“El método es el alma de
los negocios.”
(proverbio
antiguo)
Yo soy un hombre de negocios. Soy
un hombre metódico. Después de todo, el método es la clave. Pero no hay gente a
la que desprecie más de corazón que a esos estúpidos excéntricos, que no hacen
más que hablar acerca del método sin entenderlo; ateniéndose exclusivamente a
la letra y violando su espíritu. Estos individuos siempre están haciendo las
cosas más insospechadas de lo que ellos llaman la forma más ordenada. Ahora
bien, en esto, en mi opinión, existe una clara paradoja. El verdadero método se
refiere exclusivamente a lo normal y lo obvio, y no se puede aplicar a lo outré. ¿Qué idea concreta puede aplicarse
a expresiones tales como “un metódico Jack o’Dandy”, o “un Will o’the Wisp”?
Mis ideas en torno a este asunto podrían no haber sido tan
claras, de no haber sido por un afortunado accidente, que tuve cuando era muy
pequeño. Una bondadosa ama irlandesa (a la que recordaré en mi testamento) me agarró por los
talones un día que estaba haciendo más ruido del necesario, y dándome dos o
tres vueltas por el aire, y diciendo pestes de mí, llamándome “mocoso chillón”,
golpeó mi cabeza contra el pie de la cama. Esto, como digo, decidió mi destino
y mi gran fortuna. Inmediatamente me salió un chichón en el sincipucio, que
resultó ser un órgano ordenador de los más bonitos que pueda uno ver en parte
alguna. A esto debo mi definitiva apetencia por el sistema y la regularidad que
me han hecho el distinguido hombre de negocios que soy.
Si hay algo en el mundo que yo odie, ese algo son los genios.
Los genios son todos unos asnos declarados, cuanto más geniales, más asnos, y
esta es una regla para la que no existe ninguna excepción. Especialmente no se
puede hacer de un genio un hombre de negocios, al igual que no se puede sacar
dinero de un Judío, ni las mejores nueces moscadas, de los nudos de un pino.
Esas criaturas siempre salen por la tangente, dedicándose
a algún fantasioso ejercicio de ridícula especulación, totalmente alejado de la
“adecuación de las cosas” y carente de todo lo que pueda ser considerado como
nada en absoluto. Por tanto, puede uno identificarse a estos individuos por la
naturaleza del trabajo al que se dedica. Si alguna vez ve usted a un hombre que
se dedica al comercio o a la manufactura, o al comercio de algodón y tabaco, o
a cualquiera otra de esas empresas excéntricas, o que se hace negociante de
frutos secos, o fabricante de jabón, o algo por el estilo, o que dice ser un
abogado, o un herrero, o un médico, cualquier cosa que se salga de lo
corriente, puede usted clasificarle inmediatamente como un genio, y, en
consecuencia, de acuerdo con la regla de tres, es un asno.
Yo, en cambio, no soy bajo ningún aspecto un genio, sino
simplemente un hombre de negocios normal. Mi agenda y mis libros se lo
demostrarán inmediatamente. Están bien hechos, aunque esté mal que yo lo diga,
y en mis hábitos de precisión y puntualidad jamás he sido vencido por el reloj.
Lo que es más, mis ocupaciones siempre han sido organizadas para adecuarlas a
los hábitos normales de mis compañeros de raza. No es que me sienta en absoluto
en deuda en este sentido con mis padres, que eran extra-ordinariamente tontos,
y que, sin duda alguna, me hubieran convertido en un genio total si mi ángel de
la guarda no hubiera llegado a tiempo para rescatarme. En las biografías, la
verdad es el todo, y en las autobiografías, mucho más aún, y, no obstante,
tengo poca esperanza de ser creído al afirmar, no importa cuan seriamente, que
mi padre me metió, cuando tenía aproximadamente quince años de edad, en la
contaduría de lo que él llamaba “un respetable comerciante de ferretería y a
comisión, que tenía un mag nífico
negocio”. ¡Una mag nífica basura! No
obstante, como consecuencia de su insensatez, a los dos o tres días me tuvieron
que devolver a casa a reunirme con los cabezas huecas de mi familia, aquejado
de una gran fiebre, y con un dolor extremadamente violento y peligroso en el
sincipucio, alrededor de mi órgano de orden. Mi caso era de gran gravedad,
estuve al borde de la muerte durante seis semanas, los médicos me desahuciaron
y todas esas cosas. Pero, aunque sufrí mucho, en general era que me sentía
agradecido a mi suerte. Me había salvado de ser un “respetable comerciante de
ferretería y a comisión, que tenía un mag nífico
negocio”, y me sentía agradecido a la protuberancia que había sido la causa de
mi salvación, así como también a aquella bondadosa mujer, que había puesto a mi
alcance la citada causa.
