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viernes, 10 de enero de 2014

Hans el tonto

Érase una vez un rey que vivía muy feliz con su hija, que era su única descendencia. De pronto, sin embargo, la princesa trajo un niño al mundo y nadie sabía quién era el padre. El rey estuvo mucho tiempo sin saber qué hacer. Al final ordenó que la princesa fuera a la iglesia con el niño y le pusiera en la mano un limón, y aquel al que se lo diera sería el padre del niño y el esposo de la princesa. Así lo hizo; sin embargo, antes se había dado orden de que no se dejara entrar en la iglesia nada más que a gente noble. Pero había en la ciudad un muchacho pequeño, encorvado y jorobado que no era demasiado listo y por eso le llamaban Hans el tonto, y se coló en la iglesia con los demás sin que nadie le viera, y cuando el niño tuvo que entregar el limón fue y se lo dio a Hans el tonto. La princesa se quedó espantada, y el rey se puso tan furioso que hizo que la metieran con el niño y Hans el tonto en un tonel y lo echaran al mar. El tonel pronto se alejó de allí flotando, y cuando estaban ya solos en alta mar la princesa se lamentó y dijo:
-Tú eres el culpable de mi desgracia, chico repugnante, jorobado e indiscreto. ¿Para qué te colaste en la iglesia si el niño no era en absoluto de tu incumbencia?
-Oh, sí -dijo el tonto, me parece a mí que sí que lo era, pues yo deseé una vez que tuvieras un hijo, y todo lo que yo deseo se cumple.
-Si eso es verdad, desea que nos llegue aquí algo de comer.
-Eso también puedo hacerlo -dijo Hans el tonto, y deseó una fuente bien llena de papas.
A la princesa le hubiera gustado algo mejor, pero como tenía tanta hambre lo ayudó a comerse las papas.
Citando ya estuvieron hartos dijo Hans el tonto:
-¡Ahora deseo que tengamos un hermoso barco! Y apenas lo había dicho se encontraron en un magnífico barco en el que había de todo lo que pudieran desear en abundancia.
El timonel navegó directamente hacia tierra, y cuando llegaron y todos habían bajado, dijo Hans el tonto:
-¡Ahora que aparezca allí un palacio!
Y apareció allí un palacio magnífico, y llegaron unos criados con vestidos dorados e hicieron pasar al palacio a la princesa y al niño, y cuando estaban en medio del salón dijo Hans el tonto:
-¡Ahora deseo convertirme en un joven e inteligente príncipe!
Y entonces perdió su joroba y se volvió hermoso y recto y amable, y le gustó mucho a la princesa y se convirtió en su esposo.
Así vivieron felices una temporada. Un día el viejo rey iba con su caballo y se perdió y llegó al palacio. Se asombró mucho porque jamás lo había visto antes y entró en él. La princesa reconoció enseguida a su padre, pero él a ella no, pues, además, pensaba que se había ahogado en el mar hacía ya mucho tiempo. Ella le sirvió magníficamente bien y cuando el viejo rey ya se iba a ir le metió en el bolsillo un vaso de oro sin que él se diera cuenta. Pero una vez que se había marchado ya de allí en su caballo ella envió tras él a dos jinetes para que lo detuvieran y comprobaran si había robado el vaso de oro, y cuando lo encontraron en su bolsillo se lo llevaron de nuevo al palacio. Le juró a la princesa que él no lo había robado y que no sabía cómo había ido a parar a su bolsillo.
-Por eso debe uno guardarse mucho de considerar enseguida culpable a alguien -dijo ella, y se dio a conocer.
El rey entonces se alegró mucho, y vivieron muy felices juntos; y cuando él se murió, Hans el tonto se convirtió en rey.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem)

Hans con suerte

Hans había servido a su patrón durante siete años, entonces fue donde él y le dijo, 
-"Patrón, he decidido terminar mis trabajos acá; ahora yo quiero tener la dicha de ir a casa a mi madre; por favor deme mi parte correspondiente."
