Serrano
dio un grito, un grito nervioso, de miedo. Se sintió muy mal, como
antaño, antes de sus viajes; peor que nunca; todo lo que presenciaba
se le figuró que estaba en su cabeza; estaba delirando, tenía ante
los ojos la alucinación... ¡Santa Teresa! Era verdad, la noche del
tren..., y volvía. Aquello era el ritornello de la locura... ¡La
alucinación! ¡Qué horror! Se había dejado caer en una silla,
temiendo un desmayo, con las piernas flojas y frías. El alcalde, el
primo Antoñito y muchos más caballeros le rodearon. En la confusión
del susto se olvidó por un momento la causa de éste por atender al
forastero, que estaba pasmado, pálido, tal vez próximo a un
síncope; pero los que estaban más lejos, los demás que no habían
podido llegar cerca de Serrano, se decían, todos en pie:
-Pero,
¿es verdad? Pero, ¿es verdad? ¿Ha acertado la Porena?
Nadie
había advertido un movimiento de Caterina como para levantarse de la
silla, ni el gesto imperioso y rapidísimo con que Foligno la
contuvo, apoyando fuertemente una mano sobre la espalda de su mujer.
El
alcalde-médico tomaba el pulso a Serrano. Antonio pedía tila,
azahar. Otros proponían llevar a una cama al enfermo...
-¡Que
respire, que respire! -gritaban los de más lejos- ¡Dadle aire!
Serrano,
que seguía sintiéndose muy mal, aunque menos asustado, entre mareos
y náuseas y temblores, procuraba separar de su lado, con las manos
extendidas, la multitud que le rodeaba..., quería ver..., ver si...
aquella mujer estaba allí..., si alguien había dicho, en efecto...,
aquello...
Incorporándose
y dejando libre algún espacio delante de sí, volvió a ver a la
Porena, que en aquel momento abría los ojos, los ojos que
dulcemente, llenos de curiosidad y honda simpatía, se clavaban en
los del filósofo.
«Pero
entonces... -pensó y dijo entre- dientes Serrano-, entonces... no es
alucinación...; esa mujer está ahí realmente...» ¡Oh, sí! Allí
estaba; aquellos ojos eran los de Tomasuccio, que quedaba en la fonda
dormido; pero llenos de idealidad, de poesía, del fuego de pasión
pura que no cabe que haya en los ojos de un niño. Aquellos ojos le
volvían al mundo, le sacaban del abismo horroroso del pánico de la
locura; aprensión tal vez no menos terrible que la demencia misma.
Aquellos ojos eran el mundo del afecto, de la realidad tranquila,
ordenada, buena, suave. Quedaba sin explicación, eso sí, el cómo
aquella mujer sabía que él hubiera creído ver a Santa Teresa en
una alucinación. Todo se explicaría, y si no, poco importaba. Él
estaba en su juicio, y aquellos ojos le acariciaban; esto era lo
principal. Lo malo era, mal accidental, que la digestión estaba
cortada, y ya no tenía compostura. Sí, no cabía dudarlo: el susto,
el miedo, la locura, le habían interrumpido la pacífica...
digestión. ¡Claro! ¡Acababa de comer! Quiso sacar fuerzas de
flaqueza, serenarse, estar tranquilo, tranquilizar al concurso, y,
una vez que ya se había dado el espectáculo, no quiso retroceder;
quiso llegar hasta el fin de la manera más airosa posible. Además,
le punzaba el deseo de acercarse a Caterina, de hablar con ella, de
averiguar cómo ella sabía su secreto, que a nadie había
comunicado, el secreto de sus aprensiones de alucinado.
-Lo
que esta señora ha descubierto es verdad -dijo, dirigiéndose al
alcalde y a Foligno. Entendámonos: es verdad... que en cierta
ocasión tuve ante mí una mujer que desapareció no sé cómo, y que
se me ocurrió como una obsesión la disparatada idea de que fuese
una alucinación que me representaba a Santa Teresa. Pero yo esto, lo
confieso, no lo he dicho a nadie en el mundo. Esta señora,
ciertamente, ha tenido que adivinarlo.
Nicolás
no pudo continuar; tuvo otro mareo, más escalofríos, perdió la
vista y sintió hormigueos de la piel en el brazo izquierdo, que
quedó insensible.
-Señores,
me siento mal; una jaqueca.
-¿Acaba
usted de comer? -preguntó el alcalde.