La mayor parte de los muchachos se escapan de sus casas a
los diez o doce años de edad, pero yo esperé hasta tener dieciséis. No sé si me
hubiera ido entonces de no haber sido porque oí a mi madre hablar de lanzarme a
vivir por mi cuenta con el negocio de las legumbres, ¡De las legumbres!
¡Imag ínense ustedes! A raíz de eso
decidí marcharme e intentar esta-blecerme con algún trabajo decente, sin tener que seguir bailando con
arreglo a los caprichos de aquellos viejos excéntricos, arriesgándome a que me
convirtieran finalmente en un genio. En esto tuve un éxito total al primer
intento, y cuando tenía dieciocho años cumplidos tenía ya un trabajo amplio y
rentable en el sector de Anunciadores ambulantes de Sastres.
Fui capaz de cumplir con las duras labores de esta profesión
tan sólo gracias a esa rígida adherencia a un sistema qué era la principal
peculiaridad de mi persona. Mis actos se caracterizaban, al igual que mis
cuentas, por su escrupuloso método.
En mi caso, era el método, y no el dinero el que hacía al hombre: al menos,,
aquella parte que no había sido confeccionada por el sastre al que yo servía.
Cada mañana, a las nueve, me presentaba ante aquel individuo para que me
suministrara las ropas del día. A las diez estaba ya en algún paseo de moda o
en algún otro lugar, dedicado al entretenimiento del público. La perfecta
regularidad con la que hacía girar mi hermosa persona, con el fin de poner a la
vista hasta el más mínimo detalle del traje que llevaba puesto, producía la
admiración de todas las personas iniciadas en aquel negocio. Nunca pasaba un
mediodía sin que yo hubiera conseguido un cliente para mis patronos, los
señores Cut y Comeagain.[1]
Digo esto con orgullo, pero con lágrimas en los ojos, ya que aquella empresa
resultó ser de una ingratitud que rayaba en la vileza. La pequeña cuenta acerca
de la que discutimos, y por la que finalmente nos separamos, no puede ser
considerada en ninguno de sus puntos como exagerada por cualquier caballero que
esté verdaderamente familiarizado con la naturaleza de este negocio. No
obstante, acerca de esto siento cierto orgullo y satisfacción en permitir al
lector que juzgue por sí mismo. Mi factura decía así:
“Señores Cut y Comeagain, sastres,
A Peter Proffit, anunciador ambulante.”
10 de
|
Por pasear,
como de costumbre, y por traer un cliente.
|
0,25 dólares
|
11 de
|
Por pasear,
como de costumbre, y por traer un cliente.
|
0,25 dólares
|
12 de
|
Por una
mentira, segunda clase; una tela negra estropeada, vendida como verde
invisible.
|
0,25 dólares
|
13 de
|
Por una
mentira, primera clase, calidad y tamaño extra; recomendar satinete como si
fuera paño fino.
|
0,75 dólares
|
20 de
|
Por la compra
de un cuello de cam
|
2 centavos
|
15 de agosto
|
Por usar una
levita de cola corta, con doble forro (temperatura 76 F. a la sombra).
|
0,25 dólares
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16 de agosto
|
Por mantenerse
sobre una sola pierna durante tres horas para exhibir pantalones con
trabilla, de nuevo estilo, a 12 centavos y medio por pierna por hora.
