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lunes, 15 de septiembre de 2014

Rafael calvo y el teatro español - Cap. III

No escribo un panegírico, ni escribo una oración fúnebre; y para poder hablar con toda franqueza, y huyendo de todos los lugares comunes del encomio que parece imponer, como etiqueta de funeral, la proximidad de la muerte, he dejado pasar todo un año antes de publicar este folleto, porque ni la fama de Calvo es tan deleznable que a los pocos meses de dejar de oírle y de verle se la olvide y se pueda tener el estudio de su vida y de su arte por asunto viejo, ya frío y sin interés, ni en rigor se empieza a poder juzgar seriamente y con imparcialidad a un hombre notable que muere, hasta que ya las verdades de la crítica no pueden pasar por irreverencias casi sacrílegas, por inoportunas rudezas de una severidad que en ciertos momentos es de mala crianza.
Yo hablo ya de Calvo como podría hablar de Romea, si le hubiera conocido; y pongo ejemplo condicional, porque de ningún gran actor muerto hace tiempo, y que yo hubiera visto, puedo acordarme.
No se ha de tomar, pues, como piadosa declamación para aliviar penas de los vivos y rendir justo tributo al muerto, mi opinión favorable, la especie de saudade que me inspira la desaparición de Calvo.
No soy un admirador entusiástico, incondicional, del actor muerto; no soy, como el ilustre Echegaray, que tan hermosa cronología ha dedicado a su querido y fiel intérprete, un amigo entrañable y un artista agradecido al revelador plástico de sus concepciones; soy un espectador, no frío, porque esto no hace falta, ni siquiera es tolerable, pero si imparcial; un espectador que, lo que es en absoluto, no admira a ningún actor español, y... a decir toda la verdad, encuentra deficiencias aun en aquellos extranjeros, de los más renombrados, que ha podido ver y oír, y en los cuales, a pesar de que le ofrecían revelaciones de su arte con que él no podía soñar, en otros respectos no encontraba la satisfacción de lo que él habría deseado ver en un gran cómico.
No: los grandes actores no están a la altura de los grandes autores, ni aun en la proporción de arte a arte.
Indico estas opiniones mías, que ahora no explano, para que nadie vea en este artículo una apología más. Porque es de advertir que muchos admiradores tenía Calvo, pero no faltaba, sobre todo en estos últimos tiempos, quien creyese anticuada (terrible palabra para el vulgo de los aficionados) y falsa la escuela (¿qué escuela?) de Rafael. Sí, es necesario confesarlo; la moda no estaba por él, y, a decir lo que siento, por esto mismo me decido a consagrarle este recuerdo; sin contar con otro motivo, el de agradecimiento, de que hablaré luego, cuando trate de lo que yo, humilde dilettante, le debo a Calvo.
Pero antes de defender el estilo del ilustre actor, de los ataques y de las tácitas preocupaciones a él contrarias, y antes de mostrar las que me parecen excelencias de su arte, y los peligros y los positivos defectos; y antes de decir algo de lo que, con faltar Calvo, nos falta, y de los cómicos que nos quedan, y de cómo queda esto (el teatro), no sólo por razón de comediantes, sino de autores, público, gobierno y medio social, quiero recordar algo de la vida de quien tantas veces murió en las tablas de muerte prematura, y, con no menos prisa y pasmo de todos, desapareció de la tragi-comedia del mundo.

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

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