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martes, 1 de enero de 2013

El escudo de la ciudad

En un principio no faltó la organización en las disposiciones para construir la Torre de Babel; una orden excesiva, quizá. Se pensó demasiado en guías, interpretes, alojamientos para obreros y vías de comunicación, como si se dispusiera de siglos. En esos tiempos, la opinión general era que no se podía construir con demasiada lentitud; un poco más y hubieran abandonado todo, y hasta desistido de echar los cimientos. La gente razonaba de esta manera: lo esencial de la empresa es el pensamiento de construir una torre que llegue al cielo. Lo demás es del todo secundario. Ese pensamiento, una vez comprendida su grandeza, es inolvidable: mientras haya hombres en la tierra, existirá también el fuerte deseo de terminar la torre. Por consiguiente no debe preocuparnos el futuro. Al contrario: el saber de los hombres adelanta, la arquitectura ha progresado y seguirá progresando; de aquí a cien años el trabajo para el que precisamos un año se hará tal vez en pocos meses, y más resistente, mejor. Entonces, ¿a qué agotarnos ahora? Eso tendría sentido si cupiera la esperanza de que la torre quedará terminada en el espacio de una generación. Esa esperanza era imposible. Lo más creíble era que la nueva generación, con sus conocimientos superiores condenara el trabajo de la generación anterior y demoliera todo lo adelantado, para recomenzar. Tales pensamientos paralizaron las energías, y se pensó menos en construir la torre que en construir una ciudad para los obreros. Cada nacionalidad quería el mejor barrio, y esto dio lugar a disputas que culminaban en peleas sangrientas. Esas peleas no tenían fin; algunos dirigentes opinaban que demoraría muchísimo la construcción de la torre y otros que más valía aguardar que se restableciera la paz. Pero no sólo en pelear pasaban el tiempo; en las treguas se dedicaban a embellecer la ciudad, lo que provocaba nuevas envidias y nuevas peleas. Así paso el espacio de la primera generación, pero ninguna de las siguientes fue distinta; sólo aumentó la destreza técnica y con ella el ansia guerrera. Aunque la segunda o tercera generación reconoció la insensatez de una torre que llegara hasta el cielo, ya estaban demasiado comprometidos para abandonar los trabajos y la ciudad.
En todas las leyendas y cantos de esa ciudad está presente el vaticinio anunciante que cinco golpes sucesivos de un puño gigantesco aniquilarán la ciudad. Por esa razón está el puño en el escudo de armas.

1.061. Kafka (Franz),

Mimí pinson

I

Entre los jóvenes que estudiaban el año pasado en la Escuela de Medicina había uno llamado Eugenio Aubert. Era de buena familia, y apenas tendría diecinueve años. Sus padres, que vivían allá en la provincia, le pasaban una pequeña pensión aunque suficiente para él. Hacía una vida ordenada, y tenía un carácter amable. De mano generosa y corazón abierto, era bondadoso y servicial y muy que­rido por sus camaradas. El único defecto que se le recri­minaba era una rara proclividad a la meditación y a la so­ledad y una reserva tan excesiva en sus palabras y hasta en sus menores actos, que le llamaban la Madamita, de lo que él mismo reía, y en cuyo apodo no ponían sus amigos ninguna intención ofensiva, porque sabían que era tan va­liente como el que más; pero, en verdad, su proceder jus­tificaba este apodo, por lo que contrastaba con las cos­tumbres de sus compañeros. En el trabajo era el primero; pero se trataba de una noche de alegría -una cena en el Molino o un baile en la Cabaña-, la Madamita se encogía de hombros y se metía en su pensión. Y -cosa insólita entre estudiantes- aunque su juventud y su figura le hu­bieran proporcionado un gran éxito, no sólo no tenía nin­guna amante, sino que nunca se le vio pasear frente al taller de una modista, ocupación inmemorial en el Barrio Latino. Las beldades que pueblan las cercanías de Santa Genoveva y prodigan su amor entre los escolares le ins­piraban una suerte de repulsión odiosa. Las miraba como a una raza aparte, dañina, ingrata y depravada, nacida para sembrar por todas partes el mal y la desdicha, a cambio de algunos placeres. "Apartaos de esas muñecas -de­cía; jugar con ellas es jugar con fuego"; y desgraciada­mente tenía sobrados ejemplos para justificar la aversión que le inspiraban. El desorden, las disputas, la ruina mis­ma a que en ocasiones arrastraban estas fugaces uniones, felices en apariencia, eran muchas, como lo siguen siendo y siempre lo serán.
Está de más decir que los amigos de Eugenio se bur­laban continuamente de su moral y sus escrúpulos. Mar­celo -un compañero sin otra ocupación que gozar de la vida- solía preguntarle:
-¿Qué pueden probar un desliz o un accidente que han sucedido una vez por azar?
-Que debemos abstenernos -contestaba Eugenio, por si sucede otra.
-Falso razonamiento -replicaba Marcelo; argumen­to falaz que falla por su base. ¿Por qué vas a guiarte? Si uno de nosotros juega y pierde, ¿debe meterse monje?
Si éste está sin un centavo y aquél no tiene qué llevarse a la boca, ¿perderá por ello el apetito Elisa? ¿Se quedará manca la vecina porque su marido se abstiene en ir de ex­cursión a los picos de Montmorency y se quiebre un bra­zo? Si en un duelo, por causa de Rosalía, te dan una puñalada, y después Rosalía te deja, lo que no es nada ex­traordinario, ¿dejará por eso de tener el talle gentil? La vida está llena de estos pequeños trastornos, más no tanto como te crees. ¡Mira en un domingo de sol las parejas que llenan los cafés, los paseos, los merenderos! ¡Con­sidera esos enormes ómnibus repletos de grisetas que van al Ranelagh o a Belleville, y el enorme gentío que deja el barrio de Saint-Jacques! ... ¡Batallones de lindas modis­tillas, ejércitos de costureritas graciosas, nubes de gen­tiles estanqueras! ¡Todas alegres, todas enamoradas, lle­nando con un vuelo de gorriones los cenadores rústicos de los suburbios de París! Si llueve, van al teatro a pelar naranjas y a enternecerse con los melodramas, porque co­men y lloran con igual facilidad, dando muestras así de su buen carácter. ¿Pero qué daño hacen estas pobres criatu­ras, que se pasan la semana cosiendo, bordando y zurcien­do, porque el domingo prediquen con el ejemplo el perdón de los pecados y el amor al prójimo? ¿Y qué mejor puede hacer un joven honesto que se ha pasado ocho días estu­diando cosas desagradables, que solozarse contemplando una cara bonita, una pierna y un bello paisaje?
-¡Sepulcros blanqueados! [1] -clamaba Eugenio.
-Yo digo y sostengo proseguía Marcelo- que se pue­de y se debe hacer el elogio de las grisetas, y que, con moderación, su relación es beneficiosa. Primero, porque son virtuosas, pues se pasan el día haciendo trajes, lo más necesario al pudor y a la modestia; segundo, porque son honestas, pues no hay maestra que no aconseje a sus ofi­cialas un trato exquisito para sus clientes; tercero, porque, acostumbradas al manipuleo de finas holandas y ricas te­las, cuyos deterioros les descuentan, son cuidadosas y limpias; cuarto, porque beben ratafia [2], lo que las hace francas; quinto, porque son económicas y austeras, ya que las cuesta mucho ganar más de un franco, y si en ocasio­nes se muestran glotonas y gastadoras, jamás dilapidan su propio dinero; y sexto, por su natural alegría, pues, con­sagradas a un trabajo tedioso, como pez en el agua saltan gozosas al acabar su tarea. Otra de sus grandes ventajas es la seguridad de que no nos persiguen, porque, clavadas a una silla de la que no pueden moverse, les es imposible ir tras de su amante como hacen las damas de la alta so­ciedad. Además no son habladoras, porque han de estar atentas a contar los hilos. No gastan mucho en calzado, porque caminan poco; ni en trajes, porque rara vez les fían. Si se las acusa de inconstantes, no es porque lean novelas perversas ni por mala condición, sino por los muchos cor­tejantes que pasan ante sus tiendas, pues tienen bien demostrado que son capaces de grandes pasiones, y dia­riamente se arroja alguna al Sena, o se tira desde una ven­tana, o se asfixia con un brasero. Tienen, es cierto, el inconveniente del hambre y la sed a todas horas, justa­mente a causa de su temperamento ardiente; más ya es sabido que se las puede conformar saciando sus deseos con un vaso de cerveza y un cigarrillo; cualidad valiosa que muy rara vez se da en el matrimonio. En fin, insisto en que son buenas, amables, fieles y desinteresadas, y en que es muy desgraciado que algunas acaben en el hospital.
Casi siempre que Marcelo hablaba de esa forma era en el café, cuando estaba un poco alegre y locuaz. Enton­ces llenaba de nuevo la copa de su amigo, y quería hacerle beber a la salud de su vecina la señorita Pinsón [3], que trabajaba en ropa blanca; pero Eugenio tomaba su sombre­ro, y mientras Marcelo continuaba perorando ante sus ca­maradas, se escabullía discreta-mente.

