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sábado, 1 de febrero de 2014

La turquesa

Aquel agregado a la Embajada rusa en París era un tipo de raza. Su rostro tenía una figura que recordaba, no la del corazón tal cual es, sino como suelen pintarlo: exageradamente ancho en la frente y los salientes pómulos, acababa en punta, con una barba color de venturina, ensortijada en rizos menudísimos, donde la luz encendía toques de oro rojo. Sus pupilas verdosas, por lo general dormidas en una especie de ensueño amodorrado, de súbito fulguraban. Sus manos largas y de afilados dedos daban tormento al cigarrillo, que no se le caía de la boca, turco, de larga boquilla y saturado de opio.
Con un eslavo tan típico, genuino -por consiguiente, civilizado sólo por fuera, en la superficie, se puede hablar de religión. Las almas de estos bárbaros están todavía impregnadas de esencia de nardo espique; el pomo de Magdalena las perfuma. El misticismo es allí producto natural de la tierra; no escuela literaria, como en Francia, ni pasión política y disciplina social, como ha venido a ser en otros países latinos. La burla ininteligente del racionalismo no hallaba camino por entre los labios de mi amigo ruso, bien dibujados y sinuosos cual el de las antiguas iconas. Y lo que me agradaba en el trato del diplomático era eso precisamente: sintiéndome yo también de mi raza -pero de mi raza cuando sus energías sentimentales no se habían gastado-, podía con el joven diplomático hablar de muchas cosas inaccesibles a los volterianos sin ingenio y a los escépticos sin profundidad, que componen lo más visible de la pléyade intelectual.
Éstos encontraban a Fedor Zanovitch -tal era el nombre del ruso- o loco y visionario, o insulso y desabrido. Y a mí no sé qué calificación me aplicarían. Más desdeñosa aún debía de ser la que merecíamos a los mundanos, hombres de placer y de club. Ver a dos muchachos -hoy se es muchacho hasta mucho más allá de los treinta- prescindiendo de lo que para ellos constituye la única sal de la vida; indiferentes al sport, a la galantería y al juego; entregados a una charla trascendental, ¡era espectáculo tan extraño! Pero como el mundo ha perdido hasta la noción del atractivo de lo extraño, que algunas veces es forma de la noble curiosidad del espíritu, debo creer que sólo desprecio sentirían hacia nosotros, y con sátiras únicamente nos comentarían, dado caso que nos comentasen...
El misticismo de mi amigo Fedor iba acompañado de mucha dosis de superstición sombría. Creían en la influencia de la mirada, en la fatalidad de ciertos números, en los días nefastos, en lejanas fuerzas que actúan sobre nosotros sin que lo podamos evitar. Muy a menudo le encontraba yo preocupado, mirando atentamente a una gruesa turquesa que llevaba en el dedo meñique y era de las más hermosas que yo he tenido ocasión de ver: de un azul limpio como el cielo en primavera, y de una lisura de cristal opaco.
-¿Qué tiene esa turquesa -le pregunté un día- que el mirarla le pone a usted tan ceñudo y tétrico?
Calló un instante, mientras la espiral del cigarrillo, en finas volutas, ascendía hasta el techo de la habitación en que charlábamos. Era el despacho de Fedor, amueblado con los divanes que todo eslavo prefiere para dormir y soñar, y con trofeos de ricas armas incrustadas y prolijamente cinceladas, de las que todavía hoy se fabrican en las provincias orientales o se recogen en algaras de guerra contra los pintorescos montañeses del Cáucaso. Sobre el sillón en que Fedor escribía, enorme águila disecada abría sus alas de leonada pluma.
Al fin, el ruso, como si saliese de una abstracción invencible, levantó la cabeza y volvió a considerar atentamente la piedra preciosa, que en su engarce de oro dormía como un trozo de lago sin transparencias.
-Esta turquesa -repitió pensativo-, esta turquesa... No crea usted que es recuerdo de un amor, ni herencia de familia, ni nada... Es lo más prosaico. La he comprado en la feria de Nijni Novgorod. Allí, como usted no ignora, el granate, el topacio, el rubí, la turquesa, se venden en gran escala, a puñados. Sin embargo, desde que los industriales europeos han aprendido el camino, las cosas van de un modo diferente, y ya funciona la balanza, en vez de la esportilla con la cual se medían las piedras a lance, gruesas con menudas...
-Pero -interrumpí- eso no tiene que ver...
-Ésta -prosiguió como si no hubiese oído- es turquesa de Persia, auténtica; no turquesa fósil, como son la mayor parte de las que se venden por aquí en joyería. Las turquesas fósiles, que valen muy poco en relación a las persas, son (esto puede que usted lo ignore) las que se ponen pálidas y verdosas cuando sus dueños enferman; las que hasta se mueren (es la palabra admitida) cuando se mueren ellos también...
-En efecto, lo ignoraba -respondí. Suponía que todas las turquesas...
-No, las de Persia, no -murmuró el eslavo, arrojando la colilla de su cigarrillo en una copa de plata. Las de Persia son inalterables. Yo la quería precisamente de Persia; la compré en bruto o al menos mal labrada; la hice analizar en su composición y tallar de nuevo, y tengo certeza absoluta de que se trata de una de esas piedras cuya exportación tenía prohibida el sha y en las cuales los fieles musulmanes graban versículos del Corán en oro.
-Y, con todo eso... -insistí, volviendo al asunto de la preocupación de mi amigo.
-Con todo eso -repitió, acariciándose aquella barbita de rizado metal. Con todo eso, la turquesa ha palidecido ligeramente algunos días, y yo, en esos mismos días, he estado enfermo o en peligro de muerte... Por ejemplo, cuando el secretario, el conde Veriaguine, me ha llevado en automóvil a Pau y hemos chocado contra unos árboles... Momentos antes, la condesa Veriaguine se había fijado, a la hora del almuerzo: la turquesa no tenía su color habitual. Me embromaron, diciéndome que la piedra sería fósil, el diente de algún mastodonte; yo defendí mi turquesa; pero noté también el fenómeno. Media hora después ocurría el accidente; el mecánico quedó muerto; Veriaguine aún cojea de su pierna rota... Yo sufrí heridas... Con mi restablecimiento volvió el color de la turquesa. Y ahora...
Alargó la mano. El sol, entrando por la ventana de vidrios chiquititos, emplomados, daba de lleno en la piedra. En efecto, su matiz, tan puro, tan celeste, parecía alterado. Una verdosidad ligera lo empañaba.
-Yo digo lo mismo que la condesa Veriaguine. Será fósil.
-No lo es.
La sequedad de la afirmación me probó que el ruso estaba más afectado por el agüero de lo que parecía.
-¿Sabe usted lo que haría yo, Fedor? Vender la turquesa hoy mismo.
-No, eso nunca. La turquesa me avisa; yo debo escucharla. ¿No recuerda usted lo que tantas veces hemos hablado? De regiones que no conocemos por la razón, pero que incesantemente se revelan a nosotros por el sentimiento, nos llegan estas advertencias misteriosas, que los necios escépticos no atienden. La única verdad, la única realidad -porque el mundo es aparencial- se encierra acaso en este tono verdoso de una piedra que, según la ciencia y la materia, dos absurdos, no puede verdear nunca... ¿Está el color en nuestros ojos? ¿Está en este compuesto de alúmina y ácido fosfórico? ¿Qué más da? La eternidad me habla por medio de él. Mis días están contados.
Hice que me echaba a reír; le di las consabidas palmadas españolas en el hombro; protestó... Y me lanzó una de sus miradas de relámpago.
-Esta vez es más serio que lo del automóvil. Me he preparado bien. Todo está dispuesto. La gran Mística puede venir. La aguardo...
-Vaya, Fedor, un paseíto para disipar estas ideas tontas...
A la mañana siguiente me llamaron con urgencia a la cabecera de mi amigo, que tenía fiebre alta... A los ocho días se declaró el tifus. Era de los que no perdonan.
Recogí la sortija; cometí ese inocente robo. Estaba enteramente verde.
Como todos, aun sin querer, tenemos algo de racionalistas, la hice analizar. Era legítima de Persia.

