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lunes, 13 de enero de 2014

La yernocracia

Hablaba yo de política días pasados con mi buen amigo Aurelio Marco, gran filósofo fin de siècle y padre de familia no tan filosófico, pues su blandura doméstica no se aviene con los preceptos de la modernísima pedagogía, que le pide a cualquiera, en cuanto tiene un hijo, más condiciones de capitán general y de hombre de Estado, que a Napoleón o a Julio César.
Y me decía Aurelio Marco:
-Es verdad; estamos hace algún tiempo en plena yernocracia: como a ti, eso me irritaba tiempo atrás, y ahora... me enternece. Qué quieres; me gusta la sinceridad en los afectos, en la conducta; me entusiasma el entusiasmo verdadero, sentido realmente; y en cambio, me repugnan el pathos falso, la piedad y la virtud fingidas. Creo que el hombre camina muy poco a poco del brutal egoísmo primitivo, sensual, instintivo, al espiritual, reflexivo altruismo. Fuera de las rarísimas excepciones de unas cuantas docenas de santos, se me antoja que hasta ahora en la humanidad nadie ha querido de veras... a la sociedad, a esa abstracción fría que se llama los demás, el prójimo, al cual se le dan mil nombres para dorarle la píldora del menosprecio que nos inspira.
El patriotismo, a mi juicio, tiene de sincero lo que tiene de egoísta; ya por lo que en él va envuelto de nuestra propia conveniencia, ya de nuestra vanidad. Cerca del patriotismo anda la gloria, quinta esencia del egoísmo, colmo de la autolatría; porque el egoísmo vulgar se contenta con adorarse a sí propio él solo, y el egoísmo que busca la gloria, el egoísmo heroico... busca la adoración de los demás: que el mundo entero le ayude a ser egoísta. Por eso la gloria es deleznable... claro, como que es contra naturaleza, una paradoja, el sacrificio del egoísmo ajeno en aras del propio egoísmo.
Pero no me juzgues, por esto, pesimista, sino canto; creo en el progreso; lo que niego es que hayamos llegado, así, en masa, como obra social, al altruismo sincero. El día que cada cual quisiera a sus conciudadanos de verdad, como se quiere a sí mismo, ya no hacía falta la política, tal como la entendemos ahora. No, no hemos llegado a eso; y por elipsis o hipocresía, como quieras llamarlo, convenimos todos en que cuando hablamos de sacrificios por amor al país... mentimos, tal vez sin saberlo, es decir, no mentimos acaso, pero no decimos la verdad.
-Pero... entonces -interrumpí- ¿dónde está el progreso?
-A ello voy. La evolución del amor humano no ha llegado todavía más que a dar el primer pasó sobre el abismo moral insondable del amor a otros. ¡Oh, y es tanto eso! ¡Supone tanta idealidad! ¡Pregúntale a un moribundo que ve cómo le dejan irse los que se quedan, si tiene gran valor espiritual el esfuerzo de amar de veras a lo que no es yo mismo!
-¡Qué lenguaje, Aurelio!
-No es pesimista, es la sinceridad pura. Pues bien; el primer paso en el amor de los demás lo ha dado parte de la humanidad, no de un salto, sino por el camino... del cordón umbilical... las madres han llegado a amar a sus hijos, lo que se llama amar. Los padres dignos de ser madres, los padres-madres, hemos llegado también, por la misteriosa unión de la sangre, a amar de veras a los hijos. El amor familiar es el único progreso serio, grande, real, que ha hecho hasta ahora la sociología positiva. Para los demás círculos sociales la coacción, la pena, el convencionalismo, los sistemas, los equilibrios, las fórmulas, las hipocresías necesarias, la razón de Estado, lo del salus populi y otros arbitrios sucedáneos del amor verdadero; en la familia, en sus primeros grados, ya existe el amor cierto, la argamasa que puede emir las piedras- para los cimientos del edificio social futuro. Repara cómo nadie es utopista ni revolucionario en su casa; es decir, nadie que haya llegado al amor real de la familia; porque fuera de este amor quedan los solterones empedernidos y los muchísimos mal casados y los no pocos padres descastados. No; en la familia buena nadie habla de corregir los defectos domésticos con ríos de sangre, ni de reformar sacrificando miembros podridos, ni se conoce en el hogar de hoy la pena de muerte, y puedes decir que no hay familia real donde, habiendo hijos, sea posible el divorcio.
¡Oh, lo que debe el mundo al cristianismo en este punto, no se ha comprendido bien todavía!
-Pero... ¿y la yernocracia?
-Ahora vamos. La yernocracia ha venido después del nepotismo, debiendo haber venido antes; lo cual prueba que el nepotismo era un falso progreso, por venir fuera de su sitio; un egoísmo disfrazado de altruismo familiar. Así y todo, en ciertos casos el nepotismo ha sido simpático, por lo que se parecía al verdadero amor familiar; simpático del todo cuando, en efecto, se trataba de hijos a quien por decoro había que llamar sobrinos. El nepotismo eclesiástico, el de los Papas, acaso principalmente, fue por esto una sinceridad disfrazada, se llevaba a la política el amor familiar, filial, por el rodeo fingido del lazo colateral. En el rigor etimológico, el nepotismo significaría la influencia política del amor a los hijos de los hijos, porque en buen latín nepos, es el nieto; pero en el latín de baja latinidad, nepos pasó a ser el sobrino; en la realidad, muchas veces el nepotismo fue la protección del hijo a quien la sociedad negaba esta gran categoría, y había que compensarle con otros honores.
Nuestra hipocresía social no consiente la filiocracia franca, y después del nepotismo, que era o un disfraz de la filiocracia o un disfraz del egoísmo, aparece la yernocracia... que es el gobierno de la hija, matriz sublime del amor paternal.
¡La hija, mi Rosina!
Calló Aurelio Marco, conmovido por sus recuerdos, por las imágenes que le traía la asociación de ideas.
Cuando volvió a hablar, noté que en cierto modo había perdido el hilo, o por lo menos, volvía a tomarlo de atrás, porque dijo:
-El nepotismo es generalmente, cuando se trata de verdaderos sobrinos, la familia refugio, la familia imposición; algo como el dinero para el avaro viejo; una mano a que nos agarramos en el trance de caducar y morir. El sobrino imita la familia real que no tuvimos o que perdimos; el sobrino finge amor en los días de decadencia; el sobrino puede imponerse a la debilidad senil. Esto no es el verdadero amor familiar; lo que se hace en política por el sobrino suele ser egoísmo, o miedo, o precaución, o pago de servicios: egoísmo.
Sin embargo, es claro que hay casos interesantes, que enternecen, en el nepotismo. El ejemplo de Bossuet lo prueba. El hombre integérrimo, independiente, que echaba al rey-sol en cara sus manchas morales, no pudo en los días tristes de su vejez extrema abstenerse de solicitar el favor cortesano. Sufría, dice un historiador, el horrible mal de piedra, y sus indignos sobrinos, sabiendo que no era rico y que, según él decía, «sus parientes no se aprovecharían de los bienes de la Iglesia», no cesaban de torturarle, obligándole continuamente a trasladarse de Meaux a la corte para implorar favores de todas clases; y el grande hombre tenía que hacer antesalas y sufrir desaires y burlas de los cortesanos; hasta que en uno de estos tristes viajes de pretendiente murió en París en 1704. Ese es un caso de nepotismo que da pena y que hace amar al buen sacerdote. Bossuet fue paro, sus sobrinos eran sobrinos.
-Pero... ¿y la yernocracia?
-A eso voy. ¿Conoces a Rosina? Es una reina de Saba de tres años y medio, el sol a domicilio; parece un gran juguete de lujo... con alma. Sacude la cabellera de oro, con aire imperial, como Júpiter maneja el rayo; de su vocecita de mil tonos y registros hace una gama de edictos, decretos y rescriptos, y si me mira airada, siento sobre mí la excomunión de un ángel. Es carne de mi carne, ungida con el óleo sagrado y misterioso de la inocencia amorosa; no tiene, por ahora, rudimentos de buena crianza, y su madre y yo, grandes pecadores, pasamos la vida tomando vuelo para educar a Rosina; pero aún no nos hemos decidido ni a perforarle las orejitas para engancharle pendientes, ni a perforarle la voluntad para engancharle los grillos de la educación a los dos años se erguía en su silla de brazos, a la hora de comer, y no cejaba jamás en su empero de ponerse en pie sobre el mantel, pasearse entre los platos y aun, en solemnes ocasiones, metió un zapato en la sopa, como si fuera un charco. Deplorable educación... pero adorable criatura. ¡Oh, si no tuviera que crecer, no la educaba; y pasaría la vida metiendo los pies en el caldo! Más que a su madre, más que a mí, quiere a ratos la reina de Saba a Maolito, su novio, un vecino de siete años, macho más hermoso que yo y sin barbas que piquen al besarle.
Maolito es nuestro eterno convidado; Rosina le sienta junto a sí, y entre cucharada y cucharada le admira, le adora... y le palpa, untándole la cara de grasa y otras lindezas. No cabe duda; mi hija está enamorada a su manera, a lo ángel, de Maolito.
Una tarde, a los postres, Rosina gritó con su tono más imperativo y más apasionado y elocuente, con la voz a que yo no puedo resistir, a que siempre me rindo...
-Papá... yo quere que papá sea rey (rey lo dice muy claro) y que haga ministo y general a Maolito, que quere a mí...
-No, tonta -interrumpió Maolito, que tiene la precocidad de todos los españoles; tu papá no puede ser rey; di tú que quieres que sea ministro y que me haga a mí subsecretario.
Calló otra vez Aurelio Marco y suspiró, y añadió después, como hablando consigo mismo:
-¡Oh, que remordimientos sentí oyendo aquel antojo de mi tirano, de mi Rosina! ¡Yo no podía ser rey ni ministro! Mis ensueños, mis escrúpulos, mis aficiones, mis estudios, mi filosofía, me habían apartado de la ambición y sus caminos; era inepto para político, no podía ya aspirar a nada... ¡Oh, lo que yo hubiera dado entonces por ser hábil, por ser ambicioso, por no tener escrúpulos, por tener influencia, distrito, cartera, y sacrificarme por el país, plantear economías, reorganizarlo todo, salvar a España y hacer a Maolito subsecretario!

