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domingo, 25 de agosto de 2013

El cuarto...

Gran batahola aquel día, en el siempre pacífico y silencioso palacio episcopal de Arcayla. Entradas y salidas de presbíteros y canónigos, con la tejuela bajo el brazo y los manteos flotantes, y de señorones y caciques de la ciudad y de veinte leguas a la redonda, muy soplados, de levita cerrada, guantes prietos, acabaditos de estrenar, y bastones de puño dorado y reluciente contera; zambra en las amplias cocinas, bullir de pinches y marmitones, limpiando legumbres, batiendo claras y picando jamón; llegada de mandaderas de convento con recados de las monjitas y fuentes de natillas muy bordadas y festoneadas; bureo y trajín magno en el comedor, para disponer y adornar la luenga mesa de cuarenta cubiertos, disimu-lando que el servicio no era parejo, y que el señor obispo, no contando con dar banquetes de tanto rumbo, había tenido que pedir prestado un suplemento de mantelería, de cristalería, de servicio de plata y de vajilla de loza... El caso se consideraba mortificante para el amor propio del mayordomo «de Palacio», y dos o tres veces sus labios apretados dejaron escapar frases agridulces (más agrias que dulces, si toda la verdad ha de decirse), contra «el exceso de la caridad», porque «en todo cabe exceso», y el no «hacerse cargo» de que las dignidades y altos puestos tienen sus exigencias, y docena y media de tenedores con mellas no es nada para la casa de un prelado, expuesto a que de repente le caiga encima el chaparrón de un convite tan solemne como aquél...
¡Friolera! ¡El ministro del ramo, el de Gracia y Justicia en persona, que al pasar por Arcayla quería entregar en propia mano al más joven de los obispos españoles y uno de los más venerables ya por sus merecimientos y ejemplar virtud, el pectoral de amatista, regalo de una altísima persona!
Mal como se pudo, remediáronse las deficiencias y discordancias del servicio, y hasta quedó la mesa que daba gozo, con sus ocho compoteras de variados dulces monjiles, sus tres canastillas llenas de magníficas flores naturales, sus cuatro platos de escogidas frutas, sus cinco ramilletes de helados, caramelo y almendras, sus dos piñas, obsequio de un indiano, sus servilletas dobladas y repulgadas figurando una serie de blancas mitras, sus seis candelabros de plata con bujías de color, y su profusión de copas para los diversos vinos que habían de servirse.
Acudieron a «ver la mesa» algunas señoras de lo principal de Arcayla, y se extasiaron, llenas de orgullo y cayéndoseles la baba, por el lucimiento de su obispo ante los peces gordos de Madrid; que, al cabo, sobre Arcayla refluía el honor dispensado al obispo, y ahora verían los envidiosos y los malos e incrédulos cómo se estima en elevadas esferas al que lo merece, y cómo no hacían ellos nada de más en desvivirse por su pastor.
Las tres acababan de sonar pausadamente en el gran reloj de la torre de la arcaylense catedral, y el obispo, de ocupar una de las presidencias de la mesa, frente al ministro, que aceptaba, sonriendo e inclinándose, la otra, cuando el portero de Palacio vio cruzar el zaguán y dirigirse resueltamente hacia la escalera a una señora desconocida, de aspecto en tal sitio asaz extraño.
Para ojos inexpertos, ignorantes de ciertos artificios del tocador, la dama... o lo que fuese, representaba cuarenta años a lo sumo; para los inteligentes, sabe Dios si podrán añadirse a la cuenta cuatro lustros bien corridos. Cinchado por un corsé magistral, el talle de la señora se gallardeaba señalando ciertas curvas osadas, mórbidas aún. El traje era de corte exagerado y provocativo; y el sombrero, redondo, enorme, recargado de plumaje y broches de brillantes falsos, sombreaba la cara lunar, barnizada de afeites, en que los labios de bermellón se destacaban como herida reciente, mientras el pelo, teñido de un rubio de cobre, fulguraba recordando la aureola de fuego de Satanás.
Indignado y escandalizado, el portero se acercó en actitud hostil a la intrusa, y al llegarse a ella recibió una bocanada de esencias y perfumes que por poco le tumba de espaldas, apestándole más que si fuese vaho de infernal azufre, emanación de las calderas malditas.
-¡Eh, señora, eh! ¡No se pasa! -gruñó el portero. Pero la dama, que sin duda esperaba recibimiento semejante, se lanzó impávida por la escalera de piedra, empujó la mampara de damasco y se coló de rondón en la antesala, donde un familiar platicaba con dos o tres rezagadas devotas, con media docena de señores formales y tal cual bulle-bulle desperdigado del séquito del ministro.
En pos de la intrusa, subía el portero, desalado, sin aliento ni para reiterar el «no se pasa». Familiar, damas y caballeros volviéronse sorprendidos, mientras la señora, arrogante, se plantaba desafiándolos, retando si era preciso al universo.
-Señora -advirtió el familiar acudiendo en auxilio del portero-, no puede usted ver a su ilustrísima; tenga la bondad de retirarse.
-¿Que no puedo verle? -repitió la perfumada, despidiendo a cada contoneo del talle la misma inequívoca peste almizclada y oriental. ¿Que no puedo? ¡Eso ya lo vamos a ver ahora! ¡No poder ver yo al obispo de Arcayla! ¡Pues está bueno!
-Imposible, señora; lo siento mucho -exclamó el familiar, algo preocupado. Y bajando cautelosamente la voz, porque notaba la extrañeza y recelo indefinible del grupo reunido en la antesala. Su ilustrísima, en este instante, está comiendo... Mañana, a otra hora..., veremos si es posible que conceda a usted una audiencia.
-¡Audiencia a mí! Atrás, so simple... Audiencia... ¿audiencia a su madre?...
La frase cayó como una bomba en el grupo de la antesala. ¡Madre! Si la intrusa llega a soltar otra cosa, una enormidad realmente atroz, no sería mayor el escándalo. ¡Madre! ¡»Aquello», la madre del obispo de Arcayla! Salía cierto lo que decían en voz baja los impíos de la Prensa y los rebeldes del cabildo; lo que llamaban calumnia infame los amigos y admiradores del prelado: que éste era un hijo espurio, recogido por su padre a fin de que no se degradase al contacto de la mujer galante y venal que le había llevado en sus entrañas. ¡Aquella historia de oprobio se confirmaba con la presencia de la pájara, de la empedernida y vieja pecadora. ¡Y qué oportunidad la suya, aparecerse en tal momento! El familiar se interpuso, aterrado, tan fuera de sentido que ni acertaba a formar cláusula.
-La señora madre de su ilustrísima..., ha..., ha..., ha fallecido hace muchos años -tartamudeó, cruzando las manos con angustia, implorando misericordia.
-¡Fallecer! ¡Pronto me ha enterrado usted, curita! -exclamó riendo cínicamente la del perfume. Y como una cabra, deslizóse de entre el grupo hostil. Guiada por su instinto maléfico, se lanzó al largo pasillo, y, no sin tropezar con un mozo que llevaba una fuente de frito y volcarla entera, hizo irrupción en el comedor. El familiar la seguía desesperado, sin conseguir darle alcance.
Cuando vio surgir, a manera de espectro del pasado, a la mujer que tan amenazado le tenía con «armar la gorda» si no le enviaba dinero y más dinero, el obispo de Arcayla palideció y se demudó, como el sentenciado cuando ve el patíbulo. No amor, no ternura, sino vergüenza y espanto le causaba, por terrible anomalía, la presencia de la que le había concebido en el pecado, abandonado en la niñez, olvidado en la juventud y abochornado y torturado en la edad viril. Cabalmente la ignominia y degradación de la madre impulsaron al hijo a abrazar el sacerdocio, renunciando para siempre al amor, al hogar, a toda perspectiva de felicidad mundana. ¡Y ahora se le presentaba, le echaba en rostro la afrenta, allí, en presencia de todos, delante de los que venían a honrarle, en ocasión de estar recibiendo públicamente un testimonio de respeto, un homenaje halagüeño y merecido!
Era hombre el obispo, era de carne su corazón, y se retorcieron en él las víboras de una tentación horrible... ¡Desmentir, negar, expulsar a aquella mujer, sin perder un minuto, como a una pobre loca! Pero casi en el mismo instante, los brillantes del rico pectoral que estrenaba enviaron un rayo claro a sus pupilas... ¡La cruz resplandeció!
Y, descolorido, sereno, grave, cerrando los ojos, pisoteándose las pasiones, el obispo se levantó, fue al encuentro de la intrusa, tendió la frente al beso de los impuros labios maternales..., y, volviéndose a los convidados, dijo en voz algo velada, pero tranquila:
-Mi madre ha querido honrar hoy mi mesa... Madre, siéntese donde le corresponde: la presidencia, frente al señor ministro.
Años después decía el obispo, cargado de edad y de méritos, envuelta su humildad en la púrpura cardenalicia, como el cielo se envuelve en las magnificencias del ocaso:
-Así como hay «hijos de lágrimas», puede haber padres y madres «de penitencia». Yo pedí tanto por mi madre, que tuve el consuelo de verla morir en un convento de Arcayla, adonde se retiró voluntariamente.

