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lunes, 15 de septiembre de 2014

Un discurso - Cap. I

ILMO. SR.
SEÑORES:

El querido y muy discreto compañero que, hoy hace un año, leía desde esta tribuna el discurso de apertura de nuestras cátedras, comenzaba su interesante oración consagrando un recuerdo a sus propios dolores; a la memoria de su madre que, pocos meses antes, había perdido. Permitidme que yo también comience hoy mi tarea evocando una pena, si no tan viva, si menos intensa, no menos cierta: la que me causa la ausencia eterna de un predilecto discípulo del pasado curso, Evaristo García Paz, a quien en vano hoy llamarán aquí tres veces para que acuda a recoger los sendos premios que en todas las asignaturas del primer año de Derecho, y último de su vida, alcanzó, merced a brillantes ejercicios y a méritos que, de seguro, estarán recordando ahora los que fueron sus condiscípulos, sus émulos y amigos. Jamás puede ser inoportuno el pensamiento de la muerte; si en el festín que nos describe un autor clásico la representa un esqueleto de metal precioso, en el banquete de la vida, ella, sin que la traigan, se presenta con sus propios huesos. La muerte es un episodio siempre verosímil y que no descompone obra alguna racionalmente ideada; y no habrá retórico ni moralista que me contradigan. Pero si el morir, para las almas tristes que se niegan a sí mismas, es un horror necesario, para los amigos, más o menos íntimos, de ese Platón, del cual nos manda huir un pedagogo de quien he de hablar mucho, más adelante; para los que creen en las ideas, la muerte, que es una idea, sin dejar por eso de ser una realidad, no es más que un símbolo edificante. Lo más grande y poético que ha habido hasta ahora en la historia, ha sido la muerte de algunos justos. Es lo más seguro y lo más misterioso. Sobre la muerte no caben experimentos, porque el morirse los demás es otra cosa. Como hecho no puede ser observado, pues no habrá positivista, por crudo que sea, que pretenda haberse muerto; además, lo que se puede ver desde fuera cuando se mueren otros, no es un hecho, sino una serie de hechos; la ciencia, y hasta la observación vulgar, nos dicen que el morir es irse muriendo. Schopenhauer exagera al reducir la muerte a una aprensión, pero es indudable que es una idea; no hay muerte sin cierta metafísica; y, como es cierto que hay muerte, es cierto que hay cierta metafísica. Sí, la muerte lleva a la idealidad: la religión más espiritual del mundo viste de luto; la religión más extendida por el mundo tiene un dios de la muerte y en un modo de muerte ve lo que ella entiende por gloria.
Digo todo esto, señores, no por importuno afán de imitar las salidas filosóficas de nuestro querido poeta asturiano, sino porque, en efecto, la idea de este discurso que os leo se ha engendrado al calor, calor digo, de la tristeza que me causó este verano la noticia inesperada, dolorosa, de la muerte de García Paz, que estaba siendo, desde lejos, mi colaborador en este trabajo. Partidario yo, como varios de mis queridos compañeros, de que nuestra enseñanza sea ante todo una amistad, un lazo espiritual, una corriente de ideas, y también de afectos, que vaya del profesor al discípulo y vuelva al profesor, y jamás se reduzca a un puro mecanismo, cuya única fuerza motriz sea la autoridad cayendo de lo alto; partidario más de sugerir hábitos de reflexión que de enseñar una ciencia, que acaso yo no tenga, quería dar en esta mi primer oración académica una muestra del trabajo de mi cátedra, y para ello había invitado a García Paz, a fin de que me ayudase en el esfuerzo de resumir, recordándolas, algunas lecciones que juntos habíamos estudiado al principio del curso, al examinar, según mi costumbre, los caracteres generales de nuestra labor escolástica y sus antecedentes. Lo que era la actividad del pensar dentro de todo hacer; lo que era el pensar metódicamente y con propósito científico; y, dentro de esta especie, lo que era el discurrir e indagar en colectividad, como obra social; y, aun dentro de esto, lo que era el investigar con fin didáctico, y lo que era en lo didáctico la enseñanza regular y constante, y las condiciones racionales e históricas de sus grados, hasta llegar al nuestro, el llamado superior o de facultad; y, por último, la relación de toda esta doctrina a nuestro asunto propio: el derecho; tal, a grandes rasgos, era la materia que a mí me había servido de preliminar, entre otras, para mis conferencias; y de esto quería yo hablar hoy, ayudado por el trabajo de mi discípulo, que se encargaría de condensar nuestras lecciones de principio de curso, relativas a tales asuntos, mientras yo me dedicaba a comparar estos resultados con el de recientes lecturas de la pedagogía modernísima, de última hora pudiera decirse. García Paz era taquígrafo, y, lo que importaba mucho más, inteligente, pensador, y el fruto de sus apuntes iba siéndome de gran provecho. Sí, porque ya había comenzado a remitirme notas...; pero vino la muerte, y la última lección me la dio mi discípulo con su silencio. Desde aquel día cambié de propósito, y a esa idealidad que sugiere la presencia de la muerte, como un perfume de ultratumba, se volvió mi ánimo, y bajo su influencia quise escribir este discurso, sin abandonar el género del asunto, la enseñanza, pero dejando el aspecto general y total en que pensaba considerarlo, para concretarme a la relación de esa actividad misma... no con la muerte, pero sí con el modo de vida que en mi sentir inspira el recto pensar y el natural modo de impresionarse ante la idea de la necesidad de morirse.
No veáis necia extravagancia en este modo de tratar el asunto de un discurso académico; pronto encontraréis ceñido a rigorosa relación lógica este punto de vista, que no es un tópico declamatorio, sino posición estratégica que tomo y que juzgo fuerte; aunque sin negar, porque no hay para qué, la ocasión sentimental, cabe decir, que me la ofrece. De este modo el discípulo perdido, el compañero de trabajo que me dejó solo, continuará influyendo a su manera, como ahora cabe que influya en este opúsculo, que le dedico con todas las veras y todas las tristezas de mi alma. Porque si algo hubiera que a los que tenemos cierta fe, a más de cierta metafísica, pudiera quebrantarnos la esperanza en el bien definitivo, en la justicia de lo que llamaría Spencer lo Indiscernible, sería el espectáculo de la lozana juventud muriendo, que es como el ver morirse a la esperanza misma. Pero no; ya lo dijo un poeta, que ni aun necesitó llegar a ser cristiano para decirlo: «Los predilectos de los dioses mueren jóvenes.» Por lo visto, mientras nosotros preparábamos al buen estudiante esos premios que no ha de recoger, él había conquistado otro más alto.
Y ahora, señores, aun suponiendo que se pueda llamar digresión a lo que me sirve para llegar a la medula de mi idea, ¿habrá entre vosotros quien se atreva a tachar de superfluas o excesivas todas estas palabras consagradas a honrar la memoria de un alumno escogido, de un alma llena de promesas para el bien y para la ciencia? Como la Iglesia tiene panegíricos para sus santos niños, puede la Universidad tenerlos para sus doctores malogrados. Yo por mí, veo algo de noble y delicado, sobre todo de oportuno, en medio de tanto incienso como se tributa al mérito dudoso y al poder cierto, en el elogio consagrado a un espíritu inocente, dulce, como el de García Paz, que sólo pudo faltar a sus promesas faltándole la vida; que se desvaneció como lo que era, como una esperanza.

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo) 

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