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domingo, 15 de diciembre de 2013

El voto de rosiña

Si hay luchas electorales reñidas y encarnizadas, ninguna como la que presenció en el memorable año de 18... el distrito de Palizás (no se busque en ningún mapa). Digo que la presenció, y digo mal, porque, en efecto, la representó a lo vivo, y aún, con mayor exactitud, la padeció, sangró de ella por todas las venas. Cuando obtuvo la victoria el candidato ministerial, hecho trizas quedó el distrito. Piérdese la cuenta de los atropellos, desafueros, barrabasadas, iniquidades y trapisondas que costó «sacar» al joven Sixto Dávila, protegido a capa y espada por el ministro, pero combatido a degüello por el señor don Francisco Javier Magnabreva, conspicuo personaje de la anterior situación.
Sixto Dávila, muchacho simpático y ambiciosillo, había aceptado aquel distrito de batalla..., entre varias razones de peso, porque no le daban otro; y contando con su actividad y denuedo, impulsado por las brisas favorables que siempre soplan en la juventud -ya se sabe que no es amiga de viejos la señora Fortuna, se propuso trabajar la elección, estar en todo y no perder ripio. A caballo desde las cinco de la mañana hasta las altas horas de la noche; ayunando al traspaso o comiendo lo que saltaba; descabezando una siesta cuando podía; afrentando con su intacto capital de salud y vigor los reumatismos y la apoltronada pachorra de su contrincante, Sixto incubó su acta hasta sacarla del cascarón vivita y en regular estado de limpieza.
No fueron únicamente energías físicas las que derrochó el mozo candidato. También hizo despilfarros oportunos de frases amables, persuasivas y discretas. Con un instinto y una habilidad que presagiaban brillante porvenir, Sixto Dávila supo decir a cada cual lo que más podía gustarle, y se captó amigos gastando esa moneda que el aire acuña: la palabra.
Aunque la gente de Palizás es suspicaz y ladina y no se deja engatusar fácilmente, la labia de Sixto dio frutos, especialmente al dirigirse a una mitad del género humano que no entiende de política y obedece a las impresiones del corazón. Sabía el candidato ministerial presentar a los electores las doradas perspectivas y los horizontes risueños del favor y la influencia; pero se excedía a sí mismo al hablar a las mujeres, halagando su amor propio. Hay quien opina que Sixto, al desplegar tales recursos, no hacía sino practicar una asignatura que tenía muy cursada, y es posible que así fuese, lo cual en nada amengua el mérito del muchacho.
Como suele suceder a los grandes actores, que hasta sin querer están en escena, Sixto, durante su tournée electoral, solía gastar pólvora en salvas, regalando miel sólo por regalar, sin miras interesadas y egoístas. Así, verbigracia, con Rosiña la tejedora. Era Rosiña una pobre huérfana; no pudiendo cultivar la tierra por falta de hombres en su casa, y reducida a sacar a pastar una vaca por las lindes, se ganaba la vida con un telar primitivo y rudo, teniendo el lino que ella misma tascaba y hasta hilaba pacientemente a la luz del candil en invierno. ¿Qué necesitaba Rosiña para subsistir? Un mendrugo de borona, un pote de coles, una manzana verde, una sardina salada, una taza de leche «presa»... Dios, que viste a los lirios del campo, más holgazanes que Rosiña, pues nos consta que no hilan ni tejen, había adornado a la humilde «tecelana» con una primavera en las mejillas y un apretado haz de rayos de sol en la trenza doble que colgaba hasta sus caderas, y al pasar Sixto por delante de la choza y oír el runrún... del telar activo, y divisar a la laboriosa muchacha -aunque sabía perfectamente que no tenía padre, hermano, ni novio que pudiesen votarle-, se detuvo, se bajó del jaco, pidió agua «de la ferrada» o leche «de la vaquiña», bebió, alabó, agradeció y sostuvo con Rosa una plática que sólo podrían narrar las ramas del cerezo que sombrea el arroyo más cercano.
Ocurrió este pequeño episodio dos días antes de que cierto formidable cacique, al servicio y devoción del señor de Magnabreva, se decidiese, desesperado ya, a jugar el todo por el todo, a fin de salvar la elección comprometidísima y a dos dedos de perderse irremisiblemente. Lo apurado del caso le sugería un supremo recurso, que el desalmado vacilaba en emplear, porque hay remedios heroicos que pueden ser funestos, sobre todo cuando no se administran desde las alturas del Poder... Más que el inminente triunfo de Sixto tentó al cacique la ciega confianza del joven candidato «No quiero ser cunero antipático, diputado impuesto, sino popular y querido», decía Sixto, gozándose en aparecer donde menos se contaba con él, en sorprender a sus partidarios con iniciativas propias. Esto decidió al enemigo. El golpe se tramó en una tabernucha, cuyo dueño era de los contrarios de Sixto; la taberna se alzaba al borde de la carretera, no lejos de la choza de Rosiña. Habíanse reunido allí los más ternes, los capaces de hacer una hombrada dejándose encausar después, seguros de que mano próvida y que alcanzaba muy lejos les había de mullir colchón para que no les doliese el porrazo. Uno de los conspiradores, conocido por varias siniestras fechorías, era radical: quería «dejar seco» a Sixto Dávila; otro proponía un secuestro; pero el cacique, prudente y cauto, emitió distinto parecer; nada de navajazos, nada de armas de fuego, que hacen ruido y alarman; nada de escopetas, ni siquiera de garrotes.
-Aquí lo que interesa es que se inutilice..., para la elección, vamos... para estos días; que no pueda menearse, porque... si sigue meneándose y apretando, ¡nos revienta! Tú, Gallo -ordenó al primero, me vas a traer hoy un carreto de arena fina de la mar... ¡que así como así, te hace falta para echar a la heredad del trigo! Tú... -mandó al dueño de la taberna- le dices a la mujer que amañe unos sacos de lienzo bien hechitos y larguitos y fuertes... Él ha de pasar por aquí mañana al anochecer, para ir a Doas, a casa del cura... ¡Y cuidado, muchos golpes en la espalda... pero a modo, a modo, como quien no hace daño...!
La mañana que siguió al conciliábulo, Rosiña fue llamada por la tabernera para que suministrase el lienzo, y cortase, y cogiese, y rellenase los sacos... Nadie desconfiaba de la rapaza, a quien la tabernera, además, encargó el mayor sigilo. «Son para hacerle unos cariños a un galopín, mujer...» Por alusiones e indiscreciones, Rosiña adivinó quién sería el acariciado; y temblando lo mismo que una vara verde, empezó su faena. La mano no acertaba a manejar la aguja, los ojos se nublaban. Demasiado sabía ella los «cariños» que con los sacos de arena se hacen. El que los recibe no dura mucho, no... Al pronto sólo advierte gran postración, profundo decaimiento; queda molido, rendido, deseoso únicamente de extenderse en la cama pero sin dolor alguno, sin enfermedad; y pasan días, y no recobra el apetito, y palidece, y arroja sangre por la boca hasta que al fin... Y Rosiña veía al señorito guapo y llano y de palabreo tierno, que le había pedido agua de la «ferrada», tendido entre cuatro cirios, menos amarillos que su rostro...
Al anochecer, como Sixto, al galope de su caballejo se aproximase a la taberna, el jaco pegó un respingo, y el jinete vio surgir de pronto una mujer que se agarró a la brida con fuerza. Reconoció a Rosiña, la tejedora..., y sus primeras frases fueron alegres galanterías. Pero la moza, balbuciente de terror, pidió atención, refirió una historia... Sixto -después de vacilar un instante- echó pie a tierra y con el caballo del diestro, emparejando con Rosiña, guiado por ella, callados los dos, tomó a campo traviesa en busca de un sendero oculto por los árboles. Para volver atrás era tarde, y seguir adelante, una temeridad insensata. Su vida peligraba, y con horrible peligro... «No tenga miedo, señorito, que en mi casa no le buscan», advirtió la moza, al disponerse a dar acomodo en el establo de su vaca a la montura del candidato.
En efecto, nadie le buscó allí; a la mañana la Guardia Civil, avisada por Rosiña le recogió y escoltó hasta dejarle en salvo. Y Sixto Dávila venció en toda línea; pero no sospecha nadie en Gobernación ni en los pasillos del Congreso que el triunfo se debió al voto de Rosiña, la tejedora.

