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domingo, 12 de enero de 2014

Pobreza y humildad llevan al cielo

Había una vez el hijo de un rey que salió a recorrer mundo, y  estaba lleno de pensamientos y de tristeza. Él miraba al cielo, que era tan maravillosa-mente puro y azul. Entonces suspiró, y dijo, 
-"¡Qué bien estaría todo si uno estuviera allá arriba en el cielo!"
Entonces vio a un hombre pobre y canoso que venía por el camino hacia él, y le preguntó, 
-"¿Cómo puedo llegar al cielo?" 
El hombre contestó, 
-"Con pobreza y humildad. Póngase mi ropa harapienta, deambule por el mundo durante siete años, y llegue a conocer cómo es la miseria, no tome ningún dinero, pero si llega a sentirse hambriento, pida a corazones compasivos un poco del pan; de esta manera tendrá a su alcance el cielo."
Entonces el hijo del Rey se quitó su magnífico abrigo, y se puso en su lugar la ropa del mendigo, y salió a recorrer el amplio mundo, sufriendo gran miseria.
Él tomaba muy poco alimento, casi nada, pero rezaba al Señor para que lo llevara a su cielo. Cuando habían terminado los siete años, volvió al palacio de su padre, pero nadie lo reconoció. Él dijo a los criados, 
-"Vayan y digan a mis padres que he vuelto otra vez."
 Pero los criados no le creyeron, y se rieron y lo abandonaron dejándolo de pie allí mismo.
Entonces dijo, 
-"Vayan y le dicen a mis hermanos que pueden bajar, ya que me mucho me gustaría verlos otra vez." 
Los criados no harían eso tampoco, pero al fin uno de ellos fue, y le dijo a los hijos del rey su mensaje, pero éstos no lo creyeron, y no se preocuparon por ello. Entonces él escribió una carta a su madre, y describió toda su miseria, pero él no le dijo que era su hijo. De este modo, compadeciéndose la reina, le otorgó un lugar bajo la escalera, y ordenó a dos criados darle alimento diariamente.
Pero uno de ellos era malévolo y se dijo, 
-"¿Por qué debería el mendigo tener buen alimento?"- y en vez de dárselo, se lo dejaba para él mismo, o lo daba a los perros, y le daba al  débil y desgastado mendigo solamente agua; el otro criado, sin embargo, era honesto, y entregaba al mendigo lo que le era enviado. Era poco, pero con aquello podía vivir un rato, y todo el tiempo él era completamente paciente, pero se puso continuamente más débil.
Como sin embargo, su enfermedad aumentó, él deseó recibir el último sacramento. En la misa, cuando el cáliz estaba siendo elevado y bajado, todas las campanas en la ciudad y vecindad comenzaron a sonar. Después de la misa el sacerdote fue a ver al hombre pobre bajo la escalera, y allí ya estaba muerto. En una mano él tenía una rosa, en la otra un lirio, y al lado de él estaba un papel en el cual describía su historia.
Cuando él fue sepultado, una rosa creció en un lado de su tumba, y un lirio en el otro.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem)

Piñoncito

Un guardabosque salió un día de caza y, hallándose en el espesor de la selva, oyó de pronto unos gritos como de niño pequeño. Dirigiéndose hacia la parte de la que venían las voces, llegó al pie de un alto árbol, en cuya copa se veía una criatura de poca edad. Su madre se había quedado dormida, sentada en el suelo con el pequeño en brazos, y un ave de rapiña, al descubrir el bebé en su regazo, había bajado volando y, cogiendo al niño con el pico, lo había depositado en la copa del árbol. Trepó a ella el guardabosque, y, recogiendo a la criatura, pensó: «Me lo llevaré a casa y lo criaré junto con Lenita». Y, dicho y hecho, los dos niños crecieron juntos. Al que había sido encontrado en el árbol, por haberlo llevado allí un ave le pusieron por nombre Piñoncito. Él y Lenita se querían tanto, tantísimo, que en cuanto el uno no veía al otro se sentía triste.
Tenía el guardabosque una vieja cocinera, la cual, un atardecer, cogió dos cubos y fue al pozo por agua; tantas veces repitió la operación, que Lenita, intrigada, hubo de preguntarle:
-¿Para qué traes tanta agua, viejecita?
-Si no se lo cuentas a nadie, te lo diré -respondióle la cocinera.
Aseguróle Lenita que no, que no se lo diría a nadie, y entonces le reveló la vieja su propósito: Mañana temprano, en cuanto el guardabosque se haya marchado de caza, herviré esta agua, y, cuando ya esté hirviendo en el caldero, echaré en él a Piñoncito y lo coceré.
Por la mañana, de madrugada, levantóse el hombre y se fue al bosque, mientras los niños seguían aún en la cama. Entonces dijo Lenita a Piñoncito:
-Si tú no me abandonas, tampoco yo te abandonaré.
Respondióle Piñoncito:
-¡Jamás de los jamases!
Y díjole Lenita:
-Pues voy a descubrirte una cosa a ti solo. Anoche, al ver que la vieja traía tantos cubos de agua del pozo, le pregunté por qué lo hacía, y me dijo que me lo diría si no se lo contaba a nadie. Yo se lo prometí, y entonces me dijo ella que esta mañana, cuando padre estuviese de caza, herviría el agua en el caldero, te echaría en él y te cocería. Así que levantémonos enseguida, vistámonos y nos escaparemos.
Levantáronse los dos niños, vistiéronse rápidamente y huyeron. Cuando el agua hirvió en el caldero, la cocinera se dirigió a la habitación en busca de Piñoncito, con el propósito de echarlo a cocer; pero al acercarse a la cama se encontró con que los dos pequeños se habían marchado. Entróle a la vieja un gran miedo, y pensó: «¿Qué diré cuando vuelva el guardabosque y vea que no están los niños? Hay que correr y traerlos de nuevo».
Envió a tres mozos, con el encargo de alcanzar a los niños y traerlos a casa. Los pequeños se habían sentado a la orilla del bosque, y, al ver de lejos a los tres criados que se dirigían hacia ellos, dijo Lenita a Piñoncito:
-Si tú no me abandonas, tampoco yo te abandonaré.
-¡Jamás de los jamases! -respondió Piñoncito.
Y Lenita:
- Transfórmate en rosal, y yo seré una rosa.
Al llegar los tres criados al bosque no vieron más que un rosal con una sola rosa; pero de los niños, ni rastro. Dijéronse entonces:
-Aquí no hay nada y, regresando a la casa, dijeron a la cocinera que sólo habían visto un rosal con una rosa. Riñólos la vieja:
-¡Bobalicones! Debisteis cortar el rosal y traer a casa la rosa. ¡Id a buscarla corriendo!
Y tuvieron que encaminarse nuevamente al bosque. Pero los niños los vieron venir de lejos, y dijo Lenita:
-Piñoncito, si tú no me abandonas, tampoco yo te abandonaré.
Respondió Piñoncito:
-¡Jamás de los jamases!
Y Lenita:
-Transfórmate en una iglesia, y yo seré una corona dentro de ella.
Al llegar los mozos vieron la iglesia, con la corona en su interior, por lo que se dijeron:
- ¡Qué vamos a hacer aquí! Volvámonos a casa.
Ya en ella, preguntóles la cocinera si habían encontrado algo. Ellos respondieron que no, aparte una iglesia con una corona dentro.
-¡Zoquetes! -increpólos la vieja. ¿Por qué no derribasteis la iglesia y trajisteis la corona?
Entonces se puso en camino la propia cocinera, acompañada de los tres criados, en busca de los niños. Pero éstos vieron acercarse a los tres hombres y, detrás de ellos, renqueando, a la vieja. Y dijo Lenita:
-Piñoncito, si tú no me abandonas, yo jamás te abandonaré.
Y dijo Piñoncito:
-¡Jamás de los jamases!
-Pues transfórmate en un estanque, y yo seré un pato que nada en él -dijo Lenita.
Llegó la cocinera y, al ver el estanque, se tendió en la orilla para sorberlo. Pero el pato acudió nadando a toda prisa y, cogiéndola por la cabeza con el pico, se la hundió en el agua, y de este modo se ahogó la bruja. Los niños regresaron a casa, alegres y contentos; y si no han muerto, todavía deben de estar vivos.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem)

