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lunes, 9 de diciembre de 2013

El hombre de negocios

“El método es el alma de los negocios.”
(proverbio antiguo)

Yo soy un hombre de negocios. Soy un hombre metódico. Después de todo, el método es la clave. Pero no hay gente a la que desprecie más de corazón que a esos estúpidos excéntricos, que no hacen más que hablar acerca del método sin entenderlo; ateniéndose exclusivamente a la letra y violando su espíritu. Estos individuos siempre están haciendo las cosas más insospechadas de lo que ellos llaman la forma más ordenada. Ahora bien, en esto, en mi opinión, existe una clara paradoja. El verdadero método se refiere exclusivamente a lo normal y lo obvio, y no se puede aplicar a lo outré. ¿Qué idea concreta puede aplicarse a expresiones tales como “un metódico Jack o’Dandy”, o “un Will o’the Wisp”?
Mis ideas en torno a este asunto podrían no haber sido tan claras, de no haber sido por un afortunado accidente, que tuve cuando era muy pequeño. Una bondadosa ama irlandesa (a la que recordaré en mi testamento) me agarró por los talones un día que estaba haciendo más ruido del necesario, y dándome dos o tres vueltas por el aire, y diciendo pestes de mí, llamándome “mocoso chillón”, golpeó mi cabeza contra el pie de la cama. Esto, como digo, decidió mi destino y mi gran fortuna. Inmediatamente me salió un chichón en el sincipucio, que resultó ser un órgano ordenador de los más bonitos que pueda uno ver en parte alguna. A esto debo mi definitiva apetencia por el sistema y la regularidad que me han hecho el distinguido hombre de negocios que soy.
Si hay algo en el mundo que yo odie, ese algo son los genios. Los genios son todos unos asnos declarados, cuanto más geniales, más asnos, y esta es una regla para la que no existe ninguna excepción. Especialmente no se puede hacer de un genio un hombre de negocios, al igual que no se puede sacar dinero de un Judío, ni las mejores nueces moscadas, de los nudos de un pino.
Esas criaturas siempre salen por la tangente, dedicándose a algún fantasioso ejercicio de ridícula especulación, totalmente alejado de la “adecuación de las cosas” y carente de todo lo que pueda ser considerado como nada en absoluto. Por tanto, puede uno identificarse a estos individuos por la naturaleza del trabajo al que se dedica. Si alguna vez ve usted a un hombre que se dedica al comercio o a la manufactura, o al comercio de algodón y tabaco, o a cualquiera otra de esas empresas excéntricas, o que se hace negociante de frutos secos, o fabricante de jabón, o algo por el estilo, o que dice ser un abogado, o un herrero, o un médico, cualquier cosa que se salga de lo corriente, puede usted clasificarle inmediatamente como un genio, y, en consecuencia, de acuerdo con la regla de tres, es un asno.
Yo, en cambio, no soy bajo ningún aspecto un genio, sino simplemente un hombre de negocios normal. Mi agenda y mis libros se lo demostrarán inmediatamente. Están bien hechos, aunque esté mal que yo lo diga, y en mis hábitos de precisión y puntualidad jamás he sido vencido por el reloj. Lo que es más, mis ocupaciones siempre han sido organizadas para adecuarlas a los hábitos normales de mis compañeros de raza. No es que me sienta en absoluto en deuda en este sentido con mis padres, que eran extra-ordinariamente tontos, y que, sin duda alguna, me hubieran convertido en un genio total si mi ángel de la guarda no hubiera llegado a tiempo para rescatarme. En las biografías, la verdad es el todo, y en las autobiografías, mucho más aún, y, no obstante, tengo poca esperanza de ser creído al afirmar, no importa cuan seriamente, que mi padre me metió, cuando tenía aproximadamente quince años de edad, en la contaduría de lo que él llamaba “un respetable comerciante de ferretería y a comisión, que tenía un magnífico negocio”. ¡Una magnífica basura! No obstante, como consecuencia de su insensatez, a los dos o tres días me tuvieron que devolver a casa a reunirme con los cabezas huecas de mi familia, aquejado de una gran fiebre, y con un dolor extremadamente violento y peligroso en el sincipucio, alrededor de mi órgano de orden. Mi caso era de gran gravedad, estuve al borde de la muerte durante seis semanas, los médicos me desahuciaron y todas esas cosas. Pero, aunque sufrí mucho, en general era que me sentía agradecido a mi suerte. Me había salvado de ser un “respetable comerciante de ferretería y a comisión, que tenía un magnífico negocio”, y me sentía agradecido a la protuberancia que había sido la causa de mi salvación, así como también a aquella bondadosa mujer, que había puesto a mi alcance la citada causa.
La mayor parte de los muchachos se escapan de sus casas a los diez o doce años de edad, pero yo esperé hasta tener dieciséis. No sé si me hubiera ido entonces de no haber sido porque oí a mi madre hablar de lanzarme a vivir por mi cuenta con el negocio de las legumbres, ¡De las legumbres! ¡Imagínense ustedes! A raíz de eso decidí marcharme e intentar esta-blecerme con algún trabajo decente, sin tener que seguir bailando con arreglo a los caprichos de aquellos viejos excéntricos, arriesgándome a que me convirtieran finalmente en un genio. En esto tuve un éxito total al primer intento, y cuando tenía dieciocho años cumplidos tenía ya un trabajo amplio y rentable en el sector de Anunciadores ambulantes de Sastres.
Fui capaz de cumplir con las duras labores de esta profesión tan sólo gracias a esa rígida adherencia a un sistema qué era la principal peculiaridad de mi persona. Mis actos se caracterizaban, al igual que mis cuentas, por su escrupuloso método. En mi caso, era el método, y no el dinero el que hacía al hombre: al menos,, aquella parte que no había sido confeccionada por el sastre al que yo servía. Cada mañana, a las nueve, me presentaba ante aquel individuo para que me suministrara las ropas del día. A las diez estaba ya en algún paseo de moda o en algún otro lugar, dedicado al entretenimiento del público. La perfecta regularidad con la que hacía girar mi hermosa persona, con el fin de poner a la vista hasta el más mínimo detalle del traje que llevaba puesto, producía la admiración de todas las personas iniciadas en aquel negocio. Nunca pasaba un mediodía sin que yo hubiera conseguido un cliente para mis patronos, los señores Cut y Comeagain.[1] Digo esto con orgullo, pero con lágrimas en los ojos, ya que aquella empresa resultó ser de una ingratitud que rayaba en la vileza. La pequeña cuenta acerca de la que discutimos, y por la que finalmente nos separamos, no puede ser considerada en ninguno de sus puntos como exagerada por cualquier caballero que esté verdaderamente familiarizado con la naturaleza de este negocio. No obstante, acerca de esto siento cierto orgullo y satisfacción en permitir al lector que juzgue por sí mismo. Mi factura decía así:

“Señores Cut y Comeagain, sastres,
A Peter Proffit, anunciador ambulante.”

10 de julio
Por pasear, como de costumbre, y por traer un cliente.
0,25 dólares
11 de julio
Por pasear, como de costumbre, y por traer un cliente.
0,25 dólares
12 de julio
Por una mentira, segunda clase; una tela negra estropeada, vendida como verde invisible.
0,25 dólares
13 de julio
Por una mentira, primera clase, calidad y tamaño extra; recomendar satinete como si fuera paño fino.
0,75 dólares
20 de julio
Por la compra de un cuello de camisa de papel nuevo o pechera, para resaltar el Petersham gris.
2 centavos
15 de agosto
Por usar una levita de cola corta, con doble forro (temperatura 76 F. a la sombra).
0,25 dólares
16 de agosto
Por mantenerse sobre una sola pierna durante tres horas para exhibir pantalones con trabilla, de nuevo estilo, a 12 centavos y medio por pierna por hora.
037 ½ dólares
17 de agosto
Por pasear, como de costumbre, y por un gran cliente (hombre gordo)
0,50 dólares
18 de agosto
Por pasear, como de costumbre, y por un gran cliente (tamaño mediano)
0,50 dólares
19 de agosto
Por pasear, como de costumbre, y por un gran cliente (hombre pequeño y mal pagador).
6 centavos


