La
cabeza de Cervantes de yeso, cubierta de polvo, bostezaba sobre una
columna de madera, sumida en la sombra; y los ojos de Reyes, fijos en
ella, querían arrancarle el secreto de su hastío infinito en
aquella vida de perpetua discusión académica, donde los hijos
enclenques de un siglo echado a perder a lo mejor de sus años,
gastaban la poca y mala sangre que tenían en calentarse los cascos,
discurriendo y vociferando por culpa de mil palabras y distingos
inútiles, de que el buen Cervantes no había oído jamás hablar en
vida. Sobre todo, la sección de ciencias morales y políticas
(pensaba Reyes que debía de pensar el busto pálido y sucio) era
cosa para volver el estómago a una estatua que ni siquiera lo tenía.
Malo era oír a aquellos caballeros reñir, con motivo de negarle a
Cristo la divinidad o concedérsela; malo también aguantarlos cuando
hablaban de los
ideales del arte,
de que él, Cervantes, nada había sabido nunca; pero todo era menos
detestable que las discusiones políticas y sociológicas, donde
cuanto había en Madrid de necedad y majadería ilustrada, se atrevía
a pedir la palabra y a vociferar sus sandeces, ya retrógradas, ya
avanzadas como un adelantado mayor. Aquellos socios, pensaba Reyes,
se dividían en derecha e izquierda, como si a todos ellos no los
uniera su nativo cretinismo en un gran partido, el partido del bocio
invisible,
del nihilismo intelectual. Sí, todos eran unos, y ellos creían que
no; todos eran topos, empeñados en ver claro en las más arduas
cuestiones del mundo, las cuestiones prácticas de la vida común y
solidaria, que no podrán ser planteadas con alguna probabilidad de
acierto hasta que cientos y cientos de ciencias auxiliares y
preparatorias se hayan formado, desarrollado y perfeccionado.
Entretanto, y hasta que los hombres verdaderamente sabios, de un
porvenir muy lejano, muy lejano, tal vez de nunca, tomaran por su
cuenta esta materia, la ventilaban con fórmulas de vaciedades
históricas o filosóficas todos aquellos anémicos de alma, más
despreciarles todavía que los políticos prácticos, empíricos;
porque estos, al fin, iban detrás de un interés real, por una
pasión propia, cierta, la ambición, por baja que fuese. El
miserable que en nuestros tiempos de caos intelectual se dedica a la
política abstracta, a las ciencias sociales, le parecía a Reyes el
representante genuino de la estupidez humana, irremediable, en que él
creía como en un dogma. Y si Antonio despreciaba aun a los que
pasaban por sabios en estas materias, ¡qué sentiría ante aquellos
buenos señores y jóvenes imberbes, que repetían allí por milésima
vez las teorías más traídas y llevadas de unas y otras escuelas!
Años
atrás, antes de irse él a París, se hablaba en la sección de
ciencias morales y políticas de la cuestión
social en conjunto,
y se discutía si la habría o no la habría. Los señores de
enfrente,
los de la derecha (Reyes se sentaba a la izquierda, cerca de un
balcón escondido en las tinieblas), acababan por asegurar que
siempre habría
pobres entre vosotros,
y con otros cinco o seis textos del Evangelio daban por resuelta la
cuestión. Los de la izquierda, con motivo de estas citas, negaban la
divinidad de Jesucristo; y con gran escándalo de algunos socios muy
amigos del orden y de asistir a todas las sesiones, se pasaba de una
sección a otra indebidamente»; pero no importaba; ya se sabía que
siempre se iba a dar allí, y el presidente, experto y tolerante, no
ponía veto a las citas de un krausista de tendencias demagógicas,
que «con todo el respeto debido al Nazareno», ponía al
cristianismo como chupa de dómine, negando que él, Fernando
Chispas, le debiera cosa alguna (a quien él debía era a la
patrona), pues lo que el cristianismo tenía de bueno, lo debía a la
filosofía platónica, a los sabios de Egipto, de Persia, y, en fin,
de cualquier parte, pero no a su propio esfuerzo. De una en otra se
llegaba a discutir todo el dogma, toda la moral y toda la disciplina.
Un caballero que hablaba todos los años tres o cuatro veces en todas
las secciones, se levantaba a echarle en cara a la religión de
Jesús, según venía haciendo desde echo años a aquella parte, a
echarle en cara que colocase a los ladrones en los altares, y
perdonase a los grandes criminal es por un solo rasgo de contrición,
estando a los últimos. Y citaba La
Devoción de la Cruz,
escandalizándose de la moral relajada de Calderón y de la Iglesia.
Entonces
surgía en la derecha un hegeliano católico, casi siempre consejero
de Estado, gran maestro en el manejo del difumino filosófico. «Se
levantaba, decía, a encauzar el debate, a elevarlo a la región pura
de las ideas; y la emprendía con Emmanuel
Kant
(así le llamaba), Fichte, Schelling y Hegel, que eran los cuatro
filósofos que citaba en esta época todo el mundo, exponiendo sus
respectivas doctrinas en cuatro palabras. Los krausistas de escalera
abajo replicaban, llenos de una unción filosófico-teológica, como
pudiera tenerla un bulldog
amaestrado; y con estudiada preterición citaban al mundo entero,
menos a Krause, el maestro, encontrando la causa de tantos y tantos
errores como, en efecto, deslucen la historia del pensamiento humano,
en la falta de método, y sobre todo en no comenzar o discurrir
cada cual desde el primer día que se le ocurrió discurrir, por el
yo, no como mero pensamiento, sino en todo lo que en la realidad
es...
