A los cuarenta años era don J orge Arial, para los que le trataban de cerca, el
hombre más feliz de cuantos saben contentarse con una acerada medianía y con la
paz en el trabajo y en el amor de los suyos; y además era uno de los mortales
más activos y que mejor saben estirar las horas, llenándolas de sustancia, de
útiles quehaceres. Pero de esto último sabían, no sólo sus amigos, sino la gran
multitud de sus lectores y admiradores y discípulos. Del mucho trabajar, que veían
todos, no cabía duda; mas de aquella dicha que los íntimos leían en su rostro y
observando su carácter y su vida,
tenía donJ o rge
algo que decir para sus adentros, sólo para sus adentros, si bien no negaba él,
y hubiera tenido a impiedad inmoralísima el negarlo, que todas las cosas
perecederas le sonreían, y que el nido amoroso que en el mundo había sabido construirse,
no sin grandes esfuerzos de cuerpo y alma, era que ni pintado para su modo de
ser.
tenía don
Las grandezas que no tenía, no las
ambicionaba, ni soñaba con ellas, y hasta cuando en sus escritos tenía que
figurárselas para describirlas, le costaba gran esfuerzo imaginarlas y
sentirlas. Las pequeñas y disculpables vanidades a que su espíritu se rendía,
como,
verbigracia, la no escasa estimación en que tenía el aprecio de los doctos y de los buenos, y hasta la admiración y simpatía de los ignorantes y sencillos, veíalas satisfechas, pues era su nombre famoso, con sólida fama, y popular; de suerte que esta popularidad que leasegu raba
el renombre entre los muchos, no le perjudicaba en la estimación de los
escogidos. Y por fin, su dicha grande, seria, era su casa, su mujer, sus hijos;
tres cabezas rubias, y él decía también, tres almas rubias, doradas, mi lira,
como los llamaba al pasar la mano por aquellas frentes blancas, altas,
despejadas, que destellaban la idea noble que sirve ante todo para ensanchar el horizonte del
amor.
verbigracia, la no escasa estimación en que tenía el aprecio de los doctos y de los buenos, y hasta la admiración y simpatía de los ignorantes y sencillos, veíalas satisfechas, pues era su nombre famoso, con sólida fama, y popular; de suerte que esta popularidad que le
Aquella esposa y aquellos hijos,
una pareja; la madre hermosa, que parecía hermana de la hija, que era un botón
de oro de quince abriles, y el hijo de doce años, remedo varonil y gracioso de
su madre y de su hermana, y esta, la dominante, como él decía, parecían, en
efecto, estrofa, antistrofa y épodo de un himno perenne de dicha en la virtud,
en la gracia, en la inocencia y la sencilla y noble sinceridad. «Todos sois mis
hijos, pensaba don J o rge,
incluyendo a su mujer; todos nacisteis de la espuma de mis ensueños.»
-Pero
eran ensueños con dientes, y que apretaban de firme, porque como todos eran
jóvenes, estaban sanos y no tenían remordimientos ni disgustos que robaran el
apetito, comían que devoraban, sin llegar a glotones, pero pasando con mucho de
ascetas.
Y como no vivían sólo de pan, en vestirlos como convenía a su clase y a su hermosura, que es otra clase, y al cariño que el amo de la casa les tenía, se iba otro buen pico, sobre todo en los trajes de la dominante. Y mucho más que en cubrir y adornar el cuerpo de su gente gastaba el padre en vestir la desnudez de su cerebro y en adornar su espíritu con la instrucción y la educación más esmeradas que podía; y como este es artículo de lujo entre nosotros, en maestros, instrumentos de instrucción y otros accesorios de la enseñanza de su pareja se le iba a donJ o rge una gran parte de su salario
y otra no menos importante de su tiempo, pues él dirigía todo aquel negocio tan
grave, siendo el principal maestro y el único que no cobraba. -No crea el
lector que apunta aquí el pero de la dicha de don J o rge; no estaba en las
dificultades económicas la espina que guardaba para sus adentros Arial, siempre
apacible.
Y como no vivían sólo de pan, en vestirlos como convenía a su clase y a su hermosura, que es otra clase, y al cariño que el amo de la casa les tenía, se iba otro buen pico, sobre todo en los trajes de la dominante. Y mucho más que en cubrir y adornar el cuerpo de su gente gastaba el padre en vestir la desnudez de su cerebro y en adornar su espíritu con la instrucción y la educación más esmeradas que podía; y como este es artículo de lujo entre nosotros, en maestros, instrumentos de instrucción y otros accesorios de la enseñanza de su pareja se le iba a don
Costábale, sí, muchos sudores
juntar los cabos del presupuesto doméstico; pero conseguía triunfar siempre
gracias a su mucho trabajo, el cual era para él una sagrada obligación, además,
por otros conceptos más filosóficos y altruistas, aunque no más santos, que el
amor de los suyos.
Muchas eran sus ocupaciones y en
todas se distinguía por la inteligencia, el arte, la asiduidad y el esmero.
Siguiendo una vocación, había llegado a cultivar muchos estudios, porque ahondando
en cualquier cosa se llega a las demás. Había empezado por enamorarse de la belleza que entra por los ojos, y esta vocación, que le hizo
pintor en un principio, le obligó después a ser naturalista, químico,
fisiólogo; y de esta excursión a las profundidades de la realidad física sacó
en limpio, ante todo, una especie de religión de la verdad plástica que le hizo
entregarse a la filosofía... y abandonar los pinceles. No se sintió gran
maestro, no vio en sí un intérprete de esas dos grandes formas de la belleza que
se llaman idealismo, y realismo, no se encontró con las fuerzas de Rafael ni de
Velázquez, y, suavemente y sin dolores del amor propio, se fue transformando en
un pensador y en amador del arte; y fue un sabio en estética, un crítico de
pintura, un profesor insigne; y después un artista de la pluma, un historiador
del arte con el arte de un novelista. Y de todas estas habilidades y maestrías
a que le había ido llevando la sinceridad con que seguía las voces de su
vocación verdadera, los instintos de sus facultades, fue sacando sin violencia
ni simonía provecho para la hacienda, cosa tan poética como la que más al
mirarla como el medio necesario para tener en casa aquella dicha que tenía,
aquellos amores que, sólo en botas, le gastaban un dineral.
Al verle ir y venir, y encerrarse
para trabajar, y después correr con el producto de sus encerronas a casa de
quien había de pagár-selo; siempre activo, siempre afable, siempre lleno de la
realidad ambiente, de la vida que se le imponía con toda su seriedad, pero no
tristeza, nadie, y menos sus amigos y su mujer y sus hijos, hubiera adivinado
detrás de aquella mirada franca, serena, cariñosa, una pena, una llaga.
*
Pero la había. Y no se podía hablar
de ella. Primero, porque era un deber guardar aquel dolor para sí; después,
porque hubiera sido inútil quejarse; sus familiares no le hubieran comprendido,
y más valía así.
Cuando en presencia de don J o rge se
hablaba de los incrédulos, de los escépticos, de los poetas que cantan sus
dudas, que se quejan de la musa del análisis, Arial se ponía de mal humor, y,
cosa rara en él, se irritaba. Había que cambiar de conversación o se marchaba
donJ o rge.
-Esos, decía, son males secretos que no tienen gracia, y en cambio entristecen
a los demás y pueden contagiarse. El que no tenga fe, el que dude, el que
vacile, que se aguante y calle y luche por vencer esa flaqueza. Una vez,
repetía Arial en tales casos, un discípulo de San Francisco mostraba su
tristeza delante del maestro, tristeza que nacía de sus escrúpulos de conciencia, del miedo de haber ofendido
a Dios; y el santo le dijo: «Retiraos, hermano, y no turbéis la alegría de los
demás; eso que os pasa son cuentas vuestras y de Dios: arregladlas con él a
solas».
don
A solas procuraba arreglar sus
cuentas don J o rge,
pero no le salían bien siempre, y esta era su pena. Sus estudios filosóficos,
sus meditaciones y sus experimentos y observaciones de fisiología, de anatomía,
de química, etc., habían desenvuelto en él, de modo excesivo, el espíritu del
análisis empírico; aquel enamoramiento de la belleza plástica, aparente,
visible y palpable, le había llevado, sin sentirlo, a cierto materialismo
intelectual, contra el que tenía que vivir prevenido. Su corazón necesitaba fe,
y la clase de filosofía y de ciencia que había profundizado le llevaban al
dogma materialista de ver y creer. Las ideas predominantes en su tiempo entre
los sabios cuyas obras él más tenía que estudiar; la índole de sus investiga-ciones
de naturalista y fisiólogo y crítico de artes plásticas le habían llevado a una
predisposición reflexiva que pugnaba con los anhelos más íntimos de su
sensibilidad de creyente.
Don J o rge sentía así: «Si hay Dios,
todo está bien. Si no hay Dios, todo está mal. Mi mujer, mi hijo, la dominante,
la paz de mi casa, la belleza del mundo, el divino placer de entenderla, la
tranquilidad de la conciencia... todo eso, los mayores tesoros de la vida, si
no hay Dios, es polvo, humo, ceniza, viento, nada... Pura apariencia,
congruencia ilusoria, sustancia fingida; positiva sombra, dolor sin causa, pero
seguro, lo único cierto. Pero si hay Dios, ¿qué importan todos los males?
Trabajos, luchas, desgracias, desengaños, vejez, desilusión, muerte, ¿qué
importan? Si hay Dios, todo está bien, si no hay Dios, todo está mal.»
Y el amor de Dios era el vapor de
aquella máquina siempre activa; el amor de Dios, que envolvía, como los pétalos
encierran los estambres, el amor a sus hijos, a su mujer, a la belleza, a la
conciencia tranquila, le animaba en el trabajo incesante, en aquella suave
asimilación de la vida ambiente, en la adaptación a todas las cosas que le
rodeaban y por cuya realidad seria, evidente, se dejaba influir.
Pero a lo mejor, en el cerebro de
aquel místico vergonzante, místico activo y alegre, estallaba, como una
estúpida frase hecha, esta duda, esta pregunta del materialismo lógico de su
ciencia de analista empírico:
«¿Y si no hay Dios? Puede que no
haya Dios. Nadie ha visto a Dios. La ciencia de los hechos no prueba a Dios...»
Don J o rge Arial despreciaba al pobre
diablo científico, positivista, que en el fondo de su cerebro se le presentaba
con este obstruccionismo; pero a pesar de este desprecio, oía al miserable, y
disentía con él, y unas veces tenía algo que contestarle, aun en el terreno de
la fría lógica, de la mera inte-lectualidad... y otras veces no.
Esta era la pena, este el tormento
del señor Arial.
Es claro que gritase lo que gritase
el materialista-escéptico, el que ponía a Dios en tela de juicio, don J o rge
seguía trabajando de firme, afanándose por el pan de sus hijos y educándolos, y
amando a toda su casa y cumpliendo como un justo con la infinidad de sus
deberes...; pero la espina dentro estaba. «Porque, si no hubiera Dios, decía el
corazón, todo aquello era inútil, apariencia, idolatría», y el científico
añadía: «¡Y cómo puede no haberlo!...»
Todo esto había que callarlo,
porque hasta ridículo hubiera parecido a muchos, confesado como un dolor
cierto, serio, grande.
«Cuestión de nervios», le hubieran
dicho. «Ociosidad de un hombre feliz a quien Dios va a castigar por darse un
tormento inútil cuando todo le sonríe.» Y en cuanto a los suyos, a quienes más
hubiera don Jorge querido comunicar su pena, ¡cómo confesarles la causa! Si no
le comprendían ¡qué tristeza! Si le comprendían... ¡qué tristeza y qué pecado y
qué peligro! Antes morir de aquel dolor. A pesar de ser tan activo, de tener
tantas ocupaciones, le quedaba tiempo para consagrar la mitad de las horas que
no dormía a pensar en su duda, a discutir consigo mismo. Ante el mundo su
existencia corría con la monotonía de un destino feliz; para sus adentros su
vida era una serie de batallas; días de triunfo -¡oh, qué voluptuosidad
espiritual entonces!- seguidos de horrorosos días de derrota, en que había que
fingir la ecuanimidad de siempre, y amar lo mismo, y hacer lo mismo y cumplir
los mismos deberes.
*
Para la mujer, los hijos y los
amigos y discípulos queridos de don J o rge, aquel dolor oculto llegó a
no ser un misterio, no porque adivinaran su causa, sino porque empezaron a
sentir sus efectos: le sorprendían a veces preocupado sin motivo conocido,
triste; y hasta en el rostro y en cierto desmayo de todo el cuerpo vieron
síntomas del disgusto, del dolor evidente. Le buscaron causa y no dieron con
ella. Se equivocaron al atribuirla al temor de un mal positivo, a una aprensión,
no desprovista de fundamento por completo. Lo peor era que el miedo de un mal,
tal vez remoto, tal vez incierto, pero terrible si llegaba, también les iba invadiendo a ellos, a la noble esposa
sobre todo, y no era extraño que la aprensión que ellos tenían quisieran verla
en las tristezas misteriosas de don J o rge. Nadie hablaba de ello, pero
llegó tiempo en que apenas se pensaba en otra cosa; todos los silencios de las
animadas chácharas en aquel nido de alegrías, aludían al temor de una
desgracia, temor cuya presencia ocultaban todos como si fuese una vergüenza.
Era el caso que el trabajo
excesivo, el abuso de las vigilias, el constante empleo de los ojos en lecturas
nocturnas, en investigaciones de documentos de intrincados caracteres y en
observaciones de menudísimos pormenores de laboratorio, y acaso más que nada,
la gran excitación nerviosa, habían debilitado la vista del sabio, miope antes,
y ahora incapaz de distinguir bien lo cercano... sin el consuelo de haberse
convertido en águila para lo distante.
En suma, no veía bien ni de cerca
ni de lejos. Las jaquecas frecuentes que padecía le causaban perturbaciones
extrañas en la visión: dejaba de ver los objetos con la intensidad ordinaria;
los veía y no los veía, y tenía que cerrar los ojos para no padecer el tormento inexplicable de esta parálisis pasajera, cuyos fenómenos subjetivos no
podía siquiera puntualizar a los médicos. Otras veces veía manchas ante los
objetos, manchas móviles; en ocasiones puntos de color, azules, rojos... muy a
menudo, al despertar especialmente, lo veía todo tembloroso y como desmenuzado...
Padecía bastante, pero no hizo caso: no era aquello lo que le preocupaba a él.
Pero a la familia sí. Y hubo
consultas, y los pronósticos no fueron muy tranquilizadores. Como fue agravándose
el mal, el mismo don J o rge
tomó en serio la enfermedad, y, en secreto, como habían consultado por él,
consultó a su vez, y la ciencia le metió miedo para que se cuidara y evitase el trabajo nocturno y otros excesos.
Arial obedeció a medias y se asustó a medias también.
Con aquella nueva vida a que le
obligaron sus precauciones higiénicas, coincidió en él un paulatino cambio del
espíritu que sentía venir con hondo y oscuro deleite. Notó que perdía afición
al análisis de laboratorio, a las preciosidades de la miniatura en el arte, a
las delicias del pormenor en la crítica, a la claridad plástica en la
literatura y en la filosofía: el arte del dibujo y del color le llamaba menos
la atención que antes; no gozaba ya tanto en presencia de los cuadros célebres.
Era cada día menos activo y más soñador. Se sorprendía a veces holgando,
pasando las horas muertas sin examinar nada, sin estudiar cosa alguna concreta;
y, sin embargo, no le acusaba la conciencia con el doloroso vacío que siempre
nos delata la ociosidad verdadera. Sentía que el tiempo de aquellas vagas
meditaciones no era perdido.
Una noche, oyendo a un famoso
sexteto de ínclitos profesores interpretar las piezas más selectas del
repertorio clásico, sintió con delicia y orgullo que a él le había nacido algo
en el alma para comprender y amar la gran música. La sonata de Kreutzer, que
siempre había oído alabar sin penetrar su mérito como era debido, le produjo
tal efecto, que temió haberse vuelto loco; aquel hablar sin palabras, de la
música serena, graciosa, profunda, casta, seria, sencilla, noble; aquella
revelación, que parecía extranatural, de las afinidades armónicas de las cosas por el lenguaje de las vibraciones
íntimas; aquella elocuencia sin conceptos del sonido sabio y sentimental, le
pusieron en un estado místico que él comparaba al que debió experimentar Moisés
ante la zarza ardiendo.