«Blanco y Negro», núm. 449, 1899.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

El voto

Sebastián Becerro dejó su aldea a la edad de diecisiete años, y embarcó con rumbo a Buenos Aires, provisto, mediante varias oncejas ahorradas por su tío el cura, de un recio paraguas, un fuerte chaquetón, el pasaje, el pasaporte y el certificado falso de hallarse libre de quintas, que, con arreglo a tarifa, le facilitaron donde suelen facilitarse tales documentos.
Ya en la travesía, le salieron a Sebastián amigos y valedores. Llegado a la capital de la República Argentina, diríase que un misterioso talismán -acaso la higa de azabache que traía al cuello desde niño- se encargaba de removerle obstáculos. Admitido en poderosa casa de comercio, subió desde la plaza más ínfima a la más alta, siendo primero el hombre de confianza; luego, el socio; por último, el amo. El rápido encumbramiento se explicaría -aunque no se justificase- por las condiciones de hormiga de nuestro Becerro, hombre capaz de extraer un billete de Banco de un guardacantón. Tan vigorosa adquisividad -unida a una probidad de autómata y a una laboriosidad más propia de máquinas que de seres humanos -daría por sí sola la clave de la estupenda suerte de Becerro, si no supiésemos que toda planta muere si no encuentra atmósfera propicia. Las circunstancias ayudaron a Becerro, y él ayudó a las circunstancias.
Desde el primer día vivió sujeto a la monástica abstinencia del que concentra su energía en un fin esencial. Joven y robusto, ni volvió la cabeza para oír la melodía de las sirenas posadas en el escollo. Lenta y dura comprensión atrofió al parecer sus sentidos y sentimientos. No tuvo sueños ni ilusiones; en cambio, tenía una esperanza.
¿Quién no la adivina? Como todos los de su raza, Sebastián quería volver a su nativo terruño, fincar en él y deberle el descanso de sus huesos. A los veintidós años de emigración, de terco trabajo, de regularidad maniática, de vida de topo en la topinera, el que había salido de su aldea pobre, mozo, rubio como las barbas del maíz y fresco lo mismo que la planta del berro en el regato, volvía opulento, cuarentón, con la testa entrecana y el rostro marchito.
Fue la travesía -como al emigrar- plácida y hermosa, y al murmullo de las olas del Atlántico, Sebastián, libre por vez primera de la diaria esclavitud del trabajo, sintió que se despertaban en él extraños anhelos, aspiraciones nuevas, vivas, en que reclamaba su parte alícuota la imaginación. Y a la vez, viéndose rico, no viejo, dueño de sí, caminando hacia la tierra, dio en una cavilación rara, que le fatigaba mucho; y fue que se empeñó en que la Providencia, el poder sobrenatural que rige el mundo, y que hasta entonces tanto había protegido a Sebastián Becerro, estaba cansado de protegerle, y le iba a zorregar disciplinazo firme, con las de alambre: que el barco embarrancaría a la vista del puerto, o que él, Sebastián, se ahogaría al pie del muelle, o que cogería un tabardillo pintado, o una pulmonía doble.
De estas aprensiones suele padecer quien se acerca a la dicha esperada largo tiempo. Y con superstición análoga a la que obligó al tirano de Samos a echar al mar la rica esmeralda de su anillo, Sebastián, deseoso de ofrecer expiatorio holocausto, ideó ser la víctima, y reprimiendo antojos que le asaltaran al fresco aletear de la brisa marina y al murmullo musical del oleaje, si había de prometer al Destino construir una capilla, un asilo, un manicomio, hizo otro voto más original, de superior abnegación: casarse sin remedio con la soltera más fea de su lugar. Solemnizado interiormente el voto, Sebastián recobró la paz del alma, y acabó su viaje sin tropiezo.
Cuando llegó a la aldea, poníase el sol entre celajes de oro; la campiña estaba muda, solitaria e impregnada de suavísima tristeza, todo lo cual es parte a sacar chispas de poesía de la corteza de un alcornoque, y no sé si pudo sacar alguna del alma de Sebastián. Lo cierto es que en el recodo del verde sendero encontró una fuente donde mil veces había bebido siendo rapaz, y junto a la fuente, una moza como unas flores, alta, blanca, rubia, risueña; que el caminante le pidió agua, y la moza, aplicando el jarro al caño de la fuente y sosteniéndolo después, con bíblica gracia, sobre el brazo desnudo y redondo, lo inclinó hasta la boca de Sebastián, encendiéndole el pecho con un sorbo de agua fría, una sonrisa deliciosa y una frase pronunciada con humildad y cariño: «Beba, señor, y que le sirva de salú.»
Siguió su camino el indiano, y a pocos pasos se le escapó un suspiro, tal vez el primero que no le arrancaba el cansancio físico; pero al llegar al pueblo recordó la promesa, y se propuso buscar sin dilación a su feróstica prometida y casarse con ella, así fuese el coco.
Y, en efecto, al día siguiente, domingo, fue a misa mayor y pasó revista de jetas, que las había muy negruzcas y muy dificultosas, tardando poco en divisar, bajo la orla abigarrada de un pañuelo amarillo, la carátula japonesa más horrible, los ojos más bizcos, la nariz más roma, la boca más bestial, la tez más curtida y la pelambrera más cerril que vieron los siglos; todo acompañado de unas manos y pies como paletas de lavar y una gentil corcova.
Sebastián no dudó ni un instante que la monstruosa aldeana fuese soltera, solterísima, y no digo solterona, porque la suma fealdad, como la suma belleza, no permite el cálculo de edades. Cuando le dijeron que el espantojo estaba a merecer, no se sorprendió poco ni mucho, y vio en el caso lo contrario que Policrates en el hallazgo de su esmeralda al abrir el vientre de un pez; vio el perdón del Destino, pero... con sanción penal: con la fea de veras, la fea expiatoria. «Esta fea -pensó- se ha fabricado para mí expresamente, y si no cargo con ella, habré de arruinarme o morir.»
Lo malo es que a la salida de misa había visto también el indiano a la niña de la fuente, y no hay que decir si con su ropa dominguera y su cara de pascua, y por la fuerza del contraste, le pareció bonita, dulce, encantadora, máxime cuando, bajando los ojos y con mimoso dengue, la moza le preguntó «si hoy no quería agüiña bien fresca». ¡Vaya si la quería! Pero el hado, o los hados -que así se invocan en singular como en plural- le obligaban a beber veneno, y Sebastián, hecho un héroe, entre el asombro de la aldea y las bascas del propio espanto, se informó de la feona, pidió a la feona, encargó las galas para la feona y avisó al cura y preparó la ceremonia de los feos desposorios.
Acaeció que la víspera del día señalado, estando Sebastián a la puerta de su casa, que proyectaba transformar en suntuoso palacete, vio a la niña de la fuente, que pasaba descalza y con la herrada en la cabeza. La llamó, sin que él mismo supiese para qué, y como la moza entrase al corral, de repente el indiano, al contemplarla tan linda e indefensa -pues la mujer que lleva una herrada no puede oponerse a demasías, le tomó una mano y la besó, como haría algún galán del teatro antiguo. Rióse la niña, turbóse el indiano, ayudóla a posar la herrada, hubo palique, preguntas, exclamaciones, vino la noche y salió la luna, sin que se interrumpiese el coloquio, y a Sebastián le pareció que, en su espíritu, no era la luna, sino el sol de mediodía, lo que irradiaba en oleadas de luz ardorosa y fulgente...
-Señor cura -dijo pocas horas después al párroco, yo no puedo casarme con aquélla, porque esta noche soñé que era un dragón y que me comía. Puede creerme que lo soñé.
-No me admiro de eso -respondió el párroco, reposadamente. Ella dragón no será, pero se le asemeja mucho.
-El caso es que tengo hecho voto. ¿A usted qué le parece? Si le regalo la mitad de mi caudal a esa fiera, ¿quedaré libre?
-Aunque no le regale usted sino la cuarta parte o la quinta... ¡Con dos reales que le dé para sal!...
Sin duda, el cura no era tan supersticioso como Becerro, pues el indiano, a pesar de la interpretación latísima del párroco, antes de casarse con la bonita, hizo donación de la mitad de sus bienes a la fea, que salió ganando: no tardó en encontrar marido muy apuesto y joven. Lo cual parece menos inverosímil que el desprendimiento de Sebastián. Verdad que este era fruto del miedo...

«El Imparcial», 15 de agosto de 1892.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

El vino del mar

Al reunirse en el embarcadero para estibar el balandro Mascota, los cinco tripulantes salían de la taberna disfrazada de café llamada de «América» y agazapada bajo los soportales de café fronterizos al Espolón; tugurio donde la gentualla del muelle: marineros, boteros, cargadores y «lulos», acostumbra juntarse al anochecer. De cien palabras que se pronuncien en el recinto oscuro, maloliente, que tiene el piso sembrado de gargajos y colillas, y el techo ahumado a redondeles por las lámparas apestosas, cincuenta son blasfemias y juramentos, otras cincuenta suposiciones y conjeturas acerca del tiempo que hará y los vientos reinantes. Sin embargo, no se charla en «América» a proporción de lo que se bebe; la chusma de zuecos puntiagudos, anguarina embreada y gorro catalán es lacónica, y si fueseis a juzgar de su corazón y sus creencias por los palabrones obscenos y sucios que sus bocas escupen, os equivocaríais como si formaseis ideas del profundo Océano por los espumarajos que suelta contra el peñasco.
Acababan de sonar las ocho en el reloj del Instituto cuando acometieron aquellos valientes la faena de la estibadura, entre gruñidos de discordia. Y no era para menos. ¿Pues no se emperraba el terco del patrón en que la carga de bocoyes de vino, si había de ir como siempre en la cala, fuese sobre cubierta? Aquello no lo tragaba un marinero de fundamento como tío Reimundo, alias Finisterre, que había visto tanta mar de Dios. Ahí topa la diferencia entre los que navegaron en mares de verdad, donde hay tiburones y huracanes, y los que toda la vida chapalatearon en una ponchera. ¡Zantellas del podrido rayo! ¿Quería el patrón que el barco se les pusiese por sombrero? ¡Era menester estar loco de la cabeza, corcias! ¡Para más, en noche semejante, con lo falsa que es esa costa de Penalongueira, y habiendo empezado a soplar el Sur, un viento traidor que lleva de la mano el cambiazo al «Nordés»! No se la pegaba al tío Reimundo la calma de la bahía, sobre cuya extensión tersa y plácida prolongaban las mil luces de la ciudad brillantes rieles de oro; al viejo le daba en la nariz el aire «de allá», de mar adentro, la palpitación del oleaje excitado por la mordedura de la brisa. Todo esto, a su manera, broncamente, a media habla, lo dijo Finisterre. El Zopo, otro experto, listo de manos y contrahecho de pies, opinaba lo mismo.
Pero Adrián y el Xurel -mozalbetes que acababan de alegrarse unas miajas con tres copas de caña legítima y sentían duplicados sus bríos- ya estaban rodando los bocoyes para encima de la Mascota. Sabedores de que aquellos toneles encerraban vino, los manejaban con fiebre de alegría codiciosa, calculando la suma de goces que encerraban en sus panzas colosales. ¿A ellos qué les importaban los gruñidos de Finisterre? Donde hay patrón no manda marinero.
Entre gritos furiosos para pujar mejor, el «¡ahiaaá!» y el «¡eieiea!» del esfuerzo, acabóse la estibadura en una hora escasa. Sobre el cielo, antes despejado, se condensaban nubes sombrías, redondas, de feo cariz. Un soplo frío rizaba la placa lisa del agua. Juró Finisterre entre dientes y renegó el patrón de los agoreros miedosos. Mejor si se levantaba viento; ¡así irían con la vela tan ricamente! El balandro no era una pluma, y necesitaba ayuda, ¡carandia! Y ocupó su lugar, empuñando el timón. ¡Ea, hala, rumbo avante!
Como por un lago de aceite marcharon mientras no salieron de la bahía. Según disminuía y se alejaba la concha orlada de resplandor y el rojo farol del Espolón llegaba a parecer un punto imperceptible, y otro la luz verde del puerto, el vientecillo terral insistía, vivaracho, como niño juguetón. Habían izado la cangreja, y la Mascota cortó el oleaje más aprisa, no sin cabecear. Descasaban los remeros, bromeando. Sólo Finisterre se ponía fosco. A cada balance de la embarcación le parecía ver desequilibrarse la carga.
Ya transponía la barra, y el alta mar luminosa, agitada por la resaca, se extendía a su alrededor. Para «poncheras» según el despreciativo dicho del tío Reimundo, la ponchera «metía respeto». El patrón, a quien se le iba disipando el humo de la caña, fruncía las cejas, sintiendo amagos de inquietud. Puede que tuviese razón aquel roñicas de Finisterre; la mar, sin saber por qué, no le parecía «mar de gusto»... Tenía cara de zorra, cara de dar un chasco la maldita...
Al vientecillo se le antojó dormirse, y una especie de calma de plomo, siniestra, abrumadora, cayó encima. Fue preciso apretar en los remos porque la vela apenas atiesaba. El balandro gemía, crujía, en el penoso arranque de su marcha lenta. Súbitas rachas, inflando la cangreja un momento, impulsaban la embarcación, dejándola caer después más fatigada, como espíritu que desmaya al perder una esperanza viva. Y cuando ya veían a estribor la costa peligrosa de Penalongueira, que era preciso bordear para llegarse al puertecillo de Dumia y desembarcar el género, se incorporó de golpe Finisterre, soltando un terno feroz. Acababa de percibir, allá a lo lejos ese ruido sordo y fragoroso de la tempestad repentina, del salto del aire que azota de pronto la masa líquida y desata su furor. El patrón, enterado, gritaba ya la orden de arriar la vela. Aquello fue ni visto ni oído.
Enormes olas, empujándose y persiguiéndose como leonas enemigas, jugaban ya con el balandro, llevándolo al abismo o subiéndolo a la cresta espantosa. De cabeza se precipitaba la embarcación, para ascender oblicuamente al punto. El patrón, sintiendo su inmensa responsabilidad, hacía milagros, animando, dirigiendo. ¡La tormenta! ¡Bah! Otras había pasado y salido con bien, gracias a Dios y a Nuestra señora de la Guía, de quien se acordaba mucho entonces, con ofrecimientos de misa y excotos de barquitos, retratos de la Mascota para colgar en el techo del santuario... Verdad; no era el primer temporal que corrían; pero..., no llevaban la carga estibada sobre cubierta, sino en el fondo de la cala, bien apañadita, como Dios manda y se requiere entre la gente del oficio. Y los que había cometido aquella barbaridad supina, ahora, a pesar de las furiosas voces de mando de patrón, perdían los ánimos para remar, como si sintiesen en las atenazadas mejillas el húmedo beso de la muerte... Sólo una resolución podía salvarlos. Finisterre la sugirió, mezclando las interjecciones con rudas plegarias. El patrón resistía, pero el cariño a la vida tira mucho, y por unanimidad resolvió largar al agua los malditos bocoyes. ¡Afuera con ellos, antes de que se corriesen a una banda y sucediese lo que se estaba viendo venir! Sin más ceremonias empujaron una de las barricas para lanzarla por encima de la borda...
Los que intentaron la faena sólo tuvieron tiempo de retroceder a saltos. La barrica andaba; la barrica se les venía encima ella sola. Y las demás, como rebaño de monstruos panzudos la seguían. Corrían, rodaban locas de vértigo, a hacinarse sobre la banda de babor, y el balandro, hocicando, con la proa recta a la sima, daba espantoso salto, el pinche-carneiro vaticinado por Finisterre, y soltando en las olas toda su carga, barricas y hombres, flotaba quilla arriba, como una cáscara de nuez.
La primera noticia del naufragio se supo en el puertecillo de Ángeles, frontero a la bahía, porque dos bocoyes salieron allí, a la madrugada, y quedaron varados en la playa al retirarse la marea. Corrió el rumor de la presa, y se apiñaron en la orilla más de cien personas -pescadores, aldeanos, carreteros, carabineros, sardineras, mujerucas, chiquillería. Nadie ignoraba lo que significa la aparición de bocoyes llenos en una playa de la costa. Aún les retumbaba en los oídos el bramar de la tormenta. Pero ahora hacía un sol hermoso, un día magnífico, «criador». Era domingo; por la tarde bailarían en el castañal; y con la presa, no había de faltar vino para remojar la gorja. ¡Nadie hizo comentarios tristes, sino los pescadores, que, sin embargo, se consolaron pensando en el rico vientre de las barricas...! Solo una vejezuela, que había perdido a su mozo, su hijo, de veinte años, en un lance de mar, escapó de la playa dando alaridos y apostada cerca del carro en el cual fueron llevados los toneles al campo de la romería, chillaba:
-¡No, bebades, no bebades! Ese vino sabe a la sangre de los hombres y al amarguío de la mar.
Le hicieron el mismo caso que los tripulantes del balandro a Finisterre.

«El Imparcial», 18 junio 1900».

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

El viejo de las limas

Nunca Leoncia se había sentido más triste que aquella perruna noche de invierno, última del año, en que la lluvia se desataba torrencial, y las violentas ráfagas, sacudiendo el arbolado del parque, desmelenaban sus ramas escuetas, sin hojas. Lúgubres silbidos estremecían las altas ventanas de la torre y producían la impresión de hallarse a bordo de un barco que corre desatado temporal. En noches tales, todas las penas vuelven, como espectros llamados por conjuro de bruja, y el aire se puebla de seres invisibles, enemigos. La impresión es de agobiador desconsuelo. Y Leoncia, sumida en un sopor de melancolía, segura de no encontrar alivio, apoyaba en el borde de la chimenea sus pies, y pensaba en lo vano, en lo inútil de todo. Ningún bien era cierto, y la memoria sólo conservaba la impronta de los males, grabada más hondamente que la de las alegrías...
Adelantaba la noche en su curso; el silbo del viento se hacía más estridente y desgarrador, cuando resonó la campana de la verja, con toque presuroso, como angustiado. ¿Quién a tales horas? ¿Con un tiempo tan horrible? Y, como se repitiese la llamada, al fin mandó que abriesen. Poco después entró en la sala, bien resguardada y tibia, una extraña figura.
Era un viejo caduco, de indefinible edad, a quien hasta pudiera considerarse centenario.
Venía chorreando, dejando un reguero, que dibujaba el zig-zag de sus pasos temblorosos. La contera de su paraguas soltaba un riachuelo, y al descubrirse, el sombrero de fieltro volcó un charco. Se oía claramente entrechocarse sus mandíbulas, y titubeaba, como próximo a desplomarse.
-Siéntese, abuelo... ¿De dónde viene, con este temporal? Arrímese a la lumbre... A ver, pronto, caldo caliente, o café, o coñac...
El vejestorio se acogió a la magnífica chimenea, entre cuyas columnas de granito, la hoguera, cebada con nuevos cepos de seco pino, se alzaba en movible pirámide de oro, toda jirones flameantes.
El café hervía, y sin recelo de abrasarse, lo trasegó el viandante a su estómago helado. Chasqueaba la lengua de placer, y reanimado, sonreía. Parecía como si le hubiesen quitado, de golpe, treinta años.
-Siempre ando por los caminos -declaró. No ceso, porque mi comercio me obliga. Si me parase, sería una gran desgracia.
Despojado de su capote, presentaba los lomos a la hoguera bienhechora, que arrancaba de sus vestiduras húmedas un vaho denso. Luego se volvió, y tendió las manos, restregándolas. Vio Leoncia que del cinturón de cuero del carcamal pendía una bolsa voluminosa, repleta.
-¿Y puede saberse qué vende usted? Yo le compraría...
Recelaba vagamente que fuese un malhechor, porque, mirándole a la claridad de la lámpara y de la llama, encontraba que parecía recio y sólido: su espinazo se enderezaba, su cutis amoratado y marchito recobraba coloración saludable, y su pelo, al secarse, se arremolinaba con brío en las sienes. ¿Traería armas? También era imprudencia acoger así al primer vagabundo...
Sin responder verbalmente a la pregunta, el viejo desabrochó el cinto, soltó el bolsón y abrió su cierre de metal.
Calmoso, extrajo paquetitos, estrechos y largos, cuidadosamente envueltos en papeles de seda. Con precaución deslió uno, y puso sobre la mesa, bajo el círculo de luz de la lámpara, una hilera de limas de acero, resplandecientes, de diversos tamaños, marcadas con letras y cifras diferentes. Las ordenó, las examinó y eligió una, que separó de las demás, recogiéndolas en el bolso otra vez.
Sonreía el viejo, en el fondo de sus barbazas, ya secas, plateadas y grises como las propias limas.
-Son -murmuró- limas medicinales. ¡Limas prodigiosas! Lo que ésas no sanen, ningún remedio del mundo lo sanará. Aquí tengo, justamente, la que usted necesita...
Y tendió a Leoncia una limita bastante prolongada, con cifras de oro.
-Tómela usted sin recelo... Nadie puede dejar de emplear mis limas -prosiguió el vagabundo con fruición. A fuerza de rodar por caminos y veredas, sufriendo agua y sol, nieve y canículas, he aprendido una sabiduría que debo comunicar a los mortales: no hay padecimiento que mis limas no curen. Nada resiste a su lenta acción, de cada minuto. Todo lo va royendo, poquito a poco, sin que se den cuenta los enfermos de cómo les viene la salud. Como que ni lo notan: y a veces, cuando ya no sienten el mal, creen padecerlo todavía. ¡Estas limitas, qué monada! Ri, ri... Un poco de polvo, un poco de materia inerte... ¡y desaparecen los sufrimientos, los dolores, los daños, los cuidados, todo lo que parecía que no iba a acabarse nunca!
Leoncia empezaba a darse cuenta, a entender la parábola del vejestorio.
-¡Si supiese usted las cosas que yo he limado! -añadió él, lleno de orgullo. Pueblos, tronos, ideas, poderes, todo ha cedido a mis limas, todo, todo... El mundo es una serpiente que muerde mis limas sin mellarlas. ¡Descrea usted de todo, excepto de mis limas!
Y como Leoncia ya había comprendido, y permanecía atónita, el viejo, con sonrisa indefinible, avanzó, puso los dos pies dentro de la chimenea enorme, metió la cabeza en la honda campana, y el fuego, prendiendo en sus melenas de acero claro y en su barba argentada, lo envolvió, consumiendo rápidamente su forma, mientras su voz cascada y lejana murmuraba, como en sueños.
-Yo paso, yo permanezco, yo soy la manifestación de la eternidad...
-¡El tiempo se ha ido! -suspiró Leoncia, recogiendo la brillante lima, y leyendo en su hoja bruñida: «1914»... Otro año...

«Nuevo teatro crítico», núm. 1, 1891

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

El vidrio roto

Hay seres superiores o siquiera diferentes y hasta opuestos al medio donde aparecen. Uno de estos seres fue Goros Aguillán, protagonista de la verídica e insignificante historia que me refirieron en la aldea, donde la comentan sin entenderla ni mucho ni poco y buscándole explicaciones a cuál más absurdas.
Goros fue el mayor de los cinco o seis hijos de un sacristán labriego, perezoso como un caracol y pobre como las ratas. No habiendo en la casa ni un ochavo moruno, ni ánimos para ganarlo trabajando, puede calcularse cómo estarían de abandonados, miserables y sucios la vivienda y sus habitadores. La morada de los Aguillanes era, sin embargo, de las más espaciosas y bien construidas de la aldehuela; pero la incuria y el desaliño la tenían transformada en pocilga repugnante. Desde que Goros (Gregorio) tuvo edad para empuñar una escoba, fabricada por él con mango de palo de aliaga e hisopo de silbarda, se dedicó los domingos, con el ardor de la vocación que se revela, a barrer, asear, desarañar y dejarlo todo como un espejo. Los vecinos se burlaban, su madre le puso un apodo... y él barría, redoblando su actividad, y sintiéndose en un mundo aparte, superior, lejos de su gente, dentro de una existencia más noble y refinada, que no conocía, pero presentía con una especie de intuición, y de la cual sólo un tipo se había presentado ante sus ojos: el pazo del señor, con sus anchos salones mudos y graves, y sus ventanas de colores claros. Justamente Goros sufría un diario tormento al ver en la ventanuca del tabuco, donde dormían hacinados él y otros cuatro hermanitos, un vidrio roto, del que apenas quedaban picos polvorientos adheridos al marco, y que se defendía por medio de un papel aceitoso pegado con engrudo. ¡Si Goros hubiese tenido dinero...! Cada mañana, al despertarse, la vista del vil remiendo en el cristal le producía la misma impresión de rabia. No lo decía. ¿Para qué? Su padre le hubiese contestado que así estaban los vidrios de la parroquial; su madre, más viva de genio, le hubiese soltado un pescozón...; y en cuanto a los chiquillos, le mirarían atónitos: retozaban tan felices en la porquería como los patos y las gallinas en la charca y el cieno del corral.
A los quince años, Goros, poniendo por obra lo que meditaba, logró colarse de contrabando o polisón en un transatlántico que partía de Marineda con rumbo a la América del Sur. Empezaba a realizar su mundo propio, huyendo de aquel mundo inmundo -claro es que a él no se le hubiese ocurrido el juego de palabras- en que el destino le había confinado. Y es el caso que, al perder de vista la costa, al divisar a lo lejos como un ligero centelleo rojo que se extinguía, el relumbrar de las acristaladas galerías marinedinas, sintió una pena rápida, sorda, una punzada en el corazón, que era amor hacia lo que dejaba, detestándolo. ¡Anomalía de nuestro ser, espuma del mar de contradic-ciones en que nadamos!
El sentimiento de cariño de lo dejado atrás fue acentuándose con el tiempo. Goros, después de privaciones crueles y trabajos de bestia, empezaba a salir a flote. Así que sentó el pie en terreno firme, medró aprisa. Su inteligencia comercial, su olfato del confort moderno le adquirieron la estimación de sus patronos; asociado al negocio, le imprimió vuelo sorprendente; la riqueza, sólo deseada para satisfacer ciertos pujos artísticos de goce en el arte ajeno -porque artista creador no lo sería nunca-, acudió a sus manos. ¡A las del artista sería más difícil que acudiese...! Y Goros, una mañana, se despertó en camino de millonario, viendo el porvenir al través de lunas anchas, transparentes, sin una mota de polvo...
Más que nunca se acordó de la vieja casa de los Aguillanes, del feo vidrio roto y tapado con papel churretoso, que el aire hacía bambolear y las moscas nublaban con nube rebullente y zumbadora... Ya había girado distintas veces regulares cantidades para librar de quintas al hermano, para la grave enfermedad de la madre, para la boda de la hermanita, que se estableció poniendo en Areal una tienda. Era un gotear continuo; cada correo traía una súplica plañidera, dolorosa, un ¡ay! de la estrechez. Ahora consideró Goros que estaba en el caso de adelantarse, sin esperar a que le rogasen humildemente. Y giró rumboso un bonito pico: seis mil pesos oro, para que fuese sin tardanza reparada, restaurada, amueblada y arreglada decorosa-mente la casa patrimonial. «Que pongan en las ventanas vidrios bien fuertes, bien hermosos; que muden aquel roto, y que la criada, porque es preciso que mi madre tenga una criada para su servicio, los lave de vez en cuando. Lo encargó mucho. En los vidrios sucios está el germen de mil enfermedades, os lo advierto...» Y Goros, que ya era don Gregorio, escrito este párrafo, probó un bienestar íntimo y dulce, figurándose cómo estaría la vetusta mansión, antes tan miserable y hoy asombro de la aldea; pintada, encalada, con ventanas espejeantes al sol, y un huerto-jardín, cultivado por jornaleros, sin que el achacoso padre tuviese que encorvarse para destripar terrones...
Cuando tales imágenes asaltan la mente, engendran tentación irresistible de ir a contrastarlas con la realidad. Cada vez más fáciles y cortos los viajes, puestos en marcha los asuntos, don Gregorio decidió presentarse en su aldea de sorpresa -es el programa seguro de todo indiano. Y así pensado, así hecho. Desembarcó en Marineda, donde nadie le conocía; alquiló el primer coche que vio enganchado al pie del muelle, cargó en él solo el magnífico saco de mano, y con voz que temblaba un poco, ordenó: «A Santa Morna...» Él mismo, no sabría expresar lo que embargaba su espíritu... Si consiguiese llorar, se sentiría completamente dichoso. Pensaba, más que en la familia, en la casa, el domicilio... ¡Qué emoción encontrar viva, reinozada, a la caduca, a la triste mansión! Y ofrecía propina al cochero para que volase.
Al avistar el sitio soñado, dudó de sus ojos... Porque la fe tiene esta rara virtud: creemos que es lo que debía ser, y descreemos de la evidencia... Allí estaba la casa, allí, pero idéntica a como don Gregorio la había dejado al marchar: el mismo montón de estiércol a la puerta, el mismo charco infecto que las lluvias habían saturado del hediondo puré del estercolero, iguales carcomidas puertas despintadas, igual fachada de tierra y pizarra, donde las parietarias crecían... ¿Es esto posible, santo Dios?
Se precipitó adentro como una bomba... En vez de abrazar, pidió cuentas. El padre, tembloroso, casi se arrodillaba ante aquel señor adinerado, que era su hijo.
-¡Válganos San Amaro!... Goros... mi alma... fue una cosa así... No fue con mal pensar... Mercamos tierras, santo bendito, con los santos cuartos que mandaste... La casa, buena está para nosotros; así Dios nos dé casa en el cielo...
-Y puedes subir -añadió, triunfalmente, la madre, y has de ver que mudamos el vidrio a la ventana, como disponías...
Don Gregorio se lanzó a su tabuco, la mísera habitación donde aleteaban los sueños de la niñez. Era cierto: en el sitio del vidrio roto habían colocado uno nuevo, verdoso, manchado de masilla. No supo don Gregorio lo que le pasaba, qué conmoción sentía. ¡El vidrio aquel! Tanto como lo había mirado al despertarse, guiñando los ojos al sol que en él reía, a pesar de las impurezas, de las inmundicias, de que no se acordaba ya. Por aquel vidrio roto le entraban el fresco y el olor del campo, y hasta las moscas eran de oro sobre él, y hasta sus aristas fulguraban a veces. Y volviéndose tristemente a su madre, murmuró:
-¡Vaya por Dios! ¡Quitar el vidrio...!

***
Y en la aldea de Santa Morna no saben por qué el indiano se fue tan cabizbajo y tan cariacontecido, cuando su madre, según ella repite, le había complacido en casi todo.

«Blanco y Negro», núm. 856, 1907.

Cuento de la tierra

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

El viajero

Fría, glacial era la noche. El viento silbaba medroso y airado, la lluvia caía tenaz, ya en ráfagas, ya en fuertes chaparrones; y las dos o tres veces que Marta se había atrevido a acercarse a su ventana por ver si aplacaba la tempestad, la deslumbró la cárdena luz de un relámpago y la horrorizó el rimbombar del trueno, tan encima de su cabeza, que parecía echar abajo la casa.
Al punto en que con más furia se desencadenaban los elementos, oyó Marta distintamente que llamaban a su puerta, y percibió un acento plañidero y apremiante que la instaba a abrir. Sin duda que la prudencia aconsejaba a Marta desoírlo, pues en noche tan espantosa, cuando ningún vecino honrado se atreve a echarse a la calle, sólo los malhechores y los perdidos libertinos son capaces de arrostrar viento y lluvia en busca de aventuras y presa. Marta debió de haber reflexionado que el que posee un hogar, fuego en él, y a su lado una madre, una hermana, una esposa que le consuele, no sale en el mes de enero y con una tormenta desatada, ni llama a puertas ajenas, ni turba la tranquilidad de las doncellas honestas y recogidas. Mas la reflexión, persona dignísima y muy señora mía, tiene el maldito vicio de llegar retrasada, por lo cual sólo sirve para amargar gustos y adobar remordimientos. La reflexión de Marta se había quedado zaguera, según costumbre, y el impulso de la piedad, el primero que salta en el corazón de la mujer, hizo que la doncella, al través del postigo, preguntase compadecida:
-¿Quién llama?
Voz de tenor dulce y vibrante respondió en tono persuasivo:
-Un viajero.
Y la bienaventurada de Marta, sin meterse en más averiguaciones, quitó la tranca, descorrió el cerrojo y dio vuelta a la llave, movida por el encanto de aquella voz tan vibrante y tan dulce.
Entró el viajero, saludando cortésmente; y sacudiendo con gentil desem-barazo el chambergo, cuyas plumas goteaban, y desembozándose la capa, empapada por la lluvia, agradeció la hospitalidad y tomó asiento cerca de la lumbre, bien encendida por Marta. Esta apenas se atrevía a mirarle, porque en aquel punto la consabida tardía reflexión empezaba a hacer de las suyas, y Marta comprendía que dar asilo al primero que llama es ligereza notoria. Con todo, aun sin decidirse a levantar los ojos, vio de soslayo que su huésped era mozo y de buen talle, descolorido, rubio, cara linda y triste, aire de señor, acostumbrado al mando y a ocupar alto puesto. Sintióse Marta encogida y llena de confusión, aunque el viajero se mostraba reconocido y le decía cosas halagüeñas, que por el hechizo de la voz lo parecían más; y a fin de disimular su turbación, se dio prisa a servir la cena y ofrecer al viajero el mejor cuarto de la casa, donde se recogiese a dormir.
Asustada de su propia indiscreta conducta, Marta no pudo conciliar el sueño en toda la noche, esperando con impaciencia que rayase el alba para que se ausentase el huésped. Y sucedió que éste, cuando bajó, ya descansado y sonriente, a tomar el desayuno, nada habló de marcharse, ni tampoco a la hora de comer, ni menos por la tarde; y Marta, entretenida y embelesada con su labia y sus paliques, no tuvo valor para decirle que ella no era mesonera de oficio.
Corrieron semanas, pasaron meses, y en casa de Marta no había más dueño ni más amo que aquel viajero a quien en una noche tempestuosa tuvo la imprevisión de acoger. Él mandaba, y Marta obedecía, sumisa, muda, veloz como el pensamiento.
No creáis por eso que Marta era propiamente feliz. Al contrario, vivía en continua zozobra y pena. He calificado de amo al viajero, y tirano debí llamarle, pues sus caprichos despóticos y su inconstante humor traían a Marta medio loca. Al principio, el viajero parecía obediente, afectuoso, zalamero, humilde; pero fue creciéndose y tomando fueros, hasta no haber quien le soportase. Lo peor de todo era que nunca podía Marta adivinarle el deseo ni precaverle la desazón: sin motivo ni causa, cuando menos debía temerse o esperarse, estaba frenético o contentísimo, pasando, en menos que se dice, del enojo al halago y de la risa a la rabia. Padecía arrebatos de furor y berrinches injustos e insensatos, que a los dos minutos se convertían en transportes de cariño y en placideces angelicales; ya se emperraba como un chico, ya se desesperaba como un hombre; ya hartaba a Marta de improperios, ya le prodigaba los nombres más dulces y las ternezas más rendidas.
Sus extravagancias eran a veces tan insufribles, que Marta, con los nervios de punta, el alma de través y el corazón a dos dedos de la boca, maldecía el fatal momento en que dio acogida a su terrible huésped. Lo malo es que cuando justamente Marta, apurada la paciencia, iba a saltar y a sacudir el yugo, no parece sino que él lo adivinaba, y pedía perdón con una sinceridad y una gracia de chiquillo, por lo cual Marta no sólo olvidaba instantáneamente sus agravios, sino que, por el exquisito goce de perdonar, sufriría tres veces las pasadas desazones.
¡Que en olvido las tenía puestas.... cuando el huésped, a medias palabras y con precauciones y rodeos, anunció que «ya» había llegado la ocasión de su partida! Marta se quedó de mármol, y las lágrimas lentas que le arrancó la desesperación cayeron sobre las manos del viajero, que sonreía tristemente y murmuraba en voz baja frasecitas consoladoras, promesas de escribir, de volver, de recordar. Y como Marta, en su amargura, balbucía reproches, el huésped, con aquella voz de tenor dulce y vibrante, alegó por vía de disculpa:
-Bien te dije, niña que soy un viajero. Me detengo, pero no me estaciono; me poso, no me fijo.
Y habéis de saber que sólo al oír esta declaración franca, sólo al sentir que se desgarraban las fibras más íntimas de su ser, conoció la inocentona de Marta que aquel fatal viajero era el Amor, y que había abierto la puerta, sin pensarlo, al dictador cruelísimo del orbe.
Sin hacer caso del llanto de Marta (¡para atender a lagrimitas está él!), sin cuidarse del rastro de pena inextinguible que dejaba en pos de sí, el Amor se fue, embozado en su capa, ladeado el chambergo -cuyas plumas, secas ya, se rizaban y flotaban al viento bizarramente- en busca de nuevos horizontes, a llamar a otras puertas mejor trancadas y defendidas. Y Marta quedó tranquila, dueña de su hogar, libre de sustos, de temores, de alarmas, y entregada a la compañía de la grave y excelente reflexión, que tan bien aconseja, aunque un poquillo tarde. No sabemos lo que habrán platicado; sólo tenemos noticias ciertas de que las noches de tempestad furiosa, cuando el viento silba y la lluvia se estrella contra los vidrios, Marta, apoyando la mano sobre su corazón, que le duele a fuerza de latir apresurado, no cesa de prestar oído, por si llama a la puerta el huésped.

