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jueves, 18 de septiembre de 2014

Venganza

De esto hará unos ochenta años, en el campamento del coronel Baigorria que comandaba una sección cristiana entre los indios ranqueles, entonces capitaneados por Painé Guor.
El capitán Zamora -diremos no dando el verdadero nombre, poseía una querida, rescatada al tolderío con sus mejores prendas de plata.
Misia Blanca era un bocado que despertaba codicias con su hermosura rellena, y muchos le arrastraban el ala, con cuidado, vista la fiereza del capitán.
Y era coqueta: daba rienda, engatusaba con posturas y remilgos, para después esquivar el bulto; modo de aguzar los deseos en derredor suyo.
Celoso y desconfiado, Zamora no lé perdía pisada, conociendo sus coque-teos que más de una vez le llevaron a azotar a un pobre diablo o a tomarse en palabras con un igual.
Durante dos meses, Blanca pareció responder a sus caricias. Llamábale mi salvador, mi negro guapo, y le estaba, en suma, agradecida por haberla librado de la indiada.
Pero (ya que siempre los hay) al cabo de esos dos meses las demostra-ciones fueron mermando, el amor de Blanca aflojó y había de ser, como los mancarrones lunancos, para no componerse más.
Zamora buscó fuera, y dio en uno de sus soldados, chinazo fortacho y buen mozo aumentativamente.
Le espió, haciéndose el rengo.
Cuando estuvo seguro, dijo para sus bigotes:
-Mula, desagradecida, mi'as trampiao y vas a pagar la chanchada. Prendió un nuevo cigarrillo sobre el pucho y saltó en pelos, tomando hacia lo de Sofanor Raynoso, uno de sus soldados.
Llegado al toldo, saludó a una chinita que pisaba maíz y aguardó que se acercara su hombre, que, dejando un azulejo a medio tusar, venía a ponerse a la orden.
-Sofanor, tengo que hablarte.
Se apartaron un trecho.
-¿Y cómo te va yendo?
-¡Regular!
-¿Siempre estah' enfermo?
-Mah' aliviadito, señor; pero no hayo descanso.
-Mirá -dijo con decisión Zamora, te acordás de Blanca, ¿no?...; ya se te hace agua la boca ¡perro!...; esperá que concluya. Güeno..., vah'a buscar todos loh' enamorados; ai está el mulato Serbiliano, y los dos teros, y Filomeno, lo mesmo que el chueco y Mamerto y Anacleto... Güeno: el rancho va'star solo, ansina que te los yevás todos, y al que le guste que le prienda; pero con la alvertencia... que vos has de ser el primero.
El capitán Zamora dio vuelta a su caballo, levantó la mano para saludar y enderezó a los toldos de su hermano Pichuiñ Guro. Allá pasaría tres días platicando pa despenarse en el olvido.

1.094.1 Güiraldes (Ricardo) - 042

Trenzador

Núñez trenzó, como hizo música Bach; pintura, Goya; versos, el Dante.
Su organización de genio le encauzó en senda fija, y vivió con la única preocupación de su arte.
Sufrió la eterna tragedia del grande. Engendró y parió en el dolor según la orden divina. Dejó a sus discípulos, con el ejemplo, mil modos de realizarse, y se fue atesorando un secreto que sus más instruidos profetas no han sabido aclarar.
Fueron para el comienzo los botones tiocos del viejo Nicasio, que escupía los tientos hasta hacerlos escurridizos. Luego, otras: las enseñanzas de saber más complejo.
Núñezz miraba, sin una pregunta, asimilando con facilidad voraz los diferentes modos, mientras la Babel del innovador trepaba sobre sí misma, independientemente de lo enseñable.
Una vez adquirida la técnica necesaria, quiso hacer materia de su sueño. Para eso se encerró en los momentos ociosos y en el secreto del cuarto; mientras los otros sesteaban, comenzó un trabajo complicado de trenzas y botones que vencía con simplicidad.
Era un bozal a su manera, dificultoso en su diafanidad de ñandutí. A los motivos habituales de decoración uniría inspiraciones perso-nales de árboles y animales varios.
Iba despacio, debido al tiempo que requería la preparación de los tientos, finos como cerda; a la escasez de los ratos libres; a las puyas de los compañeros, que trataba de eludir como espuela enconosa, llevadera a malos desenlaces.
¿Qué haría Núñez tan a menudo encerrado en su cuarto?
Esa curiosidad del peonaje llegó al patrón que quiso saber.
Entró de sorpresa, encontrando a Núñez tan absorbido en un entrevero de lonjas, que pudo retirarse sin ser sentido.
Al concluir la siesta, mandóle llamar, encargándole irónicamente compusiera unas riendas en las cuales tenía que echar cuatro botones sobre el modelo inimitable de un trenzador muerto.
Al día siguiente estaba la orden cumplida. La obra antigua parecía de aprendiz.
Fue un advenimiento.
Así como un pedazo de grasa se extiende sobre la sartén caldeada, corrió la fama de Núñez.
Los encargos se amontonaron. El hombre tuvo que dejar su trabajo para atender pedidos. Todos sus días, a partir de entonces, fueron atosigados de trabajo, no teniendo un momento para mirar hacia atrás y arrepentirse o alegrarse del cambio impuesto.
Meses más tarde, para responder a las exigencias de su clientela, mudóse al pueblo donde mantuvo una casa suficiente a sus necesidades de obrero.
Perfeccionábase, malgrado lo cual una sombra de tristeza parecía empañar su gloria.
Nunca fue nadie más admirado.
Decíanlo capaz de trenzarse un poncho tan fino, tan flexible y sobado como la más preciada vicuña. Remataba botones con perfección que hacía temer bujería; injería costuras invisibles. Le nombraban como rebenquero.
La maceta de sobar era parte de su puño; el cuchillo, prolongación de sus dedos hábiles. Entre el filo y el pulgar salían los tientos, que se enrulaban al separarse de la lonja.
Aleznas de diferentes tamaños y formas asentaban sus cabos en el hueco de la mano, como en nicho habitual.
Humedecía los tientos, haciéndolos patinar entre sus labios; después corríalos contra el lomo del cuchillo hasta dejarlos dúctiles e inquebrables.
Corre también que poseyó una curiosa yegua tobiana. Cada año le daba un potrillo oscuro y otro palomo. Núñez los degollaba a los tres meses para lonjearlos, combinando luego, blancos y negros, en sabias e inconcluibles variaciones, nunca repetidas.
Durante cuarenta años puso el suficiente talento para cumplir lo acordado con el cliente.
Hizo plata, mucha plata; lo mimaron los ricachos del partido, pero hubo siempre una cerrazón en su mirada.
Viejo ya, la vista le flaqueaba, pudo al fin disponer libremente de su vida.
No quería para nada tocar una lonja y evitaba las conversaciones sobre su oficio, hasta que, de pronto, pareció recaer en niñez.
Le tomó ese mal un día que, por acomodar un ropero, dio con el bozal que empezara en sus mocedades. El viejo, desde ese momento, perdió la cabeza; abrazó las guascas enmohecidas y, olvidando su promesa de no tenzar más, recomenzó la obra abandonada cincuenta años antes, sin dejarla un minuto, en detrimento de sus ojos gastados y de su cuerpo, cuya postura encorvada le acalambraba.
Cada vez más doblado, en la atención fatal de aquel trabajo, murió don Crisanto Núñez;
Cuando lo encontraron duro y amontonado sobre sí mismo, como peludo, fue imposible arrancarle el bozal que atenazaba contra el pecho con garras de hueso. Con él tuvieron que acostarlo en el lecho de muerte.
Los amigos, la familia, los admiradores, cayeron al velorio y se comentó aquella actitud desesperada con que oprimía el trabajo inconcluso.
Alguien, asegurando que era su mejor obra, propuso cortarle al viejo los dedos para no enterrarle con aquella maravilla.
Todos le miraron con enojo: "Cortar los dedos a Núñez, los divinos dedos de Núñez".
Un recuerdo curioso e indescifrable queda del gesto de zozobra con que el viejo oprimía lo que fuese su primera y última obra. ¿Era por no dejar algo que consideraba malo?
¿Era por cariño?
¿O simplemente por pudor de artista, que entierra con él la más personal de sus creaciones?

