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lunes, 15 de septiembre de 2014

Sinfonia de dos novelas - Cap. VI

La cabeza de Cervantes de yeso, cubierta de polvo, bostezaba sobre una columna de madera, sumida en la sombra; y los ojos de Reyes, fijos en ella, querían arrancarle el secreto de su hastío infinito en aquella vida de perpetua discusión académica, donde los hijos enclenques de un siglo echado a perder a lo mejor de sus años, gastaban la poca y mala sangre que tenían en calentarse los cascos, discurriendo y vociferando por culpa de mil palabras y distingos inútiles, de que el buen Cervantes no había oído jamás hablar en vida. Sobre todo, la sección de ciencias morales y políticas (pensaba Reyes que debía de pensar el busto pálido y sucio) era cosa para volver el estómago a una estatua que ni siquiera lo tenía. Malo era oír a aquellos caballeros reñir, con motivo de negarle a Cristo la divinidad o concedérsela; malo también aguantarlos cuando hablaban de los ideales del arte, de que él, Cervantes, nada había sabido nunca; pero todo era menos detestable que las discusiones políticas y sociológicas, donde cuanto había en Madrid de necedad y majadería ilustrada, se atrevía a pedir la palabra y a vociferar sus sandeces, ya retrógradas, ya avanzadas como un adelantado mayor. Aquellos socios, pensaba Reyes, se dividían en derecha e izquierda, como si a todos ellos no los uniera su nativo cretinismo en un gran partido, el partido del bocio invisible, del nihilismo intelectual. Sí, todos eran unos, y ellos creían que no; todos eran topos, empeñados en ver claro en las más arduas cuestiones del mundo, las cuestiones prácticas de la vida común y solidaria, que no podrán ser planteadas con alguna probabilidad de acierto hasta que cientos y cientos de ciencias auxiliares y preparatorias se hayan formado, desarrollado y perfeccionado. Entretanto, y hasta que los hombres verdaderamente sabios, de un porvenir muy lejano, muy lejano, tal vez de nunca, tomaran por su cuenta esta materia, la ventilaban con fórmulas de vaciedades históricas o filosóficas todos aquellos anémicos de alma, más despreciarles todavía que los políticos prácticos, empíricos; porque estos, al fin, iban detrás de un interés real, por una pasión propia, cierta, la ambición, por baja que fuese. El miserable que en nuestros tiempos de caos intelectual se dedica a la política abstracta, a las ciencias sociales, le parecía a Reyes el representante genuino de la estupidez humana, irremediable, en que él creía como en un dogma. Y si Antonio despreciaba aun a los que pasaban por sabios en estas materias, ¡qué sentiría ante aquellos buenos señores y jóvenes imberbes, que repetían allí por milésima vez las teorías más traídas y llevadas de unas y otras escuelas!
Años atrás, antes de irse él a París, se hablaba en la sección de ciencias morales y políticas de la cuestión social en conjunto, y se discutía si la habría o no la habría. Los señores de enfrente, los de la derecha (Reyes se sentaba a la izquierda, cerca de un balcón escondido en las tinieblas), acababan por asegurar que siempre habría pobres entre vosotros, y con otros cinco o seis textos del Evangelio daban por resuelta la cuestión. Los de la izquierda, con motivo de estas citas, negaban la divinidad de Jesucristo; y con gran escándalo de algunos socios muy amigos del orden y de asistir a todas las sesiones, se pasaba de una sección a otra indebidamente»; pero no importaba; ya se sabía que siempre se iba a dar allí, y el presidente, experto y tolerante, no ponía veto a las citas de un krausista de tendencias demagógicas, que «con todo el respeto debido al Nazareno», ponía al cristianismo como chupa de dómine, negando que él, Fernando Chispas, le debiera cosa alguna (a quien él debía era a la patrona), pues lo que el cristianismo tenía de bueno, lo debía a la filosofía platónica, a los sabios de Egipto, de Persia, y, en fin, de cualquier parte, pero no a su propio esfuerzo. De una en otra se llegaba a discutir todo el dogma, toda la moral y toda la disciplina. Un caballero que hablaba todos los años tres o cuatro veces en todas las secciones, se levantaba a echarle en cara a la religión de Jesús, según venía haciendo desde echo años a aquella parte, a echarle en cara que colocase a los ladrones en los altares, y perdonase a los grandes criminal es por un solo rasgo de contrición, estando a los últimos. Y citaba La Devoción de la Cruz, escandalizándose de la moral relajada de Calderón y de la Iglesia.
Entonces surgía en la derecha un hegeliano católico, casi siempre consejero de Estado, gran maestro en el manejo del difumino filosófico. «Se levantaba, decía, a encauzar el debate, a elevarlo a la región pura de las ideas; y la emprendía con Emmanuel Kant (así le llamaba), Fichte, Schelling y Hegel, que eran los cuatro filósofos que citaba en esta época todo el mundo, exponiendo sus respectivas doctrinas en cuatro palabras. Los krausistas de escalera abajo replicaban, llenos de una unción filosófico-teológica, como pudiera tenerla un bulldog amaestrado; y con estudiada preterición citaban al mundo entero, menos a Krause, el maestro, encontrando la causa de tantos y tantos errores como, en efecto, deslucen la historia del pensamiento humano, en la falta de método,  y sobre todo en no comenzar o discurrir cada cual desde el primer día que se le ocurrió discurrir, por el yo, no como mero pensamiento, sino en todo lo que en la realidad es...
