Augusto
Rejoncillo, hijo legítimo del legítimo matrimonio de D. Roque,
magistrado del Supremo, y de doña Olegaria Martín y Martín,
difunta, se hizo doctor en ambos derechos a los veinte años, doctor
en ciencias físicas y matemáticas a los veintidós, y doctor en
filosofía y letras a los veintitrés. Pero desde que tomó la
primera borla empezó a figurar y a ser secretario de todo, y a pedir
la palabra en la Academia de Jurisprudencia, y a decir: «Entiendo
yo, señores», y «tengo para mí».
y
no era que tuviese para sí, sino que quería tener y retener y
guardar para la vejez; por lo cual él y su papá bebían los
vientos; y apenas se formaba un nuevo partido político, allí estaba
Rejoncillo de los primeros, muy limpio, muy guapo (porque era buen
mozo, vistoso), de levita ceñida, sombrero reluciente y guantes de
pespuntes colorados y gordos. No lo había como él para alborotar ni
para manipulaciones electorales. Había él hecho más mesas que el
más acreditado ebanista, y el que quisiera ser presidente de alguna
cosa, no tenía más que encargárselo.
Era
colaborador de varios periódicos, pero confesaba que le cargaba la
prensa; él prefería la tribuna. A las redacciones iba de parte del
jefe de semana (es decir, el jefe del partido o de la partida en que
militaba
aquella semana Augusto); llevaba bombos
escritos por el mismo jefe o pos Rejoncillo, pero inspirados en todo
caso por el jefe. Para esto y para pedir las butacas del Real o los
billetes de un baile, solía presentarse en las oficinas de los
periódicos, de las que salía pronto, porque le cargaban los
periodistas humildes, y sobre todo los que presumían de literatos.
«Él
también escribía», pero no letras de molde, en papel de muchas
pesetas; escribía pedimentos y demás lucubraciones de litigio. Era
pasante en casa de un abogado famoso, que era también jefe de grupo
en el Congreso, y presidente de dos consejos: administrativos de
empresas ferrocarrileras.
Tanto
como despreciaba la literatura, respetaba y admiraba el foro
Rejoncillo, pera no como «fin último», según decía él, sino
como preparación para la política y ayuda de gastos.
Él
pensaba hacerse famoso como político, y de este modo ganar clientes
en cuanto abogado; y una vez abogado con pleitos, sacar partido, de
esto para ganar en categoría política. Era lo corriente, y
Rejoncillo nunca hacía más que lo corriente, que era lo mejor. Sólo
que lo hacía con mucho empuje.
Eso
sí: los empujones de Rejoncillo eran formidables; si para ocupar un
puesto que le convenía tenía que acometer a un pobre prójimo
colocado al borde del abismo, por ejemplo, al borde del viaducto de
la calle de Segovia, Rejoncillo no vacilaba un momento, y daba un
codazo, o aunque fuera una patada, en el vientre del estorbo, y se
quedaba tan fresco como Segismundo en La
vida es sueño,
diciendo para su capote: «¡Vive Dios, que pudo ser!». Para que la
conciencia no le remordiera, se había hecho a su tiempo debido
escéptico de los disimulados, que son los que tienen más gracia;
escéptico que guardaba su opinión y profesaba la corriente y
defendía todo lo estable, todo lo viejo, todo lo que «podía llegar
a ser gobierno, en suma».
En
un té político-literario conoció Augusto a Cofiño y a su hija.
Rita había ido a semejante fiesta porque el ama de la casa era tan
política como su esposo, o más, y había convidado a las amigas.
Cofiño había aceptado la invitación, porque el político era
además literato. Hubo brindis, y Rejoncillo, pulcro, estirado,
serio, con unos puños de camisa que daban gloria y despedían rayos
de blancura, habló como un sacamuelas ilustrado, imitando el estilo
y criterio del amo de la casa. Hizo
furor.
Fue el suyo el discurso de la noche. ¡Qué bien había sabido tratar
las áridas materias políticas y administrativas con imágenes
pintorescas y otros recursos retóricos, a fin de que no se
aburrieran las señoras! Habló del calor del hogar con motivo de
insultar al ministro de Hacienda; demostró que el impuesto
equivalente al de la sal conspiraba contra esa piedra angular del
edificio social que se llama la familia; y una vez dentro de la
familia, hizo prodigios de elocuencia. ¿Por qué se perdió Francia?
Por la disolución de la familia. ¿Por qué España se conservaba?
Por la vida de familia. Hizo el panegírico de la madre, el elogio de
la abuela, la apoteosis del padre y del hijo, y hasta tuvo arranques
patéticos en pro de los criados fieles y antiguos. Pues bien: todo
aquello quería destruirlo en un
hora
(un hora dijo) el ministro de Hacienda. Síntesis que el único
ministerio viable sería el que formase el amo de la casa. De cuya
esposa era amante Rejoncillo, según malas lenguas.
El
triunfo de Augusto fue solemne. Al día siguiente hablaron de él los
periódicos. El amo de la casa del té le hizo secretario suyo. Y él,
enterado de que una joven, Rita, que le había aplaudido mucho
aquella noche, era rica, se propuso tomar aquella plaza, y se hizo
presentar en casa de Cofiño.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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