No
escribo un panegírico, ni escribo una oración fúnebre; y para
poder hablar con toda franqueza, y huyendo de todos los lugares
comunes del encomio que parece imponer, como etiqueta de funeral, la
proximidad de la muerte, he dejado pasar todo un año antes de
publicar este folleto, porque ni la fama de Calvo es tan deleznable
que a los pocos meses de dejar de oírle y de verle se la olvide y se
pueda tener el estudio de su vida y de su arte por asunto viejo, ya
frío y sin interés, ni en rigor se empieza a poder juzgar
seriamente y con imparcialidad a un hombre notable que muere, hasta
que ya las verdades de la crítica no pueden pasar por irreverencias
casi sacrílegas, por inoportunas rudezas de una severidad que en
ciertos momentos es de mala crianza.
Yo
hablo ya de Calvo como podría hablar de Romea, si le hubiera
conocido; y pongo ejemplo condicional, porque de ningún gran actor
muerto hace tiempo, y que yo hubiera visto, puedo acordarme.
No
se ha de tomar, pues, como piadosa declamación para aliviar penas de
los vivos y rendir justo tributo al muerto, mi opinión favorable, la
especie de saudade
que
me inspira la desaparición de Calvo.
No
soy un admirador entusiástico, incondicional, del actor muerto; no
soy, como el ilustre Echegaray, que tan hermosa cronología ha
dedicado a su querido y fiel intérprete, un amigo entrañable y un
artista agradecido al revelador plástico de sus concepciones; soy un
espectador, no frío, porque esto no hace falta, ni siquiera es
tolerable, pero si imparcial; un espectador que, lo que es en
absoluto, no admira a ningún actor español, y... a decir toda la
verdad, encuentra deficiencias aun en aquellos extranjeros, de los
más renombrados, que ha podido ver y oír, y en los cuales, a pesar
de que le ofrecían revelaciones de su arte con que él no podía
soñar, en otros respectos no encontraba la satisfacción de lo que
él habría deseado ver en un gran cómico.
No:
los grandes actores no están a la altura de los grandes autores, ni
aun en la proporción de arte a arte.
Indico
estas opiniones mías, que ahora no explano, para que nadie vea en
este artículo una apología más. Porque es de advertir que muchos
admiradores tenía Calvo, pero no faltaba, sobre todo en estos
últimos tiempos, quien creyese anticuada
(terrible
palabra para el vulgo de los aficionados) y falsa la escuela
(¿qué
escuela?) de Rafael. Sí, es necesario confesarlo; la moda
no
estaba por él, y, a decir lo que siento, por esto mismo me decido a
consagrarle este recuerdo; sin contar con otro motivo, el de
agradecimiento,
de
que hablaré luego, cuando trate de lo que yo, humilde dilettante,
le debo
a Calvo.
Pero
antes de defender
el
estilo del ilustre actor, de los ataques y de las tácitas
preocupaciones a él contrarias, y antes de mostrar las que me
parecen excelencias de su arte, y los peligros y los positivos
defectos; y antes de decir algo de lo que, con faltar Calvo, nos
falta, y de los cómicos que nos quedan, y de cómo queda esto
(el teatro), no sólo por razón de comediantes, sino de autores,
público, gobierno y medio
social, quiero recordar algo de la vida de quien tantas veces murió
en las tablas de muerte prematura, y, con no menos prisa y pasmo de
todos, desapareció de la tragi-comedia del mundo.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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