Comenzaron los prodigios. El doctor
paseó por delante del concurso femenino, y mientras sondeaba rápidamente la
capacidad mental de aquellas buenas señoras, leyéndoles en ojos y gestos los
grados de necedad probable, fingióse absorto en las advertencias que de camino
exponía, y por fin se detuvo ante una dama muy gruesa que escogió muy
deliberadamente, aunque cualquiera hubiera creído pura casualidad el haberse
detenido ante ella el italiano. Era una rica americana que, en compañía de su
marido y varias hijas casaderas, vivía hacía algunos años en Guadalajara por
acompañar a su hijo único, que estudiaba en la Academia. Su voz era
meliflua, y luchaba, para producirse, con la inercia de la grasa. Era un alma
de Dios y de guayaba; un terrón de bondad azucarada que se disolvía en sudores,
pero oliendo a perfumes.
-Esta señora -dijo el doctor en voz
baja- me hará el obsequio de pensar... en cualquier objeto..., en un animal, en
una fiera...: un león, tigre, lobo, pantera..., lo que más le agrade.
La señora americana, muy sofocada,
encendida y hecha un acueducto que se rezuma, consultó, entre sonrisas, la
mirada de su esposo, el cual le dio licencia a su mujer para pensar algo, con
un gesto imperceptible para los extraños. Se movió la cándida paloma de
Matanzas en su sillón, que se quejó de la carga, y, al fin, se puso a pensar,
con grandísimo esfuerzo de atención y de imaginación, no sin asesorarse antes
del doctor.
-¿Dise uté... que en un animal?
-Sí, señora: en una fiera, en un
león, un tigre..., cualquier cosa.
-¡Sí, sí; etá bien, etá bien!
-¿Está ya?
-Pue sí, señó; ya etá.
Foligno preguntó, de lejos, a la
sonámbula en qué pensaba aquella señora.
-En un animal, respondió una voz
perezosa, suave y dolorida.
Aquel «en un animal» le sonó a
Serrano a canto elegíaco de una esclava que llora su servidumbre vergonzosa.
Lo que aún no le habían dicho
aquellos ojos que habían vuelto a cerrarse sin reparar en él se lo decía
aquella voz, que recogió como si fuera para él solo, como si fuera una caricia
honda, voluptuosa, franca: algo semejante a la sensación de apoyar ella su
cuerpo, y hasta el alma, en él, sobre su pecho.
-¿En qué animal, en qué clase de
animal piensa esta señora?
-En una fiera.
La señora, que, efectivamente,
pensaba en una fiera -a tanto se había atrevido-, abría los ojos mucho y
apretaba la boca, temerosa de que por allí se le escapara el secreto de su
Meditación. Cada vez se ponía más encendida; temía vagamente que aquello de ir
adivinándole el pensamiento, lo cual ya le parecía inevitable, fuese algo como
el que «se la viera alguna cosa» que no se debiera ver. Instintivamente,
sujetando contra sí la falda del vestido, escondió los pies y se compuso el
escote.
-Pero ¿no se podrá determinar má?
¿Qué fiera es ésa?...
La sonámbula manifestaba con gestos
y débiles quejidos la dificultad de la empresa.
Foligno, apretando el cerco a la
adivinación, insistió en su pregunta.
Por fin, Caterina dijo:
-Un león.
Así era, en efecto. La americana,
como si la hubieran arrancado una muela sin dolor, respiró satisfecha, libre ya
de su secreto, y tuvo una grandísima satisfacción en certificar, con su
insustituible testimonio, que la señora dormida había dado en el clavo: en un
león, aunque no podía decir cuál, estaba ella pensando, efectivamente. Toda la
familia ultramarina hizo suyo el alegrón y el honor de que le hubiesen
adivinado el pensamiento a la buena señora; y el público, en su inmensa
mayoría, participó del asombro y de la satisfacción inclinándose a un optimismo
que Foligno cogió al vuelo prometiéndose sacar partido de él prudentemente.
