Como un león en su jaula, bostezaba el
diablo en su trono; y he observado que todas las potestades, así en la tierra
como en el cielo y en el infierno, tienen gran afición al aparato majestuoso y
solemne de sus prerrogativas, sin duda porque la vanidad es flaqueza natural y
sobrenatural que llena los mundos con sus vientos, y acaso los mueve y rige.
Bostezaba el diablo del
hambre que tenía de picardías que por aquellos días le faltaban, y eran los de
Semana Santa.
Tal como se
muere de inanición el cómico en esta época del año, así el diablo expiraba de aburrido;
y no bastaban las invenciones de sus palaciegos para divertirle el ánimo,
alicaído y triste con la ausencia de bellaquerías, infamias y demás proezas de
su gusto.
Según bostezaba y se aburría, ocurriósele de
pronto una idea, como suya, diabólica en extremo; y como no peca S. M. in feris
de irresoluta, dando un brinco como los que dan los monos, pero mucho más
grande, saltó fuera de sus reales, y se quedó en el aire muy cerca de la
tierra, donde es huésped agasajado y bienquisto por sus frecuentes visitas.
Fue la idea que se le ocurrió al demonio,
que por entonces comenzaba la tierra madre a hincharse con la comezón de dar
frutos, yéndosele los antojos en flores , que
lo llenaban todo de aromas y de alegres pinturas, ora echadas al aire, y eran
las alas de las mariposas, ora sujetas al misterioso capullo, y eran los
pétalos.
Bien entiende el diablo lo que es la
primavera, que antes de ser diablo fue ángel y se llamó luz bella, que es la
luz de la aurora, o la luz triste de la tarde, que es la luz de la melancolía y
de las aspiraciones sin nombre que buscan lo infinito. Lo que sabe el diablo de
argucias, díganlo San Antonio y otros varones
benditos, que lucharon con fatiga y sudor entre las tentaciones del enemigo malo y las
inefables y austeras delicias de la gracia. Claro es que al atractivo
celestial, nada hay comparable, ni de lejos, y que soñar con tales
comparaciones es pecar mortalmente; pero también es cierto que, aparte de Dios,
nada hay tan poderoso y amable, a su manera, como el diablo; siendo todo lo que
queda por el medio, insulso, tibio y de menos precio, sea bueno o malo. Para
todo corazón grande, el bien, como
no sea el supremo, que es Dios mismo, vale menos que el mal cuando es el
supremo, que es el demonio.
Al ver que brotaba la primavera en los
botones de las plantas y en la sangre bulliciosa de los animales jóvenes, se
dijo «esta es la mía», el diablo, gran conocedor de las inclinaciones naturales.
Aunque le teme y huye, no quiere el diablo mal a Dios, y mucho menos desconoce
su fuerza omnipotente, su sabiduría y amor infinito, que a él no le alcanza,
por misterioso motivo, cuyo secreto el mismísimo demonio respeta, más reverente
que algunos apologistas cristianos. Y así, mirando al cielo, que estaba todo
azul al Oriente y al Poniente se engalanaba con ligeras nubecillas de amaranto,
decía el diablo con acento plañidero, pero no rencoroso, digan lo que quieran
las beatas, que hasta del diablo murmuran y le calumnian; digo que decía el
diablo: «Señor, de tu propia obra me valgo y aprovecho: tú fuiste, y sólo tú,
quien produjo esta maravilla de las primaveras en los mundos, en una divina
inspiración de amor dulcísimo y expansivo, que jamas comprenderán los hombres
que son religiosos por manera ascética; ¿y qué es la primavera, Señor? Un beso
caliente y muy largo que se dan el sol y la tierra, de frente, cara a cara, sin
miedo. ¡Pobres mortales! Los malos, los que saben algo de la verdad del buen
vivir, están en mi poder, y los buenos, los que vuelven a Ti los ojos, Dios
Eterno, quiérente de soslayo, no con el alma entera; no entienden lo que es
besar de frente y cara a cara, como besa el sol a la tierra, y tiemblan,
vacilan y gozan de tibias delicias, más ideadas que sentidas; y acaso es mayor
el placer que les causa la tentación con que yo les mojo los labios, que el
alabado gozo del deliquio místico, mitad enfermedad, mitad buen deseo...»
Comprendió el diablo que se iba embrollando
en su discurso, y calló de repente, prefiriendo las obras a las palabras, como
suelen hacer los malvados, que son más activos y menos habladores que la gente
bonachona y aficionada al verbo.