2,96 ½ dólares


La causa fundamental de la disputa producida por esta factura fue el muy moderado precio de dos centavos por la pechera. Palabra de honor que éste no era un precio exagerado por esa pechera. Era una de las más limpias y bonitas que jamás he visto, y tengo buenas razones para pensar que fue la causante de la venta de tres Petershams. El socio más antiguo de la firma, no obstante, quería darme tan sólo un penique, y decidió demostrar cómo se pueden sacar cuatro artículos tales del mismo tamaño de un pliego de papel ministro. Pero es innecesario decir que para mí aquello era una cuestión de principios. Los negocios son los negocios, y deben ser hechos a la manera de los negociantes. No existía ningún sistema que hiciera posible el escatimarme a mí un penique -un fraude flagrante de un cincuenta por ciento. Absolutamente ningún método. Abandoné inmediatamente mi trabajo al servicio de los señores Cut y Comeagain, afincándome por mi cuenta en el sector de Lo Ofensivo para la Vista, una de las ocupaciones más lucrativas, res-; potables e independientes de entre las normales.
Mi estricta integridad, mi economía y mis rigurosos hábitos de negociante entraron de nuevo en juego. Me encontré a la cabeza de un comercio floreciente, y pronto me convertí en un hombre distinguido en el terreno del “Cambio”. La verdad sea dicha, jamás me metí en asuntos llamativos, me limité a la buena, vieja y sobria rutina de la profesión, profesión en la que, sin duda, hubiera permanecido de no haber sido por un pequeño accidente, que me ocurrió llevando a cabo una de las operaciones normales en la dicha profesión. Siempre que a una vieja momia, o a un heredero pródigo, o a una corporación en bancarrota, se les mete en la cabeza construir un palacio, no hay nada en el mundo que pueda disuadirles, y esto es un hecho conocido por todas las personas inteligentes. Este hecho es en realidad la base del negocio de lo Ofensivo para la Vista. Por lo tanto, en el momento en que un proyecto de construcción está razonablemente en marcha, financiado por alguno de estos individuos, nosotros los comerciantes nos hacemos con algún pequeño rinconcillo del solar elegido, o con algún punto que esté Justo al lado o inmediatamente delante de éste. Una vez hecho esto, esperamos hasta que el palacio está a medio construir, y entonces pagamos a algún arquitecto de buen gusto para que nos construya una choza ornamental de barro, justo al lado, o una pagoda estilo sureste, o estilo holandés, o una cochiquera, o cualquier otro ingenioso juego de la imaginación, ya sea Esquimal, Kickapoo u Hotentote. Por supuesto, no podemos permitirnos derribar estas estructuras si no es por una prima superior al 500 por ciento del precio del costo de nuestro solar y nuestros materiales. ¿No es así? Pregunto yo. Se lo pregunto a todos los hombres de negocios. Sería irracional el suponer que podemos. Y, a pesar de todo, hubo una descarada corporación que me pidió precisamente eso, precisamente eso. Por supuesto que no respondí a su absurda propuesta, pero me sentí en el deber de ir aquella noche y cubrir todo su palacio de negro de humo. Por hacer esto, aquellos villanos insensatos me metieron en la cárcel, y los caballeros del sector de lo Ofensivo para la Vista se vieron obligados a darme de lado cuando salí libre.
El negocio del Asalto con Agresión a que me vi obligado a recurrir para ganarme la vida resultaba» en cierto modo, poco adecuado para mi delicada constitución, pero me dediqué a él con gran entusiasmo, y encontré en él, como en otras ocasiones, el premio a la metódica seriedad y a la precisión de mis hábitos, que había sido fijada a golpes en mi cabeza por aquella deliciosa ama. Sería, desde luego, el más vil de los humanos si no la recordara en mi testamento. Observando, como ya he dicho, el más estricto de los sistemas en todos mis asuntos, y llevando mis libros con gran precisión, fue como conseguí superar muchas dificultades, estableciéndome por fin muy decentemente en mi profesión. La verdad sea dicha, pocos individuos establecieron un negocio en cualquier rama mejor montado que el mío. Transcribiré aquí una o dos páginas de mi Agenda, y así me ahorraré la necesidad de la autoalabanza, que es una práctica despreciable, a la cual no se rebajará ningún hombre de altas miras. Ahora bien, la agenda es algo que no miente.
1 de enero. Año Nuevo. Me encontré con Snap en la calle; estaba piripi. Memo; él me servirá. Poco después me encontré a Gruff, más borracho que una cuba. Memo; también me servirá. Metí la ficha de estos dos caballeros en mi archivo, y abrí una cuenta corriente con cada uno de ellos.
2 de enero. Vi a Snap en la Bolsa; fui hasta él y le pisé un pie. Me dio un puñetazo y me derribó. ¡Espléndido! Volví a levantarme. Tuve alguna pequeña dificultad con Bag, mi abogado. Quiero que pida por daños y perjuicios un millón, pero él dice que por un incidente tan trivial no podemos pedir más de quinientos. Memo. Tengo que prescindir de Bag, no tiene ningún sistema.
3 de enero. Fui al teatro a buscar a Gruff. Le vi sentado en un palco lateral del tercer piso, entre una dama gruesa y otra delgada. Estuve observando al grupo con unos gemelos hasta que vi a la dama gruesa sonrojarse y susurrarle algo a G. Fui entonces hasta su palco y puse mi nariz al alcance de su mano. No me tiró de ella, no hubo nada que hacer. Me la limpié cuidadosamente y volví a intentarlo; nada. Entonces me senté y le hice guiaos a la dama delgada, y entonces tuve la gran satisfacción de sentir que él me levantaba por la piel del pescuezo, arrojándome al patio de butacas. Cuello dislocado y la pierna derecha magníficamente rota. Me fui a casa enormemente animado; bebí una botella de champaña, apunté una petición de cinco mil contra aquel joven. Bag dice que está bien.
15 de febrero. Llegamos a un compromiso en el caso del señor Snap. Cantidad ingresada -50 centavos- por verse.
16 de febrero. Derrotado por el villano de Gruff, que me hizo un regalo de cinco dólares. Costo del traje, cuatro dólares y 25 centavos. Ganancia neta -véanse libros, 75 centavos”.
Como pueden ver, existe una clara ganancia en el transcurso de un breve período de tiempo de nada menos que un dólar y 25 centavos, y esto tan sólo en los casos de Snap y Gruff, y juro solemnemente al lector que estos extractos han sido tomados al azar de mi agenda.
No obstante, es un viejo proverbio, y perfectamente cierto, que el dinero no es nada en comparación con la buena salud. Las exigencias de la profesión me parecieron un tanto excesivas para mi delicado estado de salud, y una vez que finalmente descubrí que estaba totalmente deformado por los golpes, hasta el punto que no sabía muy bien qué hacer y que mis amigos eran incapaces de reconocerme como Peter Proffit cuando me cruzaba con ellos por la calle, se me ocurrió que lo mejor que podría hacer sería alterar la orientación de mis actividades. En consecuencia, dediqué mi atención a las Salpicaduras de Lodo, y estuve dedicado a ello durante algunos años.
Lo peor de esta ocupación es que hay demasiada gente que se siente atraída por ella, y en consecuencia, la competencia resulta excesiva. Todos aquellos individuos ignorantes que descubren que carecen de cerebro como para hacer carrera como hombre-anuncio, o como pisaverde de la rama de lo Ofensivo para la Vista, o como un hombre de Asalto con Agresión, piensan, por supuesto, que su futuro está en las Salpicaduras de Lodo. Pero jamás pudo haber una idea más equivocada que la de pensar que no hace falta cerebro para dedicarse a salpicar de lodo. Especialmente no hay en este negocio nada que hacer si se carece de método. Por lo que a mí respecta, mi negocio era tan sólo al por menor, pero mis antiguos hábitos sistemáticos me hicieron progresar viento en popa. En primer lugar elegí mi cruce de calles con gran cuidado, y jamás utilicé un cepillo en ninguna otra parte de la ciudad que no fuera aquélla. También puse gran atención en tener un buen charco a mano, de tal forma que pudiera llegar a él en cuestión de un momento. Debido a esto, llegué a ser conocido como una persona de fiar; y esto, permítanme que se lo diga, es tener la mitad de la batalla ganada en este oficio. Jamás nadie que me echara una moneda atravesó mi cruce con una mancha en sus pantalones. Y ya que mis costumbres en este sentido eran bien conocidas, jamás tuve que enfrentarme a ninguna imposición. Caso de que esto hubiera ocurrido, me hubiera negado a tolerarlo. Jamás he intentado imponerme a nadie, y en consecuencia, no tolero que nadie haga el indio conmigo. Por supuesto, los fraudes de los bancos eran algo que yo no podía evitar. Su suspensión me dejó en una situación prácticamente ruinosa. Estos, no obstante, no son individuos, sino corporaciones, y como todo el mundo sabe, las corporaciones no tienen ni cuerpo que patear ni alma que maldecir.
Estaba yo ganando dinero con este negocio cuando en un mal momento me vi inducido a fusionarme con los Viles Difamadores, una profesión en cierto modo análoga, pero ni mucho menos igual de respetable. Mi puesto era sin duda excelente, ya que estaba localizado en un lugar céntrico y tenía unos magníficos cepillos y betún. Mi perrillo, además, estaba bastante gordo y puesto al día en todas las técnicas del olisqueo. Llevaba en el oficio mucho tiempo, y me atrevería a decir que lo comprendía. Nuestra rutina consistía en lo siguiente: Pompey, una vez que se había rebozado bien en el barro, se sentaba a la puerta de la tienda hasta que veía acercarse a un dandy de brillantes botas. Inmediatamente salía a recibirle y se frotaba un par de veces contra sus Wellingtons. Inmediatamente, el dandy se ponía a Jurar profusamente y a mirar a su alrededor en busca de un limpiabotas. Y allí estaba yo, bien a la vista, con mi betún y mis cepillos. Al cabo de un minuto de trabajo recibía mis seis peniques. Esto funcionó moderadamente bien durante un cierto tiempo. De hecho, yo no era avaricioso, pero mi perro lo era. Yo le daba un tercio de los beneficios, pero él decidió insistir en que quería la mitad. Esto fui incapaz de tolerarlo, de modo que nos peleamos y nos separamos.
Después me dediqué algún tiempo a probar suerte con el Organillo, y puedo decir que se me dio bastante bien. Es un oficio simple y directo, y no requiere ninguna habilidad particular. Se puede conseguir un organillo a cambio de una simple canción, y para ponerlo al día no hay más que abrir la maquinaria y darle dos o tres golpes secos con un martillo. Esto produce una mejora en el aparato, de cara al negocio, como no se pueden ustedes imaginar. Una vez hecho esto, no hay más que pasear con el organillo al hombro hasta ver madera fina en la calle y un llamador envuelto en ante. Entonces uno se detiene y se pone a dar vueltas a la manivela, procurando dar la impresión de que está uno dispuesto a seguir haciéndolo hasta el día del juicio. Al cabo de un rato se abre una ventana desde donde arrojan seis peniques junto con la solicitud “cállese y siga su camino”, etc., etc. Yo soy consciente de que algunos organilleros se han permitido el lujo de “seguir su camino” a cambio de esta suma, pero por lo que a mí respecta, yo consideraba que la inversión inicial de capital necesaria había sido excesiva como para permitirme el “seguir mi camino” por menos de un chelín.
Con esta ocupación gané bastante, pero por algún motivo no me sentía del todo satisfecho, así que finalmente la abandoné. La verdad es que trabajaba con la desventaja de carecer de un mono, y además las calles americanas están tan embarradas y la muchedumbre democrática es muy molesta y está repleta de niños traviesos.
Estuve entonces sin trabajo durante algunos meses, pero finalmente conseguí, gracias al gran interés que puse en ello, procurarme un puesto en el negocio del Correo Fingido. El trabajo aquí es sencillo y no del todo improductivo. Por ejemplo: muy de madrugada yo tema que hacer mi paquete de falsas cartas. En el interior de cada una de éstas tema que garrapatear unas cuantas líneas acerca de cualquier tema que me pareciera lo suficientemente misterioso, y firmar todas estas epístolas como Tom Dobson, o Bobby Tompkins, o algo por el estilo. Una vez dobladas y cerradas todas, y selladas con un falso matasellos de Nueva Orleáns, Bengala, Botany Bay o cualquier otro lugar muy alejado, recorría mí ruta diaria como si tuviera mucha prisa. Siempre me presentaba en las casas grandes para entregar las cartas y solicitar el pago del sello. Nadie duda en pagar por una carta, especialmente por una doble; la gente es muy tonta y no me costaba nada doblar la esquina antes de que tuvieran tiempo de abrir las epístolas. Lo peor de esta profesión era que tenía que andar tanto y tan deprisa, y que tenía que variar mi ruta tan frecuentemente. Además, tenía escrúpulos de conciencia. No puedo aguantar el ver abusar de individuos inocentes, y el entusiasmo con el que toda la ciudad se dedicó a maldecir a Tom Dobson y a Bobby Tompkins era realmente alga horrible de oír. Me lavé las manos de aquel asunto con gran repugnancia.
Mi octava y última especulación ha sido en el terreno de la Cría de Gatos. He encontrado este negocio extraordinariamente agradable y lucrativo, y prácticamente carente de problemas. Como todo el mundo sabe, el país está infectado de gatos; tanto es así, que recientemente se presentó ante el legislativo, en su última y memorable sesión, una petición para que el problema se resolviera, repleta de numerosas y respetables firmas. La asamblea en aquellos tiempos estaba desusadamente bien informada, y habiendo aceptado otros muchos sabios y sanos proyectos, coronó su actuación con el Acta de los Gatos. En su forma original, esta ley ofrecía una prima por la presentación de “cabezas” de gato (cuatro peniques la pieza), pero el Senado consiguió enmendar la cláusula principal sustituyendo la palabra “cabezas” por “colas”. Esta enmienda era tan evidentemente adecuada que la totalidad de la Cámara la aceptó me, con.
En cuanto el gobernador hubo firmado la ley, invertí la totalidad de mi dinero en la compra de Gatos y Gatas. Al principio sólo podía permitirme el alimentarles con ratones (que resultan baratos), pero aun así cumplieron con la Ordenanza Bíblica a un ritmo tan maravilloso que finalmente consideré que la mejor línea de actuación sería la de la generosidad, de modo que regalé sus paladares con ostras y tortuga. Sus colas, según el precio establecido, me producen ahora unos buenos ingresos, ya que he descubierto un método por medio del cual, gracias al aceite de Macassar, puedo conseguir tres cosechas al año. También me encanta observar que los animales se acostumbran rápidamente a la cosa y acaban prefiriendo el tener el tal apéndice cortado que no tenerlo. Me considero, por lo tanto, realizado y estoy intentando conseguir una residencia en el Hudson.

