Annie en cambio me abría las
puertas de otro mundo más allá en el Oeste.
Yo desconocía el idioma de aquel
mundo amarillo y curvado, pero esto no era lo grave, lo grave consistía en que
yo carecía de una profesión, lo cual me ponía en inferioridad de condiciones
frente a Annie. Esta incapacidad podía transformarse en el eje de nuestra
futura desdicha.
Dije anteriormente que Annie era
ingeniero-químico y esta referencia puede carecer de importancia cuando los
informados carecen de conocimientos científicos que les permitan apreciar
cuánto trabajo y estudio se requiere para alcanzar este título. Annie era un
sabio o poco menos que una sabia. Su especialidad eran los coloides, y dentro
de los coloides, la goma, es decir, el caucho, o mejor dicho, el látex. A lo
que parece, Annie había descubierto un procedimiento para evitar que la
deshidratación del látex provocara su coagulación, lo que le permitiría
efectuar poco menos que una revolución en la industria de los tejidos
engomados, o mejor dicho, a mi entender, en la industria de los impermeables.
Annie me hablaba constantemente de
la revolución o ruina que les acaecería a los fabricantes de impermeables en
cuanto su invento se pusiera en marcha. Yo no entendía una palabra de química,
pero no era todavía suficientemente bruto para desestimar las confidencias de
Annie.
Su proyecto, o mejor dicho, sus
miras acerca de mi persona eran amplias. Ella tenía el proyecto de convertirme
en su "manager"; yo sería el encargado de ponerle el revólver al
pecho a todos los fabricantes de impermeables. Adquirían la patente de Annie o
Annie los reventaba.
Pero si el método químico de Annie
no daba resultados, ¿qué hacía yo? Annie daba por hecho que todos los
fabricantes de impermeables se apresurarían a adquirir los derechos de su
invención, pero yo dudaba y llegaba en último término a la conclusión de que un
día me encontraría casado con una ingeniero químico y en terribles condiciones
de inferioridad.
A nadie se le oculta que todo
profesional apasionado desea tener alguien con quien intercambiar impresiones
acerca de las experiencias que recoge en su profesión. Y Annie si se casaba
conmigo no podría conversar de goma, ni de química, ni de coloides, en primer
término porque yo no sabía absolutamente nada de química y en segundo término
porque la química no me interesaba. ¿Y qué podría yo responderle a Annie el día
que me dijera que llegaba tarde a casa porque se había quedado conversando con
un colega amigo de especialidades de la materia?
Y si Annie se quedaba conversando con
un especialista en la materia, ¿quién podía impedir que Annie se enamorase de
él? No era esto seguro, pero, ¿no es acaso una ley que los iguales se buscan?
Terminaba de hilvanar
silenciosamente dichas reflexiones la quinta mañana de nuestro viaje, mientras
formaba parte de la rueda de pasajeros que integraban la señora del pastor
Rosemberg y mi primo. Luciano trataba de consolar a la señora del pastor de la
pérdida que sufriera en el incendio (tres pijamas, una salida de baño, varias
camisetas y fotografías de la localidad abandonada), cuando la señorita Herder,
una feminista sueca que ocupaba un camarote junto a los de la familia del
caballero peruano, enarbolando sus flacos y pecosos brazos, apareció corriendo
al tiempo que gritaba:
-Me han robado el equipaje. Me han
robado el equipaje.
Un equipaje no es un pañuelo que se
escamotea a las primeras de cambio. Involuntariamente dirigimos los ojos al
conde de la Espina y Marquesi que conversaba risueñamente con miss Mariana. El
caballero de Malta, como si no percibiera la intención de nuestras miradas,
continuó conversando con la coqueta, mientras que mi primo exclamó:
-¡Señoras... señores... está
prohibido ser adivino en este buque!
Semejante golpe de mano era una
advertencia seria. En consecuencia resolvimos ir en masa a protestar ante el
Capitán por la falta de vigilancia y orden que esto suponía. El Capitán, a
pesar de ser un perfecto bruto, como creo haber dejado establecido en otra
parte, escuchó nuestras protestas con talante sombrío. A él también le impresionaba
la coincidencia (llamémosla coincidencia) del cambio de nombre del buque con
una serie de acontecimientos cada vez más graves, como si efectivamente se
desarrollaran bajo el auspicio de esa superstición. Murmuró algo que no
entendimos y luego, con pasos enérgicos, se dirigió al camarote de miss Herder.