Sonrió S. M. infernal con una sonrisa que
hubiera hecho temblar de pavor a cualquier hombre que le hubiese visto: y
varios ángeles que de vuelta del mundo pasaban volando cerca de aquellas nubes
pardas donde Satanás estaba escondido, cambiaron por instinto la dirección del
vuelo, como bandada de palomas que vuelan atolondradas con distinto rumbo al
oír el estrépito que hace un disparo cuando retumba por los aires. Mira el
diablo a los ángeles con desprecio, y volviendo en seguida los ojos a la
tierra, que a sus pies se iba deslizando como el agua de un arroyo, dejó que
pasara el Mediterráneo, que era el que a la sazón corría hacia Oriente por
debajo, y cuando tuvo debajo de sí a España, dejóse caer sobre la llanura, y
como si fuera por resorte, redújose con el choque de la caída, la estatura del
diablo, que era de leguas, un escaso kilómetro.
El sol se escondía en los lejanos términos,
y sus encendidos colores reflejábanse en el diablo de medio cuerpo arriba,
dándole ese tinte mefistofélico con que solemos verle en las óperas, merced a la lámpara
Drumont o a las luces de bengala. Puso el Señor de los Abismos la mano derecha
sobre los ojos y miró en tomo, y no vio nada a la investigación primera, mas
luego distinguió de la otra parte del sol como la punta de una
lanza enrojecida al fuego. Era la veleta de una torre muy lejana. En unos doce
pasos que anduvo, viose el diablo muy cerca de aquella torre, que era la de la
catedral de una ciudad muy antigua, triste y vieja, pero no exenta de aires
señoriales y de elegancia majestuosa. Tendióse cuan largo era por la ribera de
un río que al pie de la ciudad corría (como contando con las quejas de su
murmullo la historia de su tierra), y estirando un tanto el cuello, con postura
violenta, pudo Satanás mirar por las ventanas de la catedral lo que pasaba
dentro. Es de advertir que los habitantes de aquella ciudad no veían al diablo
tal como era, sino parte en forma de niebla que
se arrastraba al lado del río perezosa, y
parte como
nubarrón negro y bajo que amenaza tormenta y que iba en dirección de la
catedral desde las afueras. Verdad es que el nubarrón tenía la figura de un
avechucho raro, así como
cigüeña con gorro de dormir; pero esto no lo veían todos, y los niños, que eran
los que mejor determinaban el parecido de la nube, no merecían el crédito de
nadie. Un acólito de muy tiernos años, que había subido en compañía del
campanero a tocar las oraciones, le decía: -Señor Paco, mire usted este
nubarrajo que está tan cerca, parece un aguilucho que vuelve a la torre, pero
trae una alcuza en el pico; vendrá por aceite para las brujas. Pero el
compañero, sin contestar palabra ni mirar al cielo, daba la primer campanada,
que despertaba a muchos vencejos y lechuzas dormidos en la torre. Sonaba la
segunda campanada solemne y melancólica, y los pajarracos revolaban cerca de
las veletas de la catedral; el chico, el acólito, continuaba mirando al
nubarrón, que era el diablo; y a la campanada tercera seguía un repique lento,
acompasado y grave, mientras que los otros campanarios de la ciudad vetusta
comenzaban a despertarse y a su vez bostezaban con las tres campanadas primeras
de las oraciones.
Cerró la noche, el nubarrón se puso negro
del todo, y nadie vio las ascuas con que el diablo miraba al interior de la
catedral por unos vidrios rotos de una ventana que caía sobre el altar mayor,
muy alumbrado con lámparas que colgaban de la alta bóveda y con velas de cera
que chisporroteaban allá abajo.
