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lunes, 15 de septiembre de 2014

Santi boniti

Domicia Corvalán, invariablemente, hacía lo mismo todas las mañanas, todas las tardes, todas las noches. Se levantaba a igual hora, con iguales movimientos y ademanes, automáticos ya, a fuerza de repetidos, al calzarse las babuchas, atarse el cíngulo de la bata, alisarse el pelo con el cepillo y pasarse la toalla húmeda por el rostro. No se daba cuenta de esos actos, porque el hábito embotaba sus impresiones. La envolvía una modorra moral invencible.
En el propio estado de indiferencia sopeteaba su chocolate sin encontrarle sabor; despachaba su yantar atenuada la sensación de apetito por la monotonía de los manjares y, alzados los manteles, con paso lánguido, se acercaba Domicia a la ventana, desviaba un poco el abarquillado visillo con lacios y flojos dedos, y sin pensar en abrir las vidrieras miraba lo que sucedía en la plazuela y en el atrio de la iglesia de Santiago, cuyo frontispicio tenía enfrente.
Llevaba quince años de viudez y se había casado muy joven. Contaba ya treinta y seis. No tenía ni padres ni otra familia; habitaba sola la casa que fue de su marido, y en la ciudad, sordamente, pasaba por rica; en realidad, poseía lo suficiente, una holgura modesta, y no necesitaba dedicarse a ningún trabajo. Retraída, tímida de carácter, no conocía amigos, ni pretendientes, ni menos enemigos. La olvidaban como se olvida a la parietaria que vegeta en el muro. Su fortunita, en fondos del Estado, era fácil de cobrar. Ningún cuidado, ninguna lucha agitaba su límbica existencia.
Por los vidrios de la ventana se veían siempre iguales escenas. Con andar sesgo iban las devotas, arrebujadas en sus mantos color de ala de mosca, asegurado en las manos, que cubrían viejos mitones, el sobado libro de rezo. Un cura subía las escaleras a paso rápido, recogido el manteo, echada atrás la teja. Los chiquillos jugaban a la pelota contra la pared. Un caballejo, montado por un labriego que llevaba en las alforjas carga de hortaliza, vencía despacio la cuesta. Cruzaba una mozallona, con una cesta plana, pregonando sardinas: «Vivitas, como el agua.» Algún escribiente de la notaría apretaba entre codo y costado un fajo de papeles. Se oía llorar desesperadamente a un niño de pecho. Una doméstica de la casa fronteriza se asomaba y sacudía un tapete. Un ciego entonaba, plañendo, canciones verdes y jocosas...
Domicia se aburría del desfile, de la familiaridad de la calle; no gozaba otra distracción, y, sin embargo, ésta le producía la cansera de lo muy conocido. Sus ojos, de mirada atónita, se sentían atraídos únicamente por la portada de la iglesia, cuyas elegantes archivoltas apuntadas, ya de transición al ojival, parecían coronar en triunfo a los dos bellos adorantes que, en actitud mística, alzaban sus testas rizosas, de piedra patinada por los años. Domicia recordaba, como un sueño lejano, las figuras de barro y yeso con que jugaba de niña en el taller de su padre, escultor de oficio. Sus muñecas fueron angelillos de sepulcro, amorcillos de fuente, ninfas envueltas en amplios paños, ánforas y vasos ornamentales para jardines, alguna mano primorosa apretando una tela, algún pie suelto, de bien formados dedos, entre los cuales pasan las cintas de la sandalia. Todo ello no lo entendía Domicia; pero le había quedado de los primeros años en aquel ambiente no sé qué misteriosa religión estética en el fondo del alma.
En su casa, sin embargo, no existía un solo objeto de arte. Ocurrió la muerte de su padre siendo ella de edad muy corta, y su marido, oscuro negociante, ni nombraba tales cosas. Aquellas figuras, con las cuales se solazó en la infancia, vendidas quizá en almoneda, se le aparecían entre la vaga esfumadura del tiempo, sin que tuviese de ellas conciencia alguna. Sólo al contemplar la portada, donde el imaginero había labrado cabezas de ángeles y bultos de santos, creía recordar un país desconocido, visitado antaño, en el cual la vida tenía interés. ¿Por qué? No hubiese podido decirlo. Por algo extraño, distinto de lo que vino después, de la gris sucesión de los años, sin sentido ni fisonomía. A su ventana estaba Domicia, siguiendo con mirar distraído el giro de una rueda de pequeñuelas del barrio que cantaban a coro «la viudita, la viudita...», cuando oyó un pregón nuevo y vio a un mercader ambulante que llevaba una banasta llena de figuras de yeso. El hombre se había parado en la plazuela y clavaba la vista en balcones y ventanas con aire suplicante e interrogador. En voz atenorada, vibrante, simpática, volvía a gritar:
-¡Santos, santos baratos, bonitos!
Domicia abría los ojos, y en su corazón aletargado algo rebullía, una palpitación se iniciaba. ¡Muñecos, como los de la casa paterna, como los que modelaba su padre! Y sin transición, como en sueños, abrió la ventana de golpe, hizo apresurada seña al mercader. Él contestó con una sonrisa, golosa y dulce, humilde y prometedora. Minutos después entraba Márgara, la criada de Domicia.