Vino después un oratorio de Haendel a poner el sello religioso más determinado
y más tierno a las impresiones anteriores. Un profundísimo sentimiento de humildad
le inundó el alma; notó humedad de lágrimas bajo los párpados y escondió de las
miradas profanas aquel tesoro de su misteriosa religiosidad estética, que tan
pobre hubiera sido como argumento en cualquier discusión lógica y que ante su
corazón tenía la voz de lo inefable.
En adelante buscó la música por la
música, y cuando esta era buena y la ocasión propicia, siempre obtuvo análogo
resultado. Su hijo era un pianista algo mejor que mediano, empezó Arial a
fijarse en ello, y venciendo la vulgaridad de encontrar detestable la música de
las teclas, adquirió la fe de la música buena en malas manos, es decir, creyó que en poder de un pianista regular suena bien una gran música.
Gozó oyendo a su hijo las obras de los maestros. Como sus ratos de ocio iban
siendo cada día mayores, porque los médicos le obligaban a dejar en reposo la
vista horas y horas, sobre todo de noche, don J o rge, que no sabía estar sin
ocupaciones, discurrió, o mejor, fue haciéndolo sin pensarlo, sin darse cuenta
de ello, tentar él mismo fortuna, dejando resbalar los dedos sobre las teclas.
Para aprender música como Dios manda era tarde; además, leer en el pentagrama
hubiese sido cansar la vista como con cualquiera otra lectura. Se acordó de que en cierto café de Zaragoza había visto a un ciego
tocar el piano primorosamente, Arial, cuando nadie le veía, de noche, a
oscuras, se sentaba delante del Erard de su hijo y, cerrando los ojos, para que
las tinieblas fuesen absolutas, por instinto, como él decía, tocaba a su manera
melodías sencillas, mitad reminiscencias de óperas y de sonatas, mitad
invención suya.
La mano izquierda le daba mucho que
hacer y no obedecía al instinto del ciego voluntario; pero la derecha, como no
exigieran de ella grandes prodigios, no se portaba mal. Mi música llamaba Arial
a aquellos conciertos solitarios, música subjetiva que no podía ser agradable
más que para él, que soñaba, y soñaba llorando dulcemente a solas, mientras su
fantasía y su corazón seguían la corriente y el ritmo de aquella melodía suave,
noble, humilde, seria y sentimental en su pobreza.
A veces tropezaban sus dedos, como
con un tesoro, con frases breves, pero intensas, que recordaban, sin imitarlos,
motivos de Mozart y otros maestros. Don J o rge xperimentaba un pueril
orgullo, del que se reía después, no con toda sinceridad. Y a veces, al sorprenderse con estas pretensiones de músico que no sabe música, se decía:
«Temen que me vuelva ciego, y lo que voy a volverme es loco.»
A tanto llegaba esta que él
sospechaba locura, que en muchas ocasiones, mientras tocaba y en su cerebro
seguía batallando con el tormento metafísico de sus dudas, de repente una
melodía nueva, misteriosa, le parecía una revelación, una voz de lo
inexplicable que le pedía llorando interpretación, traducción lógica, literaria...
Si no hubiera Dios, pensaba entonces Arial, estas combinaciones de sonidos no
me dirían esto; no habría este rumor como de fuente escondida bajo hierba, que
me revela la frescura del ideal que puede apagar mi sed. Un pesimista ha dicho
que la música habla de un mundo que debía existir; yo digo que nos habla de un
mundo que debe de existir.
Muchas veces hacía que su hija le
leyera las lucubraciones en que Wagner defendió sus sistemas, y les encontraba
un sentido muy profundo que no había visto cuando, años atrás, las leía con la
preocupación de crítico de estética que ama la claridad plástica y aborrece el misterio nebuloso y los tanteos místicos.
En tanto, el mal crecía, a pesar de
haber disminuido el trabajo de los ojos: la desgracia temida se acercaba.
Él no quería mirar aquel abismo de
la noche eterna, anticipación de los abismos de ultratumba. «Quedarse ciego, se
decía, es como ser enterrado en vida.»
*
Una noche, la pasión del trabajo,
la exaltación de la fantasía creadora pudo en él más que la prudencia, y a
hurtadillas de su mujer y de sus hijos escribió y escribió horas y horas a la
luz de un quinqué. Era el asunto de invención poética, pero de fondo religioso, metafísico; el cerebro vibraba con impulso increíble; la máquina, a
todo vapor, movía las cien mil ruedas y correas de aquella fábrica misteriosa,
y ya no era empresa fácil apagar los hornos, contener el vértigo de las ideas.
Como tantas otras noches de sus mejores tiempos, don J o rge se acostó... sin dejar de
trabajar, trabajando para el obispo, como él decía cuando, después de dejar la
pluma y renunciar al provecho de sus ideas, estas seguían gritando,
engranándose, produciendo pensamiento que se perdía, que se esparcía
inútilmente por el mundo. Ya sabía él que este tormento febril era peligroso, y
ni siquiera le halagaba la vanidad como en los días de la petulante juventud.
No era más que un dolor material, como el de muelas. Sin embargo, cuando al
calor de las sábanas la excitación nerviosa, sin calmarse, se hizo placentera,
se dejó embriagar como en una orgía de corazón y cabeza, y sintiéndose
arrebatado como a una vorágine mística, se dejó ir, se dejó ir, y con delicia
se vio sumido en un paraíso subterráneo luminoso, pero con una especie de luz
eléctrica, no luz de sol, que no había, sino de las entrañas de cada casa, luz
que se confundía disparatadamente con las vibraciones musicales: el timbre
sonoro era, además, la luz.
Aquella luz prendió en el espíritu;
se sintió iluminado y no tuvo esta vez miedo a la locura. Con calma, con lógica,
con profunda intuición sintió filosofar a su cerebro y atacar de frente los más
formidables fuertes de la ciencia atea; vio entonces la realidad de lo divino,
no con evidencia matemática, que bien sabía él que esta era relativa y
condicional y precaria, sino con evidencia esencial; vio la verdad de Dios, el
creador santo del Universo, sin contradicción posible. Una voz de convicción le
gritaba que no era aquello fenómeno histérico, arranque místico; y don J o rge,
por la primera vez después de muchos años, sintió el impulso de orar como un
creyente, de adorar con el cuerpo también, y se incorporó en su lecho, y al
notar que las lágrimas ardientes, grandes, pausadas, resbalaban por su rostro,
las dejó ir, sin vergüenza, humilde y feliz, ¡oh! sí, feliz para siempre. «Puesto que había Dios, todo estaba bien.»
Un reloj dio la hora. Ya debía de
ser de día. Miró hacia la ventana. Por las rendijas no entraba luz. Dio un
salto, saliendo del lecho, abrió un postigo y... el sol había abandonado a la
aurora, no la seguía; el alba era noche. Ni sol ni estrellas. El reloj repitió
la hora. El sol debía estar sobre el horizonte y no estaba. El cielo se había
caído al abismo. «¡Estoy ciego!», pensó Arial mientras un sudor terrible le
inundaba el cuerpo y un escalofrío azotándole la piel, le absorbía el ánimo y
el sentido. Lleno de pavor, cayó al suelo.
*
Cuando volvió en sí, se sintió en
su lecho. Le rodeaban su mujer, sus hijos, su médico. No los veía; no veía
nada. Faltaba el tormento mayor; tendría que decirles: no veo. Pero ya tenía
valor para todo. «Seguía habiendo Dios, y todo estaba bien.» Antes que la pena de contar su desgracia a los suyos sintió la ternura infinita de la piedad
cierta, segura, tranquila, sosegada, agradecida. Lloró sin duelo.
«Salid, sin duelo, lágrimas,
corriendo», tuvo serenidad para pensar, dando al verso de Garcilaso un sentido
sublime.
«¿Cómo decirles que no veo... si en
rigor sí veo? Veo de otra manera; veo las cosas por dentro; veo la verdad; veo
el amor. Ellos sí que no me verán a mí...»
Hubo llantos, gritos, síncopes,
abrazos locos, desesperación sin fin cuando, a fuerza de rodeos, Arial declaró
su estado. El procuraba tranquilizarlos con consuelos vulgares, con esperanzas
de sanar, con el valor y la resignación que tenía, etc., etc.; pero no podía
comunicarles la fe en su propia alegría, en su propia serenidad íntimas. No le
entenderían, no podían entenderle; creerían que los engañaba para mitigar su
pena. Además, no podía delante de extraños hacer el papel de estoico, ni de
Sócrates o cosa por el estilo. Más valía dejar al tiempo el trabajo de
persuadir a las tres cuerdas de la lira, a aquella madre, a aquellos hijos, de
que el amo de la casa no padecería tanto como ellos pensaban por haber perdido
la luz; porque había descubierto otra. Ahora veía por dentro.
*
Pasó el tiempo, en efecto, que es
el lazarillo de ciegos y de linces, y va delante de todos abriéndoles camino.
En la casa de Arial había sucedido
a la antigua alegría el terror, el espanto de aquella desgracia, dolor sin más
consuelo que el no ser desesperado, porque los médicos dejaron vislumbrar
lejana posibilidad de devolver la vista al pobre ciego. Más adelante la esperanza se fue desvaneciendo con el agudo padecer del infortunio todavía
nuevo; y todo aquel sentir insoportable, de excitación continua, se trocó para
la mujer y los hijos de don J o rge
en taciturna melancolía, en resignación triste: el hábito hizo tolerable la
desgracia; el tiempo, al mitigar la pena, mató el consuelo de la esperanza. Ya
nadie esperaba en que volviera la luz a los ojos de Arial, pero todos fueron
comprendiendo que podían seguir viviendo en aquel estado. Verdad es que más que
el desgaste del dolor por el roce de las horas, pudo en tal lenitivo la convicción que fueron
adquiriendo aquellos pedazos del alma del enfermo de que este había
descubierto, al perder la luz, mundos interiores en que había consuelos
grandes, paz, hasta alegrías.
Por santo que fuera el esposo
adorado, el padre amabilísimo, no podría fingir continuamente y cada vez con más
arte la calma dulce con que había acogido su desventura. Poco a poco llegó a
persuadirlos de que él seguía siendo feliz, aunque de otro modo que antes.
Los gastos de la casa hubo que
reducirlos mucho, porque la mina del trabajo, si no se agotó, perdió muchos de
sus filones. Aria siguió publicando artículos y hasta libros, porque su hija
escribía por él, al dictado, y su hijo leía, buscaba datos en las bibliotecas y
archivos.
Pero las obras del insigne crítico
de estética pictórica, de historia artística, fueron tomando otro rumbo: se
referían a asuntos en que intervenían poco los testimonios de la vista.
Los trabajos iban teniendo menos
color y más alma. Es claro que, a pesar de tales expedientes, Arial ganaba
mucho menos. Pero, ¿y qué? La vida exigía ahora mucho menos también; no por
economía sólo, sino principalmente por pena, por amor al ciego, madre e hijos
se despidieron de teatros, bailes, paseos, excursiones, lujo de ropa y muebles ¿para qué? ¡Él no había de verlo! Además, el mayor gasto de la casa,
la educación de la querida pareja, ya estaba hecho; sabían lo suficiente,
sobraban ya los maestros.
En adelante, amarse, juntarse
alrededor del hogar y alrededor del cariño, cerca del ciego, cerca del fuego.
Hacían una piña en que Arial pensaba por todos y los demás veían por él. Para
no olvidarse de las formas y colores del mundo, que tenía grabado en la imaginación
como un infinito museo, don J o rge
pedía noticias de continuo a su mujer y a sus hijos: ante todo de ellos mismos,
de los cabellos de la dominante, del bozo que le había apuntado al chico..., de
la primera cana de la madre. Después noticias del cielo, de los celajes, de los
verdores de la primavera... «¡Oh! después de todo, siempre es lo mismo. ¡Como
si lo viera!»
«Compadeced a los ciegos de
nacimiento, pero a mí no. La luz del sol no se olvida: el color de la rosa es
como el recuerdo de unos amores; su perfume me lo hace ver, como una caricia de
la dominante me habla de las miradas primeras con que me enamoró su madre. Y
¡sobre todo, está ahí la música!»
Y don J o rge, a tientas, se dirigía al
piano, y como cuando tocaba a oscuras, cerrando los ojos de noche, tocaba
ahora, sin cerrarlos, al mediodía... Ya no se reían los hijos y la madre de las
melodías que improvisaba el padre: también a ellos se les figuraba que querían
decir algo, muy oscuramente... Para él, para don J o rge, eran bien claras, más que
nunca; eran todo un himnario de la fe inenarrable que él había creado para sus
adentros; su religión de ciego; eran una dogmática en solfa, una teología en
dos o tres octavas.
Don J o rge hubiera querido, para
intimar más, mucho más, con los suyos, ya que ellos nunca se separaban de él,
no separarse él jamás de ellos con el pensamiento, y para esto iniciarlos en
sus ideas, en su dulcísima creencia...; pero un rubor singular se lo impedía.
Hablar con su hija y con su mujer de las cosas misteriosas de la otra vida, de lo metafísico y fundamental, le daba vergüenza y miedo. No podrían entenderle. La educación, en nuestro país particularmente, hace que los más unidos por el amor estén muy distantes entre sí en lo más espiritual y más grave. Además, la fe racional y trabajada por el alma pensadora y tierna -¡es cosa tan personal, tan inefable!- Prefería entenderse con los suyos por música. ¡Oh, de esta suerte, sí! Beethoven, Mozart, Haendel, hablaban a todos cuatro de lo mismo. Les decían, bien claro estaba, que el pobre ciego tenía dentro del alma otra luz, luz de esperanza, luz de amor, de santo respeto al misterio sagrado... La poesía no tiene dentro ni fuera, fondo ni superficie; toda es transparencia, luz increada y que penetra al través de todo...; la luz material se queda en la superficie, como la explicación intelectual, lógica, de las realidades resbala sobre los objetos sin comuni-camos su esencia...
Hablar con su hija y con su mujer de las cosas misteriosas de la otra vida, de lo metafísico y fundamental, le daba vergüenza y miedo. No podrían entenderle. La educación, en nuestro país particularmente, hace que los más unidos por el amor estén muy distantes entre sí en lo más espiritual y más grave. Además, la fe racional y trabajada por el alma pensadora y tierna -¡es cosa tan personal, tan inefable!- Prefería entenderse con los suyos por música. ¡Oh, de esta suerte, sí! Beethoven, Mozart, Haendel, hablaban a todos cuatro de lo mismo. Les decían, bien claro estaba, que el pobre ciego tenía dentro del alma otra luz, luz de esperanza, luz de amor, de santo respeto al misterio sagrado... La poesía no tiene dentro ni fuera, fondo ni superficie; toda es transparencia, luz increada y que penetra al través de todo...; la luz material se queda en la superficie, como la explicación intelectual, lógica, de las realidades resbala sobre los objetos sin comuni-camos su esencia...
Pero la música que todas estas
cosas decía a todos, según Arial, no era la suya, sino la que tocaba su hijo.
El cual se sentaba al piano y pedía a Dios inspiración para llevar al alma del
padre la alegría mística con el beleño de las notas sublimes; Arial, en una
silla baja, se colocaba cerca del músico para poder palparle disimuladamente de
cuando en cuando: al lado de Arial, tocándole con las rodillas, había de estar
su compañera de luz y sombra, de dicha y de dolor, de vida y muerte..., y más
cerca que todos, casi sentada sobre el regazo, tenía a la dominante...; y de
tarde en tarde, cuando el amor se lo pedía, cuando el ansia de vivir,
comunicándose con todo de todas maneras, le hacía sentir la nostalgia de la
visión, de la luz física, del verbo solar...,cogía entre las manos la cabeza de
su hija, se acariciaba con ella las mejillas... y la seda rubia, suave, de
aquella flor con ideas en el cáliz, le metía en el alma con su contacto todos
los rayos de sol que no había de ver ya en la vida... ¡Oh! En su espíritu, sólo
Dios entraba más adentro.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)