Piel de oso

Durante una guerra, hubo una vez un joven que se enlistó como soldado,  y se comportaba muy valientemente, y siempre estaba en el frente a la hora de afrontar las balas. Mientras duró la guerra, todo iba bien, pero cuando llegó la paz, recibió su baja y el capitán le dijo que podría ir donde quisiera con su carabina. Sus padres habían muerto, y ya no tenía un hogar, así que fue donde sus hermanos y les pidió que lo aceptaran hasta que hubiera otra campaña militar. Los hermanos, sin embargo, eran de duro corazón y le dijeron:
-"¿Qué podríamos hacer contigo?, no nos servirías de nada. Vete y has tu propia vida."
El soldado no tenía nada excepto su carabina. Se la echó al hombro y se lanzó al ancho mundo. Llegó a un páramo donde no había nada más que ver que un círculo de árboles, y se sentó muy triste debajo de ellos, pensando sobre su destino.
-"No tengo dinero"- pensó, -"no he aprendido nada, excepto sobre los combates, y ahora que se hizo la paz, ya nadie me quiere ni me necesita, así que estoy viendo que voy a pasar hambre."
De pronto escuchó el crujir de ramas, y cuando miró alrededor, un extraño hombre estaba parado junto a él, quien usaba un abrigo verde y tenía la mirada fija, pero también tenía un pie horriblemente partido en dos partes.
-"Ya yo sé de qué estás necesitado"- dijo el hombre, "oro y posesiones tendrás, tantas como quieras proponerte, pero primero debo saber si no tienes miedo, para que yo no invierta inútilmente mis riquezas."
-"Un soldado y el miedo, ¿cómo pueden esas dos cosas estar juntas?" - contestó él, "puedes ponerme a prueba."
-"Muy bien" -contestó el hombre, "mira detrás de ti."
El soldado dio media vuelta y vio a un enorme oso, que venía gruñendo hacia él.
-"¡Ajá!" - gritó el soldado, "voy a hacerte cosquillas en la nariz, de modo que pronto perderás tu gusto por estar gruñendo."
Y apuntó hacia el oso disparándole al hocico. Éste cayó y nunca más se levantó.
-"Ya veo muy bien" -dijo el extraño, "que no te falta el coraje, pero aún hay otra condición que debes de cumplir."
-"Si eso no pone en peligro mi salvación" -replicó el soldado, que ya veía muy bien que era el Diablo el que se encontraba a su lado. 
-"De lo contrario, no tengo nada que tratar."
-"Míralo y decídelo tú mismo" -contesto el del abrigo verde, "tú deberás por los próximos siete años, no lavarte, no peinar tu barba ni tu cabello, no cortarte las uñas, ni decir un padrenuestro. Te daré un abrigo y una capa, que deberás usar todo ese tiempo. Si murieras dentro de esos siete años, tú serás mío. Si permaneces vivo, quedarás libre, e inmensamente rico por el resto de tus días."
El soldado meditó sobre la extrema posición en que se encontraba ahora, y como a menudo había afrontado la muerte, resolvió correr el riesgo de nuevo y aceptó los términos. El Diablo se quitó el abrigo verde, se lo dio al soldado y dijo:
-"Si tienes este abrigo sobre tu espalda y metes tu mano en el bolsillo, siempre lo encontrarás lleno de dinero."
Entonces le quitó la piel al oso y dijo:
-"Esta piel será tu capa, y tu cama también, pues encima de ella deberás dormir, y no debes ir a ninguna otra cama, y debido a toda esta indumentaria, serás llamado "Piel de Oso."
Después de eso, el Diablo se desvaneció. El soldado se puso el abrigo, y de una vez buscó en el bolsillo, y encontró que lo dicho era cierto. Entonces se puso la piel de oso y siguió adelante por el mundo, y se regocijaba, no faltándole nada que fuera bueno para él y malo para su bolsillo. 
Durante el primer año su apariencia fue aceptable, pero al segundo empezó a parecerse a un monstruo. Su cabello tapaba toda su cara, su barba era como un pedazo de fieltro grueso, sus dedos tenían uñas como garras, y toda su cara estaba con tal suciedad, que si una semilla cayera allí, con seguridad nacería. Quien quiera que lo veía, salía corriendo, pero como en todo lado daba dinero a los pobres para que rezaran por él para que no muriera durante esos siete años, y además pagaba bien por todo, siempre consiguió refugio.
Al cuarto año llegó a una posada donde el posadero no lo recibía, y ni siquiera quería que fuera al establo, pues tenía temor de que asustara a los caballos. Pero Piel de Oso metió su mano en el bolsillo y sacó un puñado de monedas, y el dueño de dejó persuadir a sí mismo y le dio un cuarto en una casa externa. Sin embargo, Piel de Oso fue obligado a prometer que no se dejaría ver, para que la posada no cogiera mal renombre.
 Estaba Piel de Oso sentado solo al atardecer, y deseando desde el fondo de su corazón que pronto terminaran los siete años, oyó un fuerte lamento desde una habitación contigua. Él tenía un corazón muy compasivo, así que abrió la puerta y vio a un hombre mayor  llorando amargamente y apretándose las manos. Piel de Oso se le acercó, pero el hombre saltó sobre sus pies y trató de escapar de él. Al fin, cuando el anciano percibió que la voz de Piel de Oso era humana permitió que le hablara, y por medio de palabras amables Piel de Oso logró convencerlo de que le revelara la causa de su angustia. 
Sus ingresos habían disminuido gradualmente, y él y sus hijas pasaban hambres, y estaba tan pobre que tampoco tenía con qué pagar al dueño de la posada y lo iban a poner en prisión.
-"Si ese es tu único problema" -dijo Piel de Oso, "yo tengo suficiente dinero."
