Admirable,
admirable, admirable!
Después
de lanzar al aire esta exclamación, que hizo retumbar la estrecha
saluca de la Rectoral, el Arcipreste Lobato tomó un polvo de rapé
superior, de una caja de plata muy ricamente labrada, que tenía
abierta sobre la mesa de encina de anchas alas, la cual se cerraba y
abría con majestuosa pesadumbre.
Todos
los presentes callaron, porque no sabían si el cura peroraba como
doctor de la Iglesia, y sin admitir, por consiguiente, la forma
socrática del diálogo, o como simple particular que toleraba la
conversación. Además, ninguno de los allí reunidos tenía
autoridad bastante para hablar en presencia del Arcipreste, sin ser
invitado a ello.
-¡Sí,
tres veces admirable! y diciendo esto, cerró la caja de un
papirotazo dando a entender que allí él era, así como el único
creador, el único que tomaba rapé; a lo menos de la caja de su
propiedad.
-Tres
veces admirable y no me cansaré de repetirlo. Ese Gasparico ha de
ser gloria, no sólo de la parroquia de San Andrés, sino de todo el
Concejo, y más diré, gloria del Principado.
Pero
no así como se quiera, señor mío, no gloria mundana, viento y sólo
viento, vanidad de vanidades, vanitas
vanitatum... Y al
decir esto el corpanchón del clérigo, puesto en pie, vestido con
amplísimo levitón, de alpaca negra, y haciendo aspavientos con
ambos brazos, para imitar las aspas de un molino, movidas por el
viento salomónico de la vanidad, llenaba gran parte de la estancia
que era corta y angosta y baja de techo como un camarote.
El
señor mío
a quien el Arcipreste apostrofaba, no era ninguno de los
circunstantes, sino los librepensadores en general, representados, si
se quiere, por Mr. Jourdain, ingeniero belga, socio industrial de la
gran empresa extranjera, que explotaba muchas de las minas de carbón
de la riquísima cuenca, cuyo centro viene a ser la parroquia de San
Andrés.
-Gloria
sólida, consolidada, como si dijéramos, gloria al portador, en
buena moneda de oro de ley, girada por Aquél que no quiebra ni
quebrará, ni mete gato por liebre, ni da a sus elegidos billetes
falsos, ni papeles mojados de una Deuda que no hay Cristo que
cobre...
Es
necesario advertir; primero, que Lobato se estuvo figurando, por unos
momentos, al Señor pagando una deuda de gloria en monedas de oro de
cinco duros; y sus ademanes imitaban el acto de ir echando en la mesa
el dinero que él fingía sacar de un bolsillo del chaleco. Segunda;
también hay que notar, para la mayor exactitud psicológica, que el
Arcipreste, una vez empeñado en sus tropos, se olvidó del
panegírico que venía haciendo, y pasó a pensar en ciertas láminas
de la propiedad, en los condenables cupones, que no había Cristo que
cobrase como Dios manda, y en la baja del papel, que era enorme por
aquellos días.
-Ese,
Gasparico, añadió volviendo en sí, y dejando por esta vez sus
querellas con el estado, en cuanto mal pagador, ese, Gasparico, ha de
llegar a ser Obispo, en aquellas remotas playas. (El Arcipreste se
figuraba toda la China y la Indochina como una serie de playas
cubiertas de menuda arena y erizadas de hombrecillos amarillentos o
negruzcos, casi todos bizcos, cubiertos de pluma y armados de
flechas, que disparaban de la noche a la mañana contra los mismos
frailes.)
Parecíale
que había exagerado un poco haciendo Obispo de repente a un motilón
que no tenía todavía las primeras órdenes, y como él no era amigo
de exagerar ni de adelantar a nadie la carrera indebidamente,
rectificó diciendo:
-Y
si no Obispo, por lo menos de santo lo hemos de tener, si le dan
ocasión para meter la mano hasta el codo, en los oficios y
martirios, porque para ello es el más pintado.
-Más
lo quiero santo que obispo -dijo con voz pausada, ronca, que hablaba
con respeto y con entereza, y con una serenidad fúnebre, que imponía
veneración y daba frío.
Quien
hablaba así era la madre de Gasparico, la cual acababa de despedirse
de su hijo para toda la vida, segura de que en cuanto el muchacho
tuviera las órdenes necesarias, se lo iban a crucificar los salvajes
allí en una región remotísima, de que ella no tenía ni siquiera
las imágenes que ilustraban la fantasía del Arcipreste. Jamás
había visto estampas ni grabados de esos que acompañan a ciertas
historias de los mártires. Era aquella pobre aldeana una mística
sin libros. No sabía leer……………………………………………………………………………..
A
la amabilidad de nuestro querido amigo y colaborador D. Leopoldo
Alas, hijo del gran maestro, debemos la publicación de estas
cuartillas, las últimas que escribió el insigne autor de «La
Regenta».
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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