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lunes, 15 de septiembre de 2014

Sinfonia de dos novelas - Cap. II

Augusto Rejoncillo, hijo legítimo del legítimo matrimonio de D. Roque, magistrado del Supremo, y de doña Olegaria Martín y Martín, difunta, se hizo doctor en ambos derechos a los veinte años, doctor en ciencias físicas y matemáticas a los veintidós, y doctor en filosofía y letras a los veintitrés. Pero desde que tomó la primera borla empezó a figurar y a ser secretario de todo, y a pedir la palabra en la Academia de Jurisprudencia, y a decir: «Entiendo yo, señores», y «tengo para mí».
y no era que tuviese para sí, sino que quería tener y retener y guardar para la vejez; por lo cual él y su papá bebían los vientos; y apenas se formaba un nuevo partido político, allí estaba Rejoncillo de los primeros, muy limpio, muy guapo (porque era buen mozo, vistoso), de levita ceñida, sombrero reluciente y guantes de pespuntes colorados y gordos. No lo había como él para alborotar ni para manipulaciones electorales. Había él hecho más mesas que el más acreditado ebanista, y el que quisiera ser presidente de alguna cosa, no tenía más que encargárselo.
Era colaborador de varios periódicos, pero confesaba que le cargaba la prensa; él prefería la tribuna. A las redacciones iba de parte del jefe de semana (es decir, el jefe del partido o de la partida en que militaba aquella semana Augusto); llevaba bombos escritos por el mismo jefe o pos Rejoncillo, pero inspirados en todo caso por el jefe. Para esto y para pedir las butacas del Real o los billetes de un baile, solía presentarse en las oficinas de los periódicos, de las que salía pronto, porque le cargaban los periodistas humildes, y sobre todo los que presumían de literatos.
«Él también escribía», pero no letras de molde, en papel de muchas pesetas; escribía pedimentos y demás lucubraciones de litigio. Era pasante en casa de un abogado famoso, que era también jefe de grupo en el Congreso, y presidente de dos consejos: administrativos de empresas ferrocarrileras.
Tanto como despreciaba la literatura, respetaba y admiraba el foro Rejoncillo, pera no como «fin último», según decía él, sino como preparación para la política y ayuda de gastos.
Él pensaba hacerse famoso como político, y de este modo ganar clientes en cuanto abogado; y una vez abogado con pleitos, sacar partido, de esto para ganar en categoría política. Era lo corriente, y Rejoncillo nunca hacía más que lo corriente, que era lo mejor. Sólo que lo hacía con mucho empuje.
Eso sí: los empujones de Rejoncillo eran formidables; si para ocupar un puesto que le convenía tenía que acometer a un pobre prójimo colocado al borde del abismo, por ejemplo, al borde del viaducto de la calle de Segovia, Rejoncillo no vacilaba un momento, y daba un codazo, o aunque fuera una patada, en el vientre del estorbo, y se quedaba tan fresco como Segismundo en La vida es sueño, diciendo para su capote: «¡Vive Dios, que pudo ser!». Para que la conciencia no le remordiera, se había hecho a su tiempo debido escéptico de los disimulados, que son los que tienen más gracia; escéptico que guardaba su opinión y profesaba la corriente y defendía todo lo estable, todo lo viejo, todo lo que «podía llegar a ser gobierno, en suma».
En un té político-literario conoció Augusto a Cofiño y a su hija. Rita había ido a semejante fiesta porque el ama de la casa era tan política como su esposo, o más, y había convidado a las amigas. Cofiño había aceptado la invitación, porque el político era además literato. Hubo brindis, y Rejoncillo, pulcro, estirado, serio, con unos puños de camisa que daban gloria y despedían rayos de blancura, habló como un sacamuelas ilustrado, imitando el estilo y criterio del amo de la casa. Hizo furor. Fue el suyo el discurso de la noche. ¡Qué bien había sabido tratar las áridas materias políticas y administrativas con imágenes pintorescas y otros recursos retóricos, a fin de que no se aburrieran las señoras! Habló del calor del hogar con motivo de insultar al ministro de Hacienda; demostró que el impuesto equivalente al de la sal conspiraba contra esa piedra angular del edificio social que se llama la familia; y una vez dentro de la familia, hizo prodigios de elocuencia. ¿Por qué se perdió Francia? Por la disolución de la familia. ¿Por qué España se conservaba? Por la vida de familia. Hizo el panegírico de la madre, el elogio de la abuela, la apoteosis del padre y del hijo, y hasta tuvo arranques patéticos en pro de los criados fieles y antiguos. Pues bien: todo aquello quería destruirlo en un hora (un hora dijo) el ministro de Hacienda. Síntesis que el único ministerio viable sería el que formase el amo de la casa. De cuya esposa era amante Rejoncillo, según malas lenguas.
El triunfo de Augusto fue solemne. Al día siguiente hablaron de él los periódicos. El amo de la casa del té le hizo secretario suyo. Y él, enterado de que una joven, Rita, que le había aplaudido mucho aquella noche, era rica, se propuso tomar aquella plaza, y se hizo presentar en casa de Cofiño.

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

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