II

La señorita Pinsón no era exactamente lo que se lla­ma una mujer bonita. Hay mucha diferencia entre una mujer bonita y una linda griseta. Si una mujer bonita, te­nida por tal y llamada así en la lengua parisiense, osase ponerse un capiruchete, un traje de guingan [4] y un delantal de seda, se la tomaría, es cierio, por una griseta. Pero si una griseta se encubre con un gran sombrero, un cuello de terciopelo y un vestido de Palmira, no por eso está obligada a parecer hermosa; todo lo contrario, es muy pro­bable que tenga el aspecto de un maniquí, y si lo tiene estará en su derecho. La diferencia estriba en las condi­ciones en que vive cada una, y particularmente en este gran cartón redondo forrado de tela y llamado sombrero, que las mujeres han encontrado muy apropiado para ta­parse los dos lados de la cabeza, poco más o menos como las anteojeras de los caballos. (Sin embargo, hay que se­ñalar que las anteojeras impiden a los caballos mirar de soslayo, mientras que el cartón redondo no lo impide).
Sea como fuere, un capiruchete autoriza una nariz res­pingada, que a su vez reclama una boca más bien grande, la cual requiere unos dientes bonitos y una cara redonda. Una cara redonda exige unos ojos expresivos; de prefe­rencia han de ser lo más grandes posible y con unas cejas en armonía. El caballero es ad libitum, puesto que los ojos negros caen bien con cualquiera. Como se ve, un conjun­to así dista bastante de la belleza propiamente dicha. Es lo que se llama una cara imperfecta, pero agradable, típi­co rostro de griseta que posiblemente parecería feo bajo las grandes alas de cartón, pero al que la capotita hace más encantador y más atrayente que la misma belleza. Así era la señorita Pinsón.
A Marcelo se le había ocurrido que Eugenio debía ha­cer la corte a esta damita. ¿Por qué? Lo ignoro, a no ser porque Marcelo era el cortejante de la señorita Celia, ami­ga íntima de la señorita Pinsón. Le parecía lo más natural y cómodo disponer las cosas a su paladar, y hacerlas jun­tos el amor. A menudo, semejantes propósitos se reali­zan, pues facilitan la ocasión al amor, que es la más fuerte de todas las tentaciones. ¿Quién puede decir cuántos he­chos agradables o desagradables, cuántos amores, quere­llas, desesperaciones y alegrías pueden causar dos puertas vecinas, una escalera oculta, un corredor o un cristal roto?
Pero algunos caracteres se rehusan a todo lo que de­penda del azar. Quieren ganar su dicha sin echar mano de la lotería, y no están dispuestos a enamorarse porque se les cruce en su camino una mujer bonita. Así era Eu­genio. Marcelo lo sabía, y desde hacía tiempo acariciaba un proyecto muy simple que creía maravilloso e infalible para vencer la resistencia de su amigo.
Había resuelto ofrecer una cena, y no encontró mejor pretexto que elegir para ella el día de su santo. Hizo lle­var a su casa dos docenas de botellas de cerveza, una gran fuente de ternera fría con ensalada, una torta enorme y una botella de champaña. Invitó a dos estudiantes amigas, e hizo comunicar a la señorita Celia que aquella noche había gran fiesta en su casa, rogándole que no dejase de ir y llevar a la señorita Pinsón. Ellas se cuidaron mucho de no faltar. Marcelo pasaba, justificadamente, por uno de los jóvenes más rumbosos del Barrio Latino, y no era posible negarse. Apenas acababan de dar las siete, cuan­do la señorita Celia y su amiga llamaron a la puerta. La señorita Cecilia vestía traje corto, brodequines grises y capota florida, y la señorita Pinsón, más modesta, un traje negro que se resistía a quitarse y que le daba, según de­cían, cierto aire español, del que estaba muy orgullosa. Está claro que ignoraban los secretos de sus huéspedes.
Marcelo no había cometido la torpeza de invitar a Eu­genio con antelación. Estaba seguro de que se habría ne­gado. Sólo cuando las dos amigas estuvieron sentadas a la mesa, y después de vaciar el primer vaso de cerveza, fue cuando pidió permiso para retirarse por algunos mo­mentos e ir en busca de un invitado. Llegó a casa de Euge­nio, y lo encontró como de costumbre, trabajando, rodeado de libros. Después de algunas preguntas banales, comen­zó a hacerle suavemente los habituales reproches: que trabajaba demasiado y que hacía mal en no procurarse alguna diversión. Acabó por sugerirle salir un poco a pa­sear, y Eugenio, que se había pasado el día estudiando y estaba fatigado, en efecto, aceptó. Los dos jóvenes sa­lieron juntos, y le fue fácil a Marcelo, tras algunas vueltas por el Luxemburgo, hacer que Eugenio fuese a su casa.
Las dos grisetas, aburridas de la espera solitaria, aca­baron por sacarse los chales y las capotas, para estar más cómodas, y comenzaron a cantar y a bailar una con­tradanza, no sin hacer honor a las provisiones de cuando en cuando, a manera de ensayo. Con los ojos y el rostro encendidos, se detuvieron sofocadas cuando Eugenio, sin poder ocultar su sorpresa, las saludó con cortedad. Dadas sus sobrias costumbres, las grisetas lo desconocían, por lo que le miraron de pies a cabeza con osada curiosidad, privilegio de su casta, para continuar en seguida con su canción y su baile, como si nadie hubiera. El recién ve­nido, algo desconcertado, retrocedía algunos pasos hacia la puerta, intentando la retirada, cuando Marcelo echó las dos vueltas a la llave, y tirando ésta ruidosamente sobre la mesa, exclamó:
-¿No hay nadie aún? ¿Qué hacen entonces nuestros amigos? Pero no importa. El salvaje nos pertenece. Se­ñoritas, os presento al joven más virtuoso de Francia y de Navarra, que hace mucho tiempo desea tener el honor de conoceros, y es, en particular, gran admirador de la seño­rita Pinsón.
Otra vez se interrumpió la contradanza. La señorita Pinsón hizo un ligero saludo y tomó su capota.
-¡Eugenio! -exclamó Marcelo-, Hoy es mi santo; estas dos damas nos han hecho el honor de venir a feste­jarlo con nosotros. Es verdad que te he traído casi a la fuerza; pero espero que si todos te lo rogamos accederás gustoso a quedarte. Son poco más de las ocho. Hay tiem­po de fumar una pipa hasta que tengamos apetito.
Y mientras decía esto cruzó una elocuente mirada con la señorita Pinsón, que, comprendiéndole al momento, por segunda vez se inclinó sonriendo y dijo a Eugenio con dul­zura:
-Sí, señor; os lo rogamos.
En el mismo momento los dos estudiantes invitados por Marcelo llamaron a la puerta. Eugenio comprendió que no había modo de echarse atrás sin gran descortesía, y resignándose se sentó entre todos.