1.094.1 Güiraldes (Ricardo) - 042

San antonio. (Castidad)

En el desierto absoluto, una choza empequeñecida por su soledad.
Como único ser viviente a la vista, un chancho. Alrededor de la estaca, a la cual una soga lo retiene, el suelo, endurecido por traqueteo de pezuñas, forma un círculo que brilla. Dentro del círculo, como agujero en una moneda, hay un charco maloliente.
Intenso calor pesa en la atmósfera; bajo el matiz ceniciento de un cielo tormentoso, nubes de plomo se arrastran con pereza, y una quietud silente abruma el mundo.
El chancha, inquieto, trota en su área hasta que el cansancio le echa en el barro, donde su vientre, lleno de inmundos apetitos, se sobresalta en sacudimientos de risa satisfecha.
Eructa de contento, y su nariz adquiere la movilidad de un ojo.
En el interior de la choza, sobre tarima cubierta de harapos, un hombre duerme un sueño tartamudo.
Por entre el embotamiento de sus sentidos percibe la vida exterior. Sabe que sueña, sin que su voluntad sea capaz de arrancarle al mundo aluciente que le obceca.
Gruesas gotas de sudor corren por su cuerpo, produciendo cosquilleo desagradable. A veces con impaciencia, se rasca, y la piel ostenta largas estrías rojas.
El grosero tejido, sobre el cual su cuerpo sufre, irrita su epider­mis; las moscas revolotean en torno, posándose luego sobre su rostro, para recorrerlo en líneas quebradas y ligeras, cuya tenuidad exaspera el cutis; y cuando la mueca las espanta, retornan a su volido, cuya nota untuosa es aún tortura.
En un rincón del cuarto, las dos piedras con que el ermitaño muele su trigo sudan presagiando agua.
En la inconsciencia de su letargo, el monje persigue imágenes lascivas, y un episodio juvenil revive en él idénticamente.
Su sueño escalona recuerdos en orden sucesivo, y el acto que había de fijar su vida en el camino de la santidad perdura en su sexo con toda la intensidad, suavísima, del contacto femenil.
Vivía entonces con sus padres.
Mañanas luminosas llenaban de placidez el jardín oloroso, en cuyas yerbas refrescaba sus pies, siempre secos por la misma fiebre.
Era él un niño sombrío y huraño, alimentando solitarias meditaciones con el hervor absorbente que sentía burbujear en su carne.
Ella le entró en el alma con la caricia fresca de su belleza, apenas tocada por los primeros asomos de la pubertad.
La misma tiranía de naciente deseo los aunó en la pendiente de pasión que había de esclavizarlos. Pronto se aislaron., y el campo fue pequeño para sus exigencias de vida.
Al tercer día, mientras conversaban a la sombra de un tupido paraíso que sobre ellos llovía pausadamente sus flores, un ímpetu irresistible le dio la audacia, e incrustándola sobre su pecho por fuerza de brazos ávidos, había encerrado en los suyos los labios húmedos que resbalaron.
Locura enorme que destruye la vida.
Tuvo miedo de sí mismo; fue aniquilado por la turbulencia de su deseo, y quedó en asombro ante aquella impetuosidad desconocida, los ojos vacíos de mirada, atento a la trepidación sofocante de su pecho.
Después siguieron como antes, sin aludir, pero más estrechamente unidos.
Una noche, el sueño huía del enamorado como fantasma inalcan-zable, cuando oyó un crujido en la puerta.
Su nerviosidad le hizo entrever mil incoherencias, pero nunca ésa.
Susana, desnuda, franqueaba el umbral del cuarto.
Todos los latidos de la sangre se amontonaron en sus sienes; un dolor comprimió sus músculos, y los ojos vieron turbia, casi inmaterial, la aparición inesperada que cautelosamente se encaminaba hacia él.
Retúvose para no gritar, y temió que la afluencia de vida en ese momento rompiera sus venas.
Apoyado contra el muro, aterrorizado por la exaltación que en él sentía crecer, la vio aproximarse titubeando, los brazos hacia adelante, con el gesto de un anhelo ciego.
Susana tropezó con el lecho, y ambos tuvieron la sensación de un acto cumplido.
Temíale como una brasa, y, sin embargo, la sintió que entraba en las sábanas; el calor de su piel le crispó como un solo nervio...; luego, el contacto de su cuerpo, la calidez perfumada de su boca.
Rodaron uno sobre otro. Los brazos viriles se habían amalgamado con la cintura cimbreante; pero antes que pudiera iniciar la caricia, un espasmo imposible le precipitó en el vacío. Su cráneo palpitó al impulso tumultuoso de borbotones sanguíneos. Fue presa de bruscos sobresaltos, y se retorció disparatadamente, como los cadáveres, sobre la plancha hirviente del horno crematorio.
La realidad de la alucinación ha despertado al asceta; sabe la tortura que le espera, y toda su voluntad se esfuerza para ahuyentar el espíritu de lujuria, que le tritura en sus garras.
Ya el látigo está en sus manos, y, listo para la flagelación corre hacia afuera arrastrado por voraz necesidad de movimiento.
El primer azote ha insultado sus flancos; los pomos, que con-cluyen cada trenza como extraño coronamiento de cabellera enferma, han llorado en el aire, y el múltiple latigazo ha puesto puntos rojos en violáceos moretones.
Y entonces es el vértigo.
El brazo duplica sus fuerzas, los plomos caen sobre el dorso cual pesado granizo, que repercute sordamente en el tórax descarnado. Los ojos se han dilatado, endurecidos de dolor. Una borrachera sádica brota en formidable crescendo del cuerpo sanguinolento.