El patrón contestó, 
-"Usted me ha servido fielmente y con honestidad; cuando el servicio es así, igual debe ser la recompensa."
-Y le dio a Hans una pieza de oro tan grande como su cabeza.
Hans sacó su pañuelo de su bolsillo, envolvió la pieza, la puso sobre su hombro, y salió por el camino hacia su casa.
Mientras iba de camino, siempre poniendo un pie antes del otro, vio a un jinete trotar rápida y alegremente en un caballo. 
-"¡Ah!"- dijo Hans en voz alta, -"¡Qué cosa más fina es montar a caballo! Allí uno se sienta en una silla; no tropieza con piedras, protege sus zapatos, y uno avanza, sin preocuparse de cómo lo hace."-
El jinete, que lo había oído, se paró y lo llamó, 
-"¡Hey! ¿Hans, por qué va usted a pie, entonces?"
-"Debo hacerlo," -contestó él, "ya que tengo que llevar esta pieza  a casa; que en verdad es una pieza de oro, pero no puedo sostener mi cabeza derecha por causa de ella, y eso hace daño a mi hombro."
-"Le diré que haremos," -dijo el jinete, "intercambiemos: yo le daré mi caballo, y usted me da su pieza."
-"Con toda mi dicha," -dijo Hans, "pero permítame decirle que usted tendrá que avanzar lentamente con esa carga."
El jinete se bajó, tomó el oro, y ayudó a Hans a subir; entonces le dio la brida firmemente en sus manos y le dijo, 
-"Si usted quiere ir en con paso realmente bueno, usted debe hacer chut chut con su lengua y gritar: "¡Arre! ¡Arre!"
Hans estuvo felizmente encantado cuando se sentó sobre el caballo y anduvo a caballo lejos, orgullosa y libremente. Al ratito él pensó que debería ir más rápido, y comenzó a hacer chut chut con su lengua y a gritar: "¡Arre! ¡Arre!"  El caballo se puso en un agudo trote, y antes de que Hans supiera donde se encontraba, fue lanzado abajo, cayendo en una zanja de desagüe que separaba al campo del camino. El caballo se habría marchado lejos también si no hubiera sido parado por un campesino, que venía por camino conduciendo a una vaca delante de él.
Hans acomodó su cuerpo y se levantó en sus piernas otra vez, pero sintiéndose fastidiado, le dijo al campesino, 
"Qué mal chasco, esta equitación, sobre todo cuando uno se adhiere a una yegua como ésta, que da una patada y lo bota a uno, de modo que cualquiera podría romperse el cuello así de fácil. Nunca voy a yo montarla otra vez. Ahora bien, me gusta su vaca, porque uno puede andar silenciosamente detrás de ella, y tener, además, algo de leche, mantequilla y queso cada día sin falta. Lo que daría yo para tener a semejante vaca."-
-"Bien,"- dijo el campesino, -"si eso le daría tanto placer, no me opongo a cambiar la vaca por el caballo."
Con gran placer, Hans estuvo de acuerdo, el campesino brincó sobre el caballo, y galopando se alejó rápidamente.
Hans condujo a su vaca silenciosamente delante de él, y meditó su trato afortunado. 
-"Si sólo tengo un bocado de pan, - lo cual difícilmente me fallaría - puedo comer mantequilla y queso tan a menudo como me gusta; y si tengo sed, puedo ordeñar a mi vaca y beber la leche. ¿Corazón bueno, qué más puedo querer?"-
Al llegar a una posada él hizo una parada, y en su gran alegría  comió por completo lo que traía con él -su almuerzo y cena- y cuanto cosa encontró que tenía, y con sus últimas monedas adquirió media jarra de cerveza. Entonces él condujo a su vaca por delante a lo largo del camino al pueblo de su madre.
Cuando el mediodía estaba en su máximo punto y el calor era más opresivo, Hans se encontró sobre un páramo que tomaría  aproximadamente una hora para cruzarlo. Él lo sintió muy caliente y su lengua se resecaba con la sed. 
