Un
joven vestido de riguroso luto, pero mal vestido, con la levita
demasiado corta y los pantalones demasiado estrechos y el sombrero
demasiado bajo, apoyaba medroso el dedo índice sobre el botón de un
timbre, a la puerta del cuarto de la izquierda del piso segundo, en
una casa del barrio de Salamanca.
O
el timbre no sonó o dentro no le oyeron; porque la puerta no quiso
abrirse. El joven se mordió los labios. Parecía enojarle no poco
aquella pasiva oposición de la puerta. Necesitó no pequeño
esfuerzo de ánimo para decidirse a tocar el botón otra vez, y para
hacerlo esperó un intervalo inverosímil. -«Sin duda no me han
oído» -necesitó pensar para animarse a tentar de nuevo fortuna. La
superstición de los desgraciados ya le había hecho imaginar que no
le abrían porque no le habían conocido, sin verle.
El
pobre Speraindeo, injusto como suelen serlo también los
desventurados, empezó a pensar mal de su tío el Sr. Soldevilla,
inquilino de aquel cuarto izquierdo. -«Tiene un corazón de hielo,
¡bien decía mi padre!»- Así exclamó el pobre muchacho, después
que sintió con terror pasar algunos minutos sin que la puerta se
moviese. Se decidió a ser un héroe; como Moisés, sin fe, llamó
por tercera vez, pero ya casi desesperado. Se corrió entonces la
tapa de la rejilla, y una voz que le llegó al corazón
estremeciéndole, le preguntó -¿Quién es?-. Speraindeo mientras
pensaba que aquella voz parecía la de su difunta madre, contestó
con otra pregunta. -¿El señor Soldevilla vive aquí?
-Sí,
señor, pero... no está en casa.
-¡No
está!
-No
señor. Si Vd. tiene que dejar algún recado... Yo soy su hija.
-¡Rosario!...
-Servidora
de Vd.... ¿Usted sería acaso...
-Yo
soy su primo de Vd.... soy... Speraindeo.
-¡Oh,
primo mío! no sé porqué se me había figurado... Siento mucho no
poder abrir para que pases... pero... no puede ser. Estoy sola...
Además, mira: yo te abriría de todos modos... si pudiera; pero no
puedo. Papá ha despedido hoy a todos los criados, en ausencia de
mamá que ha ido unos días a Guadalajara; y como estaba yo sola y él
tuvo que salir... se llevó la llave. Pero si quieres, si no te es
molesto, (a mí no me da más), podremos estar así, hablando de esta
manera hasta que vuelva mi padre, que no debe tardar mucho.
Speraindeo
vio el cielo abierto, aunque la puerta del cielo seguía cerrada. La
voz de su prima le recordaba la de su madre, y muchas cosas más;
todas de color de rosa. Después de muchos meses, Speraindeo no había
sido feliz ni en sueños un sólo instante; la voz de Rosario le
llenaba de una melancolía consoladora: era una música
representativa de cuanto dulce y tierno había pasado por su corazón
desde la infancia; era una voz que le decía: «mira, no estás tan
solo, tan solo en el mundo como pensabas; aquí está tu prima que
tiene algo de tu madre, y que además tiene juventud; hermosura
lozana, (mi timbre te lo dice); vive, espera, no hagas ese disparate
que se te había pasado por la cabeza; ya ves, no eres un escéptico,
ni un pesimista, como ibas ya creyendo, ni estás desesperado, ni
nada; por de pronto estás con tu prima, que se parece a tu madre por
la voz, y que es tan amable que consiente darte conversación en el
pasillo hasta que su padre vuelva».
-¡Cuánto
te agradezco!... -pudo balbucir al fin Speraindeo, hablando más bien
con aquella voz que con su prima.
-¿Por
qué? ¿qué quieres que haga? papá es así... ¿Hace mucho que has
llegado?...
-Hoy
mismo, hace dos horas apenas; en cuanto busqué habitación y me
arreglé un poco, me puse en busca de vuestro domicilio. ¡Qué
lejos está esto!
