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lunes, 15 de septiembre de 2014

Sinfonia de dos novelas - Cap. I

(Su unico hijo. Una mediania)

Don Elías Cofiño, natural de Vigo, había hecho una regular fortuna en América con el comercio d libros. Había empezado fundando periódicos políticos y literarios, que escribía con otros aficionados a lo que llamaban ellos el cultivo de las musas. Cofiño se creyó poeta y escritor político hasta los veinticinco años; pero varios desencantos y un poco de hambre, con otros muchos apuros, le hicieron aguzar el sentido íntimo y llegar a conocerse mejor. Se convenció de que en literatura nunca sería más que un lector discreto, un entusiasta de lo bueno, o que tal le parecía, y un imitador de cuanto le entusiasmaba. Y además, comprendió que a Buenos Aires no se iba a ejercer de Espronceda ni de Pablo Luis Courier (que eran sus ídolos), y que sus chistes e ironías recónditas, casi copiados de Courier y de Fígaro, no los entendían bien aquellos pueblos nuevos. En fin, se dejó de escribir periódicos, y descubrió con gran satisfacción su aptitud latente para el comercio. Importó libros franceses, ingleses y españoles; estudió el gusto del público americano, lo halagó al principio, «procuró rectificarlo y encauzarlo» después; se puso en correspondencia con las mejores casas editoriales de Londres, París y Madrid, y en pocos años ganó lo que jamás literato alguno español pudo ganar; y decidido a ser rico, continuó con ahínco en su empeño, y no paró hasta millonario.
La muerte de su esposa, una linda americana, hija de inglesa y español, poetisa en español y en inglés, le quitó al buen Cofiño el ánimo de seguir trabajando; traspasó el comercio, y con sus millones y su hija única, de siete años, se volvió a Europa, donde repartió el tiempo y el dinero entre París y Madrid. La educación de Rita (así se llamaba la niña, por recordar el nombre de la difunta madre de D. Elías) era la preocupación principal de Cofiño, que quería para su hija todas las gracias de la naturaleza y todos los encantos que a ellas puede añadir el arte de criar ángeles que han de ser señoritas. Ensayó varios sistemas de educación el padre amoroso; nunca estaba satisfecho, ni en parte alguna encontraba, aunque las pagaba a peso de oro, suficientes garantías para la salud material y moral del idolillo que había engendrado. Si pasaba un año entero en Madrid, al cabo renegaba de la educación madrileña, y decía que no había en la capital de España maestros dignos de su hija. Levantaba la casa, trasladábase a París, y allí parecía más contento de la enseñanza; pero después de algunos meses comenzaba a protestar el patriotismo, y temía que Rita se hiciera más francesa que española, lo cual sería como ser menos hija de Cofiño.
En estas idas y venidas pasaron los años, y se gastó mucho dinero; y cuando ya creyó completa la educación   de su ángel vestido de largo, se fijó en la corte de España, donde pasaban los inviernos. El verano y algo del otoño los repartía entre Vigo y una quinta deliciosa que había comprado el rico librero cerca de Pontevedra a orillas del poético Lerez.
D. Elías, si no todos, conservaba algunos de sus millones, y si algo de su capital perdió en una empresa periodística en que se metió, por una especie de palingenesia de la vanidad, aún sacó, amén de las manos en la cabeza, incólumes unos doscientos mil duros y el propósito de no meterse en malos negocios, por halagüeños que fuesen para su amor propio.
Más poderosa que él su afición a las letras, que se irritaba de nuevo con la proximidad de la vejez, le obligaba a procurar el trato de los escritores, y no siempre de balde. Su primera vanidad era Rita; esbelta, blanca, discreta hasta en el modo de andar, elegante, que se movía con una aprensión de alas en los hombros, que miraba a todo como al cielo azul, seria y dulce, sin más que un poco de2 acíbar, de ironía en la punta de la lengua para el mal cuando era ridículo, y para la ignorancia cuando recaía en varón constante obligado a saber lo que pregonaba tener al dedillo. Pero la segunda vanidad de Cofiño, poco menos fuerte, era la amistad de los grandes literatos. Cuando era pobre todavía y redactaba periódicos, tenía Don Elías gusto más difícil; le asustaba la idea de tragarlas como puños, de admirar lo malo por bueno: pero ahora, el bienestar y los años le habían hecho más benévolo y estragado en parte el paladar. Ya tenía por grandes escritores a los que no pasaban de medianos, y aun a algunos que, apurada la cuenta, serían malos probablemente. Él, que no necesitaba de nadie, por tal de ser amigo de notabilidades, adulaba a los mismos a quienes solía dar de comer; y a más de un parásito suyo le hizo la corte con una humildad indigna de su carácter, altivo en los demás negocios. A los académicos les alababa el diccionario y el purismo, y la parsimonia de su vida literaria, y con ellos hablaba de líneas griegas, de castidad clásica, y de los modelos. Con los autores revolucionarios se explicaba de otro modo, y decía pestes de los ratones de bibliotecas y de las «frías convicciones del pseudo-clasicismo». A los jóvenes les concedía que había que reemplazar a los ídolos caducos; a los viejos, que con ellos se moría el arte. Y esto lo hacía el pobre D. Elías por estar bien con todos, y porque la experiencia le había enseñado que el manjar de esta clase de dioses es la murmuración, y que en sus altares, más que el incienso, se estima la sangre de literato degollado vivo sobre el ara.
Todo ello se le podía perdonar al antiguo librero, porque el fin que se proponía no era bajo, ni siquiera interesado. Pero lo que no tenía perdón era su empeño de casar a Rita con un literato ilustre, o por lo menos que estuviese en camino de serlo. Merecía Rita por su hermosura de rubia esbelta, de rubia con un matiz de andaluza, suave, mezclado con otros de ángel y de mujer seria; por su educación completa, discreta y oportuna, por su candor, por su talento un poco avergonzado de sí mismo, y por los tesoros de virtud casera que todo lo suyo anunciaba, desde el modo de besar a un niño hasta la manera de doblar la mantilla, merecía por todo eso, y por su fortuna sana aunque no fabulosa, un novio a pedir de boca, una gran proporción, algo así como un ministro, o un banquero, o un hombre honrado y guapo por lo menos. Pero D. Elías exigía a todo pretendiente posible la condición de literato, y bastante conocido.

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

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