Cuento español

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

Yorinda y yoringel

Hubo una vez un viejo castillo en medio de un grande y denso bosque, y en él sólo vivía un viejo hombre que era un brujo. Durante el día él se convertía en un gato o en un búho gritón, pero al anochecer tomaba de nuevo su forma humana. Él atraía hacia sí bestias y pájaros, para luego matarlos y hervirlos o asarlos. Si alguien se acercaba a cien pasos del castillo, se quedaba paralizado donde estaba, y no podía moverse hasta que él le permitiera moverse. Pero en cualquier momento que una inocente doncella pasaba dicho círculo, la transformaba en un pájaro, y la metía en una jaula y la llevaba a un salón del castillo. Ahí tenía cerca de siete mil jaulas de exóticos pájaros.
Ahora bien, había una vez una doncella llamada Yorinda, que era más hermosa que las demás muchachas. Ella tenía un joven pretendiente llamado Yoringel, con quien se había comprometido en matrimonio. Ellos estaban en los días previos a los esponsales, y su mayor ilusión era estar juntos. Un día, con el fin de poder conversar en quietud, salieron a caminar por el bosque.
-"Ten cuidado"- dijo Yoringel, -"recuerda que no debes de llegar muy cerca del castillo."-
Era un bello atardecer, el sol brillaba entre los árboles, contrastando con la espesura del bosque, y las palomas daban sus melancólicos cantos sobre las jóvenes ramas de los árboles de abedul.
De pronto y sin saber por qué, Yorinda empezó a llorar y se sentó a la luz del atardecer muy triste. Y Yoringel también se puso triste, y se sentían tan mal como si estuvieran a punto de morir, o presintiendo algo extraño. Entonces miraron alrededor y se dieron cuenta de que se habían perdido, pues no sabían por cual camino emprender el regreso a casa. El sol estaba aún terminando de ponerse.
Yoringel miró entre los arbustos, y vio las viejas paredes del castillo al alcance de sus manos. Se horrorizó y se llenó de un temor de muerte. Yorinda estaba cantando:
-"Mi pequeño pajarito, con lacito rojo, canta triste, triste, triste, canta que pronto la gaviota morirá, canta triste, tris..., cuu, cuu, cuu...
Yoringel miró a Yorinda. Ya se había convertido en ruiseñor, y cantaba:
-"cuu, cuu, cuu..."
Un bullicioso búho con ojos saltones voló tres veces sobre ella, y tres veces gritó:
-"Bu-uh, bu-uh, bu-uh"- 
Yoringel no se podía mover, estaba tieso como una piedra, y no podía ni llorar ni hablar, ni mover manos o pies.
El sol ya se había puesto. El búho voló entre los arbustos, e inmediata-mente se posó en el suelo y tomó la forma humana de un viejo hombre pálido y jorobado, con grandes ojos rojos y nariz tan puntiaguda que le llegaba hasta la barbilla. Él murmuró algo para sí mismo, cogió al ruiseñor y se lo llevó en sus manos.
Yoringel no pudo decir nada, ni moverse de su sitio. El ruiseñor ya no estaba. Al rato el hombre volvió y dijo con una voz profunda:
-"Te saludo Zachiel. Si la luna brilla en la jaula, Zachiel, suéltalo de una vez."- 
Entonces Yoringel quedó libre. Él se arrodilló ante el hombre y le rogó que le devolviera a Yorinda, pero le contestó que nunca la volvería a tener de nuevo, y se retiró. El gritó, lloró, se lamentó, pero todo en vano.
-"¿Ay, qué irá a ser de mí?" -se dijo.
Yoringel se fue de allí, hasta que llegó a una desconocida villa, donde se quedó cuidando ovejas por largo tiempo. A menudo rondaba alrededor del castillo, pero sin acercarse demasiado. Una noche por fin soñó que se encontraba una flor roja que tenía al centro un bella y grande perla, y que él tomaba la flor e iba al castillo, y que todo lo que tocaba con la flor quedaba libre de hechizos, y además soñó que por ese medio recobraba a Yorinda.
En la mañana, cuando despertó, él comenzó a buscar por valles y colinas a ver si podía encontrar a esa flor. Y buscó hasta el noveno día, y entonces, temprano por la mañana, encontró la flor roja. En el centro tenía una gran gota de rocío, tan grande como la más fina perla.
Por días y noches él se encaminó hacia el castillo. Y cuando estuvo a cien pasos, esta vez no quedó paralizado, y caminó hasta la puerta. Yoringel se sintió lleno de dicha. Tocó la puerta con la flor, y se le abrió. Entró y avanzó por los salones, buscando el sonido de los pájaros. Por fin los escuchó. Y se dirigió en esa dirección hasta llegar al lugar apropiado. Allí estaba el brujo alimentando a los pájaros en las siete mil jaulas.
Cuando vio a Yoringel se enojó, se enojó muchísimo, y lo maldecía y le lanzaba veneno y hiel, pero no se le pudo acercar siquiera a dos pasos de él. Yoringel no le prestó mayor atención, sino que se fue a mirar a las jaulas con los pájaros, pero había cientos de ruiseñores. ¿Y cómo haría entonces para encontrar a Yorinda?
 Estaba justo en eso cuando vio al brujo retirarse silenciosamente con una jaula con un ruiseñor en ella, y que se dirigía hacia la puerta.
Rápidamente se fue tras él hasta alcanzarlo, tocó la jaula con su flor y también al viejo hombre. Éste ya no pudo embrujar a nadie más, y Yorinda tomó inmediatamente su forma original, lanzándose a los brazos de Yoringel llena de felicidad.
No está de más decir, que la feliz boda se llevó a cabo, con siete mil damas de honor. Y el viejo brujo tuvo que resignarse a seguir viviendo de bayas y raíces en el bosque por el resto de sus días.