-¿No
has cogido el tranvía?
-El...
No... no lo he visto.
-¡Estarás
cansadísimo! ¡Y no poder ofrecerte ni una silla!...
-No,
deja; ¿qué importa? -Rosario... ¡debes ser ya toda una mujer!
-Ya
lo creo; casi soy una vieja.
-¡Bah!
Diez y ocho años y cuatro meses...
-Justamente.
-Oye:
¡tienes los ojos como mi madre!
-Sí
tendré, y todo: me han dicho algunos que la han conocido que
me parezco muchísimo a tía Lina.
-¡Madre
mía! -gritó, sin poder contenerse el pobre mozo; y sin pensarlo
también apoyó la frente sobre el frío metal de la rejilla.
-Dios
míos ¿Te pones malo?
-No,
deja; no es nada.
-Sí,
sí. ¡Ah! voy a abrirte, porque... ¡no había dado en ello!...
corriendo este
pasador... y este otro... ¡qué apretado está...!
-No
te molestes... y además, si estas sola...
-Ya
está, ya está... Ahora tiro por aquí y... ¡ajajá!...
Empuja
tú un poco... ¿Ves?...
La
puerta se abrió de par en par. El primo tuvo que dar un paso atrás
para no tropezar con Rosario y después tuvo que dar otro para
cogerse a la pared, porque su prima empezó a dar vueltas con toda la
casa al rededor del mísero huérfano, y luego vio dos, tres, cien
primas en vez de una, y... se
le cerraron los ojos y ya no vio. Se
había desmayado. Al abrir los ojos se encontró sentado en el santo
suelo, junto a la puerta, ya herméticamente cerrada; en frente y a
pocos pasos estaba un señor de pocas carnes, muy alto y muy huesudo,
y muy calvo y muy bien vestido. Con las manos a la espalda, la cabeza
sobre el pecho, el ceño fruncido, el ojo avizor, permaneció aquel
fantasma algunos minutos, observando con atención poco simpática al
desmayado Speraindeo, que tuvo que sacar fuerzas de flaqueza para
incorporarse, porque el señor largo no le ofreció ni siquiera una
mano.
Speraindeo
comenzó a tener vehementes sospechas de que era aquel caballero su
señor tío, don Juan Soldevilla, famosísimo anticuario, gran
compilador de obras vetustas y olvidadas; de la Academia de la
Lengua, de la de la Historia, de la de Ciencias morales y políticas,
de la Sociedad económica de amigos del país, y corresponsal de
muchas extranjeras; inspirador del «Lábaro Santo», periódico
católico y literario, consejero de la «Infalible» sociedad de
crédito mobiliario, bajo la protección de la Inmaculada; cofrade
del Corazón de Jesús, de la Madre del Amor Hermoso... y del ilustre
colegio de Abogados de Madrid, especialidad en recursos de casación,
de esos que le cuestan al infeliz pleiteante un ojo de la cara.
Ante
la inmensa personalidad de su señor tío materno, Speraindeo creyó
que le sentaría bien el más profundo, humilde y respetuoso
silencio. Cuando ya estuvo en pie, limpió el sombrero con la manga
de la levita y no hizo más. Soldevilla comprendió que a él le
tocaba hacer uso de la palabra.
-Caballero...