1.011. Poe (Edgar Allan)


[1] Cut significa cortar, y Comeagain, vuelva otra vez. (N del T.)

El hombre de la multitud

¡Qué desgracia no poder estar solo!...

La Bruyére.

Del mismo modo que ha podido decirse, refiriéndose a cierto libro ale­mán: er lasst sich nicht lesen, 'no se deja leer', existen secretos que están fuera de la posibilidad de ser revelados. Hay hombres que fallecen en el silencio de la noche, estremeciéndose entre las manos de espectros que los torturan con sólo sostener fija sobre ellos su implacable mirada; hom­bres que mueren con la desesperación en el alma y un hierro candente en la laringe, a consecuencia del horror de los misterios que no permiten que se los descubra. Algunas veces la conciencia humana soporta un peso de tal enormidad que sólo encuentra remedio en el descanso de la tumba. Así es como la esencia del crimen queda con gran frecuencia en el misterio.
No ha mucho tiempo que, hacia el declinar de una tarde de otoño, me hallaba sentado tras los cristales de la ventana de un café de Londres. Estaba convaleciente de una enfermedad que me había retenido en el lecho algunos meses, y sentía, con el retorno de la salud, ese grato bie­nestar, antítesis de las nieblas del hastío; experimentaba esas felices dis­posiciones en que el espíritu se expansiona, traspasando su potencia ordinaria tan prodigiosamente como la razón potente y sencilla de Leib­nitz se eleva sobre la vaga e indecisa retórica de Gorgias. Respirar con libertad era para mí un goce inefable y de muchos asuntos verdadera­mente penosos sacaba mi fantasía sobreexcitada inmensos raudales de positivos placeres. Todos los objetos me inspiraban una especie de inte­rés reflexivo, pero fecundo en atractivas curiosidades. Con un cigarro en la boca y un periódico en la mano, me había distraído largo rato después de la comida; miraba luego los anuncios, observaba después los grupos de la concurrencia que ocupaban el café y me fijaba en las gentes que tran­sitaban por la calle y que parecían sombras a través de los cristales, empañados por el ambiente exterior.
La calle era una de las arterias principales de la inmensa ciudad, y, por tanto, de las más concurridas. A la caída de la tarde, la concurrencia fue creciendo de un modo extraordinario y, cuando fueron encendidos los faroles del alumbrado público, dos corrientes de personas se encontra­ron, confundiéndose delante de mi vista en un choque continuo. Jamás me había encontrado en situación parecida o, por mejor decir, nunca había tenido conciencia de aquella situación aunque hubiera pasado por ella mil veces, y este tumultuoso océano de humanas cabezas me produ­cía una deliciosa emoción, de agradable novedad. Terminé por no prestar atención alguna a lo que pasaba en el interior del hotel, embebiéndome en la contemplación de la escena que ofrecía la espaciosa calle.
Mis observaciones tomaron entonces un giro abstracto y generaliza­dor, considerando a los transeúntes como masas y no fijándome más que en sus relaciones colectivas. Pronto, sin embargo, entré en detalles, exa­minando con interés minucioso la innumerable variedad de figuras, tra­zas, aires, maneras, rasgos y accidentes.
La mayor parte de los que pasaban tenían un aspecto agradable y parecían preocupados por serios asuntos, no pensando, al parecer, sino en abrirse camino a través de la muchedumbre. Fruncían las cejas y gira­ban los ojos con viveza y, cuando los transeúntes los impelían, tropezan­do con ellos, lejos de dar muestras de impaciencia, solían abotonarse la ropa para ofrecer menos blanco al frecuente choque de importunos, dis­traídos o rateros.
Otros, en el mayor número, denunciaban en sus movimientos cier­ta inquietud, expresando su semblante una singular agitación, hablando entre sí con gesticulaciones vivaces y como si creyesen estar solos, por lo mismo que los rodeaba aquel hirviente remolino de personas. Cuando se sentían detenidos en el camino, cesaban en su monólogo, pero redobla­ban sus gestos, aguardan-do, con sonrisa vaga y forzada, el paso de las personas que les servían de obstáculo. Cuando los empujaban, saluda­ban maquinalmente a los que les impedían paso, pareciendo disculpar sus distracciones en medio de aquel mare magnum.
En estas dos numerosas clases de hombres, aparte lo que acabo de exponer, no encontraba nada más saliente y característico. Sus vestidos entraban en esa clasificación, exactamente definida por el adjetivo decen­te. Parecían, sin duda alguna, caballeros, negociantes, mercade-res; es decir, proveedores, traficantes, los eupátridas griegos, el común del orden social; hombres acomodados, o acomodándose o deseando acomodarse, activa­mente empleados en sus asuntos personales, conducidos bajo su propia responsabilidad. Éstos no excitaban mi atención de un modo particular.
La raza de los dependientes de comercio me presentó sus dos prin­cipales ramas. Reconocí los dependientes del comercio al por menor, de novedades y de artículos de modas efímeras, a quienes la gente, con maléfica intención, denota con el vulgar calificativo de horteras, jóve­nes lechuguinos, presuntuosos en sus ademanes, presumidos en su porte: bota de charol, cabellera rizada y aire de satisfacción de su emperejilada humanidad. A pesar de ese prolijo cuidado del aderezo y acicalamiento de su engreída persona, toda la elegancia de esta parodia de la verdadera distinción alcanza, cuando más, el límite en que un actor cómico puede afectar el augusto decoro del papel regio que en el teatro representa.
En cuanto a la clase de empleados en casas de cambio y banca, no es posible confundirla. Se los reconocía en los vestidos, de mayor solidez que lujo; en sus corbatas y chalecos blancos, en su calzado duradero y en la severidad clásica de su tipo. Casi todos sufrían los efectos de una cal­vicie prematura, completa en algunos, y la oreja derecha de estos traba­jadores ciudadanos, acostumbrada de ordinario al peso de la pluma, había contraído una acentuada desviación. Noté que se quitaban y poní­an el sombrero con ambas manos y que aseguraban sus relojes con cade­nas cortas de oro, de un modelo pasado de moda y nada complicado en su labor. Éstos afectaban respetabilidad, y no cabe afectación más digna, a falta de respetabilidad verdadera y justificada.
Vi también buen número de esos individuos de brillante apariencia, reconociendo a la primera ojeada que pertenecían a la familia de los rateros de alto vuelo, de que están invadidas todas las ciudades populo­sas. Estudié cuidadosamente esta especie de la familia rapaz, extrañán­dome que pudieran pasar por sujetos honrados aun entre los sujetos honrados en realidad. La exageración de sus apariencias, un excesivo aire de franqueza habitual, son causa bastante para denunciarlos a una inteligencia medianamente ejercitada en el conocimiento de las perso­nas y de las cosas, como hoy se suele decir.
Los jugadores de profesión, y no había pocos en aquella baraúnda de gente, se descubrían al primer golpe de vista, por más que usaran los diferentes aspectos exteriores, desde el charlatán jugador de manos, con su chaleco de terciopelo, la corbata chillona, la gruesa cadena de latón dorado y los botones de filigrana, hasta el pillo vestido con tan clerical sencillez que no permite despertar sospechas. Todos, no obstante, se dis­tinguían por su tez ajada y amarillenta, por cierta opacidad vaporosa en su dilatada pupila y lo exangüe de sus labios. Una observación atenta ofrecía a la curiosidad otros dos signos aún más decisivos: el tono bajo y reservado de su conversación y la separación chocante de su dedo pul­gar hasta formar ángulo recto con los otros dedos de la mano derecha. Con frecuencia, en compañía de tales bribones, he observado a ciertos hombres que se diferenciaban de ellos por sus costumbres, pero me con­vencí pronto de que eran aves de idéntica pluma. Se los puede conside­rar como gentes que viven de una misma industria, formando, por decirlo así, dos falanges, la civil y la militar: la primera maniobra con lar­gos cabellos y amable sonrisa; la segunda, con aire despejado y desplan­tes de perdonavidas.
Descendiendo gradualmente en la escala de la clase media, encon­tré temas de meditación más profunda y más sombría. Observé trafican­tes judíos, con ojos de azor hambriento, en oposición con la abyecta humildad de sus pálidos semblantes; mendigos descarados y cínicos, que atropellaban a los pobres vergonzantes, a quienes la desesperación había lanzado, en las sombras de la noche, a implorar la caridad de sus conve­cinos; inválidos llenos de angustiosa fatiga, espectros ambulantes sobre quienes la muerte parecía abatirse como el águila sobre su presa, trope­zando o arrastrándose entre el bullicio, con los ojos en acecho, ansiosos de encontrar un rostro benevolente que les prometiera un consuelo for­tuito; modestas jóvenes que volvían de un trabajo abrumador y de escaso producto, dirigiéndose hacia su triste hogar, bajo la obsesión insultante, cuando no impúdica, de los libertinos y de los antojadizos, a cuyo direc­to contacto no podían substraerse en aquella confusión.