-Ahí está uno... Dice que le ha llamao usté... Usté sabrá...
-Sí, sí; que pase...
El italiano entró y, ante todo, fatigado, descansó su banasta. Domicia estaba más encarnada que una amapola. ¿Desde cuándo no se había ruborizado Domicia? El vendedor iba presentando el género. Hablaba un español bastante corriente, entreverado con vocablos italianos.
-Veda, signorina, es la Santa Vergine de Lourdes... Aquí tengo el San Giuseppe..., el Angelo de la Guarda... Un Cristo, modelo de Benvenuto el grande Benvenuto...
Suponía en Domicia, por la traza sencilla de su vestir, por la lisura de su peinado, a una beatita de pueblo pequeño, y escondía con disimulo, en el hondón de su banasta, un busto de la República Francesa y un grupo de Psiquis y el Amor, el eterno grupo, reservado para los clientes solteros y pillines, que no apreciaban la espiritualidad de la obra maestra, sino lo sugestivo del asunto. Pero Domicia escrutó también el rincón donde se cobijaban los santos sospechosos, y una luz de interés y de emoción se encendió en el líquido remanso de sus pupilas, habitualmente dormilonas. Miraba tan pronto a los santos bonitos como al vendedor, encontrando un encanto especial en su figura ágil, en su traje descuidado, de obrero casi mendicante: blusa de dril manchada de yeso, zapatos de lona, que señalaban la forma del pie y marcaban los dedos como en relieve; corbata roja, de seda deslucida, mal anudada, con flotantes cabos. Así estaría en su taller el padre de Domicia; así o cosa muy análoga. La infancia renacía, el arte reaparecía con sus sorpresas inspiradoras de un vivir diferente de aquella existencia de rana en el charco, o de insecto en la grieta de la madera. La impresión abría un abismo entre la vida pasada de Domicia y la que le quedaba por consumir. No era la misma mujer que media hora antes hacía, desde la ventana, señal para que subiese un mercader ambulante que pregonaba monigotes de escayola...
Miraba al hombre que tenía delante y le parecía distinto de los demás de la pacata ciudad, burgueses consagrados a prosaicas tareas. Éste llevaba una luz especial en los ojos meridionales, una expresión vehemente en las morenas facciones, un sonreír de sol en la boca roja, orlada por negro bigotillo. Domicia sentía la atracción profunda, el abandono del ser, como un vértigo, que caracteriza estos casos fulminantes...
Entre tanto, él ensalzaba su mercancía. En el entusiasmo de la propaganda se dejaba ir hacia su natal idioma, prodigando los vedete, vedete, che bellezza! Domicia, en voz trémula, le preguntó:
-¿Es usted mismo quien hace estos santos?
-Io stesso, sí, signorina... Yo mesmo, yo; y si pudiese hacía el natural... Ma... bisogna vivere, si ha da vivere...
«¡Si yo le pusiese un taller! -pensaba ella-. ¡Un taller como el de mi padre! ¡Entonces sería un artista verdadero! ¡Haría cosas hermosísimas, bustos, estatuas! ¡El pobre tiene que llevar esta vida errante, miserable, ganar al día tal vez un par de pesetas!»
Mientras Domicia erigía su castillo interior, el errante comenzaba a encontrar que se retardaba el negocio. Si la signorina le compraba algo, que se decidiese de una vez.
-¿Qué prendeva? ¿La Vergine, el San Giuseppe?
-¡Todo! -exclamó Domicia, violentamente-. Desocupe usted la banasta y vaya colocando por ahí las figuras.
Aturdido y encantado, el italiano fue sacando sus títeres. No se atrevía, no obstante, a alinear el grupo ni ciertos desnudos y picarescos Cupidillos; pero Domicia los señaló, imperiosa:
-¡Todo he dicho!
Llegado el momento del pago, el italiano, receloso, pronunció una cifra loca: ciento veintisiete pesetas... Corrió Domicia a la gaveta de su dormitorio y trajo ciento cincuenta justas. Dos billetes... El mercader, atónito, se confundía en expresiones de agradecimiento. Casi andando hacia atrás, de puro respeto a la cliente generosa, fue acercándose a la puerta. Quería escapar, no se arrepintiese la signorina. Domicia sentía una pena honda, como la que causa la desaparición de un ser muy querido; imaginaba que todo quedaba a su alrededor oscuro, frío, desierto -a pesar de la formación de santi boniti que se extendía no sólo por las consolas y veladores, sino por el piso, con blancura de yeso, rojeces de terracota y verdor oscuro de falso bronce... Aquel hombre, que había evocado su pasado infantil, que infundía en sus venas mágico temblor, se iba, se iba para siempre sin remedio. Y Domicia no lo podía evitar; no sabía cómo evitarlo. Ya el mercader transponía la plazuela, y aún ella quería intentar cualquier cosa para detenerle, para volver a verle, aunque sólo fuese un instante. Le pesaba haberle comprado los santos todos. Si quedase alguno, era abonado pretexto para volver a llamarle...
La esperanza la fijó en la ventana; no se movía de ella. Sin duda, el mercader pasaría de nuevo con más santos ¡Nadie! Desierta la plazuela y muda, excepto cuando las niñas salmodiaban la «viudita» o las mocetonas ofrecían la sardina «viva», o de la iglesia salía un apagado cántico, grave y triste.

