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lunes, 15 de septiembre de 2014

Un viaje a madrid - Cap. III

Castelar. -«El suspiro del moro», tomo I
Otro gran trabajador, que tiene grandes simpatías por el que atrás dejamos. Bien me conoció en la cara D. Emilio el placer que me causaba cuando en variada conversación, después de despellejar a muchos que merecen ser unos San Bartolomés, me decía:
-El que vale muchísimo, pero muchísimo, es su amigo de V., Marcelino. Hace usted bien en ponerle en los cuernos de la luna. Yo le conozco ahora mejor, le trato más y me tiene encantado, etc., etc.
Habrá almas tristes que no comprendan la alegría de un hombre honrado, amante de los espíritus, nobles, cuando oye a un grande hombre elogiar con entusiasmo a otro talento privilegiado; pero yo tengo por un manjar digno de los dioses este placer de ir de alma grande en alma grande, como de oasis en oasis en este desierto de espíritus berroqueños, verificando corrientes de admiración y cariño, hilos eléctricos de ese mundo invisible, único digno de que por él se ame la vida. Sí, desierto y oasis; esas son las palabras. Podrá parecer aristocrática la teoría, pero yo creo en ella; en materias de intelecto son aún pocos, muy pocos los que valen, y a esos hay que quererlos mucho. En Madrid hay muchos centenares de almas que se creen escogidas, que hablan con mucha formalidad de arte, de gusto, de ideas, de talento, de esprit... pero lo cierto es que todo eso es arena; los oasis están desparramados. Allí en el barrio de Salamanca veo uno... aquí en la plaza de Colón otro... en la de las Cortes otro, en la calle del Prado otro, en la calle la Princesa otro... y otros pocos por acá y por allá... y por el medio ¡cuántas breñas! ¡qué de esparto! ¡cuánta sequedad y qué de espejismos de la vanagloria!... Querer y admirar a los pocos hombres que de veras valen, y alegrarse de que ellos mutuamente se quieran, y procurarlo, es algo digno de un corazón perfectamente sano.
Castelar trabaja en un tercer piso. Menéndez Pelayo, como no tiene casa puesta en Madrid, ha dejado en Santander su biblioteca, que ya asciende a 8.000 volúmenes, y en su celda de las Cuatro Naciones sólo vemos los libros que necesita para el año presente. Castelar, vecino de Madrid, con casa abierta, tiene su biblioteca en el tercer piso de su casa. En el piso segundo todo es arte, comodidad, elegancia; en el piso tercero no hay más que libros: dos salas grandes llenas de ellos; los hay arrimados a la pared en estantes sencillos, los hay sobre las mesas, los hay por el suelo. Castelar escribe en una mesa cualquiera, y escribe anegándose en tinta; una cuartilla suya parece un mar de betún. En rigor, este hombre que fue Jefe del Estado, todavía es un periodista; dígalo la prensa extranjera, esparcida sobre la alfombra; Le Temps, con un agujero en el medio, abierto de piernas sobre un diván; Le Gaulois hecho una pelota con que juega un gato rollizo. Castelar lee todo lo que hace falta para poder estar al corriente de la política de Europa y América; vive de eso, de escribir revistas europeas, de hacer grandes síntesis de historia contemporánea en períodos admirables. Hay dos Castelares: el que ve todo el mundo, uno, y el que ve el observador que tiene ocasión de tratarle de cerca, otro. El primero es el más grande, el inmortal; pero éste tiene ciertos defectos que no tiene el segundo. El Castelar de todos es el mágico prodigioso de la palabra, la máquina eléctrica, el que arranca vítores y lágrimas de entusiasmo a sus enemigos religiosos y políticos, y casi casi a los que le envidian; pero ese Castelar se pierde en el espacio, olvida la tierra por el cielo, y cantando a una estrella, tropieza con un adoquín. El otro Castelar es un señor que suele traer por casa un gorrito negro que tiene algo de turco; un señor que quita y pone y limpia muy a menudo los quevedos, ríe a carcajadas, cierra un ojo nerviosamente para observar al interlocutor, y habla mucho, muchísimo, con el arte maravilloso de no molestar al oyente y de no decir jamás una palabra más de las que quiere decir. Castelar, éste, el del gorro, es un hombre hábil, de la única clase de hombres hábiles verdaderos; a saber, de la clase de los que no parecen hábiles. Este Castelar no mira a las estrellas, sino lo que tiene delante, sean hombres, sean adoquines. Cuando son hombres, a Castelar le brillan los ojos y le brilla la palabra; encontrarse con un semejante, no es para todos los días; su espíritu se abre a las expansiones de la inteligencia, del buen gusto: goza con que le entiendan a medias palabras; es a veces hasta incorrecto para acabar pronto, con una incorrección graciosísima y picante en quien como él, en cuanto quiere, sabe hablar como el libro mejor escrito. Castelar, enfrente de una inteligencia, es todo ingenio, ingenuidad, que tiene que traducirse en desprecio de los tontos y de los malos; y es todo gracia picaresca, manantial de anécdotas ricas en ciencia experimental y en chiste, verdadero esprit, moneda que en Madrid escasea, pese a la gracia andaluza.