Blanco y negro, núm. 961, 1909

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

La tigresa

El joven príncipe indiano Yudistira, famoso ya por alentado y justo, alegría de sus súbditos y terror de los enemigos de Pandjala, tenía momentos de tristeza honda, por recelar que su fin estaba próximo y que moriría de muerte violenta. Un genio, en un sueño, se lo había pronosticado, y Yudistira, en medio de su existencia de semidiós -siempre victorioso y siempre adorado de las mujeres y del pueblo, que veía en él a una encarnación de Brahma, ocultaba en el pecho la roezón de la inquietud, y cada día, al despertar, se preguntaba si aquél sería el postrero.
La mayor amargura era no saber por dónde vendría el peligro. Cuando se ignora lo que se teme, el temor se exalta. No por esto vaya a creerse que Yudistira fuese un cobarde miserable. Al contrario, hemos dicho que Yudistira era un héroe. De él se referían cien rasgos de temeridad en batallas y cacerías; especialmente en la del tigre -en los selvosos montes de Bengala- había realizado prodigios de temeridad y recibido heridas, de que guardaba señales en su cuerpo.
Pero así es el hombre: cuando se arroja al peligro, le sostiene la esperanza de desafiarlo victoriosamente; y, en cambio, un agüero fatídico le rinde. No le importa exponerse a morir, ni aun morir, si le acompaña la ilusión de la vida.
En sus horas de meditación, el propio Yudistira reconocía esta verdad, y se increpaba, y resolvía lanzarse como antes a continuas y aventuradas empresas. ¿Qué conseguía con retirarse, con vegetar encerrado en su palacio? El destino, cuando nos busca, sabe encontrarnos dondequiera que nos ocultemos. No obstante, el príncipe continuaba bajo la protección de su guardia, al amparo de su alcázar inexpugnable, donde sólo penetraban personas de cuya adhesión estaba seguro.
Abrumado, no obstante, por fatídico presentimiento, resolvió llamar a un penitente que tenía fama de leer en el porvenir como en abierto libro. El asceta contestó que, si el príncipe deseaba consultarle, tendría que venir a su retiro, del cual había hecho voto de no salir nunca. Aunque quisiese, no podría moverse de aquel sagrado lugar, pues para librarse de tentaciones, para no seguir a las apsaras, ninfas bellísimas que venían a hacerle momos, se había amarrado con cadenas al suelo, y ya las cadenas, cubiertas por una costra petrificada, no podían ser rotas.
Decidióse entonces Yudistira a emprender la fatigosa jornada hasta la montaña, en cuya cima se alza un templo consagrado a la misteriosa Trimurti. Llevó fuerte escolta, adoptando cuantas precauciones se le ocurrieron para ir resguardado y seguro.
Al llegar a la soledad, donde el asceta le aguardaba, Yudistira alejó su séquito, postrándose ante el hombre santo. Éste se hallaba sentado al pie de una roca, de la cual manaba un hilo de agua, formando remanso, donde los grandes lotos blancos y azules bañaban sus hojas gruesas, alentejadas, de un verde limpio y terso, como jade bruñido. En medio de una vegetación tan lozana, el penitente parecía hecho de raigambre tortuosa y desecada por el sol. Yudistira, previas las fórmulas de veneración y respeto, expresó el objeto de su venida.
Con hueca voz, que parecía salir de un tubo de barro, respondió el asceta:
-Lo primero que debo decirte, ¡oh príncipe!, es que has hecho mal en venir a verme. En general, es dañosa la acción, y el hombre sólo acierta cuando se está quieto y espera sin interés el fin de su existencia, la cual no es sino apariencia, sombra vana. Pero todavía debe el hombre precaverse doblemente contra la acción, si pesa sobre él un augurio, una amenaza del destino. Entonces no debe ni respirar, pues cuanto haga servirá únicamente para apresurar lo que esté decretado.
Yudistira bajó la cabeza. Un escalofrío corrió por el árbol de su vida, por la médula de sus huesos.
-Quisiera, al menos -murmuró débilmente, que tu ciencia rasgase el velo del peligro que me amarga. Se me figura que, conociéndolo, sin temor alguno lo arrostraré. Lo que hace sufrir es lo ignorado. Dame luz, y acepto cuanto venga.
El asceta calló un momento. Sus ojos, de una fijeza extática, buscaron a lo lejos la revelación. Una chispa brilló en ellos, como estrella que cayese en un pozo.
-Príncipe -dijo al fin-, el peligro que te amenaza consiste en que una hembra se acuerda sin cesar de ti; no te olvida un minuto. ¡Ay del hombre cuando la hembra lo recuerda, sea con amor o con aborrecimiento, que viene a ser lo mismo!
-¿Una hembra? -preguntó, sorprendido, Yudistira. A ninguna he amado profundamente, y, por lo mismo, no creo haber hecho daño a ninguna.
-Haz memoria -advirtió el penitente- de que una te clavó en el brazo su zarpa y sus dientes en el hombro, mientras su ruda lengua bebía tu sangre con delicia...
-¡Ah! -respondió el príncipe. ¿Hablabas de la tigresa que me hirió en una cacería, dos años hace? Mis gentes la mataron.
-No; no la mataron, príncipe. La dejaron medio muerta: no atendieron más que a curarte a ti. Tú no ignoras que cuando el tigre llega a probar la carne del hombre, desdeña ya y mira con repugnancia cualquier otro alimento; pero -todos nuestros montañeses lo dicen- cuando es una tigresa la que gusta el manjar, no sólo lo prefiere a todo, sino que años enteros va tras el rastro de la misma persona a quien hincó el diente, apasionada, con terrible violencia de su sangre. El olfato sutil de la fiera no se engaña. Ya has oído, Yudistira, por dónde viene el hado para ti...
El príncipe dejó caer entre las manos la cabeza, y doliente suspiro salió de su pecho. Gemía por su juventud, sentenciada inexorablemente.
-¿No habrá ningún medio de evitarlo? -preguntó afanoso.
-Hay uno. Deja tu reino, deja tu gloria, quédate aquí conmigo, haciendo la misma penitencia. Sólo así consentiré en desquiciar el cielo, que fuerzo con mi voluntad y mi virtud, para salvarte. Si lo hiciese para dejarte donde estuviste hasta ahora en tu palacio, en tu orgullo, en tu poder, te esperaría algo peor de lo que te espera. Acabarías por ser esclavo de otras hembras, de otras tigresas más feroces -de tus pasiones, que están próximas a desen-cadenarse. Hasta hoy te han llamado el Justo. Se acerca la hora en que te llamarían el Tirano. Tú no comprendes que esto pueda suceder; yo sé de cierto que sucedería, porque te mordería la fiera de la soberbia y llegarías a no tener de hombre más que la forma. Yudistira, agradece a la diosa Kali que te transporte a diferente existencia. Levanta el corazón, siéntate al borde de esta fuente y no te muevas hasta que los pájaros hagan nido en tu cabellera perfumada.
El príncipe iba a seguir el consejo del asceta, iba a convertirse en penitente humilde; pero vio que una mosca repugnante se le metía en los ojos al solitario, y que éste, superior a las apariencias y a las formas, no la espantaba... No tuvo valor de adoptar semejante género de vida: sin abluciones, sin túnicas blancas que remudar, sin bebidas frescas para las horas en que el sol asciende... Levantóse, llamó a su gente, y a fin de que no les sorprendiese la noche, emprendieron el viaje de regreso.
Al pasar por un bosque muy enmarañado, un momento se dispersó la escolta. El príncipe, aterrado, gritó para reunirla, ordenando que no cesasen de cubrir su cuerpo... Era tarde. De un seto intrincadísimo acababa de saltar una tigresa vigorosa, con brinco elástico y firme, y Yudistira sentía y reconocía los dientes blancos y agudos, que esta vez no habían hecho presa en el hombro, sino en el cuello, en cuyas venas la lengua ardiente absorbía la sangre cálida y roja.

«La Ilustración Española y Americana», núm. 43, 1909.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