Él le pidió al posadero que viniera donde ellos, le pagó la cuenta del señor y además puso una bolsa llena de monedas dentro de los bolsillos del hombre.
Cuando el señor se vio a sí mismo libre de todos sus problemas, no sabía cómo agradecer el gesto.
-"Ven conmigo" -le dijo a Piel de Oso, "mis hijas son todas buenas muchachas. Escoge una de ellas para ser tu esposa. Cuando ellas oigan lo que has hecho por mí, no te rechazarán. Tú en verdad luces un poco extraño, pero ellas pronto te aceptarán correctamente."
Eso le complació a Piel de Oso, y se fue con él. Cuando la mayor de las hijas lo vio, se alarmó tan terriblemente ante su cara, que gritó y salió corriendo espantada. La segunda hija se quedó y lo miró de pies a cabeza, y dijo:
-"¿Cómo voy a aceptar un esposo que ya no tiene una forma humana? Me gustaba más el oso afeitado que vi una vez por aquí, y que parecía un hombre con sus guantes blancos y uniforme de soldado. Si no fuera por lo feo, seguro que podría acostumbrarme."
La menor de ellas, sin embargo, dijo:
-"Querido padre, tiene que ser un buen hombre para que sin conocerte te haya ayudado a salir de problemas, y si le prometiste una esposa por lo que hizo, tu promesa debe ser cumplida. Yo no tengo inconveniente en aceptarlo."
Fue una bendición que el rostro de Piel de Oso estuviera tapado con la suciedad y el largo cabello, pues si no, todos hubieran visto cuan contento se sentía de oír aquellas palabras. Él se quitó un anillo de su dedo, lo quebró en dos partes, y le dio a la joven una mitad, y se dejó la otra para él. Escribió su nombre en la mitad de ella, y el nombre de ella en su mitad, y le rogó que guardara su mitad cuidadosamente. Entonces se alistó para salir y le dijo:
-"Debo de retirarme por tres años, y si para entonces no he regresado, quedarás libre de compromiso, pues seguramente habré muerto. Pero reza a Dios para que me conserve la vida."
La pobre prometida novia se vistió toda de negro, y cuando pensaba sobre su futuro esposo, sus ojos se llenaban de lágrimas. Y ninguna otra cosa más que desprecio y mofa le llegaba de sus hermanas mayores.
-"Ten cuidado"- decía la mayor, -"si le das la mano, te clavará las uñas."-
-"Ponte viva"- decía la segunda, -"A los osos les gusta la miel, y si eres dulce con él, te comerá entera."
-"Debes hacer todo como a él le gusta" -dijo de nuevo la mayor, "o si no te gruñirá."
-"Pero la boda será muy divertida" -continuó la segunda, "los osos bailan muy bien."
La joven prometida permaneció en silencio y no se dejó molestar por ellas. Piel de Oso, sin embargo, viajó por el mundo de un lugar a otro, hizo el bien lo más que pudo, y dio generosa ayuda a los pobres pidiéndoles que rezaran por él.
 Por fin, cuando terminó el último día de los siete años, Piel de Oso fue una vez más al páramo y se sentó bajo el círculo de árboles. No pasó mucho rato cuando el viento sopló, y el Diablo se paró junto a él, y lo miró disgustadamente, y definitivamente que estaba muy molesto. Entonces le tiró a Piel de Oso su vieja ropa de soldado, y le pidió que le devolviera su abrigo verde. 
-"No hemos terminado aún" -contestó Piel de Oso, "primero debes dejarme limpio."
Le gustara o no al Diablo, se vio obligado a traer agua y lavar a Piel de Oso, peinarlo, y cortarle las uñas. Después de todo eso, ya se veía como un bravo soldado, y mucho más apuesto que como nunca había estado antes.
 Cuando ya el Diablo partió, Piel de Oso sintió su corazón aliviado. Fue a la ciudad, se puso un magnífico abrigo de terciopelo, se montó en un carruaje tirado por cuatro caballos blancos, y se dirigió a la casa de la prometida. Nadie lo reconocía. El padre lo tomó como un distinguido general, y lo llevó a la habitación donde se encontraban sus hijas.
A Piel de Oso no le quedó más que sentarse entre las dos hermanas mayores quienes le trajeron vino, y le dieron las mejores piezas de carne, y pensaron que en todo el mundo nunca encontrarían un hombre más apuesto.
La prometida estaba sentada al lado contrario con su vestido negro, y nunca levantó sus ojos ni pronunció palabra alguna. Cuando por fin él preguntó al padre si daría a alguna de sus hijas en matrimonio, las dos mayores saltaron y corrieron a sus cuartos a ponerse espléndidos vestidos, pues cada una de ellas fantaseaba de que sería la elegida. El extraño, en cuanto quedó solo con su prometida, sacó su mitad del anillo y lo puso en el fondo de un vaso de vino que se lo pasó a través de la mesa a la joven. Ella bebió el vino, y cuando lo hubo terminado, encontró la mitad del anillo descansando en el fondo del vaso, y su corazón se aceleró.
Ella tomó su otra mitad, que usaba en una cinta alrededor de su garganta, junto a ambas mitades, y vio que calzaban exactamente juntos. Entonces él dijo:
-"Soy tu novio prometido, que conociste como Piel de Oso, pero por la gracia de Dios he recibido de nuevo mi presencia humana, y una vez más volví a estar limpio."
Él se le acercó, la abrazó y la besó. Mientras tanto las dos hermanas regresaron todas muy bien vestidas, y cuando vieron que el apuesto hombre estaba junto a la más joven, y oyeron que él era Piel de Oso, se retiraron rápidamente llenas de rabia y dolor. Pero el tiempo les sanaría las heridas y aceptaron el buen discurrir de los acontecimientos, deseando para los nuevos esposos mucha felicidad para el resto de sus días.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem)