|
037 ½ dólares
|
17 de agosto
|
Por pasear,
como de costumbre, y por un gran cliente (hombre gordo)
|
0,50 dólares
|
18 de agosto
|
Por pasear,
como de costumbre, y por un gran cliente (tamaño mediano)
|
0,50 dólares
|
19 de agosto
|
Por pasear, como
de costumbre, y por un gran cliente (hombre pequeño y mal pagador).
|
6 centavos
|
|
|
2,96 ½ dólares
|
La causa fundamental de la disputa producida por esta factura
fue el muy moderado precio de dos centavos por la pechera. Palabra de honor que
éste no era un precio exagerado por esa pechera.
Era una de las más limpias y bonitas que jamás he visto, y tengo buenas razones
para pensar que fue la causante de la venta de tres Petershams. El socio más
antiguo de la firma, no obstante, quería darme tan sólo un penique, y decidió
demostrar cómo se pueden sacar cuatro artículos tales del mismo tamaño de un
pliego de papel ministro. Pero es innecesario decir que para mí aquello era una
cuestión de principios. Los negocios son los negocios, y deben ser hechos a la
manera de los negociantes. No existía ningún sistema que hiciera posible el
escatimarme a mí un penique -un fraude flagrante de un cincuenta por ciento.
Absolutamente ningún método.
Abandoné inmediatamente mi trabajo al servicio de los señores Cut y Comeagain,
afincándome por mi cuenta en el sector de Lo Ofensivo para la Vista , una de las
ocupaciones más lucrativas, res-; potables e independientes de entre las
normales.
Mi estricta integridad, mi economía y mis rigurosos hábitos
de negociante entraron de nuevo en juego. Me encontré a la cabeza de un
comercio floreciente, y pronto me convertí en un hombre distinguido en el
terreno del “Cambio”. La verdad sea dicha, jamás me metí en asuntos llamativos,
me limité a la buena, vieja y sobria rutina de la profesión, profesión en la
que, sin duda, hubiera permanecido de no haber sido por un pequeño accidente,
que me ocurrió llevando a cabo una de las operaciones normales en la dicha
profesión. Siempre que a una vieja momia, o a un heredero pródigo, o a una
corporación en bancarrota, se les mete en la cabeza construir un palacio, no
hay nada en el mundo que pueda disuadirles, y esto es un hecho conocido por
todas las personas inteligentes. Este hecho es en realidad la base del negocio
de lo Ofensivo para la
Vista. Por lo tanto, en el momento en que un proyecto de
construcción está razonablemente en marcha, financiado por alguno de estos
individuos, nosotros los comerciantes nos hacemos con algún pequeño rinconcillo
del solar elegido, o con algún punto que esté Justo al lado o inmediatamente
delante de éste. Una vez hecho esto, esperamos hasta que el palacio está a
medio construir, y entonces pagamos a algún arquitecto de buen gusto para que
nos construya una choza ornamental de barro, justo al lado, o una pagoda estilo
sureste, o estilo holandés, o una cochiquera, o cualquier otro ingenioso juego
de la imag inación, ya sea Esquimal,
Kickapoo u Hotentote. Por supuesto, no podemos permitirnos derribar estas
estructuras si no es por una prima superior al 500 por ciento del precio del
costo de nuestro solar y nuestros materiales. ¿No es así? Pregunto yo. Se lo
pregunto a todos los hombres de negocios. Sería irracional el suponer que
podemos. Y, a pesar de todo, hubo una descarada corporación que me pidió precisa mente eso, precisa mente eso. Por supuesto que no respondí a su absurda propuesta, pero me
sentí en el deber de ir aquella noche y cubrir todo su palacio de negro de
humo. Por hacer esto, aquellos villanos insensatos me metieron en la cárcel, y
los caballeros del sector de lo Ofensivo para la Vista se vieron obligados a
darme de lado cuando salí libre.