El conde de la Espina y Marquesi, por supuesto, no se movió del lugar donde
conversaba con miss Mariana.
En el camarote de miss Herder se
descubría el orden del vacío. Faltaban dos maletas de cuero, razonablemente
pesadas, y un maletín de mano. En el maletín de mano miss Herder guardaba los
originales de una novela. Yo conocía dos capítulos, y cuando me enteré de la
desaparición del maletín pensé que los dioses protectores del Sentido Común
trataban de impedir que miss Herder intentara estupidizar a sus prójimos,
revelándoles las tonterías que germinaban en su caletre. Bueno, el caso es que,
aparte de la novela, rniss Herder quedaba con lo puesto. Eso no podía ser.
El Capitán dispuso que los tripulantes,
incluso el radiotelegrafista, encabezando cada uno una comisión de varios
hombres, registrara íntegramente el buque. El registro comenzó a la diez de la mañana. Todos los
pasajeros quedamos preventivamente confinados en el comedor. Recuerdo que mi
primo se acercó a un florero y significativamente sacó de allí una margarita de
papel. Luego comenzó a arrancarle pétalo tras pétalo; lo hacía despaciosa-mente
y terminó exclamando:
-No me quiere.
Con ello quería expresar que el
Capitán no encontraría las maletas de miss Herder y esta conclusión era tan
arriesgada que el caballero peruano dirigiéndose a mi primo le dijo:
-Le apuesto a usted cien soles que
las maletas de miss Herder aparecen.
Luciano se irguió dignamente y
repuso:
-No jugaré con usted un solo cobre,
pero le doy a usted mi palabra de
honor de que las maletas de miss Herder están perdidas.
Evidentemente, Luciano era audaz.
Después de escucharlo, miss Herder
se puso a llorar desconsoladamente, pero el pastor protestante aproximándose a
ella le dijo que no hiciera caso de las predicciones de mi primo. El conde de la Espina y Marquesi agregó
que las predicciones efectuadas sobre la base del arrancamiento de pétalos de
margaritas son únicamente válidas en casos amorosos, pero no en los de pérdidas
de maletas. Esta ingeniosa sutileza del conde encontró un amplio círculo de
partidarios y Luciano, enfoscándose en una sonrisa pedantesca, dijo textual-mente:
-Declino pronunciarme sobre la
interpretación del conde, pero sostengo nuevamente que las maletas no aparecerán.
Evidentemente, la actitud de
Luciano era estúpida. Me acerqué a él y le dije:
-¿Qué diablos ganas con
malquistarte con esta gente? Todos están deseando que alguien te tome de los
pies y te arroje al agua. ¿Por qué no te callas?
La señora del pastor dijo, mientras
su marido se sumergía en la lectura de la "Vida de San Pablo", que ella sabía
echar las cartas y que en broma las echaría para comprobar si las maletas de
miss Herder aparecerían o no, y así lo hizo.
La mujer del pastor por medio de la
baraja llegó a la conclusión de que las maletas serían halladas dentro del
camarote de un hombre rubio, y todos acogieron con sonrisas estas optimistas
anticipaciones y Luciano, por toda respuesta, se limitó a encogerse de hombros.
A las cinco de la tarde, con
particular satisfacción de mi primo, apareció el Capitán, la cara de bulldog
enrojecida hasta las orejas.
¡Las maletas no habían podido ser
recuperadas! "El, personalmente, se encargó de revisar los ventiladores y
las carboneras. No sabía qué decir".
Las maletas de miss Herder
evaporadas tan absolutamente, inspiraron al conde de la Espina y Marquesi, que
poniéndose de pie y mirándola a miss Herder, dijo:
-"Mia cara signorina" (al
conde le gustaba mezclar palabras italianas con las castellanas). "Mia cara
signorina" ¿no padecerá usted de accesos de sonambulismo y en uno de esos
ataques habrá arrojado las maletas al mar? Miss Herder negó terminantemente
padecer de sonambulismo. Por último, las mujeres del pasaje resolvieron hacer
una colecta de prendas hasta que llegaran a un puerto donde la Compañía de Navegación
(según el Capitán) indemnizaría a miss Herder de la pérdida de sus efectos.
Hubo un momento en que miss Herder pareció dispuesta a
suicidarse, pero el hijo del emir de Damasco se dedicó a consolarla en nombre de la colectividad musulmana con
tanta vehemencia, que miss Herder optó por no suicidarse y sí rendirse al
encanto magnético que trascendía de los ojos morunos del gran barbián.
Bruscamente, miss Herder lanzó un grito de alegría: "recordaba ahora haber
dejado una copia de su novela en la casa de una prima que vivía en Puerto
Caldera".
Excuso decir que mi primo se
esponjaba de alegría. En un arranque de vastas intuiciones en el mundo de los
espíritus, exclamó:
-¡Esto no es nada comparado con lo
que va a suceder!
La esposa del reverendo Rosemberg
repuso:
-¿Cree usted en serio que va a
ocurrir algo más?
-Sí.
La pobre mujer dejó caer la cabeza
sobre el hombro de su esposo; el reverendo examinó a mi primo con sospechosa
curiosidad; el conde de la Espina se inclinó confidencial sobre el oído de miss
Mariana; Annie susurró en mi oreja: "Tu primo es un personaje
terrible", y en aquel mismo momento el heroico grumete, que tan
denodadamente se batiera con las cortinas inflamadas del camarote del reverendo,
se nos acercó anunciándonos que "el Capitán quería hablar con el señor
Luciano".
Después Luciano nos contó que el
Capitán le pidió encarecida-mente que no alarmara a la tripulación con sus
pronósticos. Verdad es que el Capitán (y esto nos lo dijo después el Capitán)
le ordenó a Luciano que se dejara de profetizar, y enérgicamente, bajo la
expresa y formal amenaza de encerrarlo en un calabozo como volviera a abrir la
boca para vaticinar desgracias. Pero ya era tarde. Los augurios de mi primo
habían dado vida a un secreto temor que se despertaba en el subconsciente de
todos los tripulantes. Hasta el último de los carboneros tenía conocimiento de
que a bordo existía un pasajero con un impresionante acierto para olfatear
desgracias. Las señoras sentíanse tan atemorizadas que, reuniéndose en un
rincón del comedor, observaban asustadas a mi primo. Otras rezando novenas le
deseaban una mala muerte. En general, todos le cobraban antipatía a Luciano a
medida que se iban sobreexcitando. Varias damas llegaron a sentirse enfermas;
algunas no se atrevían a abandonar la litera, como la madre de Annie, quien,
con gran alegría de mi parte, sustrayéndose a la vigilancia maternal, venía a
charlar a mi camarote.
Otras personas, en cambio,
reaccionaban tan nerviosamente que, porque un camarero (el zapatero redimido
del tirapié) dejó caer una bandeja en el comedor, la tercera hermana de la
mujer del caballero peruano se lanzó a chillar histéricamente. Fue menester
retirarla del comedor presa de un ataque de nervios. Era esta señorita una dama
entrada en años, de peinado liso y empaque severo, hilvanada de alfileres desde
la punta de los pies hasta la nuez del pescuezo. Decía de sí misma que era
increíblemente virtuosa. Inútilmente acribillaba a miradas al hijo del emir de
Damasco, pero el excelente musulmán, olvidado por completo de miss Mariana, a
la que pretendiera al comienzo del viaje, se dedicaba empeñosamente a miss
Herder, cuyas defensas eran más débiles a medida que pasaban los días. El
ginecólogo de a bordo se paseaba socarronamente, augurando que miss Herder en
ese viaje perdería no tan sólo sus maletas sino también la tranquilidad.