La tentación de sor maría

Siguiendo costumbre tradicional del convento, las monjitas de la Santísima Sangre preparan, adornan y ofrecen a la adoración de los fieles, en el altar mayor, a la hora en que se celebra la misa del Gallo, el Misterio del pesebre y gruta de Belén, donde puede admirarse la efigie del Niño Dios, obra maravillosa de un escultor anónimo.
Más que inerte imagen de madera, criatura viva parece el Niño de las monjas. La encantadora desnudez de su torso presenta el modelado blanco y sólido de la carne. Mollas regordetas en cuello, piernas y brazos; hoyuelos de rosa en carrillos, codos y rodillas, picardía angelical en la expresión de los ojos y en la cándida risa, naturalidad sorprendente en la actitud, que se diría de tender las manos al pecho maternal..., así es el Niño, y por eso las monjitas, cada vez que le visten y enfajan, cada vez que le reclinan en la paja y el heno aromático de la humilde cuna, exclaman, enternecidas y embele-sadas:
-¡Ay mi divino Señor! ¡Pero si es un pequeñito de veras!
Turnan rigurosamente las monjitas en el oficio y honor de camareras del Jesusín, y aquel año correspondió la suerte a sor María, monja profesa, la más joven y linda de todas. Sor María ha dejado el mundo, no como suelen dejarlo otras religiosas, por contrariados o infelices amores, por sufrimientos, desengaños o escaseces de fortuna, sino en la flor de sus veinte abriles, con el espíritu tan virgen como el cuerpo y el cuerpo tan hermoso como el porvenir que, sin duda, la esperaba al lado de unos padres amantes y opulentos, y en un mundo donde todo la halagaba y sonreía. Por su serena frente no ha cruzado ni una nube; no ha rozado su sien ni un aliento de hombre, y su corazón no ha palpitado sino para Dios. Su mística vocación fue tan firme, que resistió a la oposición decidida y enérgica de una familia que no se avenía a ver sepultarse en el claustro tanta hermosura y juventud. Pero sor María demostró tal júbilo al tomar el velo, que ya sus mismos padres la envidiaban, creyéndola llegada al puerto de la paz.
Sintió un gozo inexplicable sor María al ser encargada de la gran faena de vestir al Niño para depositarle en el pesebre. Jugar con aquel sagrado muñeco había sido el sueño de la joven monja en los cinco años que de profesa contaba. «¡Cuando me toque a mí el Niño, verán que precioso le pongo!», solía decir a menudo. Era llegado el instante: el Niño le pertenecía por algunas horas, y ya sus manos temblaban de emoción ante la idea de poseer la efigie del Nene celestial.
¡Con qué esmero planchó sor María los pañales por ella misma bordados y calados! ¡Con qué diligencia recogió en el jardín rosas tardías y frescas violetas oscuras, a fin de esparcirlas sobre la camita de paja del Niño! ¡Con qué respeto tocó la escultura, con qué reverencia la desnudó, con qué avidez miró sus formas inocentes y con qué ímpetu repentino de las entrañas se inclinó para besarla, mordiéndole casi en las mejillas, en los hombros, en el redondo vientrezuelo!
Algunas monjas, de las más ilustradas y benévolas, estuvieron conformes en que nunca había salido tan mono y tan bien adornado el Jesusín; pero las viejas gangosas, ñoñas y esclavas de la rutina, murmuraron que le faltaban dijes de abalorio y talco y cintas de colores. Y cuando sor María se recogió a su celda y se arrodilló para rezar antes de extenderse en la pobre tarima, donde sin regalo, casi sin abrigo, dormía el sueño de los ángeles, sintióse de repente profundamente triste, y le pareció que delante de ella se abría un abismo negro, muy hondo, y que le entraban ganas vehementes de morir. No penséis mal, ¡oh escépticos!, de sor María. ¡No la creáis una monja liviana!
No era el amor profano y su deleitosa copa lo que el tentador hacía girar ante sus ojos preñados de lágrimas de fuego. Tened por seguro que la pureza de sor María llegaba al extremo de ignorar si renunciando al amor sacrificaba venturas. En el amor sólo sospechaba fealdades, desencantos, humillaciones y groserías indignas de un alma escogida y bien puesta. Lo que en aquel momento hacía sollozar a la monja era el instinto maternal, despertado con fuerza irresistible a la vista y al contacto del monísimo Jesusín...
Y mal de su grado, ofuscada por la insidiosa tentación (sólo el Maldito pudo infundirle tan trasnochados y extemporáneos pensamientos), sor María no estaba a dos dedos de renegar de los votos y de las tocas y de los deberes que al convento la sujetaban. Nunca estrecharía contra su infecundo seno una tierna cabecita de rizada melena; nunca besaría una frente pura y celestial; nunca unos brazos mórbidos ceñirían su garganta. La única criatura que le había sido dado en brazos y a la cual pudo prodigar ternezas era un chiquillo de palo, duro, frío, que ni respondía a las caricias ni balbucía entrecortado el nombre de madre. Y sor María, cada vez más hondamente desesperada, acordábase, en aquella hora fatal, de su propio hogar que había abandonado, y pensaba en el delirio con que su padre amaría a un nietezuelo, y lloraba con llanto más amargo, con lágrimas sangrientas, como lloraría una virgen de Israel condenada a muerte, la esterilidad de su seno y la soledad eterna de su corazón, sentenciado a no probar nunca el más intenso y completo de los cariños femeniles...
Mas he aquí que al hallarse sor María fuera ya de sentido y a punto de rebelarse impíamente contra su destino y de romper su juramento de fidelidad al Divino Esposo, cuentan las crónicas (no sé si protestaréis los que lleváis sobre las pupilas la membrana del topo, la incredulidad) que la celda se iluminó con luz blanca y suave, y que de súbito el Niño del Misterio, no rígido e inmóvil en su invariable actitud, sino animado, hecho carne, sonriendo, gorjeando, acariciando, salió de una nube ligera y se vino apresuradamente a los brazos de la monja.
«Soy yo, tu Jesusín, el que nació hoy a las doce», parecía balbucir la criatura, halagando blandamente a sor María. Y como ésta pagase con besos los halagos, el chiquillo rompió a llorar tiernamente, y la monja, olvidando sus propias lágrimas y su reciente desconsuelo, comenzó a bailar para entretenerle, a arrullarle, a cantarle, a contarle cuentos, y, al fin, le arropó en su cama, llegándole al calor de su propio cuerpo y recostándole sobre su pecho tibio, que henchían activas corrientes de vitalidad y de amor. Y allí se pasó la noche el pobre nene, hasta que la blanca aurora, que disipa las sombras y ahuyenta las tentaciones, lanzó sus primeras claridades al través de la reja, y la campana llamó al templo a las monjas, que se pasmaron del resplandor extático que brillaba en el hermoso semblante de sor María...
Desde entonces sor María hace prodigios de austeridad, mortificación y penitencia. Sus rodillas están ensangrentadas, sus costados los desuella el cilicio, sus mejillas las empalidece el ayuno, su boca la contrae el silencio. Pero todos los años, después de la misa del Gallo y el Misterio del pesebre, se repite la visita del Niño a la celda melancólica y solitaria, y por espacio de unas cuantas horas sor María se cree madre.

«El Liberal», 25 de diciembre de 1894.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

La sordica

Las cuatro de la tarde ya y aún no se ha levantado un soplo de brisa. El calor solar, que agrieta la tierra, derrite y liquida a los negruzcos segadores encorvados sobre el mar de oro de la mies sazonada. Uno sobre todo, Selmo, que por primera vez se dedica a tan ruda faena, siéntese desfallecer: el sudor se enfría en sus sienes y un vértigo paraliza su corazón.
¡Ay, si no fuese la vergüenza! ¡Qué dirán los compañeros si tira la hoz y se echa al surco!
Ya se han reído de él a carcajadas porque se abalanzó al botijón vacío que los demás habían apurado...
Maquinalmente, el brazo derecho de Anselmo baja y sube; reluce la hoz, aplomando mies, descubriendo la tierra negra y requemada, sobre la cual, al desaparecer el trigo que las amparaba, languidecen y se agostan aprisa las amapolas sangrientas y la manzanilla de acre perfume. La terca voluntad del segadorcillo mueve el brazo; pero un sufrimiento cada vez mayor hace doloroso el esfuerzo.
Se asfixia; lo que respira es fuego, lluvia de brasas que le calcina la boca y le retuesta los pulmones. ¿A que se deja caer? ¿A que rompe a llorar?
Tímidamente, a hurtadas, como el que comete un delito, se dirige al segador más próximo:
-¿No trairán agua? Tú, di, ¿no trairán?
-¡Suerte has tenido, borrego! Ahí viene justo con ella La Sordica...
Anselmo alza la cabeza, y, a lo lejos sobre un horizonte de un amarillo anaranjado, cegador, ve recortarse la figura airosa de la mozuela, portadora del odre, cuya sola vista le refrigera el alma.
De la fuente de los Almendrucos es el agua cristalina que La Sordica trae; agua más helada cuanto más ardorosa es la temperatura; sorbete que la Naturaleza preparó allá en sus misteriosos laboratorios, para consolar al trabajador en los crueles días caniculares.
¡Si Anselmo no se contiene al encuentro de la zagala, saltaría, a manera de corzo, cuando ventea el manantial cercano!
Como si La Sordica adivinase dónde estaba el más sediento, el más ansioso de aquellos desheredados, recta venía hacia Anselmo, gallardamente enhiesta para sostener el odre mejor, y en la mano una cantarita de añadidura, una cantarita de barro salpicada de divinas gotas de humedad, que a la luz del sol relucían como sueltos brillantes...
Y llegándose al segador novicio -leyendo en su cara amortecida la necesidad- le tendió la cantarita, a la cual pegó Anselmo los labios con un suspiro violento, que parecía un sollozo...
Al anochecer, cuando los enormes carros iban camino de las eras, cargados de gavillas, Selmo y La Sordica volvían juntos, por la senda que rodea el lugar; y el mozo decía a la zagala, muy cerca del oído, sin duda a causa del defectillo que declara el apodo:
-Na, mujer; en la chola se ma ha metío y en el querer muy aentro... Tú vas a ser mi novia... No me des un esaire, borrega, que me gustas más que el agua de tu cantarita...

