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lunes, 15 de septiembre de 2014

Rafael calvo y el teatro español - Cap. II

El teatro español... también es una gran idea que se va muriendo en la conciencia del pueblo y en las propias encarnaciones. En el ritmo del verso dramático español antiguo (no en el de este siglo) había un singularísimo encanto, hecho de gallardía musical, de fresca y valiente armonía, que cantando, pintaba el ancho, hermoso mundo, la pasión, la fuerza; que hablaba del amor con sutileza teológica, quinta esencia de voluptuosidad reflexiva y saboreada gota a gota; hablaba de la patria y de sus triunfos brillantes con arrogancia graciosa; y el amor, la vanidad, la alegría, la nobleza, el idealismo, iban saltando por el cauce sonoro del romance, la redondilla y la quintilla, la décima y la silva, en cascadas de sílabas eufónicas, brincando en los acentos y en las misteriosas cesuras, mitad música, mitad idea, como ruiseñores y jilgueros escondidos en la enramada, que tanto tienen de canciones como de espíritus. Pero aquel verso español no se había hecho para dormir prensado en las frías columnas de Rivadeneira, donde es a su verdadera íntima esencia, lo que son las patas de araña del pentagrama a las notas aladas de Rossini. La música hay que tocarla y sentirla; el verso hay que decirlo, y declamarlo, y representarlo. Un mediano estético francés, Levèque, dice que para él es preferible oír a un músico vulgar interpretando una obra de un gran maestizo, a escuchar un trozo de música insignificante ejecutado por un gran instrumentista; tiene razón Levèque en gran parte; pero también es cierto que en todas las artes en que la expresión es compuesta, y en que media otro artista para dar forma aparente y completa a la creación bella, no se puede decir que se conoce toda la hermosura que hay en tal objeto artístico, si el artista auxiliar no es perfecto, en el sentido de dejar sentir, de transparentar todos los primores de lo que interpreta. Negar esto, es como echar la culpa al sol de no ser tan brillante en los países nebulosos como en el cielo diáfano del Mediodía; el instrumentista y el cantante son al compositor, el cómico es al poeta, lo que la atmósfera al sol: cuanto más diáfanos, mejores; todo en ellos es asunto de pureza; no tienen más que dejar pasar la luz, la hermosura; pero así como el cielo, a fuerza de ser transparente, crea una belleza propia, su azul intenso, así las artes auxiliares adquieren propias, sustantivas excelencias en su transparencia, fidelidad y pureza.
Nadie tiene derecho a decir que conoce toda la hermosura que puede dar de sí un drama de Shakespeare, una ópera de Wagner, si no los ha visto perfectamente representados; y será, injusto atribuir la superioridad de las emociones estéticas gozadas en esa interpretación perfecta a los cómicos o cantantes, a las artes escénicas, pues todos estos elementos no habrán hecho más que la justicia debida a la obra; no se dirá que la obra vale más de lo que valía, gracias a esta perfección nueva, sino que ahora, por primera vez, se la puede apreciar en su justo valor, y que antes se la estimaba en menos de lo que era.
No podemos decir nosotros que conocemos todo lo que vale el teatro español, porque ni una vez sola hemos visto perfectamente representada ninguna de sus maravillas. Muchas veces habrán dicho los gacetilleros, y hasta los críticos, que tal o cuál obra maestra de Calderón, Tirso o Lope se había sacado a las tablas, ofreciendo un conjunto admirable; pero ya sa sabe que no hay que hacer caso de estas piadosas mentiras de nuestra crítica española, eterna cortesana. Jamás, jamás ha habido en Madrid una compañía de cómicos buenos; jamás una escena de más de cuatro o cinco personajes ha podido ser bien interpretada; jamás la composición del cuadro escénico ha podido ser bella por su armonía. Y en general, ni aquí ni fuera de aquí están los actores a la altura de los grandes autores; y una de las imperfecciones capitales del teatro es ésta: la inferioridad artística de los cómicos. Puede decirse que hasta hoy, en el arte de la escena los grandes triunfos se deben más a las cualidades del instinto que a la habilidad reflexiva; no ha pasado este arte del período de la espontaneidad, y por eso apenas hay nada hecho en la ciencia del arte teatral, y por eso, el vulgo exige tan poco al cómico, y por eso cómicos de los más notables suelen ser hombres de escasos conocimientos, de mal gusto y nada artistas de alma, en el sentido especial de la palabra. Pero sin insistir en esto por ahora (pues me llevaría muy lejos si quería ser claro) y quedándome en nuestro teatro español, dirá que si no hemos tenido jamás una compañía que pudiera hacernos ver una comedia de Calderón tal como ella es, hemos tenido algunos, poquísimos, actores y actrices que supieron, unos en un tiempo, otros en otro, enseñarnos la verdad de lo que era tal o cuál personaje. Uno de estos contadísimos cómicos buenos era Rafael Calvo: su mérito superior era hacernos oír la música viva de ese verso castellano de nuestro teatro glorioso. Y Calvo acaba de morir en Cádiz, comido por la viruela. La triste realidad es un terrible poeta realista: Calvo, la última cuerda de la lira del teatro más idealista, más lírico, la voz del idealismo más aéreo... ha muerto como Nana, la heroína de la novela más naturalista. Sí: la realidad, aunque realista, es poeta, porque hasta tiene sus simbolismos: parece que la viruela, al envenenar la sangre de Calvo, pudrió la sangre de Segismundo, de Mireno, El vergonzoso en Palacio; de Federico, el de El castigo sin venganza; del hábil amante de El desdén con el desdén. ¿Dónde está ahora el artista que en su voz, llena de fiebre, vibrada, algo rimbombante, enfática en la pasión, pero armónica, intensamente expresiva del ritmo interior de la idea, tenía un símbolo de las inefables bellezas de nuestra inspiración dramática de los siglos de oro? Está en el sepulcro y en el recuerdo impotente de sus admiradores, que no conseguirán, a fuerza de evocaciones, resucitar aquella figura y aquellos sonidos sobre la escena; está en el sepulcro, y con él desvanecidas en larvas de la memoria las encarnaciones plásticas de aquellos seres extranaturales en lo accidental, puramente humanos en el fondo del alma, que sirvieron a nuestros grandes poetas dramáticos para transparentar uno de los más bellos, más fuertes, más luminosos ideales que brotaron en la gran primavera humana que se llamó el Renacimiento.

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

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