I
Entre los jóvenes que
estudiaban el año pasado en la
Escuela de Medicina había uno llamado Eugenio Aubert. Era de
buena familia, y apenas tendría diecinueve años. Sus padres, que vivían allá en
la provincia, le pasaban una pequeña pensión aunque suficiente para él. Hacía
una vida ordenada, y tenía un carácter amable. De mano generosa y corazón
abierto, era bondadoso y servicial y muy querido por sus camaradas. El único
defecto que se le recriminaba era una rara proclividad a la meditación y a la
soledad y una reserva tan excesiva en sus palabras y hasta en sus menores
actos, que le llamaban la
Madamita, de lo que él mismo reía, y en cuyo apodo
no ponían sus amigos ninguna intención ofensiva, porque sabían que era tan valiente
como el que más; pero, en verdad, su proceder justificaba este apodo, por lo
que contrastaba con las costumbres de sus compañeros. En el trabajo era el
primero; pero se trataba de una noche de alegría -una cena en el Molino o un
baile en la Cabaña-,
la Madamita se encogía de hombros y se metía en su pensión. Y -cosa
insólita entre estudiantes- aunque su juventud y su figura le hubieran
proporcionado un gran éxito, no sólo no tenía ninguna amante, sino que nunca
se le vio pasear frente al taller de una modista, ocupación inmemorial en el
Barrio Latino. Las beldades que pueblan las cercanías de Santa Genoveva y
prodigan su amor entre los escolares le inspiraban una suerte de repulsión
odiosa. Las miraba como a una raza aparte, dañina, ingrata y depravada, nacida
para sembrar por todas partes el mal y la desdicha, a cambio de algunos
placeres. "Apartaos de esas muñecas -decía; jugar con ellas es jugar con
fuego"; y desgraciadamente tenía sobrados ejemplos para justificar la
aversión que le inspiraban. El desorden, las disputas, la ruina misma a que en
ocasiones arrastraban estas fugaces uniones, felices en apariencia, eran
muchas, como lo siguen siendo y siempre lo serán.
Está de más decir que
los amigos de Eugenio se burlaban continuamente de su moral y sus escrúpulos.
Marcelo -un compañero sin otra ocupación que gozar de la vida- solía
preguntarle:
-¿Qué pueden probar un
desliz o un accidente que han sucedido una vez por azar?
-Que debemos abstenernos
-contestaba Eugenio, por si sucede otra.
-Falso razonamiento
-replicaba Marcelo; argumento falaz que falla por su base. ¿Por qué vas a
guiarte? Si uno de nosotros juega y pierde, ¿debe meterse monje?
Si éste está sin un
centavo y aquél no tiene qué llevarse a la boca, ¿perderá por ello el apetito
Elisa? ¿Se quedará manca la vecina porque su marido se abstiene en ir de excursión
a los picos de Montmorency y se quiebre un brazo? Si en un duelo, por causa de
Rosalía, te dan una puñalada, y después Rosalía te deja, lo que no es nada extraordinario,
¿dejará por eso de tener el talle gentil? La vida está llena de estos pequeños
trastornos, más no tanto como te crees. ¡Mira en un domingo de sol las parejas
que llenan los cafés, los paseos, los merenderos! ¡Considera esos enormes
ómnibus repletos de grisetas que van al Ranelagh o a Belleville, y el enorme
gentío que deja el barrio de Saint-Jacques! ... ¡Batallones de lindas modistillas,
ejércitos de costureritas graciosas, nubes de gentiles estanqueras! ¡Todas
alegres, todas enamoradas, llenando con un vuelo de gorriones los cenadores
rústicos de los suburbios de París! Si llueve, van al teatro a pelar naranjas y
a enternecerse con los melodramas, porque comen y lloran con igual facilidad,
dando muestras así de su buen carácter. ¿Pero qué daño hacen estas pobres
criaturas, que se pasan la semana cosiendo, bordando y zurciendo, porque el
domingo prediquen con el ejemplo el perdón de los pecados y el amor al prójimo?
¿Y qué mejor puede hacer un joven honesto que se ha pasado ocho días estudiando
cosas desagradables, que solozarse contemplando una cara bonita, una pierna y
un bello paisaje?
-¡Sepulcros
blanqueados! [1]
-clamaba Eugenio.
-Yo digo y sostengo
proseguía Marcelo- que se puede y se debe hacer el elogio de las grisetas, y
que, con moderación, su relación es beneficiosa. Primero, porque son virtuosas,
pues se pasan el día haciendo trajes, lo más necesario al pudor y a la
modestia; segundo, porque son honestas, pues no hay maestra que no aconseje a
sus oficialas un trato exquisito para sus clientes; tercero, porque,
acostumbradas al manipuleo de finas holandas y ricas telas, cuyos deterioros
les descuentan, son cuidadosas y limpias; cuarto, porque beben ratafia [2],
lo que las hace francas; quinto, porque son económicas y austeras, ya que las
cuesta mucho ganar más de un franco, y si en ocasiones se muestran glotonas y
gastadoras, jamás dilapidan su propio dinero; y sexto, por su natural alegría,
pues, consagradas a un trabajo tedioso, como pez en el agua saltan gozosas al
acabar su tarea. Otra de sus grandes ventajas es la seguridad de que no nos
persiguen, porque, clavadas a una silla de la que no pueden moverse, les es
imposible ir tras de su amante como hacen las damas de la alta sociedad.
Además no son habladoras, porque han de estar atentas a contar los hilos. No
gastan mucho en calzado, porque caminan poco; ni en trajes, porque rara vez les
fían. Si se las acusa de inconstantes, no es porque lean novelas perversas ni
por mala condición, sino por los muchos cortejantes que pasan ante sus
tiendas, pues tienen bien demostrado que son capaces de grandes pasiones, y diariamente
se arroja alguna al Sena, o se tira desde una ventana, o se asfixia con un
brasero. Tienen, es cierto, el inconveniente del hambre y la sed a todas
horas, justamente a causa de su temperamento ardiente; más ya es sabido que se
las puede conformar saciando sus deseos con un vaso de cerveza y un cigarrillo;
cualidad valiosa que muy rara vez se da en el matrimonio. En fin, insisto en
que son buenas, amables, fieles y desinteresadas, y en que es muy desgraciado
que algunas acaben en el hospital.
Casi siempre que
Marcelo hablaba de esa forma era en el café, cuando estaba un poco alegre y
locuaz. Entonces llenaba de nuevo la copa de su amigo, y quería hacerle beber
a la salud de su vecina la señorita Pinsón [3],
que trabajaba en ropa blanca; pero Eugenio tomaba su sombrero, y
mientras Marcelo continuaba perorando ante sus camaradas, se escabullía
discreta-mente.
II
La señorita Pinsón no era exactamente lo que se llama una mujer
bonita. Hay mucha diferencia entre una mujer bonita y una linda griseta. Si una
mujer bonita, tenida por tal y llamada así en la lengua parisiense, osase
ponerse un capiruchete, un traje de guingan [4]
y un delantal de seda, se la tomaría, es cierio, por una griseta. Pero si
una griseta se encubre con un gran sombrero, un cuello de terciopelo y un
vestido de Palmira, no por eso está obligada a parecer hermosa; todo lo
contrario, es muy probable que tenga el aspecto de un maniquí, y si lo tiene
estará en su derecho. La diferencia estriba en las condiciones en que vive
cada una, y particularmente en este gran cartón redondo forrado de tela y
llamado sombrero, que las mujeres han encontrado muy apropiado para taparse
los dos lados de la cabeza, poco más o menos como las anteojeras de los
caballos. (Sin embargo, hay que señalar que las anteojeras impiden a los
caballos mirar de soslayo, mientras que el cartón redondo no lo impide).
Sea como fuere, un
capiruchete autoriza una nariz respingada, que a su vez reclama una boca más
bien grande, la cual requiere unos dientes bonitos y una cara redonda. Una cara
redonda exige unos ojos expresivos; de preferencia han de ser lo más grandes
posible y con unas cejas en armonía. El caballero es ad libitum, puesto que
los ojos negros caen bien con cualquiera. Como se ve, un conjunto así dista
bastante de la belleza propiamente dicha. Es lo que se llama una cara
imperfecta, pero agradable, típico rostro de griseta que posiblemente
parecería feo bajo las grandes alas de cartón, pero al que la capotita hace más
encantador y más atrayente que la misma belleza. Así era la señorita Pinsón.
A Marcelo se le había
ocurrido que Eugenio debía hacer la corte a esta damita. ¿Por qué? Lo ignoro,
a no ser porque Marcelo era el cortejante de la señorita Celia, amiga íntima
de la señorita Pinsón. Le parecía lo más natural y cómodo disponer las cosas a
su paladar, y hacerlas juntos el amor. A menudo, semejantes propósitos se
realizan, pues facilitan la ocasión al amor, que es la más fuerte de todas las
tentaciones. ¿Quién puede decir cuántos hechos agradables o desagradables,
cuántos amores, querellas, desesperaciones y alegrías pueden causar dos
puertas vecinas, una escalera oculta, un corredor o un cristal roto?
Pero algunos caracteres
se rehusan a todo lo que dependa del azar. Quieren ganar su dicha sin echar
mano de la lotería, y no están dispuestos a enamorarse porque se les cruce en
su camino una mujer bonita. Así era Eugenio. Marcelo lo sabía, y desde hacía
tiempo acariciaba un proyecto muy simple que creía maravilloso e infalible para
vencer la resistencia de su amigo.
Había resuelto ofrecer
una cena, y no encontró mejor pretexto que elegir para ella el día de su santo.
Hizo llevar a su casa dos docenas de botellas de cerveza, una gran fuente de
ternera fría con ensalada, una torta enorme y una botella de champaña. Invitó a
dos estudiantes amigas, e hizo comunicar a la señorita Celia que aquella noche
había gran fiesta en su casa, rogándole que no dejase de ir y llevar a la
señorita Pinsón. Ellas se cuidaron mucho de no faltar. Marcelo pasaba,
justificadamente, por uno de los jóvenes más rumbosos del Barrio Latino, y no
era posible negarse. Apenas acababan de dar las siete, cuando la señorita
Celia y su amiga llamaron a la puerta. La señorita Cecilia vestía traje corto,
brodequines grises y capota florida, y la señorita Pinsón, más modesta, un
traje negro que se resistía a quitarse y que le daba, según decían, cierto
aire español, del que estaba muy orgullosa. Está claro que ignoraban los
secretos de sus huéspedes.
Marcelo no había
cometido la torpeza de invitar a Eugenio con antelación. Estaba seguro de que
se habría negado. Sólo cuando las dos amigas estuvieron sentadas a la mesa, y
después de vaciar el primer vaso de cerveza, fue cuando pidió permiso para
retirarse por algunos momentos e ir en busca de un invitado. Llegó a casa de
Eugenio, y lo encontró como de costumbre, trabajando, rodeado de libros.
Después de algunas preguntas banales, comenzó a hacerle suavemente los
habituales reproches: que trabajaba demasiado y que hacía mal en no procurarse
alguna diversión. Acabó por sugerirle salir un poco a pasear, y Eugenio, que
se había pasado el día estudiando y estaba fatigado, en efecto, aceptó. Los dos
jóvenes salieron juntos, y le fue fácil a Marcelo, tras algunas vueltas por el
Luxemburgo, hacer que Eugenio fuese a su casa.
Las dos grisetas,
aburridas de la espera solitaria, acabaron por sacarse los chales y las
capotas, para estar más cómodas, y comenzaron a cantar y a bailar una contradanza,
no sin hacer honor a las provisiones de cuando en cuando, a manera de ensayo.
Con los ojos y el rostro encendidos, se detuvieron sofocadas cuando Eugenio,
sin poder ocultar su sorpresa, las saludó con cortedad. Dadas sus sobrias
costumbres, las grisetas lo desconocían, por lo que le miraron de pies a cabeza
con osada curiosidad, privilegio de su casta, para continuar en seguida con su
canción y su baile, como si nadie hubiera. El recién venido, algo
desconcertado, retrocedía algunos pasos hacia la puerta, intentando la
retirada, cuando Marcelo echó las dos vueltas a la llave, y tirando ésta
ruidosamente sobre la mesa, exclamó:
-¿No hay nadie aún?
¿Qué hacen entonces nuestros amigos? Pero no importa. El salvaje nos pertenece.
Señoritas, os presento al joven más virtuoso de Francia y de Navarra, que hace
mucho tiempo desea tener el honor de conoceros, y es, en particular, gran
admirador de la señorita Pinsón.
Otra vez se interrumpió
la contradanza. La señorita Pinsón hizo un ligero saludo y tomó su capota.
-¡Eugenio! -exclamó
Marcelo-, Hoy es mi santo; estas dos damas nos han hecho el honor de venir a
festejarlo con nosotros. Es verdad que te he traído casi a la fuerza; pero
espero que si todos te lo rogamos accederás gustoso a quedarte. Son poco más de
las ocho. Hay tiempo de fumar una pipa hasta que tengamos apetito.
Y mientras decía esto
cruzó una elocuente mirada con la señorita Pinsón, que, comprendiéndole al
momento, por segunda vez se inclinó sonriendo y dijo a Eugenio con dulzura:
-Sí, señor; os lo
rogamos.
En el mismo momento los
dos estudiantes invitados por Marcelo llamaron a la puerta. Eugenio comprendió
que no había modo de echarse atrás sin gran descortesía, y resignándose se
sentó entre todos.
III
La cena fue larga y
alegre. Los caballeros habían llenado la habitación de humo, y bebían para
refrescar. Las damas llevaban la conversación y divertían a los presentes con
murmuraciones más o menos picantes a costa de sus amigos y conocidos, e
historias más o menos fantasiosas recogidas en el taller. Y si al relato le
faltaba verosimilitud, ésta no pasaba inadvertida a los oyentes.
Dos pasantes de
abogado, según ellas contaban, habían ganado veinte mil francos comprando
valores españoles y se los habían comido en dos semanas con dos grisetas de
una tienda de guantes; el hijo de uno de los más ricos banqueros de París había
obsequiado a una conocida costurera un palco en la ópera y una casa de campo,
que ella no había aceptado, prefiriendo cuidar a sus padres y permaneciendo
fiel a un dependiente de "Los dos Macacos"; cierto personaje que no
se podía nombrar, y que por su rango se veía obligado a rodearse del mayor
secreto, visitaba de incógnito a una bordadora del pasaje de Pont-Neuf, a la
que por orden superior habían hecho levantar presurosamente a medianoche, y
metiéndola en una silla de postas, después de entregarle una cartera llena de
billetes de Banco, la habían enviado a los Estados Unidos, etc., etc.
-Basta -dijo Marcelo,
ya lo sabemos. Celia inventa sus relatos, y los de la señorita Mimí -así se
llamaba la señorita Pinsón en la intimidad- son incompletos. Vuestros pasantes
de abogado no se han ganado más que algún revolcón callejeando por el arroyo;
vuestro banquero no regala a su amiga sino alguna naranja, y a vuestra
bordadora le va tan bien en los Estados Unidos que podéis encontrarla todos los
días, de una a cuatro, en el Hospital de la Caridad, donde la ha llevado la falta de
alimentos.
Eugenio, que estaba
sentado al lado a la señorita Pinsón, creyó notar que ésta palidecía a las
últimas palabras pronunciadas por Marcelo con absoluta indiferencia. Pero en
seguida vio que se levantaba, encendía un cigarrillo y decía con tono resuelto:
-¡Cállense todos! Pido
la palabra- Puesto que el señor Marcelo no cree en fábulas, voy a contar una
historia real et quorum pars magna luí.