La ilustración artística núm. 887, 189

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

La sor

Al salir de la iglesia, antes de regre­sar a casa, almorzar y cambiarse de traje para emprender el camino de Lis­boa, donde pasarían la primera quince­na de luna de miel, los novios se diri­gieron en coche al Asilo-Escuela de párvulos. Querían despedirse de ser Marcela, hermana de la novia... y de la Caridad.
Cuando sor Marcela entró en el locu­torio y se abrazó a su hermana, el contraste fué vivo y curioso. Contra el burel y el algodón de ropaje y delantal, el raso blanco de la nupcial toilette; contra la toca almidonada y tiesa, el delicado tul del velo y los nítidos aza­hares de la corona. Las figuras con­trastaban no menos que los trajes. Cla­ra, la novia, una mujerona basta, ya al­go ajamonada a los veintiséis, de pro­tuberantes curvas y cutis encendido; Marcela, la sor, una criaturita delgada y menuda, un delicioso semblante in­fantil, que alumbraban ojos negros de ricas pestañas y dientes cristalinos en una boca inocente y fresca, como vaso lleno de agua pura. Exclamaciones de asombro y alegría salían de los labios de sor Marcela, que alababa y admira­ba todo: el vestido de boda, las joyas, la corona de azahar, el devocionario de marfil, los zapatos de seda...
-¡Jesús mío, Dios! ¡Si pareces una imagen! ¡Ay, qué cosas tan hermosas traes encima! ¡Y tu esposo..., qué gua­po está! ¡La Virgen vaya con vos­otros!
Trataba el novio de sonreír y de chancearse con la monjita, pero una emoción profunda y mal disimulada le quitaba el aplomo: sufría cruelmente. Enamorado de Marcela desde que la conoció, desde que puso los pies en ca­sa de los señores de Ramos, creíase curado de la pasión. Habían corrido tres anos o más desde entonces; el in­greso de Marcela en el noviciado de las Hermanas, equivalía a la muerte; Cla­ra se presentaba insinuante, coqueta, «buen partido», y Antonio se dejaba arrastrar a cortejarla, a pedirla y a ca­sarse. Y ahora, volviendo a ver a Mar­cela, encontrándola tan niña, tan cán­dida, tan ideal, el corazón le advertía: «No la has olvidado; la quieres. Erras­te al tomar otra esposa. Esta era la destinada para ti.»
Mientras las dos hermanas charla­ban sentadas en el duro sofá del locu­torio, el recién, casado evocaba recuer­dos. El nunca le había dicho claro a Marcela, allá en el siglo, que se moría por ella, que la adoraba. Un respeto, un encogimiento extraño, la veneración que infunden la honestidad y la pure­za excesivas; contenían su admiración apasionada. Soñaba mucho, le traía flo­res, le embromaba dulcemente..., y es­peraba la ocasión, la hora, el entre­abrirse del capullo... Más vigilante y resuelto que él, Cristo se había adelan­tado. ¡La niña era monja!...
No se podía escalar el noviciado, ni romper rejas, ni saltar tapias. La pro-sa de la vida, dominante hasta entre la poesía del misticismo y del amor, se in­terponía. Antonio se resignaba, o creía resignarse. Si se tratase de un cariño humano, de una boda, para Marcela, se hubiese sublevado, furioso; pero ¡mon­ja! Ante eso, ¿qué hacer? Con secreta satisfacción pensaba: «Ya no se casa­rá.»
Y estúpidamente, rutinariamente, se había casado él, sujeto quizá a la casa de los señores de Ramos por lo que en ella quedaba del ambiente y del perfume de Marcela... Sólo ahora, lle­gado el momento, cumplida la suerte, Antonio se daba cuenta de su verdade­ro estado moral. No quería. a su mujer, ni podría quererla nunca, y su corazón se quedaba allí, entre las, paredes del locutorio, al lado de la monjita encan­tadora, su único, su verdadero amor en la Tierra.
Cabizbajo, lleno de tristeza y de aba­timiento invencible, el novio permane­cía silencioso, sin tomar parte en la plática de las dos hermanas. Marcela, que en la vida monástica había adqui­rido ya la costumbre, de la curiosidad pueril, se deshacía en preguntas: ¿Adónde iban los recién casados? ¿Dón­de de se detendrían primero? ¿Llevaban mucho equipaje? ¿Tenían propósito de visitar el santuario del Bom Jesús, una cosa tan bonita? Por fin, Clara, en un girar de pupilas, observó la actitud de su esposo. Era inequívoca. Aquellos ojos ardientemente clavados en Marce­la, aquella fisonomía entristecida y an­siosa, aquella palidez no engañaban. Clara, asociando ideas, con su suspica­cia de mujer, de celosa instintiva, re­cordó... Hay detalles que, insignifican­tes en apariencia, de repente, por su enlace con otras circunstancias míni­mas, adquieren terrible realce... Este trabajo mental, de concordancia y co­nexión, se verificaba en el cerebro de la novia, que veía lúcidamente lo ac­tual y lo pasado: Y mientras en su al­ma se producía el desgarramiento de lá ilusión, sus labios profirieron, atro­pellada, sarcásticamente, estas pala­bras:
-Adiós, Marcela... Tenemos prisa, ¿verdad, Antonio? Hoy nos hace mal tercio cualquiera... Adiós...
Y como la sor, cariñosamente, formu­lase una pregunta, la desposada res­pondió, con risa dura y amarga:
-¿Volver por aquí? ¡Hija, muy tar­de! Nosotros somos del mundo y tú eres de Dios...

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

La sombra

Aquel rey Artasar, que, después de Suleimán o Salomón, fue el más poderoso y el más opulento del orbe; aquél que soñó tener un palacio como jamás se hubiera visto, para albergar en él las magnificencias de su corte y las fantásticas riquezas de su tesoro, alimentó también otro sueño, más modesto en apariencia, pero de realización infinitamente más difícil: el de aumentar su estatura. Porque conviene saber que Artasar el Grande y el Temido era de muy corta talla, y en aquellas edades heroicas se rendía culto a la exterioridad de la fuerza y de la robustez corporal. Y cuando Artasar, descendiendo de su palanquín de cedro, marfil y oro, se dirigía solemnemente al templo en que sus antecesores los Magos habían adorado al Dios vivo y donde aún persistía este santo culto, y el pueblo formaba doble muralla para ver pasar al rey, éste sufría cruelmente en el amor propio al comparar la proyección de su sombra, diminuta y sin majestad, con la de los hercúleos oficiales de su guardia nubiana, o la de los hermosos arqueros del Cáucaso, que le precedían abriendo calle. Como una especie de bufón grotesco que fuese a su lado inseparablemente, burlándose de su grandeza nominal, la ironía de su reducida sombra le acompañaba a todas partes.
Para evitar tan triste efecto, ideó Artasar que le construyesen un calzado de suelas quíntuples y que ciñese sus sienes una especie de monumental tiara. Y fue, como suele decirse, peor que la enfermedad el remedio, porque las suelas remedaban un zócalo ridículo y hacían embarazoso y torpe el andar del rey, que parecía ir en zancos; mientras que la tiara, agobiándole con su peso, le obligaba a inclinar la cabeza, y en la sombra adquiría formas extrañas, provocantes a risa.
Desesperado Artasar, abrumado por la mortificación de su vanidad, que sufría cada vez que se mostraba en público, apeló a no salir de su palacio nunca. En el recinto del palacio se encerraban amenísimos jardines y bosquecillos frondosos, y Artasar, solazándose en ellos, fue olvidándose de estudiar la proyección de su sombra y de compararla a la de los demás mortales. Y así que dejó de preocuparse de cómo era su sombra, recobró la tranquilidad del espíritu, la calma del corazón, la alegría de las horas serenas y felices. ¿Qué le importaba su sombra? ¿Acaso la sombra le impedía disfrutar del ruido del agua, de la frescura de las enramadas, de los acordes de las cítaras, de los ojos de gacela y los labios de miel de las cautivas? ¿Acaso le vedaba el goce del estudio, la plenitud intelectual? Un día Artasar recordó, miró a su sombra... y se reconcilió con ella; ya no era irónica, ya no le humillaba; aquella sombra se parecía a todas; era una sombra inofensiva, natural; una sombra buena..
Y Artasar, llamando al escriba que recogía en enceradas tablillas los hechos culminantes del reinado y las máximas formuladas por el monarca para reunirlas en un libro que eclipsase al de los Proverbios de Suleimán (¡lástima que estas tablillas se hayan perdido!), le dictó la sentencia siguiente:
«Cuando andamos entre los hombres, no existimos sino por el tamaño de nuestra sombra. Cuando nos retiramos, nos hace vivir la capacidad de nuestra alma.» 