Si Castelar se encuentra enfrente del adoquín antes supuesto, ya es otra cosa: hay en su rostro un mohín despectivo de que el mismo D. Emilio no se da cuenta. Sería adular a la humanidad decir que un hombre que trata a medio mundo, nunca recibe en su casa adoquines. Sí, los recibe; pero el mohín de marras les hace la justicia que el amo de la casa, por cortesía, no puede hacer.
Los que dicen que Castelar no es un hombre práctico, ni saben lo que es práctica ni lo que es Castelar.
Si este hombre escribiese y publicase sus memorias, y pudiese escribirlas con toda sinceridad, diciendo todo lo que sabe y todo lo que piensa, caerían muchos idolillos, se descubrirían muchas máculas; sabe Castelar cuentos verdaderos, que acabarían con un hombre, le llenarían de ridículo por lo menos, si se hiciesen públicos. Pero la posición política obliga al gran orador a callar mucho de lo que sabe. Hay muchos que no sospechan que Castelar, el canario, el organillo, el orador del Cosmos, como sus enemigos dicen, es un gran satírico. En suma: Castelar como hombre práctico vale más que todos los que le tachan de visionario.
Y como visionario, vale lo que sabe el mundo entero.
A pesar de lo cual, la llamada crítica en España no siempre habla de los libros que Castelar publica y que Europa y América leen y admiran.
Como aquí la crítica corriente no sabe más que condenar y ensalzar con clichés borrosos de puro usados, las obras literarias del autor de Los recuerdos de Italia no suelen merecer a nuestros revisteros célebres más que el silencio o elogios insustanciales, repetidos hasta la saciedad, que no tienen calor, que no suponen ideas, que no revelan un entusiasmo original y conscio, sino el deseo de seguir la corriente, salir del paso, cumplir con el genio sin gastar el pensamiento en comprenderlo y admirarlo con motivo. Y sin embargo, la verdadera crítica no tiene por misión exclusiva la censura amarga, el análisis cruel que destruye y aniquila, sino que además de esto, las pocas veces que se encuentra con algo admirable, debe emplear sus argumentos, su especial elocuencia en desdoblar las bellezas, en presentarlas a la atención vulgar para que ésta se fije, aprenda a ver y acabe por comprender y gozar de lo bello.
En Francia, en Inglaterra, en Alemania, así es la crítica. Si por llegar a tan gran altura como está Castelar, un escritor ha de verse olvidado de la crítica, triste privilegio el del genio. Ante todo, no hay nada indiscutible; y aunque lo hubiera, lo indiscutible todavía puede ser admirado. Y para admirar bien hay que hablar mucho. Goethe es indiscutible para Alemania, y con la crítica que sus obras han hecho producir hay para llenar bibliotecas.
Del último libro de nuestro primer orador, El suspiro del moro, no ha dicho casi nada la prensa de Madrid. Yo sólo recuerdo un artículo entusiástico y bien sentido del escritor que firma Orlando en la Revista de España.