En realidad, aquel fue el viaje de
los compromisos, pues miss Mariana parecía ahora dispuesta a descifrar todos
los misterios del alfabeto Morse pasándose los días en que el radiotelegrafista
estaba libre en el camarote de éste. En vista de semejante pérdida, el conde de
la Espina y Marquesi se asoció al contrabandista de cocaína y en la sala de
primeros auxilios, él, don Tubito, el médico y el señor X se entregaban a
desaforadas partidas de naipes, desplumándose recíprocamente como tahúres. El
Capitán transcurría sombrío sus días, encerrado en la timonera, y por
intermedio de miss Mariana supe que el aparato de telegrafía sin hilos no
funcionaba aún. Nuestra situación evidentemente era antirreglamentaria y
extraña, ya que nos encontrábamos sumamente alejados de la costa. Hacia el Este
quedaba el Perú; navegábamos ahora sobre los abismos más profundos que los
oceanógrafos creen haber sondado en el océano Pacífico.
Muchos comenzaban a sentirse
deprimidos. Algunos creían percibir una amenaza de muerte suspendida sobre sus
cabezas. Parecía que una deidad superior tratase socarronamente de darle razón
a mi primo.
Annie ya no traía sus libros de
química al camarote. Sus brazos enlazándose tras mi nuca me ataban a su vida
con nudo inmortal. Cuando sus labios se entreabrían para adherirse a los míos
en un beso semejante al de una ventosa, el "Blue Star" pudiera
haberse ido al fondo de los abismos. No nos hubiéramos enterado.
Sin embargo, una noche en que me
paseaba por el primer puente, aguardando la hora de reunirme con miss Annie, me
ocurrió un hecho sumamente extraño. El médico de a bordo, se acercó
cautelosamente a mí y me dijo:
-¿No tomará usted a mal que le
pregunte si está muy enamorado de miss Annie?
En otra persona esta pregunta no me
hubiera sabido bien; en el médico borrachín semejante curiosidad me causó
gracia y no tuve reparos en contestarle:
-Sí. Estoy enamorado: ¿Por qué?
-Si yo le hiciera una confidencia
respecto a miss Annie, ¿me delataría usted?
Esa impertinente curiosidad que es
la eterna enemiga del enamorado me perdió. Sin saber reprimirme le respondí con
avidez:
-Cuente con mi discreción.
-¿Me da usted su palabra?
-Sí.
-Pues tenga cuidado con lo que
hace, porque miss Annie está loca.
Me quedé mirándolo atónito.
-¡Loca!
-Sí. Ella cree que es
ingeniero-químico y que ha inventado no sé qué disparates...
-No es posible.
-Pues ya lo ve.
-Le digo que no veo nada.
-Sin embargo es como le digo.
-Mire, doctor. Yo he conversado con
Annie muchas horas. Salvo esa particularidad de la química, de la que tiene un
endiablado conocimiento...
-Pues está loca por eso... por
creerse ingeniero-químico...
-¿Nada más?
-¿Le parece poco?
-No, no es que me parezca poco,
sino que no termino de entenderlo...
-Mire. La historia es más simple de
lo que usted cree. Miss Annie tuvo un hermano que era efectivamente
ingeniero-químico. Miss Annie estaba sumamente encariñada con ese único
hermano, que murió a consecuencia de un accidente sufrido en un laboratorio,
durante la verificación de un experimento. La impresión que le causó este
suceso fue tan tremenda, que acabó por sufrir un trastorno mental. ¿Duda,
usted?
-Le juro que lo escucho y no sé qué
pensar.
-Es terrible. La madre, por consejo
de unos especialistas, ha sacado a viajar a esta desgraciada hija. Bueno, le
dejo porque me esperan en la enfermería.
Desapareció el médico y yo quedé en
el puente de la nave, frente al océano negro y el cielo cuajado de estrellas rutilantísimas
y como quien ha visto un fantasma. ¡Miss Annie loca! ¡Y yo enamorado de una
loca!
Me apreté las sienes con
desesperación, y de pronto, como si alguien, como si otro fantasma quisiera
salvarme de la tremenda revelación, una voz sutil murmuró en mi oído interno:
-Todo lo que te ha dicho ese médico
borracho es mentira.
Respiré aliviado. Miss Annie no
estaba loca. Yo no quería que estuviese loca. Lo que me contara el médico
descalificado era el simple producto de una intoxicación alcohólica y tratando
de desvanecer en la superficie de mi conciencia las señales perturbadoras que
su revelación me causara, me puse a caminar con pasos rápidos a lo largo de la pasarela. De pronto
se desprendió del horizonte oceánico una luna amarilla y enorme como la rueda
de un carro, que proyectó entre el confín y la nave una vereda de agua
amarilla.