-Sí,
señor -dijo Antonio. Con la sorpresa, con la emoción...
-Sí,
sí; un pasmo.
-Efectivamente,
es pasmoso lo que acaba de suceder.
-Vean
ustedes, y todo con mi fluido.
Foligno,
triunfante, disimulaba su alegría, lamentándose de la mala suerte,
del accidente de la digestión interrumpida, etc.
Serrano
tuvo que retirarse. En el coche del alcalde se lo llevaron a la fonda
Antonio y sus amigos. La reunión no se deshizo en seguida porque
faltaban los comentarios. Se olvidó pronto la indisposición del
madrileño para no pensar más que en el milagro de la Porena. ¡Le
había adivinado su secreto pensamiento de hacía tanto tiempo! ¡Y
qué secreto! Las mujeres se inclinaban a creer en la autenticidad de
la aparición de Santa Teresa al incrédulo, al nuevo Saulo del
magnetismo.
Caterina
y su esposo se despidieron pronto, sin más expe-rimentos. Foligno,
después de tamaño triunfo, no quiso demos-traciones menos
importantes de su ciencia oculta.
Además,
la Porena estaba fatigada, fatigada de verdad. En cuanto volvió el
coche del alcalde, hizo un segundo viaje a la fonda con el
matrimonio. Se disolvió la tertulia. Todos se marchaban admirados.
Sólo al ingeniero jefe de Montes se le ocurrió decir, en el portal,
a unos cuantos jóvenes:
-Señores,
a mí no me la pegan; ese madrileño y esos comediantes... estaban de
acuerdo.
-¡Pero,
hombre -le dijeron, si él es primo de Antoñito y hombre muy serio,
y se puso enfermo de verdad!...
-Pamplinas,
pamplinas; han querido burlarse de los pobres caracenses.
*
* *
En
uno de los libros de Nicolás Serrano, en uno de aquellos en que él
apuntaba la historia de sus reflexiones a saltos, sin repasarlos
jamás, se leía este fragmento: «...Tomasuccio me puso en relación
doméstica con sus padres. Me llevó de la mano hasta el cuarto de la
fonda que ocupaban ellos, y me hizo entrar. El doctor me recibió con
una amabilidad que me pareció falsa por lo excesiva. Caterina me
sonrió, y su palidez, que siempre era mucha, se tiñó al verme de
un color de rosa que duró poco en sus mejillas. El pretexto para
llegar yo allí fue, aparte de la ocasión, el empeño de Tomasillo,
el volver a Caterina el álbum que por la mañana me había enviado
al saber que yo estaba en la misma fonda. En una tarjeta me pedía
algunos pensamientos para llenar una página de aquella colección de
elogios hiperbólicos, de versos y dibujos. Yo tuve el capricho de
escribir varias máximas de autores alemanes, que recordaba de
memoria, en alemán, y que, sin traducir, pasaban al álbum. Más o
menos directamente, todas ellas iban contra las supercherías de las
adivinaciones, de los portentos del género que cultivaba aquella
pareja italiana.
Al
entregar su álbum a la Porena, ésta buscó con ansiedad, que
disimulaba mal, la página mía.
-¡Ah!
-dijo al verla. Yo no entiendo esto. Debe de ser... alemán.
Foligno
tampoco podía traducirlo.
-Pues
yo no lo traduzco -exclamé yo, que no me atrevía a decir cara a
cara a aquellas gentes que no creía en sus milagros, a pesar de la
inexplicable revelación de la noche anterior.
-No
faltará quien lo traduzca -dijo la italiana.
Y
cerró el álbum de prisa, colocándolo después en su regazo y
oprimiéndolo contra su cuerpo, como quien abraza estrechamente.
Hablamos
de muchas cosas: unas relativas al sonambulismo y otras no; pero yo
no quise aludir a los sucesos de la víspera, y ellos tampoco
hablaron de tal escena.
Sin
saber por qué, prolongué mi estancia en Guadalajara por ocho días;
no volví a Madrid hasta el día siguiente de salir los Foligno para
Zaragoza. En aquella semana dieron varias funciones en el teatro.
Asistí a ellas desde bastidores, porque se había divulgado el
portento de que era yo principal actor, y no quise nuevas
exhibiciones. A las cuarenta y ocho horas de conocerle, ya quería yo
a Tomasuccio como a un hermanillo que venía a ser para mí como un
hijo. Él se metía por mí y me obligaba a estrechar relaciones con
sus padres. Siempre que en mi presencia daba Caterina un beso a su
hijo, yo le daba otro. Aquella mujer era, en el retiro de su hogar...
de la fonda, diferente de la que se veía en el teatro representando
su comedia de pitonisa moderna. Parecía más hermosa, pero aún más
amable; había en ella menos misterio melancólico, pero mayor pureza
de gestos; el atractivo de una poética virtud casera. Sí, sí; era
una honrada madre de familia que ganaba el pan de los suyos con
oficios de bruja. Mi presencia (a mí mismo puedo decírmelo) la
turbaba, como la suya a mí. Foligno nos dejaba solos muchas veces.
Hablábamos de mil cosas, nunca del placer, cada vez más íntimo, de
estar juntos, de contarnos nuestra historia; nunca de la aventura de
aquella adivinación. Pero la noche anterior a nuestra separación,
probable-mente eterna, pensábamos (ausente Foligno, que estaba
arreglando cuentas en la administración del teatro; dormido
Tomasuccio, al pie de cuyo lecho estábamos los dos), comprendimos
que teníamos algo que decirnos antes de separarnos. De dos asuntos
quería yo hablar.
Cuando
mis labios iban a romper el silencio para abordar la materia más
importante y más difícil, la que era más para callada, Caterina me
miró a los ojos, me adivinó otra vez, y tuvo miedo. Se puso en pie,
pasó la mano por la frente de su hijo dormido y, volviendo a
sentarse, sonrió con dulcísima malicia, y dijo antes de que hablara
yo:
-Usted,
amigo mío, me oculta algo..., calla usted algo... que quisiera
decir.
-Sí,
Caterina; yo...
-Sí;
usted quisiera saber cómo yo pude adivinar, gracias al fluido
magnético del señor alcalde...
Comprendí
su prudencia, su lección, su miedo. Me levanté, besé en la frente
a Tomasuccio y, oculto en la sombra del pabellón de aquella cuna de
la inocencia, me atreví a hablar de todo..., menos de lo más
importante.
Caterina
supo de mi curiosidad contenida; supo más: le confesé que era para
mí causa de disgusto aquella sombra de superchería que quedaba en
el misterio. Mi simpatía hacia aquella familia, con que me habían
unido de corazón lazos del azar, padecía con aquella sombra de
superchería, de... comedia, llegué a decir. Estuve casi duro,
demasiado franco. Pero ella entendió bien mi idea. Mi amor a la
verdad, a la sinceridad, era muy cierto; mi amistad, también muy
seria y muy cierta; la sospechada superchería se ponía en medio y
me lastimaba. No dije nada de amor, no la separé a ella de su marido
al hablar de mi afecto; iban los tres juntos: los cónyuges y el
niño. Caterina me entendía y me agradecía aquella pretensión de
lo que me estaba adivinando en la voz temblorosa.
No
recuerdo sus propias palabras de cuando me contestó. Recuerdo que
tardó en hablar. Otra vez acarició la frente del niño, se paseó
por el gabinete, y, al volver a mi lado, estaba cambiada, sus ojos
brillaban; su tez, encendida, parecía despedir pasión eléctrica,
no sé qué; todas sus facciones se acentuaron, adquirieron más
expresión, más fuerza..., estaba menos hermosa y mucho más
interesante. Vino a decir, con voz algo ronca, que yo no tenía
derecho a que ella no guardase el secreto de su arte por lo que se
refería a nuestra aventura. Me engañaba, según ella, si creía que
era farsa aquella enfermedad que padecía y que le servía para dar
de comer a su hijo. No me podía explicar muchas cosas que no eran su
secreto exclusivo, sino el de su familia; esto sería una
infidelidad. Pero... en lo que tocaba a nuestras relaciones, a mi
aventura..., todo había sido puramente natural..., aunque Dios sabía
si en el fondo sería aquello no menos misterioso que lo pasado en el
mayor misterio. «Yo venía, prosiguió diciendo con palabras
equivalentes a éstas, de Segovia a Madrid. En el coche que me
llevaba a la estación en que había de tomar el tren, creo que la de
Arévalo, viajaba también un sacerdote que iba a esperar a unas
monjas hermanitas de los pobres, las cuales, para cuidar un enfermo
de no recuerdo qué pueblo, debían llegar de la estación anterior a
la en que iba yo a tomar el tren. En Arévalo, el sacerdote me
acompañó al andén. Juntos buscamos a las monjas. Venía una
sola..., ¡y cómo venía! Como un revisor, en pie sobre el estribo y
agarrada al picaporte de una portezuela. Un empleado de la estación
la salió al paso antes que mi señor cura la reconociese, y
reprendiéndola estaba por su modo de viajar, cuando intervenimos
nosotros. La monja, casi llorando, explicaba su conducta. La hermana
Santa Fe no había podido venir; se había puesto enferma horas antes
de pasar el tren. El párroco de no sé dónde, de aquel pueblo,
había visto la necesidad de enviar a la hermana Santa Águeda sola,
y esto porque el caso no daba espera, y él no podía acompañarla.
Le había metido en un reservado de señoras. Ella había aceptado
porque el viaje era corto, entre dos estaciones intermedias, y
reconocía lo apurado del asunto. Pero en el reservado de señoras no
iba más señora que un caballero, un joven, un joven dormido... que
podía ser un libertino o un ladrón. A ella, a la Santa Águeda, le
había entrado el pánico del pudor..., y, sin encomendarse a Dios,
había abierto la portezuela con gran sigilo, y muy agarrada a la
barandilla y al picaporte había salido del coche... Y había llegado
a Arévalo como habíamos visto. Los comentarios del suceso duraban
todavía entre el sacerdote, mi compañero de viaje, la moja y el
empleado, cuando la locomotora silbó y tuve que meterme a toda prisa
en el tren. Vi un coche con una tabla colgada de la portezuela. Este
será el reservado verdadero, pensé; aquí no irán hombres. Y allí
entré. Caía en el mismo error que los que embarcaron a la monja. No
era reservado: era el coche en que no se consentía fumar, según vi
cuando salí de él. En efecto: allí había un joven solo, un joven
dormido. Yo no tuve miedo; yo no escapé.» Al llegar a este punto,
Caterina vaciló, calló un punto, y con más brasas en el rostro
dijo por fin:
-Esto...
es una especie de confesión. Yo no soy una santa; soy... mujer...
curiosa..., indiscreta. Además, mi obligación... es..., lo manda el
arte..., mi obligación es enterarme de todo lo que la casualidad
quiere hacerme aprender; siempre que la curiosidad me acerque a un
objeto del cual deseo saber algo, que ofrece posibles consecuencias
provechosas..., mi obligación es oír la voz de la curiosidad. Así
lo hice. El sueño de aquel joven era inquieto..., parecía soñar,
murmuraba frases que yo no podía entender. A su lado, sobre el
almohadón, había un libro de memorias abierto. Esto parece tan
imposible como el adivinar, pero es más natural. Cogí el libro con
el mismo sigilo que la monja había empleado para escaparse. No había
miedo; el viajero dormía profundamente. La rapidez de mis
movimientos era para mí guardia segura: antes que él tuviera tiempo
de despertar por completo y darse cuenta de mi presencia, estaba yo
segura de poder dejar el libro en su sitio, sin que su dueño notara
mi curiosidad. Con grandes preocupaciones me puse a hojear el libro.
Yo no entendía aquello: las letras eran muy raras y desiguales: no
eran del alfabeto que yo conozco. Ya iba a dejar donde le había
cogido el cuerpo del delito, defraudada de mi mala intención, cuando
llegué, al pasar hojas, a la última. Allí vi letra inteligible. Me
puse a leer con avidez, y leí mil abominaciones contra el milagro y
la superstición, y a vueltas de todo esto la declaración de su
miedo de usted, de su miedo a las alucinaciones. Allí se decía bien
claramente, en pocas palabras, que había creído usted ver a Santa
Teresa en un rincón del coche. Lo demás lo comprendí yo atando
cabos. Lo singular, lo excepcional, lo milagroso, lo inverosímil de
la aventura, de la coincidencia, me impresionó sobre manera.
¡Cuántas veces he pensado en el viajero, en la monja y en la
visión! El joven, usted, siguió dormido. Al llegar a la primera
estación se movió un poco, suspiró, tal vez despertó, pero sin
incorporarse, sin abrir los ojos. Se abrió la puerta del coche,
entraron un viejo y una vieja, y yo salí para buscar el verdadero
reservado de señoras.
-Es
verdad -interrumpí yo. Recuerdo que llegué a Madrid acompañado de
una pareja de sesentones que nada tenían de aparecidos.
-Pero
el verdadero milagro -prosiguió Caterina- está en habernos vuelto a
encontrar. Es decir, en volver yo a encontrarle a usted. Ahora quien
dormía no era usted, era yo.
-Pero
usted no me vio...
-No
le vi a usted hasta que volvió al salón cuando el alcalde me estaba
magnetizando. Yo le veía a usted... con los ojos casi cerrados. Le
reconocí en seguida; formé mi plan inmediatamente. ¡Si viera usted
qué emoción! Un incrédulo que quería quitarme el pan de mi
Tomasuccio, que no quería que yo pudiera vestir a mi niño... ni
siquiera con tul viejo y cintas ajadas. Mi superchería fue mi arma.
Avisé a Vincenzo, a mi marido; me entendió..., y vino el segundo
milagro..., el segundo, porque el primero, el mejor, el importante,
era el otro. Aquella casualidad de habernos vuelto a encontrar venía
a coronar la otra serie de casualidades.
-Todo
esto en un cuento parecería inverosímil.
-Pero
todo es verdad; luego fue posible.
-Además,
cosa por cosa, nada es extraordinario..., mucho menos lo que más lo
parece, lo principal, el atreverme yo a leer su libro de Memorias.
-¿Y
el escribir yo aquello, nada más que aquello, en letra ordinaria?
(En efecto: después busqué en mis apuntes la narración y las
reflexiones a que Caterina aludía, y en letra bastardilla estaban
escritas; en letra rapidísima, pero clara.)
-Eso
se explica por la emoción con que usted escribía; no le dio tiempo
a recordar su costumbre de usar letras exóticas; escribía usted
como escribirá lo que le importa más; todo lo que no sea para sus
Memorias.
-De
modo que, según usted, no hay milagro.
-¡Oh,
sí! ¡Evidente! El milagro está en el conjunto; en la reunión de
todo eso..., ¡en tantas coincidencias!
Los
dos callamos; nos miramos fijamente, leímos, confrontando las almas,
el respectivo pensamiento. Pero nadie leyó en voz alta. Se oía la
respiración algo fatigada de Tomasuccio.
Los
dos atendimos al niño; ella le tapó mejor; yo arreglé los pliegues
del pabellón de la cuna. Y, como si hubiéramos cambiado de
conversación, me atreví a decir:
-Después
de todo, ¿qué mayor coincidencia inverosímil que el encontrarse en
el mundo dos almas, dos almas hechas la una para la otra?
-¡Ah!
Sí, es verdad. El amor es un misterio. El amor es un milagro.
Llegó
Foligno. Yo le estreché la mano sin miedo, sin miedo ni a él ni a
mi conciencia. Después estreché la de Caterina, aquella mano tan
mía, y la estreché tranquilo. Nos miramos ambos satisfechos como
dos compañeros de naufragio que se saludan, sanos y salvos, en la
orilla.
*
* *
Al
día siguiente fui a despedirlos a la estación.
No
más unos minutos, muy pocos, estuve a solas con la Porena, mientras
facturaba el equipaje el doctor.
No
hablábamos. Me miró sonriendo. Yo fui quien se atrevió a decir:
-En
la explicación de ayer, pensando en ella esta noche, vi dos
puntos... oscuros.
-¡Dos!
¿Cuáles son?
-¿Cómo
viajaba usted sola de Segovia a Madrid?
-¡Bah!
¡Tantas veces he viajado sola! Foligno tenía que presentarse en
Madrid a responder... de una deuda. Era batalla con un usurero
empresario de un teatro. Amenazaba con pleitos, con la cárcel...,
¡qué sé yo! Somos extranjeros, tenemos miedo a todo. Foligno
aquellos días cayó enfermo en Segovia, y fui yo sola a calmar al
enemigo, a darle garantías de nuestra buena fe, a pedir prórroga.
¡Es usted demasiado curioso! Ya sabe usted más de lo que yo debía
decir. No pregunte usted más cosas... así.
-La
otra pregunta... el otro punto oscuro...
No
hubo tiempo a más. Foligno llegó. Entraron en un coche de segunda.
Un apretón de manos, un beso muy largo a Tomasuccio... y partió el
tren.
¿Hasta
cuándo?
Al
día siguiente yo me volvía a Madrid.
Nota.- La segunda pregunta, que no hubo tiempo a formular, era ésta:
«¿Por
qué me conocía usted siempre por el contacto de la yema de un
dedo?»
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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