Aunque
el cura aquel de su parroquia ya había muerto, otros quedaban, pues
curas nunca faltan: y D. Fermín Zaldúa, siempre que veía unos
manteos se acordaba de lo que le había dicho el párroco y de lo que
él le había replicado.
Ese
era el otro negocio. Jamás había perdido ninguno, y las canas le
decían que estaba en el orden empezar a preparar el terreno para
que, por no perder, ni siquiera el alma se le perdiese.
No
se tenía por más ni menos pecador que otros cien banqueros y
prestamistas. Engañar, había engañado al lucero del alba. Como que
sin engaño, según Zaldúa, no habría comercio, no habría cambio.
Para que el mundo marche, en todo contrato ha de salir perdiendo uno,
para que haya quien gane. Si los negocios se hicieran tablas como el
juego de damas, se acababa el mundo. Pero, en fin, no se trataba de
hacerse el inocente; así como jamás se había forjado ilusiones en
sus cálculos para negociar, tampoco ahora quería forjárselas en el
otro negocio:
«A Dios -se decía- no he de engañarle, y el caso no es buscar
disculpas, sino remedios. Yo no puedo restituir a todos los que
pueden haber dejado un poco de lana en mis zarzales. ¡La de letras
que yo habré descontado! ¡La de préstamos hechos! No puede ser. No
puedo ir buscando uno por uno a todos los perjudicados; en gastos de
correos y en indagatorias se me iría más de lo que les debo. Por
fortuna, hay un Dios en los cielos, que es acreedor de todos; todos
le deben todo lo que son, todo lo que tienen; y pagando a Dios lo que
debo a sus deudores, unifico mi deuda, y para mayor comodidad me
valgo del banquero de Dios en la tierra, que es la Iglesia.
¡Magnífico! Valor recibido y andando. Negocio hecho.
Comprendió
Zaldúa que para festejar al clero, para gastar parte de sus rentas
en beneficio de la Iglesia, atrayéndose a sus sacerdotes, el mejor
reclamo era la opulencia; no porque los curas fuesen generalmente
amigos del poderoso y cortesanos de la abundancia y del lujo, sino
porque es claro que, siendo misión de una parte del clero pedir para
los pobres, para las cansas pías, no han de postular donde no hay de
qué, ni han de andar oliendo dónde se guisa. Es preciso que se vea
de lejos la riqueza y que se conozca de lejos la buena voluntad de
dar. Ello fue que en cuanto quiso, Zaldúa vio su palacio lleno de
levitas y tuvo oratorio en casa; y, en fin, la piedad se le entró
por las puertas tan de rondón, que toda aquella riqueza y todo aquel
lujo empezó a oler así como al incienso; y los tapices y la plata y
el oro labrados de aquel palacio, con todos sus jaspes y estatuas y
grandezas de mil géneros, llegaron a parecer magnificencias de una
catedral, de esas que enseñan con tanto orgullo los sacristanes de
Toledo, de Sevilla, de Córdoba, etc., etc.
Limosnas
abundantísimas y aun más fecundas por la sabiduría con que se
distribuyeron siempre; fundaciones piadosas de enseñanza, de asilo
para el vicio arrepentido, de pura devoción y aun de otras clases,
todas santas; todo esto y mucho más por el estilo, brotó del caudal
fabuloso de Zaldúa como de un manantial inagotable.
Mas,
como no bastaba pagar con los bienes, sino que se había de
contribuir con prestaciones personales, D. Fermín, que cada día fue
tomando más en serio el negocio de la salvación, se entregó a la
práctica devota, y en manos de su director espiritual y
administrador
místico D. Mamerto, maestrescuela de la Santa Iglesia Catedral, fue
convirtiéndose en paulino, en siervo de María, en cofrade del
Corazón de Jesús; y lo que importaba más que todo, ayunó,
frecuentó los Sacramentos, huyó de lo que le mandaron huir, creyó
cuanto le mandaron creer, aborreció lo aborrecible; y, en fin, llegó
a ser el borrego más humilde y dócil de la diócesis; tanto, que D.
Mamerto, el maestrescuela, hombre listo, al ver oveja tan sumisa y de
tantos posibles, le llamaba para sus adentros «el Toisón
de Oro».
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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