(y al decir esto, extendió la mano, para imponer silencio al
presunto sobrino, que muy a deshora iba a interrumpirle para explicar
su situación extraña). Caballero -repitió-, tengo entendido que es
Vd.... o por tal se da, el hijo único de mi difunta hermana Lina
Soldevilla... (y otra vez extendió la mano); lo creo, y lo creo,
porque ninguna otra persona puede tener interés en usurpar a usted
su estado civil ni su personalidad... Partiendo, pues, de esta
hipótesis, de que es Vd. mi sobrino, yo me creo en el deber de
prescindir aquí de explicaciones, que en otro caso no serían
importunas, acerca del modo excepcional con que Vd. ha penetrado en
mi casa, pues todas las apariencias conspiran a denunciar la fuerza y
violencia que Vd. ha empleado contra esa puerta, que yo dejé cerrada
y encuentro de par en par abierta... No me interrumpa Vd.... He
interrogado a mi hija, única persona que ocupaba mi casa habitación
al tiempo de penetrar Vd. en ella; mi hija ha declarado que había
visto a Vd., que habían Vds. hablado, pero estando ella bajo la
salvaguardia de ese cerrojo y Vd. en la escalera; declaró, otro sí,
que Vd. había dicho ser Speraindeo mi sobrino y que nada más habían
hablado Vds. Aquí cesa mi interrogatorio y comienzan los indicios:
mi hija no podía abrir a Vd. la puerta por dos razones, cada una de
las cuales hace inútil la otra; la una es de carácter material, se
refiere a un imposible físico; la otra a un imposible moral. El
imposible físico consiste en que yo me había llevado la única
llave de esa puerta que quedaba cerrada; el imposible moral, de mayor
fuerza si cabe como probanza, no necesito más que indicarlo: mi hija
es una doncella honrada, incapaz de la desenfrenada conducta que
supondría el acto a todas luces indecoroso de abrir esa puerta en
tales circunstancias. Siendo esto así, y suplico a Vd. de nuevo que
no trate de interrumpirme; resulta claro como la luz, que V., y nadie
más que Vd. ha podido violentar, y de hecho ha violentado esa
puerta. Ahora bien: Vd. podría considerarse con derecho a pedir
asilo, hospedaje en casa de su único tío, siendo como es Vd. un
huérfano sin recursos, pero ese derecho no autoriza la demasía de
tomárselo por la mano asaltando mi domicilio. Todo esto, sin
embargo, lo relego al olvido, previniendo a Vd. que en tiempo alguno
se me acuerde de ello; pues el olvido absoluto es lo que a Vd. como a
mí nos conviene. Ni una palabra más sobre tan lamentable suceso. Y
ahora haga Vd. el favor de seguirme a mi despacho, donde en calma nos
explique el objeto de su visita, llamémosla así, puesto que he
decidido olvidarme de su incalificable desafuero.
Varios
proyectos maduró y desechó sucesivamente el pobre Speraindeo
mientras duró el discurso preliminar de su señor tío: lo primero
que se le ocurrió fue volver a desmayarse, pero haciendo un supremo
esfuerzo, pudo conservar el dominio de sus sentidos y entonces
pensó en echar a correr; para esto le faltaban fuerzas; quiso hablar
también, pero esto no fue posible mientras su tío le estaba
formando causa; no le faltaron tentaciones de echarse a reír, aunque
no se había reído en su vida muchas veces, pero semejante osadía
podía costarle muy cara. Resolvió seguir al Sr. Soldevilla a su
despacho.
Allí
hizo el tío al sobrino ocupar una silla cerca de la puerta, mientras
él, siempre con las manos a la espalda, medía a grandes pasos la
habitación trazando diagonales.
-Según
mi cuenta, estaban Vds. en Pontevedra cuando mi desgraciada
hermana... puso fin a sus días.
-¡Caballero!
-dijo con altiva dignidad el hijo de Lina, en pie, y con ademán
resuelto. Esa es una calumnia, una calumnia, venga de donde
viniere... Mi madre ha muerto de hambre.
-¡De
hambre!
-Sí,
de hambre. Yo no estaba en Pontevedra, estaba en Vigo; ganaba lo que
no podía bastar para alimentarse una persona; pero de eso que ganaba
la mitad era para mi madre. Un día vino ella a Vigo, a verme, a
escudriñar mi modo de vivir; comprendió sin dude, a pesar de los
esfuerzos que hice por ocultárselo, que la había estado engañando
mucho tiempo, que ganaba menos, mucho menos, de lo que la había
hecho creer, y cuando volvió a Pontevedra...
-¿Y
por qué no vivíais juntos en Vigo o en Pontevedra?... Dos casas
puestas, siempre son muy caras.