«El Imparcial», 24 de junio 1918.

Cuento de la tierra

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Sangre del brazo

El lunes de Pascua de Resurrección, con un sol esplendente y un aire tibio y perfumado, que provocaba impaciencias y fervorines primaverales en los retoños frescos de los árboles y en los senderos que deseaban florecer y donde a las últimas violetas descoloridas hacían competencia las primeras campánulas blancas y las margaritas de rosado cerco, unieron sus destinos en la capilla del restaurado castillo señorial la linda heredera de la noble casa y estados de Abencerraje y el apuesto y galán marquesito de Alcalá de los Hidalgos.
Todo sonreía en aquella boda, lo mismo la naturaleza que el porvenir de los desposados. Al cuadro de su juventud, del amor del novio, que revelaban mil finezas y extremos, y a la cándida belleza de la novia, servían de marco de oro y rosas la cuantiosa hacienda, la ilustre cuna, el respeto y cariño de la buena gente campesina y hasta la venturosa circunstancia de verse enlazadas por ella, ante el Cielo y ante el mundo, las dos casas más ricas y nobles de la provincia, las que la representaban en la historia nacional.
A la puerta de la capilla aguardaban el coche familiar que había de conducir a los esposos a la estación del camino de hierro. Iban a emprender uno de esos viajes que son la realidad de un sueño divino: Italia y sus ciudades-museos; Suiza y sus lagos, trozos de la bóveda azul del firmamento caídos sobre la nieve; Alemania con sus ríos, en que las ondinas nadan al rayo de la luna; después el Oriente, Grecia, Constantinopla y, por último, el invierno en París, entre los prestigios del lujo y la magia de refinadísima civilización; París con sus fiestas y sus elegancias exquisitas, sus nidos de coquetería y de molicie para la dicha renovada... La perspectiva de tantos días risueños y venturosos; más que todo la del amor puro, noble, legítimo, constante regocijo y secreta y dulce efusión del alma, hacía latir de gozo el corazón de la novia, de la rubia y tierna María de las Azucenas, cuando el coche arrancó al trote largo de los cuatro fogosos caballos que lo arrastraban, llevándosela a ella, al que ya era su dueño y a la doncella, Luisilla, aldeana viva y fiel, elegida y designada para acompañar y servir a María durante el viaje...
Por espacio de algunos meses fueron llegando al castillo faustas nuevas de los novios. Aun cuando la escondida aldea de Abencerraje distaba tanto de esas lejanas tierras por donde ellos paseaban la ufanía de su felicidad, por mil no sospechados conductos -cartas, sueltos de periódicos, referencias de otros viajeros, de cónsules, de amigos, de desconocidos quizá- en Abencerraje se sabía confusa-mente que el viaje era feliz, alegre, fecundo en incidentes gratos y que marido y mujer disfrutaban de salud y contento. Corrió así el verano, pasose el otoño y se averiguó que, cumpliendo estrictamente el programa, se encontraban ya en la capital de la República francesa los marqueses, divertidos, festejados, girando en el torbellino del placer. Hacia febrero o marzo se habló de que la recién casada sufría una grave enfermedad; pero casi se supo el mismo tiempo el mal y la mejoría. Y pocas semanas después, el lunes de Pascua de Resurrección, a la caída de una tarde admirable por lo serena, cuando las últimas violetas descoloridas exhalaban su delicado aroma y los árboles desabrochaban su flor de primavera, el país vio asombrado que el coche familiar regresaba de la estación con mucho repique de cascabeles, y las gentes que se asomaban curiosas a las puertas de las cabañas, no divisaron dentro del coche más que a María de las Azucenas, tan descolorida como las últimas violetas de los senderos, y a Luisilla, sentada a su lado, también desmejorada y amarillenta, sosteniendo en el hombro la fatigada cabeza de su señora; ambas mudas, ambas tristes, ambas con la huella del padecimiento en el rostro. Y ni aquel día, ni los siguientes, ni nunca más, asomó el marqués de Alcalá por el castillo de su mujer, ni por la comarca siquiera, y María y Luisilla vivieron solas, siempre juntas, más que como ama y criada, como hermanas amantísimas e inseparables.