El penintente ríe, solloza, gime, presa de placer equívoco, en que se mezcla indescriptible angustia y desvarío.
La disciplina acelera su velocidad, y las gotas de sangre se desprenden pulverizadas.
Al fin, los miembros, anudados por calambres, se niegan a la acción, y el santo cae boca abajo como un haz de nervios retorcidos.
Sus brazos quisieran estrechar la tierra, blanda para sus dedos que la penetran. La arena cruje entre sus dientes, convulsivos, y un último estrujón le curva sobre el mundo como sobre una hembra.
Y silenciosa, horrorosamente, el milagro se cumple.
Pesadas gotas caen a intervalos, fustigando rabiosamente el suelo; bocanadas de polvo saltan en explosiones crepitantes...; al rato, un abrazo turbio confunde cielo y tierra.
El chancho, panza arriba, recibe gozoso el chaparrón, que tamborilea en su vientre, cuya piel tendida se ha vuelto, al tacto del agua, transparente y tersa como nalga de angelito.
Sus cuatro patas, cortas y tenues, en torno al consistente abdo-men parecen adornos ridículos e inútiles.
Su boca, abierta, símil a una grieta cónica proa de carne, ríe beatamente.
Más lejos, San Antonio, desparramado sobre el suelo, como espantapájaros que volteara el viento, es esclavo también del bienestar corpóreo.
El demonio ha sido desalojado de su pecho, y Dios le ha dado la paz anhelada por los mártires.

1.094.1 Güiraldes (Ricardo) - 042

Puchero de soldao

El tren cruzaba una estancia poblada de vacas finas que, familiarizadas con el paso del gran lagarto férreo, pacían tranquilas.
Era un espectáculo harto conocido y conversábamos, indiferentes, de incidencias menores en nuestras camperas.
El viejo don Juan miraba hacía un rato por la ventanilla y veía cosas muy distintas de las que hubiéramos podido ver nosotros.
Recuerdos. ¿Y qué recuerdos podía no tener ese hombre de setenta y cuatro años desde su juvenil participación en la guerra del Paraguay?
De pronto pensó en voz alta:
-Nosotros nos asombramos de la evolución a que hemos asistido en Buenos Aires...; es asombroso, en efecto, lo presenciado en adelantos y perfeccionamientos; pero hay cosas increíbles en el pasado de un hombre viejo, y es como para pensar si uno las ha visto en otra vida. Así, pues, miro esta estancia y pienso que tal vez sea un sueño lo que nos sucedió a un grupo de hombres en épocas diferentes de éstas, como lo son las cruzadas de los modernos días europeos.
-¿Qué les sucedió? -preguntamos, más por deferencia que interés.
-Figúrense en el Gobierno me había encargado de hacer una mensura poco tiempo después de la campaña del general Roca contra los salvajes. Como el trabajo presentaba peligros, mandé pedir unos soldados a mi amigo, y cuasi pariente, Napoleón Uriburu, que fue -se sabe- uno de los jefes expediciona-rios.
Uriburu me envió quince hombres para completar una comitiva
apta a medir tierra y defenderse por sus cabales del posible ataque pampa.
Seríamos, pues, veinte entre todos, con numeroso convoy de
carretas y animales. Trabajábamos sin descanso, y de noche, para mayor
seguridad, hacíamos campamento rodeados por las carretas unidas con lazos.
Un hombre quedaba de centinela; no había cuidado que se durmiera. Los indios se presentaban de improviso, y a nadie sonreía morir sin vender el pellejo.
Aquella noche cayeron en número crecido. No podíamos pelear con ventaja; pero en lugar de la atropellada que esperábamos se contentaron con incendiar el pajonal, y pronto las llamas nos alumbraron como de día.
Había que ver, amigo: temblábamos de miedo como nuestras sombras bailarinas. Ibamos a morir asados si nos quedábamos. ¿Y disparar? ¿A dónde que no nos ensartáramos con las lanzas de los salvajes que nos esperaban para eso?
Era la muerte a fuego o hierro. Podíamos elegir.
De pronto vi la salvación. La laguna donde habíamos dado el día antes de beber a nuestros animales.
Di la voz, y corrimos temerosos de no tener tiempo. El calor pociteaba ya el cuerpo, y a punto nos largamos de cabeza en el agua, luminosa de reflejos.
Les garanto que tengo una rebajita en el Purgatorio. Metidos en el agua hasta el cogote, vimos llegar las llamaradas, que roncaban en una sostenida nota grave; parecía como que la tierra se fuera en borbotones de humo, y la cara se nos asaba materialmente. Entonces empezamos la única maniobra de defensa. Metíamos la cabeza bajo el agua el mayor tiempo posible para evitar la quemadura de las llamaradas que pasaban sobre nosotros, pero teníamos que respirar y así jugábamos al zambullón hasta sentir el fuego alejarse.
El agua parecía de puchero. Pensar en salir a tierra era locura.
Nos hubiéramos cocido como bifes los pies. Optamos, pues, por quedarnos; y, aplacado el susto, sientiéndonos como resucitar, empezamos a mirarnos. No faltaba ninguno.
Clareaba ya la mañana cuando salimos del agua colorados como flamencos y tiritando de frío por contraste.
Pero nos reíamos. Nos reíamos los unos de los otros, a pesar de quedar sin recursos en el desierto, porque pensábamos que el fuego encendido para nuestra muerte nos salvaba arriando a los indios lejos de nosotros.

