Todos
los comerciantes saben que sin buena fe, sin honradez general en los
del oficio, no hay comercio posible; sin buena conducta no hay
confianza, a la larga; sin confianza no hay crédito; sin crédito no
hay negocio. Por propio interés ha de ser el negociante limpio en
sus tratos; una cosa es la ganancia, con su engaño necesario, y la
trampa es otra cosa. Así pensaba Zaldúa, que debía gran parte de
su buen éxito a esta honradez formal; a esta seriedad y buena fe en
los negocios, una vez emprendidos los de ventaja. Pues bien; el mismo
criterio llevó a su otro
negocio. Sería no
conocerle pensar que él había de ser hipócrita, escéptico: no; se
aplicó de buena fe a las prácticas religiosas, y si, modestamente,
al sentir el dolor de sus pecados, se contentó con el de atrición,
fue porque comprendió con su gran golpe de vista, que no estaba la
Magdalena para tafetanes y que a D. Fermín Zaldúa no había que
pedirle la contrición, porque no la entendía. Por temor al castigo,
a perder
el alma, fue, pues, devoto; pero este temor no fue fingido, y la
creencia ciega, absoluta, que se le pidió para salvarse, la tuvo sin
empacho y sin el menor esfuerzo. No comprendía cómo había quien se
empeñaba en condenarse por el capricho de no querer creer cuanto
fuera necesario. Él lo creía todo, y aun llegó, por una propensión
común a los de su laya, a creer más de lo conveniente, inclinándole
al fetichismo disfrazado y a las más claras supers-ticiones.
En
tanto que Zaldúa edificaba el alma como podía, su palacio era
emporio de la devoción ostensible y aun ostentosa, eterno jubileo,
basílica de los negocios píos de toda la provincia, y a no ser
profanación excusable, llamáralo lonja de los contratos
ultratelúricos.
Mas
sucedió a lo mejor, y cuando el caudal de D. Fermín estaba
recibiendo los más fervientes y abundantes bocados de la piedad
solícita, que el diablo, o quien fuese, inspiró un sueño,
endemoniado, si fue del diablo, en efecto, al insigne banquero.
Soñó
de esta manera. Había llegado la de vámonos; él se moría, se
moría sin remedio, y D. Mamerto, a la cabecera de su lecho, le
consolaba diciendo:
-Ánimo,
D. Fermín, ánimo, que ahora viene la época de cosechar el fruto de
lo sembrado. Usted se muere, es verdad, pero ¿qué? ¿Ve usted este
papelito? ¿Sabe usted lo que es? -Y D. Mamerto sacudía ante los
ojos del moribundo una papeleta larga y estrecha.
-Eso...
parece una letra de cambio.
-Y
eso es, efectivamente. Yo soy el librador y usted es el tomador;
usted me ha entregado a mí, es decir, ha entregado a la Iglesia, a
los pobres, a los hospitales, a las ánimas, la cantidad... equis.
-Un
buen pico.
-¡Bueno!
Pues bueno; ese pico mando yo, que tengo fondos colocados en el
cielo, porque ya sabe usted que ato y desato, que se lo paguen a su
espíritu de usted en el otro mundo, en buena moneda de la que corre
allí, que es la gracia de Dios, la felicidad eterna. A usted le
enterramos con este papelito sobre la barriga, y por el correo de la
sepultura esta letra llega a poder de su alma de usted, que se
presenta a cobrar ante San Pedro; es decir, a recibir el cacho de
gloria, a la vista, que le corresponda, sin necesidad de antesalas,
ni plazos ni fechas
de purgatorio...
Y
en efecto; siguió D. Fermín soñando que se había muerto, y que
sobre la barriga le habían puesto, como una recomendación o como
uno de aquellos viáticos en moneda y comestibles, que usaban los
paganos para enterrar sus muertos, le habían puesto la letra a la
vista que su alma había de cobrar en el cielo.
Y
después él ya no era él, sino su alma, que con gran frescura se
presentaba en la portería de San Pedro, que además de portería era
un Banco, a cobrar la letra de don Mamerto.
Pero
fue el caso que el Apóstol, arrugado el entrecejo, leyó y releyó
el documento, le dio mil vueltas, y por fin, sin mirar al portador,
dijo mal humorado:
-¡Ni
pago ni acepto!
El
alma de Zaldúa hizo ni más ni menos lo que su propietario D. Fermín
hubiera hecho en la tierra en situación semejante. No gastó el
tiempo en palabras vanas, sino que inmediatamente se fue a buscar un
notario, y antes de la puesta del sol del día siguiente, se extendió
el correspondiente protesto, con todos los requisitos de la sección
octava del título décimo del libro segundo del Código de Comercio
vigente; y D. Fermín, su alma, dejó copia del tal protesto, en
papel común, al príncipe de los apóstoles.
Y
el cuerpo miserable del avaro, del capitalista devoto, ya encentado
por los gusanos, se encontró en su sepultura con un papel sobre la
barriga; pero un papel de más bulto y de otra forma que la letra de
cambio que él había mandado al cielo.
Era
el protesto.
Todo
lo que había sacado en limpio de sus afanes por el otro
negocio.
Ni
siquiera le quedaba el consuelo de presentarse en juicio a exigir del
librador, del pícaro D. Mamerto, los gastos del protesto ni las
demás responsabilidades, porque la sepultura estaba cerrada a cal y
canto, y además los pies los tenía ya hechos polvo.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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