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lunes, 15 de septiembre de 2014

Zurita - Cap. IV

Pasaron meses y meses, y un año, y más. Zurita seguía en Madrid asistiendo a todas las cátedras de ciencia armónica, aunque en el fondo de su fuero interno -como él lo llamaba- ya desesperaba de encontrar lo Absoluto, el Ser, así en letra mayúscula, en el propio yo «no como este a distinción de los demás, sino en sí, en lo que era antes de ser para la relación del límite, etc.». El mísero no podía prescindir del yo finito aunque le ahorcasen.
Sin embargo, no renegaba del armonismo, aunque por culpa de este se estaba retrasando su carrera; no renegaba porque a él debía su gran energía moral, los solitarios goces de la virtud. Cuando oía asegurar que la satisfacción del bien obrar no es un placer intenso, se sonreía con voluptuosa delicia llena de misterio. ¡Lo que él gozaba con ser bueno! Tenía siempre el alma preparada como una tacita de plata para recibir la presencia de lo Absoluto, que podía ser un hecho a lo mejor. Así como algunos municipios desidiosos y dinásticos limpian las fachadas y asean las calles al anuncio de un viaje de SS. MM., Zurita tenía limpia, como ascua de oro, la pobre pero honrada morada de su espíritu, esperando siempre la visita del Ser. Además, la idea de que él era uno con el Gran Todo le ponía tan hueco y le daba tales ínfulas de personaje impecable, que el infeliz pasaba las de Caín para no cometer pecados ni siquiera de los que se castigan como faltas. Él podría no encontrar lo Absoluto, pero el caso era que persona más decente no la había en Madrid.
Y cuando discutía con algún descreído decía Aquiles triunfante con su vocecilla de niño de coro:
-Vea V.; si yo no creyera en lo Absoluto, sería el mayor tunante del mundo; robaría, seduciría casadas y doncellas y viudas.  
Y después de una breve pausa, en que se imaginaba el bendito aquella vida hipotética de calavera, repetía con menos convicción y menos ruido:
-Sí, señor, sería un pillo, un asesino, un ladrón, un libertino...
Por aquel tiempo algunos jóvenes empezaban a decir en el Ateneo que el mentir de las estrellas es muy seguro mentir; que de tejas arriba todo eran conjeturas; que así se sabía lo que era la esencia de las cosas como se sabe si España es o no palabra vascongada. Casi todos estos muchachos eran médicos, más o menos capaces de curar un constipado, alegres, amigos de alborotar y despreocupados como ellos solos. Ello es que hablaban mucho de Matemáticas, y de Física, y de Química, y decían que los españoles éramos unos retóricos, pero que afortunada-mente ellos estaban allí para arreglarlo todo y acabar con la Metafísica, que, según parecía, era lo que nos tenía arruinados.
Zurita, que se había hecho socio transeúnte del Ateneo, merced a un presupuesto extraordinario que amenazaba labrar su ruina, Zurita oía con la boca abierta a todos aquellos sabios más jóvenes que él, y algunos de los cuales habían estudiado en París, aunque pocos. Los enemigos de la Metafísica se sentaban a la izquierda, lo mismo que Aquiles, que era liberal desde que era armónico. Algunas veces el orador antimetafísico y empecatado decía: «Los que nos sentamos en estos bancos creemos que tal y que cual». Zurita saltaba en la butaca azul, porque él no creía aquello. Su conciencia comenzó a sufrir terribles dolores.
Una noche un joven que estaba sentado junto a él y a quien había visto dos años atrás en la Universidad cursando griego y jugando al toro por las escaleras, se levantó para decir que el krausismo era una inanidad; que en España se había admitido por algunos, porque acabábamos de salir de la primera edad, o sea de la teológica, y estábamos en la metafísica; pero era preciso llegar a la edad tercera, a la científica o positiva.
Zurita no durmió aquella noche. Lo de estar en la segunda edad le parecía un atraso y, francamente, él no quería quedarse a la zaga.  
Volvió al Ateneo, y... nada, todos los días lo mismo.
No había Metafísica; no había que darle vueltas. Es más, un periódico muy grande, a quien perseguía mucho el Gobierno por avanzado, publicaba artículos satíricos contra los ostras que creían en la psicología vulgar, y los equiparaba a los reaccionarios políticos.
Zurita empezó a no ver claro en lo Absoluto.
Por algo él no encontraba el Ser dentro de sí, antes del límite, etc., etc.
«¿Sería verdad que no había más que hechos?
»Por algo lo dirían aquellos señoritos que habían estudiado en París, y los otros que sabían o decían saber, termodinámica».
Discutiendo tímidamente en los pasillos con un paladín de los hechos, con un enemigo de toda ciencia a priori, Zurita, que sabía más lógica que el otro, le puso en un apuro, pero el de los hechos le aplastó con este argumento:
-¿Qué me dice V. a mí, santo varón, a mí, que he comido tres veces con Claudio Bernard, y le di una vez la toalla a Vulpián, y fui condiscípulo de un hijo del secretario particular de Littré?...
Zurita calló, anonadado. ¡Se vio tan ridículo en aquel momento! ¿Quién era él para discutir con el hombre de la toalla...? ¿Cuándo había comido él con nadie?
Dos meses después Aquiles se confesaba entre suspiros «que había estado perdiendo el tiempo lastimosamente». El armonismo era una bella, bellísima y consoladora hipótesis... pero le faltaba la base, los hechos...
«¡No había más que hechos por desgracia!».
-Bien; pero ¿y la moral?
¿En virtud de qué principio se le iba a exigir a él en adelante que no se dejara seducir por las patronas y por las señoras casadas?
«Si otra Engracia...», y al pensar esto se le apareció la hermosa imagen de la provocativa adúltera, que le enseñaba los dientes de nieve en una carcajada de sarcasmo. Se burlaba de él, le llamaba necio, porque había rechazado groseramente los favores sabrosos que ella le ofrecía... y resultaba que no había más que hechos, es decir, que tan hecho era el pecado como la abstención, el placer como la penitencia, el vicio como la virtud.
«¡Medrados estamos!», pensaba Zurita, desanimado, corrido, mientras se limpiaba con un pañuelo de hierbas el sudor que le caía por la espaciosa frente...
«Y a todo esto, yo no soy doctor, ni puedo aspirar a una cátedra de Universidad; tendré que contentarme con ser catedrático de Instituto, sin ascensos y sin derechos pasivos; es decir, tengo que renunciar a la familia, al amor casto, mi sueño secreto de toda la vida... ¡Oh, si yo cogiese ahora por mi cuenta al pícaro de don Cipriano, que me metió en estos trotes de filosofía armónica...!».
Y la Providencia, o mejor, los hechos, porque Zurita ya no creía en la Providencia (por aquellos días a lo menos), la casualidad en rigor, le puso delante al mismísimo don Cipriano, que volvía de los toros con su familia.
¡Sí, con su familia! Venía vestido de negro, con la levita muy limpia y flamante, y sombrero de copa, que tapaba cuidadosamente con un pañuelo de narices, porque empezaban a caer gotas; lucía además el filósofo gran pechera con botonadura de diamantes, cadena de oro y una cara muy afeitada. Daba gozo verlo. De su brazo derecho venía colgada una señora, que trascendía a calle de Toledo, como de cuarenta años, guapetona, blanca, fina de facciones y grande de cara, que no era de muchos amigos. La filósofa, que debía de ser garbancera o carnicera, ostentaba muchas alhajas de mal gusto, pero muy ricas. Delante del matrimonio una pasiega de azul y oro llevaba como en procesión un enteco infante, macrocéfalo, muy emperifollado con encajes, seda y cintas azules.
En otra ocasión Zurita no se hubiera atrevido a detener a don Cipriano, que pasaba fingiendo no verle, pero en aquel momento Aquiles tuvo el valor suficiente para estorbar el paso a la pareja rimbombante y saludar al filósofo con cierto aire triste y cargado de amarga ironía. Temblábale la voz al decir:
-Salud, mi querido maestro; ¡cuántos siglos que no nos vemos!
La filósofa, que le comía las sopas en la cabeza a Zurita, le miró con desprecio y sin ocultar el disgusto. Don Cipriano se puso muy colorado, pero disimuló y procuró estar cortés con su antigua víctima de trascendentalismo.
En pocas palabras enteró a Zurita de su nuevo estado y próspera fortuna.
Se había casado, su mujer era hija de un gran maragato de la calle de Segovia, tenían un hijo, a quien había bautizado porque había que vivir en el mundo; él ya no era krausista, ni los había desde que Salmerón estaba en París. El mismo don Nicolás, según cartas que don Cipriano decía tener, iba a hacerse médico positivista.
-Amigo mío -añadió el ex-filósofo poniendo una mano sobre el hombro de Zurita- estábamos equivocados; la investigación de la Esencia del Ser en nosotros mismos es un imposible, un absurdo, cosa inútil; el armonismo es pura inanidad (¡dale con la palabreja!, pensaba Zurita), no hay más que hechos. Aquello se acabó; fue bueno para su tiempo; ahora la experimentación... los hechos... Por lo demás, buena corrida la de esta tarde; los toros como del Duque; el Gallo superior con el trapo, desgraciado con el acero... Rafael, de azul y oro, como el ama, algo tumbón pero inteligente. Y ya sabe V., si de algo puedo servirle... Duque de Alba, 7, principal derecha...
La hija del maragato saludó a Zurita con una cabezada, sin soltar, es decir, sin sonreír ni hablar; y aquel matrimonio de mensajerías desapareció por la calle de Alcalá arriba, perdiéndose entre el polvo de un derribo...
-¡Estamos frescos! -se quedó pensando Zurita-. De manera que hasta ese Catón se ha pasado al moro; no hay más que hechos... don Cipriano es un hecho... y se ha casado con una acémila rica... y hasta tiene hijos... y diamantes en la pechera... Y yo ni soy doctor... ni puedo acaso aspirar a una cátedra de Instituto, porque no estoy al tanto de los conocimientos modernos. Sé pensar y procurar vivir con arreglo a lo que me dicta mi conciencia; pero esto ¿qué tiene que ver con los hechos? En unas oposiciones de Psicología, Lógica y Ética, por ejemplo, ¿me van a preguntar si soy hombre de bien? No, por cierto.
Y suspirando añadía: 
-Me parece que he equivocado el camino.
En un acceso de ira, ciego por el desencanto, que también deslumbra con sus luces traidoras, quiso arrojarse al crimen... y corrió a casa de doña Engracia, dispuesto a pedirle su amor de rodillas, a declarar y confesar que se había portado como un beduino, porque no sabía entonces que todo eran hechos, y nada más que hechos...
Llegó a la casa de aquella señora. El corazón se le subió a la garganta cuando se vio frente a la portería, que en tanto tiempo no había vuelto a pisar...
-El señor Tal, ¿vive aquí todavía?
-Sí, señor; segundo de la izquierda...
Zurita subió. En el primer piso se detuvo, vaciló... y siguió subiendo.
Ya estaba frente a la puerta, el botón dorado del timbre brillaba en su cuadro de porcelana; Aquiles iba a poner el dedo encima...
¿Por qué no? No existía lo Absoluto, o por lo menos, no se sabía nada de ello; no había más que hechos; pues para hecho, Engracia, que era tan hermosa...
-Llamo -se dijo en voz alta para animarse.

Y no llamó.
-¿Quién me lo impide? -preguntó a la sombra de la escalera.
Y una voz que le sonó dentro de la cabeza respondió.
-Te lo impide... el imperativo categórico... Haz lo que debes, suceda lo que quiera.
Aquiles sacudió la cabeza en señal de duda.
-No me convenzo -dijo; pero dio media vuelta y a paso lento bajó las escaleras.
En el portal le preguntó la portera...
-¿Han salido? Pues yo creía que la señora estaba...
-Sí -contestó Zurita-, pero está ocupada... está... con el imperativo categórico... con un alemán... con el diablo, ¡señora...!, ¿a V. qué le importa?
Y salió a la calle medio loco, según se saca del contexto. 

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo) 

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