Respiré aliviado. Ninguno de los
juicios, de las palabras, de las actitudes de miss Annie revelaban a una
persona que sufre trastornos mentales. En cuanto a su invento para perfeccionar
la industria de las telas engomadas, aunque parezca disparatado a simple vista,
no lo es en modo alguno, ya que la industria de la tela engomada técnicamente
ha sufrido considerables trans-formaciones desde sus comienzos y estas
transformaciones fueron obras de inventores desconocidos para nosotros, pero
que en sus momentos ganaron abundantes sumas de dinero.
No. No. No. Miss Annie no estaba
loca. Aquella maldita historia era producto de la descentrada imaginación del
ginecólogo borracho. ¿No se le había ocurrido ya una vez la disparatada idea de
que la señora del pastor Rosemberg estaba por alumbrar y no pretendió
introducirse en su camarote, armado de un fórceps descomunal?
Veinticuatro horas después me había
olvidado definitivamente de aquella fantasía de nuestro médico y me entregaba
sin restricción alguna al amor de Annie. Las horas volaban entre los dedos de
nuestras manos ligadas por caricias, como plumas aventadas. Nunca el horario de
un reloj giró tan apresuradamente. Abandonada en mis brazos, la cabeza
reclinada sobre mi pecho, los ojos perdidos en el espacio, Annie pasaba las
horas de la noche a mi lado. Después que su madre se había dormido, se
deslizaba hasta mi camarote. Semejante a un fantasma, sobre el fondo del cielo
estrellado, veía su silueta obscura detenerse un instante frente al ojo de
buey, luego avanzaba, sus brazos desnudos me apretaban contra su pecho y
durante un montón de horas nos olvidábamos del cielo y de la tierra.
Había resuelto que la acompañara a
Shangai. Conocía ahora los accidentes de mi vida, pues yo no quise disimularle
mis imper-fecciones, que eran muchas y graves. Annie tenía varios proyectos en
los que yo iba honestamente involucrado. Esta posibilidad de no apartarnos
nunca hacía que nos entregáramos a nuestros goces con desmedida seguridad.
Perdimos la noción del tiempo. Los
días, las horas, voltearon ante nuestros ojos como si todo lo externo formara
parte de un sueño que no nos atañía en lo más mínimo. Yo veía a mi primo en las
horas de las comidas, escuchaba maquinalmente sus reflexiones; luego me
apartaba de él para esperar la llegada de Annie que se deslizaba hasta mi
camarote. El día en que recordé a los cuatro borrachos que se reunían con el
médico en la sala de primeros auxilios tuve la impresión de que había
transcurrido una enorme cantidad de tiempo.
Entonces me asombré de no haberle
contado a Annie lo ocurrido noches anteriores en el puente al encontrarme con
el médico de a bordo, y bruscamente le pregunté:
-¿No has tenido un hermano, tú?
Annie me miró asombrada:
-Tengo dos hermanos.
-¿No has tenido un hermano que
murió en un accidente de laboratorio?
La extrañeza de Annie creció
desmesuradamente:
-¿De dónde sacas esa historia?
Le conté lo que me había sucedido
con el médico.
Annie se paseó cavilosamente de mi
brazo por frente a los ojos de buey del comedor, luego:
-Si te digo algo, ¿me prometes que
no vas a ir a pedirle explicaciones a ese hombre?
-No.
-¿Lo prometes?
-Lo prometo.
-¿Es una promesa como la que le
hiciste a él?
-Te doy mi palabra. Digas lo que me
digas me callaré.
-Pues bien. Fíjate que ayer... no;
fue anteayer, el médico se me acercó y después de hacerme jurar por todos los
santos que no te diría una palabra, me dijo que tuviera cuidado porque a pesar
de tu buen aspecto estabas gravemente tuberculoso... y que podías infectarme.
-Pero ese hombre es un canalla.
-Me imagino que sí. Yo creo que no
es médico sino un estudiante de medicina descalificado. La vida de a bordo lo
aburre y se entretiene en inventar historias.
1.019. Alt (Roberto)