Translate

lunes, 28 de abril de 2014

Nube de paso

-Jamás lo hemos averiguado -declaró el registrador, dejando su escopeta arrimada al árbol y disponiéndose a sentarse en las raíces salientes, a fin de despachar cómodamente los fiambres contenidos en su zurrón de caza. Hay en la vida cosas así, que nadie logra nunca poner en claro, aunque las vea muy de cerca y tenga, al parecer, a su disposición los medios para enterarse.
Salieron de las alforjas molletes de pan, dos pollos asados, una ristra de chorizos rojos, y la bota nos presentó su grata redondez pletórica, ahíta de sangre sabrosa y alegre. Nos disputamos el gusto de besarla y dejarla chupada y floja, bajo nuestras afanosas caricias de galanes sedientos. Los perros, con la lengua fuera y la mirada ansiosa, sentados en rueda, esperaban el momento de los huesos y mendrugos.
Cuando todos estuvieron saciados, amos y canes, y encendidos los cigarros para fumar deleitosamente a la sombra, insistí:
-Pero ¿ni aun conjeturas?
-¡Conjeturas! Claro es que nunca faltan. Cuando se notó que el pobre muchacho estaba muerto y no dormido; cuando, al descubrirle el cuerpo, se vio que tenía una herida triangular, como de estilete, en la región del corazón -la autopsia comprobó después que esa herida causó la muerte, figúrese usted si los compañeros de hospedaje nos echamos a discurrir. Entre otras cosas, porque, al fin y al cabo, podíamos vernos envueltos en una cuestión muy seria. Como que, al pronto, se trató de prendernos. Por fortuna, la tan conocida como vulgar coartada era de esas que no admiten discusión. En la casa de huéspedes estábamos cinco, incluyendo a Clemente Morales, el asesinado. Los cuatro restantes pasamos la noche de autos en una tertulia cursi, donde bailamos, comimos pasteles y nos reímos con las muchachas hasta cerca del amanecer. Todo el mundo pudo vernos allí, sin que ninguno saliese ni un momento. Cien testigos afirmaban nuestra inculpabilidad y, así y todo, nos quedó de aquel lance yo no sé qué: una sombra moral en el espíritu, que ha pesado, creo yo, sobre nuestra vida...
-Ello fue que ustedes, al regresar a casa...
-¡Ah!, una impresión atroz. Era ya de día, y la patrona nos abrió la puerta en un estado de alteración que daba lástima. Nos rogó que entrásemos en la habitación de nuestro amigo, porque al ir a despertarle, por orden suya, a las seis de la mañana, vio que no respondía, y estaba pálido, pálido, y no se le oía respirar... ¡O desmayado, o...! Fue entonces cuando, alzando la sábana, observamos la herida.
-¿Qué explicación dio la patrona?
-Ninguna. ¡Cuando le digo a usted que ni la patrona, ni la Justicia, ni nadie ha encontrado jamás el hilo para desenredar la maraña de ese asunto! La patrona, eso sí, fue presa, incomunicada, procesada, acusada...; pero ni la menor prueba se encontró de su culpabilidad. ¡Qué digo prueba! Ni indicio. La patrona era una buena mujer, viuda, fea, de irreprochables antecedentes, incapaz de matar una mosca. La noche fatal se acostó a las diez y nada oyó. La sirvienta dormía en la buhardilla: se retiró desde la misma hora, y a las ocho de la mañana siguiente roncaba como un piporro. El sereno a nadie había visto entrar. ¡El misterio más denso, más impenetrable!
-¿Se encontró el arma?
-Tampoco.
-¿Tenía dinero en su habitación la víctima?
-Que supiésemos, ni un céntimo; es decir, unos duros..., que es igual a no tener nada, para el caso... Y esos allí estaban, en el cajón de la cómoda, por señas, abierto.
-¿Se le conocían amores?
-Vamos, rehacemos el interrogatorio... No tenía lo que se dice relaciones seguidas, ni querida, ni novia; no sería un santo, pero casi lo parecía; por celos o por venganza de amor, no se explica tan trágico suceso.
-Pero ¿cuáles eran sus costumbres? -insistí, con afán de polizonte psicólogo, a quien irrita y engolosina el misterio, y que sabe que no hay efecto sin causa. Ese muchacho -¿no era un hombre joven?- tendría sus hábitos, sus caprichos, sus peculiares aficiones...
-Era -contestó el registrador, en el tono del que reflexiona en algo que hasta entonces no se había presentado a su pensamiento- el chico más formal, más exento de vicios, más libre de malas compañías que he conocido nunca. Retraído hasta lo sumo, muy estudioso; nosotros, por efecto de esta misma condición suya, le tuvimos en concepto de un poco chiflado. Ya ve usted: todos fuimos aquella noche a divertirnos y a correrla, menos él, y si hubiese ido, no le matan... Para dar a usted idea de lo que era el pobre, se acostaba muy temprano, y encargaba que le despertasen así que amanecía, sólo por el prurito de estudiar.
-¿Recuerda usted dónde estudiaba?
-¡Ah! Eso, en todas partes. A veces se traía a casa libros; otras se pasaba el día en bibliotecas on sabe Dios en qué rincones.
-Amigo registrador -interrumpí, que me maten si no empiezo a rastrear algo de luz en el sombrío enigma.
-¡Permítame que lo dude!... ¡Tanto como se indagó entonces!... ¡Tantos pasos como dieron la justicia y la policía, y hasta nosotros mismos, sin que se haya llegado a saber nada!
Callé unos instantes. El celaje de la tarde se encendía con sangrientas franjas de fuego, incesantemente contraídas, dilatadas, inflamadas o extinguidas, sin que ni un momento permaneciese fija su terrible forma. Pensé en que la sospecha, la verdad, la culpa, el destino se disuelven e integran, como las nubes, en la cambiante fantasía y en la versátil conciencia. Pensé que si nada es inverosímil en la forma de las nubes, nada tampoco debe parecérnoslo en lo humano. Lo único increíble sería que un hombre fuese asesinado en su lecho y el crimen no tuviese ni autor ni móvil.
-Registrador -dije al cabo, todos mueren de lo que han vivido. El muchacho estudiaba sin cesar: en sus estudios está la razón de su muerte violenta. No diga usted que no sabe por qué le mataron: lo sabe usted, pero no se ha dado cuenta de lo que sabe.
-Mucho decir es... -murmuró. Sin embargo...
-Lo sabe usted. En cuanto me conteste a otras pocas preguntas se convencerá de que lo sabía perfectamente: lo sabía la parte mejor de su ser de usted: su instinto.
-¡Qué raro será eso! Pero, en fin... pregunte, pregunte lo que quiera.
-¿A qué clase de estudios se dedicaba Clemente?
-A ver, Donato, haz memoria -murmuró el registrador, rascándose la sien. Ello era cosa de muchas matemáticas y mucha física... ¡Ya, ya recuerdo! ¡Pues si el muchacho aseguraba que, cuando consiguiese lo que buscaba, sería riquísimo, y su nombre, glorioso en toda Europa! Creo que se trataba de algo relacionado con la navegación acrea. Advierto a usted que murió como vivía, porque fue el hombre más reconcentrado y enemigo de enterar a nadie de sus proyectos.
-¿Tendría muchos papeles, cuadernos, notas de su trabajo?
-¡Ya lo creo! A montones.
-¿Dónde los guardaba?
-¡En la cómoda! Y su ropa andaba tirada por las sillas y revuelta.
-¿Aparecieron esos papeles después del crimen?
-Se me figura que sí. Pero confirmaron lo que creíamos: que el pobre no estaba en sus cabales. Eran apuntes sin ilación, y algunos, borradores que nadie entendía.
-¿Tenía algún amigo Clemente, enterado de sus esperanzas? ¿Alguien que conociese su secreto?
La cara del registrador sufrió un cambio análogo al de las nubes. Primero se enrojeció; palideció después; los ojos se abrieron, atónitos; la boca también adquirió la forma de un cero.
-¡Rediós! -gritó al cabo. ¡Y tenía usted razón! Y yo sabía, es decir, yo tenía que saber... ¡Tonto de mí! ¿Cómo pude ofuscarme?... ¡Qué cosas! Había, había un amigo, un ingeniero belga, que le daba dinero para experiencias... ¡Un barbirrojo, más antipático que los judíos de la Pasión! ¡Y hasta judío creo que era! ¡Seré yo estúpido! ¡No haber comprendido! ¡No haber sospechado! ¡El bandido del extranjero fue, y para robarle el fruto de sus vigilias! ¡Dejó los papeles inútiles y cargó con los que valían, y sabe Dios, a estas horas, quién se está dando por ahí tono y ganando millones con el descubrimiento del infeliz! ¡Y a mí la cosa me pasó por las mientes; pero... no me detuve ni a meditarla, porque... no se veía por dónde hubiese podido entrar el asesino!
-¡Bah! Esa es la infancia del arte -contesté. Entró con una llave falsa, que había preparado, o con el propio llavín de su víctima; estuvo en el cuarto de ésta hasta tarde, hizo su asunto, se escondió y de madrugada se marchó.
-¡Así tuvo que ser! ¡Bárbaros, que no lo comprendimos! ¡Requete-bárbaros!
-No se apure usted... Quizá estamos soñando una novela.
-No, no; si ahora lo veo más claro que el sol... Soy capaz de perseguir al asesino...
-¿Cuántos años hace de eso?
-Trece lo menos...
-Déjelo usted por cosa perdida... Aun en fresco no se averigua nada... Conténtese con el goce del filósofo: saber... y callar.

«La Ilustración Española y Americana», núm. 22, 1911.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Nochebuena del jugador

El vicio del juego me dominaba. Cuando digo el vicio del juego debo advertir que yo no lo creía tal vicio, ni menos entendía que la ley pudiese reprimirlo sin atentar al indiscutible derecho que tiene el hombre de perder su hacienda lo mismo que de ganarla. «De la propiedad es lícito usar y abusar», repetía yo desdeñosamente burlándome de los consejos de algún amigo timorato.
No obstante mi desprecio hacia el sentimiento general, procuraba por todos los medios que en mi casa se ignorase mi inclinación violenta. Habíame casado, loco de amor, con una preciosa señorita llamada Ventura; estrechaba más nuestra unión la dulce prenda de un niño que aún no sabía, si yo le llamaba, venir solo a mis brazos; y por evitar a mi esposa miedo y angustia, escondía como un crimen mis aficiones, sorteando las horas para satisfacerlas. Precauciones idénticas a las que adoptaría si diese a mi mujer una rival, adoptaba para concurrir al Casino y otros centros donde se arriesga, al volver de un naipe, puñados de oro; e inventando toda clase de pretextos -negocios bursátiles, conferencias con amigos políticos, enfermos que velar, invitaciones que admitir- cohonestaba mis ausencias y explicaba de algún modo mi agitación, mi palidez, mis insomnios, mis alegrías súbitas, mis abatimientos, la alteración de mi sistema nervioso, quebrantado por la más fuerte y honda tal vez de las emociones humanas.
Hacía tiempo que no poseía sino lo que el juego me granjeaba. Dueño de un mediano caudal, había ido enajenando mis fincas para cubrir pérdidas. Vino después una larga temporada de prosperidad, pero invertí las ganancias en valores fáciles de negociar, que ya mermaban recientes descalabros. Nada de esto notaba mi Ventura, porque a semejanza de casi todas las mujeres, recibía de manos de su esposo el dinero sin preguntar su origen. Segura de mi cariño, pasiva y feliz en su hogar, ni se le ocurría ni quizá deseaba conocer el estado de nuestros intereses. En las ocasiones felices, yo le traía ricas alhajas y le compraba lindos trajes; en los momentos de estrechez, una indicación mía bastaba para que ella redujese el gasto y aplazase los pagos, con instintiva complicidad. Pero si mi esposa no me causaba inquietud y el desorientarla me parecía facilísimo, otra persona de la familia me inspiraba indefinible recelo.
Era esta persona el hermano mayor de Ventura, mi cuñado Bernardo, hombre de entendimiento vivo y sagaz, de fogosa condición, a quien penas ignoradas, quizá dolorosos desengaños, impulsaron a abrazar el estado eclesiástico. Bernardo ejercía su ministerio con un celo abrasador, con sed de sacrificio que le consumía, demacrando su cuerpo y encendiendo en sus azules ojos perpetua llama. Los tales ojos, al fijase en mí, mostraban vislumbres de desconfianza y severidad. Indudablemente, el santo altruista, consagrado a hacer el bien, olfateaba en mí la egoísta y desenfrenada pasión que teñía de un círculo de oscuro livor mis párpados y hacía temblar febrilmente mi mano cuando estrechaba la suya. Una desazón, un desasosiego parecido al del que con ropa sucia arrostra la luz del sol en un paseo concurrido, me asaltaban al encontrarme frente a frente con Bernardo. Éste, que vivía fuera de Madrid, absorbido siempre por empresas de beneficencia, fundaciones de Asilos y Asociaciones caritativas, sólo venía a vernos dos veces al año; en Pascua de Resurrección y en Navidades.
Acercábase precisamente esta solemne época del año, cuando la suerte, que ya se me había torcido, comenzó a mostrarse airada contra mí. Soplaba la racha negra, y soplaba tan inclemente y dura, que me arrebataba mis esperanzas todas. Fallaban mis más laboriosas martingalas; se malograban mis golpes de habilidad, mis corazonadas se desmentían y naipe que yo tocase era naipe funesto. Encarnizado en el desquite, me precipitaba con cierta cólera, obstinándome en despeñarme, agotando mis recursos, desafiando al porvenir. La intuición de que se me venía encima la catástrofe redoblaba mi desesperada energía. Debiendo ya sobre mi palabra crecida suma, busqué un prestamista -el más usurero, el más infame- y sin vacilar como quien cierra los ojos y se arroja a una sima, me abandoné a sus uñas, firmando cuanto quiso, comprometiendo mi honor a cambio de la inmediata posesión de la cantidad que necesitaba para saldar mi deuda en el Casino y tentar el golpe supremo. Estaba determinado a que no luciese para mí el día de confesarle a Ventura que nos aguardaba la miseria y la afrenta además. Cierto que a veces se me ocurría decirle: «Figúrate que yo era un negociante; he quebrado; es preciso resignarse y trabajar.» Pero inmediatamente comprendía la imposibilidad, el absurdo de calificar de «quiebra» los resultados de mi desorden. Si caía a los pies de mi mujer revelando la verdad, tendría que implorar perdón, como cumple al que faltó a sus deberes. Antes morir, y morir me parecía la solución única del pavoroso conflicto. En aquellos instantes veía tan claro como la luz que la muerte era precisa y natural consecuencia de mi modo de entender la vida, y el derecho de jugar, hermano del de suicidarse: ambos se reducían a uno solo... «Usar y abusar...» Y morir sin miedo.
Con estos pensamientos volví a mi casa la tarde del día 24 de diciembre, llevando en el bolsillo la cantidad obtenida del usurero. No bien entré en la antesala, sentía que me abrazaban a un tiempo por el cuello y por las piernas. El primer abrazo era el de la mujer amante, que unía su rostro al mío con arrebato mimoso; el segundo... ¿Quién puede abrazar por más abajo de la rodilla sino el nene, el muñeco que se ensaya en romper a andar y aún necesita agarrarse a algo para no caer de bruces?
Sentí que el corazón se me hendía; sentí que me acudían lágrimas a los ojos; y apartándome bruscamente por disimulo, exclamé:
-¿Qué pasa? ¿A qué viene esto?
-Ha llegado Bernardo -respondió Ventura sorprendida de mi sequedad.
-Tío Nado -repitió mi pequeño, que acompañó esta gracia con una risa estrepitosa.
-Pues toma -dije entregando a mi mujer un puñado de billetes: prepara una cena; pero una cena de verdad, como me gustan..., y ahora déjame, hijita, déjame un poco; quiero reposar, me duele la cabeza, y de aquí a la noche espero mejorarme para charlar con Bernardo.
Ventura obedeció, y yo me encerré a escribir una especie de testamento y despedida. Mis dientes castañeteaban; concluí la tarea, registré mis pistolas, las cargué, me eché sobre el sofá y fumé nerviosamente, cigarro tras cigarro, hasta que Ventura, solícita, vino a avisarme para cenar. Era temprano, porque el niño no podía faltar a la mesa en noche semejante y su madre evitaba tenerle despierto hasta las mil. Nos dirigimos al comedor, iluminado por bujías rosa, alegrado por la blancura de los manteles y el destellar del cristal y de la plata.
La sopa de almendra humeaba suavemente y trascendía a gloria; las frutas raras se apiñaban en el centro de mesa, reflejado por una luna de espejo circundada de rosas tardías; en las copas reía ya el Sauterne amarillo, y mi mujer, engalanada, compuesta, sonriente, con el rizado pelo algo fosco y las mejillas rubicundas, se acercó a mí y murmuró acariciándome con la voz:
-¿No saludas al forastero? Ahí le tienes.
Abracé a Bernardo, y empezó la cena, animada al principio por las genialidades del nene y las coqueterías de Ventura, empeñada en que alabase su tocado y tan resuelta a conquistarme, que hasta apoyó sobre mi pie el suyo chiquitín. Sin embargo, languideció la conversación bien pronto; no era difícil notar que Bernardo y yo estábamos pensativos. A las preguntas inquietas de mi esposa, respondía alegando cansancio y jaqueca; pero Bernardo, el de las chispeantes pupilas azules, declaró categóricamente:
-Tu marido tendrá lo que guste, y no querrá enterarnos de por qué parece un reo a quien le acaban de leer la sentencia ahora mismo; pero lo que es yo... estoy así... porque me da vergüenza cenar tan bien, con salmón, y ostras, y langostinos, y vinos añejos, y no poder ofrecer a algunas familias pobres, ya que no estos festines de Lúculo, al menos el pan del año, el fuego del hogar y ropa con que abrigarse las carnes. El apóstol enseñaba que los cristianos no deben encerrarse para comer manjares suculentos. Nosotros nos saciamos de cosas ricas, y vamos a brindar con un champaña... que ya lo conozco de otras veces... ¡Clicquot!, mientras los pobres... No puedo evitar esto, ni vosotros podéis; pero allá dentro hay un rincón de mi alma que llora. ¡Cómo ha de ser! ¡No acierto a remediarlo!
Decir esto el sacerdote y cruzar por mi imaginación el chispazo de una idea, fue todo uno; ni dio tiempo a la reflexión ni a que yo calculase el efecto que en Bernardo iban a producir mis palabras. Me levanté, llené una copa del champaña, que frío como nieve ya lucía en la jarra de cristal tallado, y la tendí a Bernardo, exclamando de un modo significativo:
-¡Pues brinda... o reza! Para que se logre un plan que tengo yo... Si se logra, asegurarás el pan a algunas familias.
Bernardo echó mano a su copa, y antes de alzarla, fijó en mí las fascinadoras pupilas. A mi parecer, me registraba el cerebro, me veía la conciencia y me leía como se lee un abierto libro.
De pronto, con súbita decisión tendió la copa, la acercó a la mía, las chocó, y pronunció majestuosamente:
-Brindo ahora... Rezaré después. Deseo que se logre tu plan... pero una vez sola, ¿entiendes? Una sola.
Consideré sellado el pacto. En mi superstición de jugador lo había ensayado todo, gitanas y médiums, amuletos y pueriles conjuros... todo, excepto el interesar a Dios por el cebo de la caridad, partiendo mis ganancias con el Árbitro supremo, cuya previsión sirve al ciego azar de invisible lazarillo. ¡Poner al Cielo de mi parte! Sí, porque el Cielo tampoco podía «querer» que yo ejecutase la resolución postrera y definitiva, la única que cortaba el nudo infernal de mi destino...
Así que terminó la cena, me levanté, alegué una excusa, dejé a Ventura malhumorada y a Bernardo meditabundo, y salí desalado, a jugar, no ya el dinero, sino la honra y la existencia, la existencia que en aquel momento me parecía tan seductora, tan digna de ser vivida, entre los halagos de una mujer enamorada y la luminosa sonrisa de un querubín que me pedía protección y ayuda para andar, cogiéndose a mis piernas...
Por las calles se oía tumulto de gentío, repique alegre de panderetas, rasgueos de guitarra; en las casas, la luz se filtraba delatando la reunión de los que se quieren en íntima fiesta; y yo pensaba, mientras el coche que había tomado a mi puerta iba rodando hacia el Casino: «Si marro, ésta es mi Nochebuena última.»
¿Sabéis lo que se llama una suerte desatinada, increíble, loca? Pues así la tuve yo desde el primer instante. Sobraban horas para jugar, y estaban allí los puntos fuertes, los de repleta cartera y crédito firme. Sin tregua los arrollé; no recuerdo vena igual: parecía cual si viese al trasluz las cartas que iban a salir, o un poder invisible me dictase la puesta. Como si Dios se esmerase en cumplir el pacto, mi vena aumentó desde que sonó la medianoche.
Al regresar a mi domicilio, entré en el cuarto de Bernardo. El cura estaba despierto; me esperaba sin duda
-Acuéstate -le dije- y duerme bien, que mañana tendrás con qué dar a esas familias pobres el pan del año.
Vi en el expresivo rostro del sacerdote indicios de perplejidad y zozobra. Comprendía perfectamente el origen del dinero que yo venía a ofrecerle en cumplimiento del trato y su conciencia batallaba con su pasión de hacer bien, de consolar penas, de enjugar lágrimas. Débil, por fin, vencido del deseo, sacudido por una trepidación interior que le enronqueció la voz, siempre sonora, me cogió las manos entre las suyas y murmuró:
-Acepto... Venga... Sólo que ¡acuérdate!... La condición...
-Hoy ha sido la última vez: palabra de honor -respondí adelantándome a su ruego.
No sé si me creeréis, pero no he jugado más desde aquella Nochebuena. Al principio se me crispaban los dedos y la cabeza se me desvanecía con el ansia de volver a probar las amargas delicias del juego; después, poco a poco, vino la calma: el olvido ¡nunca! Negocié, labré una fortuna, y aprendí que puedo usar de ella, pero no abusar. Sé que soy depositario. El dueño está arriba.

 1.005. Pardo Bazan (Emilia)

No lo invento

La muchacha más hermosa del pueblecillo de Arfe tenía el nombre tan lindo como el rostro; llamábase Pura, y sus convecinos habían reforzado el simbolismo de su nombre, diciendo siempre Puri la Casta. Esta denominación, que huele a azucena, convenía maravillosamente con el tipo de la chica, blanca, fresca, rubia, cándida de fisonomía hasta rayar en algo sosa, defecto frecuente de las bellezas de lugar, en quienes la coquetería se califica de liviandad al punto, y el ingenio y la malicia pasarían, si existiesen, por depravación profunda. En la región de España donde se encuentra situado Arfe, se le exige a la mujer que sea rezadora, leal, casera, fuerte, sencilla, y, para seguridad mayor, un tanto glacial. Así era la Casta, cerrado huerto, sellada fuente, llena tan sólo de agua clarísima. Por lo cual, y por su gallarda escultura, mozos y señoritos se bebían tras ella los vientos, y los ancianos la miraban con cariñosa admiración, mayor y más justificada que la de los viejos de Troya para Helena de Menelao.
No tenía, sin embargo, la Casta ofrecida a Dios su doncellez, por lo cual, así que entre sus aspirantes apareció uno de honrados antecedentes y propósitos, de limpia sangre, de edad moza, de acomodada hacienda, dejose cortejar por él, le dio un honesto sí, y como entre tal gente y en tales comarcas el sí es antesala de la iglesia, fijose al punto la duración probable del noviazgo y fecha aproximada del casamiento. Y el noviazgo corrió, entremezclado de dulces pláticas, inocentes finezas, lícitas alegrías, sin que el novio -muchacho de piadosos sentimientos y nobilísimo carácter- intentase jamás pedir, en arras de los concertados desposorios, ni el más leve anticipo de las futuras delicias. No porque no inflamase sus venas la calentura del deseo, ni porque no soñase todas las noches con la aventura de deshojar uno a uno los pétalos de la intacta azucena respirando su perfume; pero respetaba en la novia a la esposa, y las telas que cubrían a la bella estatua eran tan sagradas para él como la orla del manto de la Virgen.
Sin embargo, a medida que el día de la boda se acercaba, exaltábase la pasión del novio de Puri, y le era más difícil no mostrar con algún transporte la enajenación de su espíritu. A su vez, la hermosa revelaba mayor abandono, y como la proximidad de la bendición la tranquilizase, no recelaba acercarse a su futuro marido y hablarle con mayor intimidad y cariñosa confianza. Así fue que cierta tarde, hallándose los prometidos charlando en el corral de la casa de Puri, el novio no supo reprimirse, y, cogiéndola por el talle, la estrechó contra sí, y la besó con delirio, a bulto y a tropezones, en pelo y frente. Apenas lo hubo ejecutado, sintió remordimiento y vergüenza, mientras la muchacha, pálida y ceñuda, se había echado atrás, y le miraba con asombro, casi con miedo. El enamorado se cuadró, tartamudeó algunas frases confusas, y huyó de allí enojado consigo mismo y acusándose de una profanación moral, tan inoportuna como necia.
Cuando al otro día vio a la Casta, aumentó su desazón el encontrarla muy pálida, abatida y triste. Creyolo al pronto consecuencia de su desmán, pero disipó sus recelos el asegurar repetidas veces la novia que no era sino malestar físico, una indisposición insignificante, de esas que no se pueden localizar, porque se resiente de ellas todo el cuerpo. A la mañana siguiente, lejos de disiparse el malestar, se convirtió en verdadera dolencia, que obligó a Puri a guardar cama. Y cama fue de donde no se levantó ya nunca la niña, sino para ser llevada, entre cuatro, al cementerio de Arfe.
La natural amargura del novio se tiñó de un matiz sombrío y furioso, de un carácter de insensatez. Para él no había palabras de consuelo; negábase a tomar alimento; tan pronto reía, como rugía o se mesaba los cabellos, mordiéndose con desesperación las manos. Por más que el médico le aseguró repetidas veces que Puri había fallecido de enfermedad natural y vulgarísima, de una fiebre cerebral aguda, el infeliz se obstinaba en suponer que su atrevimiento había acarreado la muerte de aquella criatura preciosa y lozana. El fatídico «yo la maté», inarticulado y confuso, brotaba del fondo de su conciencia, entenebreciendo su espíritu con sombras y lobregueces de enajenación. Pálido como el mármol, la mirada fija con extravío en un punto invisible del espacio, rezando entre dientes, y con las manos convulsiva-mente enclavijadas, veló a la muerta y la acompañó hasta su último asilo. Vestida de blanco y azul -el hábito de la Concepción; apenas desgastada por la fiebre; con su hermoso pelo rubio suelto y haciendo marco al rostro apacible, fresco a pesar de la muerte; con la palma de las vírgenes sobre el pecho, Puri la Casta se iba al sepulcro hecha un milagro de belleza, más que en vida si cabe.
Así lo afirmaban las amigas y vecinas que la escoltaban en la última jornada, y así lo repitió el sepulturero, el tío Carmelo, con aquella risa suya tan especial y tan fúnebre, que cuajaba la sangre en las venas. El tío Carmelo era un hombrecillo de unos cincuenta y tantos años, de faz descarnada y cínica -la faz que presentan las calaveras, que es sabido que, a su modo, ríen siempre. Enjuto y seco lo mismo que la yesca; de ojos descoloridos y claros; de cráneo lucio y mondo, la perpetua risa descubría los dientes amarillos, y la alegría, que en los demás hombres suele ser indicio de bondad de corazón y condición sana y tratable, en él era como siniestra luz que alumbra una hoya. Si los moradores de Arfe leyesen a Shakespeare, acordaríanse de cierta escena de Hamlet cuando divisaban al enterrador, con su risa de cementerio y sus chanzas de ultratumba, y Puri, tendida en su féretro, les evocaría la imagen de Ofelia.
El tío Carmelo era hijo y nieto de sepultureros; pero en él acababa la dinastía, porque ninguna moza de Arfe ni de los pueblos comarcanos quiso unir su suerte a la del feo e irónico enterrador. La pena de la soledad habría amargado tal vez la juventud del tío Carmelo: desde que llegara a la edad madura, se resignaba tan perfectamente, al parecer, que sus chanzonetas, mofas y pullas acostumbraban versar sobre los casados, los enamorados y los novios. Les daba vaya, llegando al atrevimiento de decir que a todos, a todos sin excepción, les habían faltado o les habían de faltar alguna vez sus novias y esposas, y sólo la misma generalidad de esta chanza la hacía pasadera, pues a creer los arfeños que el sepulturero hablaba seriamente y aludía a alguno en particular, por buena providencia le arrancarían la venenosa lengua de la boca. Sus dicharachos algo libres, sus bromas de mala ley, su perpetua risilla mofadora e insultante, se toleraban, porque el tinte de desprecio hacia la profesión refluía en el hombre, y los pueblos, como los reyes, no se formalizan por las lenguaterías del infeliz bufón. Además, los arfeños, gente buena y sin hiel, compadecían a aquel viejo que habitaba entre difuntos, en completo abandono y soledad, sin un afecto que calentase su corazón, sin una nota dulce en su hosca vida de cincuentón solitario. Nada positivamente malo se sabía de él; se le veía ganar el pan con el sudor de su frente, y el mismo horror de su oficio acrecentaba la piedad.
En los dominios del antipático viejo se quedó la pobre Puri, después que hubieron cerrado la caja, depositándola en la hoya y volcado sobre ella las paletadas de tierra que habían de cubrirla. El novio no saltó a la fosa como Hamlet el dinamarqués, a decir disparates y echar bravatas filosóficas: era demasiado cristiano para cometer tamaña atrocidad; pero mientras se cantaron los responsos y el cura roció con agua bendita la linda cara de la muerta, mientras se tapó el ataúd y se dio tierra para colmar la zanja, allí se estuvo el futuro esposo con los ojos fijos en aquel rostro celestial que iban a disputarle los gusanos del sepulcro, oyendo el sordo ruido de las palas, absorto y hecho de piedra. Igualado el terreno, volviose, y sin derramar una lágrima ni proferir un suspiro, se alejó de allí, ofreciendo las trazas de un inofensivo demente, que se aparta de los cuerdos para cavilar a sus anchas.
Encerrado en casa se estuvo hasta la noche, la cual cayó sobre la villita como suave manto de terciopelo obscuro claveteado de diamantinas luminarias; porque era el mes de mayo, y a las serenidades del firmamento respondía el latir de la tierra germinadora. No bien las sombras descendieron sobre Arfe, el novio de Puri, levantando la cabeza y apoyando el índice en la frente, se estremeció. Sentíase acometido por la lúgubre idea de que su amada se encontraría muy sola allá en el cementerio, y que era justo hacerle un rato de compañía y rezar sobre la hoya recién colmada. Semejante propósito le sirvió de alivio: sin saber por qué, le dilató el pecho, sacándole de la terrible absorción y quietud del dolor, al cual todo proyecto, toda actividad, proporciona lenitivo. Envolviose en su capa, por instinto y hábito, pues antes que frío sentía ardor de calentura; tomó el sombrero, y por calles excusadas se encaminó al campo santo.
Está situado Arfe en la vertiente de una montañuela; las casas se desparraman por su declive; el circuito de las tapias del cementerio sigue la misma inclinación, de manera que por la parte alta son sumamente fáciles de escalar, sobre todo para quien posee la agilidad de la juventud y sabe agarrarse a las matas y a las piedras. No costó gran trabajo al novio de Puri introducirse en el recinto, y si el corazón no le palpitase de emoción sagrada, la fatiga de la ascensión no bastaría a sobresaltárselo.
Para penetrar eligiera un ángulo de tapia algo desmoronado, donde compacto grupo de cipreses proyectaba sobre el suelo su larga sombra piramidal; dos olivos contribuían a espesarla. A pesar de la claridad de la naciente luna, al pronto le fue difícil orientarse. Sabía que la fosa estaba detrás de otro grupo de arbolado, en un rincón donde había pocas cruces, especie de lugar de preferencia, más solitario y distinguido que los restantes. Por fin atinó con la dirección el novio.
Sin explicarse la causa, desde que se introdujera en aquel campo santo para despedirse de su futura como el enamorado de Verona, sentía un pavor, un hielo, un escalofrío, algo que le atravesaba el corazón y le apretaba la garganta y le paralizaba las piernas. Inmóvil ante el puñado de árboles, cortina del lecho mortuorio de Puri, temblaba como si un espanto difuso e invisible para los ojos carnales fuese a alzarse de aquella tumba. ¿Se atrevería a salvar el grupo y entrar en el misterioso rincón, donde la obscuridad redoblaba y el terror religioso batía sus alas de arcángel? Detrás de aquellos árboles estaba su novia, sí; pero no como siempre, bella, arrogante, teñida de rosa, coronada por sus trenzas de oro, sino lívida, yerta, tendida, con las manos cruzadas sobre la palma de su virginidad. Y el católico, sintiendo en el alma efusión celeste, en las pupilas lágrimas de fe, se dispuso a arrodillarse en aquella sepultura y a rezar por la muerta... o a la muerta, a su espíritu angelical, que tal vez flotaba allí, en la tibia atmósfera de la noche de mayo...
¿Era juego de la fantasía? ¿Era alucinación del sufrimiento? Juraría que detrás del grupo de árboles se oía un rumor, un resuello, una cosa rara, distinta del silencio augusto propio de semejante lugar a semejantes horas... Extrañeza y recelo insensatos restituían ya al afligido novio la conciencia de la realidad y el impulso de la defensa, y enloquecido, lanzose como un dardo hacia la sepultura... El horror más grande, la cólera más tremenda que pueden clavar la voluntad y sujetar el brazo cuando debieran impulsarlo a caer como el rayo vengador, le impidieron hacer pedazos allí mismo al infame sepulturero, que en aquel rincón del cementerio perpetraba nefando crimen con el cuerpo desenterrado, rígido, blanco y hermoso de Puri la Casta.

............................................................................................
Cuando el tío Carmelo compareció ante el juez -después de atravesar, amarrado codo con codo, por entre la multitud ebria de furor, linchadora, que pedía a gritos que le diesen al sepulturero para arrastrarlo en una espuerta-, lejos de mostrarse humillado, contrito, abatido o lleno de confusión, se presentó impávido, sarcástico, risueño, luciendo como nunca el humorismo fúnebre que le caracterizaba. Al increparle el representante de la ley por la horrenda profanación, en vez de disculparse, de atribuir el hecho a momentáneo extravío o frenesí matador de la razón y la conciencia, alzó la frente, hizo una mueca de reto y desdén, tomó la palabra con voz entera, estridente como un silbo, y todo el pueblo de Arfe, aquel pueblo morigerado, cristiano, honesto y celoso de la fama más que del cariño, que hace del honor una ley y de la honra un sagrario; todo el pueblo de Arfe, repito, supo que el último de los hombres (si no hubiese verdugo), un asqueroso vejezuelo, baldón y escoria de la humanidad, los había afrentado consecutivamente en la persona de sus madres, esposas, hermanas e hijas, por espacio de treinta y tantos años, deliberadamente y a mansalva.
¡Nauseabunda tragedia! Nadie dejara de recibir de aquellos indignos dedos la bofetada póstuma, el ultraje que ni se evita ni se castiga, la mancha que no se lava con toda el agua del Jordán. Para aquel Tarquino de cementerio no existieron Lucrecias: su ferocidad destruyó la noción de la virtud, y estableció en la vida de los arfeños la igualdad ante la vergüenza y el deshonor. Y la multitud, que momentos antes bramaba, rugía y quería tomarse la justicia por la mano, se sintió subyugada, aturdida por la misma enormidad del delito y por el cinismo atroz del que lo confesaba. Escuchábanle en silencio, mientras él derramaba a borbotones sangriento lodo sobre la asamblea. El propio juez no encontraba argumentos, ¡y peregrina debilidad!, flaqueaba al formular los cargos. Para que el lector no extrañe algunas frases escogidas del tío Carmelo en el fragmento de diálogo que voy a trasladar, he de advertir que el pueblo de Arfe (realísimo, existente en el mapa, si bien con otro nombre) posee un colegio de segunda enseñanza, fundado por un rico arfeño, donde se da instrucción gratuita y muy completa a los naturales del pueblecillo montañés, y que el sepulturero, en sus primeros años, se había sentado en los bancos de aquel instituto.

............................................................................................
Juez.- ¿No le estremecía a usted el poner en un muerto las manos?
Acusado.- Yo he nacido entre muertos. Mi padre fue sepulturero, mi abuelo lo mismo, y supongo que mi bisabuelo también. Para mí no hay diferencia entre los muertos y los vivos. ¿Cómo quiere usted que me estremezcan ni me repugnen mis parroquianos, si me brotaron los dientes manejando y tocando difuntos?
Juez.- ¿No le hace a usted triste efecto el frío de la piel, la rigidez cadavérica? ¿Qué atractivo puede tener un cadáver?
Acusado.- ¡Más frías y más insensibles que las mujeres que entierro están algunas vivas que ustedes pagan!
Juez.- ¡Reprima usted la lengua! ¿Desde cuándo comete usted esas horribles profanaciones, desgraciado?
Acusado.- Desde que me convencí de que ninguna chica del pueblo me quería ni para ruedo en que poner los pies; desde que mis requiebros les servían de diversión, y mis declaraciones de sainete, y mi oficio de hazmerreír, y mi persona de espantajo. Desde que el día de la fiesta del pueblo no conseguí encontrar una pareja de baile. ¡No ha sido mal baile el que luego bailaron conmigo las señoras remilgadas!
Juez.- ¡Chis! ¡Es usted un monstruo, afrenta del género humano!
Acusado.- ¡Valiente noticia! Por eso me he vengado de todos. Hice daño, por lo mismo que soy monstruo. Estoy convicto y confeso. Y... atención, señor juez: las cosas claras y en su lugar: también digo que en la vida he cogido ni el valor de un maravedí de lo que llevan las muertas a la sepultura. ¡Ábranse los ataúdes, y en su sitio aparecerán las sortijas, los pendientes y los relicarios! No soy ladrón.
Juez.- Ha robado usted una cosa más preciosa mil veces, que es el pudor y la honra.
Acusado.- Si la honra y el pudor no dependen de la voluntad de la persona misma, y se pueden coger así... como yo los he cogido, entonces confieso que bien he deshonrado al vecindario de Arfe. (Hondo murmullo en el auditorio. Amenazas y maldiciones, que la horripilante curiosidad de oír acalla.)
Juez.- Mida usted sus expresiones. Su descaro agravará la severidad de la ley, y hará inexorable el fallo de la vindicta pública. En usted se ve, además del hábito de tan brutales atentados, un espíritu de rencor y el odio de una fiera. ¿Qué daño le hicieron a usted los habitantes del pacífico pueblo de Arfe, malvado?
Acusado.- ¿Daño? Poca cosa. Tratarme como a un perro. Aunque una chica, pongo por caso, me quisiera, a cuenta que el padre me la concediese en matrimonio. Primero se la entregaba a un salteador de caminos. ¡No quisieron darme ninguna! Pues yo las tuve todas, y a discreción, y sin necesidad de cortejar ni de rondar la calle. Bien se lo decía a los arfeños, y ellos empeñados en no creerme. «No hay hombre de este pueblo a quien no le haya faltado su mujer una vez por lo menos...». Y se reían los grandísimos cabestros, se reían. No braméis... Ahora os habréis convencido de que el tío Carmelo no miente nunca. ¿Pues y las que se morían antes de casarse y traían la palma así, muy cogidita, y sus novios ni se atrevieran a tocarles a la pelusa de la ropa? Así venía la de la otra noche... ¡Cuidado si era buena moza, señor Juez! Y la llamaban Puri la Casta... ¡Ja, Ja!...

............................................................................................ 

A la carcajada infame contestó un rugido del pueblo arrojándose sobre el nefando criminal, y un sollozo de agonía. El novio caía al suelo de golpe, como piedra que se desprende del monte y rueda, inerte y sorda, hasta el llano.
Un año estuvo medio lunático el pobrecillo, haciendo mil extravagancias, ya melancólicas, ya furiosas. Al afianzarse su razón nuevamente, entró de novicio en el convento de Franciscanos, acabado de repoblar en Priego.

«La ilustración española y americana», núm. 22, 1910

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Nieto del cid

El anciano cura del santuario de San Clemente de Boán cenaba sosegadamente sentado a la mesa, en un rincón de su ancha cocina. La luz del triple mechero del velón señalaba las acentuadas líneas del rostro del párroco, las espesas cejas canas, el cráneo tonsurado, pero revestido aún de blancos mechones: la piel roja, sanguínea, que en robustos dobleces rebosaba el alzacuello.
Ocupaba el cura la cabecera de la mesa; en el centro, su sobrino, guapo mozo de veintidós años, despachaba con buen apetito la ración; y al extremo, el criado de labranza, arremangada hasta el codo la burda camisa de estopa, hundía la cuchara de palo en un enorme tazón de caldo humeante y lo trasegaba silenciosamente al estómago.
Servía a todos una moza aldeana, que aprovechaba la ocasión de meter también la cuchara ya que no en los platos, en las conversaciones.
El servicio se lo permitía, pues no pecaba de complicado, reduciéndose a colocar ante los comensales un mollete de pan gigantesco, a sacar de la alacena vino y loza, a empujar descuidadamente sobre el mantel el tarterón de barro colmado de patatas con unto.
-Señorito Javier -preguntó en una de estas maniobras, ¿qué oyó de la gavilla que anda por ahí?
-¿De la gavilla, chica? Aguárdate... -contestó el mancebo alzando su cara animada y morena, ¿Qué oí yo de la gavilla? No; pues algo me contaron en la feria... Sí; me contaron...
-Dice que al señor abad de Lubrego le robaron barbaridá de cuartos...; cien onzas. Estuvieron esperando a que vendiese el centeno de la tulla y los bueyes en la feria del quince, y hala que te cojo.
-¿No se defendió?
-¿Y no sabe que es un señor viejecito? Aún para más, aquellos días estaba encamado con dolor de huesos.
El párroco, que hasta entonces había guardado silencio, levantó de pronto los ojos, que bajo sus cejas nevadas resplandecieron como cuentas de azabache, y exclamó:
-Qué defenderse ni qué... En toda su vida supo Lubrego por dónde se agarra una escopeta.
-Es viejo.
-¡Bah!, lo que es por viejo... Sesenta y cinco años cumplo yo para Pentecostés, y sesenta y seis hará él en Corpus; lo sé de buena tinta; me lo dijo él mismo: De modo que la edad... Lo que es a mí no me ha quitado la puntería, ¡alabado sea Dios!
Asintió calurosamente el sobrino.
-¡Vaya! Y si no que lo digan las perdices de ayer, ¿eh? Me remendó usted la última.
-Y la liebre de hoy, ¿eh, rapaz?
-Y el raposo del domingo -intervino el criado, apartando el hocico de los vapores del caldo. ¡Cuando el señor abad lo trajo arrastrando con una soga así (y se apretaba el gaznate) gañía de Dios! Ouú..., ouú...
-Allí está el maldito -murmuró el cura, señalando hacia la puerta, donde se extendía, clavada por las cuatro extremidades, una sanguinolenta piel.
-No comerás más gallinas -agregó la criada, amenazando con el puño a aquel despojo.
Esta conversación venatoria devolvió la serenidad a la asamblea, y Javier no pensó en referir lo que sabía de la gavilla. El cura, después de dar las gracias mascullando latín, se enjuagó con vino, cruzó una pierna sobre otra, encendió un cigarrillo y, alargando a su sobrino un periódico doblado, murmuró entre dos chupadas:
-A ver luego qué trae La Fe, hombre.
Dio principio Javier a la lectura de un artículo de fondo, y la criada, sin pensar en recoger la mesa, sacó para sí del pote una taza de caldo y sentóse a tomarla en un banquillo al lado del hogar. De pronto cubrió la voz sonora del lector un aullido recio y prolongado. La criada se quedó con la cuchara enarbolada sin llevarla a la boca; Javier aplicó un segundo el oído, y luego prosiguió leyendo, mientras el cura, indiferente, soltaba bocanadas de humo y despedía de lado frecuentes salivazos. Transcurrieron dos minutos, y un nuevo aullido, al cual siguieron ladridos furiosos, rompió el silencio exterior. Esta vez el lector dejó el periódico; y la criada se levantó tartamudeando:
-Señorito Javier..., señor amo..., señor amo...
-Calla -ordenó Javier, y, de puntillas, acercóse a la ventana bajo la cual parecía que sonaba el alboroto de los perros; mas éste se aquietó de repente.
El cura, haciendo con la diestra pabellón a la oreja, atendía desde su sitio.
-Tío -siseó Javier.
-Muchacho.
-Los perros callaron; pero juraría que oigo voces.
-Entonces, ¿cómo callaron?
No contestó el mozo, ocupado en quitar la tranca de la ventana con el menor ruido posible. Entreabrió suavemente las maderas, alzó la falleba y, animado por el silencio, resolvióse a empujar la vidriera. Un gran frío penetró en la habitación; viose un trozo de cielo negro, tachonado de estrellas, y se indicaron en el fondo los vagos contornos de los árboles del bosque, sombríos y amontonados. Casi al mismo tiempo rasgó el aire un silbido agudo, se oyó una denotación, y una bala, rozando la cima del pelo de Javier, fue a clavarse en la pared de enfrente. Javier cerró por instinto la ventana, y el cura, abalanzándose a su sobrino, comenzó a palparle con afán.
-¡Re... condenados! ¿Te tocó, rapaz?
-¡Si aciertan a tirar con munición lobera..., me divierten! -pronunció Javier algo inmutado.
-¿Están ahí?
-Detrás de los primeros castaños del soto.
-Pon la tranca..., así... anda volando por la escopeta... las balas... el frasco de la pólvora... Trae también el Lafuché... ¿Oyes?
Aquí el párroco tuvo que elevar la voz como si mandase una maniobra militar, porque el desesperado ladrido de los perros resonaba cada vez más fuerte.
-Ahora, ahí, ladrar... ¿Por qué callarían antes, mal rayo?
-Conocerían a alguno de la gavilla; les silbaría o les hablaría -opinó el gañán, que estaba en pie, empuñando una horquilla de coger el tojo, mientras la criada, acurrucada junto a la lumbre, temblaba con todos sus miembros, y de cuando en cuando exhalaba una especie de chillido ratonil.
El cura, abriendo un ventanillo practicado en las maderas de la ventana, metió por él el puño y rompió un cristal. En seguida pegó la boca a la apertura y con voz potente gritó a los perros:
-¡A ellos, Chucho, Morito, Linda. Chucho, duro con ellos, ahí, ahí... Ánimo, Linda, hazlos pedazos!
Los ladridos se tornaron, de rabiosos, frenéticos. Oyóse al pie de la misma ventana ruido de lucha; amenazas sordas, un ¡ay! de dolor, una imprecación, y luego quejas como de animal agonizante.
-¡El pobre Morito..., ya no dará más el raposo! -murmuró el gañán.
Entre tanto, el cura, tomando de manos de Javier su escopeta, la cargaba con maña singular.
-A mí, déjame con mi escopeta de las perdices..., vieja y tronada... Tú entiéndete con el Lafuché... Yo, esas novedades... ¡Bah!, estoy por la antigua española. ¿Tienes cartuchos?
-Sí, señor -contestó Javier disponiéndose también a cargar la carabina.
-¿Están ya debajo?
-Al pie mismo de la ventana... Puede que estén poniendo las escalas.
-¿Por el portón hay peligro?
-Creo que no. Tienen que saltar la tapia del corral, y los podemos fusilar desde la solana.
-¿Y por la puerta de la bodega?
-Si le plantan fuego... Romper no la rompen.
-Pues vamos a divertirnos un rato... Aguarday, aguarday, amiguitos.
Javier miró a la cara de su tío. Tenía éste las narices dilatadas, la boca sardónica, la punta de la lengua asomando entre los dientes, las mejillas encendidas, los ojuelos brillantes, ni más ni menos que cuando en el monte el perdiguero favorito se paraba señalando un bando de perdices oculto entre los retamares y valles floridos.Por lo que hace a Javier, horrorizábanle aquellos preparativos de caza humana. En tan supremos instantes, mientras deslizaba en la recámara el proyectil, pensaba que se hallaría mucho más a gusto en los claustros de la Universidad, en el café o en la feria del quince, comprándole rosquillas y caramelos a las señoritas del pazo de Valdomar. Volvió a ver en su imaginación la feria, los relucientes ijares de los bueyes, la mansa mirada de las vacas, el triste pelaje de los rocines, y oyó la fresca voz de Casildita del Pazo, que le decía con el arrastrado y mimoso acento del país:
-¡Ay, déme el brazo, por Dios, que aquí no sé andá con tanta gente! Creyó sentir la presión de un bracito... No; era la mano peluda y musculosa del cura, que le impulsaba hacia la ventana.
-A apagar el velón... (hízolo de tres valientes soplidos). A empezar la fiesta. Yo cargo, tú disparas..., tú cargas, yo disparo... ¡Eh Tomasa! -gritó a la criada- no chilles, que pareces la comadreja... Pon a hervir agua, aceite, vino cuanto haya... Tú -añadió dirigiéndose al gañán, a la solana. Si montan a caballo de la muralla, me avisas.
Dijo, y con precaución entreabrió la ventana, dejando sólo un resquicio por donde cupiese el cañón de una escopeta y el ojo avizor de un hombre. Javier se estremeció al sentir el helado ambiente nocturno; pero se rehízo presto, pues no pecaba de cobarde, y miró abajo. Un grupo negro hormigueaba; se oía como una deliberación, en voz misteriosa.
-¡Fuego! -le dijo al oído su tío.
-Son veinte o más -respondió Javier.
-¡Y qué! -gruñó el cura al mismo tiempo que apartaba a su sobrino con impaciente ademán. Y apoyando en el alféizar de la ventana el cañón de la escopeta, disparó.
Hubo un remolino en el grupo, y el cura se frotó las manos.
-¡Uno cayó patas arriba!..., quoniam! -murmuró pronunciando la palabra latina, con la cual, desde los tiempos del seminario, reemplazaba todas las interjecciones que abundan en la lengua española. Ahora tú, rapaz. Tienen una escala. Al primero que suba...
Los dedos de Javier se crispaban sobre su hermosa carabina Lefaucheux, mas al punto se aflojaron.
-Tío -atrevióse a murmurar, entre esos hay gente conocida, me acuerdo ahora de que lo decían en la feria. Aseguran que viene el cirujano de Solás, el cohetero de Gunsende, el hermano del médico de Doas. ¿Quiere usted que les hable? Con un poco de dinero puede que se conformen y nos dejen en paz, sin tener que matar gente.
-¡Dinero, dinero! -exclamó roncamente el cura. ¿Tú, sin duda, piensas que en casa hay millones?
-¿Y los fondos del santuario?
-¡Son del santuario, quoniam! y antes me dejaré tostar los pies, como le hicieron al cura de Solás el año pasado, que darles un ochavo. Pero mejor será que le agujereen a uno la piel de una vez, y no que se la tuesten. ¡Fuego en ellos! Si tienes miedo iré yo.
-Miedo no -declaró Javier; y descansó la carabina en el alféizar.
-Lárgales los dos tiros -mandó su tío.
Dos veces apoyó Javier el dedo en el gatillo, y a las dos detonaciones contestó desde abajo formidable clamoreo. No había tenido tiempo el mancebo de recoger la mano, cuando se aplastó en las hojas de la ventana una descarga cerrada, arrancando astillas y destrozándolas. Componían su terrible estrépito estallidos diferentes, seco tronar de pistoletazos, sonoro retumbo de carabinas y estampidos de trabucos y tercerolas. Javier retrocedió, vacilando; su brazo derecho colgaba; la carabina cayó al suelo.
-¿Qué tienes, rapaz?
-Deben de haberme roto la muñeca -gimió Javier, yendo a sentarse, casi exánime, en el banco.
El cura, que cargaba su escopeta, se sintió entonces asido por los faldones del levitón, y a la dudosa luz del fuego del hogar vio un espectro pálido que se arrastraba a sus pies. Era la criada, que silabeaba con voz apenas inteligible.
-Señor..., señor amo..., ríndase, señor..., por el alma de quien lo parió... Señor, que nos matan..., que aquí morimos todos...
-¡Suelta, quoniam! -profirió el cura, lanzándose a la ventana.
Javier, inutilizado, exclamaba ayes, tratando de atarse con la mano izquierda un pañuelo. La criada no se levantaba, paralizada de terror; pero el cura, sin hacer caso de aquellos inválidos, abrió rápidamente las maderas y vio una escala apoyada en el muro, y casi tropezó con las cabezas de dos hombres que por ella ascendían. Disparó a boca de jarro y se desprendió el de abajo. Alzó luego la escopeta, la blandió por el cañón, y de un culatazo echó a rodar al de arriba. Sonaron varios disparos, pero ya el cura estaba retirado, adentro, cargando el arma.
Javier, que ya no gemía, se le acercó resuelto.
-A este paso, tío, no resiste usted ni un cuarto de hora. Van a entrar por ahí o por el patio. He notado olor a petróleo; quemarán la puerta de la bodega. Yo no puedo disparar. Quisiera servirle a usted de algo.
-Viérteles encima aceite hirviendo con la mano izquierda.
-Voy a sacar la Rabona de la cuadra por el portón, y echar un galope hasta Doas.
-¿Al puesto de la Guardia?
-Al puesto de la Guardia.
-No es tiempo ya. Me encontrarás difunto. Rapaz, adiós. Rézame un padrenuestro, y que me digan misas. ¡Entra, taco, si quieres!
-¡Haga usted que se rinde... Entreténgalos... ¡Yo iré por el aire!
La silueta negra del mancebo cubrió un instante el fondo rojo de la pared del hogar, y luego se hundió en las tinieblas de la solana. El tío se encogió de hombros y, asomándose, descargó una vez más la escopeta a bulto. Luego corrió al lar y descolgó briosamente el pesado pote, que, pendiente de larga cadena de hierro hervía sobre las brasas. Abrió de par en par la ventana, y sin precaverse ya, alzó el pote y lo volcó de golpe encima de los enemigos. Se oyó un aullido inmenso, y como si aquel rocío abrasador fuese incentivo de la rabia que les causaba tan heroica defensa, todos se arrojaron a la escala, trepando unos sobre los hombros de otros, y a la vez que por las tapias se descolgaban dos o tres hombres y luchaban con el gañán, una masa humana cayó sobre el cura, que aún resistía a culatazos. Cuando el racimo de hombres se desgranó, pudo verse a la luz del velón que encendieron, al viejo tendido en el suelo, maniatado.
Venían los ladrones tiznados de carbón, con barbas postizas, pañuelos liados a la cabeza, sombrerones de anchas alas y otros arreos que les prestaban endiablada catadura. Mandábalos un hombre alto, resuelto y lacónico, que en dos segundos hizo cerrar la puerta y amarrar y poner mordazas al criado y a la criada. Uno de sus compañeros le dijo algo en voz baja. El jefe se acercó al cura vencido.
-¡Eh, señor abad..., no se haga usted el muerto!... Hay, ahí un hombre herido por usted y quiere confesión...
Por la escalera interior de la bodega subían pesadamente, conduciendo algo. Así que llegaron a la cocina, viose que eran cuatro hombres que traían en vilo un cuerpo, dejando en pos charcos de sangre. La cabeza del herido se balanceaba suavemente. Sus ojos, que empezaban a vidriarse, parecían de porcelana en su rostro tiznado; la boca estaba entreabierta.
-¡Qué confesión ni...! -dijo el jefe. ¡Si ya está dando las boqueadas!
Pero el moribundo, apenas le sentaron en el banco, sosteniéndole la cabeza, hizo un movimiento, y su mirada se reanimó.
-¡Confesión! -exclamó en voz alta y clara.
Desataron al cura y le empujaron al pie del banco. Los labios del herido se movían, como recitando el acto de contrición. El cura conoció el estertor de la muerte y distinguió una espuma de color de rosa que asomaba a los cantos de la boca. Alzó la mano y pronunció ego te absolvo en el momento en que la cabeza del herido caía por última vez sobre el pecho.
-¡Llevárselo! -ordenó el jefe. Y ahora diga el abad dónde tiene los cuartos.
-No tengo nada que darles a ustedes -respondió con firmeza el cura.
Sus cejas se fruncían, su tez ya no era rubicunda, sino que mostraba la palidez biliosa de la cólera, y sus manos, lastimadas, estranguladas por los cordeles, temblaban con temblequeteo senil.
-Ya dirá usted otra cosa dentro de diez minutos... Le vamos a freír a usted los dedos en aceite del que usted nos echó. Le vamos a sentar en las brasas. A la una..., a las dos.
El cura miró alrededor y vio sobre la mesa donde habían cenado el cuchillo de partir el pan. Con un salto de tigre se lanzó a asir el arma, y derribando de un puntapié la mesa y el velón, parapetado tras de aquella barricada, comenzó a defenderse a tientas, a oscuras, sin sentir los golpes, sin pensar más que en morir noblemente, mientras a quema ropa le acribillaban a balazos.
El sargento de la Guardia Civil de Doas, que llegó al teatro del combate media hora después, cuando aún los salteadores buscaban inútilmente bajo las vigas, entre la hoja de maíz del jergón y hasta en el Breviario los cuartos del cura, me aseguró que el cadáver de éste no tenía forma humana, según quedó de agujereado, magullado y contuso. También me dijo el mismo sargento que desde la muerte del cura de Boán abundaban las perdices; y me enseñó en la feria a Javier, que no persigue caza alguna, porque es manco de la mano derecha.

«La Revista Ibérica», núm. 12, 1883.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)