-Eso
no podía ser: ni mi madre ni yo teníamos casa puesta; ella vivía
en Pontevedra porque allí sólo tenía un rincón que la caridad o
algo parecido le prestaba; yo en Vigo no podía tener a mi madre,
porque vivía... con otros amigos, con mis compañeros; y ni ellos ni
yo podíamos vivir sino así, como estábamos... En fin, mi madre no
podía estar en Vigo ni yo irme a Pontevedra. Era necesario estar
así, créalo Vd.: yo lo digo, y yo no he mentido en mi vida.
-Yo
respeto el misterio...
-No
es misterio... Pero lo que importa ahora es que Vd. no piense que mi
madre... Verá Vd. como es verdad que se murió de hambre. Poco
después de volverse a Pontevedra, me escribió diciéndome que ya no
necesitaba que yo arrancase de mi boca el pan para que ella comiera;
que sus parientes de Madrid... la habían perdonado, (así decía,
perdonado) y que le enviaban una pensión, suficiente para vivir
ella... -Si Vd. quiere ver la carta...
-No,
no, deja.
-Precisamente
entonces perdí yo mi jornal... Es decir... seguí teniendo derecho a
cobrarlo, pero no lo cobraba. Viví como pude, eso no es del caso. No
dejé a Vigo porque era imposible; basta que yo lo diga, era
imposible.
-Bien,
bien, yo respeto el misterio.
-No
es misterio. Creí lo que mi madre me decía un día y otro, y a
pesar de la miseria en que yo me encontraba era menos desgraciado que
antes, porque pensaba que mi madre era menos desgraciada. Ella vive y
piensa que yo vivo... pues siga esto así. Yo la engañaba y ella me
engañaba a mí. ¿De qué habrá muerto mi madre? Ella no tenía
recursos; limosna no podía y no sabía pedirla; sus únicos
parientes éramos Vd. y yo; yo, por lo que he dicho, ya no le enviaba
parte de mi jornal, no tenía ya jornal... Vd. sabrá lo demás. Si
Vd. no la socorría, como me dijo ella; si ella me engañó, ya está
averiguado de qué se murió mi madre.
Calló
Speraindeo, que había consumido toda su energía en aquellas
palabras. D. Juan no contestó enseguida. Tragó saliva varias veces;
tosió, volvió a toser y dijo, al cabo después de pensarlo mucho.
-Supongamos
que tu madre no atentó contra su vida, a pesar del testimonio de la
prensa, de la buena prensa, de la única que no degrada a los
lectores, y a pesar de las dificultades que con justificado motivo
opuso la autoridad eclesiástica al sepelio: porque tú no ignorarás
esta circunstancia, esta horrorosa circunstancia.
Speraindeo
sonrió y después apretó los dientes. Iba a decir algo fuerte, pero
se contentó con morderse los labios, ponerse como la cera y
exclamar:
-Sí,
señor; lo sé todo; porque llegué antes de que enterrasen a mi
madre.
-Lo
cierto es que el párroco se fundaba en la disciplina más estricta.
En estos tiempos a que hemos llegado, los cánones, los sagrados
cánones, no significan nada para el vulgo... ¿Tú
no has estudiado cánones, por supuesto?
-No
señor. -Y se comió esta vez también lo demás que tenía que
decir.
-Pues
bien; el párroco se fundó en las vehementes sospechas que se habían
apoderado de la opinión; de pública voz era que Lina Soldevilla se
había suicidado; la habitación tenía una atmósfera cargada, había
allí humo, mucho humo; al lado del lecho, del mismo lecho de Lina
Soldevilla, estaba un brasero extinta la lumbre y con mucho cisco mal
quemado; la puerta cerrada, las ventanas cerradas, todo cerrado
herméticamente...
-Pero
los médicos no vieron señales de asfixia, sino de consunción; mi
madre se murió poco a poco de hambre. Suplico a Vd. que de esto no
hablemos más, me hace daño... y yo venía a otra cosa.
-Sea,
sea. -Contestó el don Juan encogiéndose de hombros.
-Mi
madre dejó, para mí, algunos papeles en que explica su última
voluntad.
-¿Un
testamento?
-No
señor, unas cartas que me dirigía para que después de su muerte me
sirviesen de norma, de evangelio en toda mi vida.
-¡De
Evangelio!... Bien, conozco ese lenguaje; es de familia. Prosigue.
-En
estas cartas (añadió el huérfano apretándose el pecho donde las
guardaba sin duda) en estas cartas mi madre me habla mucho de
ustedes... También después de morir mi padre, me había hablado
mucho, sobre todo de Rosario.
-Sí,
con Rosario pasaste tus primeros años: tu padre, tu desventurado
padre, vivía en la emigración, y tu madre iba a darte a luz en el
arroyo si un alma piadosa no olvidaba ofensas sin cuento, casi la
deshonra de un nombre inmaculado... Pero se olvidó todo, como ahora
se olvida, como se olvida siempre, que el Señor nos manda perdonar;
y... aquel hombre agraviado, aquel hombre casi deshonrado por culpas
ajenas, te tuvo en sus brazos en le pila bautismal: -yo soy tu
padrino; te llamé Speraindeo en memoria de un valeroso escritor
cristiano mozárabe... ¿Supongo que le conocerás?
-Sí,
señor, he leído...
-¿Qué
has leído?
-Los
escritos de Vd.; «La España Católica» en que Vd. habla
detenidamente de Speraindeo...
-Pues
sí, hijo mio; aquí; es decir, en mi casa, porque entonces no
vivíamos en Madrid sino en mi posesión de la Viña; en mi casa
recibiste la educación adecuada a los primeros años, y tu madre, a
quien Dios haya perdonado, te veía crecer al lado de mi hija, más
pequeña que tú, con el mismo cuidado y regalo, como si fuerais los
dos hijos míos...
Speraindeo
estuvo próximo a pensar que su tío no era tan malo como parecía.
Pero no cumplió este pío propósito porque el Sr. Soldevilla
prosiguió de esta suerte:
-Pero
el enemigo eterno, el atrabiliario masón, el liberal empedernido, tu
padre Nicolás Fonseca... reclamó sus derechos de esposo... ¡sus
derechos! Lo
de siempre: ¡derechos sin deberes! Él, que por su ambición, por
sus utopías y locuras abandonaba a los suyos; los dejaba sin amparo,
sin asilo, sin pan; él, sin alma, sin sentimientos que tiene el
último zapatero, reclamaba sus derechos; y tu madre, tu loquísima
madre, siempre romántica, siempre sin juicio ni agradecimiento,
huyó, huyó súbitamente de mi casa llevándote consigo... Sin
embargo, todo, todo lo he perdonado, todo lo perdono en este momento.
Dime a qué vienes, qué necesitas, y yo haré por ti lo que
decorosamente pueda y deba.
-¿A
lo que vengo? Vengo a entregar a Vd. una carta de su hermana.
-¿Una
carta? ¿Para qué? Conozco el estilo, dime tú el contenido,
prefiero entenderme contigo.
-No
señor; yo... no puedo hablar; necesito oír a mi madre, que me dé
fortaleza su voz que me habla desde el otro mundo.
-¡Papá,
papá! -gritó desde la habitación contigua Rosario, es decir, la
voz de Lina que tenía aquella niña en su garganta. Papá, papá,
¿me dejas entrar? ¡una noticia!... mamá está de vuelta, la he
visto bajarse de un simón; ¿me dejas bajar a la calle a buscarla?
-¡A
la calle! ¿Qué es a la calle? Salga Vd. a esperarla a la
escalera... y conmigo. Allá voy yo, no hay para qué entres aquí;
espérame. -Con tu permiso, Speraindeo; soy contigo en seguida... voy
a recibir a mi señora que viene de Guadalajara, donde tiene una
hermana monja. Dispénsame.
Y
con paso mesurado y grave, como todos los que había dado en su vida,
salió el Sr. Soldevilla de su despacho.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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