Pluma y lápiz, núm. 5, 1900 

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

La soledad

Los dos estudiantes se despertaron de óptimo humor; el día estaba magnífico, caso raro en Estela, y decididos a ver mujerío en aquel Jueves Santo en que todas estaban guapísimas, con su indumento negro y sus hereditarias mantillas, se echaron a la calle.
Eran dos muchachos todavía cándidos, criados en un pueblo, en los regazos de sus madres, y que apenas empezaban a contagiarse del calaverismo infantil de los primeros años de su vida escolar. El uno, Jacinto, estudiaba, o cursaba, que más cierto será, Derecho, y el otro, Marcos, Medicina. Ambos tenían buen corazón; Marcos alardeaba de incrédulo, y Jacinto, en cambio, oía misa y al saltar de la cama farfullaba un padrenuestro. Sus familias, que residían en un poblado, les habían llenado la cabeza de prejuicios. Toda mujer que se componía y exhalaba el perfume, no muy refinado, de un jabón más o menos barato, les parecía temible, y, por lo mismo, infinitamente atractiva y deliciosa. Un cierto romanticismo, el correspondiente al retraso mismo de su educación sentimental, les hacía aspirar -a Jacinto especialmente- amores sublimes, con acompañamiento de versos y de exclamaciones enfáticas. Conviene saber todo esto, para comprender el efecto que les causó la extraña aventura.
Apenas salieron de su posada, cada paso que daban fue un encuentro, deleitoso. Figuras femeninas enmantilladas, calzadas hechiceramente, con zapatitos de raso, cuyas galgas ceñían, acariciándolo, el redondo tobillo, cruzaban por los arcaicos soportales, encaminándose a la catedral de Estela, para asistir a los divinos oficios. Pasaban raudas, entre un revuelo de blonda, coqueteando sin reír, y Marcos y Jacinto no tenían tiempo sino de deslumbrarse con el relámpago que vibraban sus ojos, bajo la sombra dulce de los encajes, que aureolaban sus caras -no siempre juveniles. Cogidos del brazo los dos escolares, de súbito se lo apretaron recíprocamente, al ver pasar a una señora de cara oval y pálida y pupilas infinitamente tristes, llenas de expresión, que fijó un instante en el grupo. Ellos se estremecieron; y el estremecimiento parecía transmitirse de los nervios del uno a los del otro.
A un tiempo, en voz baja, se susurraron:
-Yo la he visto ya en alguna parte.
-Yo, lo mismo.
Y ninguno se atrevió a completar el pensamiento. Ninguno era capaz de decir dónde había visto a la descolorida de tan puras y perfectas facciones. Acaso no lo sabían en aquel momento. Lo cierto es que, simultáneamente, experimentaron el impulso de seguirla, equivalente, quizá, a un impulso apasionado. Un anzuelo de oro se les clavaba sin sentirlo. La señora, sin ocuparse de los estudiantes, adelantaba entre las columnas de piedra con viejos y desgastados capiteles, que tan bien encuadraban su aparición. Al salir a la plaza que precede a la escalinata, pudieron los dos mozos fijarse en su vestido negro. Era de ese rico terciopelo casi azul al sol, que se fabricaba en España antiguamente y del cual están vestidas muchas imágenes. El adorno, un azabache de brillo sombrío, mezclado con pasamanería mate, caía con regularidad a ambos lados de la falda. Y este detalle del vestido empezó a inquietar a los dos galanes improvisados. El vestido completaba la impresión de la faz. También habían visto el vestido... De nuevo se apretaron el codo.
-Cada vez más, se me figura...
-Y a mí, chico, y a mí...
Ella ya subía, ágil y grave, los peldaños de la escalinata que gastaron tantas generaciones. Le iban los muchachos a los alcances, y en la meseta superior de la escalinata la dama de negro se volvió y los miró otra vez cara a cara, fija y enigmáticamente. Más que antes, la sensación singular se les impuso. Penosamente, con esa fatiga del esfuerzo vano de la memoria, discurrieron, ¿dónde?, ¿cómo?, y entonces se la tragó el pórtico bizantino y ellos se precipitaron a perseguirla en el templo.
Había entrado en la nave, y, haciendo signos de cruz, se encaminaba al gran altar de la Virgen. Le costaba algún trabajo acercarse, porque estaba atestado de fieles la capilla, y se oía el rumoreo de las Salves murmuradas, bisbiseadas, ante la imagen. Ésta se erguía, rígida bajo su manteo negro, con el único puñal clavado en el lugar del corazón. Al fin consiguió la dama llegar al pie del altar, y tras ella fueron deslizándose los dos muchachos, que se situaron, como automáticamente, a su izquierda y a su derecha. Y cuando ella alzó el mirar hacia la efigie, los galanes la imitaron, y un gesto mudo de asombro los inmovilizó. La revelación los paralizaba. No hubiesen sabido decir cuál era la imagen, ni si estaba en el altar, o al lado de ellos, envuelta en su mantilla. Ya comprendían el origen de su persuasión de conocer a aquella dama.
Semejanza tal, en tal grado, tenía mucho de terrible. Con una ojeada se comunicaron su miedo. Entre tanto, la mujer oraba. Sus labios se movían y sus manos, cruzadas, enclavijadas, exageraban el parecido con la Señora de la Soledad. Terminada la oración, volvía a deslizarse entre el gentío, y salió a las naves laterales, que rodean capillas, velados, en tal día y momento, sus retablos por paños de luto, y casi vacías, porque la multitud se agolpaba en torno del altar mayor, atendiendo a los divinos oficios. Jacinto y Marcos volvieron a seguir a la dama de negro traje, y la vieron, ¿o creyeron verla?, que entraba en una de las capillas, la del conde de Trava; pero pronto se cercioraron de que no se encontraba allí: en la capilla no había nadie. Ansiosos, registraron, al pronto, la compacta muchedumbre, confundiendo a la dama, de lejos, con otras que también vestían mantilla y negra ropa aterciopelada y golpeada de azabache; después, en todo el grandioso recinto, ansiosos, cambiando miradas sin cordura, escandalizando a las viejas, que les arrojaban miradas de reprobación. Al fin, desalentados, salieron de nuevo al rellano de la escalinata.
-¡La hemos perdido! -exclamó Jacinto, atónito, amarillo como un cirio del monumento.
-Acaso vale más así, ¿no te parece? -contestó Marcos, que estaba rojo de cólera. Llévesela Pateta...
-A mí -repuso Jacinto- me está sabiendo mal este lance, y me duele la cabeza como si me la barrenasen con un clavo. No me ha pasado nunca una cosa así. ¡Es bien raro, bien raro!
-¡Igual a la Soledad! -reflexionó Marcos en voz alta. Igual, como dos gotas. Pero ¿qué tiene de particular? La Soledad es obra de un escultor. La señora esa podrá ser el modelo...
Jacinto protestó:
-¡Qué modelo! Algo más andaba en el asunto.
-No, pues yo -insistió Marcos- no renuncio a saber... No será un fantasma, no será un duende tal mujer. Es de carne y hueso, y siguiendo la pista...
Calenturientos, empezaron sus averiguaciones, que no dieron resultado alguno. Nadie sabía dar razón de la mujer pálida, que tanto se parecía a la Virgen de la Soledad. Marcos acabaría por renunciar, si Jacinto no continuase preocupadísimo con la aventura. No dormía, apenas comía y empezaba a temerse que diese en maniático, cuando le acometió una de aquellas fiebres que en Estela ha segado tantas vidas de estudiantes, decíase que por contagio de ciertas aguas, Marcos avisó a la madre del mozo, que acudió transida. Su hijo deliraba: deliraba siempre con la mujer vestida de negro. Marcos tuvo que enterar a la madre de lo que había pasado.
-Le hizo impresión... Un parecido tan raro... Un caso tan nunca visto...
-¡Dios mío! -exclamó la madre súbitamente. ¡Y yo, que en pocas palabras podía quitarle al pobre la aprensión! Esa señora que tanto se parece a la Soledad es hermana de un señor que vive con ella en una casa de campo, llamada de la Sabugosa. Es muy hermosa, y todos los años, en Semana Santa, viene a rezar a la Virgen. Toma la diligencia, hace sus devociones y se vuelve. La cosa más sencilla y más natural del mundo. ¡Hijo de mi alma! ¡Qué se le ha ido a figurar!
Marcos escuchaba con un sentimiento de pena y de dolor. También creía que Jacinto era víctima de una idea absurda y de una semejanza fácilmente explicable. Olvidaba que él también había estado, al principio, medio loco, y hasta pensando en cosas sobrenaturales.
Cuando Jacinto empezó a convalecer, quiso su madre afianzar la curación de su espíritu refiriéndole la historia. Pero el muchacho fue insensible a tal confortante. El sabía lo que sabía... Y apenas pudo salir a la calle, una tarde larga y serena de fines de junio, llamó a la puerta del convento de Franciscanos.