«Blanco y Negro», núm. 246, 1896.

Cuento de amor

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

El ultimo baile

En el corro aldeano se cuchicheaba: el caso era de apuro. ¿Quién iba a bailar el repinico aquel año?
Desde tiempo inmemorial, el día de la fiesta de Santa Comba -dulce paloma cristiana, martirizada bajo Diocleciano, no se sabe si con los garfios o en el ecúleo- se bailaba en el atrio del santuario, después de recogida la procesión, aquel repinico clásico, especie de muñeira bordada con perifollos antiguos, puestos en olvido por la mocedad descuidada e indiferente de hoy. Gentes de los alrededores acudían atraídas por la curiosidad, y el señorío veraneante en las quintas y en los pazos próximos al santuario del Montiño concurría también, para convenir que tenía cachet aquel diantre de danza céltica, al son agreste de una gaita, bajo los pinos verdiazules, única vegetación que sombreaba el atrio solitario olvidado el año entero en la majestad silenciosa de la montaña abrupta...
Si apasionados del repinico eran los señoritos y las señoras que se divertían una tarde en subir al Montiño, no les iba en zaga el señor abad. En su opinión, el castizo baile representaba las buenas usanzas de otro tiempo, los honestos solaces de nuestros pasados... ¡Mala peste en ese impúdico agarrado que ha venido a sustituir a las viejas danzas sin contactos, sin ocasión próxima! «Crea usted que esas cosas las sabemos nosotros por la confesión... El agarrado, en el campo, es la disolución de las costumbres.» Y a fin de estimular y proteger las danzas de antaño, el señor abad y el señorito de Mourelle largaban cada cual sus cinco pesetas al vencedor del repinico, porque el lauro se disputaba; la opinión pública los discernía al mejor danzarín...
Y gracias a la manificencia del señorito y del párroco, seguía bailándose aún el repinico; pero no por la gente moza, que lo había olvidado completamente y se entregaba con delicia al otro baile pecador. Los que salían al corro, a trenzar puntos, invitando a la pareja, eran tres viejos caducos: Sebastián el Marro, el tío Achoca y el tío Matabóis; y las danzarinas que, rendidas a su llamamiento, pero vergonzosas y recatadas, acababan por asomar al redondel moviendo el pie tímido, con los ojos bajos y las yemas de los dedos junturas, eran la tía Nabiza, la Manuela de Currás y la señora María la Fiandeira; entre las tres parejas contarían, de seguro, sus cuatrocientos y pico de años. Nadie sin embargo, se reía burlonamente cuando las estantiguas rompían a bailar; una sensación de respeto convertía la mofa en aprobación. No era el respeto a las canas ni a las arrugas, sino a la veneración involuntaria del pueblo a todo el que realiza perfectamente un ejercicio corporal, porque no sabía cuál de las parejas repinicaba con mayor garbo, ligereza y donaire. En los primeros momentos, dijérase que los goznes mohosos de aquellos cuerpos se resistían y rechinaban; pero una vez calientes las junturas, daba gozo ver cómo brincaban, cómo señalaban los puntos y pasos, al son de las postizas, meneadas ágilmente por los dedos que había deformado el reúma. Un poco de juventud volvía, no se sabe gracias a qué milagro, a las piernas temblonas, a los brazos cansados de la labor, a las cabezas en que ya la piel se pegaba a los huesos secos... y el repinico, una vez todavía, era vitoreado y aplaudido por el concurso, pareciendo la gaita sonar más alegre y estridente para acompañar el baile tradicional, la danza de los mayores, de los que duermen en los cementerios herbosos, en la gran paz de lo eterno...
Y del poético cementerio, en la falda del Montiño, con sus cuatro arciprestes y sus matorrales de zarzas al borde, cuyas moras maduras tentaban a los chicos, salió la voz que impuso el descanso -descanso sin fin- a tres de los bailarines... El invierno se llevó al tío Atocha de «un frío malo»; a Manuela de Currás, de un «pasmo por todo el cuerpo», y a Matabóis, de la paliza que le atizaron al volver de la feria los pillavanes para robarle los cuartos de la venta de una yunta que daba envidia... Quedaron descabaladas las parejas, dos mujeres para un hombre... Y el hombre, Sebastián el Marro, era la única esperanza del abad y del señorito de Mourelle -no despreciando, un señorito cabal- cuando se planteó el problema de que se bailase el repinico, según los usos patriarcales, en el atrio de la milagrosa Santa Comba, al pie del crucero dorado por el liquen.
-¡El Marro! Que venga el Marro... ¿Dónde está?
Descubrieron por fin al que había de salvar una vez más la tradición sagrada. Sentado en una piedra, en el escarpe de la montañita, con su cabeza toda blanca y su tez toda amoratada, apenas si podía, con lengua estropajosa, responder a las interrogaciones y a las órdenes terminantes:
-¡Eh!... ¿Qué hace ahí, tío Sebastián?
-¿En qué cavila?
-Que es ahora el repinico... Venga, este año nadie le disputa los dos pesos.
-Ande, menéese...
-¿Seque está tonto?
-Lo que está es borracho como una uva... -declaró, escandalizado, el abad.
-No..., no, señor...; borracho, dispénseme -articuló al fin el viejo. Con perdón de las barbas honradas que me escuchan, un hombre es un hombre, y un hombre tiene que echar un vaso... si ha de mover los pies. Ya no es uno un mozo... Están duros los huesos y cuesta caro el arrincar.
-¡Arriba! -incitó chancero el señorito ayudándole; y Sebastián se enderezó difícilmente. Sus pies titubeaban, sus rodillas temblaban, su cara tenía una expresión entre jocosa y humilde. ¡Al corro! La gaita ya espira sus notas de preludio; el tamboril, porfiado, marca el compás...
Sebastián de despoja de la chaqueta, se adapta las postizas y se queda en pie, oscilante, próximo a caer, sostenido por un prodigio de equilibrio y voluntad oscura. Empieza a marcar los pasitos -la invitación a la hembra, repicando las castañuelas también bruñidas de vejez, y todas las miradas buscan a la Nabiza, habitual pareja del Marro. Allí está la mujeruca, pero se apoya en una muleta; el invierno, que acabó con otras, a ella la ha dejado medio tullida... Todos la acosan; una le arrebata la muleta, empujándola suavemente al espacio del corro, donde entra risueña y azarada, enseñando su boca, que ningún diente guarnece ya, y moviendo sus dedos retorcidos, tofosos, y sus pies torpes, metidos en zapatones gruesos...
Ya está la pareja en baile. Sebastián, desenfurruñado, hace primores. Sus pies dibujaban en el polvo, y un rumor de admiración saluda sus vueltas y mudanzas. A veces vacila: es la humareda del vino que sube a su cerebro y le embarga. Se rehace en seguida: enderézase y vuelve a bordar y tejer los pasos, clásicamente graduados. Galantemente se quita el sombrero, saluda a la concurrencia, lo arroja y se queda en el cráneo al sol, al vivo sol de agosto. Aquel sol de brasa dijérase que le calienta y anima: baila aprisa, con un frenesí mecánico, con saltos que no son naturales, sino que semejan las de un muñeco de resorte... Y -a un salto más rápido- se tiende cuan largo es sobre la hierba agostada del atrio, sin proferir un grito. Le levantan, le socorren, pero no vuelve en sí. La congestión fue de las buenas...
Y así se acabó la danza tradicional del repinico, en el Montiño, donde, una vez al año, sonríe Santa Comba, en sus andas pintadas de azul, a los que suben al santuario por festejarla.

«Blanco y Negro», núm. 916, 1908.

Cuento de la tierra

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

El trueque

Al entrar en el bosque, el perro ladró de súbito con furia, y Raimundo, viendo que surgía de los matorrales una figura que le pareció siniestra, por instinto echó mano a la carabina cargada. Tranquilizóse, sin embargo, oyendo que el hombre que se aparecía así, murmuraba en ansiosa y suplicante voz:
-Señorito, por el alma de su madre...
Raimundo quiso registrar el bolsillo; pero el hombre, con movimiento que no carecía de dignidad, le contuvo. No era extraño que Raimundo tomáse a aquel individuo por un pordiosero. Vestía ropa, si no andrajosa, raída y remendada, y zuecos gastadísimos. Su rostro estaba curtido por la intemperie, rojizo y enjuto; y sus ojos llorosos, de párpado flojo, y su cara consumida y famélica, delataban no sólo la edad, sino la miseria profunda.
-¿Qué se ofrece? -preguntó Raimundo en tono frío y perentorio.
-Se ofrece..., que no nos acaben de matar de hambre, señorito. ¡por la salud de quien más quiera! ¡Por la salud de la señorita y del niño que acaba de nacer! Soy Juan, el tejero, que lleva una «barbaridá» de años haciendo teja ahí, en el monte del señorito...
Me ayudaba el yerno, pero me lo llevó Dios para sí, y me quedé con la hija preñada y yo anciano, sin fuerzas para amasar... Y porque me atrasé en pagar la renta, me quieren quitar la tejera, señorito..., ¡la tejera, que es nuestro pan y nuestro socorro...!
Raimundo se encogió de hombros, ¿Qué tenía que ver él con esas menudencias de pagos y de apremios? Cosas del mayordomo. ¡Que le dejasen en paz cazar y divertirse!... Lo único que se le ocurrió contestar al pobre diablo fue una objeción:
-Pero ¡si al fin no puedes trabajar! ¿De qué te sirve la tejera?
-Señorito, por las ánimas..., oiga la santa verdá... He buscado un rapaz que me ayuda, y ya lo tengo ajustado en cuatro reales..., y en poniéndonos a «sudar el alma», yo a dirigir, él a amasar y cocer, pagamos... allá para Año Nuevo..., la «metá» de la deuda. Yo no pido limosna, señor, que lo quiero ganar con mis manos... ¡Acuérdese que todos somos hombres mortales, señorito!, y que tengo que tapar dos bocas: la hija parida y el recien... La hija, por falta de «mantención», se me está quedando sin leche, señorito, porque en no teniendo, con perdón, que meter entre las muelas, el cuerpo no da de suyo cosa ninguna, ni para la crianza ni para el trabajo...
Impaciente, Raimundo fruncía el ceño; le estaban malogrando la ocasión favorable de tirar a las codornices; y al fin, él no sabía palotada de esas trapisondas. Hizo ademán de desviar al viejo, el cual continuaba atravesado en el camino, y refunfuñó:
-Bien, bien; yo preguntaré a Frazais... Veremos que me dice de toda tu historia...
¡A Frazais! ¡Al mayordomo implacable, al exactor, a la cuña del mismo palo, al que se reía de las necesidades, las desdichas y las agonías del pobre! La esperanza de Juan, el tejero, súbitamente, se apagó como vela cuando la soplan; reprimió un suspiro sollozante, una queja furiosa y sorda; alzó la cabeza, y apartándose sin decir palabra, caló el abollado sombrero y desapareció entre el castañar, cuyo ramaje crujió lo mismo que al paso de una fiera...
Vagando desesperado, sin objeto alguno, triste hasta la muerte, encontróse Juan, después de media hora, en el parque de la quinta, que lindaba con la tejera, y se paró al oír una voz fresca que gorjeaba palabras truncadas y cariñosas. Al través de los troncos de los árboles vio sentada en un banco de piedra a una mujer joven, dando el pecho a una criatura. Bien conocía Juan a la nodriza: era la Juliana, la de Gorio Nogueiras; pero ¡qué maja, qué gorda, que diferente de cuanto «sachaba» patatas ayudando a su marido! ¡Nuestra Señora, lo que hace la «mantención»! El seno que Juliana descubría, y sobre el cual caía de plano el sol en aquel instante, parecía una pella de manteca, blanca y redonda...
Y Juan, acordándose de que su hija se iba secando, oía con indescriptible rabia el «glu, glu...» del chorrito regalado de dulce leche que se deslizaba por entre los labios del pequeñuelo, el hijo del señorito Raimundo, y que le criaría unas carnes más rollizas aún que las de Juliana, unas carnes de rosa, tiernas como las de un lechon-cillo...
Mientra Juan contemplaba el grupo, sintiendo tentaciones vehementes, absurdas, de salir y hacer «una barbaridá», para vengarse de los que no les importaban que reventasen los pobres; un hombre, un labrador, se deslizaba furtivamente hasta el banco donde Juliana daba el pecho. Juan le reconoció y comprendió: era el marido del ama, Gorio Nogueiras; y el no mostrar Juliana sorpresa alguna, y la expresiva acogida que hizo al recién llegado, le probaron que los cónyuges tenían por costumbre verse y hablarse así, a escondidas, en aquel retirado lugar.
Juliana, prontamente, había retirado el seno de los bezos del mamón, y, descubierta la diminuta faz de este, iluminada por el sol claro, Juan se sorprendió: el hijo del señorito Raimundo se asemejaba a su nieto, al nieto del tejero, como un huevo a otro; todos los niños pequeños se parecen; pero aquellos dos eran exactamente idénticos: los mismos ojos azulinos, la misma nariz algo ancha, la misma tez de nata de leche, la misma plumilla rubia saliendo de la gorra y cayendo en dos mechones ralos sobre la frente abultada.
¡Qué iguales los ricos a los pobres, mientras no empieza la «esclavitú» del trabajo y la falta de «mantención»! Juan, cavilando así, adelantó dos pasos para ver mejor; las hojas crujieron..., y Juliana y Gorio, espantados, se echaron de rodillas a punto menos, para rogarle por caridad que no los descubriese, que no contase que los había visto... ¡Hablar un marido con su mujer no es pecado ninguno, cacho! -exclamaba Gorio, interpelando al tejero para que le diese la razón. ¿Cuándo se ha visto entre cristianos privar al marido de la vista de la mujer?
-No pasar cuidado -declaró Juan; que por mí, ni esto han de saber los amos... Allá ellos que se «auden», que nós nos «audamos» también... No somos espías, hombre, ni vamos a echar a pique a nadie... ¡Ir yo con el cuento! Antes me corten el gañote... Y si queredes estar en paz y en gracia de Dios, yo vos llevo el chiquillo ahí a mi casa... Allí lo poderás recoger, Juliana, que te lo entretendremos... Ya sabes el camino; detrás de los castaños, tornando a la derecha...
-¿Y si llora la joyiña de Dios? -preguntó Juliana con la involuntaria e instintiva solicitud de la nodriza por el crío.
-Si llora, la hija mía le da teta... Criando está como tú... -respondió decisivamente el viejo Juan, en cuyos ojos lacrimosos y ribeteados lució una chispa de voluntad diabólica. Y cogiendo al niño cuidadosamente, meciéndole y diciéndole cosas a su modo, se alejó rápidamente, dejando a los esposos libres y satisfechos.
Tres cuartos de hora después, Juliana, sola, inquieta, muy recelosa de que al volver a casa le riñesen por la tardanza, pasó a recoger el niño en la casucha del tejero, mísera vivienda desmantelada, donde el frío y la lluvia penetraban sin estorbo por la techumbre a teja vana y por las grietas y agujeros de las paredes. No necesitó entrar: a la puerta, que obstruían montones de estiércol y broza, sobre los cuales escarbaban dos flacas gallinas, la esperaba ya el tejero con la criatura en brazos, arrullándola para que no lloriquease...
-¡Ay riquiño, que soledades tenía de mí; que mala cara se le «viró». ¡Si «hastra» más flaco parece! ¡Si a modo que se le cae la ropa! -chilló apurada la nodriza apoderándose del niño y apresurándose a desabrocharse para ofrecerle un consuelo eficaz de su momentáneo abandono...
-Ya se le «virará» buen color con el tiempo, mujer, ya se le «virará» -afirmó filosóficamente el viejo.
Y mientras la mujer, azorada, estrechando y alagando al angelito, corría en dirección a la quinta, Juan, el tejero, sonreía con su desdentada boca, y se restregaba las secas manos, pensando en su interior: A nosotros nos echarán y nos iremos por el mundo pidiendo una limosnita... pero lo que es el nieto mío, pasar no ha de pasar necesidá; y el hijo de los amos..., ese, que «adeprenda» a cocer teja cuando tenga la edá..., si llega a tenerla, que ¡sábelo Dios! En casa del pobre muérense los chiquillos como moscas...»

«Blanco y Negro», núm. 331, 1897

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

El triunfo de baltasar

Me consta que aquella noche, los Magos se reunieron en consejo. Divididas estaban las opiniones, y dos de los reyes orientales no eran partidarios de que se prolongase tal estado de cosas.
-Es deprimente -exclamaba Gaspar, haciendo que sonasen las láminas de su coselete militar sobre su pecho robusto. Consideren lo que significa mi personalidad, y díganme si no representa algo contrario a la mentira. Soy un caballero, el que abrió la serie de tantos como combatieron a la felonía y a la traición. Y vengo tolerando secularmente, que me tomen como pretexto de un engaño, del cual son víctimas unas criaturas candorosas. Se las hace creer que yo, y vosotros, también personas serias, entramos en los hogares como ladrones, nocturnamente, por el balcón o la chimenea, a dejar en los zapatuelos de la chiquillería juguetes y nonadas.
-¡Oiga su mercé -interrumpió Melchor, el de la testa lanosa-. Los ladrones, amigo, no dejan na. Se lo llevan toito si pueden.
-Bueno, yo sé lo que digo -gruñó el guerrero-. No entiendo por qué no nos atenemos a la verdad monda y lironda. Sería esto más propio de monarcas, de sabios, de valientes; entiéndalo bien, abuelo Baltasar. Nos han repartido un papel de farsantes. Yo estoy cansado de él.
Baltasar, gravemente, movía la cabeza resplandeciente de blan-cura, como coronada, más que por la asiática mitra de oro, por la cabellera magnífica, que le bajaba hasta más de los hombros.
-A ti, Gaspar -murmuró, no te agrada sino lo que cuesta llanto. A mí, al revés: me gusta lo que consuela un poco a la pobre humanidad. Aquel Niño a quien hemos adorado un día en un portal tan pobre, para consolar vino... Si todos fuesen como tú, Gaspar, a cada paso gemiría más la estirpe de Adán el Rojo, primer hombre que apareció en la superficie del planeta.
-Tú eres muy sabidor, Baltasar -murmuró respetuosamente el Batallador-. Noche y día estás inclinado sobre tus libros, o manejando los instrumentos con los cuales escrutas las estrellas. En tu retiro enciendes un horno, y fundes toda clase de metales, para descubrir el secreto de cómo pueden transformarse unos en otros, y probar que proceden todos de una misma primitiva materia. ¿Para qué investigas tanto, Baltasar?
-Eso é. ¿A qué revuelve su mercé tanto?, secundó el Negro.
-No parece sino que lo ignoráis, exclamó el viejo. Para encontrar la verdad.
-Y entonces -redarguyó Gaspar, ¿cómo quieres que faltemos descarada-mente a ella, cometiendo una acción inmoral, manteniendo un embuste continuo?
-¿Inmoral?, preguntó Baltasar con sorpresa.
-Inmoral, sí, señor, porque es sostener una falsedad de las más absurdas. Vamos, no parece sino que aquí no estamos todos en el secreto. ¿Qué juguetes damos a los chicos? Son las mamás, son los papás, son los padrinos, son los abuelitos chochos quienes reparten las sorpresas y las dádivas. ¡Difundir el engaño, nosotros, que esta-mos en los altares!
-¡Vaya, vaya! -musitó el anciano, en tono de desprecio indulgente-. No habéis aprendido a discernir los engaños. ¿No os acordáis cómo engañamos al cruel Herodes, regresando a nuestras patrias por caminos ocultos, para que no supiese dónde estaba el Portal misterioso? Hay engaños de belleza, de bondad, de compasión profunda hacia los males del hombre, y uno de ellos, el que nos ha cabido en suerte ejercitar. Cuando esta Noche vayamos a adorar al Niño, a poner ante su lecho de paja nuestra ofrenda, preguntadle si hacemos bien en disminuir la dosis de contento que por esa leve superchería disfrutan tantas criaturas.
-Pues a lo menos -objetó Gaspar, substituyamos la falsedad con una realidad sencilla. Demos en persona, obsequios a los nenes. Somos opulentos: yo he dominado tierras espléndidas; Baltasar esconde fantásticos tesoros; Melchor reina en el país donde se recogen las perlas a espuertas y las plumas y el oro a montones. Por una vez, al menos, hagamos las cosas como corresponde a grandes príncipes y señores que somos. Regalemos de veras, y no juguetería de bazar. Transformemos en verdad la mentira consagrada. Pareció bien la propuesta a los Reyes. Les halagaba aparecer, ante sus infantiles protegidos, como fastuosos protectores. Ahora verían lo que son los magos de Oriente. Y a toda prisa buscaron los objetos que debían repartir. A lomo de camellos, desdeñando el tren y sus industrialismos, despacharon hacia la corte de las Españas la carga preciosa. Fardos y fardos fueron descargados precipitadamente en sitio seguro, evitando que el Gobierno, solícito siempre, los requisase. Y la noche que precede a la Epifanía, los Reyes comenzaron su tarea de distribuir valiosos presentes a los chicos. Haciéndose invisibles por las mágicas artes de Baltasar, entraron en palacios y casuchos, alborozados con suponer que escucharían bendiciones, que los niños tendrían frases de simpatía calurosa para los Magos. Los pequeños, generalmente, fingían dormir, acurrucados en sus camitas; pero, en realidad, estaban ojo avizor y oído alerta, sofocando las ganas de reír y de cruzar comentarios y dichetes graciosos. Al notar que alguien andaba en la habitación, que alguien se acercaba a sus lechos, unos daban luz a la bombilla del enchufe; otros se tapaban mejor, palpitantes. Y los Reyes percibían un gorjeo confuso, entrecortado de exclamaciones, y luego, frases relativas a la dádiva que empezaban a admirar.
-¡Mira, Lulú, qué preciosidad de broche me regala mamá este año!
-¡Huy! ¡Pues lo mío! ¡No te digo nada! ¡Un cinturón de oro, con piedras azules, y todo hecho de escamitas!
-¡Anda un collar de perlas!
-Oye, Fifino, ¿no preferirías tú un polichinela?
Fifino reflexionó un momento. -Un polichinela, no. Un aeroplano, sí que me gustaría. Y uno de esos tanques, ¿sabes? Como el que vimos en la embajada inglesa, en el cinematógrafo. Ahora lo hay en los refrescos...
-¿Sabéis lo que ha pasado? -gritó un rubiote de cinco años, en tono de asombro. El abuelo, para chasquearme, ¿sabéis lo que ha discurrido? Se ha disfrazado de rey negro para dejarme este cuchillo tan mono... Y enseñaba un puñal árabe incrustado de turquesas y corales, y todo bordado en filigrana de plata.
-¡Soñaste!, fallaron los hermanillos.
-No soñé, no soñé. ¡Ea! -afirmó casi llorimiqueando el rubio-. ¡Le he visto, le he visto! Venía todo tiznado; ¡como si yo no le hubiese de conocer!
Melchor, que atendía, abrió como ventanas los grandes ojos de blanquísima córnea. ¡Había querido aparecerse en su verdadera figura, sólo un instante, para gozar de la sorpresa de los chicos, y he aquí que le confundían con el abuelito, embadurnado de hollín!
-Pero, ¡serán tontos nuestros papás! -declaró Fifino. Cada año nos embocan que los regalos vienen de Oriente... ¡Hay que ver! Ni que nos chupásemos el dedo. Lo que es a mí no me la pegan.
-¡Ni a mí!
-Hijas -saltó una morenita despabilada, está bien que papás no nos la peguen; pero no se lo digáis, porque si no, el año que viene, tal día como hoy, nos darán..., memorias a la familia. También nos hacen demasiado simples. Mira tú si vamos a creernos que unos reyes, de tan lejísimos se molestan por nosotros... ¡y con el frío que hace! Y también por Chancho, el chico del zapatero... ¡figúrate!
-Es lo que yo digo siempre... -aprobó Fifino, caluroso. ¡Pero no quitarles a papás la ilusión de engañarnos: y a engañarlos nosotros!
Atónitos, aturdidos, escuchaban dos de los Magos la conversación infantil. ¿De modo qué...?
-¡Venerable Baltasar! ¡Tenías razón! -prorrumpieron el Negro y el Guerrero. Nos inclinamos ante tu sabiduría. ¡Éramos unos bobos!
-Naturalmente sonrió, dentro de su ondulosa barba argentada, el Anciano.

«La esfera», núm. 211, 1918

1.005. Pardo Bazan (Emilia)