Muy
en serio había tomado Aquiles lo de ver dentro de sí -siendo uno
con él- a Su Divina Majestad. Se le antojaba que de puro zote no
encontraba en sí aquella unidad en el Ser que para D. Cipriano y el
catedrático triste era cosa corriente.
El
filósofo se retiraba tarde, pero dormía la mañana. Aquiles se
acostaba para que no se le enfriasen los pies al calentársele la
cabeza; y sentado en el lecho, que parecía sepultura, meditaba gran
parte de la noche, primero acompañado de la mísera luz del velón,
después de las doce a oscuras; porque la patrona le había dicho que
aquel gasto de aceite iba fuera de la cuenta del pupilaje. Mientras
D. Cipriano roncaba y a veces reía entre sueños, Zurita pasaba
revista a todos los recursos que le habían enseñado para prescindir
de su propio yo, como
tal yo finito (este que está aquí, sin más).
El sueño le rendía, y cuando empezaban a zumbarle los oídos, y se
le cerraban los ojos, y perdía la conciencia del lugar y la del
contacto, era cuando se le figuraba que iba entrando en el yo
en sí, antes
de la distinción de mí a lo demás...
y en tan preciosos momentos se quedaba el pobre dormido. De modo que
no parecía Dios.
Se
quejaba el infeliz a su mentor, y don Cipriano le decía:
-Cómprese
V. una cafetera y tome mucho café por la noche.
Así
lo hizo Aquiles, aunque a costa de grandes sacrificios. Como se
alimentaba poco y mal, y no tomaba ordinariamente café, por espíritu
de ahorro, el moka de castañas y otros indígenas le produjo los
primeros días excitaciones nerviosas, que le ponían medio loco.
Hacía muecas automáticas, guiñaba los ojos sin querer y daba
brincos sin saberlo. Pero conseguía su propósito: no se dormía.
Aunque
el Ser en la Unidad no acababa de presentársele, tenía grandes
esperanzas de poseer la apetecida visión en breve. ¡El café le
hacía pensar cada cosa! A lo mejor le entraba, sin saber por qué y
sin motivos racionales, un amor descomunal a la Humanidad de la
Tierra, como decía él, copiando a D. Cipriano. Lloraba de ternura
considerando las armonías del Universo, y la dignidad de su
categoría de ser consciente y libre le ponía muy hueco. Todo esto a
oscuras y mientras roncaba D. Cipriano.
Pero
¡oh dolor!, al cabo de pocas semanas el café perdió su misterioso
poder, y le hizo el mismo efecto que si fuese agua de castañas, como
efectivamente era. Volvía a dormirse en el instante crítico de
disolverse en lo Infinito, siendo
uno con el Todo,
sin dejar de ser este que individualmente era, Zurita.
-Pero
V., D. Cipriano -preguntaba desconsolado el triste Aquiles al
filósofo cuando este despertaba (ya cerca de las doce de la
mañana)-, ¿V. ve realmente a Dios en la Conciencia, siendo uno con
Él?
-Y
tanto como veo -respondía el filósofo mientras se ponía los
calcetines, de que no haré descripción de ningún género. Baste
decir, por lo que respecta a la ropa blanca del pensador, que no
había tal blancura, y que si era un sepulcro D. Cipriano, no era de
los blanqueados por fuera; la ropa de color había mejorado, pero en
paños menores era el mismo de siempre.
-Y
diga V., ¿dónde consiguió ver por primera vez la Unidad del Ser
dentro de sí?
-En
la Moncloa. Pero eso es accidental; lo que conviene es darse grandes
paseos por las afueras. En las Vistillas, en la Virgen del Puerto, en
la Ronda de Recoletos, en Atocha, en la Venta del Espíritu Santo y
en otros muchos parajes por el estilo he disfrutado muchas veces de
esa vista interior por que V. suspira.
Desde
entonces Zurita dio grandes paseos, a riesgo de romper las suelas de
los zapatos, pero no consiguió su propósito; le robaron el reloj de
plata que heredara de sus mayores, mas no se le apareció el Ser en
la Unidad.
-¿Pero
V. lo ve? -repetía el aprendiz.
-¡Cuando
le digo a V. que sí!
Zurita
empezaba a desconfiar de ser en la vida un filósofo sin prejuicios.
«¡Este maldito yo finito, de que no puedo prescindir!».
Aquel
yo
que se llamaba Aquiles le tenía desesperado.
Nada,
nada, no había medio de verse en la Unidad del ser pensado y el ser
que piensa bajo Dios. ¡Y para esto había él perdido el curso del
Doctorado!