Cuento de la tierra

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

La sirena

No es posible pintar el cuidado y desvelo con que la ratona madre atendió a su camada de ratoncillos. Gordos y lucios los crió, y alegres y vivarachos, y con un pelaje ceniciento tan brillante que daba gozo; y no queriendo dejar lo divino por lo humano, prodigó a sus vástagos avisos morales, sabios y rectos, y los puso en guardia contra las asechanzas y peligros del pícaro mundo. «Serán unos ratones de seso y buen juicio», decía para sí la ratona, al ver cuan atentamente la oían y cómo fruncían plácidamente el hociquillo en señal de gustosa aprobación.
Mas yo os contaré aquí, muy en secreto, que los ratoncillos se mostraban tan formales porque aún no habían asomado la cabeza fuera del agujero donde los agasajaba su mamá. Practicada en el tronco de un árbol la madriguera, los cobijaba a maravilla, y era abrigada en invierno y fresca en verano, mullida siempre, y tan oculta, que los chiquillos de la escuela ni sospechaban que allí habitase una familia ratonil.
Sin embargo, de los tres de la nidada, uno ya empezaba a desear sacar el hocico, a soñar con retozos, deportes y correteos por el verde prado que al pie del árbol se extendía alegre e incitante, esmaltado de varias flores y bullente de insectos, mariposas y reptiles. «Me gustaría por los gustares bajar ahí», pensaba el joven ratón, sin atreverse a decirlo en voz alta, de puro miedo, a su madre. Un día que se le escapó alguna señal de su deseo, la madre exclamó trémula de espanto: «Ni en broma lo digas, criatura. Si no quieres que me disguste mucho, no vuelvas a hablar de salir al prado».
¿Creeréis que la prohibición le quitó al ratoncillo las ganas? ¡Bah! Ya sabéis que las prohibiciones son espuela del antojo. No atreviéndose a bajar aún el antojadizo, se pasaba las horas muertas mirando al prado deleitable. ¡Qué bueno sería trotar por entre aquella hierba suave y perfumada! ¡Qué simpático remojarse en el limpio arroyuelo que bañaba de aljófar las raíces de sauces y mimbreras! ¡Qué divertido dar caza a los viboreznos y lagartijas que se deslizaban estremeciendo el follaje y haciendo relumbrar al sol los tonos metálicos de su elegante cuerpo! ¿Por qué, vamos a ver, por qué prohibía tan inocentes recreos la madre ratona?
Un día que la mamá había salido, según costumbre, en busca de sustento para su prole, el hijo se asomó al agujero, echando más de la mitad del tronco fuera. De pronto sintió como un choque eléctrico y vio que cruzaba por el prado un ser encantador. Era ni más ni menos que una gatita blanca como la nieve, que fijaba en el ratoncillo sus anchas pupilas de esmeralda.
Quedóse el ratón fascinado, absorto. Nunca había visto cosa más linda que la tal gata blanca. ¡Qué gracia y gentileza en sus movimientos, qué soltura en su flexible andar, qué monería en su cara picaresca, y qué virginal candor en su ropaje de armiño! ¡Y qué decir de aquellos ojos verdes con reflejos áureos, aquellos ojos cuyo mirar derretía, incendiaba el corazón!
A no estar tan próxima la hora en que solía regresar a la guarida la madre, el ratón se hubiese arrojado sin vacilar de su nido para acercarse a la preciosa gata. Le contuvieron el temor y el hábito de obedecer, que siempre reprime un tanto, al principio, los ímpetus rebeldes; pero lo que no acertó a sujetar fue su lengua, y loco de entusiasmo refirió a la mamá cómo le tenía fuera de sí la aparición de la gata celeste.
-Qué, ¿has visto a ese monstruo? -exclamó la madre.
-¡Monstruo una criatura tan encantadora! -suspiró el ratoncillo.
-Monstruo horrible, el más funesto, el más sanguinario, el más atroz que, por tu negra suerte, pudiste encontrar. Huye de él, hijo mío, como del fuego; mira que en huir te va la vida; mira que tu padre pereció en las garras de esa maldita fiera, y que todas mis lágrimas son obra suya.
-Madre -repuso atónito el ratoncillo, apenas puedo creer lo que me aseguras. El agua que corre limpia y clara entre las flores del prado no tiene los matices de aquellos ojos cándidos, ya verdes, ya azulados, siempre dulces, donde siempre juega misteriosamente la luz. Los pétalos de las azucenas y de los lirios del valle ceden en blancura a su nevada piel, que debe de ser más suave que el terciopelo y más flexible que la seda. ¿Cómo quieres que vea un monstruo sanguinario y horrible en la gata? ¡Ay, madre!, desde que la contemplé, sólo en ella pienso. Cuanto no es ella, me parece indigno de existir. Antes me gustaban el prado, y el cielo, y los árboles. Ahora todo me cansa y todo lo desprecio. Madre, cúrame de este mal, porque me siento tan triste que creo que se me va a acabar la vida.
Ya supondréis que la pobre ratona haría cuanto cabe para distraer y aliviar a su retoño. A fin de cambiar sus pensamientos en otros más lícitos, llevóle al agujero de unas ratas algo parientas suyas, jóvenes, ricas y honradas, que vivían royendo el trigo del repleto granero; pero el ratón se aburría de muerte entre los montones de grano, en la oscuridad de la troj, y echaba de menos el prado, que iluminaba, antes que el sol, la presencia de la gata blanca. Porque ya varias veces la había visto pasar juguetona y ligera, fijando sus radiantes pupilas en las inaccesibles alturas del árbol, y siempre que la gata aparecía, el ratón sentía ensanchársele la vida y escapársele el alma -sí, el alma, porque el amor hasta en las bestias la infunde- detrás de aquella maga de los verdes ojos.
No hubiese querido la ratona en tan críticas circunstancias separarse un minuto de su hijo; pero era forzoso salir a cazar, a procurar subsistencia para la familia, y llegó una mañana en que habiendo madrugado la ratona a dejar el nido antes de que amaneciese, el joven ratón, pensativo y melancólico, se asomó al agujero para ver nacer el día. Recta faja dorada franjeó el horizonte; poco a poco la bruma se rasgó y fue absorbiéndose en la clara pureza del cielo, por donde el sol ascendía como una rosa de oro pálido; los pajaritos saludaron su gloriosa luz con un himno de alegría alborozada y triunfal, y sobre la hierba, aljofarada aún de rocío, como sobre una red de diamantes, mostróse pasando con aristocrática delicadeza y remilgada precaución la hermosa gata blanca.
Exhaló el ratón un chillido de júbilo; la gata le miraba, parecía llamarle, invitarle a que descendiese. «¿Quieres jugar conmigo?», preguntóle él, sin reflexionar, sin acordarse para nada de las maternales advertencias. «Baja», pareció contestar con sus ojos misteriosos la gatita.
Y el ratón bajó aprisa, disparado, ebrio de felicidad, y el juego dio principio, con muchos saltos y carreras. Fingía huir la gata, escondíase entre sauces y mimbres, y cuando el ratón se cansaba de perseguirla, ella se dejaba caer sobre la muelle alfombra del prado, y, escondiendo las uñas, recibía con las patitas de terciopelo al ratón, y ya le despedía, en broma, ya le estrechaba, retozando, en deleitosa mezcla e indescifrable confusión de tratamiento ásperos y dulces.
Nunca sabía el ratón, en aquel juego de veleidades, si iba a ser acogido con demostración tierna y mimosa o con fiero y desdeñoso zarpazo; y en los amados ojos de la esfinge tan pronto veía piélagos de voluptuosidad y relámpagos de risa, como destellos de ferocidad y chispazos sombríos y crueles. Más de una vez creyó notar que las patitas blandas y muertas se crispaban de súbito, y que bajo lo afelpado de la piel surgían uñas de acero. ¡Y cosa rara! No bien pensaba advertir síntomas tan alarmantes, el ratón cerraba los párpados y volvía gozoso y tembloroso a solazarse con la gata blanca.
Duraba aún el juego, cuando, por la tarde, regresó la ratona y vio de lejos la escena y a su hijo mano a mano con el monstruo. Llorando y desesperada, gritóle desde lejos: «¡Hijo mío, que te pierdes!» El ratón, por supuesto, no le hizo maldito caso. ¡Sí, para oír consejos estaba él! Subido al quinto cielo, nunca el juego le había encantado más. La gata, por el contrario, empezaba a fatigarse y a sospechar que había perdido bastante tiempo con un ratoncillo de mala muerte; y al notar que iba a ponerse el sol, que se hacía tarde, sin modificar apenas su actitud, siempre graciosa y juguetona, como el que no hace nada, torció la cabeza, aseguró con la boca al ratoncillo, hincó los agudos dientes..., y lo lanzó al aire palpitante y moribundo, para recibirlo en las uñas, tendidas con violencia feroz...
A punto que una nube de sangre cubría ya los ojos del desdichado, y el delirio de la agonía ofuscaba sus sentidos, todavía pudo oírse como murmuraba débilmente: «¿Quieres jugar conmigo, gatita blanca?»
Por eso su madre hizo mal en llorar amargamente al incauto ratón. ¡El expiró tan satisfecho, tan a gusto!

«El Imparcial», 18 de marzo, 1895.