El negocio del Asalto con Agresión a que me vi obligado a
recurrir para ganarme la vida resultaba» en cierto modo, poco adecuado para mi
delicada constitución, pero me dediqué a él con gran entusiasmo, y encontré en
él, como en otras ocasiones, el premio a la metódica seriedad y a la precisión
de mis hábitos, que había sido fijada a golpes en mi cabeza por aquella
deliciosa ama. Sería, desde luego, el más vil de los humanos si no la recordara
en mi testamento. Observando, como ya he dicho, el más estricto de los sistemas
en todos mis asuntos, y llevando mis libros con gran precisión, fue como
conseguí superar muchas dificultades, estableciéndome por fin muy decentemente
en mi profesión. La verdad sea dicha, pocos individuos establecieron un negocio
en cualquier rama mejor montado que el mío. Transcribiré aquí una o dos páginas
de mi Agenda, y así me ahorraré la necesidad de la autoalabanza, que es una
práctica despreciable, a la cual no se rebajará ningún hombre de altas miras.
Ahora bien, la agenda es algo que no miente.
1 de enero. Año Nuevo. Me encontré con Snap en la calle;
estaba piripi. Memo; él me servirá. Poco después me encontré a Gruff, más
borracho que una cuba. Memo; también me servirá. Metí la ficha de estos dos
caballeros en mi archivo, y abrí una cuenta corriente con cada uno de ellos.
2 de enero. Vi a Snap en la Bolsa ; fui hasta él y le
pisé un pie. Me dio un puñetazo y me derribó. ¡Espléndido! Volví a levantarme.
Tuve alguna pequeña dificultad con Bag, mi abogado. Quiero que pida por daños y
perjuicios un millón, pero él dice que por un incidente tan trivial no podemos
pedir más de quinientos. Memo. Tengo que prescindir de Bag, no tiene ningún sistema.
3 de enero. Fui al teatro a buscar a Gruff. Le vi sentado
en un palco lateral del tercer piso, entre una dama gruesa y otra delgada.
Estuve observando al grupo con unos gemelos hasta que vi a la dama gruesa
sonrojarse y susurrarle algo a G. Fui entonces hasta su palco y puse mi nariz
al alcance de su mano. No me tiró de ella, no hubo nada que hacer. Me la limpié
cuidadosamente y volví a intentarlo; nada. Entonces me senté y le hice guiaos a
la dama delgada, y entonces tuve la gran satisfacción de sentir que él me
levantaba por la piel del pescuezo, arrojándome al patio de butacas. Cuello
dislocado y la pierna derecha mag níficamente
rota. Me fui a casa enormemente animado; bebí una botella de champaña, apunté
una petición de cinco mil contra aquel joven. Bag dice que está bien.
15 de febrero. Llegamos a un compromiso en el caso del
señor Snap. Cantidad ingresada -50 centavos- por verse.
16 de febrero. Derrotado por el villano de Gruff, que me
hizo un regalo de cinco dólares. Costo del traje, cuatro dólares y 25 centavos.
Ganancia neta -véanse libros, 75 centavos”.
Como pueden ver, existe una clara ganancia en el transcurso
de un breve período de tiempo de nada menos que un dólar y 25 centavos, y esto
tan sólo en los casos de Snap y Gruff, y juro solemnemente al lector que estos
extractos han sido tomados al azar de mi agenda.
No obstante, es un viejo proverbio, y perfectamente
cierto, que el dinero no es nada en comparación con la buena salud. Las
exigencias de la profesión me parecieron un tanto excesivas para mi delicado
estado de salud, y una vez que finalmente descubrí que estaba totalmente
deformado por los golpes, hasta el punto que no sabía muy bien qué hacer y que
mis amigos eran incapaces de reconocerme como Peter Proffit cuando me cruzaba
con ellos por la calle, se me ocurrió que lo mejor que podría hacer sería
alterar la orientación de mis actividades. En consecuencia, dediqué mi atención
a las Salpicaduras de Lodo, y estuve dedicado a ello durante algunos años.
Lo peor de esta ocupación es que hay demasiada gente que
se siente atraída por ella, y en consecuencia, la competencia resulta excesiva.