Cuento

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

El corazón perdido

Yendo una tardecita de paseo por las calles de la ciudad, vi en el suelo un objeto rojo; me bajé: era un sangriento y vivo corazón que recogí cuidadosa-mente. «Debe de habérsele perdido a alguna mujer», pensé al observar la blancura y delicadeza de la tierna víscera, que, al contacto de mis dedos, palpitaba como si estuviese dentro del pecho de su dueño. Lo envolví con esmero dentro de un blanco paño, lo abrigué, lo escondí bajo mi ropa, y me dediqué a averiguar quién era la mujer que había perdido el corazón en la calle. Para indagar mejor, adquirí unos maravillosos anteojos que permitían ver, al través del corpiño, de la ropa interior, de la carne y de las costillas -como por esos relicarios que son el busto de una santa y tienen en el pecho una ventanita de cristal-, el lugar que ocupa el corazón.
Apenas me hube calado mis anteojos mágicos, miré ansiosamente a la primera mujer que pasaba, y ¡oh asombro!, la mujer no tenía corazón. Ella debía de ser, sin duda, la propietaria de mi hallazgo. Lo raro fue que, al decirle yo cómo había encontrado su corazón y lo conservaba a sus órdenes de si gustaba recogerlo, la mujer, indignada, juró y perjuró que no había perdido cosa alguna; que su corazón estaba donde solía y que lo sentía perfectamente pulsar, recibir y expeler la sangre. En vista de la terquedad de la mujer, la dejé y me volví hacia otra, joven, linda, seductora, alegre. ¡Dios santo! En su blanco pecho vi la misma oquedad, el mismo agujero rosado, sin nada allá dentro, nada, nada. ¡Tampoco ésta tenía corazón! Y cuando le ofrecí respetuosamente el que yo llevaba guardadito, menos aún lo quiso admitir, alegando que era ofenderla de un modo grave suponer que, o le faltaba el corazón, o era tan descuidada que había podido perderlo así en la vía pública sin que lo advirtiese.
Y pasaron centenares de mujeres, viejas y mozas, lindas y feas, morenas y pelirrubias, melancólicas y vivarachas; y a todas les eché los anteojos, y en todas noté que del corazón sólo tenían el sitio, pero que el órgano, o no había existido nunca, o se había perdido tiempo atrás. Y todas, todas sin excepción alguna, al querer yo devolverles el corazón de que carecían, negábanse a aceptarlo, ya porque creían tenerlo, ya porque sin él se encontraban divinamente, ya porque se juzgaban injuriadas por la oferta, ya porque no se atrevían a arrostrar el peligro de poseer un corazón. Iba desesperando de restituir a un pecho de mujer el pobre corazón abandonado, cuando, por casualidad, con ayuda de mis prodigiosos lentes, acerté a ver que pasaba por la calle una niña pálida, y en su pecho, ¡por fin!, distinguí un corazón, un verdadero corazón de carne, que saltaba, latía y sentía. No sé por qué -pues reconozco que era un absurdo brindar corazón a quien lo tenía tan vivo y tan despierto- se me ocurrió hacer la prueba de presentarle el que habían desechado todas, y he aquí que la niña, en vez de rechazarme como las demás, abrió el seno y recibió el corazón que yo, en mi fatiga, iba a dejar otra vez caído sobre los guijarros.
Enriquecida con dos corazones, la niña pálida se puso mucho más pálida aún: las emociones, por insignificantes que fuesen, la estremecían hasta la médula; los afectos vibraban en ella con cruel intensidad; la amistad, la compasión, la tristeza, la alegría, el amor, los celos, todo era en ella profundo y terrible; y la muy necia, en vez de resolverse a suprimir uno de sus dos corazones, o los dos a un tiempo, diríase que se complacía en vivir doble vida espiritual, queriendo, gozando y sufriendo por duplicado, sumando impresio-nes de esas que bastan para extinguir la vida. La criatura era como vela encendida por los dos cabos, que se consume en breves instantes. Y, en efecto, se consumió. Tendida en su lecho de muerte, lívida y tan demacrada y delgada que parecía un pajarillo, vinieron los médicos y aseguraron que lo que la arrebataba de este mundo era la rotura de un aneurisma. Ninguno (¡son tan torpes!) supo adivinar la verdad: ninguno comprendió que la niña se había muerto por cometer la imprudencia de dar asilo en su pecho a un corazón perdido en la calle.

