La
berlina, destartalada, vieja y sucia, subió al galope del triste
caballo blanco, flaco y de pelo fino, por la cuesta de la calle de
Alcalá. Antonio, en cuanto el traqueo de las ruedas desvencijadas le
sacudió el cuerpo, sintió una reacción del espíritu, que le hizo
saltar desde el deleite casi místico de la vanidad halagada en su
contemplación solitaria, a una ternura sin nombre, que buscaba
alimento en recuerdos muy lejanos y vagos. Era una voluptuosidad
entre dulce y amarga esforzarse en estar triste, melancólico por lo
menos, en aquellos momentos en que el orgullo satisfecho le gritaba
en los oídos que el mundo era hermoso, dramática la vida, grande
él, el hijo de su padre. El run, run de los vidrios saltando sobre
la madera, el ruido continuo y sordo de las ruedas, le iban sonando a
canción de nodriza; gotas de la reciente tormenta, que aún
resbalaban en zig-zag por los cristales, tomaban de las luces de la
calle fantásticos reflejos, y con refracciones caprichosas mostraban
los objetos en formas disparatadas. Un olor punzante, indefinible,
pero muy conocido (olor de coche de alquiler lo llamaba él para sus
adentros), le traía multitud de recuerdos viejos, y se vio de
repente sentado en la ceja de otro coche como aquel, a los cinco
años, entre las rodillas de un señor delgado, que era su padre, su
padre que le oprimía dulcemente el cuerpecito menudo con los huesos
de sus piernas flacas y nerviosas. ¡Qué lejos estaba todo aquello!
¡Qué diferente era el mundo que veía entre sueños de una
conciencia que nace, aquel niño precoz, del mundo verdadero, el de
ahora!
Las
rodillas del padre eran almohada dura, pero que al niño se le
antojaba muy blanda, suave, almohada de aquella cabeza rubia, un poco
grande, poblada de fantasmas antes de tiempo, siempre con tendencias
a inclinarse, apoyándose, para soñar.
Reyes
atribuía a los recuerdos de su infancia un interés supremo;
conservábalos con vigorosa memoria y con una precisión plástica
que le encantaba; los repasaba muy a menudo como los cantos de un
poema querido. Como aquella poesía de sus primeras visiones no había
otra; desde los seis años su vida interior comenzaba a admirarle; su
precocidad extraordinaria había sido un secreto para el mundo; era
un niño taciturno, que miraba sin verlas apenas las cosas
exteriores.
La
realidad, tal como era desde que él tenía recuerdos, le había
parecido despreciable; sólo podía valer transformándola, viendo en
ella otras cosas; la actividad era lo peor de la realidad; era
enojosa, insustancial; los resultados que complacían a todos, le
repugnaban; el querer hacer bien algo, era una ambición de los
demás, pequeña, sin sentido. De todo esto había salido muy
temprano una injusticia constante del mundo para con él. Nadie le
apreciaba en lo que valía; nadie le conocía; sólo su padre le
adivinaba, por amor. En la escuela, donde había puesto los pies muy
pocas veces, otros ganaban premios con estrepitosos alardes de
sabiduría infantil; él entraba, los pocos días que entraba,
llorando; érale imposible recordar las lecciones aprendidas al pie
de la letra; sabíalas mejor que los otros, estaba seguro de
comprenderlas, y el maestro siempre torcía el gesto, porque Antonio
tartamudeaba y decía una cosa por otra. En las reuniones de familia,
donde se celebraban improvisados certámenes de gracias infantiles,
el chico de Reyes siempre quedaba oscurecido por sus primitos, que
saltaban mejor, declamaban escenas de Zorrilla y García Gutiérrez,
recitaban fábulas y tenían salidas
graciosas. Se acordaba como si fueran de aquel instante, de los
elogios fríos, de los besos helados con que amigos y parientes le
acariciaban por complacer a su padre, que sonreía con tristeza, y
siempre acudía después de los otros a calentarle el alma con un
beso fuerte, apretado, y con un estrujón entre las rodillas
temblonas y huesudas. Su padre comprendía que los demás no
encontraban ninguna gracia en su hijo. A los dos se les olvidaba
pronto, y la familia entera se consagraba a cantar las alabanzas del
diablejo de Alberto, del chistosísimo Justo, de Sebastián el sabio,
que a los siete años anunciaban seguras glorias de la familia de los
Valcárcel.
Emma
Valcárcel se llamaba su madre.
La
imagen de aquella mujer flaca, enferma, de una hermosura arruinada,
que jamás había visto él en su esplendor de juventud sana y
alegre, llenó el cerebro de Antonio. Este recuerdo fue un dolor
positivo; no tenía la triste voluptuosidad alambicada de los otros.
«¡Mi
madre!...», dijo en voz alta Reyes; y apoyó la cabeza en la fría y
resquebrajada gutapercha que guarnecía el coche miserable. Encogió
los hombros, cerró los ojos, y sintió en ellos lágrimas. El ruido
de los cristales y de las ruedas, más fuerte ahora, le resonaba
dentro del cráneo; ya no era como canto de nodriza; tomó un ritmo
extraño de coro infernal, parecido al de los demonios en El
Roberto.
Clarín.
[«de
de» en el original. (N. del E.)]
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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