Todos aquellos individuos ignorantes que descubren que carecen de cerebro como
para hacer carrera como hombre-anuncio, o como pisa verde
de la rama de lo Ofensivo para la
Vista , o como un hombre de Asalto con Agresión, piensan, por
supuesto, que su futuro está en las Salpicaduras de Lodo. Pero jamás pudo haber
una idea más equivocada que la de pensar que no hace falta cerebro para
dedicarse a salpicar de lodo. Especialmente no hay en este negocio nada que
hacer si se carece de método.
Por lo que a mí respecta, mi negocio era tan sólo al por menor, pero mis
antiguos hábitos sistemáticos me hicieron progresar viento en popa. En primer
lugar elegí mi cruce de calles con gran cuidado, y jamás utilicé un cepillo en
ninguna otra parte de la ciudad que no fuera aquélla.
También puse gran atención en tener un buen charco a mano, de tal forma que
pudiera llegar a él en cuestión de un momento. Debido a esto, llegué a ser
conocido como una persona de fiar; y esto, permítanme que se lo diga, es tener
la mitad de la batalla ganada en este oficio. Jamás nadie que me echara una moneda
atravesó mi cruce con una mancha en sus pantalones. Y ya que mis costumbres en
este sentido eran bien conocidas, jamás tuve que enfrentarme a ninguna
imposición. Caso de que esto hubiera ocurrido, me hubiera negado a tolerarlo.
Jamás he intentado imponerme a nadie, y en consecuencia, no tolero que nadie
haga el indio conmigo. Por supuesto, los fraudes de los bancos eran algo que yo
no podía evitar. Su suspensión me dejó en una situación prácticamente ruinosa.
Estos, no obstante, no son individuos, sino corporaciones, y como todo el mundo
sabe, las corporaciones no tienen ni cuerpo que patear ni alma que maldecir.
Estaba yo ganando dinero con este negocio cuando en un mal
momento me vi inducido a fusionarme con los Viles Difamadores, una profesión en
cierto modo análoga, pero ni mucho menos igual de respetable. Mi puesto era sin
duda excelente, ya que estaba localizado en un lugar céntrico y tenía unos mag níficos cepillos y betún. Mi perrillo, además,
estaba bastante gordo y puesto al día en todas las técnicas del olisqueo.
Llevaba en el oficio mucho tiempo, y me atrevería a decir que lo comprendía.
Nuestra rutina consistía en lo siguiente: Pompey, una vez que se había rebozado
bien en el barro, se sentaba a la puerta de la tienda hasta que veía acercarse
a un dandy de brillantes botas. Inmediatamente salía a recibirle y se frotaba
un par de veces contra sus Wellingtons. Inmediatamente, el dandy se ponía a
Jurar profusamente y a mirar a su alrededor en busca de un limpiabotas. Y allí
estaba yo, bien a la vista, con mi betún y mis cepillos. Al cabo de un minuto
de trabajo recibía mis seis peniques. Esto funcionó moderadamente bien durante
un cierto tiempo. De hecho, yo no era avaricioso, pero mi perro lo era. Yo le
daba un tercio de los beneficios, pero él decidió insistir en que quería la
mitad. Esto fui incapaz de tolerarlo, de modo que nos peleamos y nos separamos.
Después me dediqué algún tiempo a probar suerte con el
Organillo, y puedo decir que se me dio bastante bien. Es un oficio simple y
directo, y no requiere ninguna habilidad particular. Se puede conseguir un
organillo a cambio de una simple canción, y para ponerlo al día no hay más que
abrir la maquinaria y darle dos o tres golpes secos con un martillo. Esto
produce una mejora en el aparato, de cara al negocio, como no se pueden ustedes
imag inar. Una vez hecho esto, no hay
más que pasear con el organillo al hombro hasta ver madera fina en la calle y
un llamador envuelto en ante. Entonces uno se detiene y se pone a dar vueltas a
la manivela, procurando dar la impresión de que está uno dispuesto a seguir
haciéndolo hasta el día del juicio. Al cabo de un rato se abre una ventana
desde donde arrojan seis peniques junto con la solicitud “cállese y siga su
camino”, etc., etc. Yo soy consciente de que algunos organilleros se han
permitido el lujo de “seguir su camino” a cambio de esta suma, pero por lo que
a mí respecta, yo consideraba que la inversión inicial de capital necesaria
había sido excesiva como para permitirme el “seguir mi camino” por menos de un
chelín.
Con esta ocupación gané bastante, pero por algún motivo no
me sentía del todo satisfecho, así que finalmente la abandoné. La verdad es que
trabajaba con la desventaja de carecer de un mono, y además las calles
americanas están tan embarradas y la muchedumbre democrática es muy molesta y
está repleta de niños traviesos.
Estuve entonces sin trabajo durante algunos meses, pero
finalmente conseguí, gracias al gran interés que puse en ello, procurarme un
puesto en el negocio del Correo Fingido. El trabajo aquí es sencillo y no del
todo improductivo. Por ejemplo: muy de madrugada yo tema que hacer mi paquete
de falsas cartas. En el interior de cada una de éstas tema que garrapatear unas
cuantas líneas acerca de cualquier tema que me pareciera lo suficientemente
misterioso, y firmar todas estas epístolas como Tom Dobson, o Bobby Tompkins, o
algo por el estilo. Una vez dobladas y cerradas todas, y selladas con un falso
matasellos de Nueva Orleáns, Bengala, Botany Bay o cualquier otro lugar muy
alejado, recorría mí ruta diaria como si tuviera mucha prisa .
Siempre me presentaba en las casas grandes para entregar las cartas y solicitar
el pago del sello. Nadie duda en pagar por una carta, especialmente por una
doble; la gente es muy tonta y no me costaba nada doblar la esquina antes de
que tuvieran tiempo de abrir las epístolas. Lo peor de esta profesión era que
tenía que andar tanto y tan deprisa ,
y que tenía que variar mi ruta tan frecuentemente. Además, tenía escrúpulos de
conciencia. No puedo aguantar el ver abusar de individuos inocentes, y el
entusiasmo con el que toda la ciudad se dedicó a maldecir a Tom Dobson y a
Bobby Tompkins era realmente alga horrible de oír. Me lavé las manos de aquel
asunto con gran repugnancia.
Mi octava y última especulación ha sido en el terreno de la Cría de Gatos. He encontrado
este negocio extraordinariamente agradable y lucrativo, y prácticamente carente
de problemas. Como todo el mundo sabe, el país está infectado de gatos; tanto
es así, que recientemente se presentó ante el legislativo, en su última y
memorable sesión, una petición para que el problema se resolviera, repleta de
numerosas y respetables firmas. La asamblea en aquellos tiempos estaba
desusadamente bien informada, y habiendo aceptado otros muchos sabios y sanos
proyectos, coronó su actuación con el Acta de los Gatos. En su forma original,
esta ley ofrecía una prima por la presentación de “cabezas” de gato (cuatro peniques la pieza), pero
el Senado consiguió enmendar la cláusula principal sustituyendo la palabra “cabezas”
por “colas”. Esta
enmienda era tan evidentemente adecuada que la totalidad de la Cámara la aceptó me, con.
En cuanto el gobernador hubo firmado la ley, invertí la totalidad
de mi dinero en la compra de Gatos y Gatas. Al principio sólo podía permitirme
el alimentarles con ratones (que resultan baratos), pero aun así cumplieron con
la Ordenanza Bíblica
a un ritmo tan maravilloso que finalmente consideré que la mejor línea de
actuación sería la de la generosidad, de modo que regalé sus paladares con
ostras y tortuga. Sus colas, según el precio establecido, me producen ahora
unos buenos ingresos, ya que he descubierto un método por medio del cual,
gracias al aceite de Macassar, puedo conseguir tres cosechas al año. También me
encanta observar que los animales se acostumbran rápidamente a la cosa y acaban
prefiriendo el tener el tal apéndice cortado que no tenerlo. Me considero, por
lo tanto, realizado y estoy intentando conseguir una residencia en el Hudson.
1.011. Poe (Edgar Allan)
[1] Cut significa
cortar, y Comeagain, vuelva otra vez. (N del T.)