-"Puedo encontrar una cura para esto," -pensó Hans; "ordeñaré a la vaca ahora y me refrescaré con la leche."
 Él la ató a un árbol seco, y como no tenía ningún balde, puso su gorra de cuero debajo; pero por más que lo intentó, ni una gota de leche salió. Y como él se puso a trabajar de un modo torpe, la bestia se impacientó y por fin le dio tal golpe en su cabeza con su pie trasero, que él cayó en la tierra, y durante mucho rato no pudo pensar donde era que estaba.
Por fortuna en ese momento venía un carnicero por el camino con una carretilla, en la cual traía atado a un cerdo joven. 
-"¿Qué está pasando aquí?" -gritó él, y ayudó al bueno de Hans. 
Hans le dijo lo que había pasado. El carnicero le dio su matraz y le dijo, 
-"Tome de la bebida y refrésquese. La vaca no dará seguramente ninguna leche, es una vieja bestia; en el mejor de los casos es sólo adecuada para el arado, o para el carnicero."
"-¿Bien, pues"- dijo Hans, mientras se acariciaba su pelo en su cabeza, -"quién lo habría pensado? Ciertamente es una cosa fina cuando uno puede matar a una bestia así en casa; ¡qué carne obtiene uno! Pero no se me antoja mucho la carne de vaca, no es bastante jugosa para mí. Un cerdo joven como ese es lo que me  gustaría tener, sabe completamente diferente; ¡y luego hay salchichas!"-
-"Oye Hans," -dijo el carnicero, "por el aprecio que le tengo, aceptaré el cambio, y le dejaré tener al cerdo por la vaca."-
-"¡Que el cielo le reembolse su bondad!"- dijo Hans cuando le dejaba a la vaca, mientras el cerdo era desatado de la carretilla, y la cuerda por la cual estaba atado, fue puesta en su mano.
Hans continuó su camino, y pensaba como todo iba saliendo como él deseaba; cómo cada vez que se encontraba realmente con algo  incon-veniente, era inmediatamente puesto a derecho. En ese momento se encontró con un joven que llevaba un ganso blanco fino bajo su brazo. Ellos se dijeron buenos días el uno al otro, y Hans comenzó a contar de su buena suerte, y como él siempre hacía tales buenos tratos. El muchacho le dijo que él llevaba al ganso a un banquete de bautizo. 
-"Sólo levántelo," -añadió él, y lo sostuvo por las alas; "vea como pesa, pues ha sido engordado durante las ocho semanas pasadas. Quienquiera que pruebe un poco de él cuando esté asado, tendrá que limpiar la grasa de ambos lados de su boca."
-"Sí," -dijo Hans, cuando él sintió su pesó en una mano, "es un peso muy bueno, pero mi cerdo no es nada malo."
Mientras tanto el joven miró con recelo de un lado al otro, y sacudió su cabeza. 
-"Mire Ud.," -dijo con mucho detalle, "puede que no todo esté bien con su cerdo. En el pueblo por el cual pasé, el Alcalde mismo acababa de tener un robo en su pocilga. Temo, temo que usted llegue a ser sospechoso del acto allí. Ellos han enviado a algunas personas y sería un mal negocio si ellos lo agarraran con el cerdo; por lo menos, usted sería encerrado en el agujero oscuro."
El bueno de Hans se aterrorizó. ¡"Oh, Dios!", dijo, -"ayúdeme Ud. a arreglar todo esto; usted que sabe más sobre este lugar que yo, tome a mi cerdo y déjeme su ganso."
-"Arriesgaré algo en este asunto," -contestó el muchacho, "pero no seré la causa de que a Ud. lo metan en el problema."-
 Entonces él tomó la cuerda del cerdo en su mano, y corrió con el cerdo rápidamente a lo largo del camino.
El buen Hans, ya despreocupado, siguió adelante con el ganso bajo su brazo.