1.094.1 Güiraldes (Ricardo) - 042

Nocturno

La amenaza había quedado en Roberto como un presagio de desgracia.
-Sí, humílleme; pero algún día, si Dios quiere, nos hemos de encontrar cara a cara.
Bah, no era el primer caso... fanfarronadas de paisano.
Roberto era hombre de afrontar un peligro, y no hizo caso del consejo: "Mire, patroncito, que es mal bicho".
Volvía del pueblo: dos leguas cortas.
La noche era oscura, agujereada de mil estrellas.
El caballo galopaba libremente, depositaba la confianza del jinete en instinto seguro.
A treinta cuadras de las casas los cardos dejan un estrecho espacio; es el mes de noviembre y se alzan, rígidos, mirando al cielo con sus flores torturadas de espinas.
Algo se movió en el camino.
Abrióse el cardal y un bulto ágil saltó hacia el caballo, que, desesperada-mente, trató de esquivarse con estrépito de cardos pisoteados.
Se debatió queriendo desasirse de la mano, que, hacia atrás, le empujaba venciendo sus garrones; pero perdió apoyo en una zanja, arrastrando en su caída al jinete, que quedó aprisionado: una pierna apretada por su peso.
Palabras de injuria vibraron en el tropel producido por la lucha.
Roberto tiró al bulto, que retrocedió con una imprecación.
Había tocado: tenía ahora que ganar tiempo, salir de la posición en que se hallaba.
El caballo, libre un momento, se levantó, proyectando su jinete a distancia. Este quiso recobrar el equilibrio, pero fue tarde.
El bulto, que no había hecho sino retroceder, volvía a la carga con mayor impulso.
Recibió el golpe en pleno vientre.
Se supo muerto; un gesto de dolor le dobló como gusano partido por la pala, largó el revólver, asiendo de ambas manos la que le hundiera el hierro hasta la guarda y la retuvo para evitar un segundo encontronazo, ya aterrorizado, la cabeza vaga, sintiendo la muerte en el vientre.
Un chorro de sangre los bañaba, uniéndolos en su viscosidad roja.
Hubo un ruido de dos respiraciones, entremezcladas en esfuerzo de angustiosa lucha.
El hierro ahondó la herida con el movimiento, despedazó la carne, abrió un boquete como cloaca que bañó de inmundo vómito cuatro manos crispadas sobre la misma empuñadura.
Y el cuerpo de Roberto tambaleó vacío de vida y cayó con un son fláccido, los ojos inmensos de terror, la boca abierta en aullido prolongado como un canto.
No humano, el vengador miró esos ojos sin vida y gruñó con voz que era estertor:
-Te la había jurao.
Y fue la dureza del hierro que choca entre los dientes, con ruido repetido y mate, la última convulsión desesperada hacia la vida, una explosión sorda y el sonido blando de una cabeza que cae sobre la tierra.
La sombra corrió hace el cardal, luego volvió adherida a otra más grande.
El cadáver yacía, inerte, en actitud de descanso. Sobre su vientre, el enorme desgarro de ropa y carne, mientras una mancha negruzca hacía, en torno a su cabeza, como una aureola de martirio.
Tembloroso, el caballo del matador olfateaba la tragedia; pero fue tranquilizado por las palabras sarcásticas:
-No se asuste, amigo, que ése ya no ofiende a naides.
Y el silencio, por breve tiempo roto, impuso su eternidad.
Un rebencazo sonó seco y el matador, en brusca carrera, fue desapareciendo como diluido en la oscuridad.
Al poco quedaba un movimiento de sombra en la sombra; pronto, nada.
Y de golpe sobre el camino endurecido, un eco llegó sonoro.

1.094.1 Güiraldes (Ricardo) - 042

Mascaras

Nos paseábamos hacía rato, secándonos del zambullón reciente, recreados por toda aquella grotesca humanidad, bulliciosa e hirviente, en la orilla espumosa del infinito letargo azul.
El sol ardía al través de la irritante ordinariez de los trajes de baño.
-Verdad -decía Carlos, tendría razón el refrán si dijera: "el hábito hace al monje". ¡Qué pudor ni qué ocho cuartos: aquí hay coquetería y un anca se luce como un collar en un baile! Pero ahí viene Alejandro y le vamos a hacer contar aventuras extraordinarias.
Saludos. Carlos hace alusiones al ambiente singularmente afrodisíaco del lugar; Alejandro sonríe de arriba y toca con los ojos indiscretos los retazos de formas mujeriles qUe se acusan en la negra adherencia de los trapos mojados.
Nos mira con pupilas crispadas de visiones libidinosas y arguye convencido:
-Se vive en un tarro de mostaza. El sueño es una incubación de energías; el aire matinal un "pie me up", y este espectáculo diario es tan extraordinario que para la "taparrabería" de nuestra vida cotidiana, que no anda vago de mil promesas incumplidas, como las pensionistas de convento privadas del mundo ansiado que les desfila en desafío bajo las narices.
Por suerte, hay una que otra rabona posible...
-Así que vos, a pesar de tu renombre donjuanesco..., ¿se te acabaría la racha?
-¿Racha?... El mío es un oficio como cualquier otro. Lógico es que algo me resulte.
-¿Y nada para contarnos?
-¡Algo siempre hay!
-¿De carnaval?... ¿La eterna mascarita?
-¡Sí, la eterna mascarita!... Y eso es natural en un día anónimo.
-¿Nos contarás tu aventura?
-Si quieren; es bastante curiosa... Vamos a vestirnos y, tomando los copetines, charlaremos.
En lo del Negro Pescador hay un tenorete que hace pecho; usa "boutonniére" estrepitosa y canta con olas en la voz. Sentados, oímos la verba efervescente de Alejandro, que tornea las palabras con ademanes de palpar formas.
-... Chicas así siempre se encuentran. No se animan a nada, contenidas por el temor del murmullo malintencionado; pero se dan, se entregan, en una mirada, con un gesto distraído que las desnuda, ciñéndose la capa sobre las caderas libres, o entregándose turgentes al salir de una ola.
¿Ustedes conocen la chica de F...? ¿Es bonita, verdad? Pero su belleza es poco, comparada con el temperamento que vive en ella.
Hacía todas las monadas de la capa, de la sonrisa, de la ola, y era como una palpitación constante de curiosidades personales. Parecía maravillarse con su cuerpito duro, ceñido en piel morocha, brillante como una espuma curada.
Al poco tiempo se permitía conmigo libertadas que nos detenían en privaciones forzadas. No había ocasión. Ella parecía temerla, pero como impotente a negarse en una oportunidad decisiva.
Hice mi plan: carnaval se acercaba, y pensé en lo que Carlos llama "la eterna aventura de la máscara".
Ella me dijo cuál sería su disfraz. Su estado febril la predisponía a los actos inconscientes, y preparé ese desagradable antemano que, por desgracia, es imprescindible, si no se quiere caer en pequeños inconvenientes que todo lo echan por tierra.
A las once estaba listo, coscojeando de impaciencia dentro del dominó oliente a trapo.
Vacío completo en el salón limitado en cuadrángulo por varias filas de sillas. Luz y reflejos acuáticos en el parquet encerado.
Me senté en un rincón esperando que las parejas de la terraza se hartaran de fresco y vinieran a romper el hielo relumbrante.
Dos horas más tarde, siendo propicia la algazara, me acerqué a mi mascarita, nervioso en la indecisión de los primeros momentos. Pero todo se desvaneció en tranquilidad de ola rota cuando las primeras frases banales de encuentro nos encaminaron a la conver-sación.
Inés no estaba elocuente; contestaba con voz desconocida, bajo la máscara, los monosílabos obligatorios. Me explicaba perfectamente su estado, y lacerado por el silencio de su turbación, fui elocuente, apasionado, exigente, como con derechos ya adquiridos.
Por fin, balbuceó frases de abandono, de consentimiento tímido.
"Volví a la carga, insinué una escapada donde nadie pudiera interrumpirnos
y accedió con el sólo ruego de que respetara su máscara. -Tendré más coraje, seré más tuya.
Di mi palabra, y el asunto marchó a antojo menos difícil de lo que había previsto para una criatura inexperta.
Fue una noche extraña, devorante de pulsaciones aceleradas y saciedades renovadas por nuevas vorágines. Yo miraba como en una mazmorra rodar las pupilas concentradas y lejanas. Nunca se ha aferrado a mí una mujer con intensidad más violenta; levantaba el triángulo de género que concluia su antifaz y entregaba insaciables sus labios, hinchados y tenaces. Era como una desesperación; adivinaba sollozos, pero no me llamaba la atención que, entre todas las tonalidades de amor, la triste fuera suya.
Quedé dos o tres días desagregado, tenue, llevando en mí la sensación de un desvarío que me amplificaba.
¿Qué era de Inés? ¿Por qué me miraba así fríamente y evitaba encontrarme a solas? ¿Se guardaba rencor por haberme cedido?
Mucho tiempo anduve sin saberlo, y las veces que me atreví a insinuar un recuerdo de la noche pasada hacíase la desentendida. Creí, pues, me indicaba un camino, y callé, dispuesto a actuar sin palabras para evitarle la situación neta que parecía rehuir. Al fin y al cabo, todo estaba de acuerdo con la guardada del antifaz. Modo, en verdad, curioso de pudor.
La segunda ocasión se presentó, volví a utilizar mi sistema apremiante, e Inés fue mía por segunda vez..., es decir, por primera, pues me daba la prueba material que ni yo ni ninguno la había poseído anteriormente.
Esto corre desde hace varios días. La Inés de hoy y la de carnaval resultan dos, y me muero de curiosidad inútil por saber quién es la Mesalina furiosa de la careta que aprovechó el equívoco para entregarse por cuenta de otra.
-¿Y no crees que volverá a buscarte, a ingeniarse, por lo menos, en cualquier forma para verte?
-Seguro que no. Esa es de las que, débiles, ceden a la moral social como un perro a una mordaza, y se ha desbocado en ocasión única con toda la presión contenida durante una existencia.
-¡Pues ya sos oportuno!
-Casualidad, caer en el momento único.
Las copas están vacías, ya no hay gente en el baño. Las mujeres se pasean, el cutis lustrado de gran aire salino, y se saludan o conversan con gestos de púdico recato.

1.094.1 Güiraldes (Ricardo) - 042

La estancia vieja

Todas las estancias del partido, contagiadas de civilización, perdían su antiguo carácter de praderas incultas.
Las vastas extensiones, que hasta entonces permanecieran indivisas, eran rayadas por alambrados, geométricamente extendidos sobre la llanura.
No era ya el desierto cuyo verde unido corría hasta el horizonte. Breves distancias cambiaban su aspecto, y no parecía sino una sucesión de parches adheridos.
La tierra sufría el insulto de verse dominada, explotada, y, renunciando a una lucha degradante, abdicaba su gran alma de cosa infinita.
Pies extranjeros la hollaban sin respeto e instrumentos de tortura rasgaban su verdor en largas heridas negras.
Semillas ignotas sorbían vida en su savia fecunda, y manos ávidas robaban a sus entrañas la sangre para convertirla en lucro.
Un sólo retazo escapaba a aquel cambio. Era la estancia de don Rufino, que, como un hijo ante el ultraje de su madre, presenciaba esa invasión, la muerte en el pecho.
Con irónica sonrisa, en la que había una lágrima, decía, sacudiendo su barba cana, "como pantalón de gringo"; y sus ojos, tristes, se nublaban, uniendo los diferentes colores.
Su estancia no había cambiado. Un solo potrero servía de pastoreo a vacas, yeguas y ovejas. Y el personal, todo criollo, se abrazaba al último pedazo de pampa como a una bandera.
Allí se podía olvidar y hasta hacerse la ilusión de que, pasados los límites, todo seguía como diez años antes. Diez años que habían traído un cambio brusco que causaba la sorpresa de una traición.
Don Rufino era el verdadero patrón, como el concepto viejo lo entiende. Criado en el campo, apto a todo trabajo, con una rusticidad de alma llena de cariño, era respetado por sus canas y querido por su bondad.
La administración era a usanza antigua. Sería más práctico explotarla con los recursos que prestaba la "ciencia agraria". pero eso hubiera equivalido a un renunciamiento.
Una pequeña casa de material. en forma de rancho, alineaba tres piezas en hilera, frente a las cuales un patio, de tierra prolijamente barrida, ostentaba su pobreza limpia.
Esa mañana, un calor de pesadilla aplastaba la estancita.
Bajo el abrazo rojo del techado, a la luz de un sol bravío, los pequeños muros reflejaban como un metal la claridad de su blancura hiriente.
El patio se agrietaba en arborescencias confusas.
Sombreado por el alero escaso, don Rufino trenzaba sudoroso. Sus ojos agudos dejaron un momento el trabajo para enturbiarse sobre el campo, quemado de sol, ausente de pasto como un camino, que desconcertaba la mirada con la impresión de su reverberante amarilleo.
Tres meses de seca implacable habían carbonizado las más resistentes raíces, y sólo las osamentas puntuaban la desnudez del campo, irrefutables afirmaciones de ruina.
Don Rufino colgó el trenzan, fue hacia el pozo cercano, donde bebió, media cabeza sumida en el balde. Luego se encaminó hacia el dormitorio para escapar a la resolana y observar su virgencita milagrera, famosa en el partido.
Franqueada la puerta, se sintió dominado por aquella quietud mística.
El cuarto estaba oscuro, cerrado a toda influencia exterior, y le alumbraban un par de velas, puestas a cada lado de la virgen extática.
No se había sabido decir si su actitud era de bendición o de ferviente rezo; lo cierto es que las rígidas manitas inspiraban un plácido respeto, y hasta la frescura del cuarto, que parecía sestear en su sombra, hubiéranse dicho obra de ella.
Doña Anacleta le había bordado una alfombrita de mostacilla, y a sus espaldas, sostenido al muro por varios clavos para redondearlo, colgaba un rosario de huevos de urraca y chimango.
Iba el viejo a arrodillarse y rezar por centésima vez pidiendo el agua ansiada. Pero tuvo noción de la inutilidad de sus ruegos.
"Hasta a las ranas hacía más caso aquel pedacito de palo inconmovible." Y un ansiar venganza ahogó su intención piadosa.
Vio lo de afuera: el campo, árido; los animales, olfateando la tierra sin conseguir de ella más que las dos columnas de polvo alzadas por su soplido.
Toda la congoja de los impotentes aquellos transformósele en rabia, y un proyecto vago en él se precisó.
¡Era fácil estar indiferente como aquel idolito en la frescura encerrada, cuando los demás padecían del sol universal! Justo era que ella también sufriera hasta que por fuerza diera lo que no podían conseguir con rezos.
El momento era propicio. Los muchachos andarían cuereando; la vieja estaba adobando un peludo en la cocina. Podía cumplir su amenaza sin impedimento.
Con manotón irreverente destronó a la virgen de su rincón, escondiéndola bajo la camiseta como hubiera podido hacer con un pollo para que no gritara. Y cerrando con llave, tomó un sendero cuya tierra le abrasaba los pies a través de las alpargatas.