Cuentos de amor

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

El contador

Allá en tiempos, fue el conde de Montiel hombre de sociedad, «sportman», espadachín, y hasta tuvo sus ribetes de político. Hoy le imponían vida metódica los años y los achaques, y ni aportaba por teatros ni aceptaba invitaciones. Su único solaz era una apacible tertulia por la tarde, al amor del brasero tachonado, enorme, en la tienda de la anticuaria conocida por «la Galana», donde se reunían otros aficionados, y hecha abstracción de la vida moderna y actual, se respiraba el polvo de varios siglos, más o menos remotos. Embozados en las capas o sumidos en el cuello de piel del abrigo, los buenos señores discutían tenazmente, una semana entera, acerca de un plato mudéjar o de un díptico gótico. Allá fuera resonaba la lucha y se encrespaba el oleaje del mundo. Ellos no se enteraban siquiera.
La misma paz que en casa de «la Galana» disfrutaba el conde en la suya propia. También la condesa se había jubilado. Mundana y animadísima en sus mocedades, ahora devota y delicada de salud, no salía sino a la iglesia y a ciertas visitas de confianza. Nadie reconocería a la famosa Ángeles Luzán en 1875, alma de las fiestas y tormento de las modistas, en la señora de anticuado atavío que frecuenta las Pascualas tosiqueando y se tapa la boca al salir de misa, cuidando con igual solicitud el alma inmortal y el deteriorado cuerpo. Y nadie, al entrar en la morada de los Montieles, donde la calma del anochecer de la existencia tiende un crespón de apagados tonos sobre el mobiliario fastuoso y los densos cortinajes, creería que allí vibraron los violines y rieron las flautas de la orquesta del baile, ni que en el solemne comedor, ante las imponentes tapicerías flamencas, corrió el rubio champaña y susurró el amoroso deseo...
Más dichosos, quizás, más unidos seguramente que cuando eran jóvenes, los esposos, fundidos en la única aspiración egoística de conservarse todo lo posible, no solían discutir, sino en el punto de las antiguallas. A cada cajita de oro, a cada miniatura, a cada arcón o pieza de loza que entraba por la puerta, la condesa gruñía. ¡Manía de amontonar vejestorios, un capital muerto, un estorbo para el día de mañana! Cuando Frasquita Montiel -la hija de los condes, que vivía en Sevilla con su esposo- heredase tanto trasto, ¿cómo se desharía de ellos? Porque además, la condesa abrigaba la convicción de que su marido no sabía comprar, de que le clavaban, de que no entendía lo bastante. «Si tuvieses tú el acierto y el ojo del pobre Luis»... repetía a todas horas. Al oírlo irritábase el conde hasta el furor. Lo del «pobre Luis» se refería a un primo de la condesa, el vizconde de Venadura, amigo íntimo y comensal de la casa, fallecido en la epidemia del dengue. El conde aborrecía la memoria del vizconde, mortificante para su amor propio, invocada siempre en demostración de algún chasco, de alguna serranada de chamarileno, y a la vez, tenía dada orden de que se le avisase cuando saliesen a la venta objetos de la dispersa colección de aquel «pobre Luis», para adquirirlos todos, ¡todos, sin falta!
Una tarde, al entrar el conde en casa de la Galana, ésta le dijo misteriosa-mente, llevándole a un rincón:
-Ha caído el contador italiano... el de las pinturas.
¡Alegría! ¡El contador de las pinturas nada menos! ¡La mejor pieza, la joya de la colección del vizconde! En voz baja, apasionadamente, se convino el precio: un bonito pico... Bueno, lo que fuese, no se pasa un hombre quince años encaprichado por un mueble incomparable para regatear si la suerte se lo depara. ¡El contador! ¡Por fin los sobrinos y herederos del vizconde se decidían a venderlo! «Que esté en casa mañana a primera hora», advirtió el comprador, con fiebre de entusiasmo senil.
Aquella noche apenas durmió. Al salir la condesa a sus madru-gadoras piadosas prácticas, ya estaba el conde -afeitado, vestido, pulcro- esperando su adquisición, como se espera a una hermosa mujer. Así que trajeron el mueble, atendió a su colocación en el despacho con cuidado infinito; despidió al mozo dando generosa propina, y echó el pasador de la puerta. ¡Que nadie le interrumpiese! Necesitaba mirar, remirar, palpar codicioso el tesoro. De este sí que no diría la condesa... Hay en Madrid centenares de contadores florentinos pero ¿dónde se hallará uno que a éste puede compararse? Las doce tablitas que lo decoran -delicadas escenas mitológicas- parecen debidas al pincel de Correggio. Los bronces, cincelados a mano, no tienen rival ni por el dibujo ni por la ejecución. Las incrustaciones y realces son de piedras preciosas, ágatas, lázuli, coralinas. Las columnitas del templete central, cristal de roca tallado, y la encantadora figurina central, la Venus, de oro puro, con cinturón de pedrería. La riqueza de los materiales se olvida ante los primores de la labor artística, del Renacimiento, ante la armonía de los tonos intensos y sombríos de metales y piedras, con el suave colorido de las magistrales pinturas. El conde las detallaba embelesado.
Había en su gozo algo de ese sentimiento inicuo, pero profundamente humano, que puede llamarse así: el triunfo de la supervivencia. Venadura sería más inteligente, convenido, pero ya se pudría en la Sacramental... y era Montiel quien disfrutaba del hermosísimo contador, con ansias de dueño celoso. ¡Después de envidiarlo tantas veces, estaba allí, allí! En los cajones iba Montiel a guardar sus papelotes, su correspondencia, inmediatamente, tomando plena posesión de «lo suyo»,
Abrió la puerta del templete con la linda llave trabajada como una joya: la puerta giró, y se descubrió el interior, que olía vagamente a finas maderas, a cedro y ciprés. Experto en los misterios de tales muebles, Montiel adivinó, allá detrás un «secreto». La pared del fondo del templete estaba hueca y debía de girar. Apoyó la yema del dedo, se esforzó un poco... ¡Efectivamente! La chapa de madera se arrolló sobre sí misma, y descubrió el escondrijo y el inevitable paquete de cartas. Sonrió Montiel, con la sonrisa de los viejos, que es una mueca hecha al pasado, y tomó los ya amarillentos papeles. «Hola, hola... Conque Luisín...». La letra le sorprendió de tanto como la conocía. Se frotó los ojos. Tardó más de un minuto en comprender. «¡Estaré delirando...!». Era letra de la condesa, su letra «de antes», cuando tenía firme el pulso, clara la vista, roja y fuerte la sangre...
Desató el paquete y leyó a saltos, al azar. Lo inmenso de la traición le aturdía: era, en su género, cosa tan extraordinaria como el mueble. ¡Decir que jamás le había cruzado por la imaginación la sombra de una sospecha! A su ceguera aludían reiteradamente las cartas, que respiraban seguridad absoluta. Organizado, tranquilo, envuelto en precauciones hábiles, el ultraje vivía en su hogar, le acompañaba a la mesa, a paseo, al teatro, disfrazado de amistad y parentesco. Detalles horribles surgían de la lectura, latigazos que le azotaban el rostro. Sus pupilas se inyectaban; crispábanse sus puños. ¡Matar! Y resolvía el modo. De noche, al retirarse a su cuarto, sobre la sien de su mujer el cañón de las pistolas de duelo, inglesas, que estaba viendo relucir en la panoplia. ¿Qué? ¿No era justo? ¿Merecía más ni menos la que todavía la víspera nombraba cariñosamente a «aquel pobre Luis»?
Paseando por el cuarto con agilidad y rapidez de mozo, el conde se detuvo ante el mueble. A pesar suyo, volvió a complacerse en su belleza. Por instinto lo cerró, ocultando en el secreto los papeles malditos. Así que desaparecieron, sintió que su ira, de pronto, se calmaba y se abatía su valor, su resolución de héroe calderoniano. El cansancio de la vejez se sobrepuso. ¡Polvo y ceniza todo! ¡Polvo y ceniza el ofensor, polvo y ceniza, en breve, la ofensora y el ofendido, polvo cuanto nos rodea...! ¡Viejos ya, viejos, de piernas temblonas, de blando pecho, de ojos marchitos, de labios sin turgencia, de manos arrugadas, flácidas, muertas para la caricia y para el golpe! ¡Ridículo ayer por el engaño, más ridículo hoy por la venganza! Y la casa en confusión, y los criados llenos de terror, y la justicia, y los periódicos, y las burlas de los «amigos», y tanto frío como hará en la cárcel! Suspiró; echó la llave al mueble, y sentándose en un sitial de guardamesí se dedicó a mirar el contador otra vez. El placer de poseerlo, una especie de desquite de ultratumba, le invadió el alma. ¡Pobre Luis! Que descanse, que descanse en el helado nicho... El conde pensó en su dulce casa, en las estufas, en la comida sana y sabrosa, en la tertulia al brasero. «Esta tarde les diré a los otros que vengan a ver mi contador»...