 1.018. Grimm (Jacob y Wilhem)

Verdezuela (rapunzel)

Había una vez un hombre y una mujer que vivían solos y desconsolados por no tener hijos, hasta que, por fin, la mujer concibió la esperanza de que Dios Nuestro Señor se disponía a satisfacer su anhelo. La casa en que vivían tenía en la pared trasera una ventanita que daba a un magnífico jardín, en el que crecían espléndidas flores y plantas; pero estaba rodeado de un alto muro y nadie osaba entrar en él, ya que pertenecía a una bruja muy poderosa y temida de todo el mundo.
Un día asomóse la mujer a aquella ventana a contemplar el jardín, y vio un bancal plantado de hermosísimas verdezuelas (Lechugas), tan frescas y verdes, que despertaron en ella un violento antojo de comerlas.
El antojo fue en aumento cada día que pasaba, y como la mujer lo creía irrealizable, iba perdiendo el color y desmirriándose, a ojos vistas. Viéndola tan desmejorada, le preguntó asustado su marido:
- ¿Qué te ocurre, mujer?
-¡Ay! -exclamó ella, me moriré si no puedo comer las verdezuelas del jardín que hay detrás de nuestra casa.
El hombre, que quería mucho a su esposa, pensó: «Antes que dejarla morir conseguiré las verdezuelas, cueste lo que cueste». Y, al anochecer, saltó el muro del jardín de la bruja, arrancó precipitadamente un puñado de verdezuelas y las llevó a su mujer. Ésta se preparó enseguida una ensalada y se la comió muy a gusto; y tanto le gustaron, que, al día siguiente, su afán era tres veces más intenso. Si quería gozar de paz, el marido debía saltar nuevamente al jardín. Y así lo hizo, al anochecer. Pero apenas había puesto los pies en el suelo, tuvo un terrible sobresalto, pues vio surgir ante sí la bruja.
-¿Cómo te atreves -díjole ésta con mirada iracunda- a entrar cual un ladrón en mi jardín y robarme las verdezuelas? Lo pagarás muy caro.
-¡Ay! -respondió el hombre, tened compasión de mí. Si lo he hecho, ha sido por una gran necesidad: mi esposa vio desde la ventana vuestras verdezuelas y sintió un antojo tan grande de comerlas, que si no las tuviera se moriría.
La hechicera se dejó ablandar y le dijo:
- Si es como dices, te dejaré coger cuantas verdezuelas quieras, con una sola condición: tienes que darme el hijo que os nazca. Estará bien y lo cuidaré como una madre.
Tan apurado estaba el hombre, que se avino a todo y, cuando nació el hijo, que era una niña, presentóse la bruja y, después de ponerle el nombre de Verdezuela, se la llevó.
Verdezuela era la niña más hermosa que viera el sol. Cuando cumplió los doce años, la hechicera la encerró en una torre que se alzaba en medio de un bosque y no tenía puertas ni escaleras; únicamente en lo alto había una diminuta ventana. Cuando la bruja quería entrar, colocábase al pie y gritaba:
« ¡Verdezuela, Verdezuela, suéltame tu cabellera!».
Verdezuela tenía un cabello magnífico y larguísimo, fino como hebras de oro. Cuando oía la voz de la hechicera se soltaba las trenzas, las envolvía en torno a un gancho de la ventana y las dejaba colgantes: y como tenían veinte varas de longitud, la bruja trepaba por ellas.
Al cabo de algunos años, sucedió que el hijo del Rey, encontrándose en el bosque, acertó a pasar junto a la torre y oyó un canto tan melodioso, que hubo de detenerse a escucharlo. Era Verdezuela, que entretenía su soledad lanzando al aire su dulcísima voz. El príncipe quiso subir hasta ella y buscó la puerta de la torre, pero, no encontrando ninguna, se volvió a palacio. No obstante, aquel canto lo había arrobado de tal modo, que todos los días iba al bosque a escucharlo. Hallándose una vez oculto detrás de un árbol, vio que se acercaba la hechicera, y la oyó que gritaba, dirigiéndose a o alto.
«¡Verdezuela, Verdezuela, suéltame tu cabellera!».
Verdezuela soltó sus trenzas, y la bruja se encaramó a lo alto de la torre.
-Si ésta es la escalera para subir hasta allí -se dijo el príncipe, también yo probaré fortuna. Y al día siguiente, cuando ya comenzaba a oscurecer, encaminóse al pie de la torre y dijo:
«¡Verdezuela, Verdezuela, suéltame tu cabellera!».
Enseguida descendió la trenza, y el príncipe subió.
En el primer momento, Verdezuela se asustó mucho al ver un hombre, pues jamás sus ojos habían visto ninguno. Pero el príncipe le dirigió la palabra con gran afabilidad y le explicó que su canto había impresionado de tal manera su corazón, que ya no había gozado de un momento de paz hasta hallar la manera de subir a verla. Al escucharlo perdió Verdezuela el miedo, y cuando él le preguntó si lo quería por esposo, viendo la muchacha que era joven y apuesto, pensó, «Me querrá más que la vieja», y le respondió, poniendo la mano en la suya:
-Sí; mucho deseo irme contigo; pero no sé cómo bajar de aquí. Cada vez que vengas, tráete una madeja de seda; con ellas trenzaré una escalera y, cuando esté terminada, bajaré y tú me llevarás en tu caballo.
Convinieron en que hasta entonces el príncipe acudiría todas las noches, ya que de día iba la vieja. La hechicera nada sospechaba, hasta que un día Verdezuela le preguntó:
-Decidme, tía Gothel, ¿cómo es que me cuesta mucho más subiros a vos que al príncipe, que está arriba en un santiamén?
-¡Ah, malvada! -exclamó la bruja, ¿qué es lo que oigo? Pensé que te había aislado de todo el mundo, y, sin embargo, me has engañado.
Y, furiosa, cogió las hermosas trenzas de Verdezuela, les dio unas vueltas alrededor de su mano izquierda y, empujando unas tijeras con la derecha, zis, zas, en un abrir y cerrar de ojos se las cortó, y tiró al suelo la espléndida cabellera. Y fue tan despiadada, que condujo a la pobre Verdezuela a un lugar desierto, condenándola a una vida de desolación y miseria. El mismo día en que se había llevado a la muchacha, la bruja ató las trenzas cortadas al gancho de la ventana, y cuando se presentó el príncipe y dijo:
«¡Verdezuela, Verdezuela, suéltame tu cabellera!» la bruja las soltó, y por ellas subió el hijo del Rey. Pero en vez de encontrar a su adorada Verdezuela hallóse cara a cara con la hechicera, que lo miraba con ojos malignos y perversos:
-¡Ajá! -exclamó en tono de burla-, querías llevarte a la niña bonita; pero el pajarillo ya no está en el nido ni volverá a cantar. El gato lo ha cazado, y también a ti te sacará los ojos. Verdezuela está perdida para ti; jamás volverás a verla.