III

La cena fue larga y alegre. Los caballeros habían lle­nado la habitación de humo, y bebían para refrescar. Las damas llevaban la conversación y divertían a los presentes con murmuraciones más o menos picantes a costa de sus amigos y conocidos, e historias más o menos fantasiosas recogidas en el taller. Y si al relato le faltaba verosimi­litud, ésta no pasaba inadvertida a los oyentes.
Dos pasantes de abogado, según ellas contaban, ha­bían ganado veinte mil francos comprando valores espa­ñoles y se los habían comido en dos semanas con dos grisetas de una tienda de guantes; el hijo de uno de los más ricos banqueros de París había obsequiado a una co­nocida costurera un palco en la ópera y una casa de cam­po, que ella no había aceptado, prefiriendo cuidar a sus padres y permaneciendo fiel a un dependiente de "Los dos Macacos"; cierto personaje que no se podía nombrar, y que por su rango se veía obligado a rodearse del mayor secreto, visitaba de incógnito a una bordadora del pasaje de Pont-Neuf, a la que por orden superior habían hecho le­vantar presurosamente a medianoche, y metiéndola en una silla de postas, después de entregarle una cartera llena de billetes de Banco, la habían enviado a los Estados Unidos, etc., etc.
-Basta -dijo Marcelo, ya lo sabemos. Celia in­venta sus relatos, y los de la señorita Mimí -así se llama­ba la señorita Pinsón en la intimidad- son incompletos. Vuestros pasantes de abogado no se han ganado más que algún revolcón callejeando por el arroyo; vuestro banque­ro no regala a su amiga sino alguna naranja, y a vuestra bordadora le va tan bien en los Estados Unidos que podéis encontrarla todos los días, de una a cuatro, en el Hospital de la Caridad, donde la ha llevado la falta de alimentos.
Eugenio, que estaba sentado al lado a la señorita Pin­són, creyó notar que ésta palidecía a las últimas palabras pronunciadas por Marcelo con absoluta indiferencia. Pero en seguida vio que se levantaba, encendía un cigarrillo y decía con tono resuelto:
-¡Cállense todos! Pido la palabra- Puesto que el se­ñor Marcelo no cree en fábulas, voy a contar una historia real et quorum pars magna luí.
-¿Habláis latín? -preguntó Eugenio.
-Ya lo veis -respondió la señorita Pinsón. Esta sentencia proviene de mi tío, que ha servido a las órde­nes del gran Napoleón, y que nunca olvida decirla antes de relatar una batalla. Si no sabéis lo que significa, podéis aprenderlo sin pagar nada; quiere decir: Os doy mi pa­labra de honor. Así, pues, sabréis que la semana pasada fui al teatro del Odeón acompañada por mis dos amigas Blanquita y Rougette.
-Esperad que corte la tarta -dijo Marcelo.
-Cortad, pero escuchad -replicó la señorita Pin­són. Estábamos en que fui al Odeón a ver una tragedia con Blanquita y Rougette. Ésta, como ya sabéis, acaba de perder a su madre y ha heredado cuatrocientos francos. Tomamos un palco bajo. Tres estudiantes de las butacas nos vieron y, con el pretexto de hacernos compañía, nos invitaron a cenar.
-¿De punta en blanco? -pregunto Marcelo. En ver­dad es una galantería. Supongo que rehusaríais,
-No, señor -dijo la señorita Pisón; aceptamos, y en el entreacto, sin aguardar a que acabase la función, nos fuimos a lo de Viot.
-¿Con vuestros caballeros?
-Con nuestros caballeros. El camarero comenzó por decir que ya no había nada que ofrecernos; pero seme­jante inconveniente no era bastante para hacer que de­sistiéramos, y le ordenamos que fuese a la ciudad a buscar lo que hiciese falta. Rougette tomó la pluma y com­puso un festín de boda: langostinos, tortilla dulce, empa­nadas, flanes, huevos helados, todo lo mejor del reino de las marmitas. A decir verdad, nuestros desconocidos ami­gos iban poniendo mala cara.
-¡Pardiez, no lo dudo! -dijo Marcelo.
-Nosotros no hacíamos caso, y cuando sirvieron lo pedido empezamos a hacernos las remilgadas. Nada nos parecía bien; todo nos disgustaba. Apenas probábamos un plato, mandábamos servir otro. "Camarero, llevaos esto. No puede tolerarse. ¿De dónde han sacado semejantes por­querías?" Nuestros compañeros querían comer; pero no les dejamos. En fin, apenas cenamos, y la cólera nos hizo hasta romper algunos utensilios.
-¡Bonita conducta! ¿Y cómo pagar?
-Era eso precisamente lo que los tres desconocidos se preguntaban. Por lo que hablaron en voz baja, nos pa­reció que uno tenía seis francos, el otro muchísimo menos y el tercero tan sólo un reloj que sacó generosamente del bolsillo. En tales condiciones, los tres infortunados fueron a la caja, en espera de conseguir algún plazo. ¿Y qué pen­sáis que les respondieron?
-Me figuro -replicó Marcelo- que los detuvieron, y que vosotras perma-necisteis allí en prenda.
-Estáis en un error -dijo la señorita Pinsón. An­tes de subir al reservado, Rougette había tomado sus me­didas, pagándolo todo por anticipado. Imaginaos qué golpe tan teatral cuando Viot, el hostelero, respondió: 
"Señores, todo está pagado". Los desconocidos nos miraron llenos de asombro y con una estupefacción digna de lástima.
Sin embargo, nosotras, sin darle la menor importancia, baja­mos y ordenamos que nos trajeran un coche. "Querida marquesa -me dijo Rougette, tenemos que llevar a es­tos caballeros a su casa." "Con mucho gusto, querida condesa", respondí. Nuestros pobres galanes ya no sabían qué decir. ¡Ved si eran inocentes! Rechazaron nuestras aten­ciones, se negaron a que los llevásemos, y se negaron también a darnos su dirección. Segura estoy de qué se fueron convencidos de haber corrido una aventura con dos damas de la alta sociedad, y que vivían en la calle de "a salto de mata".
Los dos estudiantes amigos de Marcelo, que hasta en­tonces casi no habían hecho más que fumar y beber en silencio, parecían poco contentos con la historia, y mos­traron un sombrío. Acaso sabían tanto como la señorita Pinsón de aquella malhadada cena, pues la echaron una mirada inquieta, cuando Marcelo dijo riendo:
-Decidnos sus señas, señorita Mimí. Puesto que fue la semana pasada, todavía las recordaréis.
  Nunca, señor mío -dijo la griseta. Podemos bur­larnos de un hombre, pero desacreditarle, jamás.
-Tenéis razón -dijo Eugenio, y obráis mucho me­jor de lo que suponéis. Entre tantos jóvenes como asis­ten a las clases, apenas hay uno solo que no esconda algu­na falta o locura; pero de entre ellos sale cada día lo más respetable de Francia: los médicos, los magistrados...
-Sí -repuso Marcelo; es cierto. Hay pares de Francia en cierne que comen en casa de Flicoteand y que no siempre pueden pagar la comida. Pero -añadió gui­ñando un ojo- ¿no habéis vuelto a ver a los galanes?
-¿Por quién nos habéis tomado? -repuso la seño­rita Pinsón muy seria y un poco enfadada-. Ya conocéis a Blanquita y a Rougette. ¿Y en cuanto a mí, creéis que soy capaz?...
-Está bien -dijo Marcelo, no os enojéis. En re­sumen, he aquí una buena aventura. Tres loquillas, que acaso no tienen para comer al otro día, dilapidando su for­tuna para darse el gusto de confundir a tres pobres diablos incapaces de nada.
-¿Y por qué nos convidaron a cenar? -respondió la señorita Mimí Pinsón.