La mujer dormida también debió de
oler algo en la atmósfera que la envalentonó. Cada vez las adivinaciones fueron
más complicadas, exactas y atrevidas. Lo de menos fue que dijese cuál era la
carta de la baraja en que pensaba una señorita, que era, efectivamente el as de
oros; y en qué tenía puesto el pensamiento la señora del gobernador militar,
que lo tenía puesto en sus hijos, que habían quedado en casa durmiendo. También
el sexo fuerte tuvo que rendir parias, como decía un coronel, a la evidencia de
lo maravilloso; a él también se le adivinaron ideas y voliciones. El jefe de
ingenieros de Montes era de los más tercos: quería explicárselo todo por los
artículos de Física y Química que él leía en la Revista Rosa , y no
podía. En cambio, un marqués, muy buen mozo y muy fino, declaró solemnemente y
varias veces (y su voto era de calidad, porque muchos de los presentes le
debían favores, dinero inclusive), declaró que la Porena se había detenido,
en un paseo que dio dormida, bajo la araña de cristal, ni más ni menos en el
sitio en que él había querido que se parase; declaró, otrosí, que las iniciales
de su tarjetero eran las que ella había dicho, y tenían, en efecto, por adorno
un pensamiento de plata y otro de oro esmaltado. ¿Se quería más? Foligno,
triunfante, huía en sus idas y venidas de tropezar con el cuerpo o con las
miradas de Serrano. Pero Antoñito, el primo, a quien la sonámbula había
adivinado también una porción de cosas, probando con ello verdaderas maravillas
de penetración; Antoñito, que había tomado cierta confianza con Foligno, a
manera de testigo falso, le dijo:
-A ver si usted hace alguna
experiencia con este caballero, que es mi primo y debe de ser incrédulo... y
sabe mucho de filosofías...
Foligno se turbó un poco, tardó en
contestar; pero, repuesto en cuanto pudo, se volvió a Serrano con mirada
valiente, de desafío, si bien acompañada de gestos de perfecta cortesía.
-¡Oh, sí! Con mucho gusto. Pero
este caballero sabrá que en los refractarios estas pruebas se hacen con
dificultad. Sin embargo, ensayaremos.
Se ensayó un paseo, como el del
marqués complaciente.
Caterina, con paso lento, pronta a
detenerse a cada segundo, pasó cerca de Serrano, muy cerca, rozando su cuerpo
con el pobre vestido blanco, con las tristes cintas ajadas, iguales que las del
traje de Tomasuccio, de quien el filósofo se acordó con cariño y tristeza.
-Piense usted en su sitio
determinado en que ella ha de pararse -dijo el doctor, colocándose junto al supuesto
incrédulo.
A Serrano le costó trabajo fijar el
pensamiento en tales nimiedades, sólo por un escrúpulo de sinceridad consiguió,
con gran esfuerzo, tomar en serio aquello por un minuto, y pensar en un rosetón
de la alfombra, algo distante, donde quería que la sonámbula se detuviera.
El doctor miraba a Serrano, Serrano
al doctor, ambos inmóviles. Nicolás no hizo gesto alguno. Caterina no se detuvo
donde era necesario, sino dos pasos más adelante.
-¿Era allí? -preguntó el doctor con
voz algo insegura.
Sin darse cuenta de lo que hacía,
olvidado de Tomasuccio, de aquella mujer que le parecía cosa de sus ensueños y
que todavía no le había mirado, sintiéndose ridículamente cruel y Quijote de la
verdad, tal vez impulsado por su odio a la farsa y al doctor, y por el tono de
desafío que creyó leer en la pregunta, Serrano dijo en voz muy baja, con tono
irónico y de resolución:
-¿Qué quiere usted que diga?
El doctor fingió no oírle, y
repitió la pregunta. Serrano, insistiendo en su crueldad, volvió a decir, ahora
en italiano:
-¿Qué quiere usted que diga: que
sí... o que...?
El doctor, como picado por un
bicho, dio un paso atrás, huyendo de aquellas confidencias, de todo secreto,
rechazando toda connivencia y todo favor.
-¡Oh, caballero! Diga usted la
verdad, nada más que la verdad.
-Pues la verdad es que esta señora
no se ha detenido donde yo quería, sino mucho más lejos.
Estupefacción y disgustos
generales.
El marqués, complaciente, sonreía
cerca del filósofo, atusándose el bigote. Daba a entender que él era mucho más
galante que aquel desconocido.
En aquel momento, Caterina Porena,
con los ojos pardos abiertos, volvió a pasar junto a Serrano, pero sin mirarle
todavía.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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