El príncipe, fuera de sí de dolor y desesperación, se arrojó desde lo alto de la torre. Salvó la vida, pero los espinos sobre los que fue a caer se le clavaron en los ojos, y el infeliz hubo de vagar errante por el bosque, ciego, alimentándose de raíces y bayas y llorando sin cesar la pérdida de su amada mujercita. Y así anduvo sin rumbo por espacio de varios años, mísero y triste, hasta que, al fin, llegó al desierto en que vivía Verdezuela con los dos hijitos gemelos, un niño y una niña, a los que había dado a luz. Oyó el príncipe una voz que le pareció conocida y, al acercarse, reconociolo Verdezuela y se le echó al cuello llorando. Dos de sus lágrimas le humedecieron los ojos, y en el mismo momento se le aclararon, volviendo a ver como antes. Llevóla a su reino, donde fue recibido con gran alegría, y vivieron muchos años contentos y felices.

 1.018. Grimm (Jacob y Wilhem)

Un ojito, dos ojitos y tres ojitos

Érase una mujer que tenía tres hijas. La mayor se llamaba Un Ojito, porque tenía un solo ojo en medio de la frente; la segunda, Dos Ojitos, porque tenía dos, como todo el mundo; y la tercera, Tres Ojitos, pues tenía tres, uno de ellos en medio de la frente. Y como la segunda no se diferenciaba en nada de las demás personas, sus dos hermanas y su madre no podían sufrirla. Decíanle:
-Con tus dos ojos no sobresales en nada de la gente ordinaria; no perteneces a nuestra clase.
Y, así, la rechazaban, obligándola a usar vestidos harapientos, y para comer no le daban más que las sobras; y, encima, la mortificaban cuanto podían.
Un día en que Dos Ojitos había salido al campo a apacentar la cabra, estaba sentada en el borde del camino, llorando desconsola-damente, de tal forma que no parecía sino que de sus ojos manaran dos arroyos, pues sus hermanas no le habían dado de comer y se sentía muy hambrienta. Al levantar un momento la mirada, vio a su lado a una mujer, que le preguntó:
-Dos Ojitos, ¿por qué lloras?
Y respondió la muchachita:
-¿Cómo no he de llorar? Porque tengo dos ojos como todas las demás personas, mi madre y mis hermanas me aborrecen, me empujan de un rincón a otro, me echan prendas viejas y sólo me dan para comer lo que ellas dejan. Hoy me han dado tan poco, que el hambre me atormenta.
Díjole entonces el hada:
-Seca tus lágrimas, Dos Ojitos, voy a enseñarte unas palabras con las que ya no padecerás más hambre. Sólo tienes que decir lo siguiente, dirigiéndote a tu cabra:
«Bala, cabrita; cúbrete, mesita».
Y enseguida tendrás ante ti una mesa, primorosamente dispuesta con los más sabrosos manjares, y podrás comer hasta saciarte. Y cuando ya estés satisfecha y ya no necesites de la mesa, dirás:
«Bala, cabrita; retírate, mesita».
Y desaparecerá en el acto de tu vista.
Y dicho esto, el hada se marchó. Dos Ojitos pensó: «Es cosa de probar enseguida si es cierto esto que me ha dicho, pues realmente me atormenta el hambre»; y exclamó:
«Bala, cabrita; cúbrete, mesita».
Apenas hubo pronunciado estas palabras vio ante sí una mesita cubierta con un mantel blanquísimo, y encima, un plato con su cuchillo, tenedor y cuchara, todo de plata. Había también viandas magníficas, todavía humeantes, como si acabasen de salir de la cocina. Dos Ojitos rezó la oración más breve, de cuantas sabía: «¡Dios mío, sé nuestro huésped por los siglos de los siglos, amén!». Se sirvió y comió con verdadera fruición. Cuando ya estuvo satisfecha, dijo, como le enseñara el hada:
«Bala, cabrita; retírate, mesita».
Y en un santiamén desapareció la mesa con todo lo que había. «¡He aquí una manera cómoda de cocinar!»; pensó Dos Ojitos, ya de muy buen humor.
Al regresar a su casa al anochecer con la cabra, encontró una escudilla de barro con algo de comida que le habían dejado las hermanas, pero no la tocó. Al día siguiente marchóse de nuevo con la cabrita, sin hacer caso de los mendrugos que le habían puesto para el desayuno. Al principio, las hermanas no prestaron atención al hecho, pero, al repetirse, dijeron.
-Algo ocurre con Dos Ojitos. Siempre se deja la comida, cuando antes se zampaba todo lo que le dejábamos. De seguro que ha encontrado algún otro recurso.
Para averiguar lo que sucedía, convinieron en que Un Ojito la acompañaría a apacentar la cabra para espiar sus acciones y ver si alguien le traía comida y bebida.
Al marcharse Dos Ojitos, se le acercó la hermana mayor y le dijo:
-Iré al campo contigo; quiero saber si guardas bien la cabra y la llevas a buenos pastos.
Pero Dos Ojitos comprendió perfectamente el pensamiento de la otra y, conduciendo la cabra a un prado donde crecía alta hierba, dijo:
-Ven, Un Ojito, sentémonos aquí; te cantaré una canción.
Un Ojito estaba cansada de la caminata y del ardor del sol; sentóse, y su hermana se puso a cantarle:
«Un Ojito, ¿velas?
Un Ojito, ¿duermes?».
Repitiendo siempre las mismas palabras, hasta que la otra, cerrando su único ojo, se quedó dormida. Al ver Dos Ojitos que su hermana dormía profundamente y no podría descubrirla, dijo:
«Bala, cabrita; cúbrete, mesita».
Y, sentándose a la mesa, comió y bebió hasta quedar satisfecha. Luego volvió a decir:
«Bala, cabrita; retírate, mesita».
Y todo desapareció en un momento. Dos Ojitos despertó entonces a su hermana y le dijo:
-Un Ojito, vienes para guardar la cabra y te duermes. El animalito podría haber dado la vuelta al mundo. Anda, volvamos a casa.
Y se marcharon, y Dos Ojitos dejó nuevamente intacta su cena. Pero Un Ojito no pudo decir a su madre el motivo de que su hermana se negase a comer. Disculpóse alegando que se había quedado dormida en el prado. Al día siguiente dijo la madre a Tres Ojitos:
-Esta vez irás tú; fíjate bien si Dos Ojitos come allí, y si alguien le trae comida y bebida, pues es forzoso que coma y beba secreta-mente.
Acercóse Tres Ojitos a Dos Ojitos y le dijo:
-Iré contigo a ver si guardas bien la cabra y le das bastante hierba.
Pero Dos Ojitos se dio clara cuenta del propósito de su hermana menor. Condujo la cabra al prado y dijo:
-Sentémonos, Tres Ojitos, que te cantaré una canción.
Sentóse Tres Ojitos, cansada como se sentía del camino y de los ardores del sol, y Dos Ojitos volvió a entonar su cantinela:
«Tres Ojitos, ¿velas?, sólo que, sin darse cuenta, en vez de decir:
«Tres Ojitos, ¿duermes?», cantó
«Dos Ojitos, ¿duermes?», repitiendo cada vez:
«Tres Ojitos, ¿velas?
Dos Ojitos, ¿duermes?».
Ya Tres Ojitos se le cerraron dos ojos, y se le quedaron dormidos; pero el tercero, a causa de la equivocación en el estribillo, permaneció despierto. Cierto que lo cerró la muchacha, más por ardid, simulando que dormía con él también, y así, abriéndolo disimuladamente, pudo verlo todo. Cuando Dos Ojitos creyó que la otra dormía profundamente, pronunció su fórmula mágica:
«Bala, cabrita; cúbrete, mesita», y después de saciar el hambre y la sed, hizo que la mesa se retirase:
«Bala, cabrita; retírate, mesita».
Pero resultó que Tres Ojitos lo había presenciado todo. Acercósele Dos Ojitos y le dijo:
-¿Conque te dormiste, Tres Ojitos? ¡Vaya manera de guardar la cabra! Anda, volvámonos a casa.