«El Imparcial», 1 de abril de 1901

Cuento

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

El conjuro

El pensador oyó sonar pausadamente, cayendo del alto reloj inglés que coronaban estatuitas de bronce, las doce de la noche del último día del año. Después de cada campanada, la caja sonora y seca del reloj quedaba vibrando como si se estremeciese de terror misterioso.
Se levantó el pensador de su antiguo sillón de cuero, bruñido por el roce de sus espaldas y brazos durante luengas jornadas estudiosas y solitarias, y, como quien adopta definitiva resolución, se acercó a la chimenea encendida. O entonces o nunca era la ocasión favorable para el conjuro.
Descolgó de una panoplia una espada que conservaba en la ranura el óxido producido por la sangre bebida antaño en riñas y batallas, y con ella describió, frente a la chimenea y alejándose de ella lo suficiente, un pantaclo, en el cual quedó incluso. Chispezuelas de fuego brotaban de la punta de la tizona, y la superficie del piso apareció como carbonizada allí donde se inscribió el cerco mágico, alrededor del osado que se atrevía a practicar el rito de brujería, ya olvidado casi. Mientras trazaba el círculo, murmuraba las palabras cabalísticas.
Una figura alta y sombría pareció surgir de la chimenea, y fue adelantándose hacia el invocador, sin ruido de pasos, con el avance mudo de las sombras.
La capa vasta, flotante, color de humo, en que se rebozaba la figura; el sombrero oscuro, inmenso, cuya ala descendía hasta el embozo, no permitían ver el rostro del aparecido. Y el pensador no podía acercarse a él. Un encanto le sujetaba dentro del círculo; sólo se libertaría si recitase el conjuro al revés y marcase el pantaclo en sentido también inverso. Pero le faltaba valor: sentía cuajarse sus venas ante el figurón silencioso, que acaso no tenía cuerpo; que tal vez era una ilusión perversa de los sentidos, una niebla psíquica.
-¿Satanás, Luzbel, Astarot, Belial, Belfegor, Belcebú? -articuló ansiosa-mente, interrogando-. ¿Cuál de los nobles príncipes del Abismo me honra acudiendo a mi invocación?
El espectro se desembozó suavemente. No tenía cara. En vez de semblante vio el pensador una especie de mancha cambiante, informe. La voz salía del hueco del pecho, como de una devastada caverna.
-No soy de los duques y archiduques del Abismo. Si tuviese sobrenombre, me llamaría el Caballero de la Nada, porque no existo. Me habéis inventado vosotros.
El pensador adivinó quién era el fantasma sin rostro, invención del hombre. No en balde había gustado el amargo licor de la sabiduría, lentamente y a sorbos profundos, en la quietud de su biblioteca, decantando la ciencia antigua al través del filtro nuevo. El Caballero de la Nada, el que sólo existe en nuestra mente, que cree abarcar su ser y no estrecha, sino el vacío..., es el Tiempo, ¡el Tiempo soberano!
-Ya que has venido, te pediré a ti lo que iba a pedir a los príncipes negros. ¡Detente, Tiempo, detente para mí! La sucesión de instantes que eslabona tu cadena, roza y gasta el tejido de nuestra pobre vida... Durante toda ella, ¡oh, Tiempo informe!, te he sentido que me roías y me pulverizabas el existir. Fuiste mi carcoma, fuiste mi pesadilla. A cada latido del corazón, en vez de decir «uno más», dije «uno menos». Ahora mismo acabas de robarme un año... ¡Me lo ha anunciado la lengua de bronce de ese reloj!
-En suma: ¿quieres librarte de mí?, exclamó el espectro.
-De tu poder infinito... Nada te resiste: eres el vencedor. Debelas la fortaleza, arrasas la ciudad, secas los mares. El amor tiránico se humilla ante ti. Jamás ha sabido resistirte. ¡Si serás poderoso!
-¡Poderoso! ¡Si no existo! Cuando piensas en mí, ya no soy. Y como ni soy ni he sido, no tengo ni panteón ni sepultura. Nadie dirá en qué pirámide anegada por la arena del desierto yacen los siglos que pasaron para no volver... En fin, ¿qué me pides? Tu conjuro me obliga; has pronunciado las terribles fórmulas de Suleimán, hijo de David.
-No te pido la juventud, como Fausto cuando chocheaba... Sólo te ruego que te detengas para mí. Que yo no sienta tu acicate mortal.
-¿Eso quieres? Concedido, respondió el fantasma. Y con lentitud majestuosa fue disipándose la humareda gris, color de murciélago, en que consistía. En su lugar se cuajó y solidificó un bulto colosal de bronce dorado; una mujer hermosísima y refulgente, tan grande, que daba en el techo y llenaba la estancia. La enorme figura estrechó entre sus brazos fríos, brillantes y pulimentados, el cuerpo tembloroso del pensador.
-Conmigo no sentirás el Tiempo. Soy la Eternidad. Ya eres mío, dijo en voz amplia como el clangor resonante de las trompetas heroicas.
Y después del amanecer, cuando el servidor entró a abrir las ventanas del estudio, vio la chimenea apagada y a su amo muerto, tendido sobre el piso, donde un círculo negro señalaba la infernal quemadura.

«La ilustración española y americana», almanaque 1909

Cuento

1.005. Pardo Bazan (Emilia)


El conde sueña

Era cuando el invierno amortaja en liso sudario las estepas infinitas y el aire está como acolchado por la lenta caída de los copos que lo ensordecen y lo mullen, preservándolo del desgarrón del cierzo.
Y era en una estancia amplia y sencilla, la más silenciosa de la señorial mansión de Yasnaya Poliana. Mientras las restantes se abrigaban con alfombra y se adornaban con muebles suntuosos, en la que reposaba el conde ostentaba cierta monástica sencillez, o, por mejor decir, cierto filosófico desdén hacia las mil complicaciones de la vida civilizada. El lecho, no obstante, era blando, limpio, con ese no sé qué de los lechos que arreglan manos amantes, y en la calma tibia flotaba un aroma aristocrático: el del sachet de violeta con que la condesa acostumbraba perfumar los pañuelos de su marido.
Y el conde seguía durmiendo. Todo convidaba a pacífico descanso: la hora, distante aún de la del turbio amanecer; el contraste entre la dulzura del hogar que rodeaba y protegía aquel sueño, y el trágico abandono de la tierra, sepultada bajo la mortaja glacial.
Un reloj, allá en el fondo de la casa muda, tocó cuatro campanadas, con timbre ligero y armonioso. El conde dio una vuelta. La naturaleza de su dormir, desde que sonó el reloj, no fue la misma. Una inquietud alteró su sosiego. Su materia continuó aletargada, pero su espíritu levantó el vuelo. Su mismo afán diurno vino a sentarse a su cabecera. Y la esencia de su vida se condensó en un soñar.