El
hijo del dómine de Azuqueca se hubiera vuelto loco, de fijo, si
Dios, que veía sus buenas intenciones, no se hubiera compadecido de
él apartando de su trato a don Cipriano, que se fue a otra posada, y
no volvió por la de Zurita ni por la Universidad, y trayendo a
España nuevas corrientes filosóficas, que también habían de
volverle la cabeza a Aquiles, pero de otro lado.
Por
aquel tiempo recibió una carta de una antigua amiga de Valencia que
se había trasladado a Madrid, donde su esposo tenía empleo, y le
llamaba para que, si era tan bueno, diese lección de latín a un
hijo de las entrañas, mucho más mocoso que amigo de los clásicos.
No pensaba Zurita aceptar la proposición, pues aunque sus rentas
eran lo escasas que sabemos, a él le bastaban, y la filosofía,
además, no le permitía perder el tiempo en niñerías por el vil
interés; pero fue a ver a la señora para decírselo todo en
persona.
Era
la dama, o rica o amiga de aparentarlo, porque su casa parecía de
gran lujo y allí vio, palpó y hasta olió Zurita cuanto inventó el
diablo para regalo de los sentidos perezosos. Lo peor de la casa era
el marido, casi enano, bizco, y de tan malos humores, que los
vomitaba en forma de improperios de la mañana a la noche; pero
estaba poco en casa, de lo que se mostraba muy contenta la señora.
Esta llamada doña Engracia, era beata de las orgullosas, de las que
se ponen muy encarnadas si oyen hablar mal de los curas malos, como
si fuesen ellas quien les cría; su virtud parecía cosa de apuesta,
más la tenía por tesón que por amor de Dios, que era como no
tenerla. Siempre hablaba de privaciones de penitencias; pero, como no
fuera de lo desagradable, lo pobre y lo feo, no se sabía de qué se
privaba aquella señora, rodeada de seda y terciopelo, que pisaba en
blanduras recostando el cuerpo, forrado de batista, en muebles que
hacían caricias suaves como de abrazos al que se sentaba o tendía
en ellos. Verdad es que ayunaba y comía de vigilia siempre que era
de precepto, y otras veces por devoción; pero sus ayunos eran
pobreza del estómago, que no resistía más alimento, y sus vigilias
comer mariscos exquisitos y pescados finos y beber vinos deliciosos.
No tenía amante doña Engracia, y como el marido bizco y de forma de
chaparro no hacía cuenta, sus veintinueve años (los de la dama)
estaban en barbecho. No le faltaban deseos, tentaciones, que ella
atribuía al diablo; pero por salir con la suya rechazaba a cuantos
se le acercaban con miras de pecar. Mas la ociosa lascivia hurgaba, y
como no tenía salida, daba coces contra los sentidos que se quejaban
de cien maneras. Pasaba la señora el día y la noche en discurrir
alguna traza para satisfacer aquellas ansias sin dejar de parecer
buena, sin que hubiera miedo de que el mundo pudiese sospechar
que las satisfacía. Y al cabo el diablo, que no podía ser otro, le
apuntó lo que había de hacer, poniéndole en la memoria al don
Aquiles Zurita que había conocido en Valencia.
Para
abreviar (que no es esta la historia de doña Engracia, sino la de
Zurita), la dama consiguió que el filosofastro «le sacrificara»,
como ella dijo, una hora cada día para enseñar latín al muchacho.
Al principio la lección la tenían a solas maestro y discípulo;
pero, pasada una semana, la madre del niño comenzó a dejar
olvidados en la sala de la lección pañuelos, ovillos de hilo,
tijeras y otros artículos, y al cabo no hacía ya más que entrar y
salir, y más al cabo no hacía más que entrar y no salir; con lo
que Zurita, a pesar de su modestia e inocencia prístina, comenzó a
sospechar que doña Engracia se había aficionado a su persona.
¡Rara
coincidencia! Observación parecida había hecho en la posada,
notando que la patrona, doña Concha, suspiraba, bajaba los ojos y
retorcía las puntas del delantal en cuanto se quedaba sola con él.