El aliento del diablo, entrando por la ventana de los
vidrios rotos, bajaba hasta el altar mayor en remolinos, y movía el pesado
lienzo negro que tapaba por aquellos días el retablo de nogal labrado. A los
lados del altar, dos canónigos, apoyados en
sendos reclinatorios, sumidos los pliegues del manteo en ampuloso almohadón carmesí,
meditaban a ratos, y a ratos leían la pasión de Cristo. En el recinto del altar
mayor, hasta la altísima verja de metal dorado con que se cerraba, nadie más
había que los dos canónigos; detrás de la verja, el pueblo devoto, sumido en la
sombra, oía con religiosa atención las voces que cantaban las Lamentaciones,
los inmortales trenos de Jeremías. Cuando el monótono cántico de los clérigos
cesaba, tras breve pausa, los violines volvían a quejarse, acompañando a los
niños de coro, tiples y contraltos, que parecían llegar a las nubes con los
ayes del Miserere. Diríase que cantaban en el aire, que se cernían las notas
aladas en la bóveda, y que de pronto, volando, volando, subían hasta
desvanecerse en el espacio. Después las voces del violín y las voces del
colegial tiple emprendían juntas el vuelo, jugaban, como las mariposas,
alrededor de las flores o de la luz, y ora bajaban las unas en pos de las otras
hasta tocarse cerca del suelo, ora, persiguiéndose también, salían en rápida
fuga por los altos florones de las ventanas, a través de las cortinas
cenicientas y de los vidrios de colores. Nuevo silencio; cerca del altar mayor se extinguía una luz, de varias colocadas
en alto, sobre un triángulo de madera
sostenido por un mástil de nogal pintado. Entonces como risas contenidas, pero
risas lanzadas por bocas de madera, se oían algunos chasquidos; a veces los
chasquidos formaban serie, las risas eran carcajadas; eran las carcajadas de
las carracas que los niños ocultaban, como si fueran armas prohibidas
preparadas para el crimen. El incipiente motín de las carracas se desvanecía al
resonar otra vez por la anchurosa nave el cántico pesado, estrepitoso y lúgubre
de los clérigos del coro .
El diablo seguía allá arriba alentando con
mucha fuerza, y llenaba el templo de un calor pegajoso y sofocante: cuando oyó
el preludio inseguro y contenido de las carracas, no pudo contener la risa, y
movió las fauces y la lengua de un modo que los fieles se dijeron unos a otros:
«¿Será el carracón de la torre? ¿Pero por qué le tocan ahora?» Un canónigo,
mientras se limpiaba el sudor de la frente con un pañuelo de hierbas, decía
para sí: «¡Ese Perico es el diablo, el mismo diablo! ¡Pues no se ha puesto a
tocar el carracón del
campanario!» Y todo era que el diablo, no Perico, sino el diablo de veras, se
había reído. El canónigo, que sudaba, miró hacia el retablo y vio el lienzo
negro que se movía; volvió los ojos a su compañero, sumido en la meditación, y
le dijo en voz muy baja y sin moverse: «¿Qué será? ¿No ve usted cómo se menea
eso?»
El otro canónigo era muy pálido. No sudaba
ni con el calor que hacía allí dentro. Era joven; tenía las facciones hermosas
y de un atrevido relieve; la nariz era acaso demasiado larga, demasiado
inclinada sobre los labios y demasiado carnosa; aunque aguda, tenía las
ventanas muy anchas, y por ellas alentaba el canónigo fuertemente, como el diablo de allá
arriba. -No es nada -contestó sin apartar los ojos del libro que tenía delante-; es el viento
que penetra por los cristales rotos. En aquel momento todos los fieles pensaban
en lo mismo y miraban al mismo sitio; miraban al altar y al lienzo que se
movía, y pensaban: «¿qué será esto?». Las luces del
triángulo puesto en alto se movían también, inclinándose de un lado a otro
alrededor del pabilo, y brillaban cada vez más
rojas, pero como
envueltas en una atmósfera que hiciera difícil la combustión. El canónigo viejo
se fue quedando aletargado o dormido; la misma torpeza de los sentidos pareció
invadir a los fieles, que oían como en sueños a
los que en el coro
cantaban con perezoso compás y enronquecidas voces. El diablo seguía alentando
por la ventana de los vidrios rotos. El canónigo joven estaba muy despierto y
sentía una comezón que no pudo dominar al cabo; pasó una mano por los ojos,
anduvo en los registros del libro, compuso los pliegues del manteo, hizo mil
movimientos para entretener el ansia de no sabía qué, que le iba entrando por
el corazón y los sentidos; respiró con fuerza inusitada, levantando mucho la
cabeza... y en aquel momento volvió a cantar el colegial que subía a las nubes
con su voz de tiple. Era aquella voz para los oídos del canónigo inquieto de
una extraña naturaleza, que él se figuraba así, en aquel mismo instante en que
estaba luchando con sus angustias; era aquella voz de una pasta muy suave,
tenue y blanquecina; vagaba en el aire, y al chocar con sus ondas, que la
labraban como si fueran finísimos cinceles, iba adquiriendo graciosas curvas
que parecían, más que líneas, sutiles y vagarosas ideas, que suspiraban
entusiasmo y amor; al cabo, la fina labor de las ondas del aire sobre la masa
de aquella voz, que era, aunque muy delicada, materia, daba por maravilloso
producto los contornos de una mujer que no acababan de modelarse con precisa
forma; pero que, semejando todo lo curvilíneo de Venus, no paraban en ser nada,
sino que lo iban siendo todo por momentos. Y según eran las notas, agudas o graves,
así el canónigo veía aquellas líneas que son símbolo en la mujer de la
idealidad más alta, o aquellas otras que toman sus encantos del ser ellas incentivo de más corpóreos
apetitos
Toda nota grave era, en fin, algo turgente,
y entonces el canónigo cerraba los ojos, hundía en el pecho la cabeza y sentía
pasar fuego por las hinchadas venas del robusto cuello; cuando sonaban las
notas agudas, el joven Magistral (que esta era su dignidad) erguía su cabeza
apolínea, abría los ojos, miraba a lo alto y respiraba aquel aire de fuego con
que se estaba envenenando, gozoso, anhelante, mientras rodaban lágrimas lentas
de sus azules ojos, llenos de luz y de vida.