Todo
esto era hacía años, antes de irse él, Reyes, a París. Ahora,
recordando semejantes escaramuzas, y contemplando lo presente, sentía
cierta tristeza, que era producida por la romántica perspectiva de
los recuerdos.
En
aquellas famosas discusiones, en que Cristo lo pagaba todo, había a
lo menos cierta libertad de la fantasía; a veces eran aquellas
locuras ideales morales en el fondo, no extrañas por completo a las
sugestiones naturales de la moral práctica; en fin, él les
reconocía cierta bondad y cierta poesía, que tal vez se debía a no
ser posible que aquello volviese; tal vez no tenían más poesía que
la que ve la memoria en todo lo muerto. Ahora el positivismo
era el rey de las discusiones. Los oradores de derecha e izquierda se
atenían a los
hechos,
agarrados a ellos como las lapas a las peñas. Aquello no era una
filosofía, era un artículo
de París,
la cuestión de los quince, o el acertijo gráfico que se llama
«¿dónde está la pastora?». Caballeros que nunca habían visto un
cadáver hablaban de anatomía y de fisiología, y cualquiera podría
pensar que pasaban la vida en el anfiteatro rompiendo huesos, metidos
en entrañas humanas, calientes y sangrando, hasta las rodillas.
Había allí una carnicería teórica. Las mismas palabras del
tecnicismo fisiológico iban y venían mil veces, sin que las
comprendiera casi nadie; el individuo era el protoplasma, la familia
la célula, y la sociedad un tejido... un tejido de disparates.
Antonio,
muy satisfecho en el fondo de su alma, porque penetraba todo lo que
había de ridículo en aquella bacanal de la necedad libre-pensadora,
se levantó de su butaca azul y salió a los pasillos, dejando
con la palabra en la boca a un medicucho, que había aprendido en los
manuales de Letourneau toda aquella masa incoherente de datos
problemáticos y casi siempre insignificantes.
-¡Tontos,
todos tontos! -pensaba: y una ola de agua rosada le bañaba el
espíritu. Ya no se acordaba de Rejoncilllo, ni de Reseco; la
sensación de una superioridad casi tangible le llenaba el ánimo;
sí, sí, era evidente; aquellos hombres que quedaban allí dentro
dando voces o escuchando con atención seria, algunos de los cuales
tenían fama de talentudos, eran inferiores a él con mucho,
incapaces de ver el aspecto cómico de semejantes disputas, la
necedad hereditaria que asomaba en tamaño apasionamiento por ideas
insustanciales, falsas, sin aplicación posible, sin relación con el
mundo serio, digno y noble de la realidad misteriosa.
En
los pasillos también se disputaba. Eran algunos jóvenes que, sin
sospecharlo siquiera Reyes, despreciaban las disputas de la sección.
Hablaban también de filosofía, pero no tenía nada que ver su
discusión con la de allá dentro: estos habían venido a parar a la
cuestión de si había o no metafísica, a partir de la última
novela publicada en Francia. Antonio se acercó al grupo, y no estuvo
contento mientras notó alguna originalidad y fuerza en la
argumentación. Un joven moreno, pálido, de ojos azules claros y muy
redondos, soñadores, o por lo menos distraídos, hablaba con
descuido, sin atar las frases, pero con buen sentido y con entusiasmo
contenido.
-¿Quién
duda, señores, que, en efecto, el positivismo ha de ir... no digo
que sea en este siglo, ¿eh?, pero ha de ir poco a poco... vamos,
modificándose, cambiando, para acabar por ser una nueva
metafísica?...
-Esa
tendencia ya aparece en algunos escritores –dijo otro, pequeño,
rubio, vivaracho, de lentes, que gesticulaba mucho, y al cual el
moreno, el distraído, oía con atención cariñosa. Siguió hablando
el chiquitín de escritores alemanes modernísimos que repasaban la
filosofía de Kant, y la de Fichte, y la de Hegel, para ver de
encontrar en ella bases nuevas de una metafísica que había que
construir a todo trance.
Entonces
Reyes sonrió con disimulado desprecio, satisfecho, y se apartó
también de aquel grupo. Al fin había encontrado lo que quería.
«También aquellos disparataban; creían en resurrecciones
metafísicas; ¡bah!, tontos como los otros, como los positivistas de
café, como los pobres diablos de allá dentro, aunque no lo fueran
tanto».
Salió
del Ateneo. El cielo se había despejado; los últimos nubarrones se
amontonaban huyendo hacia el Norte; las estrellas brillaban como si
las acabaran de lavar; una poesía sensual bajaba del infinito
oscuro.
Reyes
comparó al Ateneo con el cielo estrellado, y salió perdiendo el
Ateneo. «Debía estar prohibido discutir los grandes problemas de la
vida universal, sobre toda cuando se era un cretino.
Las estrellas, que de fijo sabían más de esas cosas sublimes que
los hombres, callaban eternamente: callaban y brillaban». Reyes, en
el fondo de su alma, se sintió digno de ser estrella.
Bajó
la calle de la Montera. El reloj del Principal dio las diez. Una
mujer triste se acercó a Antonio rebozada en un mantón gris, con
una ruano envuelta en el mantón y aplicada a la boca. Él la miró
sin verla, y no oyó lo que ella dijo; pero una asociación de ideas
de que él mismo no se dio cuenta, le hizo acordarse de repente de su
aventura iniciada. Regina Theil estaba en Rivas. ¡Oh! ¡el amor, el
galanteo! Un temblor dulce le sacudió el cuerpo. A dos pasos tenía
un coche de punto. El cochero dormía; le despertó dándole con el
bastón en un hombro, montó, y dijo al cerrar la portezuela:
-¡A
Rivas, corre!
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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