El
lunes de Pascua de Resurrección, con un sol esplendente y un aire
tibio y perfumado, que provocaba impaciencias y fervorines
primaverales en los retoños frescos de los árboles y en los
senderos que deseaban florecer y donde a las últimas violetas
descoloridas hacían competencia las primeras campánulas blancas y
las margaritas de rosado cerco, unieron sus destinos en la capilla
del restaurado castillo señorial la linda heredera de la noble casa
y estados de Abencerraje y el apuesto y galán marquesito de Alcalá
de los Hidalgos.
Todo
sonreía en aquella boda, lo mismo la naturaleza que el porvenir de
los desposados. Al cuadro de su juventud, del amor del novio, que
revelaban mil finezas y extremos, y a la cándida belleza de la
novia, servían de marco de oro y rosas la cuantiosa hacienda, la
ilustre cuna, el respeto y cariño de la buena gente campesina y
hasta la venturosa circunstancia de verse enlazadas por ella, ante el
Cielo y ante el mundo, las dos casas más ricas y nobles de la
provincia, las que la representaban en la historia nacional.
A
la puerta de la capilla aguardaban el coche familiar que había de
conducir a los esposos a la estación del camino de hierro. Iban a
emprender uno de esos viajes que son la realidad de un sueño divino:
Italia y sus ciudades-museos; Suiza y sus lagos, trozos de la bóveda
azul del firmamento caídos sobre la nieve; Alemania con sus ríos,
en que las ondinas nadan al rayo de la luna; después el Oriente,
Grecia, Constantinopla y, por último, el invierno en París, entre
los prestigios del lujo y la magia de refinadísima civilización;
París con sus fiestas y sus elegancias exquisitas, sus nidos de
coquetería y de molicie para la dicha renovada... La perspectiva de
tantos días risueños y venturosos; más que todo la del amor puro,
noble, legítimo, constante regocijo y secreta y dulce efusión del
alma, hacía latir de gozo el corazón de la novia, de la rubia y
tierna María de las Azucenas, cuando el coche arrancó al trote
largo de los cuatro fogosos caballos que lo arrastraban, llevándosela
a ella, al que ya era su dueño y a la doncella, Luisilla, aldeana
viva y fiel, elegida y designada para acompañar y servir a María
durante el viaje...
Por
espacio de algunos meses fueron llegando al castillo faustas nuevas
de los novios. Aun cuando la escondida aldea de Abencerraje distaba
tanto de esas lejanas tierras por donde ellos paseaban la ufanía de
su felicidad, por mil no sospechados conductos -cartas, sueltos de
periódicos, referencias de otros viajeros, de cónsules, de amigos,
de desconocidos quizá- en Abencerraje se sabía confusa-mente que el
viaje era feliz, alegre, fecundo en incidentes gratos y que marido y
mujer disfrutaban de salud y contento. Corrió así el verano, pasose
el otoño y se averiguó que, cumpliendo estrictamente el programa,
se encontraban ya en la capital de la República francesa los
marqueses, divertidos, festejados, girando en el torbellino del
placer. Hacia febrero o marzo se habló de que la recién casada
sufría una grave enfermedad; pero casi se supo el mismo tiempo el
mal y la mejoría. Y pocas semanas después, el lunes de Pascua de
Resurrección, a la caída de una tarde admirable por lo serena,
cuando las últimas violetas descoloridas exhalaban su delicado aroma
y los árboles desabrochaban su flor de primavera, el país vio
asombrado que el coche familiar regresaba de la estación con mucho
repique de cascabeles, y las gentes que se asomaban curiosas a las
puertas de las cabañas, no divisaron dentro del coche más que a
María de las Azucenas, tan descolorida como las últimas violetas de
los senderos, y a Luisilla, sentada a su lado, también desmejorada y
amarillenta, sosteniendo en el hombro la fatigada cabeza de su
señora; ambas mudas, ambas tristes, ambas con la huella del
padecimiento en el rostro. Y ni aquel día, ni los siguientes, ni
nunca más, asomó el marqués de Alcalá por el castillo de su
mujer, ni por la comarca siquiera, y María y Luisilla vivieron
solas, siempre juntas, más que como ama y criada, como hermanas
amantísimas e inseparables.