Al llegar, Dos Ojitos renunció de nuevo a la cena, y Tres Ojitos dijo a la madre:
-Ya sé por qué esta orgullosa no come. Cuando, allá en el prado, dice a la cabra:
«Bala, cabrita; cúbrete, mesita», enseguida tiene ante sí una mesa con las viandas más sabrosas, mucho mejores de las que comemos nosotras; y cuando ya está harta, dice:
«Bala, cabrita; retírate, mesita», y todo desaparece de nuevo. Lo he visto todo perfectamente. Con su canción hizo que se me durmiesen los dos ojos; más, por fortuna, se me quedó despierto el de la frente.
Llamando entonces la envidiosa madre a Dos Ojitos, la increpó, diciéndole:
-¿Conque quieres pasarlo mejor que nosotras? ¡Pues voy a quitarte las ganas!
Y cogiendo un cuchillo lo clavó en el corazón de la cabra, matándola.
Dos Ojitos salió de su casa triste y desolada y, sentándose en la linde del campo, púsose a llorar amargas lágrimas. Presentósele por segunda vez el hada, y le dijo:
-¿Por qué lloras, Dos Ojitos?
-¡Cómo no he de llorar! -respondió la muchacha -. Mi madre mató la cabra que todos los días, cuando le recitaba el verso que me enseñasteis, me ponía tan bien la mesa, y ahora tengo que padecer nuevamente hambre y privaciones.
Díjole el hada:
-Dos Ojitos, te daré un buen consejo: Pide a tus hermanas que te den la tripa de la cabra muerta, y entiérrala delante la puerta de tu casa. Te traerá suerte.
Desapareció el hada, y Dos Ojitos, regresando a su casa, dijo a las hermanas:
-Dadme un poco de la cabra, hermanas. No pido nada bueno; solamente la tripa.
Echáronse ellas a reír y le respondieron:
-Si no pides otra cosa, puedes quedarte con ella.
Y Dos Ojitos cogió la tripa, y aquella noche fue a enterrarla, con el mayor sigilo, delante de la puerta, según le recomendara el hada.
A la mañana siguiente, al despertarse todas y salir a la calle, quedaron maravilladas al ver un magnífico árbol, que se alzaba ante la casa. Era un árbol prodigioso, con hojas de plata y frutos de oro. En el mundo entero no se habría encontrado nada tan bello y precioso. Nadie sabía cómo había salido allí aquel árbol, de la noche a la mañana. Sólo Dos Ojitos sabía que brotó de la tripa de la cabra, pues se levantaba precisamente en el lugar donde ella la había enterrado. Dijo la madre a Un Ojito:
-Sube, hija mía, a coger algunos de los frutos.
Trepó la muchacha a la copa; pero en cuanto trataba de alcanzar una de las doradas manzanas, la rama se le escapaba de las manos, repitiéndose la cosa todas las veces que intentó hacerse con un fruto. Dijo entonces la madre:
-Tres Ojitos, sube tú, con tus tres ojos verás mejor que tu hermana.
Bajó Un Ojito y encaramóse Tres Ojitos; pero no fue más afortunada; por mucho que mirara a su alrededor, las manzanas de oro continuaron inasequibles. Finalmente, la madre, impacientán-dose, se subió ella misma al árbol. Pero no le fue mejor que a sus hijas. Cada vez que creía agarrar uno de los frutos, se encontraba con la mano llena de aire.
Dijo entonces Dos Ojitos:
-Probaré yo; quizá tenga mejor suerte.
Y aunque las hermanas la increparon:
-¡Qué quieres hacer tú con tus dos ojos! -ella trepó a la copa, y las manzanas de oró ya no huyeron, sino que espontáneamente se dejaban caer en su mano. La muchacha pudo cogerlas una a una, y, después de llenarse el delantal, bajó del árbol. La madre se las quitó todas, y Un Ojito y Tres Ojitos, en vez de dar mejor trato a su hermana, envidiosas al ver que sólo ella podía conseguir los frutos, se ensañaron con ella más aún que antes.
He aquí que hallándose un día todas al pie del árbol, vieron acercarse un joven caballero.
-¡Aprisa, Dos Ojitos! -exclamaron las hermanas, métete ahí debajo, y así no tendremos que avergonzarnos de ti y, precipitadamente, le echaron encima un barril vacío que tenían a mano, metiendo también las manzanas que Dos Ojitos acababa de coger. Al llegar el caballero resultó ser un gallardo gentilhombre que, deteniéndose a admirar el magnífico árbol de oro y plata, dijo a las dos hermanas:
-¿De quién es este hermoso árbol? Por una de sus ramas daría cuanto me pidiesen.
Tres Ojitos y Un Ojito contestaron que el árbol les pertenecía, y que romperían una rama para dársela. Una y otra se esforzaron cuanto pudieron; pero todos sus intentos resultaron vanos, pues ramas y frutos las rehuían continuamente. Dijo entonces el caballero:
-Es muy extraño que, perteneciéndoos el árbol, no podáis cortar una rama de él.
Pero ellas persistieron en afirmar que el árbol era suyo. Mientras porfiaban, Dos Ojitos, desde el interior del barril, hizo rodar por debajo dos o tres manzanas de oro, que fueran a parar a los pies del caballero, pues la muchacha estaba enojada de que las otras no dijesen la verdad. Al ver el forastero las manzanas, preguntó, asombrado, de dónde venían, y Tres Ojitos y Un Ojito le respondieron que tenían una hermana, pero que no la enseñaban porque sólo tenía dos ojos, como las personas vulgares.
El caballero quiso verla y gritó:
-¡Sal, Dos Ojitos!
La doncella, cobrando confianza, salió de debajo del barril, y el caballero, admirado de su gran hermosura, le dijo:
-Seguramente tú podrás cortarme una rama del árbol.
-Sí -replicó Dos Ojitos, sin duda podré, pues el árbol es mío y, subiéndose a la copa, con gran facilidad quebró una rama, con sus hojas de plata y sus frutos de oro, y la entregó al forastero.
Dijo éste entonces:
-Dos Ojitos, ¿qué quieres a cambio?
-¡Ay! -respondió la muchacha, aquí sufro hambre y sed, pesares y privaciones desde la mañana a la noche. Si quisieseis llevarme con vos y liberarme, sería feliz.
Subió el caballero a Dos Ojitos a la grupa de su caballo y la condujo al castillo de su padre, donde le proporcionó hermosos vestidos y comida en abundancia; y como la doncella era, en verdad, encantadora, enamoróse de ella y, a poco, se celebró la boda entre el mayor regocijo.
Al ver que el caballero se llevaba a Dos Ojitos, las dos hermanas sintieron gran envidia por su suerte, pero se consolaron pensando: «De todos modos, nos queda el árbol maravilloso, y aunque no podamos coger sus frutos, todos los que pasen por aquí se pararán a contemplarlo y llamarán a nuestra casa para expresarnos su admiración. ¡Quién sabe donde está nuestra fortuna!». Pero, a la mañana siguiente, el árbol había desaparecido y, con él, sus esperanzas. Y cuando Dos Ojitos se asomó a la ventana de su nuevo aposento, con gran alegría vio que el árbol se levantaba delante de ella, pues la había seguido. La muchacha vivió feliz por mucho tiempo. Un día se presentaron en el castillo dos pobres mujeres que pedían limosna, y Dos Ojitos, al verlas, reconoció a sus hermanas, las cuales habían llegado a tal extremo de miseria, que debían ir mendigando su pan de puerta en puerta. Dos Ojitos las acogió cariñosamente, las trató con gran bondad y las colmó de favores, por lo que las otras se arrepintieron de todo corazón de su mal proceder con su hermana.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem)