Venían después las mujeres pecadoras de toda clase y de toda edad: las de incontestable hermosura, en todo el esplendor de sus opimas pri­micias, haciendo recordar aquella estatua de Luciano cuyo exterior era de mármol de Paros y llena de inmundicia en el interior; la leprosa, car­gada de harapos infectos, descarada y repugnante; la veterana del vicio, rugosa, pintada, coloreada por el arrebol, llena de joyas y haciendo un alarde imposible de ardor juvenil; la niña de formas indecisas, pero hecha ya a la provocación sensual por ensayos infames y lecciones depravadoras, acosada por el imperioso deseo de ascender en la jerarquía de las sacerdotisas del inmundo Priapo.
Surcaban el mar de la muchedumbre los borrachos en sus especiali­dades indescriptibles: éstos, destrozados, inmundos, desarticulados casi, con la fisonomía embrutecida y vidriosa la mirada; aquéllos, menos de­sarrapados, pero sucios, caminando sin rumbo, rostros rojizos y granu­jientos, labios gruesos y sensuales; otros vestidos con relativa elegancia, pero en un desorden que indica el furor de la bacanal; otros que anda­ban con paso firme y elástico, pero cuyos semblantes cubría una mortal palidez, cuyos ojos aparecían inyectados en funesta combinación por la sangre y la bilis, y que en el reflujo de aquel oleaje humano tenían que asirse con mano temblorosa a los objetos que encontraban a su alcance.
Por lo demás, no faltaban en aquel gentío los pasteleros y droguistas ambulantes; los repartidores de carbón y de leña; los tocadores de orga­nillo y sus compañeros inseparables, los que exhiben marmotas o hacen trabajar a los monos; los vendedores de periódicos; los trovadores del vulgo y los saltimbanquis; artesanos y trabajadores, aniquilados de fatiga después de tantas horas de esclavitud y de faena, y todo esto, lleno de una actividad ruinosa y desorde-nada, que abrumaba el oído con sus dis­cordancias ocasionando una sensación dolorosa a la vista del observador reflexivo.
Al paso que avanzaba la noche, crecía el interés de la escena cauti­vándome con su extraño aspecto, porque no sólo se alteraba el carácter general de la multitud, sino que los resplandores del alumbrado, débiles cuando luchaban con los últimos reflejos del día, parecían cobrar fuerza en la densidad de las sombras y arrojaban destellos vivos y brillantes sobre los objetos situados dentro de su radio luminoso. En la misma proporción, los accidentes notables de aquella multitud, desvaneciéndose con el retiro gradual de la parte sana de la población, cedían su lugar en aquel torbellino espumante a los accidentes más grotescos, que, en un relieve fantástico, acumulaban en grupos vigorosos todas esas infamias que la noche evoca de sus tugurios y hace salir de los profundos antros. Todo allí era negro, aunque brillante, como ese lustroso ébano a que ha comparado la crítica el estilo peculiar de Tertuliano.
Los extraños efectos de aquella luz rojiza y vacilante me dieron a examinar los rostros de aquellos individuos, y, aunque la rapidez vertigi­nosa con que aquel mundo de la sombra giraba delante de la ventana me impidiera verificar a mi sabor el examen, me pareció que, gracias a la sin­gular disposición moral en que estaba, podía leer en brevísimo intervalo y de una ojeada fugaz la historia de largos años en la mayor parte de las fisonomías.
Apoyada la frente en la ventana y absorto enteramente en la con­templación de la multitud, se ofreció a mi vista de improviso una cara particular, la de un hombre gastado y decrépito, de sesenta y cinco a setenta años de edad, que, desde luego, llamó mi atención merced a la absoluta singularidad de su expresión.
Jamás había visto nada que se pareciese a aquel rostro ni del modo más remoto.
Recuerdo perfectamente que mi primer pensamiento, al descubrir esta cara, fue que Retzch, al contemplarla como yo, la hubiese preferido a todas las figuras en las cuales ha intentado su genio diabólico repre­sentar el espíritu de las tinieblas. Y como procurase, bajo la impresión de aquel espectáculo, establecer un análisis del sentimiento general que me había inspirado, sentí inundarse confusamente mi alma por las ideas de vasta inteligencia, codicia, circunspección, malicia, sangre fría, maligni­dad, sed de sangre, astucia diabólica, terrores y alborozos, pasiones ardientes y suprema desesperación.
Me reconocí dominado, seducido, cautivado, en fin, por aquel sin­gular personaje.
-¡Qué salvaje historia -dije entre mí- está escrita en ese corazón!
Y entonces me invadió la tentación irresistible de no perder de vista a aquel hombre, con el vehemente afán de averiguar quién era y lo que hacía.
Me puse precipitadamente el abrigo, me calé el sombrero hasta las cejas y, empuñando mi grueso bastón, me lancé a la calle, me metí atre­vidamente en el piélago de la multitud en busca de mi hombre y marché en la dirección que le había visto tomar, porque había desaparecido. Con alguna dificultad logré encontrar sus huellas; lo alcancé, por fortuna, y me consagré a seguirlo, si bien con ciertas precauciones, procurando que no notase mi propósito.
Conseguí, al fin, examinar a gusto su persona. Era de pequeña esta­tura, delgado y débil en apariencia. Sus vestidos estaban sucios y desga­rrados, pero, al pasar por el haz luminoso de los faroles, pude observar que su camisa, manchada y rota, era fina y de hechura irreprochable, y si puedo dar crédito a mis fascinados ojos, entre los pliegues de su capa, al embozarse una vez, percibí los resplandores sucesivos de un diamante en el índice y un puñal en la mano derecha. Estas observaciones exalta­ron mi curiosidad y me decidí a seguir al desconocido por dondequiera que encaminara sus inciertos y vacilantes pasos.
La noche había cerrado por completo; una niebla espesa y húmeda envolvía la capital en su denso manto, resolviéndose en una lluvia pesa­da y continua.
Esta variación de tiempo produjo un efecto raro en la multitud, que, agitada por un movimiento oscilatorio, buscó refugio en la infinidad de paraguas, elevados sobre las cabezas, como burbujas sobre la superficie de aguas removidas. La ondulación, los codazos y los murmullos se hicie­ron sentir más en aquel precipitado tumulto de transeúntes. No me asus­té por la lluvia, porque aún sentía en la sangre una efervescencia febril y la humedad me produjo un frescor voluptuoso. Me até en torno del cuello un pañuelo para evitar un catarro y seguí mi camino detrás del hombre al que espiaba.
En el transcurso de media hora, el viejo a quien seguía con tenaci­dad se abrió paso con alguna dificultad, hasta cruzar la gran arteria, y yo procuraba no separarme de su ruta, recelando perder su pista en aquel tumulto. Como no volvía la cabeza, cuidándose únicamente de avanzar, no pudo advertir mi táctica, y continué mi espionaje con creciente ardor, retenido, no obstante, por la prudencia. Pronto se deslizó por una calle transversal, la que, aunque llena de gente presurosa, no era tan molesta para el tránsito como la principal que abandonaba, cansado de luchar contra multiplicados obstá-culos. Aquí se verificó un cambio evidente en mi hombre, tomando un paso más sosegado y casi podría decirse vaci­lante. Cruzó en distintas direcciones la calle, formando fantástico zigzag de una acera a otra, y entre los que iban y los que venían tuve que some­terme a seguirlo estrechamente. Era la tal calle estrecha y larga, y aquel paseo de cerca de una hora me produjo gran cansancio, viendo reducirse la multitud a la cantidad de gente que se nota por lo común en Broadway, cerca del parque, al mediodía; tan grande es la diferencia entre la mul­titud de Londres y la de la ciudad americana más populosa.
Cuando llegamos al final de la calle entramos en una plaza esplén­didamente iluminada por el gas y que rebosaba de exuberante vida. El individuo recuperó el primer aspecto, que tanto me había chocado al verlo. Sumió la barba en el pecho y sus ojos chispearon rutilantes bajo sus contraídas cejas, al escudriñar los objetos que lo rodeaban, pero sin mirar hacia atrás, por suerte mía. Apresuró el paso, pero con regularidad y en gradación calculada, y no fue escasa mi sorpresa al ver que, dando la vuelta a la plaza, volvía atrás, empezando de nuevo su estrambótico paseo como una tarea impuesta. Entonces me vi precisado a ejecutar una serie de hábiles maniobras, para impedir que en uno de aquellos súbitos retrocesos descubriese mi curioso espionaje.
En este extraño paseo empleamos una hora, mucho menos molesta­dos por los transeúntes de lo que habíamos sido al entrar en la plaza, por­que la lluvia iba en aumento, arreciaba el viento y el temporal llevaba a las gentes hacia el amor de los hogares. Haciendo un gesto de impa­ciencia, el errante hombre tomó por una calle oscura y desierta compa­rada con la que habíamos dejado y la recorrió en toda su longitud con una agilidad que nunca habría sospechado en un ser tan caduco, pero una agilidad que me fatigó extraordinariamente, en el empeño por seguirlo de cerca. En pocos instantes desembocamos en un vasto y con­curridísimo bazar. El desconocido parecía estar al corriente de todos los lugares, y allí adoptó nuevamente su marcha primitiva, abriéndose paso sin clase alguna de prisa ni de atropello y sin llamar la atención de los que vendían y compraban en el espacioso estableci-miento.
Pasamos hora y media recorriendo aquel recinto, teniendo que redo­blar mis precauciones a fin de evitar que se diera cuenta de la insistencia de mi curiosidad, que me confundía material-mente con la sombra de su endeble cuerpo.
Yo calzaba zapatos de caucho, que me permitían ir y venir sin pro­ducir ruido que denunciara mis pasos. Mi hombre penetraba sucesiva­mente en todas las tiendas, sin pedir nada y sin preguntar por nadie, posando en las personas y en los efectos una mirada fija, incoherente y sin brillo. Su conducta me extrañaba sobremanera y me afirmaba en la resolución de no separarme de él sin haber conseguido satisfacer por completo la curiosidad que me hacía girar en su órbita como un satélite.
Un reloj de sonora campana dejó oír once vibraciones con rítmica solemnidad y ésta fue la señal para que el bazar quedase vacío al poco rato. Uno de los tenderos, al cerrar un muestrario, dio un empellón invo­luntario a mi hombre, en el impulso vigoroso de su faena, y el viejo, estremeciéndose a este contacto, rudo aunque puramente casual, se pre­cipitó a la acera opuesta y, como espoleado por el terror, se introdujo con velocidad increíble en una serie de callejuelas tortuosas y solitarias, a cuyo término llegamos de nuevo a la calle principal de la que habíamos partido juntos y en la que estaba situado el café en que había yo pasado la tarde tan distraído.
La calle no ofrecía ya el mismo aspecto y, aunque alumbrada por el gas, como llovía sin tregua, eran escasos los transeúntes, y los pocos que la atravesaban lo hacían con marcada rapidez.
El incógnito palideció, continuó andando tristemente por aquella avenida, antes tan animada, y después, exhalando un profundo suspiro, se encaminó hacia el Támesis y siguió un laberinto de vías oscuras y poco frecuentadas hasta llegar frente a uno de los principales teatros de la capital. Era el instante preciso de terminar el espectáculo y el público desembocaba en la calle por las diferentes puertas del coliseo. Entonces vi a mi hombre abrir la boca para respirar con fuerza y mezclarse en el bullicio como en su propio elemento, mientras se calmaba por grados la profunda tristeza de su fisonomía. La barba volvió a caer sobre su pecho y apareció tal como lo había observado la vez primera que fijé en él los ojos. Noté que se encaminaba hacia donde afluía con preferencia el público, pero, en suma, me era imposible adivinar los móviles de su sin­gular proceder.
Mientras avanzaba se diseminaba la gente, y al advertir esto, el des­conocido parecía invadido por una emoción afanosa y pródiga en incer­tidumbres. Durante algunos instantes siguió muy de cerca a un grupo de diez o doce personas, pero, poco a poco, y uno a uno, el número fue dis­minuyendo hasta reducirse a tres individuos, que entablaron misteriosa conversación a la entrada de una callejuela estrecha, oscura y de difícil acceso. Mi hombre hizo una pausa y estuvo algunos momentos como sumido en vagas reflexiones; luego, con una marcadísima agitación, se introdujo velozmente por un pasaje estrecho que nos llevó al extremo de la ciudad y a regiones bien opuestas de las que hasta entonces habíamos recorrido.
Nos encontramos en el barrio más infecto de Londres y en donde todo lleva impresa la marca de la deplorable pobreza y del vicio sin arre­pentimiento ni redención posibles. Al accidental fulgor de un sucio reverbero, se distinguían las casas de madera, altas, antiguas, agrietadas, que amenazaban derrumbarse, y en tan extravagantes direcciones que apenas se acertaba a orientarse por su confuso laberinto. El pavimento estaba lleno de hoyos, y las piedras rodaban fuera de sus huecos, sacadas de sus alvéolos por la cizaña, signo de las vías desiertas. El lodo fétido del arroyo impedía el libre curso de las aguas pluviales. La suciedad del piso manchaba las paredes con salpicaduras hediondas y la atmósfera se impregnaba de desolación.
Al avanzar por aquellos sombríos lugares, los ruidos de la vida humana se hicieron cada vez más perceptibles y, al fin, numerosas ban­dadas de hombres, los más infames entre el populacho de la capital, se presentaron a nuestra vista como naturales figuras de aquel siniestro cuadro. El incógnito sintió de nuevo reanimarse su decaído espíritu, como la luz de una lámpara próxima a extinguirse que recibe el aceite que necesita para el alimento de su combustión. Estiró sus miembros y pareció aspirar con el brío y el desenfado característicos de la juventud.
De pronto dimos vuelta en una esquina, y una luz de vivo resplan­dor, que nos deslumbró por su contraste con la oscuridad de aquel sitio, nos permitió reconocer uno de esos templos suburbanos de la intempe­rancia en los que, como a moderno Baal, se sacrifican los hombres depravados al demonio de la ginebra.
Amanecía ya, pero un grupo de inmundos borrachos se agolpaba a la puerta de aquel antro de perdición.
Ahogando un grito de alegría frenética, el viejo se abrió paso lenta­mente por los corrillos de bebedores y de repugnantes borrachos, y, radiante la odiosa fisonomía ante aquel espectáculo de desdichas, fue y vino de un lado para otro por aquel trozo de calle como si no lo saciara aquel cuadro de degradación y embrutecimiento. No hubiese dado tre­gua a este convulsivo paseo a través de aquellos des-dichados, si el ruido de cerrar las puertas de aquella caverna maldita no hubiera indicado la hora de poner fin al movimiento de la noche en semejantes estableci­mientos. Lo que vi retratado en la fisonomía de aquel ente excepcional a quien espiaba, sin experimentar cansancio en tanta vuelta y revuelta, fue una emoción más intensa aún que la misma desesperación. No vaci­ló, a pesar de esto, en su carrera; antes bien, con loca energía, volvió atrás de improviso, dirigiéndose con firme decisión al corazón de la populosa capital de Gran Bretaña.
Corrió impávido durante mucho tiempo, y yo siempre sobre su pista, como atraído poderosamente por una fuerza mágica que centuplicaba las mías, resuelto a todo trance a no perder ninguno de sus pasos en esta indagación que absorbía en su interés todas mis facultades, así morales como físicas.
Brilló el sol en un cielo despejado, después de una noche lluviosa, y llegado que hubimos a la calle principal, en que estaba situado el café de donde salí en persecución del diabólico viejo, pude ver que la calle pre­sentaba un aspecto de actividad y continuo movimiento, análogo al que observaba en las primeras horas de la noche precedente, siendo aquél, al parecer, el flujo matutino del reflujo nocturno, en el cuadro de mareas humanas del mar insondable y turbulento del vecindario de Londres.
Allí, en medio de un tumulto creciente por momentos, persistí con empeño obstinado en seguir al incógnito, pero este sombrío y fatal per­sonaje iba, venía, pasaba y repasaba por aquella inmensa calle, pare­ciendo entre-gado como frágil arista a los remolinos de una tromba que girase sobre sí misma con asombrosa rapidez.
Así transcurrió el día y ya se aproximaban las sombras de la noche, y, sintiéndome quebrantado por aquel tráfago, que resentía con intolerables dolores hasta la medula de mis huesos, me detuve frente al hom­bre errante con aire de insolente interpelación, mirándolo ceñudo y decidido a formular dos agresivas preguntas:
-¿Quién eres y qué haces?
Pero aquel ser incansable y fantástico me evitó con un giro raudo, como el arranque del vuelo del halcón, y lo vi mezclarse entre la multi­tud, como la gaviota cuando roza con sus alas las crestas de las olas, en las que la blanca espuma esmalta en sus copos el azul del piélago que sirve de espejo a Dios. No pude, ni quise, seguir mis infructuosas pes­quisas, y entré a descansar de mi loca excursión en el café, de donde había salido dispuesto a buscar la clave de un enigma social sospechado por mi arrebatada fantasía.
-Este viejo -dije para mí- es el genio del crimen tenebroso y pro­fundo. Su afán consiste en no permanecer solo y por eso es el hombre voluntariamente perdido en la multitud. En vano lo hubiera seguido un día y otro para poseer su secreto o conocer sus actos. El arcano es el sello de su destino. Un perverso corazón humano es un libro mil veces más infame y odioso que ese Hortulus animae, de Grünninger, de quien ha dicho Alemania su famoso er lasst sich nicht lesen. Quizá sea una de las mayores misericordias del Ser Supremo que esas almas condenadas sean como aquel libro inmundo, y por eso dispone que no se dejen leer.

1.011. Poe (Edgar Allan)

El hombre consumido

Pleurez, pleurez, mes yeux, et fondez vous en eau! La moitié de ma vie a mis l’autre au tombeau.
Corneille

No consigo acordarme en este momento dónde o cuándo conocí por primera vez a aquel individuo de tan buen aspecto, el Brevet Brigadier-General John A. B. C. Smith. De hecho, alguien me presentó a este caballero, de eso estoy seguro, en alguna reunión pública, sin duda alguna. Por algo de gran importancia, qué duda cabe, en algún lugar u otro, estoy convencido, cuyo nombre inexplicablemente he olvidado. La verdad es que aquella presentación vino acompañada, por mi parte, de una ansiedad que evitó que consiguiera retener una impresión definida acerca del tiempo o del lugar. Constitucional-mente soy una persona nerviosa; esto es, en mi caso, un problema de familia y no lo puedo evitar. Cualquier cosa con aspecto misterioso, la aparición de algo que no sea capaz de comprender a la perfección, me ponen al instante en un estado de lamentable agitación.
Había algo, como aquel que dice, notable -sí, notable, aunque éste es un término excesivamente poco enfático para expresar lo que quiero decir- acerca del personaje en cuestión. Mediría tal vez unos seis pies de altura, y su presencia tenía un singular aire de autoridad. Toda su persona emanaba un air distingué que revelaba su alto grado de educación y hacía pensar que procedía de una alta cuna. En tomo a este tema -el aspecto personal de Smith- siento una especie de melancólica satisfacción en ser minucioso. Su pelo hubiera sido digno de Brutus; nada podría haber tenido mayor riqueza en su caída o poseer un mayor brillo. Era de un color negro oscuro; que era también el color, o dicho con mayor propiedad, la ausencia de color de sus inimaginables bigotes. Como ustedes percibirán, soy incapaz de hablar de estos últimos sin que se trasluzca mí entusiasmo; no creo que sea exagerado decir que era el más magnífico par de bigotes que había bajo el sol. En todas las circunstancias rodeaban y en ocasiones sombreaban parcialmente una boca sin parangón. En ella se alojaban los dientes más absolutamente regulares y más resplandecientemente blancos que se puedan concebir. Entre ellos, siempre en la ocasión propicia, surgía una voz de una claridad, riqueza y fuerza arrolladoras. En lo que a los ojos se refiere, también mi conocido estaba preeminentemente bien dotado. Cualquiera de aquellos dos ojos valía un par de los normales. Eran de un color castaño profundo y extraordinariamente grandes y lustrosos, y se podía percibir en ellos, de cuando en cuando, esa dosis justa de oblicuidad que da contenido a una expresión.
El busto del general era incuestionablemente el más magnífico busto que jamás haya yo visto. Y aunque en ello me fuera la vida, jamás hubiera podido encontrar un fallo en sus egregias proporciones. Esta rara peculiaridad hacía destacar muy ventajosamente un par de hombros que hubiera hecho enrojecer, consciente de su inferioridad, a la marmórea faz de un Apolo. Yo soy un apasionado de los hombros hermosos, y puedo decir que jamás había visto unos tan perfectos anteriormente. Los brazos estaban también admirablemente modelados. No eran menos soberbias las extremidades inferiores. De hecho eran, sin duda, el non plus ultra de las piernas.
Todos los conocedores de la materia se veían obligados a admitir que aquellas piernas eran unas buenas piernas. No había demasiada carne ni, por el contrario, demasiada poca, ni rudeza ni fragilidad. Sería incapaz de imaginarme una curva más exquisita que la de aquel os femoris, y tenía justo esa prominencia en la parte trasera de la fíbula, que es la confirmación de una pantorrilla adecuadamente proporcionada. Tan sólo desearía, que mi joven e ingenioso amigo, Chipon-chipino, el escultor, hubiera tenido ocasión de haber visto tan sólo las piernas del Brevet Brigadier-General John A. B. C. Smith.
Pero a pesar de que los hombres con un aspecto tan absolutamente magnífico no son tan abundantes como las pasas o las zarzamoras, aún era yo incapaz de creer que aquel algo notable a que he hecho alusión hace un momento, que ese extraño de je ne sais quos que emanaba de mi nuevo amigo, se centrara totalmente, ni siquiera absolutamente, en la suprema excelencia de sus dones físicos. Tal vez podría atribuírsele a su actitud, aunque una vez más me atrevo a afirmarlo categóricamente. Había una precisión, por no decir una rigidez, en sus movimientos, un grado de precisión mesurada y, si se me permite expresarlo así, rectangular en todos sus gestos, que, observados en una figura de menor tamaño, hubiera sido atribuido a la afectación, pomposidad o rigidez, pero que, observados en un caballero de sus indiscutibles dimensiones, era atribuida inmediatamente a una actitud reservada, hauteur... en pocas palabras y en sentido laudatorio a aquello que emana de la dignidad de unas proporciones colosales.
El amable amigo que me presentó al General Smith me susurró al oído unas cuantas palabras acerca de aquel hombre. Era un hombre notable -un hombre muy notable-; de hecho, uno de los hombres más notables de aquellos tiempos. Era también el favorito de las damas, fundamentalmente debido a la gran reputación que tenía de hombre valeroso.
-En ese aspecto no tiene parangón; es, de hecho, un perfecto desesperado, un verdadero comefuego, y que nadie lo dude -dijo mi amigo, bajando la voz muchísimo y excitándome con su tono misterioso.
-Un verdadero comefuegos, y que nadie lo dude. Eso lo demostró de sobra en la última y tremenda lucha en los pantanos de abajo, en el sur, con los indios Bogaboo y Kickapoo -aquí mi amigo abrió parcialmente los ojos-. ¡Que Dios me ampare! ¡Sangre y truenos y todo eso! ¡Prodigios de valor! ¿Habrá usted oído hablar de él, supongo? Él es el hombre...
-¡Mira quién está aquí! ¿Cómo está usted? ¡Válgame! ¿Cómo está? ¡Me alegro mucho de verle, ya lo creo que sí! -nos interrumpió el General en persona, agarrando de la mano a mi compañero mientras se acercaba e inclinándose rígida pero profundamente al serle yo presentado.
Pensé entonces (y lo pienso aún) que jamás había oído una voz más clara ni más poderosa, ni tampoco había visto una dentadura más perfecta; pero tengo que admitir que lamenté que nos interrumpiera en aquel preciso instante, ya que, a causa de los susurros y las insinuaciones anteriormente expuestas, mi interés hacia el héroe de la campaña de los Bogaboo y los Kickapoo se había visto tremendamente excitado.
No obstante, la deliciosamente brillante conversación del Brevet Brigadier-General John A. B. C. Smith disipó rápidamente aquella mi pequeña frustración. Dado que mi amigo nos abandonó inmediatamente, tuvimos un tête-a-tête bastante largo, y no solamente disfruté mucho, sino que realmente aprendí cosas. Jamás había visto a un conversador más fluido, a un hombre mejor informado en general. Con entrañable modestia evitó, no obstante, tocar el tema que en aquel momento más me interesaba, quiero decir, las misteriosas circunstancias que rodeaban a la guerra con los Bogaboo, y con lo que yo por mi parte considero un adecuado sentido de la delicadeza, evité también abordar el tema; aunque, en honor a la verdad, estuve muy tentado de hacerlo. Percibí también que aquel apuesto soldado prefería hablar de temas de interés filosófico, y que le encantaba en particular charlar acerca del rápido desarrollo de los inventos mecánicos. De hecho, donde quiera que orientara yo la conversación, éste era un punto al que él volvía invariablemente.
-No hay nada semejante -diría él-; somos un pueblo maravilloso y vivimos en una era maravillosa. ¡Paracaídas y trenes, trampas para hombres y fusiles de resorte! Nuestros barcos de vapor recorren los siete mares, y el paquebote aéreo de Nassau está a punto de empezar un servicio regular de transporte (el precio del billete en cualquiera de las dos direcciones es de sólo veinte libras esterlinas) entre Londres y Timbuctu. ¿Y quién podría imaginar la inmensa influencia sobre la vida social, las artes, el comercio, la literatura, que ejercerán de inmediato los grandes principios del electromagnetismo? ¡Y eso no es todo, se lo puedo asegurar! Realmente no existe límite en el camino de los inventos. Día tras día surgen como hongos los más maravillosos, los más ingeniosos y, permítame añadir, señor... señor Thompson, creo que se llama usted..., permítame añadir, como decía, los más útiles, los más verdadera-mente útiles inventos mecánicos, si me permite decirlo así, o de un modo más figurativo, como... ¡ah!..., saltamontes, como saltamontes, señor Thompson, a nuestro alrededor, y ¡ah!... ¡ah!... ¡ah!..., a nuestro alrededor.
Thompson, por supuesto, no es mi nombre; pero supongo que será innecesario decir que me separé del General Smith más interesado que nunca en su persona, con una exaltada opinión acerca de sus habilidades conversacionales y un profundo sentido de los valiosos privilegios de que disfrutamos al vivir en esta era de los inventos mecánicos. No obstante, mi curiosidad no había quedado totalmente satisfecha y decidí preguntar inmediatamente entre mis conocidos acerca del propio Brevet Brigadier-General, y en partitular acerca de los tremendos acontecimientos quorum pars magna fuit ocurridos durante la campaña de los Bogaboo y los Kickapoo.
La primera oportunidad que surgió y que yo (horresco referens) aproveché sin el más mínimo escrúpulo, sucedió en la Iglesia del Reverendo Doctor Drummummupp, donde me encontré un domingo a la hora del sermón no ya sólo en el banquillo, sino sentado al lado de esa valiosa y comunicativa amiga mía, la señorita Tabitha T. Así colocado, me felicité a mí mismo y con muy buenas razones por el muy adulador estado de las cosas. Si había alguna persona que pudiera saber algo acerca del Brevet Brigadier-General John A. B. C. Smith, esa persona, me parecía evidente, era la señorita Tabitha T. Nos hicimos unas cuantas señas y después empezamos sotto voce un animado tête-a-tête.
-¡Smith! -dijo ella en respuesta a mi ardorosa pregunta-. ¡Smith! ¿No se referirá usted al General A. B. C.? ¡Que Dios me bendiga; creía que ya lo sabía usted todo acerca de él! ¡Esta es una era maravillosa y llena de inventos! ¡Qué horrible asunto aquél! ¡Maldito montón de desgraciados, eso es lo que son esos Kickapoos!... Luchó como un héroe... prodigioso valor... prestigio inmortal. ¡Smith!... ¡Brevet Brigadier-General John A. B. C.! ¡Válgame! Como usted sabe, ése es el hombre...
-El hombre -nos interrumpió el Doctor Drummummupp a voz en grito, y dando un golpe que estuvo a punto de hacer caer el pulpito sobre nuestras cabezas. ¡El hombre nacido de una mujer tiene poco tiempo de vida por delante; surge y ve su vida segada como la de una flor!
Di un respingo al extremo de mi banco y percibí, por el aspecto excitado del ministro, que la ira que había casi resultado fatal para la integridad del pulpito había sido provocada por los susurros de la dama y míos. Aquello ya no tenía arreglo, de modo que me sometí elegantemente y escuché, un verdadero mártir del silencio digno, el resto de aquel magnífico discurso.
La tarde siguiente estaba yo visitando, un tanto tarde, el Rantipole Theatre, donde tenía la seguridad de poder satisfacer mi curiosidad inmediatamente por el simple expediente de entrar al palco de esas dos exquisitas pruebas de afabilidad y omnisciencia que son las señoritas Arabella y Miranda Cognoscenti. Aquel espléndido trágico, Climax, interpretaba Iago ante un público muy nutrido, y experimenté algunas ligeras dificultades para hacer comprender lo que deseaba; especialmente así, considerando que nuestro palco estaba junto a las bambalinas y dominaba por completo el escenario.
-¡Smith! -dijo la señorita Arabella cuando finalmente comprendió lo que yo le preguntaba. ¡Smith!... ¿no se referirá usted al General John A. B. C.?
-¿Smith? -dijo Miranda meditativamente. Dios me ampare, ¿han visto alguna vez una figura más espléndida?
-Jamás, Madame; pero dígame...
-¿O de una gracia inimitable?
-¡Jamás, se lo juro! Pero, por favor, dígame...
-¿O con tal apreciación de los efectos teatrales?
-¡Madame!
-¿O con un sentido más delicado de las verdaderas bellezas de Shakespeare? ¡Tenga usted la bondad de mirar esa pierna!
-¡Demonio! -y me volví de nuevo hacia su hermana.
-¡Smith! -dijo ella, ¿no se referirá usted al General A. B. C.? Horrible asunto aquél, ¿no le parece? Unos desgraciados, eso es lo que son esos Bogaboos... unos salvajes y todo eso... ¡Pero vivimos en una maravillosa época de inventos!... ¡Smith!... ¡Oh, sí! Un gran hombre... ¡El perfecto desesperado!... ¡Prestigio inmortal!... ¡Prodigioso valor! ¡Lo nunca visto! -esto último lo dijo gritando. ¡Que Dios me bendiga!... ¡Válgame, él es el hombre!...
“... Mandragora
ni tampoco todos los ensoñadores jarabes del mundo podrán jamás devolverle ese dulce sueño que tuvo usted ayer!”
aulló en ese momento Climax, justo junto a mi oído, y agitando al mismo tiempo su puño ante mi cara, de una forma que yo no podía y no pensaba tolerar. Abandoné inmediatamente a las señoritas Cognoscenti, pasé inmediatamente entre bastidores y pegué a aquel miserable desgraciado tal paliza que no dudo que la recordará hasta el día de su muerte.
Tenía la seguridad de que en la soirée de la deliciosa viuda señora Kathleen O’Trump no sufriría una desilusión semejante. En consecuencia, tan pronto como me senté a la mesa de juego, al lado de mí hermosa anfitriona para hacer un vis-à-vis, planteé aquellas cuestiones cuya solución había llegado a ser esencial para mi tranquilidad.
-¡Smith! -dijo mi compañera-. ¡Válgame! ¿No se referirá usted al General John A. B. C.? Un horrible asunto aquél, ¿no le parece? ¿Diamantes, ha dicho usted?... ¡Unos desgraciados, eso es lo que son los Kickapoos!... Estamos jugando al whist, si no le importa, señor Tattle... No obstante, ésta es la era de los inventos, sin duda alguna la era, podríamos decir, la era par excellence... ¿Habla usted francés?... ¡Oh, sí, un verdadero héroe!... ¡El perfecto desesperado!... ¿No tiene corazones, señor Tattle? No puedo creerlo... ¡prestigio inmortal y todo eso!... ¡Prodigioso valor! ¡Lo nunca visto!... Válgame, él es el hombre...[1]
-¡Mann! ¡El capitán Mann! -gritó en ese momento alguna pequeña intrusa desde el otro extremo de la habitación-. ¿Están ustedes hablando (acerca del capitán Mann y su duelo?... ¡Oh!, tengo que oírlo... cuéntenmelo... ¡Prosiga, señora O’Trump!... ¡Siga, por favor!
Y así lo hizo la señora O’Trump, contándolo todo acerca de un tal capitán Mann, que había sido muerto de un tiro o ahorcado o, en cualquier caso, debería haber sido muerto de un tiro o ahorcado. ¡Sí! La señora O’Trump siguió pablando y yo... yo me fui. Ya no me quedaba ni la más mínima oportunidad de enterarme de nada más acerca del Brevet Brigadier-General John A. B. C. Smith.
No obstante, me consolé con la reflexión de que aquella racha de mala suerte no podría durar siempre, y decidí, en consecuencia, lanzarme audazmente a conseguir la información de aquel ángel encantador que era la graciosa señora Pirouette.
-¡Smith! -dijo la señora P. mientras dábamos vueltas enlazados en un pas de zaphyr. ¡Smith! ¡Válgame! ¿No se referirá usted al General John A. B. C.? Terrible asunto el de los Bugaboos, ¿no le parece? ¡Unas criaturas horribles, eso es lo que son esos indios!... ¡Haga el favor de sacar las puntas de los pies hacia afuera! De verdad que me avergüenzo de usted... ¡Un hombre de gran valor, pobre individuo!... Pero ésta es una maravillosa era de inventos... ¡Oh, pobre de mí, estoy agotada!... Es prácticamente un desesperado... Prodigioso valor... ¡Lo nunca visto!... No puedo creerlo... Tendremos que sentamos para que pueda informarle... ¡Smith! Válgame, él es el hombre...
Man-Fred, se lo digo yo! -aulló en ese momento la señorita Bas-Bleu, mientras yo acompañaba a la señora Pirouette a tomar asiento.
-¿Han oído alguna vez en su vida algo parecido? Es Man-Fred, insisto, y no en absoluto Man-Friday.