Los suspiros eran de bomba real allá en la noche, cuando Aquiles
meditaba o leía, y la viuda, que dormía pared por medio, velaba
distraída en amorosas cavilaciones. En una ocasión tuvo el eterno
estudiante que dejar las ociosas plumas (que eran de paja y pelote
duro) porque la disentería le apuraba -¡tanto estudiar!- y a media
noche, descalzo y a oscuras, se aventuró por los pasillos. Equivocó
el camino, y de golpe y porrazo dio en la alcoba de doña Concha. La
viuda, al sentir por los pasillos al joven, había apagado la luz y
esperaba, con vaga esperanza, que una resolución heroica del
muchacho precipitase los acontecimientos que ella en vano quería
facilitar a fuerza de suspiros simbólicos. Doña Concha era
romántica tan consecuente como Moyano, y hubiera preferido una
declaración a la luz de la luna y por sus pasos contados, con muchos
preparativos, graduada y matizada;
pero, ya que el ardiente doncel prefería un ataque brutal, ella
estaba dispuesta a todo, aunque reservándose el derecho de una
protesta tímida y débil, más por lo que se refería a la forma que
por otra cosa. Doña Concha tenía cuarenta años bien conservados,
pero cuarenta...
Cuando
conoció su error, que fue pronto, Zurita se deshizo en excusas y
buscó precipitadamente la puerta. Entonces el pudor de la patrona
despertó como el león de España de 1808 y comenzó a gritar:
«¡Ladrones!, ¡ladrones! ¿Quién anda ahí?... ¡Oigan la mosquita
muerta!», y otros tópicos de los muchos que ella conocía para
situaciones análogas. El amor propio no le dejó a la viuda creer lo
de la equivocación, y se inclinó a pensar que el prudente Aquiles,
en un momento de amor furioso, se había levantado y había acometido
la empresa formidable de que luego se arrepintiera, tal vez por la
pureza de su amor secreto.
Ello
es que la viuda siguió suspirando, y hasta se propasó, cuando vino
la primavera, a dejar todas las mañanas en un búcaro de barro
cocido un ramo de violetas sobre la mesilla de noche del
filosofastro.
Comprendiendo
Aquiles que aquella pasión de doña Concha le distraía de sus
reflexiones y le hacía pensar demasiado en las calidades del yo
finito, decidió dejar la posada de las chuletas de cartón-piedra, y
sin oír a los sentidos, que le pedían el pasto perpetuamente
negado, salió con su baúl, sus libros y su filosofía armónica de
la isla encantada en que aquella Circe, con su lunar junto a la boca,
ofrecía cama, cocido y amor romántico por seis reales... sin
principio.
Más
peligrosa era la flirtation
de doña Engracia, que cada día se insinuaba con mayor atrevimiento.
Vestía aquella señora en casa unos diablos de batas de finísima
tela que se pegaba al cuerpo de diosa de la enemiga como la hiedra al
olmo; se sentaba en el sofá, y en la silla larga, y en el confidente
(todo ello blando, turgente y lleno de provocaciones), con tales
posturas, doblándose de un modo y enseñando unas puntas de pie,
unos comienzos de secretos de alabastro y unas líneas curvas que
mareaban, con tal arte y hechicería, que el mísero Zurita no podía
pensar en otra cosa, y estuvo una semana entera apartado de su
investigación de la Unidad del Ser en la conciencia, por no creerse
digno de que ideas y comuniones tan altas entrasen en su pobre
morada.
Según
huían los pensamientos filosóficos, despertaban en el cerebro del
hijo del dómine recuerdos de los estudios clásicos y se le aparecía
Safo con aquel zumbar
de oídos,
que a él también le sorprendiera algunas veces cuando doña
Engracia se le acercaba hasta tocarle las rodillas con las suyas.
Entonces también le venía a la memoria aquello de Ovidio en la
Elegía IV de Los
Amores:
Quidquid
ibi poteris tangere, tange mei...
¡Ovidio!
De coro se lo sabía Aquiles, pero ¡con qué desinterés! Sin que un
mal pensamiento surgiese en su mollera, consagrada a las humanidades,
en la juventud risueña Aquiles había traducido y admirado, desde el
punto de vista del arte, todas las picardías galantes del poeta de
las Metamorfosis.
Sabía cómo había que enamorar a una casada, las ocasiones que se
debían aprovechar y las maniobras a que se la sujetaba para que no
pudiera inspirar celos al amante el marido. Pero todo esto le parecía
antes a Zurita bromas de Ovidio, mentiras hermosas para llenar
hexámetros y pentámetros.
Mas
¡ay!, ahora los dísticos del poeta de los cosméticos volvían a su
cerebro echando fuego, cargados de aromas embriagadores, con doble
sentido, llenos de vida, significando lo que antes Aquiles no podía
comprender. ¡Cuántas veces, mientras estaba al lado de doña
Engracia, como un palomino aturdido, sin dar pie ni mano, venían a
su imaginación los pérfidos consejos del poeta lascivo!