Ocio y labor

Había una vez una joven doncella quien era muy linda, pero ociosa y negligente. Cuando ella tenía que hilar, se ponía de tan mal genio que si topaba con un pequeño nudo en el lino, inmediatamente sacaba toda la carrucha y lo tiraba al suelo al lado de ella. Pero ella tenía a una criada que era muy laboriosa, y recogía las carruchas y los trozos de lino que eran tirados por la doncella, los limpiaba y los afinaba, y con ellos se había hecho un hermoso vestido para sí misma.
Había también un hombre joven que cortejaba a la muchacha perezosa, y la boda estaba a punto de efectuarse. En vísperas de la boda, la laboriosa criada bailaba alegremente con su vestido bonito, y la novia dijo:
-“¡Hey, como brinca aquella muchacha, vestida con mis desperdicios!"
El novio oyó aquella expresión, y preguntó a la novia qué quiso ella decir con eso. Entonces le dijo que esa muchacha estaba usando un vestido hecho del lino que ella había tirado al suelo como sobras y desperdicios. Cuando el novio oyó eso, y vio lo ociosa que ella era, y cuan laboriosa era la muchacha pobre, él la dejó y fue donde la criada, a la que eligió como su esposa.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem)

Monte simeli

Había una vez dos hermanos, uno rico y otro pobre. El rico, sin embargo, nunca ayudaba al pobre, el cual se ganaba escasamente la vida comerciando maíz, y a veces le iba tan mal que no tenía para el pan de su esposa e hijos. Una vez, cuando el pobre iba con su carreta por el bosque, miró hacia un lado, y vio una grande y pelada montaña, que nunca antes había visto. Él paró y la observó con gran asombro.  
Mientras analizaba aquello, vio de pronto que venían doce grandes hombres en dirección a donde se encontraba, y pensando que podrían ser asaltantes, escondió la carreta entre la espesura, se subió a un árbol y esperó a ver que sucedía. Sin embargo, los doce hombres se dirigieron a la montaña y gritaron:
-"¡Montaña Semsi, montaña Semsi, ábrete!"
-E inmediatamente la montaña se abrió al centro, y los doce ingresaron a ella, y una vez dentro, la montaña se cerró. Al cabo de un rato, se abrió de nuevo, y los hombres salieron cargando pesados sacos sobre sus hombros. Y cuando ya todos estaban a la luz del día, dijeron:
-"¡Montaña Semsi, montaña Semsi, ciérrate!"
Y la montaña se cerró completamente, sin que quedara seña de alguna entrada a ella, y los doce se marcharon de allí.
Cuando ya no estaban a la vista, el hombre pobre bajó del árbol y fue a curiosear qué secreto había realmente escondido en la montaña. Así que se acercó y gritó:
-"¡Montaña Semsi, montaña Semsi, ábrete!"
Y la montaña se le abrió a él también. Entró a ella, y toda la montaña era una cueva llena de oro y plata, con grandes cantidades de perlas y brillantes joyas, como si fueran granos de maíz durante la cosecha. El hombre pobre no sabía que hacer, si tomar parte de ese tesoro para sí o no, pero al fin llenó sus bolsillos con oro, dejando las perlas y piedras preciosas donde estaban. Cuando salió gritó:
-"¡Montaña Semsi, montaña Semsi, ciérrate!"
Y la montaña se cerró, y regresó a casa con su carreta y su carga. 
Y desde entonces ya no tenía más ansiedad, y podía comprar el alimento para su esposa e hijos con el oro, y además buen vino en el almacén. Vivía felizmente y en desarrollo, daba ayuda a los pobres, y hacía el bien a quien necesitara. Sin embargo, cuando se le terminó el oro obtenido, fue donde su hermano y le pidió prestado un barril para medir trigo, fue a la montaña y trajo de nuevo otro poco más de oro para él, pero nunca tocó ninguna de las cosas más valiosas.
El hermano rico, sin embargo, estaba cada día más envidioso de las posesiones de su hermano, y de la buena vida que llevaba, y no podía entender de donde provenía su riqueza, ni qué era lo que su hermano hizo con el barril de medida. Entonces se le ocurrió un pequeño truco, y cubrió todo el fondo del barril con goma, y a la siguiente vez, cuando el hermano le devolvió el barril, encontró una pieza de oro pegada en él. Inmediatamente fue donde su hermano y le preguntó:
-"¿Qué es lo que mides con mi barril?"   
-"Maíz y cebada." -respondió
Entonces le mostró la pieza de oro, y le amenazó de que si no le decía la verdad, lo acusaría a las autoridades. El hermano entonces le contó toda la historia, tal como sucedió.
El hombre rico, ordenó que alistaran su carreta más grande, y se encaminó a la montaña, determinado a aprovechar la oportunidad mejor que como lo hizo su hermano, y traer de regreso una buena cantidad de diversos tesoros.
Cuando llegó a la montaña gritó:
-"¡Montaña Semsi, montaña Semsi, ábrete!"
La montaña se abrió y él ingresó. Allí estaban todos los tesoros yacentes a su vista, y por un rato no se decidía por cual empezaría. Al fin, se llenó con cuanta piedra preciosa pudo cargar. Él deseaba llevar su carga afuera, pero su corazón y su espíritu estaban también tan llenos del tesoro que hasta había olvidado el nombre de la montaña, y gritó:
-"Montaña Simelí, montaña Simelí, ábrete."
 Pero como ese no era el nombre correcto de la montaña, ella nunca se abrió y permaneció cerrada. Entonces, se alarmó, y entre más trataba de recordarlo, más se le confundían los pensamientos, y sus tesoros no le sirvieron para nada. 
Al atardecer, la montaña se abrió, y eran los doce ladrones que llegaron y entraron, y cuando lo vieron soltaron una carcajada y dijeron:
-"¡Pajarito, te encontramos al fin! ¿Creíste que nunca notaríamos que ya has venido dos veces antes? No te pudimos capturar entonces, pero esta tercera vez no podrás salir de nuevo."
Entonces el hombre rico dijo:
-"Pero no fui yo, fue mi hermano."
Y lo dejaron rogar por su vida y que dijera lo que quisiera, pero al final lo dejaron encerrado en la cueva hasta sus últimos días.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem)

Madre nieve (frau holle)