IV

Con la tarta llegó gloriosamente la única botella de champaña con que finalizaba la cena.
Con el vino se habló de cantar.
-Veo -exclamó Marcelo, veo, como Cervantes di­ce que Celia tose, lo que quiere decir que desea cantar. Pero si os parece bien, como yo soy el agasajado, ruego a la señorita Mimí, si no se ha puesto ronca con el cuento, nos haga el honor de una canción. Eugenio, sé un poco cortés, brinda con tu vecina y pídele que cante.
Eugenio obedeció ruborizándose. Así como la señorita Pinsón no había dejado de hacerlo con él para comprome­terle a quedarse, se inclinó y le dijo con timidez.
-Sí, señorita; os lo ruego.
Al mismo tiempo levantó su vaso, chocándole con el de la griseta. Aquel leve choque produjo un claro y argen­tino sonido. La señorita Pinsón tomó esta nota al vuelo, y con una voz fresca y pura sostuvo por largo tiempo su cadencia.
-Vamos -dijo, acepto, puesto que mi vaso me da el la. ¿Pero qué queréis que cante? Os prevengo que no soy gazmoña; pero no sé canciones groseras, no en­sueño mi memoria.
-Por sabido -dijo Marcelo. Sois una virtud. Cada cual tiene su parecer. Seguid adelante.
-¡Pues bien! -repuso la señorita Pinsón, voy a cantaros como pueda una canción que han hecho de mí.
-¡Atención! ¿Quién es el autor?
-Mis compañeras de taller. Está hecha mientras co­semos; por lo tanto os pido indulgencia.
-¿Y tiene estribillo?
-Naturalmente. ¡Vaya una pregunta!
-Entonces -dijo Marcelo- tome cada uno su cu­chillo, y al estribillo golpead todos en la mesa, pero no muy fuerte. Celia puede no hacerlo si quiere.
-¿Y por qué, grosero? -preguntó Celia enojada.
-Por su causa y razón -contestó Marcelo; pero si queréis participar, tomad, golpead con el tapón, y será mejor para nuestros oídos y para vuestras blancas manos.
Marcelo, poniendo de lado los vasos y los platos, se había sentado en la mesa con el cuchillo en la mano. Los dos estudiantes de la cena de Rougette, un poco más ale­gres, vaciaron sus pipas para golpear con ellas; Eugenio estaba abstraído; Celia, contrariada.
La señorita Pinsón tomó un plato e hizo seña de que quería romperlo, a lo que Marcelo respondió con un ademán de asentimiento; y habiendo tomado los pedazos para hacer de castañuelas, comenzó así la canción que sus compañeras habían com­puesto, luego de haberse disculpado de antemano de lo que dicha canción podía contener de lisonjero para ella:

Mimí Pinsón es una rubia,
es una rubia muy famosa,
que no tiene más que un traje
-¡landeriré!­-
y una capota.
Tiene mil más el gran sultán.
Pero Mimí vive feliz,
gracias a Dios.
¡Y no hay manera de empeñar
el traje de Mimí Pinsón!

Mimí Pinsón lleva una rosa
en su pecho con gracia prendida,
y esta flor que ha nacido en su pecho
-¡landeríré!­-
es la alegría.
Detrás de una cena animada
sabe sacar de una botella
una canción.
¡Y a veces se la tuerce a un lado
la capota de Mimí Pinsón!

Ella se atrae con sus ojos inquietos
mil lechuguinos a su mostrador,
que por mirarla desgastan los codos
-¡landeriré!­-
de su rendingó.
Porque mejor que en la propia Sorbona,
Mimí Pinsón a su modo se explica
una lección.
¡Mas cuidan bien no arrugar, distraídos,
el traje de Mimí Pinsón!

Si está de Dios que Mimí no se case,
nada la importa, lo mismo la da.
Siempre tendrá sus agujas a mano
-ilanderiré!­-
y su dedal.
Para su amor conseguir no es bastante
ser guapo mozo, si no ha de traer
buena intención.
¡Pues no ha perdido su linda cabeza
la capota de Mimí Pinsón!

Si el amor coronarla decide
con corona de flores de azahar,
ella tiene un tesoro que a cambio
-¡landeriré­-
le puede dar.

No será, como acaso se piensa,
un gran manto forrado de armiño
con noble blasón.
¡Es -estuche de perla tan fina-
­el traje de Mimí Pinsón!

Es Mimí distinguida en sus gustos;
mas tiene el corazón republicano,
y a los tres días hace la guerra
-ilanderiré!­-
a su aliado.
Y si no con guerrera alabarda,
presta guardia implacable y severa
con su punzón.
¡Feliz aquel que condecore
la capota de Mimí Pinsón!

Pipas, cuchillos y platos acompañaban ruidosamente el final de cada estrofa. Los vasos saltaban en la mesa, y las botellas, medio vacías, se balanceaban alegremente, chocando unas con otras como bailarines ebrios.
-¿Y son vuestras buenas amigas -dijo Marcelo- ­las que os han compuesto esa canción? ¡Es muy remil­gada! Prefiero canciones que digan algo… Y con voz fuerte cantó:

lanette aún no contaba quince abriles...

-Basta, basta -exclamó la señorita Pinsón. ¡A bai­lar! ¡A dar unas vueltas! ¿Ninguno de ustedes es músico?
-Yo tengo lo necesario -respondió Marcelo. ¡Una guitarra! Pero -prosiguió descolgando el instrumento- ­mi guitarra no lo tiene; le faltan todas las cuerdas.
-Ahí está el piano -dijo Celia. Marcelo tocará para que bailéis.
Marcelo echó a su amante una mirada de furia, como si hubiese cometido un crimen. Era verdad que sabía lo bastante como para tocar una contradanza; pero era un suplicio para él, y para quienes le oían un verdadero sa­crificio al que se sometía de mala gana, y Celia, traicio­nándole, se tomaba venganza por lo del tapón.
-¿Estáis loca? -dijo Marcelo. Bien sabe Dios que este piano está aquí por lujo, y que nadie más que vos lo desafina. ¿Cómo se os ocurre que yo sé tocar? No sé más que la Marsellesa, y con un dedo. Si os hubierais dirigido a Eugenio, él si sabe; pero no quiero molestarlo tanto, y me cuidaré muy bien de proponérselo. ¡Siempre habéis de ser vos la indiscreta que cometa tales tonterías sin advertirnos antes! "¡Eh, cuidado!".
Por tercera vez, Eugenio enrojeció, preparándose para hacer lo que tan fina e indirectamente le pedían. Se sentó al piano y armaron un rigodón.
Éste duró casi tanto como la cena. Después del rigo­dón bailaron un vals, y después del vals un galop, baile aún apreciado en el Barrio Latino. Ellas, sobre todo, eran infatigables, y con sus saltos y carcajadas no dejaban dor­mir a los vecinos. Pronto Eugenio, fatigado por la velada y el ruido, tocando maquinalmente, cayó en un sopor se­mejante a de los postillones que se duermen sobre el caballo. Las parejas pasaban una y otra vez ante sus ojos como figuras de ensueño. Y como nada es más propio a la tristeza que el espectáculo de la alegría ajena, no tardó la melancolía en hacer presa de él. "¡Alegría triste -pen­saba, fugaces placeres! ¡Momentos en que se olvida la desgracia! ¿Y quién sabe si alguno de los que bailan ale­gres ante mí estará seguro -como decía Marcelo- de tener algo para comer mañana?".
Cuando así reflexionaba, la señorita Mimí Pinsón pasó junto a él, y Eugenio creyó que al pasar, en un descuido, tomaba un trozo de tarta que había quedado sobre la mesa y se lo guardaba sigilosamente en un bolsillo.

V

Ya estaba amaneciendo cuando se retiraron. Antes de entrar en su casa, Eugenio paseó un rato por los alrede­dores para respirar el aire fresco de la mañana. Siempre abismado en sus tristes pensamientos, se repetía involun­tariamente en voz baja la canción de la griseta:

que no tiene más que un traje
-¡landeriré!­-
y una capota.

"¿Será posible? -se preguntaba. ¿Puede la mise­ria tolerarse hasta el punto de mostrarse francamente y reírse de sí misma? ¿Cómo pueden burlarse del que no tiene qué comer?"
El trozo de tarta escondido por la señorita Pinsón no dejaba lugar a dudas. Eugenio sonreía recordándolo, y sen­tía al mismo tiempo una tierna piedad. "Sin embargo, pen­só, no ha tomado pan, sino tarta; acaso sea golosa, y ¡quién sabe si lo llevará para el niño de alguna vecina o para una portera charlatana, especie de cancerbero al que tenga que regalar, a fin de que no cuente a todo el mundo que no ha dormido en casa!".
Sin darse cuenta, Eugenio había entrado al azar en el laberinto de callejas que hay a espaldas de la plazoleta de Jussy, y por las que apenas cabe un coche. Cuando estaba por volver sobre sus pasos, de un portal miserable salió una mujer con los cabellos revueltos, pálida y des­fallecida y envuelta en un manto raído. Tan débil estaba, que se le doblaban las piernas y casi no podía sostenerse. Caminaba apoyándose en las paredes e iba hacia una puer­ta cercana donde había un buzón para echar una carta que llevaba en la mano. Eugenio, emocionado por tan triste sorpresa, se dirigió a la mujer y le preguntó adónde iba, qué buscaba y si podía ayudarla en algo, a la vez que ex­tendía los brazos para sostenerla, pues la pobre estaba a punto de caerse.
Pero ella, con orgullo y temor a la vez, se apartó de él sin contestarle, le tiró la carta e indicándole el buzón le dijo únicamente, haciendo un gran esfuerzo: "¡Ahí!". Luego, apoyándose siempre en los muros, volvió a su casa.
Eugenio trató en vano de hacer que se tomara de su brazo y obtener una respuesta a sus preguntas.
La mujer entró con lentitud en el portal estrecho y sombrío de que había salido, y se perdió en la oscuridad.
Eugenio había recogido la carta, dio algunos pasos para echarla al buzón, pero de pronto se detuvo. El ex­traño encuentro lo había conmovido de tal modo y sentía a la vez tan triste horror y tan profunda compasión, que antes de poder reflexionar abrió el sobre involuntariamen­te. Suponía su deber averiguar por cualquier medio aquel misterio. Sin duda, la pobre mujer se moría. ¿De alguna enfermedad? ¿De hambre? Lo mismo daba. En todo caso, en la miseria.
Abrió la carta. Iba al barón de ***, y decía así:
"Por caridad, señor, leed esta carta, y escuchad mis ruegos. Sólo vos podréis socorrerme. Creedme lo que voy a deciros; ayudadme y habréis hecho una buena acción, de la que podéis sentiros orgulloso. Acabo de pasar una cruel enfermedad, que me ha consumido las pocas fuerzas y el valor que me quedaban. El mes que viene volveré al taller; pero mientras tanto me retiene mis muebles el ca­sero, y estoy segura de que antes del sábado me faltará donde guarecerme. Me da tanto miedo morir de hambre, que esta mañana resolví arrojarme al Sena, pues no he comido nada desde hace más de veinticuatro horas; pero al recordaros a vos, he recuperado alguna esperanza. ¿Ver­dad que no me engaño? Os lo ruego de rodillas, señor; a poco que hagáis por mí, podré respirar aún algunos días. Pero me espanta morir, y ¡sólo tengo veintitrés años! Con alguna ayuda podré resistir hasta principios de mes! No sé que deciros para inspirar vuestra caridad; si lo supiera, os lo diría; pero nada se me ocurre más que llorar, pues temo que hagáis con mi carta lo que con otras muchas similares que recibís: romperla, sin atender a que una po­bre mujer cuenta las horas y los minutos esperando de vuestra generosidad no la dejéis en esta cruel incertidum­bre. Estoy segura de que no os detendrá la idea de pri­varos de un luis, que es poca cosa para vos, y nada os será tan sencillo como envolver vuestra limosna en un pa­pel, con esta dirección: "A la señorita Bertin, calle del Espolón." (Desde que trabajo en los almacenes uso otro nombre, pues el verdadero es el de mi madre.) Cuando salgáis, dádsela a un recadero. Yo aguardaré el miércoles y el jueves, y rezaré fervorosamente para que Dios os toque el corazón.

"Estoy pensando que no creeréis en tanta miseria, pe­ro si me vierais os convenceríais. -Rougette."
Como se comprenderá, sí Eugenio se fue emocionan­do a medida que leía, su asombro fue mayor al ver la fir­ma. ¡La que había dilapidado caprichosamente su dinero, la que imaginó aquella risueña cena referida por la seño­rita Pinsón, era esta misma a quien la desgracia había re­ducido a tal extremo! Tanta locura e imprevisión parecían a Eugenio un sueño imposible. Mas no cabía duda: allí estaba la firma, y Mimí Pinsón había dicho varias veces durante la velada el nombre de su amiga, conocida ahora por la señorita Bertin.
¿Cómo estaba de pronto abandonada, sin tener qué comer, sin una ayuda y casi sin albergue? ¿Qué hacían sus amigas mientras ella moría quizá en un desván de aquella miserable casa? ¿Y qué casa era aquella donde la dejaban perecer así?
No era momento de meditar, sino de acudir a auxi­liarla inmediata-mente. Lo primero que hizo fue comprar algunas provisiones en una tienda cuyas puertas estaban abriendo.
Hecho lo cual, se encaminó, seguido de un mozo de la tienda, hacia la casa de Rougette, no atreviéndose a presentarse de improviso. El digno orgullo que la pobre mujer había manifestado le hacía temer, si no una negati­va, por lo menos una protesta de su dignidad herida. ¿Có­mo explicarle que había leído su carta? Cuando llegaron a la puerta, dijo al mozo que traía las provisiones:
-¿Conocéis a una joven llamada Bertin, que vive aquí?
-¡Ah, sí señor! -repuso el mozo-. Se sirve de nos­otros. Pero si el señor va a verla, no la hallará. Se ha ido al campo.
-¿Quién os lo ha dicho? -preguntó Eugenio. -¡Pardiez, señor! ¡La portera! A la señorita Rougette le agrada alimentarse bien, pero le disgusta pagar. Más de una vez le hemos traído pollos asados, y sobre todo langostas; ¡pero para cobrar también hemos tenido que venir más de una vez! Por eso sabemos muy bien cuándo está y cuándo no.
-Ha vuelto ya -repuso Eugenio-. Subid a su casa, dejadle todo eso, y si os debe algo, no se lo cobréis hoy; yo me haré cargo de todo, y volveré a pagarlo. Y si os pregunta quién os envía, decidle que el barón de ***
Eugenio se retiró, y en el camino volvió a cerrar como pudo el sobre de la carta, y la echó al correo. "Después de todo esto, pensó, Rougette aceptará mi envío, y si ad­vierte en que la respuesta a su carta ha sido demasiada rápida, allá se las entienda con su barón".