¡Y
qué extraña mezcla harían allí dentro los versos del latino y los
sanos preceptos de los Mandamientos
de la Humanidad
vulgarizados en francés por el simpático filósofo de Bruselas Mr.
Tiberghien! «¡Vaya una manera de buscar lo Absoluto dentro de mí
siendo uno conmigo!», pensaba Zurita.
-Sin
embargo -añadía- yo no sucumbiré, porque estoy decidido a no
declararme a doña Engracia, y ella, es claro que no se atreverá a
ser la que envide; porque, como dice el condenado pagano, no hay que
esperar que la mujer emprenda el ataque, aunque lo desee:
Vir
prior accedat; vir verba precantia dicat:
Excipiet
blandas comiter illa preces.
Ut
potiare roga; tantum cupit illa rogari.
A
pesar de tanto latín, Aquiles y Ovidio se equivocaron por esta vez,
porque doña Engracia, convencida de que el tímido profesor de
Humanidades jamás daría el paso definitivo, el que ella anhelaba,
se arrojó a la mayor locura. Pálida, con la voz temblona,
desgreñada, se declaró insensata un día al anochecer, estando
solos. Pero Aquiles dio un brinco enérgico y dejó el bastón (pues
capa no tenía) en casa de aquella especie de Pasifae enamorada de un
cuadrúpedo.
-¡Sí,
un cuadrúpedo! -iba pensando por la calle él- por que debiendo
haber huido antes, esperé a esta vergüenza, y estoy en ridículo a
los ojos de esa mujer, y no muy medrado a los de mi conciencia, que
mucho antes quiso el remedio de la fuga, y no fue oída.
Pero
si al principio se apostrofó de esta suerte, más tarde, aquella
misma noche, reflexionando y leyendo libros de moral, pudo apreciar
con más justicia el mérito de su resistencia. Comió muy mal, como
solía, pues para él mudar de posada sólo era mudar de hambre, y
las chuletas de aquí sólo se diferenciaban de las de allá en que
las unas podían ser de jaco andaluz y las otras de rocín gallego;
mas para celebrar el triunfo moral del ángel
sobre la bestia,
como él decía, se toleró el lujo de pedir a la criada vino de lo
que costaba a dos reales botella. Ordinariamente no lo probaba. Salió
de su casa Aquiles a dar un paseo. Hacía calor. El cielo ostentaba
todos sus brillantes. Debajo de algunos árboles de Recoletos, Zurita
se detuvo para aspirar aromas embriagadores, que le recordaban los
perfumes de Engracia. ¡Oh, sí, estaba contento! ¡Había vencido la
tentación! ¡Aquella hermosa tentación!... ¿Quién se lo hubiera
dicho al catedrático de los anteojos ahumados? Aquel pobre Aquiles
tan ridículo había rechazado en poco tiempo el amor de dos mujeres.
Dejemos a un lado a doña Concha, aunque no era grano de anís; pero
¿y doña Engracia? Era digna de un príncipe. Pues bien, se había
enamorado de él, le había provocado con todas las palabras de miel,
con todos los suspiros de fuego, con todas las miradas de gancho, con
todas las posturas de lazo, con todos los contactos de liga... y la
mosca, la salamandra, el pez, el bruto, el ave no habían sucumbido.
¿Por qué se había enamorado de él aquella señora? Zurita no se
hacía ilusiones; aun ahora se veía en la sombra, entre los árboles,
y reconocía que ni fantaseada por la luz de las estrellas su figura
tenía el patrón de Apolo. Doña Engracia había amado en él el
capricho y el misterio. Aquel hombre tímido, para quien un triunfo
que otros divulgaban era una abominación, un pecado irredimible,
callaría hasta la muerte. El placer con Zurita era una singular
manera del placer solitario. «Además, añadía para sus adentros
Aquiles, yo sé por la Historia que ha habido extrañas aberraciones
del amor en ilustres princesas; una se enamoró de un mono, otra de
un enano, aquella de un cretino... y Pasifae de un toro, aunque esto
es fabuloso; ¿por qué no se ha de enamorar de mí una mujer
caprichosa?». Esta humildad positiva con que Zurita reconocía la
escasez de sus encantos, esta sublime modestia con que se comparaba a
un mono, le inundaba el alma de una satisfacción y de un orgullo
legítimos.
Y
así, muy en su derecho, suspiró, como quien respira después de un
aprieto, mirando a su sombra desairada, y en voz alta, para
oírse a sí mismo, exclamó contento (compos
voti,
pensó él):
-¡Oh,
lo que es psicológicamente considerado... no soy una vulgaridad!
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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