El
teatro español... también es una gran idea que se va muriendo en la
conciencia del pueblo y en las propias encarnaciones. En el ritmo del
verso dramático español antiguo (no en el de este siglo) había un
singularísimo encanto, hecho de gallardía musical, de fresca y
valiente armonía, que cantando, pintaba el ancho, hermoso mundo, la
pasión, la fuerza; que hablaba del amor con sutileza teológica,
quinta esencia de voluptuosidad reflexiva y saboreada gota a gota;
hablaba de la patria y de sus triunfos brillantes con arrogancia
graciosa; y el amor, la vanidad, la alegría, la nobleza, el
idealismo, iban saltando por el cauce sonoro del romance, la
redondilla y la quintilla, la décima y la silva, en cascadas de
sílabas eufónicas, brincando en los acentos y en las misteriosas
cesuras, mitad música, mitad idea, como ruiseñores y jilgueros
escondidos en la enramada, que tanto tienen de canciones como de
espíritus. Pero aquel verso español no se había hecho para dormir
prensado en las frías columnas de Rivadeneira, donde es a su
verdadera íntima esencia, lo que son las patas de araña del
pentagrama a las notas aladas de Rossini. La música hay que tocarla
y sentirla; el verso hay que decirlo, y declamarlo, y representarlo.
Un mediano estético francés, Levèque, dice que para él es
preferible oír a un músico vulgar interpretando una obra de un gran
maestizo, a escuchar un trozo de música insignificante ejecutado por
un gran instrumentista; tiene razón Levèque en gran parte; pero
también es cierto que en todas las artes en que la expresión es
compuesta, y en que media otro
artista
para dar forma aparente y completa
a la creación bella, no se puede decir que se conoce toda la
hermosura que hay en tal objeto artístico, si el artista auxiliar
no es perfecto, en el sentido de dejar sentir, de transparentar todos
los primores de lo que interpreta. Negar esto, es como echar la culpa
al sol de no ser tan brillante en los países nebulosos como en el
cielo diáfano del Mediodía; el instrumentista y el cantante son al
compositor, el cómico es al poeta, lo que la atmósfera al sol:
cuanto más diáfanos, mejores; todo en ellos es asunto de pureza; no
tienen más que dejar pasar la luz, la hermosura; pero así como el
cielo, a fuerza de ser transparente, crea una belleza propia, su azul
intenso, así las artes auxiliares
adquieren propias, sustantivas
excelencias en su transparencia, fidelidad y pureza.
Nadie
tiene derecho a decir que conoce toda la hermosura que puede dar de
sí un drama de Shakespeare, una ópera de Wagner, si no los ha visto
perfectamente
representados; y será, injusto atribuir la superioridad de las
emociones estéticas
gozadas en esa interpretación perfecta a los cómicos o cantantes, a
las artes escénicas, pues todos estos elementos no habrán hecho más
que la justicia
debida a la obra; no se dirá que la obra vale más de lo que valía,
gracias a esta perfección nueva, sino que ahora, por primera vez, se
la puede apreciar en su justo valor, y que antes se la estimaba en
menos de lo que era.
No
podemos decir nosotros que conocemos todo lo que vale el teatro
español, porque ni una vez sola hemos visto perfectamente
representada ninguna de sus maravillas. Muchas veces habrán dicho
los gacetilleros, y hasta los críticos, que tal o cuál obra maestra
de Calderón, Tirso o Lope se había sacado a las tablas, ofreciendo
un conjunto admirable; pero ya sa sabe que no hay que hacer caso de
estas piadosas mentiras de nuestra crítica española, eterna
cortesana. Jamás, jamás ha habido en Madrid una compañía de
cómicos buenos; jamás una escena de más de cuatro o cinco
personajes ha podido ser bien interpretada; jamás la composición
del cuadro escénico ha podido ser bella por su armonía. Y en
general, ni aquí ni fuera de aquí están los actores a la altura de
los grandes autores; y una de las imperfecciones capitales del teatro
es ésta: la inferioridad artística de los cómicos. Puede decirse
que hasta hoy, en el arte de la escena los grandes triunfos se deben
más a las cualidades del instinto que a la habilidad reflexiva; no
ha pasado este arte del período de la espontaneidad, y por eso
apenas hay nada hecho en la ciencia del arte teatral, y por eso, el
vulgo exige tan poco al cómico, y por eso cómicos de los más
notables suelen ser hombres de escasos conocimientos, de mal gusto y
nada artistas de alma, en el sentido especial de la palabra. Pero sin
insistir en esto por ahora (pues me llevaría muy lejos si quería
ser claro) y quedándome en nuestro teatro español, dirá que si no
hemos tenido jamás una compañía que pudiera hacernos ver una
comedia de Calderón tal
como ella es, hemos
tenido algunos, poquísimos, actores y actrices que supieron, unos en
un tiempo, otros en otro, enseñarnos la verdad de lo que era tal o
cuál personaje. Uno de estos contadísimos cómicos buenos era
Rafael Calvo: su mérito superior era hacernos oír la música viva
de ese verso castellano de nuestro teatro glorioso. Y Calvo acaba de
morir en Cádiz, comido por la viruela. La triste realidad es un
terrible poeta realista: Calvo, la última cuerda de la lira del
teatro más idealista, más lírico,
la voz del idealismo más aéreo... ha muerto como Nana,
la
heroína de la novela más naturalista. Sí: la realidad, aunque
realista,
es
poeta, porque hasta tiene sus simbolismos: parece que la viruela, al
envenenar la sangre de Calvo, pudrió la sangre de Segismundo, de
Mireno, El
vergonzoso en Palacio;
de Federico, el de El
castigo sin venganza; del
hábil amante de El
desdén con el desdén. ¿Dónde
está ahora el artista que en su voz, llena de fiebre, vibrada, algo
rimbombante, enfática en la pasión, pero armónica, intensamente
expresiva del ritmo interior de la idea, tenía un símbolo de las
inefables bellezas de nuestra inspiración dramática de los siglos
de oro? Está en el sepulcro y en el recuerdo impotente de sus
admiradores, que no conseguirán, a fuerza de evocaciones, resucitar
aquella figura y aquellos sonidos sobre la escena; está en el
sepulcro, y con él desvanecidas en larvas de la memoria las
encarnaciones plásticas de aquellos seres extranaturales en lo
accidental, puramente humanos en el fondo del alma, que sirvieron a
nuestros grandes poetas dramáticos para transparentar uno de los más
bellos, más fuertes, más luminosos ideales que brotaron en la gran
primavera humana que se llamó el Renacimiento.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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