"Cuando lo medito correctamente," -se dijo él mismo, "me ha ido muy bien con este cambio; primero habrá buena carne asada, luego  la cantidad de grasa que goteará de ella, y que me dará para mi pan durante un cuarto de año, y finalmente las plumas blancas hermosas; que servirán para llenar mi almohada, y por ello en efecto iré a dormir plácidamente. ¡Qué alegre se pondrá mi madre!"
Cuando Hans pasaba por el último pueblo, allí estaba un afilador de tijeras con su carretilla; y mientras éste hacía girar a su rueda de afilar, cantaba:
-"Afilo tijeras y rápido afilo con mi piedra,
Mi abrigo se levanta con el viento de atrás."
Hans se estuvo quieto y lo miró; y cuando por fin le habló le dijo, 
-"Todo se ve muy bien con usted, al estar tan alegre con su trabajo."
-"Sí," -contestó el afilador de tijeras, -"el comercio es una fuente de oro. Un verdadero afilador es un hombre que en cuanto pone su mano en el bolsillo encuentra allí el oro. ¿Pero dónde compró usted a ese ganso tan fino?"
-"Yo no lo compré, lo cambié por mi cerdo."-
-"¿Y el cerdo?"
-"Lo conseguí por una vaca."
-"¿Y la vaca?"
-"La obtuve en lugar de un caballo."
-"¿Y el caballo?"
-"Por él di una piedra de oro del tamaño de mi cabeza."
-"¿Y el oro?"
-"Bueno, esa fue mi remuneración por siete años de trabajo."
-"Usted ha sabido cuidar de sus transacciones cada vez," -dijo el afilador. 
-"Si usted sólo pudiera avanzar a fin de oír el tintineo de dinero en su bolsillo cada vez que usted se levante, habrá hecho una  fortuna."
-"¿Y cómo podría llegar a eso?" -dijo Hans. 
-"Usted tiene que ser un afilador, como lo soy yo;" -contestó el afilador" y no es necesario nada más que una piedra de afilar, el resto llega solo. Yo tengo una aquí; cierto que está un poco gastada, pero no tendría que darme dinero por ella, no más que su ganso; ¿lo haría usted?"
-"¿Cómo puede dudarlo?" -contestó Hans. 
-"Seré el tipo más afortunado en la tierra si tengo el dinero cada vez que yo ponga mi mano en el bolsillo, ¿qué necesidad hay de que yo me preocupe por más tiempo?" y él le dio el ganso y recibió la piedra a cambio. 
-"Ahora" -dijo el afilador, mientras tomaba una piedra pesada ordinaria que estaba en el suelo cerca de él, "aquí tiene otra piedra fuerte, de gran oportunidad para usted, con la que podrá afilar muy  bien con ella, y hasta enderezar clavos doblados. Llévesela y guárdela con cuidado."
Hans cargó con las piedras, y siguió con su corazón contento y sus ojos brillaban con alegría. 
-"Debo haber nacido con un gran amuleto" -se decía a sí mismo; "todo lo que quiero me pasa justo como si yo fuera un niño consentido."
Mientras tanto, como él había estado caminando desde el amanecer, comenzó a sentirse cansado. El hambre también lo atormentó, ya que en su alegría cuando hizo el trato por el cual él consiguió a la vaca, se había comido por completo toda la reserva  del alimento que llevaba. Por último, ya sólo podía seguir con gran dificultad, y se sentía obligado a pararse cada minuto; además, las piedras lo sobrecargaban terriblemente. Entonces solamente podía  pensar que agradable sería si él no tuviera que llevarlas en ese momento.
Ya muy cansado, él se arrastró como un caracol a un pozo de agua en un terreno, y allí él pensó que descansaría y se refrescaría con el agua fresca, pero a fin de que él no pudiera perjudicar a las piedras al sentarse, las puso con cuidado a su lado en el borde del pozo.  Entonces él se sentó, y cuando debía inclinarse para beber, tubo un resbalón, golpeándose contra las piedras, y haciendo que ambas  cayeran en el fondo del pozo. Cuando Hans vio con sus propios ojos que se iban al fondo, brincó de alegría, y luego se arrodilló, y con lágrimas en sus ojos agradeció a Dios por haberle dado este favor también, y haberlo puesto en tan buen camino, y no tuvo necesidad de reprocharse a sí mismo por nada de lo ocurrido, ya que aquellas piedras pesadas habían sido las únicas cosas que lo preocuparon.