Repicaron
las lenguas y se fantasearon historias de ilícitas pasiones y
desvaríos del marqués, tragedias horribles, duelos, conatos de
envenena-miento y otras mil invenciones novelescas que prueban la
ardorosa imaginación de los naturales de Abencerraje. La verdad no
se supo hasta que corrieron algunos años, cuando el marqués de
Alcalá comisionó a un sacerdote para lograr de su esposa que le
perdonase y consintiese en vivir a su lado. Habiendo fracasado por
completo la diplomacia del sacerdote, en los primeros momentos de
contrariedad éste se espontaneó con el párroco de Abencerraje,
éste con el boticario, éste con el médico, el notario, el
alcalde.... y así llegó a conocer la comarca la siguiente aventura.
Después
de un viaje idealmente hermoso, llegaron a París los enamorados
esposos en busca de alguna quietud, pues la reclamaba el estado
interesante de María, expuesta a percances en fondas y trenes. A
pesar del cuidado y del método que observó la marquesa, hacia el
sexto mes del embarazo cayó en cama, con síntomas de parto
prematuro. Acaeció la temida desgracia, y fue lo peor que una
hemorragia violenta puso en peligro inminente la vida de la señora.
«Se desangra; se nos va», había dicho el médico, un español
ilustre, después de ensayar los recursos de su ciencia, luchando
denodada-mente con la muerte, que se aproximaba silenciosa. Y
entonces, el marido que veía a su esposa desfallecer en síncope
mortal, blanca como la almohada donde apoyaba su frente de cera,
preguntó al doctor:
-Hay
uno todavía -respondió el médico-. Si se encuentra una persona
sana, robusta, joven y que quiera lo bastante a esta señora para dar
su sangre de las venas de su brazo.... verificaremos la transfusión
y verá usted a la enferma resucitar.
Al
hablar así el doctor miraba afanosamente al marqués, clavándole en
el rostro, y mejor aún en el espíritu, sus ojos interrogadores y
desengañados de hombre que ha presenciado en este pícaro mundo
muchas miserias; y al notar que el marqués no contestaba y se volvía
tan pálido como si ya le estuviesen extrayendo de las venas la
sangre que le pedía de limosna el amor, el médico se encogió de
hombros, murmurando vagamente:
En
aquel punto mismo se levantó una mujer que permanecía acurrucada a
los pies del lecho de la moribunda, y, sencillamente, presentando su
brazo izquierdo desnudo, blanco, grueso, surcado de venas azules,
exclamó:
-Ahí
tiene, señor...; ahí tiene... Sangre no me falta, y sana estoy como
las propias manzanas en el árbol... Ahí tiene, y ojalá que la
sangre de una pobre aldeana sirva para resucitar a la señora.
Ni
un minuto tardó el doctor en aceptar la oferta de Luisilla.
Aplicando la cánula, sangró copiosamente el recio brazo, pues se
necesitaba mucha, mucha sangre, setecientos gramos, para reparar las
pérdidas sufridas. La muchacha, sonriente, no pestañeaba,
repitiendo a cada paso:
El
marqués había huido de la habitación. Cuando la sutil jeringuilla
empezó a inyectar el precioso licor en el cuerpo de la agonizante, y
ésta a notar el calor delicioso que de las venas pasaba al corazón
reanimándolo; cuando su rostro de mármol se coloreó y sus ojos se
abrieron lentamente, lo primero que buscaron fue al amado, a la mitad
de su ser, pues había comprendido al revivir que alguien le daba su
sangre en compensación de la que había perdido, y creía que sólo
podía ser él, el esposo, el compañero, el adorado, el ídolo de su
alma. Y al no encontrarle, al ver a Luisa, a quien vendaban y hacían
beber café puro para reanimarla del desfallecimiento, la esposa
comprendió y volvió a cerrar los ojos, como si aspirase al desmayo
del cual sólo se despierta en los brazos de la muerte...
Apenas
pudo ponerse en camino, María partió sin más compañera que la
aldeanita, cuya humilde sangre llevaba en las venas y a quien debía
el existir. Todas las gestiones del marqués de Alcalá se
estrellaron contra la invencible repugnancia o más bien el horror de
su mujer. Demasiado altiva para buscar consuelo de aquel desengaño,
vivió con Luisilla, haciendo caridades y llorando a solas muchas
veces, sobre todo en Pascua de Resurrección, cuando la implacable
naturaleza reflorecía.
«El
Imparcial», 2 marzo 1896.
Cuento de amor
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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