Todo esto era hacía años, antes de irse él, Reyes, a París. Ahora, recordando semejantes escaramuzas, y contemplando lo presente, sentía cierta tristeza, que era producida por la romántica perspectiva de los recuerdos.
En aquellas famosas discusiones, en que Cristo lo pagaba todo, había a lo menos cierta libertad de la fantasía; a veces eran aquellas locuras ideales morales en el fondo, no extrañas por completo a las sugestiones naturales de la moral práctica; en fin, él les reconocía cierta bondad y cierta poesía, que tal vez se debía a no ser posible que aquello volviese; tal vez no tenían más poesía que la que ve la memoria en todo lo muerto. Ahora el positivismo era el rey de las discusiones. Los oradores de derecha e izquierda se atenían a los hechos, agarrados a ellos como las lapas a las peñas. Aquello no era una filosofía, era un artículo de París, la cuestión de los quince, o el acertijo gráfico que se llama «¿dónde está la pastora?». Caballeros que nunca habían visto un cadáver hablaban de anatomía y de fisiología, y cualquiera podría pensar que pasaban la vida en el anfiteatro rompiendo huesos, metidos en entrañas humanas, calientes y sangrando, hasta las rodillas. Había allí una carnicería teórica. Las mismas palabras del tecnicismo fisiológico iban y venían mil veces, sin que las comprendiera casi nadie; el individuo era el protoplasma, la familia la célula, y la sociedad un tejido... un tejido de disparates.
Antonio, muy satisfecho en el fondo de su alma, porque penetraba todo lo que había de ridículo en aquella bacanal de la necedad libre-pensadora, se levantó de su  butaca azul y salió a los pasillos, dejando con la palabra en la boca a un medicucho, que había aprendido en los manuales de Letourneau toda aquella masa incoherente de datos problemáticos y casi siempre insignificantes.
-¡Tontos, todos tontos! -pensaba: y una ola de agua rosada le bañaba el espíritu. Ya no se acordaba de Rejoncilllo, ni de Reseco; la sensación de una superioridad casi tangible le llenaba el ánimo; sí, sí, era evidente; aquellos hombres que quedaban allí dentro dando voces o escuchando con atención seria, algunos de los cuales tenían fama de talentudos, eran inferiores a él con mucho, incapaces de ver el aspecto cómico de semejantes disputas, la necedad hereditaria que asomaba en tamaño apasionamiento por ideas insustanciales, falsas, sin aplicación posible, sin relación con el mundo serio, digno y noble de la realidad misteriosa.
En los pasillos también se disputaba. Eran algunos jóvenes que, sin sospecharlo siquiera Reyes, despreciaban las disputas de la sección. Hablaban también de filosofía, pero no tenía nada que ver su discusión con la de allá dentro: estos habían venido a parar a la cuestión de si había o no metafísica, a partir de la última novela publicada en Francia. Antonio se acercó al grupo, y no estuvo contento mientras notó alguna originalidad y fuerza en la argumentación. Un joven moreno, pálido, de ojos azules claros y muy redondos, soñadores, o por lo menos distraídos, hablaba con descuido, sin atar las frases, pero con buen sentido y con entusiasmo contenido.
-¿Quién duda, señores, que, en efecto, el positivismo ha de ir... no digo que sea en este siglo, ¿eh?, pero ha de ir poco a poco... vamos, modificándose, cambiando, para acabar por ser una nueva metafísica?...
-Esa tendencia ya aparece en algunos escritores –dijo otro, pequeño, rubio, vivaracho, de lentes, que gesticulaba mucho, y al cual el moreno, el distraído, oía con atención cariñosa. Siguió hablando el chiquitín de escritores alemanes modernísimos que repasaban la filosofía de Kant, y la de Fichte, y la de Hegel, para ver de encontrar en ella bases nuevas de una metafísica que había que construir a todo trance.
Entonces Reyes sonrió con disimulado desprecio, satisfecho, y se apartó también de aquel grupo. Al fin había encontrado lo que quería. «También aquellos disparataban; creían en resurrecciones metafísicas; ¡bah!, tontos como los otros, como los positivistas de café, como los pobres diablos de allá dentro, aunque no lo fueran tanto».
Salió del Ateneo. El cielo se había despejado; los últimos nubarrones se amontonaban huyendo hacia el Norte; las estrellas brillaban como si las acabaran de lavar; una poesía sensual bajaba del infinito oscuro.
Reyes comparó al Ateneo con el cielo estrellado, y salió perdiendo el Ateneo. «Debía estar prohibido discutir los grandes problemas de la vida universal, sobre toda cuando se era un cretino. Las estrellas, que de fijo sabían más de esas cosas sublimes que los hombres, callaban eternamente: callaban y brillaban». Reyes, en el fondo de su alma, se sintió digno de ser estrella.
Bajó la calle de la Montera. El reloj del Principal dio las diez. Una mujer triste se acercó a Antonio rebozada en un mantón gris, con una ruano envuelta en el mantón y aplicada a la boca. Él la miró sin verla, y no oyó lo que ella dijo; pero una asociación de ideas de que él mismo no se dio cuenta, le hizo acordarse de repente de su aventura iniciada. Regina Theil estaba en Rivas. ¡Oh! ¡el amor, el galanteo! Un temblor dulce le sacudió el cuerpo. A dos pasos tenía un coche de punto. El cochero dormía; le despertó dándole con el bastón en un hombro, montó, y dijo al cerrar la portezuela:
-¡A Rivas, corre!

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

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