VI

Los estudiantes, como las grisetas, no siempre dis­ponen de fortuna. Eugenio comprendía que para dar vero­similitud a la pequeña comedia que el mozo de la tienda había de representar debió agregar a su envío el luis que Rougette pedía; más había una dificultad: el luis no es exactamente la moneda corriente de la calle de Saint ­Jacques; Eugenio acababa de comprometerse a pagar la deuda de Rougette, y, por desgracia, su gaveta estaba tan exhausta como su bolsillo. Por este motivo se dirigió sin tardanza hacia la plaza del Panteón.
En aquel tiempo aún vivía en dicha plaza un barbero famoso, que después quebró, arruinándose y procurando a la vez la ruina de muchos. En aquella trastienda se ejercía calladamente toda clase de usura; a ella llegaba diaria­mente el pobre estudiante enamorado y sin recursos, para procurarse, a enorme interés, algún dinero que derrochar por la noche, y pagar muy caro al día siguiente; allí en­traba la griseta furtivamente y con los ojos bajos para al­quilatar un sombrero usado, un chal desteñido y una ca­misa sacada del Monte de Piedad que vestir en un próximo día de campo; allí los jóvenes de buena familia recibían veinticinco luises firmando por ellos letras de dos o tres mil francos; los menores se comían su herencia por ade­lantado, y, en fin, los pródigos arruinaban su casa y se arruinaban la vida. Desde la cortesana linajuda a la que una pulsera hacía perder el seso, hasta el hambriento pe­dante, deseoso de una liebre o de un plato de lentejas, todos iban, como a la fuente de Pactolo, al usurero rapa­barbas, que, muy pagado de su clientela y de sus mañas, llenaba la cárcel de Clichy, donde él también habría de ir a dar algún día.
Tal era el triste recurso a que Eugenio acudía, aunque con repulsión, para favorecer a Rougette, o para estar al menos en condiciones de intentarlo, pues no creía posible que el ruego dirigido al barón causase el efecto deseado. Realmente, interesarse así por una desconocida era exce­siva caridad en un estudiante; pero Eugenio creía en Dios, y toda buena acción le parecía necesaria.
Al entrar en la barbería, lo primero que vio fue una cara familiar. Era Marcelo, que, sentado ante un tocador con un paño al cuello, fingía dejarse peinar. El pobre es­tudiante, sin duda, había ido en busca de un préstamo con qué pagar la cena de la víspera. Parecía muy preocupado, y el entrecejo sombríamente, en tanto el peluquero, simu­lando a su vez rizarle los cabellos con un hierro comple­tamente frío, le hablaba en voz baja con su acento gascón. En un compartimiento contiguo, y ante otro tocador, es­taba también sentado y con su paño un pobre forastero que, lleno de inquietud volvía la mirada sin cesar a todos lados; y por la puerta entornada de la trastienda se veía reflejada en un antiguo espejo de los llamados Cupidos la figura esbelta de una joven que, ayudada por la mujer de! barbero, se probaba un traje de cuadros escoceses.
-¿A qué vienes tú aquí tan temprano? -preguntó al verle Marcelo, recuperando su animada expresión de siem­pre.
Eugenio se sentó cerca de él y le contó en pocas pa­labras el encuentro que había tenido y que allí le llevaba.
-Eres muy cándido, Eugenio. ¿Para qué te preocupas si ya tiene un barón? Has encontrado una linda mujer que no tenía qué llevarse a la boca, le has pagado un pollo, cosa que te honra, y para que no te lo agradezca mantie­nes el incógnito. ¡Eso es heroico! Pero ir más allá sería una quijoteada. Empeñar tu firma o tu reloj por una cos­turera a la que protege un barón y a la que no tiene el honor de tratar es cosa que se lee solamente en libros de caballerías.
-Ríete de mí si quieres -respondió Eugenio. Sé que en este mundo hay muchas desgracias que yo no pue­do evitar; lamento las que no conozco; pero si sé de al­guna debo tratar de remediarla. Por mucho que haga, me es imposible permanecer indiferente ante el dolor. Mi abnegación no me hace ir en busca de los pobres; pero cuando los encuentro, los ayudo.
-Sí es así -repuso Marcelo, tienes mucho que hacer. Nunca te faltarán menesterosos.
-¿Qué importa? -dijo Eugenio, impresionado aún por el espectáculo que acababa de presenciar. ¿Será me­jor dejarlos perecer y continuar nuestro camino indiferen­tes? Esta desgraciada será quizá una mala cabeza, una díscola, todo lo que quieras; acaso no merezca la compa­sión que inspira; pero, no obstante eso, me da lástima. ¿Vale más hacer lo que sus buenas amigas, que ayer la ayudaban a arruinarse y ya no parecen acordarse de ella, como si no existiera? ¿De quién puede esperar ayuda? ¿De un extraño que encenderá un cigarrillo con su carta, o quizás de la señorita Pinsón, que come y se divierte con toda su alma mientras su compañera se muere de hambre? Te confieso francamente, mi querido Marcelo, que todo esto me causa horror. Mimí Pinsón, esa loquilla que ano­che en tu casa reía y hablaba por todos, en tanto que la otra, la heroína de su cuento, agonizaba en un miserable sotabanco, me asquea con su canción y sus gracias. Vivir así, como hermanas, durante días y días, recorriendo tea­tros, bailes y cafés, y no saber al día siguiente si la otra está muerta o viva, es peor que la indiferencia de los egoís­tas: es la insensibilidad de la bestia. ¡Tu Mimí Pinsón es un monstruo, y nada hay tan deleznable como estas gri­setas que tanto ensalzas, estas costumbres desenfadadas y estas amistades sin entrañas!
El barbero, que había callado mientras tanto, sin de­jar de aplicar su hierro frío en los cabellos de Marcelo, sonrió maliciosamente cuando Eugenio calló. Hablador co­mo una cotorra, o mejor dicho, como un peluquero que era, tratándose de consumar alguna bellaquería, y taciturno y lacónico como un espartano cuando el asunto dudaba bien, en uno y otro caso había adoptado la prudente costumbre ce ceder la palabra a sus parroquianos cuanto quisieran, sin la menor interrupción, para intervenir después llegado el momento. La indignación que en términos tan duros manifestaba Eugenio le hicieron, sin embargo, romper su silencio.
-Sois muy severo, señor -dijo con su sarcástica ri­sa de gascón. Yo tengo el honor de peinar a la señorita Mimí, y creo que es una buenísima persona.
-Sí -dijo Eugenio, excelente, es cierto, cuando se trata de beber y fumar.
-Es posible -replicó el barbero, no digo que no. Las jóvenes suelen reír, cantar y fumar. Pero también tie­nen corazón.
-¿Adónde vais a parar, padre Cadedis?[5] -preguntó Marcelo. Basta de rodeos y hablad claro.
Quiero decir -contestó el barbero, a la trastien­da- que hay allí colgado de un clavo un vestidito de seda negra que reconoceréis, si duda, si conocéis a su propie­taria, cuyo guardarropa es muy poco abundante. La se­ñorita Mimí me envió ese traje esta mañana muy tem­prano, y me figuro que si no ha acudido en ayuda de la pequeña Rougette debe ser porque no está nadando en oro.
-¡Es curioso! -dijo Marcelo, incorporándose y en­trando en la trastienda, sin la menor consideración para con la pobre mujer del traje a cuadros escocés-. ¿Luego la canción de Mimí mentía, puesto que trajo su vestido a empeñar? Pero entonces, ¿con qué diablos sale ahora a la calle?
Eugenio había ido tras su amigo. El barbero no los engañaba. En un rincón, entre una porción de ropa de todas clases, usada y cubierta de polvo, estaba, humilde y lánguidamente colgado de un clavo, el único traje de la señorita Pinsón.
-Es verdad -dijo Marcelo; conozco bien este traje desde que lo vi nuevo y por primera vez hace año y medio. Ésta es la ropa de entrecasa, el traje de trabajo y el de gala de la señorita Mimí. Ahí, en la manga izquierda, debe de haber una pequeña mancha de champaña. ¿Y cuánto le prestasteis por esto, padre Cadedis? Supongo que lo ha­béis comprado, y que sólo está ahí como de prenda.
-Le he prestado cuatro francos -como el barbero, y os juro, señor, que ha sido por pura caridad. A cual­quier otra no le hubiera dado más de cuarenta ochavos, porque la prenda está tan raída que se transparenta como una linterna mágica. Pero yo sé que la señorita Mimí me pagará; merece los cuatro francos.
-¡Pobre Mimí! -agregó Marcelo. Apostaría ahora mismo la cabeza a que sus cuatro francos son para Rou­gette.
-O para pagar alguna deuda atrasada.
-No -dijo Marcelo, conozco a Mimí. La creo in­capaz de deshacerse de ellos por un acreedor.
-Menos todavía -dijo el barbero. Yo he conocido a la señorita Mimí en una situación mejor que la actual; entonces tenía una gran cantidad de deudas. Todos los días se presentaban a cobrar alguna, y se llevaban lo que podían, hasta que por fin la dejaron sin muebles, salvo la cama, porque sin duda sabían que un acreedor no puede nunca secuestrar el lecho a su deudor. Pues bien, enton­ces la señorita Mimí tenía los cuatro trajes de costumbre, y poniéndoselos uno encima de otro, dormía con los cuatro para que no se los quitasen; por eso me sorprendería aho­ra cuando sólo tiene uno que lo empeñase para pagar a alguien.
-¡Pobre Mimí! -repitió Marcelo. Pero entonces, ¿cómo se las arregla? ¿Ha engañado a sus amigos, o posee en secreto otro arreglo? Acaso se halle enferma de un atracón de tarta, y si está en cama no necesite real­mente vestirse. No importa, padre Cadedis; me enternez­co ante este traje, cuyas mangas penden cruzadas como implorando. Tomad, descontadme cuatro francos de los treinta y cinco que acabáis de darme, y devolvedme este traje en un paño para devolvérselo a su dueña. Y bien, Eugenio -continuó, ¿qué dice a todo esto tu cristiana caridad?
-Que tienes razón -contestó Eugenio- para hablar como hablas y hacer lo que haces; pero apuesto lo que quieras a que en este asunto no me equivoco.
-Sea -dijo Marcelo. Apostemos un cigarro, como los señores del Jockey Club. Así, pues, nada nos queda que hacer aquí. Tengo treinta y un francos; somos ricos. Vamos a lo de la señorita Pinsón. Tengo curiosidad por verla.
Y poniendo bajo el brazo el envoltorio, salió de la barbería con Eugenio.