Cuento de amor

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

La señorita aglae

Residía yo entonces en mi pueblo natal, puerto de mar donde incesantemente hay salidas de vapores para América, y hacía la vida huraña del que acaba de sufrir grandes penas, y no teniendo quehaceres que le distraigan de sus pensamientos tristes, siente germinar un tedio que parece incurable. En pocos meses había perdido a mi madre y a mi hermano menor a quien quería con ternura, y dueño de mis acciones y solo en el mundo, me había encerrado en mi casa, saliendo rara vez a la calle. De las mujeres huía, y sinceramente pensaba que los golpes sufridos infundían en mi corazón insensibilidad completa.
Paseando una tarde mis melancolías por el muelle, oí una voz conocida, no escuchada desde hacía muchos años, que pronunciaba mi nombre, y unos brazos se enlazaron a mi cuello.
-¡Medardo! ¿Tú por aquí?
-¡Jacobito! ¡Otro abrazo!
El que me estrechaba era un hombre todavía joven, grueso, de alegre faz, vestido de viaje y con ese aire resuelto y animado de las personas emprendedoras que ejercitan sus fuerzas en la concurrencia vital. Aquel sujeto, Medardo Solana, había sido mi íntimo amigo en Madrid, cuando yo estudiaba los últimos años de carrera, y con él no existían dificultades, pues poseía el don de arreglarlo todo, de sacar rizos donde faltaba pelo y de bandeárselas siempre mejor que nadie, por lo cual yo solía acudir a él en mis apuros estudiantiles. Al volver a verle le encontraba poco variado, siempre con su cara de pascuas, su tipo de aventurero jovial.
En dos palabras me explicó que venía para embarcarse al día siguiente, rumbo a Buenos Aires, donde había arrendado un teatro.
-Pero te encuentro tristón, desmejorado, Jacobito -murmuró, afectuosa-mente. ¿Qué te ha sucedido a ti?...
Nos sentamos en un café de los muchos que existen en los muelles. Solana pidió coñac, y le conté mis cuitas: la muerte de mi madre, la meningitis que se llevó a mi hermano, mi soledad, el estado de mi espíritu...
-¿Por qué no haces una humorada? ¿Por qué no te vienes conmigo a Buenos Aires? ¡Así, sin más ni más!
-¡Este Medardo! -respondí. Te envidio, y no creas que es de ahora: envidio tu genio, tu buen humor. Mira, además de que aún tengo aquí asuntos que arreglar, de esos que quedan pendientes como una pena más al faltar las personas queridas, créeme que estoy tan abatido, tan descorazonado, tan escaso de fuerzas, que no me atrae plan ni idea ninguna. Me es imposible interesarme por nada. Los días corren monótonos, llenos de fastidio, sin incidentes, y yo me voy habituando a esta calma dormilona. ¡No me propongas cambios! Me parece que me convendrían, sí; pero carezco de ánimos para hacer la prueba.
Él me miraba, compadecido, sin duda, y arrugaba la frente como le había yo visto hacer al reflexionar, y después de un sorbito de coñac, exclamó:
-Si es así, ¿qué le haremos? Sentirlo, y no más... En cambio, Jacobito, tú puedes hacerme a mí un favor muy grande. ¿Vas a negármelo?
-¡No! ¡Será un placer! ¿De qué se trata?
-Ya te he dicho que me llevo a Buenos Aires un espectáculo, que soy empresario... ¡Qué quieres! Los que no tenemos patrimonio nos hemos de ingeniar, a ver si juntamos un poco de dinero. Has de saber que en mi troupe va una joven encantadora, la señorita Aglae, que me sigue porque está enamorada de mí. ¿No lo crees? Pues es muy cierto. Te advierto que yo, aunque la adoro, he respetado su pudor, y hasta el día en que nuestra unión sea bendecida por la Iglesia y la ley, pienso seguir respetándolo. A bordo, o en la Argentina, nos casaremos... Pero como es una hija de familia, y sus padres son gentes muy distinguidas y poderosas, y acaso sospechan con quién está Aglae, y acaso en el último instante nos prendan, hasta verme en alta mar no estoy tranquilo, y tengo el mayor interés en ocultar a Aglae en un sitio donde no puedan dar con ella. ¿Comprendes?
Yo, al pronto, no comprendía, y Medardo añadió:
-¡Tu casa! Allí nadie la va a buscar. El barco llega al amanecer, y sale dos horas después. En el último momento, si no hay moros en la costa, nos embarcaremos, ¡y ya me tienes feliz! Aglae es un prodigio de hermosura y un ángel de pureza...
Accedí, sin fijarme en ciertas inverosimilitudes de la relación, y convinimos en que yo preparase habitación para Aglae, y, ya cerrada la noche, el mismo Medardo la conduciría a mi casa, que está en una calle solitaria de la ciudad antigua, encargándome de alejar a los criados cuando entrase la pareja. Sin tardanza me retiré a arreglarlo todo.
Agitado, a pesar mío, por la novedad de la situación, dispuse para Aglae el departamento que mi madre había ocupado, y que adorné con la mayor coquetería, llenándolo de flores y de objetos de tocador, de plata. Saqué mis sábanas mejores, con encajes, y la colcha de Manila celeste y bordada de blanco. Fui a buscar dulces, emparedados, una botellita de Málaga, y todo lo coloqué sobre un velador, en el gabinete que precedía a la alcoba. Mientras hacía estos preparativos, mi corazón latía, como si aquella mujer desconocida, y que debía serme indiferente, significase algo para mí.
A boca de noche vino Medardo, y contempló con satisfacción el elegante hospedaje que yo destinaba a su novia.
-Mira, aún tengo que pedirte otro favor más... Llegaremos a eso de las once, porque ella cena con las demás artistas, y como me ha dicho que le da, vamos, cierta fatiga el que tú la veas, yo la traigo a su habitación, y mañana la recojo a la hora del embarque. ¿No te parece mal?
-¡No, por cierto! Lo que os sea más grato a ella y a ti...
Entregué la llave de mi puerta a Medardo y me encerré discretamente, después de ordenar a los criados que se acostasen en el piso de arriba. A cosa de las once, como la habitación de mi madre estuviese contigua a la mía, sentí que alguien entraba, y creí percibir un cuchicheo. Poco después, Medardo volvió a salir, y quedé solo en la casa con la señorita Aglae. Desde el primer momento comprendí que no me sería posible conciliar el sueño un minuto. Mis nervios estaban tirantes; mi imaginación, desatada y loca.
¡Qué diferencia entre mi estado moral y el de los días anteriores! Me parecía despertar de una modorra estúpida, y, sin saber lo que hacía, maquinalmente me acerqué a la puerta del cuarto donde la señorita Aglae reposaba... Mi asombro fue inmenso al encontrarla abierta.
Eché una mirada al interior de la cámara... Reinaba en ella semioscuridad. Sólo la luz velada de la alcoba dejaba pasar entre las cortinas tenue reflejo.
El silencio era tal, que supuse dormía a pierna suelta la señorita Aglae.
Titubeaba, dudoso, entre retirarme o avanzar unos pasos; porque, al fin, es prometerse mucho de la naturaleza humana no concederle ni el derecho a la curiosidad. Ardía en deseos de saber cómo era la enamorada de mi amigo. En eso, ¿qué mal había? Verla un instante y retirarme en punta de pies... Aunque una voz interior me argüía que no era delicado ni respetuoso, la tentación se hizo tan fuerte que, reprimiendo el aliento y andando como deben de andar los ladrones, avancé, y miré ávidamente al través de las cortinas de la alcoba, entreabiertas...
Echada de lado, vuelto el rostro hacia mí, yacía la señorita, cuya vista me deslumbró.
Contemplaba a una belleza perfecta, singularísima, aumentada por el tendido cabello, color de mies madura, que se esparcía en ondas abundantes sobre sus hombros de nácar. La mano y el brazo me asombraron por su delicadeza. Los encajes de la camisa velaban castamente el escote, y una suave respiración subía y bajaba esos encajes. La actitud era tan púdica, tan hechicera, que caí de rodillas ante la cama, pensando, aterrado y extático: «¡Yo adoro a esta mujer!».
No sé cuánto tiempo permanecí así, embelesado en mirar a la señorita Aglae, repitiendo para mis adentros que la adoraba y formando desatinados planes, a fin de unir su destino al mío... Seguir a la compañía hasta el fin del mundo; raptar a viva fuerza o como fuese a aquella criatura divina y llevármela a mi casa de campo hasta que lograse su amor; matar a Medardo; en fin, cuantos absurdos pueden cruzar por la mente a las tres de la madrugada y a la cabecera de una beldad sobrehumana que nos ha enloquecido sólo con su vista..., todo se me ocurrió y todo lo deseché... Lo poco que me restaba de razón me consejaba huir de allí; pero no quise hacerlo sin imprimir un beso en la mano celestial que se ofrecía a mi boca. En todo el largo tiempo que yo llevaba allí ni una vez se había vuelto la señorita Aglae; no había hecho un movimiento... Su sueño tenía que ser profundísimo. No sentiría mi atrevida acción... Me incorporé a medias y apoyé los labios en la deliciosa manita...
Una sensación singular me arrancó un grito...
Cinco minutos después estaba completamente seguro de haber hecho el papel más ridículo del mundo y de que la señorita Aglae era buenamente ¡una figura de cera de las que, mediante un mecanismo, simulan la respiración!...
Y Medardo me dijo al día siguiente, en el puente del buque:
-Siento que no hayas podido admirar todo mi museo: hay en él cosas notables. Supongo que me perdonas... No sé si te dejo amoscado conmigo; pero se me figura que te he curado... Lo que tú padecías era histérico del corazón... Ya lo sabes: ¡el amor es el remedio!

«La Ilustración Española y Americana», núm. 1, 1913.

Cuento de la tierra

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

La sed de cristo

Cuando desde la altura de su patíbulo, abriendo las desecadas fauces, exhaló Cristo la más angustiosa de las Siete Palabras, María Magdalena, que estaba como idiota de dolor, estrechamente abrazaba al tronco de la cruz, se estremeció y, recobrando energía y actividad, a impulsos de una compasión que la penetraba toda, se lanzó en busca de agua que aplacase la sed del moribundo Maestro.
No muy lejos del Calvario, sabía Magdalena que manaba, entre peñascos, purísimo y cristalino manantial. Pidió prestada una taza de arcilla a un hombre del pueblo de Jerusalén, de los que en tropel rodeaban la cruz, y se encaminó hacia la escondida fuente. Poco tardó en encontrarla, sintiendo profundo regocijo al pensar que aquella linfa fresquísima calmaría, siquiera momentáneamente, los sufrimientos del mártir. Surtía el chorro, más claro que cristal, de una grieta tapizada de musgo y finos helechos, y el rumor de su corriente lisonjeaba el oído y el corazón. Al recoger en el cuenco de barro el agua, Magdalena notó que estaba fría, helada, casi, y de nuevo se alegró, pensando lo refrigerante que sería para Jesús el sorbo. Con su taza rebosante corrió al lugar del suplicio, y a fuerza de ruegos logró que le permitiesen los sayones amontonar unas piedras y encaramarse hasta acercar el agua a los labios cárdenos del crucificado. Y cuando esperaba verle paladear el agua consoladora, he aquí que Jesús la rechaza, moviendo la cabeza y repitiendo en un soplo imperceptible: «Sed tengo».
Con la penetración del amor -porque en verdad os digo que no hay nada que ilumine el entendimiento de la mujer como amar mucho y de veras, Magdalena adivinó que Cristo deseaba otra bebida más exquisita y rara que el agua natural, y era necesario traérsela a cualquier precio. Mientras se precipitaba hacia Jerusalén, iba recordando que el despensero y mayordomo del tetrarca Herodes la había obsequiado antaño con un falerno añejísimo, ardiente como fuego y dulce como miel, del cual una sola gota es capaz de reanimar un yerto cadáver. Suplicante y presurosa rogó la arrepentida a su antiguo galán, y como accediese a sus ruegos, volvió al Calvario radiante, escondiendo bajo su manto el ánfora de inestimable valor, y apoyó el pico en la boca de Jesús. Un movimiento más acentuado de repugnancia y un débil gemido donde casi expiraba inarticulado el lastimoso «Sed tengo», revelaron a la Magdalena que tampoco esta vez poseía el medio de calmar las torturas de la santa víctima.
En su desconsuelo y en su enojo contra sí misma por no haber acertado, reverdeció más y más en la Magdalena la memoria de su escandalosa juventud. Bien presente tenía que un patricio romano, epicúreo fastuoso, lector de Horacio y algo poeta, que por la hermosa hierosolimitana hizo mil locuras, solía hablar de los banquetes del Olimpo pagano y de la misteriosa virtud e incomparable esencia del néctar de los dioses, que infunde la felicidad e inyecta vida a oleadas en las venas exhaustas y en el cuerpo expirante. Y como si algún maléfico poder oculto -tal vez el de Satanás, empeñado hasta la última hora en tentar al Redentor para probar su divinidad- fuese cómplice del insensato anhelo de la pecadora, he aquí que se sintió arrollada y transportada con velocidad increíble en alas del viento, que la depositó suavemente sobre la cumbre de una montaña deliciosa, poblada de olivos, laureles, naranjos cuajados de azahar, que alternaban con boscajes de mirtos y rosales en flor, de embriagador perfume. Bajando airosamente la escalinata de un elegante templete de mármol blanco, salió al encuentro de Magdalena hermoso mancebo sonriente, de rizos color de jacinto y brillantes pupilas, y le presentó una crátera de oro maravillosamente cincelada, donde chispeaba un licor transparente, rosado, de fragancia embriagadora, que trastornaba los sentidos. Llena de gozo, Magdalena estrechó contra su pecho la sagrada ambrosía y sólo pensó ya en ofrecérsela a Jesús, porque era imposible que aquel licor glorioso, escanciado por Ganímedes, no arrebatase el alma del mártir, haciéndole olvidar sus dolores. Sólo con llevar la copa de ambrosía en las manos sentíase Magdalena presa de dulce fiebre y deliquio, y la Naturaleza le parecía más bella, el sol más claro y el aire más ligero, elástico y luminoso. ¡Desengaño cruel! Así que pudo acercar una copa colmada de ambrosía a los labios de Jesús, cuyos tendones estallaban y cuyo rostro descomponía un padecer horrible, el moribundo hizo un gesto de violenta repulsión, y licor y copa rodaron al suelo, derramándose sobre la seca tierra la bebida de los dioses paganos.
Entonces Magdalena, víctima de la tentación, sintió redoblar su amargura. Los resabios de los años de iniquidad resurgieron, porque el pecado deja sedimentos en el alma y sube a la superficie apenas lo remueve la pasión, y aunque la doctrina de Cristo había inflamado el espíritu de aquella mujer, faltaba todavía que la penitencia la purificase y destruyese la vieja levadura. Sucedió, pues, que Magdalena, ofuscada por el dolor de ver que no sabía estancar la sed de Cristo, se imaginó que el Cordero torturado, si rechazaba el falerno que halaga el paladar y la ambrosía que transporta la imaginación tal vez aceptaría el vino de la venganza y de la ira; tal vez se aplacasen sus sufrimientos al gustar la sangre del enemigo que le clavó en la afrentosa cruz. Y con este pensamiento, Magdalena se acercó a uno de los sayones, el mismo que había fijado sobre la cabeza de Cristo la escarnecedora placa del Inri, y, engañándole, le llevó lejos del Calvario, a un lugar desierto, y aprovechando su descuido le hirió en el cuello con su propia espada, empapó la caliente sangre en una esponja y volvió segura de que Jesús bebería. Y esta vez, al contrario, fue cuando Cristo, con sobrehumano impulso, se irguió sobre los traspasados pies, y exclamó con fúnebre entonación: «Sed tengo.»
María Magdalena cayó al pie de la cruz, desplomada, retorciéndose las manos y arrancándose a mechones las rubias y sueltas guedejas. Su impotencia para aliviar la sed de Cristo la enloquecía, y principió a acusarse interiormente de su impura existencia, sintiendo sobre la frente humillada el rubor y la pena de tanta disipación, del seco erial de su conciencia, donde no tuvo asilo la piedad. Muchas noches, mientras ella derrochaba oro en su opulenta mesa y se reclinaba sobre tapices tirios y pérsicas alfombras, los pobres, a su puerta, esperaban como perros las migajas del festín, y las mujeres de bien, velándose el rostro, apresuraban el paso para no oír las risotadas y las canciones impúdicas. Por eso, sin duda, no podía disfrutar ahora el consuelo de aplacar la sed de Cristo, sed que neciamente creyó satisfacer con el vino de la gula, la ambrosía del placer o la sangre de la venganza. Y al recapacitar, ablandábase poco a poco el corazón de la pecadora, y subiendo a sus ojos el agua del arrepentimiento y de la humildad fluía de sus lagrimales, resbalando lentamente por sus mejillas. Era tanto lo que lloraba Magdalena, que parecía liquidarse su espíritu, y las lágrimas empapaban la ropa y los hermosos extendidos cabellos. Y como levantase los ojos hacia el rostro de Jesús, vio en él una súplica, un ansia tan viva y tan amorosa que, inspirada, juntó las manos y recogió en el hueco de ellas aquel sincero llanto de contrición, y alzándose hasta Jesús, lo llegó a su boca. Por primera vez, en lugar del acongojado «Sed tengo», Jesús respondió a la Magdalena abriendo los labios y bebiendo ávidamente, al par que trans-figuraba su rostro una expresión de inefable dicha.
La tradición que acabo de referir no tiene ningún valor ante las enseñanzas de la Iglesia, ni la menor autenticidad, ni creo que deba considerarse más que como un sueño, invención o leyenda poética, encontrada en los papeles de un rabino que se convirtió al cristianismo. Magdalena no es aquí la santa; es únicamente figura o símbolo del pecador, que aún no conoce el camino verdadero, que aún lucha con los resabios del pecado.
Y como los fariseos pretendieron torcer el sentido de ese apólogo, declaro que sólo significa lo siguiente: el arrepentimiento, la humildad, la contrición, es lo más grato a Jesús, doctrina clarísima del Evangelio.

«El Imparcial», 12 abril 1895.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)