Cierta viuda tenía dos hijas, una de ellas hermosa y diligente; la otra, fea y perezosa. Sin embargo, quería mucho más a esta segunda, porque era verdadera hija suya, y cargaba a la otra todas las faenas del hogar, haciendo de ella la cenicienta de la casa. La pobre muchacha tenía que sentarse todos los días junto a un pozo, al borde de la carretera, y estarse hilando hasta que le sangraban los dedos. Tan manchado de sangre se le puso un día el huso, que la muchacha quiso lavarlo en el pozo, y he aquí que se le escapó de la mano y le cayó al fondo. Llorando, se fue a contar lo ocurrido a su madrastra, y ésta, que era muy dura de corazón, la riñó ásperamente y le dijo: “¡Puesto que has dejado caer el huso al pozo, irás a sacarlo!” Volvió la muchacha al pozo, sin saber qué hacer, y, en su angustia, se arrojó al agua en busca del huso. Perdió el sentido, y al despertarse y volver en sí, encontróse en un bellísimo prado bañado de sol y cubierto de millares de florecillas. Caminando por él, llegó a un horno lleno de pan, el cual le gritó: “¡Sácame de aquí! ¡Sácame de aquí, que me quemo! Ya estoy bastante cocido.” Acercóse ella, y, con la pala, fue sacando las hogazas.
Prosiguiendo su camino, vio un manzano cargado de manzanas, que le gritó, a su vez: “¡Sacúdeme, sacúdeme! Todas las manzanas estamos ya maduras.” Sacudiendo ella el árbol, comenzó a caer una lluvia de manzanas, hasta no quedar ninguna, y después que las hubo reunido en un montón, siguió adelante. Finalmente, llegó a una casita, a una de cuyas ventanas estaba asomada una vieja; pero como tenía los dientes muy grandes, la niña echó a correr, asustada. La vieja la llamó: “¿De qué tienes miedo, hijita? Quédate conmigo. Si quieres cuidar de mi casa, lo pasarás muy bien. Sólo tienes que poner cuidado en sacudir bien mi cama para que vuelen las plumas, pues entonces nieva en la Tierra. Yo soy la Madre Nieve.” Al oír a la vieja hablarle en tono tan cariñoso, la muchacha cobró ánimos, y, aceptando el ofrecimiento, entró a su servicio. Hacía todas las cosas a plena satisfacción de su ama, sacudiéndole vigorosamente la cama, de modo que las plumas volaban cual copos de nieve. En recompensa, disfrutaba de buena vida, no tenía que escuchar ni una palabra dura, y todos los días comía cocido y asado. Cuando ya llevaba una temporada en casa de Madre Nieve, entróle una extraña tristeza, que ni ella misma sabía explicarse, hasta que, al fin, se dio cuenta de que era nostalgia de su tierra. Aunque estuviera allí mil veces mejor que en su casa, añoraba a los suyos, y, así, un día dijo a su ama: “Siento nostalgia de casa, y aunque estoy muy bien aquí, no me siento con fuerzas para continuar; tengo que volverme a los míos.” Respondió Madre Nieve: “Me place que sientas deseos de regresar a tu casa, y, puesto que me has servido tan fielmente, yo misma te acompañaré.” Y, tomándola de la mano, la condujo hasta un gran portal. El portal estaba abierto, y, en el momento de traspasarlo la muchacha, cayóle encima una copiosísima lluvia de oro; y el oro se le quedó adherido a los vestidos, por lo que todo su cuerpo estaba cubierto del precioso metal. “Esto es para ti, en premio de la diligencia con que me has servido,” díjole Madre Nieve, al tiempo que le devolvía el huso que le había caído al pozo. Cerróse entonces el portal, y la doncella se encontró de nuevo en el mundo, no lejos de la casa de su madre. Y cuando llegó al patio, el gallo, que estaba encaramado en el pretil del pozo, gritó:

“¡Quiquiriquí,
nuestra doncella de oro vuelve a estar aquí!”

Entró la muchacha, y tanto su madrastra como la hija de ésta la recibieron muy bien al ver que venía cubierta de oro.
Contóles la muchacha todo lo que le había ocurrido, y al enterarse la madrastra de cómo había adquirido tanta riqueza, quiso procurar la misma fortuna a su hija, la fea y perezosa. Mandóla, pues, a hilar junto al pozo, y para que el huso se manchase de sangre, la hizo que se pinchase en un dedo y pusiera la mano en un espino. Luego arrojó el huso al pozo, y a continuación saltó ella.
Llegó, como su hermanastra, al delicioso prado, y echó a andar por el mismo sendero. Al pasar junto al horno, volvió el pan a exclamar: “¡Sácame de aquí! ¡Sácame de aquí, que me quemo! Ya estoy bastante cocido.” Pero le replicó la holgazana: “¿Crees que tengo ganas de ensuciarme?” y pasó de largo. No tardó en encontrar el manzano, el cual le gritó: “¡Sacúdeme, sacúdeme! Todas las manzanas estamos ya maduras.” Replicóle ella: “¡Me guardaré muy bien! ¿Y si me cayese una en la cabeza?” y siguió adelante. Al llegar frente a la casa de Madre Nieve, no se asustó de sus dientes porque ya tenía noticia de ellos, y se quedó a su servicio. El primer día se dominó y trabajó con aplicación, obedeciendo puntualmente a su ama, pues pensaba en el oro que iba a regalarle. Pero al segundo día empezó ya a haraganear; el tercero se hizo la remolona al levantarse por la mañana, y así, cada día peor. Tampoco hacía la cama según las indicaciones de Madre Nieve, ni la sacudía de manera que volasen las plumas. Al fin, la señora se cansó y la despidió, con gran satisfacción de la holgazana, pues creía llegada la hora de la lluvia de oro. Madre Nieve la condujo también al portal; pero en vez de oro vertieron sobre ella un gran caldero de pez. “Esto es el pago de tus servicios,” le dijo su ama, cerrando el portal. Y así se presentó la perezosa en su casa, con todo el cuerpo cubierto de pez, y el gallo del pozo, al verla, se puso a gritar:

“¡Quiquiriquí,
nuestra sucia doncella vuelve a estar aquí!”

La pez le quedó adherida, y en todo el resto de su vida no se la pudo quitar del cuerpo.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem)

Los tres pajarillos

Hará cosa de mil años, o tal vez más, que en estas tierras había muchos reyezuelos. Uno de ellos vivía en Teuteberg y era aficionado a la caza. Un día en que, como muchos, salió del castillo con sus cazadores, tres muchachas guardaban sus vacas al pie del monte, y, al ver al Rey con tantos corte-sanos, exclamó la mayor, señalándole y dirigiéndose a sus hermanas:
-¡Hola, hola! ¡Si no es aquél, no quiero ninguno!
Respondióle la segunda, que estaba del otro lado de la montaña, seña-lando al que iba a la derecha del Rey:
-¡Hola, hola! ¡Si no es aquél, no quiero ninguno!
Y la tercera, señalando al que se hallaba a la izquierda:
-¡Hola, hola! ¡Si no es aquél, no quiero ninguno!
Los dos últimos eran los dos ministros. Oyolo todo el Rey, y, de vuelta a palacio, mandó llamar a las tres hermanas y preguntóles qué habían dicho la víspera en la montaña. Las doncellas se negaron a repetirlo, y entonces el Rey preguntó a la mayor si lo quería por marido. Ella respondió afirmativa-mente, y los ministros preguntaron lo mismo a las otras dos, pues las tres eran hermosas y de lindo rostro, sobre todo la
Reina, que tenía cabellos como de lino.
Las dos hermanas menores no tuvieron hijos, y un día en que, el Rey hubo de ausentarse, mandólas que se quedasen a hacer compañía a la Reina para animarla, pues esperaba ser pronto madre. Dio a luz un niño, que vino al mundo con una estrella completamente roja, y entonces las dos hermanas se concertaron para arrojar al agua a la linda criatura.
Cuando ya hubieron cometido el crimen -creo que lo echaron al río Weser- un pajarillo se remontó a las alturas cantando:

«La muerte ha venido
porque Dios lo quiere.
Mas florece un lirio;
buen niño, ¿tú lo eres?».

Al oírlo las dos hermanas, asustáronse en extremo y se alejaron a toda prisa. Al regresar el Rey, dijéronle que la Reina había dado a luz un perro. Respondió el Rey:
-Lo que hace Dios, bien hecho está.
Pero a orillas del río vivía un pescador, que sacó del agua al niño, vivo todavía, y, como su mujer no tenía hijos, lo adoptaron.
Al cabo de un año, el Rey se hallaba nueva-mente de viaje, y la Reina tuvo otro hijo, que, como la vez anterior, fue arrojado al río por las malvadas hermanas. Volvió a remontarse la avecilla, cantando nuevamente:

«La muerte ha venido
porque Dios lo quiere.
Mas florece un lirio;
buen niño, ¿tú lo eres?».

Y al regresar el Rey, dijéronle que la Reina había traído al mundo otro perro, a lo que él respondió como la primera vez:
-Lo que hace Dios, bien hecho está.
Pero también el pescador salvó al segundo niño y se lo llevó a su casa.
Volvió a marcharse el Rey, y la Reina tuvo una niña, que también fue arrojada al río por las perversas hermanas. Y otra vez voló el pajarillo, cantando:

«La muerte ha venido
porque Dios lo quiere.
Mas florece un lirio;
buena niña, ¿tú lo eres?».

Al Rey le dijeron, a su vuelta a palacio, que la Reina había tenido un gato, y el monarca, encolerizado, mandó encerrar a su esposa en una cárcel, donde se pasó largos años.
Mientras tanto, los niños habían crecido, y un día el mayor salió de pesca con otros muchachos de la localidad. Éstos no lo querían, sin embargo, y, para librarse de él, le dijeron:
-¡Anda, cunero, sigue tu camino!
El niño, afligido, fue a preguntar al viejo pescador si era verdad aquello, y entonces su padre adoptivo le explicó que un día, hallándose de pesca, lo había sacado del agua. Respondióle el mocito que quería marcharse en busca de su padre, y aunque el pescador le rogó que se quedase, fue tal la insistencia del muchacho, que, al fin, hubo de ceder. Púsose el chico en camino y estuvo andando muchos días seguidos; al fin, llegó a un río muy grande y caudaloso, en cuya orilla pescaba una mujer muy vieja.
-Buenos días, abuelita -dijo el muchacho.
-Gracias -respondióle la vieja.
-Tendrás que estar pescando muchas horas, antes de coger un pez -le dijo él.
-Y tú tendrás que buscar mucho tiempo, antes de encontrar a tu padre -replicóle la anciana. ¿Cómo pasarás el río?
-¡Ay, sólo Dios lo sabe! -exclamó el mozo.
Entonces la vieja se lo cargó en hombros y lo trasladó a la otra orilla; y él siguió buscando durante largo tiempo sin obtener noticias de su padre.
Transcurrido un año, su hermano salió en su busca. Llegó al borde del río, y le sucedió lo que al otro. Y ya sólo quedaba en casa la niña, la cual echaba tanto de menos a sus hermanos, que, al fin, se decidió a rogar al pescador la permitiese salir también a buscarlos. Al llegar al río, dijo a la vieja:
-¡Buenos días, madrecita!
-Muchas gracias -respondióle la mujer.
-¡Qué Dios os ayude en vuestra pesca! -prosiguió la niña.
Al oír estas palabras, la anciana, cariñosa, la pasó a la orilla opuesta y, dándole una vara, le dijo:
-Sigue siempre por este camino, hija mía, y cuando veas un gran perro negro, pasa por delante de él sin chistar y sin manifestar temor, pero sin reírte ni mirarlo. Llegarás luego a un vasto palacio abierto, en el dintel dejas caer la vara, atraviesas el edificio de punta a punta y sales por el lado opuesto. Hay allí un antiguo manantial, en el que ha crecido un alto árbol; de una de sus ramas cuelga una jaula con un pájaro; llévatela. Llenas entonces un vaso de agua de la fuente, y emprendes el camino de regreso con las dos cosas. Al atravesar el dintel recoges la vara que dejaste caer, y, cuando vuelvas a pasar junto al perro, golpéale en la cara, asegurándote de que lo aciertas; luego te vienes de nuevo a encontrarme.
Todo sucedió como predijera la vieja, y, ya de vuelta, se encontró con sus hermanos, que habían explorado medio mundo. Siguieron los tres juntos hasta el lugar en que estaba el perro negro, y la niña lo golpeó en la cara. Inmediatamente quedó transformado en un hermoso príncipe que se sumó a ellos, y, así, llegaron al río. Alegróse la vieja al verlos a todos y los llevó a la orilla opuesta, desapareciendo después, ya que también ella había quedado desencantada. Los demás se encaminaron a la morada del viejo pescador, todos contentísimos de estar nuevamente reunidos. La jaula con el pájaro la colgaron de la pared. Pero el segundo hijo no permaneció en casa; armán-dose de un arco, se marchó a la caza. Cuando se sintió cansado, sacó su flauta y se puso a entonar una melodía. El Rey, que se hallaba también cazando, se le acercó al oírla:
-¿Quién te ha autorizado para cazar aquí? -preguntóle.
-Nadie -respondió el joven.
-¿De quién eres? -siguió preguntando el Rey. Y replicó el muchacho:
-Soy hijo del pescador.
-¡Pero si el pescador no tiene hijos! -respondió el Rey.
-Si no quieres creerlo, ven conmigo.
Hízolo así el Rey y fue a interrogar al pescador, el cual le contó toda la historia; y, en cuanto hubo terminado, el pájaro enjaulado prorrumpió a cantar:

«Solita está la madre
en la negra prisión.
¡Oh, rey! Ahí están tus hijos,
sangre de tu corazón.
Las hermanas impías
causaron tu dolor.
Al agua los echaron,
los salvó el pescador».

Asustáronse todos; el Rey se llevó a palacio al pájaro, al pescador y a los tres hijos, y mandó abrir la prisión y libertar a su esposa, la cual se hallaba enferma y en miserable estado. Pero su hija le dio a beber agua de la fuente, y, en el acto, quedó fresca y sana. Las dos malvadas hermanas fueron condenadas a morir en la hoguera, y la hija se casó con el príncipe.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem)

Los tres operarios

Éranse tres compañeros de oficio que habían convenido correr el mundo juntos y trabajar siempre en una misma ciudad. Llegó un momento, empero, en que sus patronos apenas les pagaban nada, por lo que se encontraron al cabo de sus recursos y no sabían de qué vivir.
Dijo uno:
-¿Cómo nos arreglaremos? No es posible seguir aquí por más tiempo. Tenemos que marcharnos, y si no encontramos trabajo en la próxima ciudad, nos pondremos de acuerdo con el maestro del gremio para que cada cual le escriba comunicándole el lugar en que se ha quedado; así podremos separarnos con la seguridad de que tendremos noticias los unos de los otros.
Los demás convinieron en que esta solución era la más acertada, y se pusieron en camino.
A poco se encontraron con un hombre, ricamente vestido, que les preguntó quiénes eran.
-Somos operarios que buscamos trabajo. Hasta ahora hemos vivido juntos, pero si no hallamos acomodo para los tres, nos separaremos.
-No hay que apurarse por eso -dijo el hombre -. Si os avenís a hacer lo que yo os diga, no os faltará trabajo ni dinero. Hasta llegaréis a ser grandes personajes, e iréis en coche.
Respondió uno:
-Estamos dispuestos a hacerlo, siempre que no sea en perjuicio de nuestra alma y de nuestra salvación eterna.
-No -replicó, el desconocido, no tengo interés alguno en ello. Pero uno de los mozos le había mirado los pies y observó que tenía uno de caballo y otro de hombre, por lo cual no quiso saber nada de él. Mas el diablo declaró:
-Estad tranquilos. No voy a la caza de vuestras almas, sino de otra que es ya mía en una buena parte, y sólo falta que colme la medida.
Ante esta seguridad aceptaron la oferta, y el diablo les explicó lo que quería de ellos. El primero contestaría siempre de esta forma a todas las preguntas: «Los tres»; el segundo: «Por dinero», y el último: «Era justo». Debían repetirlas siempre por el mismo orden, absteniéndose de pronunciar ninguna palabra más. Y si infringían el mandato, se quedarían inmediatamente sin dinero, mientras que si lo cumplían, tendrían siempre los bolsillos llenos. De momento les dio todo el que podían llevar, ordenándoles que, al llegar a la ciudad, se dirigiesen a una determinada hospedería, cuyas señas les dio. Hiciéronlo ellos así, y salió a recibirlos el posadero, preguntándoles:
-¿Queréis comer?
A lo cual respondió el primero:
-Los tres.
-Desde luego -respondió el hombre -; ya me lo suponía.
Y el segundo añadió:
-Por dinero.
¡Naturalmente! -exclamó el dueño.
Y el tercero:
-Y era justo.
-¡Claro que es justo! -dijo el posadero.
Después que hubieron comido y bebido bien, llegó el momento de pagar la cuenta, que el dueño entregó a uno de ellos.
-Los tres -dijo éste.
-Por dinero -añadió el segundo.
-Y era justo -acabó el tercero.
-Desde luego que es justo -dijo el dueño; pagan los tres, y sin dinero no puedo dar nada.
Ellos le abonaron más de lo que les pedía, y al verlo, los demás huéspedes exclamaron:
-Esos individuos deben de estar locos.
-Sí, lo están -dijo el posadero; les falta un tornillo.
De este modo permanecieron varios días en la posada, sin pronunciar más palabras que: «Los tres», «Por dinero», «Era justo». Pero veían y sabían lo que allí pasaba.
He aquí que un día llegó un gran comerciante con mucho dinero, y dijo al dueño:
-Señor posadero, guardadme esta cantidad, pues hay ahí tres obreros que me parecen muy raros, y temo que me roben.
Llevó el posadero la maleta del viajero a su cuarto, y se dio cuenta de que estaba llena de oro. Entonces asignó a los tres compañeros una habitación en la planta baja, y acomodó al mercader en una del piso alto. A medianoche, cuando vio que todo el mundo dormía, entró con su mujer en el aposento del comerciante y lo asesinó de un hachazo. Cometido el crimen, fueron ambos a acostarse. A la mañana siguiente se produjo una gran conmoción en la posada, al ser encontrado el cuerpo del mercader muerto en su cama, bañado en sangre. El dueño dijo a todos los huéspedes, que se habían congregado en el lugar del crimen:
-Esto es obra de esos tres estrambóticos obreros-, lo cual fue confirmado por los presentes, que exclamaron:
-Nadie pudo haberlo hecho sino ellos.
El dueño los mandó llamar y les preguntó:
-¿Habéis matado al comerciante?
-Los tres -respondió el primero.
-Por dinero -añadió el segundo.
-Y era justo -dijo el último.
-Ya lo habéis oído -dijo el posadero. Ellos mismos lo confiesan.
En consecuencia, fueron conducidos a la cárcel, en espera de ser juzgados. Al ver que la cosa iba en serio, entróles un gran miedo; más por la noche se les presentó el diablo y les dijo:
-Aguantad aún otro día y no echéis a perder vuestra suerte. No os tocarán un cabello de la cabeza.
A la mañana siguiente comparecieron ante el tribunal, y el juez procedió al interrogatorio:
-¿Sois vosotros los asesinos? -Los tres.
-¿Por qué matasteis al comerciante? -Por dinero.
-¡Bribones! -exclamó el juez. ¿Y no habéis retrocedido ante el crimen?
-Era justo.
-Han confesado y siguen contumaces -dijo el juez. Que sean ejecutados enseguida.
Fueron conducidos al lugar del suplicio, y el posadero figuraba entre los espectadores. Cuando los ayudantes del verdugo los habían subido al patíbulo, donde el ejecutor aguardaba con la espada desnuda, de pronto se presentó un coche tirado por cuatro caballos alazanes, lanzados a todo galope. Y, desde la ventanilla, un personaje, envuelto en una capa blanca, venía haciendo signos.
Dijo el verdugo:
-Llega el indulto -y, en efecto, desde el coche gritaban: «¡Gracia, ¡gracia!». Saltó del coche el diablo, en figura de noble caballero, magníficamente ataviado, y dijo:
-Los tres sois inocentes. Ya podéis hablar. Decid lo que habéis visto y oído.
Y dijo entonces el mayor:
-Nosotros no asesinamos al comerciante. El culpable está entre los espectadores -y señaló al posadero. Y en prueba de ello, que vayan a la bodega de su casa, donde encontrarán otras muchas víctimas.
Fueron enviados los alguaciles a comprobar la verdad de la acusación, y cuando lo hubieron comunicado al juez, éste ordenó que fuese decapitado el criminal.
Dijo entonces el diablo a los tres compañeros.
-Ahora ya tengo el alma que quería. Quedáis libres, y con dinero para toda vuestra vida.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem)

Los tres favoritos de la fortuna

Un padre llamó un día a sus tres hijos, y les regaló: al primero, un gallo; al segundo, una guadaña, y al tercero, un gato.
-Ya soy viejo -les dijo, se acerca mi muerte, y antes de dejaros he querido asegurar vuestro porvenir. Dineros no tengo, y lo que os doy ahora quizás os parezca de poco valor; todo depende de cómo sepáis emplearlo. Que cada uno busque un país en el que estas cosas sean desconocidas, y vuestra fortuna estará hecha.
Muerto el padre, el hijo mayor se marchó con su gallo; pero dondequiera que llegaba, el animal era conocido: en las ciudades lo veía ya desde lejos en lo alto de los campanarios, girando a merced del viento; y en los pueblos lo oía cantar. Su gallo no causaba la menor sensación, y no parecía que hubiese de traerle mucha suerte.
Llegó, por fin, a una isla, cuyos habitantes jamás habían visto un gallo, y que, además, no sabían distribuir el tiempo. Distinguían, sí, la mañana de la tarde; mas por la noche, en cuanto dormían, nunca sabían qué hora era.
-Mirad -les dijo él- este apuesto animal, que lleva en la cabeza una corona escarlata, y en los pies, espolones como un caballero. Por la noche os cantará tres veces a una hora fija, y cuando lo haga por última vez, querrá decir que está ya para salir el sol. Y cuando cante durante el día, preparaos, pues, sin duda, habrá un cambio de tiempo.
A aquellas personas les gustaron las cualidades del gallo, y se pasaron una noche sin dormir, comprobando con gran satisfacción que anunciaba la hora a las dos, las cuatro y las seis. Preguntaron entonces al joven si estaba dispuesto a venderles el ave, y cuánto pedía por ella.
-El oro que pueda transportar un asno -respondióles.
-Es una bagatela, por un animal tan precioso -declararon unánimemente los isleños, y, gustosos, le dieron por el gallo lo que pedía.
Cuando el mozo regresó a su casa con su fortuna, sus dos hermanos se quedaron admirados, y el segundo dijo:
-Pues ahora me marcho yo, a ver si logro sacar tan buen partido de mi guadaña.
No parecía probable, ya que por doquier encontraba campesinos que iban con el instrumento al hombro, como él. Finalmente, llegó también a una isla, cuyos moradores desconocían la guadaña. Cuando el grano estaba maduro llevaban a los campos cañones de artillería y los arrasaban a cañonazos. Pero era un procedimiento muy impreciso, pues unas bombas pasaban demasiado altas; otras, daban contra las espigas en vez de hacerlo contra los tallos, con lo que se perdía buena parte de la cosecha; y nada digamos del ensordecedor estruendo que metían con todo aquello. Adelantándose el joven forastero, se puso a segar silenciosamente y con tanta rapidez, que a las gentes les caía la baba de verlo. Se declararon dispuestos a comprarle la herramienta por el precio que pidiese; y, así, recibió un caballo cargado con todo el oro que pudo transportar.
Tocóle la vez al tercer hermano, que partió con el propósito de sacar el mejor partido posible de su gato. Le sucedió como a los otros dos; mientras estuvo en el continente no pudo conseguir nada, pues en todas partes había gatos, tantos, que a la mayoría de cachorros los ahogaban al nacer. Pero al fin se embarcó y llegó a una isla en la que, felizmente para él, nadie había visto jamás ninguno, y los ratones andaban en ella como Perico por su casa, bailando por encima de mesas y bancos, lo mismo si el dueño estaba, como si no. Los isleños hallábanse de aquella plaga hasta la coronilla, y ni el propio rey sabía cómo librarse de ella en su palacio. En todas las esquinas se veían ratones silbando y royendo lo que llegaba al alcance de sus dientes. Pero he aquí que entró el gato en escena, y en un abrir y cerrar de ojos limpió de ratones varias salas, por lo que los habitantes suplicaron al Rey comprase tan maravilloso animal para bien del país.
El Rey pagó gustoso lo que le pidió el dueño, que fue un mulo cargado de oro; y, así, el tercer hermano regresó a su pueblo más rico aún que los otros dos.
En palacio, el gato se daba la gran vida con los ratones, matando tantos, que nadie podía contarlos. Finalmente, le entró sed, acalorado como estaba por su mucho trabajo, y, quedándose un momento parado, levantó la cabeza y gritó: «¡Miau, miau!». Al oír aquel extraño rugido, el Rey y todos sus cortesanos quedaron aterrorizados y, presa de pánico, huyeron del palacio. En la plaza celebró consejo el Rey, para estudiar el proceder más adecuado en aquel trance. Decidióse, al fin, enviar un heraldo al gato, para que lo conminara a abandonar el palacio, advirtiéndole que, de no hacerlo, se recurriría a la fuerza. Dijeron los consejeros:
-Preferimos la plaga de los ratones, que es un mal conocido, a dejar nuestras vidas a merced de un monstruo semejante.
Envióse a un paje a pedir al gato que abandonase el palacio de buen grado; pero el animal, cuya sed iba en aumento, se limitó a contestar:
«¡Miau, miau!», entendiendo el paje: «¡no y no!»; y corrió a transmitir la respuesta al Rey.
-En este caso -dijeron los consejeros- tendrá que ceder ante la fuerza.

Trajeron la artillería y dispararon contra el castillo con bombas incen-diarias. Cuando el fuego llegó a la sala donde se hallaba el gato, salvóse éste saltando por una ventana; pero los sitiadores no dejaron de disparar hasta que todo el castillo quedó convertido en un montón de escombros.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem)