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lunes, 15 de septiembre de 2014

Speraindeo - Cap I. La voz de lina

Un joven vestido de riguroso luto, pero mal vestido, con la levita demasiado corta y los pantalones demasiado estrechos y el sombrero demasiado bajo, apoyaba medroso el dedo índice sobre el botón de un timbre, a la puerta del cuarto de la izquierda del piso segundo, en una casa del barrio de Salamanca.
O el timbre no sonó o dentro no le oyeron; porque la puerta no quiso abrirse. El joven se mordió los labios. Parecía enojarle no poco aquella pasiva oposición de la puerta. Necesitó no pequeño esfuerzo de ánimo para decidirse a tocar el botón otra vez, y para hacerlo esperó un intervalo inverosímil. -«Sin duda no me han oído» -necesitó pensar para animarse a tentar de nuevo fortuna. La superstición de los desgraciados ya le había hecho imaginar que no le abrían porque no le habían conocido, sin verle.
El pobre Speraindeo, injusto como suelen serlo también los desventurados, empezó a pensar mal de su tío el Sr. Soldevilla, inquilino de aquel cuarto izquierdo. -«Tiene un corazón de hielo, ¡bien decía mi padre!»- Así exclamó el pobre muchacho, después que sintió con terror pasar algunos minutos sin que la puerta se moviese. Se decidió a ser un héroe; como Moisés, sin fe, llamó por tercera vez, pero ya casi desesperado. Se corrió entonces la tapa de la rejilla, y una voz que le llegó al corazón estremeciéndole, le preguntó -¿Quién es?-. Speraindeo mientras pensaba que aquella voz parecía la de su difunta madre, contestó con otra pregunta. -¿El señor Soldevilla vive aquí?
-Sí, señor, pero... no está en casa.
-¡No está!
-No señor. Si Vd. tiene que dejar algún recado... Yo soy su hija.
-¡Rosario!...
-Servidora de Vd.... ¿Usted sería acaso...
-Yo soy su primo de Vd.... soy... Speraindeo.
-¡Oh, primo mío! no sé porqué se me había figurado... Siento mucho no poder abrir para que pases... pero... no puede ser. Estoy sola... Además, mira: yo te abriría de todos modos... si pudiera; pero no puedo. Papá ha despedido hoy a todos los criados, en ausencia de mamá que ha ido unos días a Guadalajara; y como estaba yo sola y él tuvo que salir... se llevó la llave. Pero si quieres, si no te es molesto, (a mí no me da más), podremos estar así, hablando de esta manera hasta que vuelva mi padre, que no debe tardar mucho.
Speraindeo vio el cielo abierto, aunque la puerta del cielo seguía cerrada. La voz de su prima le recordaba la de su madre, y muchas cosas más; todas de color de rosa. Después de muchos meses, Speraindeo no había sido feliz ni en sueños un sólo instante; la voz de Rosario le llenaba de una melancolía consoladora: era una música representativa de cuanto dulce y tierno había pasado por su corazón desde la infancia; era una voz que le decía: «mira, no estás tan solo, tan solo en el mundo como pensabas; aquí está tu prima que tiene algo de tu madre, y que además tiene juventud; hermosura lozana, (mi timbre te lo dice); vive, espera, no hagas ese disparate que se te había pasado por la cabeza; ya ves, no eres un escéptico, ni un pesimista, como ibas ya creyendo, ni estás desesperado, ni nada; por de pronto estás con tu prima, que se parece a tu madre por la voz, y que es tan amable que consiente darte conversación en el pasillo hasta que su padre vuelva».
-¡Cuánto te agradezco!... -pudo balbucir al fin Speraindeo, hablando más bien con aquella voz que con su prima.
-¿Por qué? ¿qué quieres que haga? papá es así... ¿Hace mucho que has llegado?...
-Hoy mismo, hace dos horas apenas; en cuanto busqué habitación y me arreglé un poco, me puse en busca de vuestro domicilio. ¡Qué lejos está esto!
-¿No has cogido el tranvía?
-El... No... no lo he visto.
-¡Estarás cansadísimo! ¡Y no poder ofrecerte ni una silla!...
-No, deja; ¿qué importa? -Rosario... ¡debes ser ya toda una mujer!
-Ya lo creo; casi soy una vieja.
-¡Bah! Diez y ocho años y cuatro meses...
-Justamente.
-Oye: ¡tienes los ojos como mi madre!
-Sí tendré, y todo: me han dicho algunos que la  han conocido que me parezco muchísimo a tía Lina.
-¡Madre mía! -gritó, sin poder contenerse el pobre mozo; y sin pensarlo también apoyó la frente sobre el frío metal de la rejilla.
-Dios míos ¿Te pones malo?
-No, deja; no es nada.
-Sí, sí. ¡Ah! voy a abrirte, porque... ¡no había dado en ello!... corriendo este pasador... y este otro... ¡qué apretado está...!
-No te molestes... y además, si estas sola...
-Ya está, ya está... Ahora tiro por aquí y... ¡ajajá!... Empuja tú un poco... ¿Ves?...
La puerta se abrió de par en par. El primo tuvo que dar un paso atrás para no tropezar con Rosario y después tuvo que dar otro para cogerse a la pared, porque su prima empezó a dar vueltas con toda la casa al rededor del mísero huérfano, y luego vio dos, tres, cien primas en vez de una, y... se le cerraron los ojos y ya no vio. Se había desmayado. Al abrir los ojos se encontró sentado en el santo suelo, junto a la puerta, ya herméticamente cerrada; en frente y a pocos pasos estaba un señor de pocas carnes, muy alto y muy huesudo, y muy calvo y muy bien vestido. Con las manos a la espalda, la cabeza sobre el pecho, el ceño fruncido, el ojo avizor, permaneció aquel fantasma algunos minutos, observando con atención poco simpática al desmayado Speraindeo, que tuvo que sacar fuerzas de flaqueza para incorporarse, porque el señor largo no le ofreció ni siquiera una mano.
Speraindeo comenzó a tener vehementes sospechas de que era aquel caballero su señor tío, don Juan Soldevilla, famosísimo anticuario, gran compilador de obras vetustas y olvidadas; de la Academia de la Lengua, de la de la Historia, de la de Ciencias morales y políticas, de la Sociedad económica de amigos del país, y corresponsal de muchas extranjeras; inspirador del «Lábaro Santo», periódico católico y literario, consejero de la «Infalible» sociedad de crédito mobiliario, bajo la protección de la Inmaculada; cofrade del Corazón de Jesús, de la Madre del Amor Hermoso... y del ilustre colegio de Abogados de Madrid, especialidad en recursos de casación, de esos que le cuestan al infeliz pleiteante un ojo de la cara.
Ante la inmensa personalidad de su señor tío materno, Speraindeo creyó que le sentaría bien el más profundo, humilde y respetuoso silencio. Cuando ya estuvo en pie, limpió el sombrero con la manga de la levita y no hizo más. Soldevilla comprendió que a él le tocaba hacer uso de la palabra.