Desde la santa Rusia, viose transportado rápidamente a otras regiones de claridad, de feracidad, de caliente atmósfera. Árboles seculares, entretejidos con enredaderas floríferas, extendían sus copas anchas, sus ramas horizontales, sombrosas, donde se posaban aves pinticoloreadas, y jugaban y hacían morisquetas monos de pelaje gris, con grotescos gestos infantiles. Los arbustos de la maleza aromaban como incensarios, y una embriaguez de miel flotaba en el aire y turbaba los sentidos.
Desde el primer momento, el conde percibió malestar indefinible. Acaso envolvía una asechanza la lujuriante espesura. Quizás le había traído allí el poder de las tinieblas, secreto de terror de su existir, desde los días de la niñez. La tentación acechaba acaso al místico ateo; la tentación que vela en la sombra, pero se esconde también en la gloria de los rayos de sol y en el alma pecadora de los perfumes. Y como el que apela a la fuga, avanzó, abriéndose paso al través de las rubias frondosidades, hacia un claro, donde se alzaba un árbol enorme, de un verde metálico, y que proyectaba sombra de geométricas líneas. El conde reconoció una magnífica higuera, materialmente cargada de frutos de piel grieteada y rosado pezón; un árbol que ofrecía millares de senos maduros, melosos. Al pie del árbol de seducción y delito corría un arroyo más fresco que la boca de una virgen, y al margen del arroyo, sobre un pedrusco tapizado de musgo, estaba sentado un hombre, cuyo rostro expresaba misteriosa beatitud. Le cubrían andrajos y una tiara de luz ceñía su frente. Y el conde, alegremente atónito, reconoció en el solitario al príncipe Saquiamuni, amador de cuanto vive, sufre y siente, desde el insecticillo hasta el paria. Y se postró, saludando.
-¡Salve buda! ¡Salve, redentor!
El buda, con el caer extático de sus ojos sesgos, hizo una señal, como imponiendo silencio al importuno. En el mismo instante oyose que rasgaba el aire un susurro, y una paloma vino a caer en el regazo del buda, que cerró los brazos, y la agasajó contra su corazón. Al punto desembocó de la selva un cazador, un hermoso chatria, semejante a una estatua de cobre dorado, de negras pupilas, ágil y esbelto, con su arco empuñado aún.
-Dame mi presa -ordenó con imperio, y, tendiendo la mano, asió por el ala, sangrienta del flechazo, al ave.
-Pide lo que quieras -suplicó el buda- y perdónala, dejándola vivir.
El cazador contempló con desprecio al penitente.¿Qué podía dar aquel haraposo? La tiara que le resplandecía en la frente, para el chatria era invisible. Y, por otra parte, merecía una lección, que le enseñase a no atribuir a las cosas un valor que no tienen. Ni aun la vida humana, incesantemente acechada por la muerte, importa cosa alguna: ni la ajena, ni la propia, y si algo merece interés, es lo que hermosea el rápido instante que brilla la fugaz llama. ¡Una paloma! En la selva llena de hirviente desbordamiento de vida, poblada de seres que la nutrición y la fecundación espolean con sus vitales estímulos, y que la destrucción, como otra fuerza divina, empuja a la tierra para dejar a otros su puesto, ¿qué representa una paloma palpitante de terror, con gotas de sangre en el candor de las alas? Quizás la belleza se cifra en esa mancha purpúrea; el cazador amaba el rubí encendido del labio de las heridas sobre la palidez de la carne moribunda.
-Asceta, si quieres salvar a esa ave que es mi presa, dame por su rescate un trozo de tu carne, igual en peso al de la paloma. ¿Conviene el trato?
Saquiamuni pasó la mano por el erizado plumaje de la zurita, y después hizo con la cabeza señal de que aceptaba.
El cazador, diestramente, improvisó unas balanzas de corteza, palos y cuerdas, y en un platillo sujetó a la paloma. Con el mismo cuchillo con que había descortezado los árboles, sin misericordia, cortó un trozo de la carne de Saquiamuni, en el hombro izquierdo. El conde miraba, transido de horror, estremecido de entusiasmo. Hubiese querido defender al buda: pero, como sucede en sueños, no podía moverse. Veía, con mezcla de dicha y furor, surtir roja fuente del brazo del asceta y teñirse el agua del arroyo de un rosa diluido.
Y la balanza, donde yacía la paloma, no subía aún.
El cazador entonces, sin apresuramiento, empuñó el cuchillo otra vez y del hombro derecho del solitario cercenó otro tajo de carne. El agua del arroyo adquirió tono más subido. Y el platillo seguía quieto. La víctima alada pedía más carne de la víctima humana. El cazador cortó nuevamente, descarnando un muslo.
El arroyo ya se enrojecía con estrías de coral. El platillo continua-ba fijo. Dijérase que la paloma era de algún metal más pesado que el mismo plomo.
Y el cazador, encarnizado, con gesto cruel, con boca irónica, seguía cortando, cortando, y la blancura del hueso se descubría, y en el platillo no cabían más despojos, y el arroyo era ya púrpura viva, que el prado bebía sediento. El cazador no sabía ya qué pedazo tajar en el magro cuerpo; un respeto inexplicable le impedía llegar con su cuchillo al cuello y arrojar en la balanza la cabeza, siempre iluminada por sonrisa de extática beatitud...
Testigo callado del horrible rescate, el conde entreveía algo profundo, que no acertaba a comprender aún. ¿Cómo no pesaba el montón de despojos tanto como la paloma? Los ojos del mártir, volcados en las cuencas, parecían querer decir algo.
-Solitario -gritó el cazador, perdemos el tiempo. Mi caza pesará siempre más que tu compasión. La recojo y me la llevo. Si el gran Brahma es tan piadoso contigo como tú con esta ave (y creo que será lo menos que Brahma pueda hacer), volverá a pegar a tus huesos la carne que desprendió mi cuchillo.
-Chatria -gimió el destrozado príncipe, no me quites la paloma. Añade más peso en la balanza.
-¿Qué quieres que añada? -interrogó, burlón.
Y el buda, en arranque ardoroso, ordenó:
-¡Todo mi cuerpo!
-¿También la cabeza?
-¡También!
En movimiento rápido, el cazador tomó el cuerpo informe y lo lanzó sobre el platillo. Pegó al punto la balanza prodigioso salto, llegó hasta la región celeste, que se abrasó en un rompimiento de gloria y de magníficas luces...
Y el conde, entonces, comprendió la verdad: no basta dar pedazos de su carne, ni sangre de su corazón, cuando se ha concebido la idea redentora; hay que darse entero, o no aspirar a redimir... Y él había querido redimir, redimir sin dejar su señorial residencia de Yasnaya Poliana, sin renunciar al aroma de violeta con que la esposa perfuma la ropa del esposo; redimir, conservando en su hogar la dicha, la vida del gran señor territorial, viendo a sus hijos en automóvil, a su mujer engalanada, al mundo saludando su celebridad y su literatura, a los editores trayéndole millones, como Reyes Magos actuales...
Y el conde tuvo vergüenza de sí mismo, al despertar, en la molicie de la mañana turbia, en su lecho, que prepararon manos amantes.

