(Su
unico hijo. Una mediania)
Don
Elías Cofiño, natural de Vigo, había hecho una regular fortuna en
América con el comercio d libros. Había empezado fundando
periódicos políticos y literarios, que escribía con otros
aficionados a lo que llamaban ellos el cultivo de las musas. Cofiño
se creyó poeta y escritor político hasta los veinticinco años;
pero varios desencantos y un poco de hambre, con otros muchos apuros,
le hicieron aguzar el sentido íntimo y llegar a conocerse mejor. Se
convenció de que en literatura nunca sería más que un lector
discreto, un entusiasta de lo bueno, o que tal le parecía, y un
imitador de cuanto le entusiasmaba. Y además, comprendió que a
Buenos Aires no se iba a ejercer de Espronceda ni de Pablo Luis
Courier (que eran sus ídolos), y que sus chistes e ironías
recónditas, casi copiados de Courier y de Fígaro,
no los entendían bien aquellos pueblos nuevos. En fin, se dejó de
escribir periódicos, y descubrió con gran satisfacción su aptitud
latente para el comercio. Importó libros franceses, ingleses y
españoles; estudió el gusto del público americano, lo halagó al
principio, «procuró rectificarlo y encauzarlo» después; se puso
en correspondencia con las mejores casas editoriales de Londres,
París y Madrid, y en pocos años ganó lo que jamás literato alguno
español pudo ganar; y decidido a ser rico, continuó con ahínco en
su empeño, y no paró hasta millonario.
La
muerte de su esposa, una linda americana, hija de inglesa y español,
poetisa en español y en inglés, le quitó al buen Cofiño el ánimo
de seguir trabajando; traspasó el comercio, y con sus millones y su
hija única, de siete años, se volvió a Europa, donde repartió el
tiempo y el dinero entre París y Madrid. La educación de Rita (así
se llamaba la niña, por recordar el nombre de la difunta madre de D.
Elías) era la preocupación principal de Cofiño, que quería para
su hija todas las gracias de la naturaleza y todos los encantos que a
ellas puede añadir el arte de criar ángeles que han de ser
señoritas. Ensayó varios sistemas de educación el padre amoroso;
nunca estaba satisfecho, ni en parte alguna encontraba, aunque las
pagaba a peso de oro, suficientes garantías para la salud material y
moral del idolillo que había engendrado. Si pasaba un año entero en
Madrid, al cabo renegaba de la educación madrileña, y decía que no
había en la capital de España maestros dignos de su hija. Levantaba
la casa, trasladábase a París, y allí parecía más contento de la
enseñanza; pero después de algunos meses comenzaba a protestar el
patriotismo, y temía que Rita se hiciera más francesa que española,
lo cual sería como ser menos hija de Cofiño.
En
estas idas y venidas pasaron los años, y se gastó mucho dinero; y
cuando ya creyó completa la educación de su ángel vestido
de largo, se fijó en la corte de España, donde pasaban los
inviernos. El verano y algo del otoño los repartía entre Vigo y una
quinta deliciosa que había comprado el rico librero cerca de
Pontevedra a orillas del poético Lerez.
D.
Elías, si no todos, conservaba algunos de sus millones, y si algo de
su capital perdió en una empresa periodística en que se metió, por
una especie de palingenesia de la vanidad, aún sacó, amén de las
manos en la cabeza, incólumes unos doscientos mil duros y el
propósito de no meterse en malos negocios, por halagüeños que
fuesen para su amor propio.
Más
poderosa que él su afición a las letras, que se irritaba de nuevo
con la proximidad de la vejez, le obligaba a procurar el trato de los
escritores, y no siempre de balde. Su primera vanidad era Rita;
esbelta, blanca, discreta hasta en el modo de andar, elegante, que se
movía con una aprensión de alas en los hombros, que miraba a todo
como al cielo azul, seria y dulce, sin más que un poco de2
acíbar, de ironía en la punta de la lengua para el mal cuando era
ridículo, y para la ignorancia cuando recaía en varón constante
obligado a saber lo que pregonaba tener al dedillo. Pero la segunda
vanidad de Cofiño, poco menos fuerte, era la amistad de los grandes
literatos. Cuando era pobre todavía y redactaba periódicos, tenía
Don Elías gusto más difícil; le asustaba la idea de tragarlas como
puños, de admirar lo malo por bueno: pero ahora, el bienestar y los
años le habían hecho más benévolo y estragado en parte el
paladar. Ya tenía por grandes escritores a los que no pasaban de
medianos, y aun a algunos que, apurada la cuenta, serían malos
probablemente. Él, que no necesitaba de nadie, por tal de ser amigo
de notabilidades,
adulaba a los mismos a quienes solía dar de comer; y a más de un
parásito suyo le hizo la corte con una humildad indigna de su
carácter, altivo en los demás negocios. A los académicos les
alababa el diccionario y el purismo, y la parsimonia de su vida
literaria, y con ellos hablaba de líneas griegas, de castidad
clásica,
y de los modelos. Con los autores revolucionarios se explicaba de
otro modo, y decía pestes de los ratones de bibliotecas y de las
«frías convicciones del pseudo-clasicismo». A los jóvenes les
concedía que había que reemplazar a los ídolos caducos; a los
viejos, que con ellos se moría el arte. Y esto lo hacía el pobre D.
Elías por estar bien con todos, y porque la experiencia le había
enseñado que el manjar de esta clase de dioses es la murmuración, y
que en sus altares, más que el incienso, se estima la sangre de
literato degollado vivo sobre el ara.
Todo
ello se le podía perdonar al antiguo librero, porque el fin que se
proponía no era bajo, ni siquiera interesado. Pero lo que no tenía
perdón era su empeño de casar a Rita con un literato ilustre, o por
lo menos que estuviese en camino de serlo. Merecía Rita por su
hermosura de rubia esbelta, de rubia con un matiz
de andaluza, suave, mezclado con otros de ángel y de mujer seria;
por su educación completa, discreta y oportuna, por su candor, por
su talento un poco avergonzado de sí mismo, y por los tesoros de
virtud casera que todo lo suyo anunciaba, desde el modo de besar a un
niño hasta la manera de doblar la mantilla, merecía por todo eso, y
por su fortuna sana aunque no fabulosa, un novio a pedir de boca, una
gran proporción, algo así como un ministro, o un banquero, o un
hombre honrado y guapo por lo menos. Pero D. Elías exigía a todo
pretendiente posible la condición de literato, y bastante conocido.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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