-Caballero... (y al decir esto, extendió la mano, para imponer silencio al presunto sobrino, que muy a deshora iba a interrumpirle para explicar su situación extraña). Caballero -repitió-, tengo entendido que es Vd.... o por tal se da, el hijo único de mi difunta hermana Lina Soldevilla... (y otra vez extendió la mano); lo creo, y lo creo, porque ninguna otra persona puede tener interés en usurpar a usted su estado civil ni su personalidad... Partiendo, pues, de esta hipótesis, de que es Vd. mi sobrino, yo me creo en el deber de prescindir aquí de explicaciones, que en otro caso no serían importunas, acerca del modo excepcional con que Vd. ha penetrado en mi casa, pues todas las apariencias conspiran a denunciar la fuerza y violencia que Vd. ha empleado contra esa puerta, que yo dejé cerrada y encuentro de par en par abierta... No me interrumpa Vd.... He interrogado a mi hija, única persona que ocupaba mi casa habitación al tiempo de penetrar Vd. en ella; mi hija ha declarado que había visto a Vd., que habían Vds. hablado, pero estando ella bajo la salvaguardia de ese cerrojo y Vd. en la escalera; declaró, otro sí, que Vd. había dicho ser Speraindeo mi sobrino y que nada más habían hablado Vds. Aquí cesa mi interrogatorio y comienzan los indicios: mi hija no podía abrir a Vd. la puerta por dos razones, cada una de las cuales hace inútil la otra; la una es de carácter material, se refiere a un imposible físico; la otra a un imposible moral. El imposible físico consiste en que yo me había llevado la única llave de esa puerta que quedaba cerrada; el imposible moral, de mayor fuerza si cabe como probanza, no necesito más que indicarlo: mi hija es una doncella honrada, incapaz de la desenfrenada conducta que supondría el acto a todas luces indecoroso de abrir esa puerta en tales circunstancias. Siendo esto así, y suplico a Vd. de nuevo que no trate de interrumpirme; resulta claro como la luz, que V., y nadie más que Vd. ha podido violentar, y de hecho ha violentado esa puerta. Ahora bien: Vd. podría considerarse con derecho a pedir asilo, hospedaje en casa de su único tío, siendo como es Vd. un huérfano sin recursos, pero ese derecho no autoriza la demasía de tomárselo por la mano asaltando mi domicilio. Todo esto, sin embargo, lo relego al olvido, previniendo a Vd. que en tiempo alguno se me acuerde de ello; pues el olvido absoluto es lo que a Vd. como a mí nos conviene. Ni una palabra más sobre tan lamentable suceso. Y ahora haga Vd. el favor de seguirme a mi despacho, donde en calma nos explique el objeto de su visita, llamémosla así, puesto que he decidido olvidarme de su incalificable desafuero.
Varios proyectos maduró y desechó sucesivamente el pobre Speraindeo mientras duró el discurso preliminar de su señor tío: lo primero que se le ocurrió fue volver a desmayarse, pero haciendo un supremo esfuerzo, pudo conservar el dominio de  sus sentidos y entonces pensó en echar a correr; para esto le faltaban fuerzas; quiso hablar también, pero esto no fue posible mientras su tío le estaba formando causa; no le faltaron tentaciones de echarse a reír, aunque no se había reído en su vida muchas veces, pero semejante osadía podía costarle muy cara. Resolvió seguir al Sr. Soldevilla a su despacho.
Allí hizo el tío al sobrino ocupar una silla cerca de la puerta, mientras él, siempre con las manos a la espalda, medía a grandes pasos la habitación trazando diagonales.
-Según mi cuenta, estaban Vds. en Pontevedra cuando mi desgraciada hermana... puso fin a sus días.
-¡Caballero! -dijo con altiva dignidad el hijo de Lina, en pie, y con ademán resuelto. Esa es una calumnia, una calumnia, venga de donde viniere... Mi madre ha muerto de hambre.
-¡De hambre!
-Sí, de hambre. Yo no estaba en Pontevedra, estaba en Vigo; ganaba lo que no podía bastar para alimentarse una persona; pero de eso que ganaba la mitad era para mi madre. Un día vino ella a Vigo, a verme, a escudriñar mi modo de vivir; comprendió sin dude, a pesar de los esfuerzos que hice por ocultárselo, que la había estado engañando mucho tiempo, que ganaba menos, mucho menos, de lo que la había hecho creer, y cuando volvió a Pontevedra...
-¿Y por qué no vivíais juntos en Vigo o en Pontevedra?... Dos casas puestas, siempre son muy caras.
-Eso no podía ser: ni mi madre ni yo teníamos casa puesta; ella vivía en Pontevedra porque allí sólo tenía un rincón que la caridad o algo parecido le prestaba; yo en Vigo no podía tener a mi madre, porque vivía... con otros amigos, con mis compañeros; y ni ellos ni yo podíamos vivir sino así, como estábamos... En fin, mi madre no podía estar en Vigo ni yo irme a Pontevedra. Era necesario estar así, créalo Vd.: yo lo digo, y yo no he mentido en mi vida.
-Yo respeto el misterio...
-No es misterio... Pero lo que importa ahora es que Vd. no piense que mi madre... Verá Vd. como es verdad que se murió de hambre. Poco después de volverse a Pontevedra, me escribió diciéndome que ya no necesitaba que yo arrancase de mi boca el pan para que ella comiera; que sus parientes de Madrid... la habían perdonado, (así decía, perdonado) y que le enviaban una pensión, suficiente para vivir ella... -Si Vd. quiere ver la carta...
-No, no, deja.
-Precisamente entonces perdí yo mi jornal... Es decir... seguí teniendo derecho a cobrarlo, pero no lo cobraba. Viví como pude, eso no es del caso. No dejé a Vigo porque era imposible; basta que yo lo diga, era imposible.
-Bien, bien, yo respeto el misterio.
-No es misterio. Creí lo que mi madre me decía un día y otro, y a pesar de la miseria en que yo me encontraba era menos desgraciado que antes, porque pensaba que mi madre era menos desgraciada. Ella vive y piensa que yo vivo... pues siga esto así. Yo la engañaba y ella me engañaba a mí. ¿De qué habrá muerto mi madre? Ella no tenía recursos; limosna no podía y no sabía pedirla; sus únicos parientes éramos Vd. y yo; yo, por lo que he dicho, ya no le enviaba parte de mi jornal, no tenía ya jornal... Vd. sabrá lo demás. Si Vd. no la socorría, como me dijo ella; si ella me engañó, ya está averiguado de qué se murió mi madre.
Calló Speraindeo, que había consumido toda su energía en aquellas palabras. D. Juan no contestó enseguida. Tragó saliva varias veces; tosió, volvió a toser y dijo, al cabo después de pensarlo mucho.
-Supongamos que tu madre no atentó contra su vida, a pesar del testimonio de la prensa, de la buena prensa, de la única que no degrada a los lectores, y a pesar de las dificultades que con justificado motivo opuso la autoridad eclesiástica al sepelio: porque tú no ignorarás esta circunstancia, esta horrorosa circunstancia.
Speraindeo sonrió y después apretó los dientes. Iba a decir algo fuerte, pero se contentó con morderse los labios, ponerse como la cera y exclamar:
-Sí, señor; lo sé todo; porque llegué antes de que enterrasen a mi madre.
-Lo cierto es que el párroco se fundaba en la disciplina más estricta. En estos tiempos a que hemos llegado, los cánones, los sagrados cánones, no significan nada para el vulgo... ¿Tú no has estudiado cánones, por supuesto?
-No señor. -Y se comió esta vez también lo demás que tenía que decir.
-Pues bien; el párroco se fundó en las vehementes sospechas que se habían apoderado de la opinión; de pública voz era que Lina Soldevilla se había suicidado; la habitación tenía una atmósfera cargada, había allí humo, mucho humo; al lado del lecho, del mismo lecho de Lina Soldevilla, estaba un brasero extinta la lumbre y con mucho cisco mal quemado; la puerta cerrada, las ventanas cerradas, todo cerrado herméticamente...
-Pero los médicos no vieron señales de asfixia, sino de consunción; mi madre se murió poco a poco de hambre. Suplico a Vd. que de esto no hablemos más, me hace daño... y yo venía a otra cosa.
-Sea, sea. -Contestó el don Juan encogiéndose de hombros.
-Mi madre dejó, para mí, algunos papeles en que explica su última voluntad.
-¿Un testamento?
-No señor, unas cartas que me dirigía para que después de su muerte me sirviesen de norma, de evangelio en toda mi vida.
-¡De Evangelio!... Bien, conozco ese lenguaje; es de familia. Prosigue.
-En estas cartas (añadió el huérfano apretándose el pecho donde las guardaba sin duda) en estas cartas mi madre me habla mucho de ustedes... También después de morir mi padre, me había hablado mucho, sobre todo de Rosario.
-Sí, con Rosario pasaste tus primeros años: tu padre, tu desventurado padre, vivía en la emigración, y tu madre iba a darte a luz en el arroyo si un alma piadosa no olvidaba ofensas sin cuento, casi la deshonra de un nombre inmaculado... Pero se olvidó todo, como ahora se olvida, como se olvida siempre, que el Señor nos manda perdonar; y... aquel hombre agraviado, aquel hombre casi deshonrado por culpas ajenas, te tuvo en sus brazos en le pila bautismal: -yo soy tu padrino; te llamé Speraindeo en memoria de un valeroso escritor cristiano mozárabe... ¿Supongo que le conocerás?
-Sí, señor, he leído...
-¿Qué has leído?
-Los escritos de Vd.; «La España Católica» en que Vd. habla detenidamente de Speraindeo...
-Pues sí, hijo mio; aquí; es decir, en mi casa, porque entonces no vivíamos en Madrid sino en mi posesión de la Viña; en mi casa recibiste la educación adecuada a los primeros años, y tu madre, a quien Dios haya perdonado, te veía crecer al lado de mi hija, más pequeña que tú, con el mismo cuidado y regalo, como si fuerais los dos hijos míos...
Speraindeo estuvo próximo a pensar que su tío no era tan malo como parecía. Pero no cumplió este pío propósito porque el Sr. Soldevilla prosiguió de esta suerte:
-Pero el enemigo eterno, el atrabiliario masón, el liberal empedernido, tu padre Nicolás Fonseca... reclamó sus derechos de esposo... ¡sus derechos! Lo de siempre: ¡derechos sin deberes! Él, que por su ambición, por sus utopías y locuras abandonaba a los suyos; los dejaba sin amparo, sin asilo, sin pan; él, sin alma, sin sentimientos que tiene el último zapatero, reclamaba sus derechos; y tu madre, tu loquísima madre, siempre romántica, siempre sin juicio ni agradecimiento, huyó, huyó súbitamente de mi casa llevándote consigo... Sin embargo, todo, todo lo he perdonado, todo lo perdono en este momento. Dime a qué vienes, qué necesitas, y yo haré por ti lo que decorosamente pueda y deba.
-¿A lo que vengo? Vengo a entregar a Vd. una carta de su hermana.
-¿Una carta? ¿Para qué? Conozco el estilo, dime tú el contenido, prefiero entenderme contigo.
-No señor; yo... no puedo hablar; necesito oír a mi madre, que me dé fortaleza su voz que me habla desde el otro mundo.
-¡Papá, papá! -gritó desde la habitación contigua Rosario, es decir, la voz de Lina que tenía aquella niña en su garganta. Papá, papá, ¿me dejas entrar? ¡una noticia!... mamá está de vuelta, la he visto bajarse de un simón; ¿me dejas bajar a la calle a buscarla?
-¡A la calle! ¿Qué es a la calle? Salga Vd. a esperarla a la escalera... y conmigo. Allá voy yo, no hay para qué entres aquí; espérame. -Con tu permiso, Speraindeo; soy contigo en seguida... voy a recibir a mi señora que viene de Guadalajara, donde tiene una hermana monja. Dispénsame.
Y con paso mesurado y grave, como todos los que había dado en su vida, salió el Sr. Soldevilla de su despacho.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo) 

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