ILMO.
SR.
SEÑORES:
El
querido y muy discreto compañero que, hoy hace un año, leía desde
esta tribuna el discurso de apertura de nuestras cátedras, comenzaba
su interesante oración consagrando un recuerdo a sus propios
dolores; a la memoria de su madre que, pocos meses antes, había
perdido. Permitidme que yo también comience hoy mi tarea evocando
una pena, si no tan viva, si menos intensa, no menos cierta: la que
me causa la ausencia eterna de un predilecto discípulo del pasado
curso, Evaristo García Paz, a quien en vano hoy llamarán aquí tres
veces para que acuda a recoger los sendos premios que en todas las
asignaturas del primer año de Derecho, y último de su vida,
alcanzó, merced a brillantes ejercicios y a méritos que, de seguro,
estarán recordando ahora los que fueron sus condiscípulos, sus
émulos y amigos. Jamás puede ser inoportuno el pensamiento de la
muerte; si en el festín que nos describe un autor clásico la
representa un esqueleto de metal precioso, en el banquete de la vida,
ella, sin que la traigan, se presenta con sus propios huesos. La
muerte es un episodio siempre verosímil y que no descompone obra
alguna racionalmente ideada; y no habrá retórico ni moralista que
me contradigan. Pero si el morir, para las almas tristes que se
niegan a sí mismas, es un horror necesario, para los amigos, más o
menos íntimos, de ese Platón, del cual nos manda huir un pedagogo
de quien he de hablar mucho, más adelante; para los que creen en las
ideas,
la
muerte, que es una idea, sin dejar por eso de ser una realidad, no es
más que un símbolo edificante. Lo más grande y poético que ha
habido hasta ahora en la historia, ha sido la muerte de algunos
justos. Es lo más seguro y lo más misterioso. Sobre la muerte no
caben experimentos, porque el morirse los demás es otra cosa. Como
hecho no puede ser observado, pues no habrá positivista, por crudo
que sea, que pretenda haberse muerto; además, lo que se puede ver
desde fuera cuando se mueren otros, no es un hecho, sino una serie de
hechos; la ciencia, y hasta la observación vulgar, nos dicen que el
morir es irse muriendo. Schopenhauer exagera al reducir la muerte a
una aprensión, pero es indudable que es una idea; no hay muerte sin
cierta metafísica; y, como es cierto que hay muerte, es cierto que
hay cierta
metafísica.
Sí, la muerte lleva a la idealidad: la religión más espiritual del
mundo viste de luto; la religión más extendida por el mundo tiene
un dios de la muerte y en un modo de muerte ve lo que ella entiende
por gloria.
Digo
todo esto, señores, no por importuno afán de imitar las salidas
filosóficas
de nuestro querido poeta asturiano, sino porque, en efecto, la idea
de este discurso que os leo se ha engendrado al calor, calor digo, de
la tristeza que me causó este verano la noticia inesperada,
dolorosa, de la muerte de García Paz, que estaba siendo, desde
lejos, mi colaborador en este trabajo. Partidario yo, como varios de
mis queridos compañeros, de que nuestra enseñanza sea ante todo una
amistad, un lazo espiritual, una corriente de ideas, y también de
afectos, que vaya del profesor al discípulo y vuelva al profesor, y
jamás se reduzca a un puro mecanismo, cuya única fuerza motriz sea
la autoridad cayendo de lo alto; partidario más de sugerir hábitos
de reflexión que de enseñar una ciencia, que acaso yo no tenga,
quería dar en esta mi primer oración académica una muestra del
trabajo de mi cátedra, y para ello había invitado a García Paz, a
fin de que me ayudase en el esfuerzo de resumir, recordándolas,
algunas lecciones que juntos habíamos estudiado al principio del
curso, al examinar, según mi costumbre, los caracteres generales de
nuestra labor escolástica y sus antecedentes. Lo que era la
actividad del pensar dentro de todo hacer; lo que era el pensar
metódicamente y con propósito científico; y, dentro de esta
especie, lo que era el discurrir e indagar en colectividad, como obra
social; y, aun dentro de esto, lo que era el investigar con fin
didáctico, y lo que era en lo didáctico la enseñanza regular y
constante, y las condiciones racionales e históricas de sus grados,
hasta llegar al nuestro, el llamado superior o de facultad; y, por
último, la relación de toda esta doctrina a nuestro asunto propio:
el derecho; tal, a grandes rasgos, era la materia que a mí me había
servido de preliminar, entre otras, para mis conferencias; y de esto
quería yo hablar hoy, ayudado por el trabajo de mi discípulo, que
se encargaría de condensar nuestras lecciones de principio de curso,
relativas a tales asuntos, mientras yo me dedicaba a comparar estos
resultados con el de recientes lecturas de la pedagogía modernísima,
de última hora pudiera decirse. García Paz era taquígrafo, y, lo
que importaba mucho más, inteligente, pensador, y el fruto de sus
apuntes iba siéndome de gran provecho. Sí, porque ya había
comenzado a remitirme notas...; pero vino la muerte, y la última
lección me la dio mi discípulo con su silencio. Desde aquel día
cambié de propósito, y a esa idealidad que sugiere la presencia de
la muerte, como un perfume de ultratumba, se volvió mi ánimo, y
bajo su influencia quise escribir este discurso, sin abandonar el
género del asunto, la enseñanza, pero dejando el aspecto general y
total en que pensaba considerarlo, para concretarme a la relación de
esa actividad misma... no con la muerte, pero sí con el modo de vida
que en mi sentir inspira el recto pensar y el natural modo de
impresionarse ante la idea de la necesidad de morirse.
No
veáis necia extravagancia en este modo de tratar el asunto de un
discurso académico; pronto encontraréis ceñido a rigorosa relación
lógica este punto de vista, que no es un tópico declamatorio, sino
posición estratégica que tomo y que juzgo fuerte; aunque sin negar,
porque no hay para qué, la ocasión sentimental, cabe decir, que me
la ofrece. De este modo el discípulo perdido, el compañero de
trabajo que me dejó solo, continuará influyendo a su manera, como
ahora cabe que influya en este opúsculo, que le dedico con todas las
veras y todas las tristezas de mi alma. Porque si algo hubiera que a
los que tenemos cierta fe, a más de cierta metafísica, pudiera
quebrantarnos la esperanza en el bien definitivo, en la justicia de
lo que llamaría Spencer lo Indiscernible, sería el espectáculo de
la lozana juventud muriendo, que es como el ver morirse a la
esperanza misma. Pero no; ya lo dijo un poeta, que ni aun necesitó
llegar a ser cristiano para decirlo: «Los predilectos de los dioses
mueren jóvenes.» Por lo visto, mientras nosotros preparábamos al
buen estudiante esos premios que no ha de recoger, él había
conquistado otro más alto.
Y
ahora, señores, aun suponiendo que se pueda llamar digresión a lo
que me sirve para llegar a la medula de mi idea, ¿habrá entre
vosotros quien se atreva a tachar de superfluas o excesivas todas
estas palabras consagradas a honrar la memoria de un alumno escogido,
de un alma llena de promesas para el bien y para la ciencia? Como la
Iglesia tiene panegíricos para sus santos niños, puede la
Universidad tenerlos para sus doctores malogrados. Yo por mí, veo
algo de noble y delicado, sobre todo de oportuno, en medio de tanto
incienso como se tributa al mérito dudoso y al poder cierto, en el
elogio consagrado a un espíritu inocente, dulce, como el de García
Paz, que sólo pudo faltar a sus promesas faltándole la vida; que se
desvaneció como lo que era, como una esperanza.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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