Aunque la voz del
colegial cantaba en latín los dolores del
Profeta, el magistral creía oír palabras de tentación que en claro español le
decían:«Mientras lloras y gimes por los dolores de edades enterradas después de
muchos siglos, las golondrinas preparan sus nidos para albergar el fruto del amor.
»Mientras cantas en el coro
tristezas que no sientes, corre loca la savia por las entrañas de las plantas y
se amontona en los pétalos colorados de la
flor como la
sangre se transparenta en las mejillas de la virgen hermosa.
»El olor del incienso te enerva el espíritu; en el
campo huele a tomillo, y la espinera y el laurel real embalsaman el ambiente
libre.
»Tus ayes y los míos son la voz del deseo encadenado;
rompamos estos lazos, y volemos juntos; la primavera nos convida; cada hoja que
nace es una lengua que dice: «ven: el misterio dionisíaco te espera.»
»Soy la voz del amor, soy la ilusión que acaricias en
sueños; tú me arrojas de ti, pero yo vuelo en la callada noche, y muchas veces,
al huir en la oscuridad, enredo entre tus manos mis cabellos; yo te besé los
ojos, que estaban llenos de lágrimas que durmiendo vertías.
»Yo soy la bien amada, que te llama por
última vez: ahora o nunca. Mira hacia atrás: ¿no oyes que me acerco? ¿Quieres
ver mis ojos y morir de amor? ¡Mira hacia atrás, mírame, mírame!...»
Por supuesto, que todo esto era el diablo
quien lo decía, y no el niño del coro , como
el Magistral pensaba. La voz, al cantar lo de «¡mírame, mírame!», se había
acercado tanto, que el canónigo creyó sentir en la nuca el aliento de una mujer
(según él se figuraba que eran esta clase de alientos).
No pudo menos de volver los ojos, y vio con
espanto detrás de la verja, tocando casi con la frente en las rejas doradas, un
rostro de mujer, del cual partía una mirada
dividida en dos rayos que venían derechos a herirle en sitios del corazón deshabitados. Púsose en pie el Magistral
sin poder contenerse, y por instinto anduvo en dirección de la verja cerrada. A
nadie extrañó el caso, porque en aquel momento otro canónigo vino de relevo y
se arrodilló ante el reclinatorio.
Aquella imagen que asomaba entre las rejas
era de la jueza (que así llamaban a doña Fe, por ser esposa del
magistrado de mayor categoría del
pueblo).
Bien la conocía el Magistral, y aun sabía no
pocos de sus pecados, pues ella se los había referido; pero jamás hasta
entonces había notado la acabadísima hermosura de aquel rostro moreno . Claro es que al Magistral, sin las
artes del
diablo, jamás se le hubiera ocurrido mirar a aquella devota dama, famosa por
sus virtudes y acendrada piedad.