En este punto la señorita Bas-Bleu me indicó perentoriamente que me acercara, y me vi obligado, muy a mi pesar, a abandonar a la señora P. con el fin de resolver una disputa acerca del título de una cierta obra poética de teatro de Lord Byron. Aunque me pronuncié con gran diligencia a favor de que el título era Man-Friday, y en absoluto Man-Fred, cuando volví a buscar a la señora Pirouette no pude encontrarla, y me retiré de aquella casa con una gran amargura en el espíritu y una gran animosidad contra la totalidad de la raza de los Bas-Bleus.
El asunto había adquirido ya caracteres alarmantes, y decidí visitar inmediatamente a mi amigo personal, el señor Theodore Sinivate, ya que sabía que por lo menos de él podría obtener algo que se pareciera a una información concreta.
-¡Smith! -dijo él con su tan conocida costumbre de arrastrar las sílabas. ¡Smith!... ¡Válgame! ¿No se referirá al General John A. B. C.? Un asunto salvaje, ése de los Kickapo-o-o-os, ¿no le parece?... Un perfecto desespera-a-ado... ¡Una verdadera lástima, palabra de honor!... ¡Una maravillosa era de inventos!... ¡Pro-o-odigioso valor! Por cierto, ¿ha oído hablar alguna vez acerca del Capitán Ma-a-a-nn?
-¡Al D... o con el Capitán Mann! -dijo yo. Haga el favor de seguir con su historia.
-¡Ejem!... ¡Está bien!... En cierto modo es la même cho-o-ose, como decimos en Francia. Smith, ¿eh? ¿Brigadier-General John A. B. C.? Vaya -en ese momento al señor S. le pareció apropiado apoyar el índice sobre el costado de su nariz-. Vaya, ¿no querrá insinuar con toda seriedad y consciencia que no sabe tanto acerca de ese asunto de Smith como pueda saber yo, verdad? ¿Smith? ¿John A. B. C.? ¡Válgame Dios! Él es el ho-o-ombre...
-Señor Sinivate -dijo yo, implorante, ¿acaso es el hombre de la máscara?
-¡No-o-o! -dijo él, poniendo cara de sabiduría. Ni tampoco el hombre de la lu-u-una.
Aquella respuesta me pareció un claro insulto, y así se lo dije, abandonando inmediatamente la casa, preso de una gran indignación, y con la firme resolución de exigir cuentas a mi amigo el señor Sinivate por su poco caballerosa conducta y su mala educación.
A todo esto, no obstante, ni me había pasado por la imaginación que se estuviera intentando impedir mi acceso a la información que deseaba. Aún me quedaba una posibilidad. Iría a las fuentes. Visitaría inmediatamente al propio General y le exigiría, en términos explícitos, una explicación de todo aquel abominable misterio. Así por lo menos no habría lugar a equívocos. Me dirigiría a él de forma concisa, positiva y perentoria, seca como la corteza de un pastel y concisa como Tácito o Montesquieu.
Era aún temprano cuando me presenté, y el General estaba vistiéndose, pero dije que era un asunto urgente, e inmediatamente fui introducido a su habitación por un viejo valet negro, que se quedó a la espera a todo lo largo de mi visita. Al entrar en la cámara miré a mi alrededor, por supuesto, en busca de su ocupante, pero en aquel momento fui incapaz de localizarle. Había un gran montón de algo con un aspecto extraordinariamente extraño que yacía a mis píes sobre el suelo, y ya que no estaba precisamente del mejor humor del mundo, le di una patada para apartarlo de mi camino.
-¡Ejem! ¡Ejem! ¡Muy educado, diría yo! -dijo el montón, con una de las vocecillas más diminutas y en términos generales de las más divertidas, entre un chirrido y un silbido, que había yo oído en los días de mi vida.
-¡Ejem! Muy educado, me atrevería a observar.
Estuve a punto de gritar de terror, y me dirigí tangencialmente a la más alejada esquina de la habitación.
-¡Que Dios me bendiga, mí querido amigo! -silbó de nuevo el montón. Qué... qué... qué... ¡Válgame! ¿Qué es lo que pasa? Estoy por creer que no me conoce usted de nada.
¿Qué podía yo decir a eso?... ¿Qué podía? Me dejé caer anonadado en un sillón, y con los ojos muy abiertos y la mandíbula colgante esperé la solución de todo aquel misterio.
-No obstante, no deja de ser extraño que usted no me conozca, ¿no le parece? -volvió a chirriar al cabo de un rato aquella cosa indescriptible, y percibí que en aquel momento estaba realizando sobre el suelo no sé qué inexplicables movimientos muy análogos a los de ponerse un calcetín. No obstante, a la vista no había más que una pierna.
-No obstante, no deja de ser extraño que usted no me conozca, ¿no le parece? ¡Pompey, tráeme esa pierna! -Pompey le alcanzó entonces al montón una magnífica pierna de corcho, ya vestida, que se enroscó en un abrir y cerrar de ojos, e inmediatamente se puso en pie ante mí.
-Y una sangrienta pelea fue -continuó diciendo la cosa, como en un soliloquio, pero al fin y al cabo uno no puede esperar luchar contra los Bogaboos y los Kickapoos y salir con un simple arañazo. Pompey, te agradecería que me alcanzaras ahora ese brazo. Thomas -dijo, volviéndose hacia mí- es sin duda el mejor fabricante de piernas de corcho, pero si algún día tuviera usted necesidad de un brazo, mi querido amigo, permítame que le recomiende a Bishop.
En ese momento, Pompey le enroscó el brazo.
-Fue un trabajo bastante duro, eso se lo puedo asegurar. Ahora, tú, perro, ponme los hombros y el torso. Pettit fabrica los mejores hombros, pero si lo que usted quiere es un torso, lo mejor que puede hacer es ir a Ducrow.
-¡Torso! -dije yo.
-Pompey, ¿es que no vas a acabar nunca con esa peluca? Después de todo, que le quiten a uno la cabellera es un proceso bastante violento, pero, por otra parte se pueden conseguir magníficos bisoñés en De L’Orme’s.
-¡Bisoñé!
-¡Ahora, tú, negro, tráeme mis dientes! Para conseguir un buen juego de estos, el mejor sitio es Parmly; los precios son altos, pero la mano de obra es excelente. No obstante, me tragué unas cuantas piezas excelentes cuando aquel gran Bogaboo me sacudió con la culata de su rifle.
-¡Culata! ¡Sacudió! ¡Por mis ojos!
-Oh, sí, por cierto, mi ojo... aquí está. ¡Pompey, bribón, enróscamelo! Esos Kikcapoos no tienen recato en sacártelos, pero, después de todo, el tal doctor Williams es un hombre muy calumniado; no se puede usted imaginar lo bien que veo con los ojos que me ha hecho.
Empecé entonces a percibir con gran claridad que el objeto que estaba ante mí no era nada más ni nada menos que mi nuevo conocido, el Brevet-Brigadier General John A. B. C. Smith. Las manipulaciones de Pompey habían supuesto, justo es admitirlo, una gran diferencia en la apariencia personal de aquel hombre. No obstante, la voz me seguía desconcertando, pero incluso aquel misterio aparente fue inmediatamente desvelado.
-Pompey, negro sinvergüenza -chirrió el General, realmente me da la impresión de que serías capaz de dejarme salir sin mi paladar.
Al oír esto, el negro, murmurando una excusa, se acercó a su dueño y le abrió la boca con el gesto experto de un jockey, ajustando con gran destreza en su interior una máquina de aspecto un tanto singular, cuya función yo no alcanzaba a comprender. No obstante, la alteración que produjo en la expresión de las facciones del General fue instantánea y sorprendente. Cuando volvió a hablar, su voz había recuperado toda aquella riqueza melódica y aquel poder que yo había relatado durante nuestro primer encuentro.
-¡El D... o se lleve a esos vagabundos! -dijo él, con un tono tan claro, que di un respingo de sorpresa. ¡El D... o se lleve a esos vagabundos! No sólo no se conformaron con hundirme el cielo de la boca, sino que también se tomaron la molestia de cortarme por lo menos siete octavas partes de la lengua. No obstante, en toda América, no hay quien pueda igualar a Bonfanti en la fabricación de artículos de verdadera calidad de este género. Se lo puedo recomendar con toda confianza -aquí, el General hizo una reverencia. Y asegurarle que lo hago con gran placer.
Agradecí su gentileza lo mejor que pude, y le abandoné inmediatamente, comprendiendo perfectamente la verdadera situación, comprendiendo por completo el misterio que durante tanto tiempo me había tenido preocupado. Era evidente. Era un caso claro. El Brevet Brigadier General era un hombre... era el hombre consumido.

1.011. Poe (Edgar Allan)

[1] Hombre en inglés es man, que se pronuncia igual que Mann, de ahí el juego de palabras.