«El Imparcial», 2 de enero de 1911

Cuento

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

El conde llora

Se había levantado lleno de satisfacción. Desde el amanecer, un sol de primavera rasgaba la niebla, bebiendo sus argentados jirones y barriéndolos diligente, con presteza mágica. La tierra parecía desperezarse, después del letargo del invierno, y un poco de calor tibio acariciaba su superficie...
El conde vistió la blusa, no sin haber cumplido antes esos ritos de aseo necesario al hombre civilizado. Pasó por las luengas y enredadas greñas el peine y el cepillo; atusó lo propio la barba, y, ya atusada, la encrespó otra vez, distraídamente, con la mano: se lavó en agua fría, con jabón inodoro, y reluciente la tez con las abluciones, experimentando una sensación de salud y agilidad en el cuerpo robusto, de patriarca, salió al patio, donde ya esperaban los pobres convocados para recibir la limosna.
Un criado, advertido de la presencia del conde, se presentó solícito, para ayudarle. En realidad, era el criado quien se encargaba de todo lo fatigoso. Los primeros días el conde bajaba por su propia mano los sacos llenos de trigo, los canastos rebosantes de hogazas, las latas colmadas de té y de azúcar; pero como el servidor Efimio desempeñase esta tarea mucho más pronta y hábilmente que su señor, acabó el conde por dejársela encomendada. Lo que el conde traía era el donativo en metálico, la parte que correspondía a cada mes, de los tres mil rublos que anualmente se repartían en Yasnaya Poliana a los necesitados y a los mujicks, demasiado borrachos para que pudiesen labrar la tierra. Y aun este dinero se lo colocaba el administrador o capataz de la finca, por orden de la condesa, en los bolsillos de la blusa en paquetitos pulcros.
El aspecto de la pobrallada era pintoresco hasta lo sumo, en aquella mañana radiante, primaveral. La fealdad que generalmente caracteriza el mujick se doraba y se revestía de algo sonriente y bueno, bajo la claridad pura del astro, que descendía sobre el grupo como bendición y esperanza. La ropa parecía menos vieja; los mismos andrajos se encendían. Los semblantes expresaban esa infantil curiosidad y esa astucia no menos pueril del aldeano y del mendigo, ante el rico y el señor que se toma la molestia de ocuparse de su bien. ¿Por qué lo haría? ¿Sería cierto que era un santo, igual a los bienaventurados Basilio, Trófimo, Sergio, Alejandro y demás del calendario ruso? Pero éstos hacían penitencia, oraban, mientras que el conde escribía no se sabía qué cosas que publicaban los periódicos y que los aldeanos no habían leído ni leerían nunca, entre otras razones, porque no sabían leer.
Y, en su cándida picardihuela, estudiaban al barinio, esperando siempre que un día u otro le acometiese un acceso más fuerte de liberalidad, y a pesar de la oposición de su mujer y sus hijos, se decidiese a distribuir sus bienes entre los pobres. ¡Aquél sería un gran día para la aldea! Porque, naturalmente, sólo los de la aldea tendrían opción; si alguno de los poblados vecinos asomase, le ajustarían cuentas con un garrote, por atreverse a mezclarse en lo que no le incumbía. Y el ensueño del reparto era una secreta alegría más, en la jubilosa y fresca luminosidad de la mañana.
El conde avanzaba ya, y Efimio, impasible como corresponde a un buen criado, entreabría el saco de trigo y presentaba la medida para regular la distribución.
-Tú, Iván, acércate... ¿Cuántos hijos tienes? Se te dará una medida por cabeza...
El rebaño se puso en movimiento, marmoneando esas bendiciones plañideras que son comunes al aldeano y al pordiosero. Llevaban prevenidas alforjas, talegos remendados, y alguna mujeruca apañaba en su delantal. Los niños, sin esperar a que se terminase la distribución, mordían a dentelladas el pan excelente, bien cocido y crocante, del conde. Se oían risotadas ahogadas inmediatamente por un torniscón de las madres, que no consideraban respetuosa la risa en presencia del barinio. El cual miraba a los niños con especial predilección. Al mismo tiempo que creía que la raza humana debiera extinguirse, no había cosa que le interesase como un niño.
Sobre todo, fijaba su atención un muchachuelo como de unos diez años.
Si el conde hubiese sido una naturaleza estética, el chiquillo, lejos de atraer su mirada, la rechazaría. Para los que conocen un cuadro célebre de Murillo, Santa Isabel, es ocioso describir al muchacho que el conde contemplaba, fascinado de compasión. El mismo aspecto de sufrimiento sin enfermedad conocida, a menos que fuese una de esas afecciones parasitarias que a los refinados, y aun a los que no lo son, les infunden ganas de desviarse mil leguas. Y el rapaz, mientras con la diestra empuñaba la hogaza hincándole el diente, con la siniestra hacía el característico gesto de rascarse la pelona que tan felizmente sorprendió el gran realista sevillano. El sol caía oblicuo aún, bañando en lumbre clara la testa del tiñoso. El conde hizo un gesto, entre familiar y dominador. De mala gana, empujado por su madre, aproximose el rapaz.
-¿Eres hijo único? -el conde ignoraba por qué abría el interroga-torio con esta pregunta, la primera que se le había ocurrido.
-Tiene cinco hermanitos, barinio -respondió por el chico la madre, gimiente-. El mayor es él. Los otros son demasiado pequeños para venir. Hay uno que podría, pero le tengo enfermito, acostado sobre unas pieles de oveja.
-Efimio -ordenó el conde, que ese niño tenga desde hoy unas mantas limpias en que envolverse.
El que se rascaba, envalentonándose un poco, advirtió:
-Yo no tengo manta.
-Que haya una manta nueva para éste también -dispuso el conde.
-León Nicolaievitch -suplicó la mujer, sería bueno que nos enviases médico y medicinas. La fiebre del niño es muy tenaz. Llevamos ya tres meses de verle postrado. Acaso algún poder dañino le tiene así, para que sean castigados en él los pecados que cometimos. Apiádate de nosotros, barinio, porque sólo tú nos puedes amparar...
-Se os darán medicinas; el doctor irá y dirá cualquier cosa, el muy pedante -exclamó el conde, que no podía resistir a los médicos. Pero vosotros, barred y asead un poco la isba, y haced que el niño no esté entre inmundicia y pieles de oveja, que pueden transmitirle contagios del ganado.
Al hablar así, el conde luchaba entre su repugnancia a los modernos refinamientos y a las prescripciones científicas, y su conciencia, que le decía que eran las pieles infestadas lo que había contagiado seguramente al morriñoso que veía, y probablemente al febricitante que en la isba aguardaba socorros.
-Y tú -añadió dirigiéndose al muchacho- vas a quedarte hoy aquí, hasta que te freguemos. Efimio -ordenó, hay que rapar a este muchacho, enjabonarle bien la cabeza con jabón negro, mudarle.
Torcieron el gesto, a la vez, el servidor y el protegido del conde. Efimio consentía en auxiliar a la distribución de limosna, pero todo tiene sus límites. En fin, había que llevarle el genio al señor, por expreso encargo de la señora condesa, y el ayuda de cámara calculó que saldría del apuro encargando la tarea al último de los mozos de cuadra, Alejo, asaz bruto para aceptar tales comisiones.
El chico, en cambio, remiso, miraba a su madre. Ésta, comprendiendo que de la limpieza no saldría el muchacho sin alguna ropa mejor de la que usaba, le empujó hacia Efimio, que se le llevó en dirección a los cobertizos próximos a las cuadras y establos.
Ya había comido el conde, en familia, excelentes potajes de legumbres y deliciosos platos de leche que la condesa dirigía al cocinero, cuando, al salir a hacer un poco de ejercicio saludable, se le presentó el muchachillo. Parecía otro. La crasitud y el tono gris de la miseria habían desaparecido de su piel, que aparecía linfática, pero suave y ligeramente rosada aún del estregón. En su cráneo se rizaban sortijillas de pelo corto, lavado, que brillaba como oro blanquecino. Sus ojos, purificados, eran de un cándido azul.
-¿Te han tratado bien? -inquirió el conde.
-Sí, barinio.
-¿Te han dado de comer abundantemente?
-Sí, barinio.
-Ese traje, ¿te gusta más que el que tenías?
-Ya lo creo, barinio.
-Dime si deseas algo más... Toma -añadió el conde, poniéndole en las manos algunos kopecks.
-Barinio, deseo algo -repuso el chico, y sus ojos resplandecieron de codicia.
-¿Qué deseas? ¿Golosinas?
-No... Deseo un potrito, para montar y correr. ¡Un potrito negro! ¡Un potrito tan hermoso! Efimio dice que tú lo das todo a los pobres. ¡Dame el potrito!
El conde hizo una señal negativa.
-No tengo potrito que darte. Vete con tu madre, que te estará aguardando.
El niño clavó en el conde aquellas dos turquesas de sus pupilas. La mirada tenía una expresión casi sobrenatural. Era la mirada del devoto que ve caer del altar a la santa icona, rota en pedazos. Porque el señor mentía: en sus cuadras existían numerosos potros de su yeguada, especialmente uno negro, del cual los hijos del conde se prometían maravillas. Y el niño veía derrumbarse algo, y el barinio sufría el peso de aquella mirada, como se sufre vergonzoso suplicio.
Al fin, el chico agachó la cabeza, y, con un movimiento especial (no es fácil decir si de reproche o resignación), volvió las espaldas y emprendió el camino de su isba.
El conde quedó inmóvil. Un sentimiento de desolación infinita se había apoderado de él. ¡Dar un potro! ¿Y si el potro fuese lo único que representaría la caridad? Lo otro..., lo sobrante... Él tenía un potro que dar al niño... El niño sabía que podían dárselo, que el señor mentía...
Y, con el alma triste hasta la muerte, el conde sintió que sus ojos se humedecían ante lo fallido de su caridad con límite, de su caridad burguesa...