Un remolino venía haciendo espiralear la hojarasca y le quemó el semblante como cuando se agachaba demasiado sobre el fogón en busca de un tizoncito.
Llegó al galpón de esquila, amplio mesón de barro, techado de paja.
En un rincón estaba el comedero, que, acompañado de una argol la incrustada en el muro, formaba el pesebre del tobiano, "el crédito", el único animal gordo en el establecimiento.
Echóle encima un cuero, lo enriendó apretóle el cojinillo con un cinchón y, enhorquetándose, salió como ladrón buscando lo más tupido de la arboleda.
Púsose a galopar hacia el fondo del potrero. Pronto distinguió el palo del rodeo, única cosa que el calor no agobiaba.
Cada detalle de la calamidad aquella reforzaba el enojo de don Rufino, exasperado ya por el sol, que le chamuscaba el cuerpo a través de la ropa.
Dejó rienda abajo al caballo, acostumbrado, sacando a luz la imagen, que miró con satisfacción; después retiró al tobiano el cinchón, y bien arriba, donde los animales no alcanzaran, ató a la virgencita como a un Prometeo.
Cuando hubo concluido, miró y remiró su obra, a ver si no dejaba una posibilidad de escapatoria, y la cara se le arrugó en amplia carcajada de contento.
-Por Dios -dijo a la virgen, mientras besaba un escapulario con estampa del Cristo que traía al cuello. Por Dios, que ahí vah'a quedar embramada al palo hasta que hagás yovér -y sin más tardanza saltó en su flete, que, solo, tomó rumbo a las casas.
De pronto se detuvo, ensanchándole el pecho una emoción indecible. Allá, en el horizonte, ¿qué era aquéllo? Una franja oscura parecía avanzar.
Don Rufino no podía creer, dudó de sus ojos; y como ya estuviera cerca de las casas, siguió hacia ellas para ver qué decían los otros.
No oyó sino un grito: "Las puertas, las puertas; cierren las ventanas y los postigos, que viene la tormenta". Ya no dudó.
Hubo un instante de quietud. y el primer soplo del huracán barrió el campo. En el camino, una columna de polvo se alzó en jadeante remolino: los viejos álamos agacharon, rechinando sus orgullosas copas, y las casuarinas silbaron su quejido agudo.
Don Rufino, atontado, inerte por la emoción, miró a su alrededor; los pocos animales que veía, dando idénticamente el anca al viento, le parecieron de golpe haber engordado. Creía vivir en otro mundo, sentíase lleno de milagro, y al recobrar su vitalidad, brevemente perdida, echó su caballo a correr, tendido sobre el costillar, camino a la virgencita.
Allí estaba, con los fuertes nudos, pequeña, igual, menos luminosa en la oscuridad de la tormenta. Don Rufino besóle los pies, hízole mil mimos y caricias, concluyendo por envolverla en el cojinillo y disparar, a pelo limpio, hacia las casas.
El viento, que parecía haber arreado con toda la tierra, seguía claro y menos fuerte. Algunas gotas espesas comenzaron a caer, viajadoras como bolas perdidas. El anciano aceleraba, bebiendo a pulmón abierto el olor a tierra mojada; cerca del palenque, las gotas se tupieron, haciendo paragüitas contra el suelo.
Llegó empapado.
En el galpón de esquila todo el peonaje reunido se atareaba en guarecer del chubasco las prendas que éste podía dañar.
Un hornero repiqueteaba su risa de victoria.
Los relámpagos dibujaban carcajadas de luz.
Felipe, el menor de los muchachos, apareció por la playa hecho sopa, gritando al ataque fresco de la lluvia. Traía a los tientos un cuero cuyas garras espoleaban al caballo en las verijas. Hastiado el animal, al enfrentar las casas, corcovió unos diez metros.
-¿Ande vas?... ¿Ande vas? -gritaba don Rufino. A darte un disgusto...
-De viejo y bichoco -contestaba el muchacho alusivamente- se me acalambran los huesos.
-Y ambos reían, mirándose en la cara.
La lluvia, gradualmente f'uése moderando. Chorros y gotas caían de los techos, ahondando las marcas de gotas anteriores. Los árboles, momentos antes maltratados por el vendaval, reverdecían lavados. Los troncos intensificaban su color. Las zanjas plagiaban ríos; los charcos, lagunas. Los pájaros, pelotones de pluma, se inmovilizaban, los párpados a medio cerrar. Un ritmo lento, lleno de goce, silenciosamente intenso, moderaba los gestos hasta de la gente, que se acariciaba el cutis contra el aire fresco.
Un ritmo lento, una quietud contemplativa abrazaba la Pampa.
Son las nueve de la noche. Todo parece dormir en la estancita. En el dormitorio de los viejos hay luz. Cuantas velas se encontraron en la casa están ahí, para iluminar a la bienhechora. Don Rufino, rosario en mano, dice los Aves que corean los demás. La voz baja y monótona alterna con el coro; una profunda piedad se exhala de las almas sencillas.
Contra los vidrios, la lluvia en latigazos intermitentes crepita con saña.
Y la virgencita, muy oronda en su nicho, saborea esa nueva victoria sobre todos los otros santos del pago.