Cuando el canónigo, sin saber lo que hacía,
se iba acercando a ella, un caballero de elegante porte, vestido con esmerada
riqueza y gusto, y ni más ni menos hermoso que el Magistral mismo, pues se le
parecía como una gota a otra gota, se acercó a la jueza, se arrodilló a su
lado, y acercando la cabeza al oído de un niño que la señora tenía también
arrodillado en su falda, le dijo algo que oyó el niño sólo, y que le hizo
sonreír con suma picardía. Miró la madre al caballero, y no pudo menos de
sonreír a su vez cuando le vio posar los labios sobre la melena abundosa y
crespa de su hijo, diciendo: «¡Hermoso arcángel!» El niño, con cautela y a
espaldas de la madre, sacó de entre los pliegues de su vestido una carraca de
tamaño descomunal, en cuanto carraca, y sin más miramientos, en cuanto vio que
otra luz de las del triángulo se apagaba, trazó en el viento un círculo con la
estrepitosa máquina y dio horrísono comienzo a la revolución de las carracas.
No había llegado, ni con mucho, el momento señalado por el rito para el barullo
infantil, pero ya era imposible contener el torrente; estalló la furia
acorralada, y de todos los ángulos del templo, como gritos de las euménides,
salieron de las fauces de madera los discordantes ruidos, sofocados antes,
rompiendo al fin la cárcel estrecha y llenando los aires, en desesperada lucha
unos con otros, y todos contra los tímpanos de los escandalizados fieles.
Y era lo que más sonaba y más horrísono
estrépito movía la carcajada del
diablo, que tenía en sus brazos al hijo de la jueza y le decía entre la risa:
«¡Bien, bravo, ja, ja, ja, toca; eso, ra, ra, ra, ra!...»
El niño, orgulloso de la revolución que
había iniciado, manejaba la carraca como
una honda, y gritaba frenético: «¡Mamá, mamá, he sido yo el primero! ¡Qué
gusto, qué gusto! ¡Ra, ra, ra!» La jueza bien quisiera ponerse seria, a fuer de
severa madre; pero no podía, y callaba y miraba al hermoso arcángel y al
caballero que le sostenía en sus brazos; y oía el estrépito de las carracas como el ruido de la
lluvia de primavera, que refresca el ambiente y el alma. Porque precisamente en
aquel día había esta señora sentido grandes antojos de algo extraordinario, sin
saber qué; algo, en fin, que no fuera el juez del distrito; algo que estuviera
fuera del orden; algo que hiciese mucho ruido, como los besos que ella daba al
arcángel de la melena; más todavía, como los latidos de su corazón, que se le
saltaba del pecho pidiendo alegría, locuras, libertad, aire, amores...
carracas. El Magistral, que había acudido con sus compañeros de capítulo a
poner dique a la inundación del estrépito, pero en vano, fingía, también en
balde, tomar a mal la diablura irreverente de los muchachos, porque su
conciencia le decía que aquella revolución le había ensanchado el ánimo, le
había abierto no sabía qué válvulas que debía de tener en el pecho, que al fin
respiraba libre, gozoso. Ni el Magistral volvió a pensar en la jueza, ni la
jueza miró sino con agradecimiento de madre al caballero que se parecía al
Magistral, a quien había mirado la espalda aquella noche antes de que entrase
el caballero.
Los demás devotos, que al principio se
habían indignado, dejaron al cabo que los diablejos se despacharan a su gusto;
en todas las caras había frescura, alegría; parecíales a todos que despertaban
de un letargo; que un peso se les había quitado de encima, que la atmósfera
estaba antes llena de plomo, azufre y fuego, y que ahora con el ruido, se
llenaba el aire de brisas, de fresco aliento que rejuvenecía y alegraba las
almas. -Y ¡ra, ra, ra, ra!- los chicos tocaban como desesperados. Perico hacía sonar el
carracón de la torre, y el diablo reía, reía como cien mil carracas.
* * *
Lo cierto es que el demonio tenía un plan
como suyo; que la jueza y el Magistral estuvieron a punto de perderse, allá en
lo recóndito de la intención por lo menos; pero, como al diablo lo que más le
agrada son las diabluras, en cuanto le infundió al chico de la jueza la
tentación de tocar la carraca a deshora, todo lo demás se le olvidó por
completo, y dejando en paz, por aquella noche, las almas de los justos, gozó
como un niño con la tentación de los inocentes.
Cuando Satanás, a la hora del alba, envuelto
por oscuras nubes, volvía a sus reales, encontró en el camino del aire a los ángeles de la víspera. Oyeron
que iba hablando solo, frotándose las manos y riendo a carcajadas todavía.
-¡Es un pobre diablo! -dijo uno de los
ángeles.
-¡Y ríe! -exclamó otro. Y ríe en la
condenación eterna...
Y callaron todos, y siguieron cabizbajos su
camino.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)