-¿Habláis latín?
-preguntó Eugenio.
-Ya lo veis -respondió
la señorita Pinsón. Esta sentencia proviene de mi tío, que ha servido a las
órdenes del gran Napoleón, y que nunca olvida decirla antes de relatar una
batalla. Si no sabéis lo que significa, podéis aprenderlo sin pagar nada;
quiere decir: Os doy mi palabra de honor. Así, pues, sabréis que la semana
pasada fui al teatro del Odeón acompañada por mis dos amigas Blanquita y
Rougette.
-Esperad que corte la
tarta -dijo Marcelo.
-Cortad, pero escuchad
-replicó la señorita Pinsón. Estábamos en que fui al Odeón a ver una tragedia
con Blanquita y Rougette. Ésta, como ya sabéis, acaba de perder a su madre y ha
heredado cuatrocientos francos. Tomamos un palco bajo. Tres estudiantes de las
butacas nos vieron y, con el pretexto de hacernos compañía, nos invitaron a
cenar.
-¿De punta en blanco? -pregunto
Marcelo. En verdad es una galantería. Supongo que rehusaríais,
-No, señor -dijo la
señorita Pisón; aceptamos, y en el entreacto, sin aguardar a que acabase la
función, nos fuimos a lo de Viot.
-¿Con vuestros
caballeros?
-Con nuestros
caballeros. El camarero comenzó por decir que ya no había nada que ofrecernos;
pero semejante inconveniente no era bastante para hacer que desistiéramos, y
le ordenamos que fuese a la ciudad a buscar lo que hiciese falta. Rougette tomó
la pluma y compuso un festín de boda: langostinos, tortilla dulce, empanadas,
flanes, huevos helados, todo lo mejor del reino de las marmitas. A decir
verdad, nuestros desconocidos amigos iban poniendo mala cara.
-¡Pardiez, no lo dudo!
-dijo Marcelo.
-Nosotros no hacíamos
caso, y cuando sirvieron lo pedido empezamos a hacernos las remilgadas. Nada
nos parecía bien; todo nos disgustaba. Apenas probábamos un plato, mandábamos
servir otro. "Camarero, llevaos esto. No puede tolerarse. ¿De dónde han
sacado semejantes porquerías?" Nuestros compañeros querían comer; pero no
les dejamos. En fin, apenas cenamos, y la cólera nos hizo hasta romper algunos
utensilios.
-¡Bonita conducta! ¿Y
cómo pagar?
-Era eso precisamente
lo que los tres desconocidos se preguntaban. Por lo que hablaron en voz baja,
nos pareció que uno tenía seis francos, el otro muchísimo menos y el tercero
tan sólo un reloj que sacó generosamente del bolsillo. En tales condiciones,
los tres infortunados fueron a la caja, en espera de conseguir algún plazo. ¿Y
qué pensáis que les respondieron?
-Me figuro -replicó
Marcelo- que los detuvieron, y que vosotras perma-necisteis allí en prenda.
-Estáis en un error
-dijo la señorita Pinsón. Antes de subir al reservado, Rougette había tomado
sus medidas, pagándolo todo por anticipado. Imaginaos qué golpe tan teatral
cuando Viot, el hostelero, respondió:
"Señores, todo está pagado".
Los desconocidos nos miraron llenos de asombro y con una estupefacción digna de
lástima.
Sin embargo, nosotras,
sin darle la menor importancia, bajamos y ordenamos que nos trajeran un coche.
"Querida marquesa -me dijo Rougette, tenemos que llevar a estos
caballeros a su casa." "Con mucho gusto, querida condesa", respondí.
Nuestros pobres galanes ya no sabían qué decir. ¡Ved si eran inocentes!
Rechazaron nuestras atenciones, se negaron a que los llevásemos, y se negaron
también a darnos su dirección. Segura estoy de qué se fueron convencidos de
haber corrido una aventura con dos damas de la alta sociedad, y que vivían en
la calle de "a salto de mata".
Los dos estudiantes
amigos de Marcelo, que hasta entonces casi no habían hecho más que fumar y
beber en silencio, parecían poco contentos con la historia, y mostraron un
sombrío. Acaso sabían tanto como la señorita Pinsón de aquella malhadada cena,
pues la echaron una mirada inquieta, cuando Marcelo dijo riendo:
-Decidnos sus señas,
señorita Mimí. Puesto que fue la semana pasada, todavía las recordaréis.
Nunca, señor mío -dijo la griseta. Podemos
burlarnos de un hombre, pero desacreditarle, jamás.
-Tenéis razón -dijo
Eugenio, y obráis mucho mejor de lo que suponéis. Entre tantos jóvenes como
asisten a las clases, apenas hay uno solo que no esconda alguna falta o
locura; pero de entre ellos sale cada día lo más respetable de Francia: los
médicos, los magistrados...
-Sí -repuso Marcelo;
es cierto. Hay pares de Francia en cierne que comen en casa de Flicoteand y que
no siempre pueden pagar la comida. Pero -añadió guiñando un ojo- ¿no habéis
vuelto a ver a los galanes?
-¿Por quién nos habéis
tomado? -repuso la señorita Pinsón muy seria y un poco enfadada-. Ya conocéis
a Blanquita y a Rougette. ¿Y en cuanto a mí, creéis que soy capaz?...
-Está bien -dijo
Marcelo, no os enojéis. En resumen, he aquí una buena aventura. Tres
loquillas, que acaso no tienen para comer al otro día, dilapidando su fortuna
para darse el gusto de confundir a tres pobres diablos incapaces de nada.
-¿Y por qué nos
convidaron a cenar? -respondió la señorita Mimí Pinsón.
IV
Con la tarta llegó
gloriosamente la única botella de champaña con que finalizaba la cena.
Con el vino se habló de
cantar.
-Veo -exclamó Marcelo,
veo, como Cervantes dice que Celia tose, lo que quiere decir que desea cantar.
Pero si os parece bien, como yo soy el agasajado, ruego a la señorita Mimí, si
no se ha puesto ronca con el cuento, nos haga el honor de una canción. Eugenio,
sé un poco cortés, brinda con tu vecina y pídele que cante.
Eugenio obedeció
ruborizándose. Así como la señorita Pinsón no había dejado de hacerlo con él
para comprometerle a quedarse, se inclinó y le dijo con timidez.
-Sí, señorita; os lo
ruego.
Al mismo tiempo levantó
su vaso, chocándole con el de la griseta. Aquel leve choque produjo un claro y
argentino sonido. La señorita Pinsón tomó esta nota al vuelo, y con una voz
fresca y pura sostuvo por largo tiempo su cadencia.
-Vamos -dijo, acepto,
puesto que mi vaso me da el la. ¿Pero
qué queréis que cante? Os prevengo que no soy gazmoña; pero no sé canciones
groseras, no ensueño mi memoria.
-Por sabido -dijo
Marcelo. Sois una virtud. Cada cual tiene su parecer. Seguid adelante.
-¡Pues bien! -repuso la
señorita Pinsón, voy a cantaros como pueda una canción que han hecho de mí.
-¡Atención! ¿Quién es
el autor?
-Mis compañeras de
taller. Está hecha mientras cosemos; por lo tanto os pido indulgencia.
-¿Y tiene estribillo?
-Naturalmente. ¡Vaya
una pregunta!
-Entonces -dijo
Marcelo- tome cada uno su cuchillo, y al estribillo golpead todos en la mesa,
pero no muy fuerte. Celia puede no hacerlo si quiere.
-¿Y por qué, grosero?
-preguntó Celia enojada.
-Por su causa y razón
-contestó Marcelo; pero si queréis participar, tomad, golpead con el tapón, y
será mejor para nuestros oídos y para vuestras blancas manos.
Marcelo, poniendo de lado
los vasos y los platos, se había sentado en la mesa con el cuchillo en la mano.
Los dos estudiantes de la cena de Rougette, un poco más alegres, vaciaron sus
pipas para golpear con ellas; Eugenio estaba abstraído; Celia, contrariada.
La señorita Pinsón tomó
un plato e hizo seña de que quería romperlo, a lo que Marcelo respondió con un
ademán de asentimiento; y habiendo tomado los pedazos para hacer de
castañuelas, comenzó así la canción que sus compañeras habían compuesto, luego
de haberse disculpado de antemano de lo que dicha canción podía contener de
lisonjero para ella:
Mimí Pinsón es una rubia,
es una rubia muy famosa,
que no tiene más que un traje
-¡landeriré!-
y una capota.
Tiene mil más el gran sultán.
Pero Mimí vive feliz,
gracias a Dios.
¡Y no hay manera de empeñar
el traje de Mimí Pinsón!
Mimí Pinsón lleva una rosa
en su pecho con gracia prendida,
y esta flor que ha nacido en su pecho
-¡landeríré!-
es la alegría.
Detrás de una cena animada
sabe sacar de una botella
una canción.
¡Y a veces se la tuerce a un lado
la capota de Mimí Pinsón!
Ella se atrae con sus ojos inquietos
mil lechuguinos a su mostrador,
que por mirarla desgastan los codos
-¡landeriré!-
de su rendingó.
Porque mejor que en la propia Sorbona,
Mimí Pinsón a su modo se explica
una lección.
¡Mas cuidan bien no arrugar, distraídos,
el traje de Mimí Pinsón!
Si está de Dios que Mimí no se case,
nada la importa, lo mismo la da.
Siempre tendrá sus agujas a mano
-ilanderiré!-
y su dedal.
Para su amor conseguir no es bastante
ser guapo mozo, si no ha de traer
buena intención.
¡Pues no ha perdido su linda cabeza
la capota de Mimí Pinsón!
Si el amor coronarla decide
con corona de flores de azahar,
ella tiene un tesoro que a cambio
-¡landeriré-
le puede dar.
No será, como acaso se piensa,
un gran manto forrado de armiño
con noble blasón.
¡Es -estuche de perla tan fina-
el traje de Mimí Pinsón!
Es Mimí distinguida en sus gustos;
mas tiene el corazón republicano,
y a los tres días hace la guerra
-ilanderiré!-
a su aliado.
Y si no con guerrera alabarda,
presta guardia implacable y severa
con su punzón.
¡Feliz aquel que condecore
la capota de Mimí Pinsón!
Pipas, cuchillos y
platos acompañaban ruidosamente el final de cada estrofa. Los vasos saltaban en
la mesa, y las botellas, medio vacías, se balanceaban alegremente, chocando
unas con otras como bailarines ebrios.
-¿Y son vuestras buenas
amigas -dijo Marcelo- las que os han compuesto esa canción? ¡Es muy remilgada!
Prefiero canciones que digan algo… Y con voz fuerte cantó:
lanette aún no contaba quince abriles...
-Basta, basta -exclamó la señorita Pinsón.
¡A bailar! ¡A dar unas vueltas! ¿Ninguno de ustedes es músico?
-Yo tengo lo necesario
-respondió Marcelo. ¡Una guitarra! Pero -prosiguió descolgando el instrumento-
mi guitarra no lo tiene; le faltan todas las cuerdas.
-Ahí está el piano
-dijo Celia. Marcelo tocará para que bailéis.
Marcelo echó a su
amante una mirada de furia, como si hubiese cometido un crimen. Era verdad que
sabía lo bastante como para tocar una contradanza; pero era un suplicio para
él, y para quienes le oían un verdadero sacrificio al que se sometía de mala
gana, y Celia, traicionándole, se tomaba venganza por lo del tapón.
-¿Estáis loca? -dijo
Marcelo. Bien sabe Dios que este piano está aquí por lujo, y que nadie más que
vos lo desafina. ¿Cómo se os ocurre que yo sé tocar? No sé más que la Marsellesa, y con un
dedo. Si os hubierais dirigido a Eugenio, él si sabe; pero no quiero molestarlo
tanto, y me cuidaré muy bien de proponérselo. ¡Siempre habéis de ser vos la
indiscreta que cometa tales tonterías sin advertirnos antes! "¡Eh,
cuidado!".
Por tercera vez,
Eugenio enrojeció, preparándose para hacer lo que tan fina e indirectamente le
pedían. Se sentó al piano y armaron un rigodón.
Éste duró casi tanto
como la cena. Después del rigodón bailaron un vals, y después del vals un
galop, baile aún apreciado en el Barrio Latino. Ellas, sobre todo, eran
infatigables, y con sus saltos y carcajadas no dejaban dormir a los vecinos.
Pronto Eugenio, fatigado por la velada y el ruido, tocando maquinalmente, cayó
en un sopor semejante a de los postillones que se duermen sobre el caballo.
Las parejas pasaban una y otra vez ante sus ojos como figuras de ensueño. Y
como nada es más propio a la tristeza que el espectáculo de la alegría ajena,
no tardó la melancolía en hacer presa de él. "¡Alegría triste -pensaba,
fugaces placeres! ¡Momentos en que se olvida la desgracia! ¿Y quién sabe si
alguno de los que bailan alegres ante mí estará seguro -como decía Marcelo- de
tener algo para comer mañana?".
Cuando así
reflexionaba, la señorita Mimí Pinsón pasó junto a él, y Eugenio creyó que al
pasar, en un descuido, tomaba un trozo de tarta que había quedado sobre la mesa
y se lo guardaba sigilosamente en un bolsillo.
V
Ya estaba amaneciendo
cuando se retiraron. Antes de entrar en su casa, Eugenio paseó un rato por los
alrededores para respirar el aire fresco de la mañana. Siempre abismado en sus
tristes pensamientos, se repetía involuntariamente en voz baja la canción de
la griseta:
que no tiene más que un traje
-¡landeriré!-
y una capota.
"¿Será posible?
-se preguntaba. ¿Puede la miseria tolerarse hasta el punto de mostrarse
francamente y reírse de sí misma? ¿Cómo pueden burlarse del que no tiene qué
comer?"
El trozo de tarta
escondido por la señorita Pinsón no dejaba lugar a dudas. Eugenio sonreía
recordándolo, y sentía al mismo tiempo una tierna piedad. "Sin embargo,
pensó, no ha tomado pan, sino tarta; acaso sea golosa, y ¡quién sabe si lo
llevará para el niño de alguna vecina o para una portera charlatana, especie de
cancerbero al que tenga que regalar, a fin de que no cuente a todo el mundo que
no ha dormido en casa!".
Sin darse cuenta,
Eugenio había entrado al azar en el laberinto de callejas que hay a espaldas de
la plazoleta de Jussy, y por las que apenas cabe un coche. Cuando estaba por
volver sobre sus pasos, de un portal miserable salió una mujer con los cabellos
revueltos, pálida y desfallecida y envuelta en un manto raído. Tan débil
estaba, que se le doblaban las piernas y casi no podía sostenerse. Caminaba
apoyándose en las paredes e iba hacia una puerta cercana donde había un buzón
para echar una carta que llevaba en la mano. Eugenio, emocionado por tan triste
sorpresa, se dirigió a la mujer y le preguntó adónde iba, qué buscaba y si
podía ayudarla en algo, a la vez que extendía los brazos para sostenerla, pues
la pobre estaba a punto de caerse.
Pero ella, con orgullo
y temor a la vez, se apartó de él sin contestarle, le tiró la carta e
indicándole el buzón le dijo únicamente, haciendo un gran esfuerzo:
"¡Ahí!". Luego, apoyándose siempre en los muros, volvió a su casa.
Eugenio trató en vano
de hacer que se tomara de su brazo y obtener una respuesta a sus preguntas.
La mujer entró con
lentitud en el portal estrecho y sombrío de que había salido, y se perdió en la
oscuridad.
Eugenio había recogido
la carta, dio algunos pasos para echarla al buzón, pero de pronto se detuvo. El
extraño encuentro lo había conmovido de tal modo y sentía a la vez tan triste
horror y tan profunda compasión, que antes de poder reflexionar abrió el sobre
involuntariamente. Suponía su deber averiguar por cualquier medio aquel
misterio. Sin duda, la pobre mujer se moría. ¿De alguna enfermedad? ¿De hambre?
Lo mismo daba. En todo caso, en la miseria.
Abrió la carta. Iba al
barón de ***, y decía así:
"Por caridad,
señor, leed esta carta, y escuchad mis ruegos. Sólo vos podréis socorrerme.
Creedme lo que voy a deciros; ayudadme y habréis hecho una buena acción, de la
que podéis sentiros orgulloso. Acabo de pasar una cruel enfermedad, que me ha
consumido las pocas fuerzas y el valor que me quedaban. El mes que viene
volveré al taller; pero mientras tanto me retiene mis muebles el casero, y
estoy segura de que antes del sábado me faltará donde guarecerme. Me da tanto
miedo morir de hambre, que esta mañana resolví arrojarme al Sena, pues no he
comido nada desde hace más de veinticuatro horas; pero al recordaros a vos, he
recuperado alguna esperanza. ¿Verdad que no me engaño? Os lo ruego de
rodillas, señor; a poco que hagáis por mí, podré respirar aún algunos días.
Pero me espanta morir, y ¡sólo tengo veintitrés años! Con alguna ayuda podré
resistir hasta principios de mes! No sé que deciros para inspirar vuestra
caridad; si lo supiera, os lo diría; pero nada se me ocurre más que llorar,
pues temo que hagáis con mi carta lo que con otras muchas similares que
recibís: romperla, sin atender a que una pobre mujer cuenta las horas y los
minutos esperando de vuestra generosidad no la dejéis en esta cruel incertidumbre.
Estoy segura de que no os detendrá la idea de privaros de un luis, que es poca
cosa para vos, y nada os será tan sencillo como envolver vuestra limosna en un
papel, con esta dirección: "A la señorita Bertin, calle del
Espolón." (Desde que trabajo en los almacenes uso otro nombre, pues el
verdadero es el de mi madre.) Cuando salgáis, dádsela a un recadero. Yo
aguardaré el miércoles y el jueves, y rezaré fervorosamente para que Dios os
toque el corazón.
"Estoy pensando
que no creeréis en tanta miseria, pero si me vierais os convenceríais. -Rougette."
Como se comprenderá, sí
Eugenio se fue emocionando a medida que leía, su asombro fue mayor al ver la
firma. ¡La que había dilapidado caprichosamente su dinero, la que imaginó
aquella risueña cena referida por la señorita Pinsón, era esta misma a quien
la desgracia había reducido a tal extremo! Tanta locura e imprevisión parecían
a Eugenio un sueño imposible. Mas no cabía duda: allí estaba la firma, y Mimí
Pinsón había dicho varias veces durante la velada el nombre de su amiga,
conocida ahora por la señorita Bertin.
¿Cómo estaba de pronto
abandonada, sin tener qué comer, sin una ayuda y casi sin albergue? ¿Qué hacían
sus amigas mientras ella moría quizá en un desván de aquella miserable casa? ¿Y
qué casa era aquella donde la dejaban perecer así?
No era momento de
meditar, sino de acudir a auxiliarla inmediata-mente. Lo primero que hizo fue
comprar algunas provisiones en una tienda cuyas puertas estaban abriendo.
Hecho lo cual, se
encaminó, seguido de un mozo de la tienda, hacia la casa de Rougette, no
atreviéndose a presentarse de improviso. El digno orgullo que la pobre mujer había
manifestado le hacía temer, si no una negativa, por lo menos una protesta de
su dignidad herida. ¿Cómo explicarle que había leído su carta? Cuando llegaron
a la puerta, dijo al mozo que traía las provisiones:
-¿Conocéis a una joven
llamada Bertin, que vive aquí?
-¡Ah, sí señor! -repuso
el mozo-. Se sirve de nosotros. Pero si el señor va a verla, no la hallará. Se
ha ido al campo.
-¿Quién os lo ha dicho?
-preguntó Eugenio. -¡Pardiez, señor! ¡La portera! A la señorita Rougette le
agrada alimentarse bien, pero le disgusta pagar. Más de una vez le hemos traído
pollos asados, y sobre todo langostas; ¡pero para cobrar también hemos tenido
que venir más de una vez! Por eso sabemos muy bien cuándo está y cuándo no.
-Ha vuelto ya -repuso
Eugenio-. Subid a su casa, dejadle todo eso, y si os debe algo, no se lo
cobréis hoy; yo me haré cargo de todo, y volveré a pagarlo. Y si os pregunta
quién os envía, decidle que el barón de ***
Eugenio se retiró, y en
el camino volvió a cerrar como pudo el sobre de la carta, y la echó al correo.
"Después de todo esto, pensó, Rougette aceptará mi envío, y si advierte
en que la respuesta a su carta ha sido demasiada rápida, allá se las entienda
con su barón".
VI
Los estudiantes, como
las grisetas, no siempre disponen de fortuna. Eugenio comprendía que para dar
verosimilitud a la pequeña comedia que el mozo de la tienda había de
representar debió agregar a su envío el luis que Rougette pedía; más había una
dificultad: el luis no es exactamente la moneda corriente de la calle de Saint Jacques;
Eugenio acababa de comprometerse a pagar la deuda de Rougette, y, por
desgracia, su gaveta estaba tan exhausta como su bolsillo. Por este motivo se
dirigió sin tardanza hacia la plaza del Panteón.
En aquel tiempo aún
vivía en dicha plaza un barbero famoso, que después quebró, arruinándose y
procurando a la vez la ruina de muchos. En aquella trastienda se ejercía
calladamente toda clase de usura; a ella llegaba diariamente el pobre
estudiante enamorado y sin recursos, para procurarse, a enorme interés, algún
dinero que derrochar por la noche, y pagar muy caro al día siguiente; allí entraba
la griseta furtivamente y con los ojos bajos para alquilatar un sombrero
usado, un chal desteñido y una camisa sacada del Monte de Piedad que vestir en
un próximo día de campo; allí los jóvenes de buena familia recibían veinticinco
luises firmando por ellos letras de dos o tres mil francos; los menores se
comían su herencia por adelantado, y, en fin, los pródigos arruinaban su casa
y se arruinaban la vida. Desde la cortesana linajuda a la que una pulsera hacía
perder el seso, hasta el hambriento pedante, deseoso de una liebre o de un
plato de lentejas, todos iban, como a la fuente de Pactolo, al usurero rapabarbas,
que, muy pagado de su clientela y de sus mañas, llenaba la cárcel de Clichy,
donde él también habría de ir a dar algún día.
Tal era el triste
recurso a que Eugenio acudía, aunque con repulsión, para favorecer a Rougette,
o para estar al menos en condiciones de intentarlo, pues no creía posible que
el ruego dirigido al barón causase el efecto deseado. Realmente, interesarse
así por una desconocida era excesiva caridad en un estudiante; pero Eugenio
creía en Dios, y toda buena acción le parecía necesaria.
Al entrar en la
barbería, lo primero que vio fue una cara familiar. Era Marcelo, que, sentado
ante un tocador con un paño al cuello, fingía dejarse peinar. El pobre estudiante,
sin duda, había ido en busca de un préstamo con qué pagar la cena de la
víspera. Parecía muy preocupado, y el entrecejo sombríamente, en tanto el
peluquero, simulando a su vez rizarle los cabellos con un hierro completamente
frío, le hablaba en voz baja con su acento gascón. En un compartimiento
contiguo, y ante otro tocador, estaba también sentado y con su paño un pobre
forastero que, lleno de inquietud volvía la mirada sin cesar a todos lados; y
por la puerta entornada de la trastienda se veía reflejada en un antiguo espejo
de los llamados Cupidos la figura esbelta de una joven que, ayudada por la
mujer de! barbero, se probaba un traje de cuadros escoceses.
-¿A qué vienes tú aquí
tan temprano? -preguntó al verle Marcelo, recuperando su animada expresión de
siempre.
Eugenio se sentó cerca
de él y le contó en pocas palabras el encuentro que había tenido y que allí le
llevaba.
-Eres muy cándido,
Eugenio. ¿Para qué te preocupas si ya tiene un barón? Has encontrado una linda
mujer que no tenía qué llevarse a la boca, le has pagado un pollo, cosa que te
honra, y para que no te lo agradezca mantienes el incógnito. ¡Eso es heroico!
Pero ir más allá sería una quijoteada. Empeñar tu firma o tu reloj por una costurera
a la que protege un barón y a la que no tiene el honor de tratar es cosa que se
lee solamente en libros de caballerías.
-Ríete de mí si quieres
-respondió Eugenio. Sé que en este mundo hay muchas desgracias que yo no puedo
evitar; lamento las que no conozco; pero si sé de alguna debo tratar de remediarla.
Por mucho que haga, me es imposible permanecer indiferente ante el dolor. Mi
abnegación no me hace ir en busca de los pobres; pero cuando los encuentro, los
ayudo.
-Sí es así -repuso
Marcelo, tienes mucho que hacer. Nunca te faltarán menesterosos.
-¿Qué importa? -dijo
Eugenio, impresionado aún por el espectáculo que acababa de presenciar. ¿Será
mejor dejarlos perecer y continuar nuestro camino indiferentes? Esta
desgraciada será quizá una mala cabeza, una díscola, todo lo que quieras; acaso
no merezca la compasión que inspira; pero, no obstante eso, me da lástima. ¿Vale
más hacer lo que sus buenas amigas, que ayer la ayudaban a arruinarse y ya no
parecen acordarse de ella, como si no existiera? ¿De quién puede esperar ayuda?
¿De un extraño que encenderá un cigarrillo con su carta, o quizás de la
señorita Pinsón, que come y se divierte con toda su alma mientras su compañera
se muere de hambre? Te confieso francamente, mi querido Marcelo, que todo esto
me causa horror. Mimí Pinsón, esa loquilla que anoche en tu casa reía y
hablaba por todos, en tanto que la otra, la heroína de su cuento, agonizaba en
un miserable sotabanco, me asquea con su canción y sus gracias. Vivir así, como
hermanas, durante días y días, recorriendo teatros, bailes y cafés, y no saber
al día siguiente si la otra está muerta o viva, es peor que la indiferencia de
los egoístas: es la insensibilidad de la bestia. ¡Tu Mimí Pinsón es un
monstruo, y nada hay tan deleznable como estas grisetas que tanto ensalzas,
estas costumbres desenfadadas y estas amistades sin entrañas!
El barbero, que había
callado mientras tanto, sin dejar de aplicar su hierro frío en los cabellos de
Marcelo, sonrió maliciosamente cuando Eugenio calló. Hablador como una
cotorra, o mejor dicho, como un peluquero que era, tratándose de consumar
alguna bellaquería, y taciturno y lacónico como un espartano cuando el asunto
dudaba bien, en uno y otro caso había adoptado la prudente costumbre ce ceder
la palabra a sus parroquianos cuanto quisieran, sin la menor interrupción, para
intervenir después llegado el momento. La indignación que en términos tan duros
manifestaba Eugenio le hicieron, sin embargo, romper su silencio.
-Sois muy severo, señor
-dijo con su sarcástica risa de gascón. Yo tengo el honor de peinar a la
señorita Mimí, y creo que es una buenísima persona.
-Sí -dijo Eugenio,
excelente, es cierto, cuando se trata de beber y fumar.
-Es posible -replicó el
barbero, no digo que no. Las jóvenes suelen reír, cantar y fumar. Pero también
tienen corazón.
-¿Adónde vais a parar,
padre Cadedis?[5] -preguntó
Marcelo. Basta de rodeos y hablad claro.
Quiero decir -contestó
el barbero, a la trastienda- que hay allí colgado de un clavo un vestidito de
seda negra que reconoceréis, si duda, si conocéis a su propietaria, cuyo
guardarropa es muy poco abundante. La señorita Mimí me envió ese traje esta
mañana muy temprano, y me figuro que si no ha acudido en ayuda de la pequeña Rougette
debe ser porque no está nadando en oro.
-¡Es curioso! -dijo
Marcelo, incorporándose y entrando en la trastienda, sin la menor
consideración para con la pobre mujer del traje a cuadros escocés-. ¿Luego la
canción de Mimí mentía, puesto que trajo su vestido a empeñar? Pero entonces,
¿con qué diablos sale ahora a la calle?
Eugenio había ido tras
su amigo. El barbero no los engañaba. En un rincón, entre una porción de ropa
de todas clases, usada y cubierta de polvo, estaba, humilde y lánguidamente
colgado de un clavo, el único traje de la señorita Pinsón.
-Es verdad -dijo
Marcelo; conozco bien este traje desde que lo vi nuevo y por primera vez hace
año y medio. Ésta es la ropa de entrecasa, el traje de trabajo y el de gala de
la señorita Mimí. Ahí, en la manga izquierda, debe de haber una pequeña mancha
de champaña. ¿Y cuánto le prestasteis por esto, padre Cadedis? Supongo que lo
habéis comprado, y que sólo está ahí como de prenda.
-Le he prestado cuatro
francos -como el barbero, y os juro, señor, que ha sido por pura caridad. A
cualquier otra no le hubiera dado más de cuarenta ochavos, porque la prenda
está tan raída que se transparenta como una linterna mágica. Pero yo sé que la
señorita Mimí me pagará; merece los cuatro francos.
-¡Pobre Mimí! -agregó
Marcelo. Apostaría ahora mismo la cabeza a que sus cuatro francos son para Rougette.
-O para pagar alguna
deuda atrasada.
-No -dijo Marcelo,
conozco a Mimí. La creo incapaz de deshacerse de ellos por un acreedor.
-Menos todavía -dijo el
barbero. Yo he conocido a la señorita Mimí en una situación mejor que la
actual; entonces tenía una gran cantidad de deudas. Todos los días se
presentaban a cobrar alguna, y se llevaban lo que podían, hasta que por fin la
dejaron sin muebles, salvo la cama, porque sin duda sabían que un acreedor no
puede nunca secuestrar el lecho a su deudor. Pues bien, entonces la señorita
Mimí tenía los cuatro trajes de costumbre, y poniéndoselos uno encima de otro,
dormía con los cuatro para que no se los quitasen; por eso me sorprendería ahora
cuando sólo tiene uno que lo empeñase para pagar a alguien.
-¡Pobre Mimí! -repitió
Marcelo. Pero entonces, ¿cómo se las arregla? ¿Ha engañado a sus amigos, o
posee en secreto otro arreglo? Acaso se halle enferma de un atracón de tarta, y
si está en cama no necesite realmente vestirse. No importa, padre Cadedis; me
enternezco ante este traje, cuyas mangas penden cruzadas como implorando.
Tomad, descontadme cuatro francos de los treinta y cinco que acabáis de darme,
y devolvedme este traje en un paño para devolvérselo a su dueña. Y bien,
Eugenio -continuó, ¿qué dice a todo esto tu cristiana caridad?
-Que tienes razón
-contestó Eugenio- para hablar como hablas y hacer lo que haces; pero apuesto
lo que quieras a que en este asunto no me equivoco.
-Sea -dijo Marcelo.
Apostemos un cigarro, como los señores del Jockey Club. Así, pues, nada nos
queda que hacer aquí. Tengo treinta y un francos; somos ricos. Vamos a lo de la
señorita Pinsón. Tengo curiosidad por verla.
Y poniendo bajo el
brazo el envoltorio, salió de la barbería con Eugenio.
VII
Cuando los estudiantes
llegaron a casa de Mimí Pinsón preguntaron por ella a la portera, que
contestó:
-La señorita está en
misa.
-¡En misa! -dijo Eugenio
asombrado.
-¡En misa! -repitió
Marcelo. Es imposible. No ha podido salir. Permítanos subir; somos dos viejos
amigos.
-Os aseguro, señor -respondió la portera, que ha ido a misa hace unos
tres cuartos de hora.
-¿Y a qué Iglesia fue?
-A San Sulpicio, como
de costumbre. No falta un día.
-Sí, sí. Ya sé que es
muy devota. Pero me extraña mucho que haya salido hoy.
-Aquí está, señor.
Acaba de doblar la esquina. Miradla.
La señorita Pinsón
volvía, en efecto, de misa. Marcelo en cuanto la vio fue hacia ella,
impaciente por examinar de cerca su atavío. Consistía éste en una especie de
falda hecha con un trozo de indiana forrada, asomada bajo una cortina de sarga
verde, a manera de chal. De tan original atavío, que, a pesar de todo, por sus
tonos oscuros no llamaba la atención, emergían su linda cabecita, graciosamente
coronada por su gorrito blanco, y sus pequeños pies, calzados con brodequines.
Se había envuelto con tan artística destreza en la cortina, que parecía un
verdadero chal, dejando ver apenas la guarnición. En fin, aun en tal atavío
descubría un nuevo modo de agradar, probando una vez más que en este mundo la
mujer bonita siempre es bonita.
-¿Qué tal estoy? -dijo
a los dos amigos, entreabriendo un poco el gracioso chal y mostrando su fino
talle, ceñido por el corsé. Es un traje de mañana que acababan de traerme de
Palmira.
-Estáis seductora -dijo
Marcelo. Nunca hubiera creído que pudiera favorecer tanto una cortina a modo
de chal.
-¿De verdad? -replicó
Mimí Pinsón. Pero debo parecer un puñado de...
-Rosas -replicó
Marcelo, sin dejarla terminar. Casi me arrepiento ahora de haberos traído
vuestro traje.
-¿Mi traje? ¿Dónde lo
habéis hallado?
-Donde estaba, al
parecer.
-¿Y le habéis librado
de la esclavitud?
-¡Oh, Dios! Por
supuesto. He pagado su rescate. ¿Os duele mi audacia?
-De ninguna manera, a
cambio de devolveros el favor algún día. Me alegra volver a ver mi traje,
pues, a deciros verdad, hace mucho tiempo que vivimos juntos, poco a poco he
ido tomándole gran cariño.
Mientras hablaba, la
señorita Pinsón subió con presteza los cinco pisos que conducían a su
cuartucho seguida de los dos estudiantes, que entraron tras ella.
-Sin embargo -repuso
Marcelo, no puedo daros el traje más que con una condición.
-¡Bah! -dijo la
griseta. ¡Qué tontería! ¿Con condiciones? No quiero.
-He hecho una apuesta
-dijo Marcelo. Es necesario que nos digáis sinceramente por qué lo habéis empeñado.
-Pues dejadme antes que
me lo ponga -contestó la señorita Pinsón, y os diré de inmediato el motivo. Pero
os advierto que si no queréis hacer antesala en el armario o en el desván, tendréis
que dar vuelta la cabeza, como Agamenón, mientras me visto.
-Somos más formales de
lo que se cree -dijo Marcelo, y no echaremos ni una mirada.
-Esperad -replicó la
señorita Pinsón. Tengo entera confianza; pero la seguridad de los pueblos
enseña que dos recaudos valen más que uno.
Al mismo tiempo se
deshizo de la cortina y la extendió delicadamente sobre las cabezas de los dos
amigos de modo que nada pudieran ver.
-No os mováis -les
dijo-. Es cosa de un momento
-Cuidado -dijo Marcelo-.
Si la cortina tiene algún agujero no respondo de nada. No os habéis querido confiar
en nosotros, y damos nuestra palabra por no empeñarla.
-Afortunadamente,
tampoco está empeñado mi vestido -contestó la señorita Pinsón. Ya estoy
-añadió riéndose y echando la cortina al suelo. ¡Pobre trajecito mío! ¡Me
parece nuevo! ¡Oh, qué placer estar dentro de él!
-¿Y vuestro secreto?
¿Nos revelaréis ahora? Vamos decidlo francamente. Nosotros no somos habladores
¿Cómo y por qué una
joven como vos, sensata, ordenada, virtuosa y modesta, repentinamente ha
colgado todo su vestuario en un clavo?
-¿Por
qué? ¿Por qué?... -respondió la señorita Pinsón, como dudando.
Y tomando a sus dos
amigos del brazo, les llevó hacia la puerta, diciendo:
Venid conmigo y lo
veréis.
Como Marcelo preveía,
les condujo a la calle del Espolón.
VIII
Marcelo había ganado la
apuesta. Los cuatro francos y el pedazo de tarta de la señorita Pinsón estaban
en la mesa de Rougette, al lado de los restos del pollo que le enviara Eugenio.
La pobre enferma, aunque un poco mejor, estaba en cama todavía; y a pesar de
su inmensa gratitud hacia su desconocido bienhechor, encargó a su amiga la
disculpase con los visitantes, por no serle posible recibirlos en aquel estado.
-¡La conozco muy bien!
-dijo Marcelo. Ha de estar muriéndose en un camastro en su buhardilla, y aún
se hará la duquesa.
Los dos amigos, muy a
su pesar, se vieron obligados a volverse a su casa como vinieron, no sin reírse
de tanta virtud y discreción, muy rara vez alojadas en un sotabanco.
Después de haber ido a
las clases en la Escuela
de Medicina, comieron juntos y fueron a pasear por el bulevar de italianos, en
tanto que Marcelo, fumándose el cigarro de la apuesta, hablaba así:
-Después de todo esto,
¿te negarás a reconocer que tengo sobrados motivos para amar profundamente a
estas pobres criaturas? Consideremos las cosas con frialdad y desde un punto de
vista filosófico. Al quitarse su traje esta pequeña Mimí, a la que tanto has
calumniado, ¿no ha hecho una obra más elogiable y hasta más cristiana que el
buen rey Roberto permitiendo a un mendigo que le cortase la franja de su
manto? Por una parte, el buen rey Roberto tenía sin lugar a dudas otros muchos
trajes de repuesto; y por otra parte, según cuenta la historia, el buen rey
Roberto estaba en las postrimerías de un banquete cuando cierto mendigo,
deslizándose en cuatro pies, llegó hasta la mesa y con unas tijeras cortó la
franja de oro del manto real.
La reina se mostró
enfurecida por el hecho; pero el generoso monarca lo perdonó. Todo ello es
cierto, y está bien; mas no hay que olvidar que el rey acababa de comer
opíparamente. ¿Ves qué diferencia entre Mimí y el buen rey Roberto? Cuando Mimí
se enteró de la desgracia de Rougette, seguramente estaba en ayunas, y estoy
convencido de que el pedazo de tarta que ocultó mientras bailaba lo destinaba
de antemano para su propio desayuno. ¿Y qué fue lo que hizo? En vez de
desayunar se va a misa, procediendo también en esto igual al buen rey Roberto,
que era muy piadoso, es verdad, pero que pasaba el tiempo cantando en el coro,
en tanto que los normandos hacían de las suyas. El rey Roberto regala la franja
de su manto, pero se conserva éste; Mimí, en cambio, empeña todo su traje al
padre Cadedis, gesto incomparable en quien, corno Mimí, es mujer joven,
bonita, coqueta y pobre, y en quien -mira bien- necesita su traje para ir, como
de costumbre, a ganarse el pan del día. De manera que no sólo se priva de la
tarta que pensaba comer, sino que voluntariamente resuelve no probar bocado.
Hay que advertir, además, que el padre Cadedis está muy lejos de ser un mendigo
y de arrastrarse en cuatro pies hasta la mesa. El rey Roberto no hizo un
extraordinario sacrificio renunciando a su franja, dado que ya estaba cortada,
y hasta pudiera ser que antes la llevara cosida al manto y lista para ser sustituida;
mientras que Mimí, muy ajena a sospechar que la privasen de su traje, se
desprende de él voluntariamente y se despoja de su prenda más querida, más
preciosa y más útil que los oropeles de todas las pasamanerías de París. Mimí
sale ataviada con una humilde cortina, no a otro lugar que a la iglesia, pues
antes se dejaría cortar un brazo que mostrarse así en Luxemburgo o las
Tullerías; pero sí ante Dios, porque es la hora en que diariamente le reza.
Créeme, Eugenio, en el solo hecho de atravesar así vestida la plaza de
Saint-Michel, la calle de Tournon y la calle del Petit-Lion, donde todo el
mundo la conoce, hay más valor, humildad y virtud que en todos los himnos del
buen rey Roberto. Y mientras han elogiado tanto a éste, desde el gran Bossuet hasta
el ramplón Anquetil, la pobre Mimí morirá en su sotabanco, entre unos cirios y un puñado de flores.
- Mucho mejor para ella -dijo Eugenio.
-Y
si aún hiciéramos otra comparación -dijo Marcelo, podríamos establecer un
paralelo entre Mucio Scévola y Rougette. Aquél resistió, es cierto, durante
cinco minutos el laceramiento de un brazo abrasado a la llama de un brasero; pero
¿qué era aquello para un romano de tiempos de Tarquino, comparado con una
griseta de esta época que lleva veinticuatro horas sin comer? Los dos lo han
padecido en silencio; más examinemos por qué motivos. Mucio está en medio de
un campamento y en presencia de un rey etrusco, al que ha querido matar; le ha
fallado el golpe y ha caído prisionero. ¿Qué se le ocurre para salvar su vida?
Un bello gesto. Y para que lo admiren antes de matarlo se achicharra una mano
tomando una brasa; más nada prueba que el brasero de donde la tomó estuviera
bien encendido ni que la mano quedase reducida a cenizas. Entonces el generoso
Porsenna, helado por la fanfarronada, lo perdona y lo pone en libertad. Se
puede afirmar que el tal Porsenna, capaz de tal perdón, estaba aquel día bien
dispuesto, y que Scévola esperaba que sacrificando un brazo podría salvar la
cabeza. Rougette, por el contrario, soporta pacientemente el más espantoso y
lento de los suplicios: el hambre. Nadie la ve. Está sola en su cuchitril, sin
nadie que la admire: ni Porsenna, o sea el barón, ni los romanos, o sean los
vecinos; ni los etruscos, o sean sus acreedores, y, en fin, sin el brasero,
porque la hornalla está apagada. Entonces, ¿por qué padece sin quejarse? Desde
luego, por vanidad, es verdad; pero Muelo estaba en el mismo caso. Sufre en
silencio, y ésta es su mayor gloria, por grandeza de alma. Si se recluye en su
dolor, es justamente para que sus amigos no sepan que se muere, para que no le
tengan compasión, para que su camarada Pinsón, cuya generosidad conoce, no se
vea obligada a socorrerla, como ha hecho. Muelo, en el caso de Rougette,
hubiera simulado morir en silencio, pero en una plaza pública. Su taciturna y
sublime arrogancia hubiera encontrado una manera delicada de pedir un vaso de
vino y un mendrugo. Es cierto que Rougette ha pedido un luis al barón, a quien
insisto en comparar con Porsenna; ¿pero no comprendes que evidentemente el
barón habrá recibido de Rougette ciertos favores especiales? Esto salta a la
vista del menos avisado. Y si además, como tú has sospechado muy atinadamente,
el barón se ha ido, en efecto, al campo, entonces Rougette está perdida. Y no he de admitir
la insostenible razón que se opone a todas las bellas acciones femeninas; esto
es, que las mujeres no saben lo que hacen, y que corren al borde del abismo
como los gatos al borde del tejado. Rougette sabe lo que es la muerte. La vio
muy de cerca una vez que se arrojó al Sena. Algunas veces le he preguntado si
sufrió, y siempre me ha contestado que no; que no sintió nada hasta que los barqueros
la rescataron tirándole de las piernas y
rascándole, como ella dice, la cabeza con el borde de la barca.
-Basta -dijo Eugenio;
no continúes con tus amargos sarcasmos. Respón-deme con seriedad: ¿Crées que
tan terribles pruebas, repetidas una y otra vez, siempre amenazando, pueden
dar buen fruto? Estas pobres criaturas, sin consejos, sin ayuda y a su libre
albedrío, ¿tienen suficiente sentido como para aprovechar la experiencia? ¿Hay
un demonio tentador que las arrastra siempre a la desgracia y la locura, o, a
pesar de tantas extravagancias, pueden volver al camino del bien? He aquí tina
que, según dices, reza, va a misa y cumple con la iglesia; vive honradamente de
su trabajo; sus compañeras parecen estimarla, y hasta vosotros mismos, sin respeto
a nada, no la tratáis como a las demás. He aquí otra que pasa sin cesar de la
alegría y la abundancia a la amarga miseria, de la rumbosidad a los horrores
del hambre, y que debía acordarse de las crueles lecciones que recibe. ¿Crees
que con buenos consejos, una vida ordenada y alguna ayuda se puede,
hacer de estas dos loquillas dos criaturas sensatas? Si así es, dímelo.
Una ocasión se nos presenta. Vamos a casa de la pobre Rougette. Todavía estará en cama asistida por su amiga. No me quites
mi idea, déjame hacer. Voy a intentar conducirla por el buen camino, voy a
hablarle sincera mente, sin recriminaciones ni sermones; acercándome a su lecho
y estrechando su mano, le diré. ..
En ese instante los dos
amigos pasaban ante el café Tortoni. En la claridad de una ventana se dibujaba
la figura de dos jóvenes que saboreaban un sorbete. Al verlos, una agitó el
pañuelo y la otra rompió en una sonora carcajada.
-¡Diablo! -dijo
Marcelo. Si quieres hablarle no tienes que ir tan lejos. Míralas. ¡Mimí con su
traje, y Rougette con sus plumas blancas, siempre tras de los placeres! Sin
duda el barón se ha portado bien.
IX
-Y semejante locura ¿no
te aterra? -dijo Eugenio.
-En efecto -respondió
Marcelo. Pero te suplico que cuando hables mal de las grisetas hagas una excepción
con la pequeña
Pinsón. Nos ha divertido con su charla durante una velada,
ha empeñado su traje por cuatro francos y se ha hecho un chal de una cortina; y
quien lo que sabe, da lo que tiene y hace lo que puede, no está obligado a más.
1.060. Musset (Alfred de),
[1] San Mateo, cap. 23, v. 27
[2] Especie de rosoli, más delicado que el común y hecho
con guindas y otros ingredientes aromáticos.
[3] Pinsón: pajarillo pinzón.
[4] Tela de
algodón que se fabrica en Guingamp.
[5] Cadedis: abreviatura de la expresión gascona Cap
de Dious: Cabeza de Dios.