VII

Cuando los estudiantes llegaron a casa de Mimí Pin­són preguntaron por ella a la portera, que contestó:
-La señorita está en misa.
-¡En misa! -dijo Eugenio asombrado.
-¡En misa! -repitió Marcelo. Es imposible. No ha podido salir. Permítanos subir; somos dos viejos amigos. 
-Os aseguro, señor -respondió la portera, que ha ido a misa hace unos tres cuartos de hora.
-¿Y a qué Iglesia fue?
-A San Sulpicio, como de costumbre. No falta un día.
-Sí, sí. Ya sé que es muy devota. Pero me extraña mucho que haya salido hoy.
-Aquí está, señor. Acaba de doblar la esquina. Mi­radla.
La señorita Pinsón volvía, en efecto, de misa. Marce­lo en cuanto la vio fue hacia ella, impaciente por examinar de cerca su atavío. Consistía éste en una especie de falda hecha con un trozo de indiana forrada, asomada bajo una cortina de sarga verde, a manera de chal. De tan original atavío, que, a pesar de todo, por sus tonos oscuros no lla­maba la atención, emergían su linda cabecita, graciosa­mente coronada por su gorrito blanco, y sus pequeños pies, calzados con brodequines. Se había envuelto con tan artística destreza en la cortina, que parecía un verdadero chal, dejando ver apenas la guarnición. En fin, aun en tal atavío descubría un nuevo modo de agradar, probando una vez más que en este mundo la mujer bonita siempre es bonita.
-¿Qué tal estoy? -dijo a los dos amigos, entre­abriendo un poco el gracioso chal y mostrando su fino ta­lle, ceñido por el corsé. Es un traje de mañana que aca­baban de traerme de Palmira.
-Estáis seductora -dijo Marcelo. Nunca hubiera creído que pudiera favorecer tanto una cortina a modo de chal.
-¿De verdad? -replicó Mimí Pinsón. Pero debo parecer un puñado de...
-Rosas -replicó Marcelo, sin dejarla terminar. Ca­si me arrepiento ahora de haberos traído vuestro traje.
-¿Mi traje? ¿Dónde lo habéis hallado?
-Donde estaba, al parecer.
-¿Y le habéis librado de la esclavitud?
-¡Oh, Dios! Por supuesto. He pagado su rescate. ¿Os duele mi audacia?
-De ninguna manera, a cambio de devolveros el fa­vor algún día. Me alegra volver a ver mi traje, pues, a deciros verdad, hace mucho tiempo que vivimos juntos, poco a poco he ido tomándole gran cariño.
Mientras hablaba, la señorita Pinsón subió con pres­teza los cinco pisos que conducían a su cuartucho seguida de los dos estudiantes, que entraron tras ella.
-Sin embargo -repuso Marcelo, no puedo daros el traje más que con una condición.
-¡Bah! -dijo la griseta. ¡Qué tontería! ¿Con con­diciones? No quiero.
-He hecho una apuesta -dijo Marcelo. Es nece­sario que nos digáis sinceramente por qué lo habéis em­peñado.
-Pues dejadme antes que me lo ponga -contestó la señorita Pinsón, y os diré de inmediato el motivo. Pe­ro os advierto que si no queréis hacer antesala en el armario o en el desván, tendréis que dar vuelta la cabeza, como Agamenón, mientras me visto.
-Somos más formales de lo que se cree -dijo Marcelo, y no echaremos ni una mirada.
-Esperad -replicó la señorita Pinsón. Tengo en­tera confianza; pero la seguridad de los pueblos enseña que dos recaudos valen más que uno.
Al mismo tiempo se deshizo de la cortina y la exten­dió delicadamente sobre las cabezas de los dos amigos de modo que nada pudieran ver.
-No os mováis -les dijo-. Es cosa de un momento
-Cuidado -dijo Marcelo-. Si la cortina tiene algún agujero no respondo de nada. No os habéis querido confiar en nosotros, y damos nuestra palabra por no empeñarla.
-Afortunadamente, tampoco está empeñado mi vestido -contestó la señorita Pinsón. Ya estoy -añadió riéndose y echando la cortina al suelo. ¡Pobre trajecito mío! ¡Me parece nuevo! ¡Oh, qué placer estar dentro de él!
-¿Y vuestro secreto? ¿Nos revelaréis ahora? Va­mos decidlo francamente. Nosotros no somos habladores
¿Cómo y por qué una joven como vos, sensata, ordenada, virtuosa y modesta, repentinamente ha colgado todo su vestuario en un clavo?
-¿Por qué? ¿Por qué?... -respondió la señorita Pin­són, como dudando.
Y tomando a sus dos amigos del brazo, les llevó hacia la puerta, diciendo:
Venid conmigo y lo veréis.
Como Marcelo preveía, les condujo a la calle del Es­polón.
  
VIII

Marcelo había ganado la apuesta. Los cuatro francos y el pedazo de tarta de la señorita Pinsón estaban en la mesa de Rougette, al lado de los restos del pollo que le enviara Eugenio. La pobre enferma, aunque un poco me­jor, estaba en cama todavía; y a pesar de su inmensa gratitud hacia su desconocido bienhechor, encargó a su amiga la disculpase con los visitantes, por no serle posible recibirlos en aquel estado.
-¡La conozco muy bien! -dijo Marcelo. Ha de es­tar muriéndose en un camastro en su buhardilla, y aún se hará la duquesa.
Los dos amigos, muy a su pesar, se vieron obligados a volverse a su casa como vinieron, no sin reírse de tanta virtud y discreción, muy rara vez alojadas en un sotabanco.
Después de haber ido a las clases en la Escuela de Me­dicina, comieron juntos y fueron a pasear por el bulevar de italianos, en tanto que Marcelo, fumándose el cigarro de la apuesta, hablaba así:
-Después de todo esto, ¿te negarás a reconocer que tengo sobrados motivos para amar profundamente a estas pobres criaturas? Consideremos las cosas con frialdad y desde un punto de vista filosófico. Al quitarse su traje es­ta pequeña Mimí, a la que tanto has calumniado, ¿no ha hecho una obra más elogiable y hasta más cristiana que el buen rey Roberto permitiendo a un mendigo que le cor­tase la franja de su manto? Por una parte, el buen rey Ro­berto tenía sin lugar a dudas otros muchos trajes de re­puesto; y por otra parte, según cuenta la historia, el buen rey Roberto estaba en las postrimerías de un banquete cuando cierto mendigo, deslizándose en cuatro pies, llegó hasta la mesa y con unas tijeras cortó la franja de oro del manto real.
La reina se mostró enfurecida por el hecho; pero el generoso monarca lo perdonó. Todo ello es cierto, y está bien; mas no hay que olvidar que el rey acababa de comer opíparamente. ¿Ves qué diferencia entre Mimí y el buen rey Roberto? Cuando Mimí se enteró de la desgracia de Rougette, seguramente estaba en ayunas, y estoy con­vencido de que el pedazo de tarta que ocultó mientras bai­laba lo destinaba de antemano para su propio desayuno. ¿Y qué fue lo que hizo? En vez de desayunar se va a misa, procediendo también en esto igual al buen rey Roberto, que era muy piadoso, es verdad, pero que pasaba el tiem­po cantando en el coro, en tanto que los normandos hacían de las suyas. El rey Roberto regala la franja de su manto, pero se conserva éste; Mimí, en cambio, empeña todo su traje al padre Cadedis, gesto incomparable en quien, co­rno Mimí, es mujer joven, bonita, coqueta y pobre, y en quien -mira bien- necesita su traje para ir, como de cos­tumbre, a ganarse el pan del día. De manera que no sólo se priva de la tarta que pensaba comer, sino que volunta­riamente resuelve no probar bocado. Hay que advertir, ade­más, que el padre Cadedis está muy lejos de ser un men­digo y de arrastrarse en cuatro pies hasta la mesa. El rey Roberto no hizo un extraordinario sacrificio renunciando a su franja, dado que ya estaba cortada, y hasta pudiera ser que antes la llevara cosida al manto y lista para ser sus­tituida; mientras que Mimí, muy ajena a sospechar que la privasen de su traje, se desprende de él voluntariamente y se despoja de su prenda más querida, más preciosa y más útil que los oropeles de todas las pasamanerías de París. Mimí sale ataviada con una humilde cortina, no a otro lugar que a la iglesia, pues antes se dejaría cortar un brazo que mostrarse así en Luxemburgo o las Tullerías; pero sí ante Dios, porque es la hora en que diariamente le reza. Créeme, Eugenio, en el solo hecho de atravesar así vestida la plaza de Saint-Michel, la calle de Tournon y la calle del Petit-Lion, donde todo el mundo la conoce, hay más valor, humildad y virtud que en todos los himnos del buen rey Roberto. Y mientras han elogiado tanto a éste, desde el gran Bossuet hasta el ramplón Anquetil, la pobre Mimí morirá en su sotabanco, entre unos cirios y un puñado de flores.
- Mucho mejor para ella -dijo Eugenio.
-Y si aún hiciéramos otra comparación -dijo Mar­celo, podríamos establecer un paralelo entre Mucio Scé­vola y Rougette. Aquél resistió, es cierto, durante cinco minutos el laceramiento de un brazo abrasado a la llama de un brasero; pero ¿qué era aquello para un romano de tiempos de Tarquino, comparado con una griseta de esta época que lleva veinticuatro horas sin comer? Los dos lo han padecido en silencio; más examinemos por qué moti­vos. Mucio está en medio de un campamento y en pre­sencia de un rey etrusco, al que ha querido matar; le ha fallado el golpe y ha caído prisionero. ¿Qué se le ocurre para salvar su vida? Un bello gesto. Y para que lo admi­ren antes de matarlo se achicharra una mano tomando una brasa; más nada prueba que el brasero de donde la tomó estuviera bien encendido ni que la mano quedase reducida a cenizas. Entonces el generoso Porsenna, helado por la fanfarronada, lo perdona y lo pone en libertad. Se puede afirmar que el tal Porsenna, capaz de tal perdón, estaba aquel día bien dispuesto, y que Scévola esperaba que sa­crificando un brazo podría salvar la cabeza. Rougette, por el contrario, soporta pacientemente el más espantoso y len­to de los suplicios: el hambre. Nadie la ve. Está sola en su cuchitril, sin nadie que la admire: ni Porsenna, o sea el barón, ni los romanos, o sean los vecinos; ni los etrus­cos, o sean sus acreedores, y, en fin, sin el brasero, porque la hornalla está apagada. Entonces, ¿por qué padece sin quejarse? Desde luego, por vanidad, es verdad; pero Mu­elo estaba en el mismo caso. Sufre en silencio, y ésta es su mayor gloria, por grandeza de alma. Si se recluye en su dolor, es justamente para que sus amigos no sepan que se muere, para que no le tengan compasión, para que su camarada Pinsón, cuya generosidad conoce, no se vea obli­gada a socorrerla, como ha hecho. Muelo, en el caso de Rougette, hubiera simulado morir en silencio, pero en una plaza pública. Su taciturna y sublime arrogancia hubiera encontrado una manera delicada de pedir un vaso de vino y un mendrugo. Es cierto que Rougette ha pedido un luis al barón, a quien insisto en comparar con Porsenna; ¿pe­ro no comprendes que evidentemente el barón habrá recibido de Rougette ciertos favores especiales? Esto salta a la vista del menos avisado. Y si además, como tú has sos­pechado muy atinadamente, el barón se ha ido, en efecto, al campo, entonces Rougette está perdida. Y no he de admitir la insostenible razón que se opone a todas las be­llas acciones femeninas; esto es, que las mujeres no saben lo que hacen, y que corren al borde del abismo como los gatos al borde del tejado. Rougette sabe lo que es la muerte. La vio muy de cerca una vez que se arrojó al Sena. Algunas veces le he preguntado si sufrió, y siempre me ha contestado que no; que no sintió nada hasta que los barqueros la rescataron tirándole de las piernas y rascán­dole, como ella dice, la cabeza con el borde de la barca.
-Basta -dijo Eugenio; no continúes con tus amar­gos sarcasmos. Respón-deme con seriedad: ¿Crées que tan terribles pruebas, repetidas una y otra vez, siempre ame­nazando, pueden dar buen fruto? Estas pobres criaturas, sin consejos, sin ayuda y a su libre albedrío, ¿tienen sufi­ciente sentido como para aprovechar la experiencia? ¿Hay un demonio tentador que las arrastra siempre a la desgra­cia y la locura, o, a pesar de tantas extravagancias, pueden volver al camino del bien? He aquí tina que, según dices, reza, va a misa y cumple con la iglesia; vive honradamente de su trabajo; sus compañeras parecen estimarla, y hasta vosotros mismos, sin respeto a nada, no la tratáis como a las demás. He aquí otra que pasa sin cesar de la alegría y la abundancia a la amarga miseria, de la rumbosidad a los horrores del hambre, y que debía acordarse de las crueles lecciones que recibe. ¿Crees que con buenos consejos, una vida ordenada y alguna ayuda se puede, hacer de estas dos loquillas dos criaturas sensatas? Si así es, dímelo. Una ocasión se nos presenta. Vamos a casa de la pobre Rougette. Todavía estará en cama asistida por su amiga. No me quites mi idea, déjame hacer. Voy a inten­tar conducirla por el buen camino, voy a hablarle sincera mente, sin recriminaciones ni sermones; acercándome a su lecho y estrechando su mano, le diré. ..
En ese instante los dos amigos pasaban ante el café Tortoni. En la claridad de una ventana se dibujaba la figura de dos jóvenes que saboreaban un sorbete. Al verlos, una agitó el pañuelo y la otra rompió en una sonora carcajada.
-¡Diablo! -dijo Marcelo. Si quieres hablarle no tienes que ir tan lejos. Míralas. ¡Mimí con su traje, y Rougette con sus plumas blancas, siempre tras de los placeres! Sin duda el barón se ha portado bien.

IX

-Y semejante locura ¿no te aterra? -dijo Eugenio.
-En efecto -respondió Marcelo. Pero te suplico que cuando hables mal de las grisetas hagas una excep­ción con la pequeña Pinsón. Nos ha divertido con su char­la durante una velada, ha empeñado su traje por cuatro francos y se ha hecho un chal de una cortina; y quien lo que sabe, da lo que tiene y hace lo que puede, no está obligado a más.

1.060. Musset (Alfred de),



[1] San Mateo, cap. 23, v. 27­
[2] Especie de rosoli, más delicado que el común y hecho con guindas y otros ingredientes aromáticos.
[3] Pinsón: pajarillo pinzón.
[4] Tela de algodón que se fabrica en Guingamp.
[5] Cadedis: abreviatura de la expresión gascona Cap de Dious: Cabeza de Dios.