-"¡No hay ningún hombre bajo el sol tan afortunado como yo!" -grito con fuerza. 
Con un corazón alivianado y libre de toda carga, ahora él pudo correr felizmente hasta estar en casa con su madre.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem)

Grethel la lista

Érase una vez una cocinera que se llamaba Grethel. Tenía unos zapatos adornados con rosetas de cinta roja, y, cuando se los ponía para salir, se entusiasmaba tanto mirándose y remirándose, que, en su gozo, pensaba: "¡Qué bonita soy!"
Después del paseo, gustaba de echarse al coleto unos tragos de vino, y., como el vino abre el apetito, se iba a probar alguno de los platos que estaba cocinando, diciéndose: "Es indispensable que la cocinera conozca el gusto de lo que guisa."
Sucedió que un día le dijo su amo:
-Grethel, tengo esta noche un invitado. Prepara un par de perdices asadas lo mejor que sepas.
-¡Está bien, señor! ‑contestó Grethel.
Mató las perdices, las escaldó, las desplumó y las puso en el asador; al caer la tarde, encendió el fuego y las puso a asar. Se tostaron, y olían a gloria; pero el invitado no llegaba aún. Entonces Grethel llamó a su amo:
-Si el invitado no viene -le dijo, tendré que quitar las perdices del fuego; pero será una lástima que no las coman en seguida, mientras están tiernas y jugosas.
El amo respondió:
-Voy yo mismo a buscar al invitado, para que venga más aprisa.
Apenas el amo había vuelto la espalda, cuando Grethel dejó las perdices en el asador, a un lado, y comentó:
‑Da mucha sed estar tanto rato al lado del fuego. ¡Sabe Dios a qué hora vendrán! Iré a la bodega y, mientras llegan, echaré un traguito de vino.
Bajó a la bodega, y diciéndose: "Ésta es tu salud, Grethel", empinó el codo y bebió un buen trago. "Un trago llama a otro", se dijo también. Y volvió a beber. Luego subió la escalera de nuevo y volvió a poner las perdices al fuego, vertiendo sobre ellas un poco de grasa y dando la vuelta al asador. Olían tan bien, que Grethel se dijo: "Es preciso que yo pruebe a qué saben." Y, después de pasar un dedo por encima de las aves, lo chupó con delicia. "¡Oh, qué ricas están! -exclamó. Es una vergüenza, un pecado, que nadie las pruebe ahora que están en su punto." Corrió a la ventana, para ver si venía su amo con el invitado, pero no vio a nadie. Entonces volvió junto a las perdices y pensó: "Un ala se ha pegado un poco; mejor será que me la coma." La cortó y se la comió con gran placer. Cuando hubo acabado, pensó: "Tendré que comerme la otra; si no, el amo se dará cuenta de que falta algo." Cuando se hubo comido las alas, volvió a la ventana de nuevo, a esperar a su amo, pero no vio a nadie.
“iQuién sabe! -pensó. A lo mejor, no vienen en toda la noche. Han debido quedarse en alguna parte." Y de nuevo se dijo: "Entonces, Grethel, nada temas, y cómetelas; ¿no es una pena desperdiciar un manjar tan rico? Cuando hayas acabado, podrás irte a dormir; baja a beber otro traguito, y nada más." De nuevo bajó a la bodega, bebió a su plena satisfacción y, muy contenta y feliz, se comió el resto de la perdiz. Cuando el ave se hubo terminado, sin que el amo llegara, Grethel miró a la otra perdiz y se dijo: "Si una se ha marchado, la otra debe seguirle. Lo que es bueno para una, también lo es para otra. Si primero tomo un traguito, pasará mejor." Empinó el codo a su placer y luego envió a la segunda perdiz a hacer compañía a la primera.
Cuando estaba en lo mejor del festín volvió su amo y la llamó:
‑¡Apresúrate, Grethel, que aquí está el invitado!
‑Bien, señor; en seguida voy ‑respondió Grethel.
El amo fue a ver si la mesa estaba bien puesta y tomó el cuchillo de trinchar, llevándoselo para afilarlo, a fin de cortar bien las perdices. En tanto, el invitado llegó y llamó cortésmente a la puerta. Grethel acudió a ver quién era y, al ver al invitado, se llevó un dedo a los labios, diciendo:
-Cállese y márchese de prisa, de prisa, que si mi amo le oye, va usted a pasarlo un poco mal. Es verdad que le ha invitado a cenar, pero sólo con la intención de cortarle las dos orejas. Desde aquí puede oírle cómo afila el cuchillo.
El invitado oyó, en efecto, el ruido del cuchillo grande de trinchar afilándose, y echó a correr escaleras abajo, tan de prisa como pudo.
Grethel corrió, a su vez, a donde su amo estaba, y gruñó:
-¡Vaya un invitado raro que teníamos!
-Pues, ¿qué sucede, Grethel? ¿Qué quieres decir?
-Pues que... ha cogido las dos perdices que yo acababa de poner en la fuente, y ha echado a correr.
-¡Vaya una broma! ‑exclamó el amo, pensando con nostalgia en sus ricas perdices. Si al menos me hubiese dejado una, ahora tendría­mos algo que comer.
Salió corriendo detrás del invitado, y le gritaba que se detuviera, pero el otro no parecía oírle. Corría detrás de él, con el cuchillo en la mano, y le decía: “¡Sólo una; sólo una!", pidiéndole, naturalmente, que le dejara una perdiz; pero el invitado entendía que quería cortarle con el cuchillo aunque sólo fuese una oreja, y corría como alma que lleva el diablo, hasta que se encerró en su hogar, pues le interesaba conservar sanas y salvas las dos orejas.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem)

Gentuza

Había una vez un gallito que le dijo ala gallinita: “Las nueces están maduras. Vayamos juntos a la montarla y démonos un buen festín antes de que la ardilla se las lleve todas.” 
-“Sí,” dijo la gallinita, “varaos a darnos ese gusto.” Se fueron los dos juntos y, como el día era claro, se quedaron hasta por la tarde. Yo no sé muy bien si fue por lo mucho que habían comido o porque se volvieron muy arrogantes, pero el caso es que no quisieron regresar a casa andando y el gallito tuvo que construir un pequeño coche con cáscaras de nuez. Cuando estuvo terminado, la gallinita se montó y le dijo al gallito: “Anda, ya puedes engancharte al tiro.” 
-“¡No!” -dijo el gallito. “¡Vaya, lo que me faltaba! ¡Prefiero irme a casa andando antes que dejarme enganchar al tiro! ¡Eso no era lo acordado! Yo lo que quiero es hacer de cochero y sentarme en el pescante, pero tirar yo... ¡Eso sí que no lo haré!”
Mientras así discutían, llegó un pato graznando: “¡Eh, vosotros, ladrones! ¿Quién os ha mandado venir a mi montaña de las nueces? ¡Lo vais a pagar caro!” Dicho esto, se abalanzó sobre el gallito. Pero el gallito tampoco perdió el tiempo y arremetió contra el pato y luego le clavó el espolón con tanta fuerza que éste, le suplicó clemencia y, como castigo, accedió a dejarse enganchar al tiro del coche. El gallito se sentó en el pescante e hizo de cochero, y partieron al galope.
“¡Pato, corre todo lo que puedas!” Cuando habían recorrido un trecho del camino se encontraron a dos caminantes: un alfiler y una aguja de coser. Los dos caminantes les echaron el alto y les dijeron que pronto sería completamente de noche, por lo que ya no podrían dar ni un paso más, que, además, el camino estaba muy sucio y que si podían montarse un rato; habían estado a la puerta de la taberna del sastre y tomando cerveza se les había hecho demasiado tarde. El gallito, como era gente flaca que no ocupaba mucho sitio, les dejó montar, pero tuvieron que prometerle que no lo pisarían. A última hora de la tarde llegaron a una posada y, como no querían seguir viajando de noche y el pato, además, ya no andaba muy bien y se iba cayendo de un lado a otro, entraron en ella. El posadero al principio puso muchos reparos y dijo que su casa ya estaba llena, pero probablemente también pensó que aquellos viajeros no eran gente distinguida. Al fin, sin embargo, cedió cuando le dijeron con buenas palabras que le darían el huevo que la gallinita había puesto por el camino y también podría quedarse con el pato, que todos los días ponía uno. Entonces se hicieron servir a cuerpo de rey y se dieron la buena vida. Por la mañana temprano, cuando apenas empezaba a clarear y en la casa aún dormían todos, el gallito despertó a la gallinita, recogió el huevo, lo casco de un picotazo y ambos se lo comieron; la cáscara, en cambio, la tiraron al fogón. Después se dirigieron a la aguja de coser, que todavía estaba durmiendo, la agarraron de la cabeza y la metieron en el cojín del sillón del posadero; el alfiler, por su parte, lo metieron en la toalla. Después, sin más ni más, se marcharon volando sobre los campos. El pato, que había querido dormir al raso y se había quedado en el patio, les oyó salir zumbando, se despabiló y encontró un arroyo y se marchó nadando arroyo abajo mucho más deprisa que cuando tiraba del coche. Un par de horas después el posadero se levantó de la cama, se lavó y cuando fue a secarse con la toalla se desgarró la cara con el alfiler. Luego se dirigió a la cocina y quiso encenderse una pipa, pero cuando llegó al fogón las cáscaras del huevo le saltaron a los ojos. “Esta mañana todo acierta a ciarme en la cabeza,” dijo, y se sentó enojado en su sillón: “¡Ay, ay, ay!” La aguja de coserle había acertado e n un sitio aún peor, y no precisamente en la cabeza. Entonces se puso muy furioso y sospechó de los huéspedes que habían llegado tan tarde la noche anterior, pero cuando fue a buscarlos vio que se habían marchado. Así juró que no volvería a admitir en su casita chusma como aquélla, que corre mucho, no paga nada y encima lo agradece con malas pasadas.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem)

Gachas dulces

Érase una vez una muchacha, tan pobre como piadosa, que vivía con su madre, y he aquí que llegaron a tal extremo en su miseria, que no tenían nada para comer. Un día en que la niña fue al bosque, encontróse con una vieja que, conociendo su apuro, le regaló un pucherito, al cual no tenía más que decir: "¡Pucherito, cuece!", para que se pusiera a cocer unas gachas dulces y sabrosísimas; y cuando se le decía: "¡Pucherito, párate!", dejaba de cocer.
La muchachita llevó el puchero a su madre, y así quedaron remediadas su pobreza y su hambre, pues tenían siempre gachas para hartarse. Un día en que la hija había salido, dijo la madre: "¡Pucherito, cuece!", y él se puso a cocer, y la mujer se hartó. Luego quiso hacer que cesara de cocer, pero he aquí que se le olvidó la fórmula mágica. Y así, cuece que cuece, hasta que las gachas llegaron al borde y cayeron fuera; y siguieron cuece que cuece, llenando toda la cocina y la casa, y luego la casa de al lado y la calle, como si quisieran saciar el hambre del mundo entero.
El apuro era angustioso, pero nadie sabía encontrar remedio. Al fin, cuando ya no quedaba más que una casa sin inundar, volvió la hija y dijo: "¡Pucherito, párate!", y el puchero paró de cocer. Más todo aquel que quiso entrar en la ciudad, hubo de abrirse camino a fuerza de tragar gachas.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem)