Pasaron
meses y meses, y un año, y más. Zurita seguía en Madrid asistiendo
a todas las cátedras de ciencia armónica, aunque en el fondo de su
fuero interno -como él lo llamaba- ya desesperaba de encontrar lo
Absoluto, el Ser, así en letra mayúscula, en el propio yo
«no como este a distinción de los demás, sino en sí, en lo que
era antes de ser para la relación del límite, etc.». El mísero no
podía prescindir del yo
finito aunque le ahorcasen.
Sin
embargo, no renegaba del armonismo, aunque por culpa de este se
estaba retrasando su carrera; no renegaba porque a él debía su gran
energía moral, los solitarios goces de la virtud. Cuando oía
asegurar que la satisfacción del bien obrar no es un placer intenso,
se sonreía con voluptuosa delicia llena de misterio. ¡Lo que él
gozaba con ser bueno! Tenía siempre el alma preparada como una
tacita de plata para recibir la presencia de lo Absoluto, que podía
ser un hecho
a lo mejor. Así como algunos municipios desidiosos y dinásticos
limpian las fachadas y asean las calles al anuncio de un viaje de SS.
MM., Zurita tenía limpia, como ascua de oro, la pobre pero honrada
morada de su espíritu, esperando siempre la visita del Ser. Además,
la idea de que él era uno con el Gran Todo le ponía tan hueco y le
daba tales ínfulas de personaje impecable, que el infeliz pasaba las
de Caín para no cometer pecados ni siquiera de los que se castigan
como faltas. Él podría no encontrar lo Absoluto, pero el caso era
que persona más decente no la había en Madrid.
Y
cuando discutía con algún descreído decía Aquiles triunfante con
su vocecilla de niño de coro:
-Vea
V.; si yo no creyera en lo Absoluto, sería el mayor tunante del
mundo; robaría, seduciría casadas y doncellas y viudas.
Y
después de una breve pausa, en que se imaginaba el bendito aquella
vida hipotética de calavera, repetía con menos convicción y menos
ruido:
-Sí,
señor, sería un pillo, un asesino, un ladrón, un libertino...
Por
aquel tiempo algunos jóvenes empezaban a decir en el Ateneo que el
mentir de las estrellas es muy seguro mentir; que de tejas arriba
todo eran conjeturas; que así se sabía lo que era la esencia de las
cosas como se sabe si España es o no palabra vascongada. Casi todos
estos muchachos eran médicos, más o menos capaces de curar un
constipado, alegres, amigos de alborotar y despreocupados como ellos
solos. Ello es que hablaban mucho de Matemáticas, y de Física, y de
Química, y decían que los españoles éramos unos retóricos, pero
que afortunada-mente ellos estaban allí para arreglarlo todo y
acabar con la Metafísica, que, según parecía, era lo que nos tenía
arruinados.
Zurita,
que se había hecho socio transeúnte del Ateneo, merced a un
presupuesto extraordinario que amenazaba labrar
su ruina,
Zurita oía con la boca abierta a todos aquellos sabios más jóvenes
que él, y algunos de los cuales habían estudiado en París, aunque
pocos. Los enemigos de la Metafísica se sentaban a la izquierda, lo
mismo que Aquiles, que era liberal desde que era armónico. Algunas
veces el orador antimetafísico y empecatado decía: «Los
que nos sentamos en estos bancos
creemos que tal y que cual». Zurita saltaba en la butaca azul,
porque él no creía aquello. Su conciencia comenzó a sufrir
terribles dolores.
Una
noche un joven que estaba sentado junto a él y a quien había visto
dos años atrás en la Universidad cursando griego y jugando al toro
por las escaleras, se levantó para decir que el krausismo era una
inanidad;
que en España se había admitido por algunos, porque acabábamos de
salir de la primera edad, o sea de la teológica, y estábamos en la
metafísica; pero era preciso llegar a la edad tercera, a la
científica o positiva.
Zurita
no durmió aquella noche. Lo de estar en la segunda edad le parecía
un atraso y, francamente, él no quería quedarse a la zaga.
Volvió
al Ateneo, y... nada, todos los días lo mismo.
No
había Metafísica; no había que darle vueltas. Es más, un
periódico muy grande, a quien perseguía mucho el Gobierno por
avanzado, publicaba artículos satíricos contra los ostras
que creían en la psicología
vulgar,
y los equiparaba a los reaccionarios políticos.
Zurita
empezó a no ver claro en lo Absoluto.
Por
algo él no encontraba el Ser dentro de sí, antes del límite, etc.,
etc.
«¿Sería
verdad que no había más que hechos?
»Por
algo lo dirían aquellos señoritos que habían estudiado en París,
y los otros que sabían o decían saber, termodinámica».
Discutiendo
tímidamente en los pasillos con un paladín de los hechos,
con un enemigo de toda
ciencia a priori,
Zurita, que sabía más lógica que el otro, le puso en un apuro,
pero el de los hechos le aplastó
con este argumento:
-¿Qué
me dice V. a mí, santo varón, a mí, que he comido tres veces con
Claudio Bernard, y le di una vez la toalla a Vulpián, y fui
condiscípulo de un hijo del secretario particular de Littré?...
Zurita
calló, anonadado. ¡Se vio tan ridículo en aquel momento! ¿Quién
era él para discutir con el hombre de la toalla...? ¿Cuándo había
comido él con nadie?
Dos
meses después Aquiles se confesaba entre suspiros «que había
estado perdiendo el tiempo lastimosamente». El armonismo era una
bella,
bellísima
y consoladora
hipótesis... pero le faltaba la base, los hechos...
«¡No
había más que hechos por desgracia!».
-Bien;
pero ¿y la moral?
¿En
virtud de qué principio se le iba a exigir a él en adelante que no
se dejara seducir por las patronas y por las señoras casadas?
«Si
otra Engracia...», y al pensar esto se le apareció la hermosa
imagen de la provocativa adúltera, que le enseñaba los dientes de
nieve en una carcajada de sarcasmo. Se burlaba de él, le llamaba
necio, porque había rechazado groseramente los favores sabrosos que
ella le ofrecía... y resultaba que no había más que hechos, es
decir, que tan hecho era el pecado como la abstención, el placer
como la penitencia, el vicio como la virtud.
«¡Medrados
estamos!», pensaba Zurita, desanimado, corrido, mientras se limpiaba
con un pañuelo de hierbas el sudor que le caía por la espaciosa
frente...
«Y
a todo esto, yo no soy doctor, ni puedo aspirar a una cátedra de
Universidad; tendré que contentarme con ser catedrático de
Instituto, sin ascensos y sin derechos pasivos; es decir, tengo que
renunciar a la familia, al amor casto, mi sueño secreto de toda la
vida... ¡Oh, si yo cogiese ahora por mi cuenta al pícaro de don
Cipriano, que me metió en estos trotes de filosofía armónica...!».
Y
la Providencia, o mejor, los hechos, porque Zurita ya no creía en la
Providencia (por aquellos días a lo menos), la casualidad en rigor,
le puso delante al mismísimo don Cipriano, que volvía de los toros
con su familia.
¡Sí,
con su familia! Venía vestido de negro, con la levita muy limpia y
flamante, y sombrero de copa, que tapaba cuidadosamente con un
pañuelo de narices, porque empezaban a caer gotas; lucía además el
filósofo gran pechera con botonadura de diamantes, cadena de oro y
una cara muy afeitada. Daba gozo verlo. De su brazo derecho venía
colgada una señora, que trascendía a calle de Toledo, como de
cuarenta años, guapetona, blanca, fina de facciones y grande de
cara, que no era de muchos amigos. La filósofa, que debía de ser
garbancera o carnicera, ostentaba muchas alhajas de mal gusto, pero
muy ricas. Delante del matrimonio una pasiega de azul y oro llevaba
como en procesión un enteco infante, macrocéfalo, muy emperifollado
con encajes, seda y cintas azules.
En
otra ocasión Zurita no se hubiera atrevido a detener a don Cipriano,
que pasaba fingiendo no verle, pero en aquel momento Aquiles tuvo el
valor suficiente para estorbar el paso a la pareja rimbombante y
saludar al filósofo con cierto aire triste y cargado de amarga
ironía. Temblábale la voz al decir:
-Salud,
mi querido maestro; ¡cuántos siglos que no nos vemos!
La
filósofa, que le comía las sopas en la cabeza a Zurita, le miró
con desprecio y sin ocultar el disgusto. Don Cipriano se puso muy
colorado, pero disimuló y procuró estar cortés con su antigua
víctima de trascendentalismo.
En
pocas palabras enteró a Zurita de su nuevo estado y próspera
fortuna.
Se
había casado, su mujer era hija de un gran maragato de la calle de
Segovia, tenían un hijo, a quien había bautizado porque había
que vivir en el mundo;
él ya no era krausista, ni los había desde que Salmerón estaba en
París. El mismo don Nicolás, según cartas que don Cipriano decía
tener, iba a hacerse médico positivista.
-Amigo
mío -añadió el ex-filósofo poniendo una mano sobre el hombro de
Zurita- estábamos equivocados; la investigación de la Esencia del
Ser en nosotros mismos es un imposible, un absurdo, cosa inútil; el
armonismo es pura inanidad
(¡dale con la palabreja!, pensaba Zurita), no hay más que hechos.
Aquello se acabó; fue bueno para su tiempo; ahora la
experimentación... los hechos... Por lo demás, buena corrida la de
esta tarde; los toros como del Duque; el Gallo
superior con el trapo, desgraciado con el acero... Rafael, de azul y
oro, como el ama, algo tumbón pero inteligente. Y ya sabe V., si de
algo puedo servirle... Duque de Alba, 7, principal derecha...
La
hija del maragato saludó a Zurita con una cabezada, sin soltar, es
decir, sin sonreír ni hablar; y aquel matrimonio de mensajerías
desapareció por la calle de Alcalá arriba, perdiéndose entre el
polvo de un derribo...
-¡Estamos
frescos! -se quedó pensando Zurita-. De manera que hasta ese Catón
se ha pasado al moro; no hay más que hechos... don Cipriano es un
hecho... y se ha casado con una acémila rica... y hasta tiene
hijos... y diamantes en la pechera... Y yo ni soy doctor... ni puedo
acaso aspirar a una cátedra de Instituto, porque no estoy al tanto
de los conocimientos modernos. Sé pensar y procurar vivir con
arreglo a lo que me dicta mi conciencia; pero esto ¿qué tiene que
ver con los hechos? En unas oposiciones de Psicología, Lógica y
Ética, por ejemplo, ¿me van a preguntar si soy hombre de bien? No,
por cierto.
Y
suspirando añadía:
-Me
parece que he equivocado el camino.
En
un acceso de ira, ciego por el desencanto, que también deslumbra con
sus luces traidoras, quiso arrojarse al crimen... y corrió a casa de
doña Engracia, dispuesto a pedirle su amor de rodillas, a declarar y
confesar que se había portado como un beduino, porque no sabía
entonces que todo eran hechos, y nada más que hechos...
Llegó
a la casa de aquella señora. El corazón se le subió a la garganta
cuando se vio frente a la portería, que en tanto tiempo no había
vuelto a pisar...
-El
señor Tal, ¿vive aquí todavía?
-Sí,
señor; segundo de la izquierda...
Zurita
subió. En el primer piso se detuvo, vaciló... y siguió subiendo.
Ya
estaba frente a la puerta, el botón dorado del timbre brillaba en su
cuadro de porcelana; Aquiles iba a poner el dedo encima...
¿Por
qué no? No existía lo Absoluto, o por lo menos, no se sabía nada
de ello; no había más que hechos; pues para hecho, Engracia, que
era tan hermosa...
-Llamo
-se dijo en voz alta para animarse.
Y
no llamó.
-¿Quién
me lo impide? -preguntó a la sombra de la escalera.
Y
una voz que le sonó dentro de la cabeza respondió.
-Te
lo impide... el
imperativo categórico...
Haz lo que debes, suceda lo que quiera.
Aquiles
sacudió la cabeza en señal de duda.
-No
me convenzo -dijo; pero dio media vuelta y a paso lento bajó las
escaleras.
En
el portal le preguntó la portera...
-¿Han
salido? Pues yo creía que la señora estaba...
-Sí
-contestó Zurita-, pero está ocupada... está... con el imperativo
categórico...
con un alemán... con el diablo, ¡señora...!, ¿a V. qué le
importa?
Y
salió a la calle medio loco, según se saca del contexto.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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