Un cuento enigmatico

Tres mujeres fueron convertidas en flores y colocadas en el campo del jardín, pero a una de ellas le fue permitido que durante las noches podía estar en su casa como humana. Entonces, una noche, cuando ya se acercaba el día y tendría que volver a ser flor otra vez, ella le dijo a su esposo:
-"Si cuando vuelves más tarde vienes al jardín y me arrancas, quedaré libre y podré estar siempre contigo."
Y él así lo hizo. 
Ahora, la pregunta es: 
-¿Cómo supo el esposo cuál era la flor correcta, si todas se veían exactamente igual, sin ninguna diferencia en su forma?
Respuesta: Como ella pasaba la noche en su casa y no en el jardín, no había entonces rocío sobre ella como sí lo había sobre las otras, y así el esposo supo cuál era la que debía tomar.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem)

Un buen negocio

Un campesino llevó su vaca al mercado, donde la vendió por siete escudos. Cuando regresaba a su casa hubo de pasar junto a una charca, y ya desde lejos oyó croar las ranas: «¡cuak, cuak, cuak!».
-¡Bah! -dijo para sus adentros. Ésas no saben lo que se dicen. Siete son los que he sacado, y no cuatro. Al llegar al borde del agua, las increpó:
-¡Bobas que sois! ¡Qué sabéis vosotras! Son siete y no cuatro.
Pero las ranas siguieron impertérritas: «cuak, cuak, cuak».
-Bueno, si no queréis creerlo los contaré delante de vuestras narices.
Y sacando el dinero del bolsillo, contó los siete escudos, a razón de veinticuatro reales cada uno. Pero las ranas, sin prestar atención a su cálculo, seguían croando: «cuak, cuak, cuak».
-¡Caramba con los bichos! -gritó el campesino, amoscado. Puesto que os empeñáis en saberlo mejor que yo, contadlo vosotras mismas.
Y arrojó las monedas al agua, quedándose de pie en espera de que las hubiesen contado y se las devolviesen. Pero las ranas seguían en sus trece, y duro con su «cuak, cuak, cuak», sin devolver el dinero. Aguardó el hombre un buen rato, hasta el anochecer; pero entonces ya no tuvo más remedio que marcharse. Púsose a echar pestes contra las ranas, gritándoles:
- ¡Chapuzonas, cabezotas, estúpidas! ¡Podéis tener una gran boca para gritar y ensordecernos, pero sois incapaces de contar siete escudos! ¿Os habéis creído que aguardaré aquí hasta que hayáis terminado?
Y se marchó, mientras lo perseguía el «cuak, cuak, cuak» de las ranas, por lo que el hombre llegó a su casa de un humor de perros.
Al cabo de algún tiempo compró otra vaca y la sacrificó, calculando que si vendía bien la carne sacaría de ella lo bastante para resarcirse de la pérdida de la otra, y aún le quedaría la piel. Al entrar en la ciudad con la carne, viose acosado por toda una jauría de perros, al frente de los cuales iba un gran lebrel. Saltaba éste en torno a la carne, olfateándola y ladrando: 
-¡Vau, vau, vau! Y como se empeñaba en no callar, díjole el labrador:
-Sí, ya te veo, bribón, gritas «vau vau» porque quieres que te dé un pedazo de vaca. ¡Pues sí que haría yo buen negocio!
Pero el perro no replicaba sino «vau, vau, vau».
-¿Me prometes no comértela y me respondes de tus compañeros?
-Vau, vau -repitió el perro.
-Bueno, puesto que te empeñas, te la dejaré; te conozco bien y sé a quién sirves. Pero una cosa te digo: dentro de tres días quiero el dinero; de lo contrario, lo vas a pasar mal. Me lo llevarás a casa.
Y, descargando la carne, se volvió, mientras los perros se lanzaban sobre ella, ladrando: «vau, vau». Oyéndolos desde lejos, el campesino se dijo: «Todos quieren su parte, pero el grande tendrá que responder».
Transcurridos los tres días, pensó el labrador: «Esta noche tendrás el dinero en el bolsillo, y esta idea lo llenó de contento. Pero nadie se presentó a pagar. «¡Es que no te puedes fiar de nadie!», se dijo, y, perdiendo la paciencia, fuese a la ciudad a pedir al carnicero que le satisficiese la deuda. El carnicero se lo tomó a broma, pero el campesino replicó:
-Nada de burlas, yo quiero mi dinero. ¿Acaso el perro no os trajo hace tres días toda la vaca muerta?
Enojóse el carnicero y, echando mano de una escoba, lo despidió a escobazos.
-¡Aguardad -gritóle el hombre, todavía hay justicia en la tierra! -y, dirigiéndose al palacio del Rey, solicitó audiencia.
Conducido a presencia del Rey, que estaba con su hija, preguntóle éste qué le ocurría.
-¡Ah! -exclamó el campesino. Las ranas y los perros se quedaron con lo que era mío, y ahora el carnicero me ha pagado a palos-, y explicó circunstancial-mente lo ocurrido.
La princesa prorrumpió en una sonora carcajada, y el Rey le dijo:
-No puedo hacerte justicia en este caso, pero, en cambio, te daré a mi hija por esposa. En toda su vida la vi reírse como ahora, y prometí casarla con quien fuese capaz de hacerla reír. ¡Puedes dar gracias a Dios de tu buena suerte!
-¡Oh! -replicó el campesino. No la quiero, en casa tengo ya una mujer, y con ella me sobra. Cada vez que llego a casa, me parece como si me saliese una de cada esquina.
El Rey, colérico, chilló:
-¡Eres un imbécil!
-¡Ah, Señor Rey! -respondió el campesino. ¡Qué podéis esperar de un asno, sino coces!
-Aguarda -dijo el Rey, te pagaré de otro modo. Márchate ahora y vuelve dentro de tres días; te van a dar quinientos bien contados.
Al pasar el campesino la puerta, díjole el centinela:
-Hiciste reír a la princesa; seguramente te habrán pagado bien.
-Sí, eso creo -murmuró el rústico. Me darán quinientos.
-Oye -inquirió el soldado, podrías darme unos cuantos. ¿Qué harás con tanto dinero?
-Por ser tú, te cederé doscientos -dijo el campesino. Preséntate al Rey dentro de tres días y te los pagarán.
Un judío, que se hallaba cerca y había oído la conversación, corrió tras el labrador y le dijo, tirándole de la chaqueta:
-¡Maravilla de Dios, vos sí que nacisteis con buena estrella! os cambiaré el dinero en moneda de vellón. ¿Qué haríais vos con los escudos en pieza?. Trujamán -contestó el campesino, puedes quedarte con trescientos. Cámbiamelos ahora mismo, y dentro tres días, el Rey te los pagará.
El judío, contento del negociete, diole la cantidad en moneda de cobre, ganándose uno por cada tres. Al expirar el plazo, el campesino, obediente a la orden recibida, se presentó ante el Rey.
-Quitadle la chaqueta -mandó éste, va a recibir los quinientos prometidos.
-¡Oh! -dijo el hombre, ya no son míos: doscientos los regalé al centinela, y los trescientos restantes me los cambió un judío, así que no me toca ya nada.
Presentáronse entonces el soldado y el judío a reclamar lo que les ofreciera el campesino, y recibieron en las espaldas los azotes correspondientes. El soldado los sufrió con paciencia; ya los había probado en otras ocasiones. Pero el judío todo era exclamarse:
- ¡Ay! ¿Esto son los escudos?
El Rey no pudo por menos de reírse del campesino y, calmado su enojo, le dijo:
-Puesto que te has quedado sin recompensa, te daré una compensación. Ve a la cámara del tesoro y llévate todo el dinero que quieras.
El hombre no se lo hizo repetir y se llenó los bolsillos a reventar; luego entró en la posada y se puso a contar el dinero. El judío, que lo había seguido, oyólo que refunfuñaba:
-Este pícaro de Rey me ha jugado una mala pasada; ¿No podía darme él mismo el dinero, y ahora sabría yo cuánto tengo? En cambio, ahora, ¿quién me dice que lo que he cogido, a mi talante, es lo que me tocaba?
«¡Dios nos ampare! -dijo para sus adentros el judío. ¡Este hombre murmura de nuestro Rey! Voy a denunciarlo; de este modo me darán una recompensa y encima lo castigarán».
Al enterarse el Rey de los improperios del campesino, montó en cólera y mandó al judío que fuese en su busca y se presentase con él en palacio. Corrió el judío en busca del labrador:
-Debéis comparecer inmediatamente ante el Rey -le dijo; así, tal como estáis.
-Yo sé mejor lo que debo hacer -respondió el campesino. Antes tengo que encargarme una casaca nueva. ¿Crees que un hombre con tanto dinero en los bolsillos puede ir hecho un desharrapado?
El judío, al ver que no lograría arrastrar al otro sin una chaqueta nueva y temiendo que al Rey se le pasara el enfado y, con él, se esfumara su premio y el castigo del otro, dijo:
- Os prestaré por unas horas una hermosa casaca; y conste que lo hago por pura amistad. ¡Qué no hace un hombre por amor!
Avínose el labrador y, poniéndose la casaca del judío, fuese con él a palacio. Reprochóle el Rey los denuestos que, según el judío, le había dirigido.
-¡Ay! -exclamó el campesino. Lo que dice un judío es mentira segura. ¿Cuándo se les ha oído pronunciar una palabra verdadera? ¡Este individuo sería capaz de sostener que la casaca que llevo es suya!
-¿Cómo? -replicó el judío. ¡Claro que lo es! ¿No acabo de prestárosla por pura amistad, para que pudierais presentaros dignamente ante el Señor Rey?
Al oírlo el Rey, dijo:
-Fuerza es que el judío engañe a uno de los dos: al labrador o a mí.
Y mandó darle otra azotaina en las costillas, mientras el campesino se marchaba con la buena casaca y el dinero en los bolsillos, diciendo:
-Esta vez he acertado.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem)

Seis que salen de todo

Había una vez un hombre muy hábil en toda clase de artes y oficios. Sirvió en el ejército, mostrándose valiente y animoso; pero al terminar la guerra lo licenciaron sin darle más que tres reales como ayuda de costas.
-Aguardad un poco -dijo, que de mí no se burla nadie. En cuanto encuentre los hombres que necesito, no le van a bastar al Rey, para pagarme, todos los tesoros del país.
Partió muy irritado, y al cruzar un bosque vio a un individuo que acababa de arrancar de cuajo seis árboles con la misma facilidad que si fuesen juncos. Díjole:
-¿Quieres ser mi criado y venirte conmigo?
-Sí -respondió el hombre-, pero antes déjame que lleve a mi madre este hacecillo de leña-; asió uno de los troncos, lo hizo servir de cuerda para atar los cinco restantes, y, cargándose el haz al hombro, se lo llevó.
Al poco rato estaba de vuelta, y él y su nuevo amo se pusieron en camino. Díjole el amo:
-Vamos a salirnos de todo, nosotros dos.
Habían andado un rato, cuando encontraron un cazador que ponía rodilla en tierra y apuntaba con la escopeta. Preguntóle el amo:
-¿A qué apuntas, cazador?
A lo cual respondió el cazador:
-A dos millas de aquí hay una mosca posada en la rama de un roble, y quiero acertarla en el ojo izquierdo.
-¡Vente conmigo! -dijo el amo, que los tres juntos vamos a salirnos de todo.
Avínose el cazador y se unió a ellos. Pronto llegaron a un lugar donde se levantaban siete molinos de viento, cuyas aspas giraban a toda velocidad, a pesar de que no se sentía la más ligera brisa, y de que no se movía una sola hojita de árbol. Dijo el hombre:
-No sé qué es lo que mueve estos molinos, pues no sopla un hálito de viento -y siguió su camino con sus compañeros. Habían recorrido otras dos millas, cuando vieron a un individuo subido a un árbol que, tapándose con un dedo una de las ventanillas de la nariz, soplaba con la otra.
-¡Oye!, ¿qué estás haciendo ahí arriba? -preguntó el hombre; a lo cual respondió el otro:
-A dos millas de aquí hay siete molinos de viento, y estoy soplando para hacerlos girar.
-Ven conmigo -le dijo el otro, que yendo los cuatro vamos a salirnos de todo.
Bajó del árbol el soplador y se unió a los otros. Al cabo de un buen trecho se toparon con un personaje que se sostenía sobre una sola pierna; se había quitado la otra y la tenía a su lado. Díjole el amo:
-¡Pues no te has ingeniado mal para descansar!
-Soy andarín -replicó el hombre, y me he desmontado una pierna para no ir tan deprisa; cuando corro con las dos piernas, ni los pájaros pueden seguirme.
-Ven conmigo, que yendo los cinco juntos vamos a salirnos de todo.
Marchóse con ellos, y poco rato después les salió al paso otro que llevaba el sombrero puesto sobre la oreja.
-¡Vaya finura! -exclamó el soldado. ¡Quítate el sombrero de la oreja y póntelo en la cabeza! Diríase que te falta un tornillo.
-Me guardaré muy bien de hacerlo -replicó el otro, pues si me lo pongo en la cabeza, empezará a hacer un frío tan terrible, que las aves del cielo se helarán y caerán muertas.
-Vente conmigo -dijo el jefe-, que yendo los seis juntos vamos a salirnos de todo.
Y el grupo llegó a la ciudad cuyo rey había mandado pregonar que la mano de su hija sería para el hombre que se aviniese a competir con ella en la carrera y la venciese; entendiéndose que si fracasaba, perdería también la cabeza. Presentóse el jefe al Rey y le dijo:
-Haré que uno de mis criados corra por mí.
A lo cual contestó el Rey:
-Bien, pero a condición de que pongas tú también tu cabeza en prenda, de manera que si pierde, moriréis los dos.
Aceptada la condición, el hombre mandó al corredor que se pusiera la otra pierna y le dijo:
-Y ahora, listo, y procura que ganemos.
Habíase convenido que el vencedor sería aquel que volviera primero de una fuente muy alejada, trayendo un jarro de agua. Dieron sendos jarros a la princesa y a su competidor, y los dos partieron simultáneamente. Pero en un momento, cuando la princesa no había recorrido sino un breve espacio, ya el andarín se había perdido de vista, como si se lo hubiera llevado el viento.
Llegó a la fuente y, después de llenar el jarro de agua, emprendió el regreso. A mitad del camino, empero, sintióse fatigado y, echándose en el suelo con el jarro a su lado, se quedó dormido. Tuvo, empero, la precaución de usar como almohada un duro cráneo de caballo que encontró por allí, para que lo duro del cojín no le dejara dormir mucho.
Entretanto la princesa, que era muy buena corredora, tanto como cabe en una persona normal, había llegado a su vez a la fuente y, llenando el jarro, había emprendido la vuelta. Al ver a su rival dormido en el suelo, alegróse, diciendo:
-¡El enemigo está en mis manos! -y, vaciándole la vasija, siguió su camino.
Todo se habría perdido de no ser por el cazador de los ojos de lince, que había visto la escena desde la azotea del palacio. Díjose para sus adentros:
-Pues la hija del Rey no se saldrá con la suya -y, cargando la escopeta, disparó con tal puntería, que acertó el cráneo que servía de almohada al durmiente, sin tocar a éste. Despertó sobresaltado el andarín y se dio cuenta de que su jarro estaba vacío y la princesa le llevaba la delantera. No se desanimó el hombre por tan poca cosa; volvió a la fuente, llenó el jarro de nuevo, y todavía llegó al palacio diez minutos antes que su competidora.
-¡Ahora sí que he hecho servir las piernas! -dijo; lo que he hecho a la ida no puede llamarse correr.
Pero al Rey, y más aún a su hija, les dolía aquel casamiento con un vulgar soldado, por lo que deliberaron sobre la manera de deshacerse de él y sus hombres. Dijo el Rey:
-He ideado un medio, no te preocupes; verás cómo nos des-hacemos de ellos-. Y, dirigiéndose a los seis, les habló así-: Ahora tenéis que celebrar vuestra victoria con un buen banquete y los condujo a una sala que tenía el suelo y las puertas de hierro; en cuanto a las ventanas, estaban aseguradas por gruesos barrotes, de hierro también. En la habitación habían puesto una mesa con suculentas viandas, y el Rey prosiguió-: ¡entrad ahí y regalaos!
Y cuando ya estuvieron dentro mandó cerrar las puertas y echarles los cerrojos. Llamando luego al cocinero, le ordenó que encendiese fuego debajo de la habitación y lo mantuviese todo el tiempo necesario para que el hierro se pusiera candente. Obedeció el cocinero, y al cabo de poco los seis comensales encerrados en la habitación empezaron a sentir un intenso calor. Al principio creyeron que era por lo bien que habían comido; pero al ir en aumento la temperatura, trataron de salir, encontrándose con que puertas y ventanas estaban cerradas. Entonces comprendieron el malvado designio del Rey.
-¡Pues no va a salirse con la suya! -exclamó el del sombrero; voy a provocar una helada tal, que el fuego se retirará avergonzado.
Y, colocándose el sombrero sobre la cabeza, a los pocos momentos comenzó a sentirse un frío rigurosísimo, hasta el punto de que la comida se helaba en los platos. Transcurridas un par de horas, creyendo el Rey que todos estarían ya achicharrados, mandó abrir la puerta y fue personalmente a ver el resultado de su estratagema. Y he aquí que no bien se abrió la puerta salieron los seis, frescos y sanos, diciendo que ya estaban deseando salir para calentarse un poco, pues en aquella habitación hacía tanto frío que se helaban hasta los manjares. El Rey, fuera de sí, fue a reñir al cocinero por no haber cumplido sus órdenes. Y respondió el hombre:
-Pues hay un buen fuego, Véalo Vuestra Majestad.
Entonces el Rey pudo comprobar que bajo el piso de hierro de la habitación ardía un fuego enorme, y comprendió que nada podría con aquella gente.
Tras nuevas cavilaciones, siempre buscando el medio de deshacerse de tan molestos huéspedes, mandó llamar al jefe de los seis y le dijo:
-¿Quieres oro a cambio de la mano de mi hija? Te daré cuanto quieras.
-De acuerdo, Señor Rey -respondió el jefe; con que me deis el que pueda llevar uno de mis criados, renunciaré a vuestra hija.
Púsose el Rey la mar de contento, y el otro prosiguió:
-Dentro de dos semanas volveré a buscarlo.
Y, acto seguido, reunió a todos los sastres del país, los cuales se pasaron catorce días cosiendo un saco. Cuando estuvo terminado, el forzudo de los seis, aquel que arrancaba los árboles de cuajo, se lo cargó a la espalda y se presentó al Rey. Exclamó éste:
-¡Vaya hombre fornido, que lleva sobre sus hombros una bala de tela como una casa! y pensó, asustado: «¡Cuánto oro podrá llevar!». Ordenó que trajeran una tonelada, para lo cual se necesitaron dieciséis de sus hombres más robustos; pero el forzudo lo levantó con una sola mano y, metiéndolo en el saco, dijo:
-¿Por qué no traéis más? ¡Esto apenas llena el fondo del saco!
Y, así, el Rey tuvo que entregar poco a poco todo su tesoro, que el forzudo fue metiendo en el saco, y aún éste no se llenó más que hasta la mitad.
-¡Que traigan más! -decía el hombre. ¡Qué hago con estos puñaditos!
Hubo que enviar carros a todo el reino, y se cargaron siete mil carretas, que el forzudo metió en el saco junto con los bueyes que las arrastraban:
-No seré exigente -dijo-, y meteré lo que venga, con tal de llenar el saco-. Cuando ya no quedaba nada por cargar, dijo:
-Terminemos de una vez; bien puede atarse un saco aunque no esté lleno del todo. Y, echándoselo a cuestas, fue a reunirse con sus compañeros.
Al ver el Rey que aquel hombre solo se marchaba con las riquezas de todo el país, ordenó, fuera de sí, que saliese la caballería en persecución de los seis, con orden de quitar el saco al forzudo. Dos regimientos no tardaron en alcanzarlos y les gritaron:
-¡Daos presos! ¡Dejad el saco del oro, si no queréis que os hagamos polvo!
-¿Qué dice? -exclamó el soplador, ¿que nos demos presos? ¡Antes vais a volar todos por el aire! y, tapándose una ventanilla de la nariz, púsose a soplar con la otra en dirección de los dos regimientos, los cuales, en un abrir y cerrar de ojos, quedaron dispersos, con los hombres y caballos volando por los aires, precipitados más allá de las montañas. Un sargento mayor pidió clemencia, diciendo que tenía nueve heridas, y era hombre valiente que no se merecía aquella afrenta. El soplador aflojó entonces un poco para dejarlo aterrizar sin daño, y luego le dijo:
-Ve al Rey y dile que mande más caballería, pues tengo grandes deseos de hacérsela volar toda.
Cuando el Rey oyó el mensaje, exclamó:
-Dejadlos marchar; no hay quien pueda con ellos.
Y los seis se llevaron el tesoro a su país, donde se lo repartieron y vivieron felices el resto de su vida.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem)