos que se dirigían a la iglesia, muy engomina­dos, con americana y chaleco, camisa de percal de color y botas altas, cuyas cañas, en extremo arrugadas, parecían acordeo­nes. Al día siguiente, muchas de aquellas galas se quedarían en las tabernas, a título de rehenes, o un violento tirón, en un amistoso cuerpo a cuerpo, las desgarraría; pero aquella noche sus dueños iban ele­gantísimos. Todos llevaban en la mano, envueltos en, un pañuelo, roscones de Pas­cua, para que los bendijese el cura.
Ninguno se fijaba en Bargamot. El gi­gantesco guardia los miraba con cierto enojo, presintiendo que al día siguiente tendría que conducir a muchos de ellos a la comisaría. Los envidiaba. De buena ga­na hubiera ido también a la iglesia, ilumi­nada, enganalada ...
-¡Por vosotros, malditos borrachos -murmuró, tengo que estar aquí de plan­tón!
La calle fué desanimándose y se quedó al cabo desierta. Empezaron a sonar ale­gres campanadas en la torre de la iglesia, anunciando la buena nueva de la resurrec­ción de Cristo. Bargamot se quitó el som­brero y se santiguó. La hora de volver a su casa se iba acer-cando. Se puso de mejor humor al pensar en la mesa con un man­tel muy limpio, sobre el que habría rosco­nes de Pascua, pasteles y huevos cocidos. Cambiaría con su mujer y su hija los besos tradicionales. Despertaría a Vania, su hiji­to, y lo llevarían a la mesa. El chiquitín empezaría por reclamar un huevo teñido de rojo, tema durante toda la Semana Santa de sus conversaciones con su herma­na. ¡Qué sorpresa la suya cuando le die­ran, no un huevo teñido de rojo, sino un huevo de mármol, regalo también del ten­dero obsequioso!
-¡Es una criatura que vale más de lo que pesa! -murmuró Bargamot, sintiendo inundar su corazón una ola de ternura pa­ternal.
Pero sus plácidos pensamientos fueron turbados del modo más abominable; en la calle Posadskaya sonaron de pronto unos pasos irregulares y una voz enronquecida y balbuciente.
"¿Quién andará por ahí?", se preguntó volviendo la cabeza.
Y se llenó de indignación. ¡Era Garaska! ¡Garaska en persona, borracho! ¡Sólo faltaba eso! ¿Dónde se habría emborracha­do? Eso no era fácil averiguarlo. El hecho era que estaba borracho perdido. Su acti­tud, que le hubiera parecido extraña, mis­teriosa, a cualquiera que no conociese las costumbres del arrabal, no se lo parecía, ni mucho menos, a Bargamot, que había estudiado a fondo la psicología del vecin­dario en general y la de Garaska en par­ticular.
Garaska, cuando estaba beodo, acostum­braba a ir por en medio del arroyo; pero aquella noche, como impulsado por una fuerza irresistible, había torcido de pron­to, en la calle Posadskaya, hacia la iz­quierda, y se había encontrado inespera­damente con las narices a un centímetro ,de la pared. Lleno de asombro, apoyó en ,ella las dos manos, tambaleándose, e hizo acopio de fuerzas para luchar contra aquel,obstáculo que parecía surgido, súbito, de la tierra; mas lo pensó mejor, y girando, no sin dificultad, sobre los talones, se dis­puso a salir de la acera. Y he aquí que ­otro obstáculo imprevisto le cortó el paso: un farol. El borracho entró al punto em relaciones íntimas con él, abrazándole co­mo al mejor de sus amigos.
-Un farolito, ¿eh? -rezongó.
Aquella noche estaba -cosa insólita cm él- de un humor excelente.
Y en vez de poner al farol como chupa de dómine, se limitó a dirigirle algunos re­proches suaves, casi afectuosos.
-¡Déjeme pasar, sin... ver... gon... zón! -balbuceó.
Y al sentir en la cara la húmeda frialdad del poste, contra el que a cada instante se apretaba más, añadió:
-¡Puerco!
En este patético momento le vió Barga­mot. Garaska era su enemigo mortal: nin­gún borracho le daba tanto que hacer co­mo él. A pesar de su aspecto insignificante era el más imprudente, el más descomedido de todos los del barrio. Los demás se limitaban a escandalizar un poco y no so­lían meterse con nadie. El armaba unos escándalos terribles e insultaba a la gente. En vano se le sacudía el polvo y se le tenía días enteros en el calabozo sin comer; nada de esto lé hacía enmendarse. Había dado en la flor de pararse bajo los balcones de uno de los vecinos más respetables de la calle Puchkarnaya y colmarle de injurias, no se sabía por qué. Los criados bajaban aa lo mejor, y le vapuleaban, con gran al­gazara del vecindario; pero él, en cuanto le retiraban, volvía a la carga. A Bargamot no le tenía respeto alguno y le dirigía de­ nuestos sobremanera pintorescos. El cicló­peo guardia, aunque no los entendía del todo -tan áticos eran, se sentía tan heri­do en su dignidad como si le pegasen.
¿De qué vivía aquel hombre?... ¡Mis­terio! Nadie le había visto nunca en estado normal. Carecía de domicilio, y dormía en las huertas o a la orilla del río, entre los matorrales.
Al empezar el invierno desaparecía, y reaparecía al comenzar la primavera. ¿Por qué volvía siempre a aquella ciudad donde todo el mundo le maltrataba? ¡Misterio!... Se recelaba que la propiedad individual no era para él una cosa sagrada; pero no se le había podido coger "in fraganti", y si se lo maltrataba, sólo era por meras sos­pechas.
Los harapos que cubrían -digámoslo así- su desmedrado cuerpo estaban húme­dos de lodo. En su rostro, que se inclinaba hacia delante como el peso de la encarnada narizota, se veía, entre otros vestigios del ardor bélico de sus adversarios, un flaman­te arañazo bajo el ojo derecho.
Cuando logró al fin dejar atrás al in­oportuno farol y divisó la figura majestuo­sa e inmóvil de Bargamot, se llenó de alegría.
-¡Buenas noche, Bargamot, Bargamotich! -gritó. ¿Cómo va esa preciosa salud?
Y al hacer con la mano un gentil saludo, perdió el equilibrio, y gracias al farol, del que apenas le separaba un paso, no se des­plomó sobre las losas.
-¿Adónde vas? -le preguntó, severo, el guardia.
-¡Siempre adelantel
-A ver si robas algo, ¿eh?... ¡Tendré que llevarte a la comisaría, sinver-güenza!
-¿Usted a mi? ¡Permítame que lo dude! El borracho escupió y pisó el salivazo, con grave peligro de su posición vertical.
-¡Andandol -gritó Bargamot. En la comisaría hablaremos.
Y su mano robusta se agarró al cuello de la chaqueta del beodo, cuyos deterioros, aun mayores que los del resto de la prenda, denotaban que aquel pecador había sido ya guiado otras veces por el camino de la virtud.
Luego de sacudir ligeramente a Garaska y empujarlo hacia la comisaría, Bargamot se puso en marcha, como un poderoso re­molcador que arrastra al puerto un bar­quichuello averiado. Estaba furioso. ¡Por culpa de aquel canalla iba a perder media hora lo menos de expansión familiar! ¡Con qué gusto le hubiera dado un par de so­plamocos! No se los daba en atención a la solemnidad del día.
Garaska andaba con un paso bastante firme, para lo borracho que estaba. Es más: se diría que iba contento.
-¿Qué día es hoy, guardia? -preguntó.
-¡No tengo gana de conversación! -con­testó Bargamot. Podrías haberte embo­rrachado un poco después!
-Han tocado a gloria en San Miguel Arcángel, ¿verdad?
-Sí... ¿y que? -dijo extrañado el guar­dia, que no conocía el método dialéctico de Sócrates.
-¿Y por qué han tocado a gloria?
-Porque Cristo ha resucitado.
-Permítidme, pues...
El borracho, con aire resuelto, volvió la cabeza hacia el guardia, sacando al mismo tiempo una cosa del bolsillo derecho de su chaqueta. Bargamot, en aquel momento, sin darse cuenta, pues el misterioso inte­rrogatorio había logrado absorber toda su atención, le soltó. Y Garaska, que no espe­raba aquella súbita falta de apoyo, midió el suelo con las costillas. Tendido en tie­rra, sin hacer el menor esfuerzo para le­vantarse, empezó a llorar, o mejor dicho a plañir como los campesinos cuando se les muere alguien.
Bargamot, asombrado, se dijo: "¿Estará burlándose de mí?" Y tras unos instantes de perplejidad, viendo que seguía lanzando perrunos aullidos, gritó, tocándole con el pie:
-¿Te has vuelto loco?... ¿A qué viene ese llanto?
-El hue... vo... el hue... vo.
Los aullidos se hicieron más suaves. Ga­raska se incorporó y le enseñó al guardia la mano derecha, sucia de un amasijo amarillo y blanco. Bargamot, aunque no com­prendió de qué se trataba, barruntó que había ocurrido algo muy triste.
-Yo... quería felicitarte... por la re­surrección de Cristo... darte un huevo..., y tú ... ([1]).
