Castelar.
-«El suspiro del moro», tomo I
Otro
gran trabajador, que tiene grandes simpatías por el que atrás
dejamos. Bien me conoció en la cara D. Emilio el placer que me
causaba cuando en variada conversación, después de despellejar a
muchos que merecen ser unos San Bartolomés, me decía:
-El
que vale muchísimo, pero muchísimo, es su amigo de V., Marcelino.
Hace usted bien en ponerle en los cuernos de la luna. Yo le conozco
ahora mejor, le trato más y me tiene encantado, etc., etc.
Habrá
almas tristes que no comprendan la alegría de un hombre honrado,
amante de los espíritus, nobles, cuando oye a un grande hombre
elogiar con entusiasmo a otro talento privilegiado; pero yo tengo por
un manjar digno de los dioses este placer de ir de alma grande en
alma grande, como de oasis en oasis en este desierto de espíritus
berroqueños, verificando corrientes de admiración y cariño, hilos
eléctricos de ese mundo invisible, único digno de que por él se
ame la vida. Sí, desierto y oasis; esas son las palabras. Podrá
parecer aristocrática la teoría, pero yo creo en ella; en materias
de intelecto son aún pocos, muy pocos los que valen, y a esos hay
que quererlos mucho. En Madrid hay muchos centenares de almas que se
creen escogidas, que hablan con mucha formalidad de arte, de gusto,
de ideas, de talento, de esprit...
pero lo cierto es que todo eso es arena; los oasis están
desparramados. Allí en el barrio de Salamanca veo uno... aquí en la
plaza de Colón otro... en la de las Cortes otro, en la calle del
Prado otro, en la calle la Princesa otro... y otros pocos por acá y
por allá... y por el medio ¡cuántas breñas! ¡qué de esparto!
¡cuánta sequedad y qué de espejismos de la vanagloria!... Querer y
admirar a los pocos hombres que de veras valen, y alegrarse de que
ellos mutuamente se quieran, y procurarlo, es algo digno de un
corazón perfectamente sano.
Castelar
trabaja en un tercer piso. Menéndez Pelayo, como no tiene casa
puesta en Madrid, ha dejado en Santander su biblioteca, que ya
asciende a 8.000 volúmenes, y en su celda
de las Cuatro Naciones sólo vemos los libros que necesita para el
año presente. Castelar, vecino de Madrid, con casa abierta, tiene su
biblioteca en el tercer piso de su casa. En el piso segundo todo es
arte, comodidad, elegancia; en el piso tercero no hay más que
libros: dos salas grandes llenas de ellos; los hay arrimados a la
pared en estantes sencillos, los hay sobre las mesas, los hay por el
suelo. Castelar escribe en una mesa cualquiera, y escribe anegándose
en tinta; una cuartilla suya parece un mar de betún. En rigor, este
hombre que fue Jefe del Estado, todavía es un periodista; dígalo la
prensa extranjera, esparcida sobre la alfombra; Le
Temps, con
un agujero en el medio, abierto
de piernas sobre
un diván; Le
Gaulois hecho
una pelota con que juega un gato rollizo. Castelar lee todo lo que
hace falta para poder estar al corriente de la política de Europa y
América; vive de eso, de escribir revistas europeas, de hacer
grandes síntesis de historia contemporánea en períodos admirables.
Hay dos Castelares: el que ve todo el mundo, uno, y el que ve el
observador que tiene ocasión de tratarle de cerca, otro. El primero
es el más grande, el inmortal; pero éste tiene ciertos defectos que
no tiene el segundo. El Castelar de todos es el mágico prodigioso de
la palabra, la máquina eléctrica, el que arranca vítores y
lágrimas de entusiasmo a sus enemigos religiosos y políticos, y
casi casi a los que le envidian; pero ese Castelar se pierde en el
espacio, olvida la tierra por el cielo, y cantando a una estrella,
tropieza con un adoquín. El otro Castelar es un señor que suele
traer por casa un gorrito negro que tiene algo de turco; un señor
que quita y pone y limpia muy a menudo los quevedos, ríe a
carcajadas, cierra un ojo nerviosamente para observar al
interlocutor, y habla mucho, muchísimo, con el arte maravilloso de
no molestar al oyente y de no decir jamás una palabra más de las
que quiere decir. Castelar, éste, el del gorro, es un hombre hábil,
de la única clase de hombres hábiles verdaderos; a saber, de la
clase de los que no parecen hábiles. Este Castelar no mira a las
estrellas, sino lo que tiene delante, sean hombres, sean adoquines.
Cuando son hombres, a Castelar le brillan los ojos y le brilla la
palabra; encontrarse con un semejante, no es para todos los días; su
espíritu se abre a las expansiones de la inteligencia, del buen
gusto: goza con que le entiendan a medias palabras; es a veces hasta
incorrecto para acabar pronto, con una incorrección graciosísima y
picante en quien como él, en cuanto quiere, sabe hablar como el
libro mejor escrito. Castelar, enfrente de una inteligencia, es todo
ingenio, ingenuidad, que tiene que traducirse en desprecio de los
tontos y de los malos; y es todo gracia picaresca, manantial de
anécdotas ricas en ciencia experimental y en chiste, verdadero
esprit,
moneda
que en Madrid escasea, pese a la gracia andaluza.
Si
Castelar se encuentra enfrente del adoquín antes supuesto, ya es
otra cosa: hay en su rostro un mohín despectivo de que el mismo D.
Emilio no se da cuenta. Sería adular a la humanidad decir que un
hombre que trata a medio mundo, nunca recibe en su casa adoquines.
Sí, los recibe; pero el mohín de marras les hace la justicia que el
amo de la casa, por cortesía, no puede hacer.
Los
que dicen que Castelar no es un hombre práctico, ni saben lo que es
práctica ni lo que es Castelar.
Si
este hombre escribiese y publicase sus memorias, y pudiese
escribirlas con toda sinceridad, diciendo todo lo que sabe y todo lo
que piensa, caerían muchos idolillos, se descubrirían muchas
máculas; sabe Castelar cuentos
verdaderos,
que acabarían con un hombre, le llenarían de ridículo por lo
menos, si se hiciesen públicos. Pero la posición política obliga
al gran orador a callar mucho de lo que sabe. Hay muchos que no
sospechan que Castelar, el canario,
el
organillo,
el
orador del Cosmos,
como sus enemigos dicen, es un gran satírico. En suma: Castelar como
hombre
práctico vale
más que todos los que le tachan de visionario.
Y
como visionario,
vale lo que sabe el mundo entero.
A
pesar de lo cual, la llamada crítica en España no siempre habla de
los libros que Castelar publica y que Europa y América leen y
admiran.
Como
aquí la crítica corriente no sabe más que condenar y ensalzar con
clichés borrosos de puro usados, las obras literarias del autor de
Los
recuerdos de Italia no
suelen merecer a nuestros revisteros célebres más que el silencio o
elogios insustanciales, repetidos hasta la saciedad, que no tienen
calor, que no suponen ideas, que no revelan un entusiasmo original y
conscio, sino el deseo de seguir la corriente, salir del paso,
cumplir con el genio sin gastar el pensamiento en comprenderlo y
admirarlo con motivo. Y sin embargo, la verdadera crítica no tiene
por misión exclusiva la censura amarga, el análisis cruel que
destruye y aniquila, sino que además de esto, las pocas veces que se
encuentra con algo admirable, debe emplear sus argumentos, su
especial elocuencia en desdoblar
las
bellezas, en presentarlas a la atención vulgar para que ésta se
fije, aprenda a ver y acabe por comprender y gozar de lo bello.
En
Francia, en Inglaterra, en Alemania, así es la crítica. Si por
llegar a tan gran altura como está Castelar, un escritor ha de verse
olvidado de la crítica, triste privilegio el del genio. Ante todo,
no hay nada indiscutible; y aunque lo hubiera, lo indiscutible
todavía puede ser admirado. Y para admirar bien hay que hablar
mucho. Goethe es indiscutible para Alemania, y con la crítica que
sus obras han hecho producir hay para llenar bibliotecas.
Del
último libro de nuestro primer orador, El
suspiro del moro, no
ha dicho casi nada la prensa de Madrid. Yo sólo recuerdo un artículo
entusiástico y bien sentido del escritor que firma Orlando
en
la Revista
de España.
Verdad
es que El
suspiro del moro ha
de tener dos tomos y no se ha publicado todavía más que uno, pero
en éste ya se puede admirar el arte de magia con que el autor sabe
resucitar los tiempos, hombres y cosas, prestando a las almas y a la
materia todo el calor, color, luz y vida que tuvieron.
Castelar
profesa la teoría, y no en vano, de que la más interesante novela
no alcanza a serlo más que la historia, y ésta idea se explica en
quien sabe, como él, leer las páginas de la historia con ojos de
artista. Este pensamiento de Castelar es análogo al del ilustre
autor de Salammbô,
quien
en sus cartas a Jorge Sand y en otros documentos, y en sus
conversaciones con sus amigos, una vez y otra insistía en la
superioridad del arte arqueológico. El autor de la mejor de las
novelas burguesas, Madame Bovary, tenía odio a los asuntos
burgueses, y si todavía escribió dos libros de este orden tan
importantes como la Educación
sentimental
y Bouvard
et Pecuchet
fue casi casi contra su propio gusto, que prefería los grandes
cuadros históricos, estudiados con gran exactitud de pormenor, con
gran fuerza de fantasía y con poderosa intuición del tiempo muerto.
Así, el poeta sublime de La
tentación de San Antonio y
de Salammbô
y Herodias
preparaba otra gran resurrección artística; nada menos que un libro
de arqueología poética, cuyo asunto fuera la famosa hazaña de las
Termópilas. Castelar, por otro camino, ha llegado, en esto de la
arqueología artística, a resultados semejantes a los de Flaubert.
Tampoco el autor español quiere los asuntos de prosaica actualidad
para sus obras de arte; no es, ni acaso sabría ser, novelista de
observación contemporánea, como no se elevase a los más grandes
intereses sociales; pero es artista como pocos, poeta épico en
prosa, novelista o como queráis llamarle cuando traza síntesis
luminosas de épocas determinadas o de todo un cielo de civilización;
y aun más artista cuando reviste las ideas con las formas materiales
con que pasan por el mundo, y sabe pintar como nadie pasiones,
caracteres, costumbres, trajes, edificios, naturaleza, movimientos y
sonidos, cuanto cabe que pinte la pluma a su modo. Los que hemos sido
discípulos de Castelar recordamos aquellas descripciones y
narraciones en que entraban todas las grandezas de la historia de
España y aun de Europa entera como si se tratase de una visita a un
Museo; la cátedra de Castelar era eso: una pinacoteca de cuadros
históricos. Pero como además de artista es pensador y político,
las narraciones y descripciones de Castelar iban impregnadas de
ciencia; cada personaje trazado era una idea; todo tenía allí el
simbolismo de una intención filosófica profunda.
No
pinta nuestro gran escritor por pintar, sino por hacer ver mejor las
ideas y su ropaje.
El
suspiro del moro es
obra de este género; para ser novela no le falta más que un
argumento continuo; pero tiene otra cualidad más importante: es una
evocación del momento más glorioso, el culminante de nuestra
historia de pueblo cristiano. Los campos de Andalucía tal como son,
vistos y comprendidos; la vida de aquella época exactamente copiada
en parte y en parte adivinada, tal como era en castillos, valles,
ciudades y campos; los héroes del tiempo, las relaciones con los
pueblos enemigos, la política de los reyes, las trazas de ambas
cortes, todo sale en este libro con la misma luz que pudo haber
tenido cuando nuestro mismo sol alumbraba aquella vida, de que sólo
quedan ecos tristes en las crónicas. El
suspiro del moro es
el cuadro de Pradilla de La
rendición de Granada más
la fuerza de realidad y la profundidad de ideas que añaden al arte
plástico, el arte literario y la filosofía de la historia.
Un
solo ejemplo de la eficacia de tantas facultades trabajando para
conseguir una obra por el estilo: el modo de ser la vida en las
tierras fronterizas, la clase de peligros y alicientes de la
existencia en aquellos campos y castillos que había que disputar
todos los días al moro, es materia que trata aquí nuestro autor con
una novedad y una fuerza de color que hace ver más y mejor que nunca
este aspecto singular e interesante de nuestra Reconquista. Sí, es
cierto, la historia más el arte son una segunda vida de hombres y
tiempos.
Análisis
más detenido de El
suspiro del moro
será más oportuno cuando el libro esté completo.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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