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La estancia nueva

Era un toro excepcional, y don Justo Novillo se enorgullecía de haberlo logrado con mestización rápida.
Siempre sostuvo que pocas generaciones bastaban para conseguir tipos perfectos de raza; lo esencial era echar buenos reproductores, sin "abatatarse" por los precios.
Ahora pocos le discutirían.
¡Qué toro!; parecía de "pedigree": un noble animal idéntico al padre importado a costo y cuenta de don Justo.
Había que cuidarlo. Y el patrón, breve conocedor de "farms" británicos, aplicaría el sistema ultramarino: lo trataría como a un "lord".
A esos efectos despachó la peonada criolla -que miraba con ironía aquella mole inmóvil y decían panza, cogote, guampas, cual si se tratara de un vulgar "guaiquero", para reemplazarla por un blondo par de normandos rasurados, rojos "chic" en sus `briches"; muy europeos, con sus gorras y pipas, y "whisky".
¡Qué orgullo para el establecimiento!; todo giraba en torno a la hermosa bestia, cuasi sagrada, y los visitantes no veían sino las actitudes matronescas del fabricador de carne para exportación.
Llegó la Exposición, tumulto de reproductores "gloria nacional". Un espectáculo sobrehumano, diremos, porque nunca nuestra especie logra esa perfección de belleza.
Los grandes cabañeros discutían amontonados en torno a los posibles campeones. El toro de Novillo elevaba el diapasón de las discusiones.
-¡Pero si la madre ha de ser hosca o chorreada!
-Será lo que usted quiera, pero hay derecho a ponerlo en duda.
-¡Si hace diez años no tenía más que un rodeíto de hacienda criolla!
-Y, amigo, el hombre se las ha compuesto a su manera; el resultado es de prirner orden, no hay fallas, mire el lomo...; es un billar; patas, impecables... ¡y qué costillas!; lapaleta, amigo; el pelo, las astas, el cogote... ¿qué más?
Y se excitaban en comentarios técnicos, haciendo levantar al ani­mal de un puntazo, con el regatón de sus malacas, palmeándole las ancas, estirándole el cuero.
Llegó el día, y toda la familia Novillo presenció jadeante los trabajos del Jurado en la pista... La escarapela blanca de primer premio de categoría se enriquecía con la azul: "el campeonato".
Era motivo suficiente para que todos los Novillos tiraran y rompieran sus galeras (¡qué importaba una galera!).
Un día único, el día del laurel.
La vuelta fue triunfal: los mimos resultaban pocos; hasta la tierna despedida de don Justo.
-Bueno, compadre, a divertirse y cumplir con su obligación: "crecete y multip{icate".
Querían ir los muchachos, pero el viejo los retuvo,
-¡A ver, a ver!... no son bromas, ni juguetes, ¿no?..., déjenlo tranquilo..., llévalo no más, Cresensio.
¡Qué harbaridad!... A las diez apareció Cresensio con andar descompuesto.
-Señor..., el toro estaba muy pesao y se ha quebrao.
-¿Cómo?
-¡Se ha quebrao. señor...; sí, señor se ha quehrao de una pata!...
Tuvieron que degollarlo: ¡pobre muerto glorioso! ¡Todos concluimos así, al fin!
Pero el tiempo reglamentario pasó.
Se sabía que al menos algo quedaría del campeón: un hijo. El primero y el último... por suerte, la madre era pura, de las pocas puras, y quién sabe, pensaban los Novillo, no fuera digno del padre.
Se esperó el advenimiento. Cumplióse el plazo, y un peón de los viejos que rondaba el potrero del plantel vino con la noticia.
-¡Parió la vaquíllona, señor!
¡Qué algazara!: todos los Novillo cayeron en tropel.
-¡Parió..., parió..., Hosana!
-¿Y, vamos a ver, cómo es, don Paulino, como es?
-Es hembra, señor.
-¡Caramba! ¿Y de qué pelo?
Don Paulino sonrió entre sus bigotes moros:
-¡Es yaguanesa, es!

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La donna e mobile - Primera parte

Era domingo, y lindo día; despejado, por añadidura. Deseos de divertirse y buena carne en vista.

Con su flete,
Muy paquete
Y emprendao,
Iba Armando
Galopiando
Pal poblao.

Por otra parte.

En el rancho
De ño Pancho,
Lo esperaba
La puestera

(Más culera
Que una taba).

¡Ah!, Moreno, negro y alegre a lo tordo

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La donna e mobile - Segunda parte

Buena gaucha la puestera, y conocida en el campo como servicial y capaz de sacar a un criollo de apuros. De esos apuros que saben tener sumido al cristiano macho (llámese mal de amor o de ausencia). Y no era fea, no; pero suculenta cuando, sentada sobre los pequeños bancos de la cocina, sus nalgas rebasaban invitadoras. "Moza con cuerpo de güey, muy blanda de corazón", diría Fierro.
Lo cierto es que el moreno iba a pasto seguro, y no contaba con la caritativa costumbre de su china, servicial al criollo en mal de amor.
Cuando Armando llegó al rancho, interrumpió un nuevo idilio. El gaucho, mejor mozo por cierto que el negro, tuvo a los ruegos de la patrona que esconderse en la pieza vecina antes de probar del alfeñique; y misia Anunciación quedó chupándose los dedos, como muchacho que ha metido la mano en un tarro de dulce.
¡Negro pajuate!

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La donna e mobile - Tercera parte

-Güeñas tardes.
-Güenas.
No estaba el horno como pa pasteles, y Armando, poco elocuente, manoteó la guitarra, preludió un rasguido trabajoso, cantando por cifra con ojos en blanco y voz de rueda mal engrasada.

-Prenda, perdone y escuche.

Prenda, perdone y escuche,
Que mis penas hi'a, cantar;
Pero usté rni'a de alentar.
Pues traigo pesao el buche,
Más retobao que un estuche
Que no se quiere baciar.

Doña Anunciación, más seria que el Nacurutú, guiñaba los ojos, perplejos.
Armando buscó inspiración por milonga:

No me mire, vida mía,
con esa cara tan mala,
Que el corazón se me quiebra
Como una hojita’e chala

Miremé, china, en el alma
Con sus ojos de azabache;
Miremé con su cariño,
Que no hay miedo que me empache.

Y digamé con los ojos
Que lo quiere a su moreno,
Y enfrenemé con confianza,
Que he de morder en su freno.

Pero no se enoje, prenda,
Y ho arrugue ansí la cara,
Si no quiere que me muera
Más blandito que una chara

Ahí no más, salió el de adentro, enredándose en los bancos, con tamaña daga remolineando; y ambos amantes se encararon, entre insultos y promesas de degüello.
-Negro desgraciado, había de tocarle la mala.
Y quedó boqueando, mientras el otro huía despreciando a la china, a quien comparaba con bestias poco honradas. Se fue, se fue... pucha, moso apurao.
La puestera, momentáneamente preocupada, arrastró hacia afuera al muerto, lo subió a duras penas en la zorra, ató el petizo y fue hasta una vizcachera rodeada de tupidos cardos, donde volcó su carga. Mientras tapaba al finao, recordó su nuevo amor ahuyentado.
-Bien muerto -pensaba, por entrometido.
La cabeza quedaba aún de fuera; doña Anunciación no podía ya de cansada, pero era buena cristiana; hizo una cruz de un palito, buscó un lugar donde ponerla y, con ímpetu repentino, se la clavó al muerto en el ojo.
¡Negro pajuate!

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