Verdad es que El suspiro del moro ha de tener dos tomos y no se ha publicado todavía más que uno, pero en éste ya se puede admirar el arte de magia con que el autor sabe resucitar los tiempos, hombres y cosas, prestando a las almas y a la materia todo el calor, color, luz y vida que tuvieron.
Castelar profesa la teoría, y no en vano, de que la más interesante novela no alcanza a serlo más que la historia, y ésta idea se explica en quien sabe, como él, leer las páginas de la historia con ojos de artista. Este pensamiento de Castelar es análogo al del ilustre autor de Salammbô, quien en sus cartas a Jorge Sand y en otros documentos, y en sus conversaciones con sus amigos, una vez y otra insistía en la superioridad del arte arqueológico. El autor de la mejor de las novelas burguesas, Madame Bovary, tenía odio a los asuntos burgueses, y si todavía escribió dos libros de este orden tan importantes como la Educación sentimental y Bouvard et Pecuchet fue casi casi contra su propio gusto, que prefería los grandes cuadros históricos, estudiados con gran exactitud de pormenor, con gran fuerza de fantasía y con poderosa intuición del tiempo muerto. Así, el poeta sublime de La tentación de San Antonio y de Salammbô y Herodias preparaba otra gran resurrección artística; nada menos que un libro de arqueología poética, cuyo asunto fuera la famosa hazaña de las Termópilas. Castelar, por otro camino, ha llegado, en esto de la arqueología artística, a resultados semejantes a los de Flaubert. Tampoco el autor español quiere los asuntos de prosaica actualidad para sus obras de arte; no es, ni acaso sabría ser, novelista de observación contemporánea, como no se elevase a los más grandes intereses sociales; pero es artista como pocos, poeta épico en prosa, novelista o como queráis llamarle cuando traza síntesis luminosas de épocas determinadas o de todo un cielo de civilización; y aun más artista cuando reviste las ideas con las formas materiales con que pasan por el mundo, y sabe pintar como nadie pasiones, caracteres, costumbres, trajes, edificios, naturaleza, movimientos y sonidos, cuanto cabe que pinte la pluma a su modo. Los que hemos sido discípulos de Castelar recordamos aquellas descripciones y narraciones en que entraban todas las grandezas de la historia de España y aun de Europa entera como si se tratase de una visita a un Museo; la cátedra de Castelar era eso: una pinacoteca de cuadros históricos. Pero como además de artista es pensador y político, las narraciones y descripciones de Castelar iban impregnadas de ciencia; cada personaje trazado era una idea; todo tenía allí el simbolismo de una intención filosófica profunda.
No pinta nuestro gran escritor por pintar, sino por hacer ver mejor las ideas y su ropaje.
El suspiro del moro es obra de este género; para ser novela no le falta más que un argumento continuo; pero tiene otra cualidad más importante: es una evocación del momento más glorioso, el culminante de nuestra historia de pueblo cristiano. Los campos de Andalucía tal como son, vistos y comprendidos; la vida de aquella época exactamente copiada en parte y en parte adivinada, tal como era en castillos, valles, ciudades y campos; los héroes del tiempo, las relaciones con los pueblos enemigos, la política de los reyes, las trazas de ambas cortes, todo sale en este libro con la misma luz que pudo haber tenido cuando nuestro mismo sol alumbraba aquella vida, de que sólo quedan ecos tristes en las crónicas. El suspiro del moro es el cuadro de Pradilla de La rendición de Granada más la fuerza de realidad y la profundidad de ideas que añaden al arte plástico, el arte literario y la filosofía de la historia.
Un solo ejemplo de la eficacia de tantas facultades trabajando para conseguir una obra por el estilo: el modo de ser la vida en las tierras fronterizas, la clase de peligros y alicientes de la existencia en aquellos campos y castillos que había que disputar todos los días al moro, es materia que trata aquí nuestro autor con una novedad y una fuerza de color que hace ver más y mejor que nunca este aspecto singular e interesante de nuestra Reconquista. Sí, es cierto, la historia más el arte son una segunda vida de hombres y tiempos.
Análisis más detenido de El suspiro del moro será más oportuno cuando el libro esté completo.

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo) 

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