Bargamot se enterneció: el pobre Garas­ka le había saludado con el noble y cris­tiano propósito de cambiar con él los tres besos y darle un huevo, y él le había de­tenido.
-¡Caramba, hombre! -exclamó sacu­diendo pesarosamente la cabeza.
Sentía cierto descontento de sí mismo: su conducta con aquel hermano en Cris­to había sido cruel.
-¡Caramba, hombre! -balbuceó. Ya soy cristiano... él tiene alma también...
Y se inclinó sobre el borracho, rozando el suelo con el sable.
-Se te ha roto el huevo, ¿eh?
-Se me ha hecho jigote... Yo quería felicitarte... como buen cristiano que soy... y tú me llevas a la comisaría...
Los remordimientos de conciencia del guardia eran más vivos a cada instante.
-Vente a casa -dijo de pronto, en el tono de quien acaba de tomar una resolu­ción- Comerás con nosotros.
-¿A tu casa?
-¡Sí, vamos!
El asombro de Garaska no tuvo límites. ¿Era posible? ¡Bargamot le invitaba a ce­nar!
Se dejó levantar y coger del brazo por el guardia. El ciclópeo representante de la autoridad no le llevaba a la comisaría, sino a su casa, y le iba a sentar a su mesa...
Le parecía aquello tan extraordinario, que temió que fuera una estratagema de Bargamot, y la idea de la fuga cruzó por su cerebro: pero sus piernas no se hallaban en disposición de ponerla en práctica: es­taban en total desacuerdo, y cuando una manifestaba la intención de avanzar, la otra, por espíritu de oposición, se empe­ñaba en retroceder. Además, el Bargamot que le llevaba cogido del brazo era tan distinto del Bargamot a quien había cono­cido hasta entonces, que Garaska, picada su curiosidad, quería ver en qué paraba aquello. El guardia, luchando con enormes dificultades de expresión, hablaba de las ordenanzas del cuerpo a que pertenecía, de su deber de perseguir a los alteradores del orden, etc.
-Hay gente..., ¿comprendes?... que si no fuera por el palo...
-Sí; tiene usted razón, Iván Akindinich. Nosotros, si no se nos sacude el polvo...
-¡No, hombre, no me has entendido! Yo no digo que se te deba pegar... Lo que digo es...
Bargamot trató en vano de formular su pensamiento de una manera inteligible.
Llegaron.
Garaska ya no se asombraba de nada. La que se quedó estupefacta al ver entrar a aquella singular pareja fué María, la mu­jer de Bargamot; pero su marido contestó con los ojos a su mirada interrogadora que no había que pedirle explicaciones. Ade­más su buen corazón le dictó lo que debía de hacer.
Momentos después, Garaska, desconcer­tado, tímido, se sentaba a la mesa. Hubie­ra querido que se lo tragara la tierra: lo avergonzaban sus harapos, sus manos su­cias, su borrachera...
Sin levantar los ojos del plato, comía la sopa, endiabladamente caliente y muy grasosa. En su turbación, deramó una cu­charada sobre el blanco mantel, y aunque el ama de la casa hizo la vista gorda, se azoró tanto, que la cucharada siguiente la derramó también: sus dedos temblorosos no le obedecían.
-Iván Akindinich -le preguntó al guar­da su mujer: ¿cuándo le das a Vania el huevo que te han regalado para él?
-Luego, luego ... No hay prisa.
También Bargamot estaba turbadísimo.
-Sírvase más sopa -dijo María, alargán­dole la sopera a Garaska, sírvase más so­pa, Guerasim... No sé cuál es su patroní­mico.
-Andreich.
-Sírvase más sopa, Guerasim Andreich.
A Garaska se le atragantó la cucharada que se disponía a deglutir. Soltó la cu­chara y dejó caer la cabeza sobre la mesa. Un plañido como los que media hora an­tes habían turbado tanto a Bargamot bro­tó de su pecho. Los niños, que empezaban ya a mirarle sin inquietud, soltaron tam­bien las cucharas y se echaron a llorar. Bargamot miró consternado a su mujer.
-¿Por qué llora usted, Guerasim Andreich? -inquirió ella, compasiva, cariño­samente.
-Me llaman por el doble nombre... -balbuceó sollozante, el borracho. Es la primera vez... desde que nací ... que me llaman así.

1.004. Andreiev (Leonidas) - 068





[1] En el día de Pascua los rusos ortodoxos cam­bian entre sí tres besos, diciendo: "Cristo ha resu­citado", y suelen cambiar también huevos teñidos de rojo o de otro color.” (N. del T.)