«La Ilustración Española y Americana», núm. 43, 1911

Cuento

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

El comadrón

Era la noche más espantosa de todo el invierno. Silbaba el viento huracanado, tronchando el seco ramaje; desatábase la lluvia, y el granizo bombardeaba los vidrios. Así es que el comadrón, hundiéndose con delicia en la mullida cama, dijo confidencialmente a su esposa:
-Hoy me dejarán en paz. Dormiré sosegado hasta las nueve. ¿A qué loca se le va a ocurrir dar a luz con este tiempo tan fatal?
Desmintiendo los augurios del facultativo, hacia las cinco el viento amainó, se interrumpió el eterno «flac» de la lluvia, y un aura serena y dulce pareció entrar al través de los vidrios, con las primeras azuladas claridades del amanecer. Al mismo tiempo retumbaron en la puerta apresurados aldabonazos, los perros ladraron con frenesí, y el comadrón, refunfuñando se incorporó en el lecho aquel, tan caliente y tan fofo. ¡Vamos, milagro que un día le permitiesen vivir tranquilo! Y de seguro el lance ocurriría en el campo, lejos; habría que pisar barro y marcar niebla... A ver, medidas de abrigo, botas fuertes... ¡Condenada especie humana, y qué manía de no acabarse, qué tenacidad en reproducirse!
La criada, que subía anhelosa, dio las señas del cliente; un caballero respetable, muy embozado en capa oscura, chorreando agua y dando prisa. ¡Sin duda el padre de la parturienta! La mujer del comadrón, alma compasiva murmuró frases de lástima, y apuró a su marido. Este despachó el café, frío como hielo, se arrolló el tapabocas, se enfundó en el imper-meable, agarró la caja de los instrumentos y bajó gruñendo y tiritando. El cliente esperaba ya, montado en blanca yegua. Cabalgó el comadrón su jacucho y emprendieron la caminata.
Apenas el sol alumbró claramente, el comadrón miró al desconocido y quedó subyugado por su aspecto de majestad. Una frente ancha, unos ojos ardientes e imperiosos, una barba gris que ondeaba sobre el pecho, un aire indefinible de dignidad y tristeza, hacían imponente a aquel hombre. Con humildad involuntaria se decidió el comadrón a preguntar lo de costumbre: si la casa donde iban estaba próxima y si era primeriza la paciente. En pocas y bien medidas palabras respondió el desconocido que el castillo distaba mucho; que la mujer era primeriza, y el trance tan duro y difícil, que no creía posible salir de él. «Sólo nos importa la criatura», añadió con energía, como el que da una orden para que se obedezca sin réplica. Pero el comadrón, persona compasiva y piadosa, formó el propósito de salvar a la madre, y picó al rocín, deseoso de llegar más pronto.
Anduvieron y anduvieron, patrullando las monturas en el barro pegajoso, cruzando bosques sin hoja, vadeando un río, salvando una montañita y no parando hasta un valle, donde los grisáceos torreones del castillo se destacaban con vigoroso y escueto dibujo. El comadrón, poseído de respeto inexplicable se apeó en el ancho patio de honor, y, guiado, por el desconocido, entró por una puertecilla lateral, directamente, a una cámara baja de la torre de Levante, donde, sobre una cama antigua, rica, yacía una bellísima mujer, descolorida e inmóvil. Al acercarse, observó el facultativo que aquella desdichada estaba muerta; y, sin conocerla se entristeció. ¡Es que era tan hermosa! Las hebras del pelo, tendido y ondeante, parecían marco dorado alrededor de una efigie de marfil; los labios color de violeta, flores marchitas; y los ojos entreabiertos y azules, dos piedras preciosas engastadas en el cerco de oro de las pestañas densas. La voz del desconocido resonó, firme y categórica:
-No haga usted caso de ese cadáver. Es preciso salvar a la criatura.
De mala gana se determinó el comadrón a cumplir los deberes de su oficio. Le parecía un crimen, aunque fuese con buen fin, lacerar aquel divino cuerpo. Obedeció, no obstante, porque el desconocido repetía con acento persuasivo, y terrible, tuteando al médico:
-No la respetes por hermosa. Está muerta, y nada muerto es hermoso sino en apariencia y por breves instantes. La realidad ahí es descomposición y sepulcro. ¡Nunca veneres lo que ha muerto! ¡Inclínate ante la vida!
Y de pronto, en el instante mismo en que el facultativo se disponía a emplear el acero, el extraño cliente le cogió la mano, susurrándole al oído:
-¡Cuidado! Conviene que sepas lo que haces. Ese seno que vas a abrir encierra no un ser humano, no una criatura, sino «una verdad». Fíjate bien. Te lo advierto. ¿Sabes lo que es «una verdad»? Una fiera suelta que puede acabar con nosotros, y acaso con el mundo. ¿Te atreves, ¡oh comadrón heroico!, a sacar a luz «una verdad»?
-El comadrón vaciló; el frío del instrumento que empuñaba se comunicaba a sus venas y a sus huesos. Castañeteaban sus dientes; temblaba de cobardía y de egoísmo. «¡Una verdad!» Ni hay tea que así incendie, ni rayo que así parta, ni torrente que así devaste, ni peste tan contagiosa. ¿Y quién le había de agradecer que cooperase al feliz nacimiento de una verdad? ¿Qué mayor delito para su mujer, sus amigos, su pueblo, su nación tal vez? ¿Qué crimen se paga tan caro? Quería arrojar el bisturí... Por último, la conciencia profesional triunfó. ¡El deber, el deber! No se podía dejar morir al engendro. Y después de una faena angustiosa, realizada con seguro pulso y mano certera, presentó al desconocido una criatura extraña y repugnante, una especie de escuerzo, de trazas ridículas, negruzco, flaco, informe.
-Este monigote no puede ser «una verdad» -exclamó, respirando a gusto, el facultativo.
-Porque es «verdad» te parece fea al nacer -declaró el desconocido, que miraba con transporte a la criatura-. Cuando las verdades nacen, horrorizan a los que las contemplan. Hasta que las abrigamos en nuestro pecho; hasta que les damos el calor de nuestra vida y el jugo de nuestra sangre; hasta que afirmamos su belleza como si existiese; hasta que nos cuestan mucho, no son hermosas. Esta, ya lo ves, ha acabado con su madre... ¡No se lleva impunemente en las entrañas una verdad! Y ahora la verdad queda huérfana; queda abandonada. Yo no he de ampararla. Obligaciones estrechas me llaman a otra parte. Soy el que anuncia, no el que protege y salva. ¿Quieres tú encargarte de la recién nacida? ¿Tienes valor? ¿Eres digno de proteger a la verdad?
Cuando así le interpelan, no hay hombre que no guste de fanfarronear un poco. En el alma se despierta la viril arrogancia, y responde al llamamiento como el corcel de batalla al toque penetrante del clarín. Hace la vanidad oficio de resolución, y por un instante es sincero el deseo de la gloriosa batalla y el ansia del sacrificio. El comadrón tendió los brazos, recibió en ellos al raquítico ser, y declaró gallardamente:
-Ya tiene padre.
El desconocido le echó una ojeada especial, seria, escrutadora, hondísima; ojeada de abismo abierto. ¿Reconvención o alabanza? ¿Duda o fe? Nunca se supo. Lo cierto es que el comadrón envolvió en paños blancos a la recién nacida; que comió pan y bebió vino, para reconfortarse; que ensilló otra vez su rocín, y con la criatura en brazos y tapada y agasajada, emprendió la vuelta.
Declinaba la tarde; los rayos oblicuos del sol eran como miradas de severos ojos, nublados por el desengaño y enrojecidos por la indignación secreta. Las aves callaban, las pocas aves que se ven en los últimos meses del invierno; pero no tardaría el mochuelo en exhalar su queja ronca, porque ya se acercaba la mala consejera: la noche.
Y el comadrón, sin dejar de apurar a su montura, pensaba en la llegada. ¡Presentarse así, llevando en brazos un crío! ¡Si al menos fuese un angelito, una monada, una manteca con hoyuelos, una peloncita rubia y sedosa, dispuesta a encresparse en sortijillas! ¡Pero aquel monstruo! Desvió los paños, contempló a la criatura... Ya no estaba amoratada. Respiraba bien. Parecía más fuerte y más grande. Entre sus labios lucían, ¡qué asombro!, cuatro blancos dientes. ¡Qué robusta nacía la maldita! Y cual si quisiese demostrar el brio y el ansia vital con que salía al mundo, la recién nacida - buscó el dedo del comadrón y lo mordió. Después rompió a llorar, con llanto vehemente, ávido, que aturdía.
El comadrón sintió impaciencia y enojo. ¿De qué manera acallaría el grito de la verdad, ese grito tan molesto, capaz de atraer a los malhechores? Tapar la boca... Primero apoyó la palma de la mano; después furioso, porque seguía el escándalo, envolvió la cabeza de la criatura en la vuelta del impermeable; y, por último, apretó, apretó, hasta que lentamente se apagaron los quejidos... Cayó la noche; llegó el momento de vadear el río; y como la criatura, silenciosa ya, estorbaba en brazos, el comadrón desenvolvió el abrigo, cogió el cuerpo, lo balanceó y lo arrojó a la corriente.

«El Imparcial», 2 de abril 1900.

Cuento

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

El cinco de copas

Agustín estudiaba Derecho en una de esas ciudades de la España vieja, donde las piedras mohosas balbucean palabras truncadas y los santos de palo viven en sus hornacinas con vida fantástica, extramundanal. A más de estudiante, era Agustín poeta; componía muy lindos versos, con marcado sabor de romanticismo; tenía momentos en que se cansaba de bohemia escolar, de cenas a las altas horas en La flor de los campos de Cariñena, apurando botellas y rompiendo vasos; de malgastar el tuétano de sus huesos en brazos de dos o tres ninfas nada mitológicas, de leer y de dormir; y como si su alma, asfixiada en tan amargas olas, quisiese salir del piélago y respirar aire bienhechor, entraba en las iglesias y se paraba absorto ante los ricos altares, complaciéndose en los primores de la talla y las bellezas de la escultura, y sintiendo esa especial nostalgia reveladora de que el espíritu oculta aspiraciones no satisfechas y busca algo sin darse cuenta de lo que es.
Entre las iglesias a que Agustín se sentía más atraído, había dos adonde le llamaban no sólo la nostalgia consabida, sino -fuerza es decirlo- otros móviles asaz profanos. Era la una soberbia basílica en que el arte del Renacimiento había agotado sus esplendores, y en ella, destacándose sobre el fondo de la luz de ancha ventana, se admiraba la escultura de cierta Magdalena bellísima, vestida sólo de un pedazo de estera y de sus ondeantes y regios cabellos. Al través de la crencha rubia y del grosero tejido, se adivinaban líneas de euritmia celestial. Agustín devoraba con ojos ávidos a la santa meretriz y se deshacía en afán de resucitarla. En el otro templo predilecto de Agustín no había pecadoras bonitas, ni siquiera maravillas de arte; paredes casi desnudas, salpicadas por los sombríos lienzos del vía crucis; retablos humildes, una pila ancha, honda, llena de agua hasta el borde, y allá en el techo, en vez de emperifollada e historiada cúpula, un solo emblema pictórico, muy triste; sobre la fría blancura, cinco manchas de almazarrón, que recordaban a los distraídos cómo aquel templo pertenecía a una comunidad franciscana. Agustín llamaba a los chafarrinones bermejos el Cinco de Copas.
No podía acertar Agustín con la razón de sus visitas a la iglesia austera, desprovista de esa opulencia ornamental que fascina los sentidos. Quizá la soledad del convento, situado a un extremo de la población, al pie de una colina, en el repuesto Valceleste; quizá la misma silenciosa nave, donde retumbaba el ruido de los pasos; quizá las sugestivas figuras de los dos frailes, en oración a uno y otro lado del altar; quizá el oficio de difuntos, que ciertos días salmodiaba la comunidad de un modo tan profundo y extraño... Agustín, sin embargo, atribuía su interés por la escondida iglesia al Cinco de Copas embadurnado de almazarrón. Le inspiraba una especie de aversión atractiva. Irritábale lo grosero de la pintura, y, más que nada, sus denegridos y secos tonos. «Eso no ha sido sangre nunca. ¿En qué se parece eso a la sangre? ¡Vaya una manera de representar llagas! ¡Y qué frailes estos, que dejan ahí en el techo ese naipe ordinario y no lo borran siquiera por decoro!» Algunas veces el estudiante se llevaba a Valceleste a sus compañeros de aula y también de jarana y francachela, y, apoyados en la pila del agua bendita, no sin prodigar carantoñas a las devotas vejezuelas que entraban persignándose, hacían chacota del Cinco de Copas, celebrando la ocurrencia de quien tan oportuna y gráficamente lo bautizara.
De pronto, un interés nuevo y avasallador llenó la vida de Agustín. Había llegado al pueblo, estableciéndose en él, una familia que el estudiante conocía casualmente, relación de temporada de balneario; y como entrase a visitarlos algo temprano, antes de la hora de comer, tropezóse en el pasillo con la hija mayor, Rosario, de quince años, que salía de su cuarto, suelto el pelo y en ligerísimo traje. Chilló y huyó la niña; quedóse el estudiante confuso, pero la imagen apenas entrevista, el rielar del flotante pelo rubio sobre las carnes de nácar, le persiguió como visión de la fiebre, mezclando en su desenfrenada imaginación la inerte escultura de la Magdalena y la escultura viva de la doncella.
Del matrimonio pensaba horrores Agustín; constábale, además, que en muchos años no tenía probabilidad racional de sostener una familia; y aunque asomos de innata honradez le decían que era infame perder a la hija de unos amigos confiados y afectuosos, el mal deseo pudo más. Miradas, sonrisas, paseos por la calle, encuentros en la catedral, palabras de miel, cartas abrasadoras... No tanto se requería para vencer a la criatura inexperta, que ignoraba toda la extensión del mal. Al cabo de cuatro meses de asedio, Rosario otorgó la peligrosa cita. Sus padres salían del pueblo, a una aldeíta próxima; ella se quedaba sola, veinticuatro horas lo menos, con la vetusta y sorda criada; todo dispuesto a maravilla, como por el gran galeoto Lucifer.
Al recibir el aviso, Agustín sufrió un acceso de alegría insana; sus nervios se cargaron de electricidad, y sintióse poseído de tal necesidad de correr, gesticular y pegar brincos, que parecía loco. Faltaba una semana aún, y la enervante espera le sacaba de quicio. Llevaba cinco noches sin dormir y cinco días en que, rehusando el alimento sano y sencillo, le sostenían algunas copas de coñac. Cuando solo una tarde y una noche le separaban del instante supremo, resolvió dar largo paseo, a fin de que el ejercicio violento le permitiese dormir de víspera, por no caer malo y desperdiciar la ocasión.
Salió del pueblo, subió carretera arriba, respirando con deleite la frescura de la tarde, el olor de los pinares y de los prados, y dando un gran rodeo a campo traviesa alcanzó la senda que guiaba a lo alto de la colina, bajo la cual descansan Valceleste y el convento. Al llegar a la cruz del Humilladero, desde donde los peregrinos, cara contra el polvo, saludaban a la santa ciudad, Agustín sintió que le rendía la fatiga, y sentándose en las gradas durmió. ¿Cuánto tiempo? ¿Media hora? Tal vez más; porque cuando despertó, el sol ya quería transponer las violadas crestas del monte.
Su primer pensamiento, al recordar, no fue para Rosario ni para las esperadas venturas, sino para el Cinco de Copas.
«¡Cuánto tiempo hace que no veo aquel mamarracho!», dijo entre sí el mozo, riendo en alto y registrando con la vista, allá en el fondo de Valceleste, el convento, el claustro, la huerta, las torres de la iglesia, que ya empezaban a anegarse en las sombras del crepúsculo. Casi al mismo tiempo que se acordaba de los rojos brochazos, sintió levísimo roce de pisadas, y un fraile, calada la capucha, sepultadas en las mangas ambas manos, cruzó por delante de él. Nada tenía de extraño que pasase un fraile a tales horas; sin duda, por ser la de la queda, regresaba a Valceleste; y, con todo, el estudiante percibió esa sensación súbita que no puede definirse y que es preludio del miedo. Antes de salvar el recodo de la senda, volvióse el fraile, y su cara puntiaguda, exangüe, sumida, chupada, momia, surgió de la capilla; sus pupilas cóncavas y ardientes se clavaron en Agustín y, sacando de la manga una pálida mano, hízole una seña... El estudiante se estremeció, pero al punto saltó del asiento de piedra.
«¡Bueno, y qué! Un fraile que me saluda... La cosa no tiene nada de particular... He de saber quién es, o no me llamo Agustín.»
Bajó precipitadamente la agria cuesta; ya no se veía allí rastro de fraile. No obstante, al acercarse al atrio, parecióle a Agustín que le veía entrar en el templo. «Irá a rezarle al Cinco de Copas. Allá voy yo también, y si el fraile flaco me habla, le digo que borren semejante adefesio.»
El templo estaba completamente vacío y casi oscuro; Agustín alzó la mirada hacia la cúpula, y apenas distinguió los cinco brochazos, confusos y lívidos. La idea fija de toda la semana remaneció entonces, al disiparse la vaga impresión de temor causada por la aparición frailesca. Mientras echaba atrás la cabeza para ver el famoso naipe. Agustín, súbitamente, recordó con gran lucidez a Rosario, y su inocencia, y su frescura de azucena en capullo... Sus oídos zumbaron, secósele el paladar..., y apenas la voluptuosa imagen invadió sus sentidos, notó que, de pronto, los cinco redondeles del techo adquirían color sangriento, abriéndose y palpitando como los labios de una herida. De su vivo seno fluían líquidas gotas, que empezaron a caer lentamente, con centelleo de rubíes, y que salpicaron el suelo todo alrededor del estudiante.
-¡Ahora veo que son verdaderas llagas! -gimió Agustín sin poder bajar las pupilas.
Una gota más gruesa, roja, resplandeciente, descendía de la llaga central, y despaciosa, pesada como plomo, vino a rebotar sobre la frente del estudiante...

***
Hace bastantes años que viste el sayal, habiéndose dejado en el mundo, para que otros los recojan, versos, devaneos, libros de Strauss y Buchner, naipes y risas. Alguna vez, en la portería de Valceleste, le he preguntado, a fin de animarle y ver qué contesta:
-Padre, ¿se acuerda del Cinco de Copas?

«Nuevo Teatro Crítico», núm. 26, 1893.

Cuento

1.005. Pardo Bazan (Emilia)