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lunes, 15 de septiembre de 2014

Sinfonia de dos novelas - Cap. VII

La berlina, destartalada, vieja y sucia, subió al galope del triste caballo blanco, flaco y de pelo fino, por la cuesta de la calle de Alcalá. Antonio, en cuanto el traqueo de las ruedas desvencijadas le sacudió el cuerpo, sintió una reacción del espíritu, que le hizo saltar desde el deleite casi místico de la vanidad halagada en su contemplación solitaria, a una ternura sin nombre, que buscaba alimento en recuerdos muy lejanos y vagos. Era una voluptuosidad entre dulce y amarga esforzarse en estar triste, melancólico por lo menos, en aquellos momentos en que el orgullo satisfecho le gritaba en los oídos que el mundo era hermoso, dramática la vida, grande él, el hijo de su padre. El run, run de los vidrios saltando sobre la madera, el ruido continuo y sordo de las ruedas, le iban sonando a canción de nodriza; gotas de la reciente tormenta, que aún resbalaban en zig-zag por los cristales, tomaban de las luces de la calle fantásticos reflejos, y con refracciones caprichosas mostraban los objetos en formas disparatadas. Un olor punzante, indefinible, pero muy conocido (olor de coche de alquiler lo llamaba él para sus adentros), le traía multitud de recuerdos viejos, y se vio de repente sentado en la ceja de otro coche como aquel, a los cinco años, entre las rodillas de un señor delgado, que era su padre, su padre que le oprimía dulcemente el cuerpecito menudo con los huesos de sus piernas flacas y nerviosas. ¡Qué lejos estaba todo aquello! ¡Qué diferente era el mundo que veía entre sueños de una conciencia que nace, aquel niño precoz, del mundo verdadero, el de ahora!
Las rodillas del padre eran almohada dura, pero que al niño se le antojaba muy blanda, suave, almohada de aquella cabeza rubia, un poco grande, poblada de fantasmas antes de tiempo, siempre con tendencias a inclinarse, apoyándose, para soñar.
Reyes atribuía a los recuerdos de su infancia un interés supremo; conservábalos con vigorosa memoria y con una precisión plástica que le encantaba; los repasaba muy a menudo como los cantos de un poema querido. Como aquella poesía de sus primeras visiones no había otra; desde los seis años su vida interior comenzaba a admirarle; su precocidad extraordinaria había sido un secreto para el mundo; era un niño taciturno, que miraba sin verlas apenas las cosas exteriores.
La realidad, tal como era desde que él tenía recuerdos, le había parecido despreciable; sólo podía valer transformándola, viendo en ella otras cosas; la actividad era lo peor de la realidad; era enojosa, insustancial; los resultados que complacían a todos, le repugnaban; el querer hacer bien algo, era una ambición de los demás, pequeña, sin sentido. De todo esto había salido muy temprano una injusticia constante del mundo para con él. Nadie le apreciaba en lo que valía; nadie le conocía; sólo su padre le adivinaba, por amor. En la escuela, donde había puesto los pies muy pocas veces, otros ganaban premios con estrepitosos alardes de sabiduría infantil; él entraba, los pocos días que entraba, llorando; érale imposible recordar las lecciones aprendidas al pie de la letra; sabíalas mejor que los otros, estaba seguro de comprenderlas, y el maestro siempre torcía el gesto, porque Antonio tartamudeaba y decía una cosa por otra. En las reuniones de familia, donde se celebraban improvisados certámenes de gracias infantiles, el chico de Reyes siempre quedaba oscurecido por sus primitos, que saltaban mejor, declamaban escenas de Zorrilla y García Gutiérrez, recitaban fábulas y tenían salidas graciosas. Se acordaba como si fueran de aquel instante, de los elogios fríos, de los besos helados con que amigos y parientes le acariciaban por complacer a su padre, que sonreía con tristeza, y siempre acudía después de los otros a calentarle el alma con un beso fuerte, apretado, y con un estrujón entre las rodillas temblonas y huesudas. Su padre comprendía que los demás no encontraban ninguna gracia en su hijo. A los dos se les olvidaba pronto, y la familia entera se consagraba a cantar las alabanzas del diablejo de Alberto, del chistosísimo Justo, de Sebastián el sabio, que a los siete años anunciaban seguras glorias de la familia de los Valcárcel.
Emma Valcárcel se llamaba su madre.
La imagen de aquella mujer flaca, enferma, de una hermosura arruinada, que jamás había visto él en su esplendor de juventud sana y alegre, llenó el cerebro de Antonio. Este recuerdo fue un dolor positivo; no tenía la triste voluptuosidad alambicada de los otros.
«¡Mi madre!...», dijo en voz alta Reyes; y apoyó la cabeza en la fría y resquebrajada gutapercha que guarnecía el coche miserable. Encogió los hombros, cerró los ojos, y sintió en ellos lágrimas. El ruido de los cristales y de las ruedas, más fuerte ahora, le resonaba dentro del cráneo; ya no era como canto de nodriza; tomó un ritmo extraño de coro infernal, parecido al de los demonios en El Roberto.

Clarín.

[«de de» en el original. (N. del E.)]

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

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