Repicaron las lenguas y se fantasearon historias de ilícitas pasiones y desvaríos del marqués, tragedias horribles, duelos, conatos de envenena-miento y otras mil invenciones novelescas que prueban la ardorosa imaginación de los naturales de Abencerraje. La verdad no se supo hasta que corrieron algunos años, cuando el marqués de Alcalá comisionó a un sacerdote para lograr de su esposa que le perdonase y consintiese en vivir a su lado. Habiendo fracasado por completo la diplomacia del sacerdote, en los primeros momentos de contrariedad éste se espontaneó con el párroco de Abencerraje, éste con el boticario, éste con el médico, el notario, el alcalde.... y así llegó a conocer la comarca la siguiente aventura.
Después de un viaje idealmente hermoso, llegaron a París los enamorados esposos en busca de alguna quietud, pues la reclamaba el estado interesante de María, expuesta a percances en fondas y trenes. A pesar del cuidado y del método que observó la marquesa, hacia el sexto mes del embarazo cayó en cama, con síntomas de parto prematuro. Acaeció la temida desgracia, y fue lo peor que una hemorragia violenta puso en peligro inminente la vida de la señora. «Se desangra; se nos va», había dicho el médico, un español ilustre, después de ensayar los recursos de su ciencia, luchando denodada-mente con la muerte, que se aproximaba silenciosa. Y entonces, el marido que veía a su esposa desfallecer en síncope mortal, blanca como la almohada donde apoyaba su frente de cera, preguntó al doctor:
-Pero ¿no hay algún medio de salvarla? ¿No hay alguno?
-Hay uno todavía -respondió el médico-. Si se encuentra una persona sana, robusta, joven y que quiera lo bastante a esta señora para dar su sangre de las venas de su brazo.... verificaremos la transfusión y verá usted a la enferma resucitar.
Al hablar así el doctor miraba afanosamente al marqués, clavándole en el rostro, y mejor aún en el espíritu, sus ojos interrogadores y desengañados de hombre que ha presenciado en este pícaro mundo muchas miserias; y al notar que el marqués no contestaba y se volvía tan pálido como si ya le estuviesen extrayendo de las venas la sangre que le pedía de limosna el amor, el médico se encogió de hombros, murmurando vagamente:
-Pero es difícil... muy difícil. Hay que renunciar a esa esperanza.
En aquel punto mismo se levantó una mujer que permanecía acurrucada a los pies del lecho de la moribunda, y, sencillamente, presentando su brazo izquierdo desnudo, blanco, grueso, surcado de venas azules, exclamó:
-Ahí tiene, señor...; ahí tiene... Sangre no me falta, y sana estoy como las propias manzanas en el árbol... Ahí tiene, y ojalá que la sangre de una pobre aldeana sirva para resucitar a la señora.
Ni un minuto tardó el doctor en aceptar la oferta de Luisilla. Aplicando la cánula, sangró copiosamente el recio brazo, pues se necesitaba mucha, mucha sangre, setecientos gramos, para reparar las pérdidas sufridas. La muchacha, sonriente, no pestañeaba, repitiendo a cada paso:
-Saque señor; tengo yo la mar de sangre buena que ofrecer a mi ama.
El marqués había huido de la habitación. Cuando la sutil jeringuilla empezó a inyectar el precioso licor en el cuerpo de la agonizante, y ésta a notar el calor delicioso que de las venas pasaba al corazón reanimándolo; cuando su rostro de mármol se coloreó y sus ojos se abrieron lentamente, lo primero que buscaron fue al amado, a la mitad de su ser, pues había comprendido al revivir que alguien le daba su sangre en compensación de la que había perdido, y creía que sólo podía ser él, el esposo, el compañero, el adorado, el ídolo de su alma. Y al no encontrarle, al ver a Luisa, a quien vendaban y hacían beber café puro para reanimarla del desfallecimiento, la esposa comprendió y volvió a cerrar los ojos, como si aspirase al desmayo del cual sólo se despierta en los brazos de la muerte...
Apenas pudo ponerse en camino, María partió sin más compañera que la aldeanita, cuya humilde sangre llevaba en las venas y a quien debía el existir. Todas las gestiones del marqués de Alcalá se estrellaron contra la invencible repugnancia o más bien el horror de su mujer. Demasiado altiva para buscar consuelo de aquel desengaño, vivió con Luisilla, haciendo caridades y llorando a solas muchas veces, sobre todo en Pascua de Resurrección, cuando la implacable naturaleza reflorecía.

«El Imparcial», 2 marzo 1896.

Cuento de amor

1.005. Pardo Bazan (Emilia)


Salvamento

Camino del pozo, cuando apenas amanecía, Ramón Luis mascaba hieles. ¡Su mujer, su Rosario, engañare, afrentarle así! Y no quedaba el consuelo de la incertidumbre. Bien había visto al condenado de Camilo Solines salir por la puerta de la corraliza, escondiéndose... La sorpresa le quitó la acción, y no le echó al maldito las uñas al pescuezo para ahogarle, como era su deber. Sí; Ramón sentía, en forma de ley que le obligaba imperiosamente, que era forzoso matar al amante de Rosario. Porque ella..., a ella le quedaban ya en la piel, para escarmiento, buenas señales: pero ¿qué más va a hacer el hombre que tiene cuatro chiquillos, que caben todos debajo de un cesto? No, no; la justicia en él, en el ladrón. Ya le atraparía en el fondo de la mina, por revueltas oscuras, y allí, sin más arma, sin agarrar un cacho de pizarra siquiera, con los puños... A la primera vaga luz del alba, Ramón se miraba las manos, negras, recias, sin vello, porque se lo había raído el polvillo del carbón, y se le crispaban los dedos rudos al pensar en la garganta delgada de su enemigo. ¡Un chicuelo así, un hijo de perra...; y por él pierde una mujer la vergüenza, se olvida de las criaturas! ¿Y si lo sabían los compañeros?... Meior, que lo supiesen; ya verían que no se juega con Ramón Luis...
El minero iba retrasado. Cuando penetró en el vasto cobertizo para recoger su lámpara, una piña de hombres obstruía el paso. Brotaban del grupo exclamaciones confusas, la angustia de una catástrofe. Preguntó...
-Hundimiento... No se sabe cuántos cogidos... Esperamos al ingeniero...
Llegaban mineros corriendo, atropellándose, que subían de galerías y pozos, al aire de galope del terror, ansiando convencerse de que no eran ellos los que se habían quedado abajo. Tremendo era el desplome; sin duda estaban cegadas todas las galerías del costado sur de la mina, o la mayor parte al menos. El ingeniero llegaba ya, subido el cuello de la anguarina sobre las mejillas pálidas de sueño y de frío. Era joven, activo y nervioso, y dió órdenes terminantes.
-No perder minuto... Empezar por la galería de la izquierda...
-Allí es fácil que se hayan refugiado-murmuró un capataz viejo-. Pero estarán hechos papilla.. despachurrados por los materiales...
El trabajo de salvamento comenzó, algo desordenado alprincipio; después, silencioso, regularizado, metódico. No esperaban; la fatalidad del hecho los aplastaba a ellos también. Ramón Luis, distraído, hacía muy poco. El capataz llamó la atención a- los de la brigada.
-¡Eh! ¡Alma, alma ahí! ¡Acordarse que hay gente dentro!
A mediodía empezaron a acudir mujeres y chicos mal trajeados, sucios; la patulea que come del carbón. Antes de saber si un trozo de su carne estaba encerrado en los hondones de la tierra, las hembras lloraban ya a gritos.
-¡A pasar lista! -mandó el ingeniero-. ¡A averiguar de una vez cuántos faltan!...
Al escuchar la orden, dió un brinco repentino el corazón de Ramón Luis. ¿Apostamos que el maldito, el que le había puesto la marca de vergüenza, era de los enterrados? Como que ahí venía, chancleteando y sollozando la perra de su madre, la Juaneca, la que todos habían zarandeado cuando moza, y repetía ahogándose:
-¡El mi hijo! ¡Hijo! ¡Hijo de la vida mía!
¡Ah! Estaba, estaba de seguro en el fondo de la desplomada galería el bribón, con la cabeza machacada, las piernas rotas, las costillas hechas cisco...
¡Dios castiga sin palo ni piedra! Y una alegría frenética estremeció al esposo agraviado, que se rió solo, como a pesar suyo. El recuento confirmó su satisfacción: faltaban diecisiete, y entre ellos Camilo Solines, el minerito, así le llamaban las muchachas.
La madre, arrojándose al suelo, lo arañó, cual si quisiese rasgarlo y libertar a su hijo. Incorporándose luego se encaró con los trabajadores:
-¡Sacádmelo de ahí! Holgazanes, ¿qué hacéis que no caváis más aprisa? ¿No veis que está ahí sin tener qué comer? ¿Sin gota de agua, mi hijo? ¡Sacadlo, malos cristianos!
Ramón Luis, involuntariamente, como si las invectivas fuesen sólo' con él, empuñó la pala y apretó en el trabajo. De cuando en cuando pensaba: «Ahí dentro se pudre; duro, que se pudra... Ya estará en los infiernos...» Y detrás del minero, la voz de la madre se alzaba, ardiente y furiosa:
-Sacádmelo de ahí...
Un impulso hizo volverse a Ramón Luis; quería gritar él también: «Si no vive, si aparecerá estrujado; y si por caso vive, le mato yo, ¿entiendes?» Pero al ver la cara de la madre, sublime de cólera y de amor, el ofendido bajó los ojos... La pala resonó de nuevo hiriendo la tierra, preguntándole:
-¿Dónde están?
Corrieron horas, días. La fiebre de la madre, de aquella loba defensora de su, cachorro, que ni comía ni dormía, sustentada con un buche de aguardiente, se comunicaba a los salvadores. Ramón Luis era el único desanimado.
-Están difuntos-decía por lo bajo-. No es necesario romperse los brazos; están difuntos como mi padre.
Un rumor acogía sus palabras ; un cansancio maquinal se apoderaba de los mineros.
Al quinto día, a la hora de anochecer, de las profundidades de la tierra se oyó salir un soplo lejano, débil, lúgubre... La labor se interrumpió; !a emoción cortaba el aliento. La madre oía, atónita, hasta que al convencerse de que la mina contestaba, una carcajada de triunfo delirante salió de sus labios:
-¡Ahí está! ¡Me llama! Dice ¡ay madre! ¡Mi corazón, mi alma! ¡No te mueras, gloria! ¡Va tu madre a sacarte, rey mío! ¡Aguarda, niño; mi niño! ¡Ahora vas a salir, ahora!
Y, de rodillas, quiso besar las manos de los trabajadores; el más cercano era Ramón Luis; una boca de fuego, unas lágrimas de llama le tocaron. El minero saltó hacia atrás, «¿Vivo el condenado? ¿No había justicia?» Y, sin embargo, agarró la pala...
-¡Cavar, cavar! -repetía la Juaneca danzando de júbilo aterrador-. ¡Cavar, mis amigos!
Y cavaron, cavaron, excitados, redobladas sus fuerzas por- la esperanza, por el quejido a cada hora un poco más perceptible. Ramón Luis braceaba con arranque soberbio de mocetón fornido, y avanzaba él solo más que otros tres. Creía llevar el odio dentro de su alma, y en realidad llevaba un deseo infinito, ya victorioso, de horadar la pared y libertar a los enterrados. «Así que salga le deshago con la pala la cabeza.» Y cavaba, cavaba infatigable, rabioso. El ingeniero le alabó y le puso por ejemplo a los demás, apremiándolos.
-¿No oyen gritar dentro socorro? Yo lo oigo perfectamente. ¡Animo!
Y los azadones, las palas, los picos, tenían vértigo... Ya se escuchaba - el llamamiento angustioso, como si lo pronünciasen al lado de los trabajadores. Todos querían ser los primeros que abriesen el agujero y viesen la cara de los emparedados. Fué Ramón Luis el que lo consiguió... Al boquete practicado por su valiente herramienta se asomó la faz de un espectro, un rostro de moribundo en la agonía; la madre saltó, apartó a Ramón Luis y pegó la boca a la cara escuálida de su hijo, balbuciendo delirios gozosos.
Media hora después se había terminado el salvamento; los cuerpos, casi exánimes, eran conducidos en camillas al improvisado hospital, donde se les prodigaban cuidados. Ramón Luis veía alejarse la procesión de las camillas, y buscaba en sí mismo el furor, la rabia, el deseo de muerte, asombrado de no encontrarlo.
¿Dónde estaban? ¿Por qué se habían ido? Su «deber», su «deber» era no parar hasta que los encontrase... Y alzando los hombros emprendió el camino de su casa. Era preciso lavarse, comer, dormir... El cuerpo no es de hierro, ¡qué demonio!

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Saletita

Cuando doña Maura Bujía, viuda de Pez, vio incrustarse en el marco de la puerta a aquel vejete de piernas trémulas y desdentada boca, apoyado en un imponente bastón de caña de Indias con borlas y puño de oro, no pudo creer que tenía en su presencia al novio de sus juventudes, al que, por ser pobre, no se había casado con ella. Cierto que el novio, Pánfilo Trigueros, ya no era niño entonces; y ahora, mientras doña Maura llevaba divinamente sus cincuenta y nueve, activa y ágil y todavía frescachona, con el pescuezo satinado aún y los ojos vivos, don Pánfilo se rendía al peso de los setenta y cuatro, tan atropelladito, que doña Maura se precipitó a ofrecerle el sillón de gutarpercha.
-Y luego dicen que no se hacen viejos los hombres -pensó, risueña, mientras le daba mil bienvenidas. ¡Ya sabía ella su llegada, ya! ¡Y que traía un capitalazo, montes y morenas!
-Eso sí, laus Deo -silbó y salivó don Pánfilo al través de sus despobladas encías-. No nos ha ido mal del todo... De aquí me echasteis por desnudo..., y vuelvo vestido y calzado y con gabán de pieles...
Doña Maura, abriendo el ojo a pesar suyo, cogió una silla y se acomodó cerquita del anciano. Tan rara vez entraban compradores en aquella tienda de pasamanería y cordonería, que no se perjudicaba la dueña recibiendo tertulia.
-¿Conque mucha suerte? ¿Era verdad que había depositado en la sucursal del Banco un millón de pesetas?
Como la vanidad es el más tenaz y constante de los sentimientos humanos, en las pupilas del viejo lució una vivísima chispa de satisfacción, y su rostro demacrado se coloreó. No, no había que exagerar: el millón de pesetas precisamente, no; pero, vamos, se le acercaba, se le acercaba... ¡Se le acercaba! El corazón de doña Maura palpitó como no había palpitado antaño en las pláticas amorosas ni en los idilios conyugales... ¡Cerca de un millón de pesetas, Virgen Santísima de la Guía! ¿Cómo se puede reunir tanto dinero? ¡Qué de cosas se hacen con él! ¡Qué existencia ancha, fácil, deliciosa, representaban esos cuatro millones de reales! Toda su vida había lidiado doña Maura con la escasez... Siempre prisionera en el tenducho, echando cuentas y más cuentas; siempre trabajando, para no salir de una estrechez sórdida. Apuros y más apuros: el cesto de la plaza medio vacío o lleno de porquerías, cabezas de merluza y pescado de gatos; la cuenta del panadero, encima; la del zapatero amenazando... Entornando los ojos, veía una despensa atestada de cosas buenas -doña Maura pecaba de golosa-, conservas y dulces a porrillo, aparadores repletos de loza, armarios abarrotados de sábanas y ropa blanca en hoja todavía... ¡No más zurcir medias, no más remendar trapos! Hasta fantaseó la blandura fofa de los almohadones de un coche... ¡Coche! ¡Ella arrastrada por patas ajenas! Una oleada de felicidad se esparció por todo su cuerpo... ¡Y don Pánfilo que volvía soltero, solo; que no tenía en Marineda parientes, ni acaso amigos, después de veinticinco años que faltaba de allí!... Pero, cómo atraer, cómo seducir al vejestorio? ¿Cómo asegurar tan soberana presa? ¿Ardería aún en su corazón, bajo la ceniza, una chispita del antiguo entusiasmo?... ¡Ah, si una brisa de primavera refrescase y halagase aquel yerto corazón!... Y doña Maura se atusó el pelo de las sienes, se enderezó en la silla, escondió el pie mal calzado con babuchones de orillo...
Mientras preparaba sus baterías, entró en la tienda, rápidamente, una muchacha con vestido de percal y manto de clara granadina. Al través del ligero nubarrón del moteado velo de tul, los cabellos rubios y crespos lucían como toques de oro, y el rostro redondo y sonrosado, de angelote de retablo, parecía más juvenil, más luciente, con un brillo de primavera y de mocedad...
-Ven, Saletita: aquí tienes un señor que ya le conocerás, porque te hablé de él cien veces... Es don Pánfilo Trigueros...
Y la muchacha, con risa repentina, trinada y gorjeada, exclamó, encarándose con el viejo:
-¿Es usted ese tan rico, tan riquísimo? ¡Ay! ¡Quién me diera ser usted!
La ingenuidad de la muchacha, la alegría que es contagiosa, trajeron unos asomos de buen humor, una sonrisa pálida, a la triste carátula del indiano. Doña Maura, iluminada por una idea, adelantando ya sin recelo los babuchones de orillo, empujó a Saletita, que, sin cesar de reír, tropezó con don Pánfilo.
-Déle un beso que es una chiquilla...
El viejo llegó sus labios fríos a la cara de rosa, donde depositó un beso sepulcral...
Desde aquel día vino don Pánfilo todas las tardes, a la misma hora, a sentarse en el sillón de gutapercha, en la trastienda de su antiguo amor. Y se esparció por el pueblo la voz de que iban a realizarse los planes malogrados, y no faltó quien se mofase de aquella trasnochada y ridícula boda... Doña Maura recibía bien la broma, la contestaba con chanzas de comadre que hace su santo gusto, y ofrecía dulces, y convidaba para dentro de un mes... Juzgaba oportuno despistar a los murmuradores y curiosos, que envidiaban la caza magnífica. El indiano se había tragado el anzuelo. Aquel aturdimiento, aquella franqueza graciosa de Saletita, le conquistaron de golpe. Como el hombre de gastado estómago que siente capricho por un manjar nuevo o una fruta temprana, el viejo se encandilaba y se deshacía en babas mirando a la chiquilla.
Una dificultad presentía la madre, pero dificultad tremenda. Al manifestar don Pánfilo sus honestas intenciones, ¿cómo trastear a Saletita? ¿Cómo persuadirla al sacrificio? ¿Cómo decir a aquellos diecinueve años imprevisores, cándidos, floridos, que se uniesen indisolublemente a aquellos setenta y cinco achacosos, hediondos, envueltos ya en la atmósfera de la tumba? Doña Maura no se atrevía, no. ¡Vaya una ocurrencia del vejete, ir a chalarse por la mocita! ¡Qué hombres, qué incorregibles! Cuanto más viejo, más pellejo... Esta sentencia no es aplicable sólo a los borrachos... ¿Para qué necesitaba ahora esposa el bueno de don Pánfilo? Para cuidarle, para servirle las medicinas, para dirigir su casa, para..., para heredarle, en suma..., sí, para recoger aquel fortunón, que no cayese en manos indiferentes, extrañas... ¿No sería prudente que, supuestos tales fines, eligiese una mujer formal, una persona ya práctica, seria, que sabe lo que es la vida y tiene experiencia y mundo?... ¡Ah! ¡Si don Pánfilo atendiese a su conveniencia!...
A todo esto, el tiempo corría, y era urgente sondear a Saletita, luchar con su repugnancia, convencerla... ¡Faena terrible! ¡Brega que doña Maura presentía estéril! Saletita, de fijo, nada sospechaba aún; pero cuando lo supiese pondría el grito en el cielo... Ciertamente, ella supondría que aquellos halagos bajo la barba, aquellas chocheces mimosas de don Pánfilo, eran como de padre... ¿Qué diría al enterarse de que el temblón la pretendía en casamiento? Todo el mundo embromaba a su madre con el indiano... ¡Cuando viese que el gato pelado y decrépito buscaba la rata tierna!
Por fin, una noche, después de cerrada la tienda, doña Maura, encomendándose a Dios, cogió a su hija, le hizo mil fiestas, y empezó a soltar las peligrosas insinuaciones... Callaba la muchacha, bajando la cabeza, escondiendo la mirada de sus azules pupilas, como se esconde travieso pilluelo que acaba de cometer un hurto. Y de súbito, a una exhortación más apremiante de su madre, jurando que prefería sufrir que ver sufrir a su hija, levantó la faz, soltó una carcajada de retintín plateado y claro, como el repique de argentina campanilla, y exclamó, esgrimiendo las manitas pequeñas y gordas:
-Bien, ¡ya sé que usted quería el novio para sí!... Pero ¡en eso estaba yo pensando! Desde el primer día conté con él... Si usted me lo quita, ¿Ve estas uñas? ¡Pues no le digo más!...

«El gato negro», núm. 19, 1898. Lecciones de Literatura.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)



Rosquilla de monja...

Las quintas de don Florencio Abrojo y don Eladio Paterno tenían una tapia común, de suerte que cuanto se hacía y decía en alguno de los dos jardines había de oírse por fuerza en el otro. Mientras don Florencio, solterón y solitario impenitente, entregado a su única manía, regaba, podaba o acodaba arbustos raros, las niñas de Paterno, que eran siete, y casi todas lindas, alegres y bulliciosas, correteaban como loquillas. Sus argentinas carcajadas, sus chillidos de júbilo, sus pasajeras grescas por un fruto o una flor, iban, cruzando el muro, a perturbar la calma y el silencio en que se complacía el fatigado y desengañado Abrojo.
La índole de la molesta algazara fue modificándose según crecían en años las señoritas de Paterno. Primero, juegos propiamente infantiles, escondites entre los rosales y las magnolias, paseos en carreta y pedradas a los árboles: después, chácharas interminables con amiguitas que venían de Marineda, partidas de crocket, mucho columpio, todo acompañado de meriendas de almíbar y pan: luego se agregó al elemento femenino el masculino, los señoritos animados y obsequiosos, y don Florencio pudo escuchar, con irritación creciente, las bromas intencionadas, los piropos rendidos, el tiroteo de frases agridulces entre ellas y ellos. A este período de escaramuzas siguió aquel en que, habiéndose echado novio dos o tres de las muchachas, las parejitas se sentaban en bancos de piedra, bajo los árboles que sombreaban la tapia misma, y sus voces llegaban como un arrullo a los dominios del señor de Abrojo.
El cual, precisamente, aspiraba a no ser molestado por ningún eco de las vanidades y ansias ociosas a que la humanidad se entrega. Misántropo, azotado por la vida como una barca por las olas, se había recogido a aquel huerto, buscando la paz y concretando sus deseos a intereses pequeñísimos, a aspiraciones que no causan goce ni dolor, a la floración de un jacinto, al crecimiento de una orquídea extraña. Sorda cólera le hervía dentro al entreoír las divinas tonterías del palique de los enamorados, y dos o tres veces estuvo a punto de lanzarles la regadera a la cabeza. Lo peor fue que circunstancias fortuitas le obligaron a entrar, mal de su grado, en relación con la familia Paterno, y que, a los pocos días de tratarse los vecinos, una de las niñas, María Consolación, se atrevió a deslizarse en el jardín de don Florencio y a pedirle clavelones para lucirlos en una corrida de toros. Solo siendo muy desatento se podía rehuir el compromiso; gruñendo interior-mente, don Florencio dejó saquear los arrietes: María reunió un haz magnífico, embriagador, y después, con la sonrisa en los labios, lo curioseó todo en la finca, preguntando el nombre de cada planta desconocida y admirando las que conocía ya. Pensaba el señor de Abrojo ocultarle a la chiquilla los tesoros del invernáculo; no obstante, sin darse cuenta de por qué lo hacía, abrió de par en par la puerta vidriera, y paseó a María por entre las flores maravillosas, llegando al extremo de ofrecerle la más bonita, la admirable sterlicia regia. María salió afirmando que el vecino no era un señor tan ridículo como decían, y que con ella había estado sumamente amable. Alentadas por tal precedente, las demás hermanas quisieron pedir claveles a su vez. Encontraron cerrado el portal; nadie contestó a los aldabonazos, y hubieron de comprender que don Florencio resistía. Las señoritas no apretaron el cerco, y ninguna osó molestar más al solitario.
Los años corrieron; la familia de Paterno sufrió cambios y vicisitudes. El padre murió, tres hijas se casaron, marchándose con sus respectivos esposos, y María Consolación, la alborotadora niña de los claveles, sintió de pronto vocación religiosa, e ingresó en un monasterio compostelano. La madre de María, por no sostener la quinta, la dio en arriendo a un industrial de Marineda, que solo pasaba en el campo los domingos, y don Florencio, cada día más retraído y huraño, notó que el jardín próximo no le mandaba ya sino alto silencio y soñolienta modorra.
Cierto día, cuando menos se lo esperaba, recibió el señor de Abrojo una carta de angosto sobre, escrita con letra tímida y fina, letra femenil, y al abrirla, en la cabecera de la misiva se destacaron una cruz y las iniciales J. M. J. (Jesús, María y José). Era Consolación, hoy sor María del Consuelo, la que enviaba a don Florencio dos páginas difusas, ingenuas y melifluas, donde la monjita expresaba afectuosamente un sentimiento halagüeño y delicado; la gratitud por aquella distinción del regalo de los clavelones y el deseo de que quien había sido para ella tan deferente pasase unas Pascuas de Navidad felicísimas y un Año Nuevo muy dichoso, si lo permitía el Señor, a quien rogaba siempre por don Florencio. Sí, sor María rogaba por él; sor María solicitaba de Nuestra Señora que apartase de él toda desgracia. Lo único que sor María lamentaba era que aquellos claveles, destinados a la profanidad, no hubiesen sido ofrecidos a la Virgen.
Venida de la soledad y del retiro, la carta conmovió un poco al solitario. Representóse a la graciosa criatura de revuelto pelo y encendidas mejillas, que un tiempo le pedía claveles -hoy pálida, macerada, bajo la austera toca, de hinojos en una iglesia desierta, apoyando la frente en la reja negra y fría-, y como la primera vez, repentino impulso desarrugó su corazón y le dictó un rasgo galante, un golpe de sus antiguos tiempos. Arrasó el invernáculo, encajonó entre musgo las flores más preciosas que aún quedaban, las camelias de nieve, los resedas de invierno, las precoces violetas, y dirigió el cajón al convento para sor María.
La respuesta fue otra cartita más suave, más tierna, más llena de amistosa unción y atrevimientos inocentes. Sor María no se cansaba de alabar las flores: ¡qué cosas tan bonitas hace Nuestro Señor, y cómo serán los jardines del cielo, cuando así adorna los de la tierra! ¡El altar estaba tan rico con los floreros cuajados, y la comunidad admiraba tanto aquellos primores!... Sor María, en su pobreza, no podía pagar el obsequio sino con un escapulario; pero lo había bordado ella misma, y rogaba a su amigo que lo llevase puesto siempre. Y el señor de Abrojo, con más viveza de lo que consentían sus años, sacó el doble rectángulo de seda, deshizo el pulcro nudo del cordón y pasó el escapulario al cuello. Más tarde se lo quitó; pero un gozo pueril le hizo releer la carta.
A los quince días, la monja volvió a escribir. Don Florencio también releyó la epístola, mas no por saborearla, sino por cerciorarse de lo que envolvían las cuatro carillas de letrita bien prieta. En las tres primeras solo halló candorosas efusiones: tratábase de la música, de Santa Cecilia, del piano a que sor María era aficionada cuando vivía en el siglo, y del armonio, que ahora estaba aprendiendo a tocar con el fin de servir de organista. Pero ¡qué fatalidad, luchar con un armonio de alquiler, de mala muerte, sin voces, sin sonoridad alguna! Si la comunidad no fuese tan pobre -aquí empezaba la cuarta plana-, se resolverían a adquirir un buen armonio, y a ella, a sor María, sin duda por inspiración de Dios, y sin que la prelada se enterase, ¡quía!, se le había ocurrido que su predilecto amigo don Florencio, de tan nobles sentimientos y generosa alma, no tendría quizá inconveniente en garantizar las dos mil pesetas del armonio, que se le irían abonando a plazos, según pudiese la pobrecilla comunidad. ¡Cuánto mayor gusto sentiría en estudiar en aquel instrumento, debiéndolo, como lo debería, a la limosnita afectuosa del señor de Abrojo!
Don Florencio soltó la carta, y sardónica mueca crispó sus labios, que ocultaba el lacio bigote gris. ¡Ah! ¡La eterna perfidia de la mujer, su silbo de culebra, que solo halaga para emponzoñar, su insinuante dulzura, peor que los más activos venenos! No era el desengaño presente, la tenue y espiritualísima ilusión perdida lo que inundaba como ola de hiel el alma del viejo, sino tantos recuerdos que salían del olvido y revoloteaban azotándole con sus polvorientas alas de murciélago, al evocar historias hondamente tristes, de ajenos egoísmos y de propios dolores. Siempre el trueque interesado, la caricia moral y material a cambio de algo útil; siempre la misma comedia, que hasta desde el claustro podía representarse con éxito. ¿Con éxito? Se vería. El solterón tomó papel y pluma y contestó a la monja, una carta larga, borrascosa, incoherente, que al repasarla, antes de confiarla al correo, le hizo soltar, a solas, estruendosa carcajada, mientras malignamente se restregaba las manos.
-Pero ¿no me decía usted que don Florencio es un señor ya anciano y formal, muy formal? -preguntó la abadesa a sor María, después de repasar la carta que ésta presentaba ruborosa y con los ojos bajos.
-Madre, sí que lo es; pero a mí me parece se ha vuelto loco, o que chochea antes de tiempo.
-¡Válgame Dios! Pues, hija, ¿sabe usted lo que yo creo? Que ni es loco ni chocho, sino un tacaño de mucha habilidad. Y este papelucho se quema ahora mismo -añadió, severamente la prelada, que, ejecutado el auto de fe, dijo a sor María, viéndola arrodillarse-: No se altere usted, hija, no se angustie... Claro que ya no vuelve usted nunca a escribir a ese... caballero, ni a acordarse de que existe.
Así puntualmente sucedió. El señor de Abrojo no supo más de la monjita, y siguió vegetando entre sus flores, que nada piden ni hacen soñar nada.

«Nuevo Teatro Crítico», núm. 30, 1893. 

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Zurita - Cap. I

-¿Cómo se llama V.? -preguntó el catedrático, que usaba anteojos de cristal ahumado y bigotes de medio punto, erizados, de un castaño claro.
Una voz que temblaba como la hoja en el árbol respondió en el fondo del aula, desde el banco más alto, cerca del techo:
-Zurita, para servir a V.
-Ese es el apellido; yo pregunto por el nombre.
Hubo un momento de silencio. La cátedra, que se aburría con los ordinarios preliminares de su tarea, vio un elemento dramático, probablemente cómico, en aquel diálogo que provocaba el profesor con un desconocido que tenía voz de niño llorón.
Zurita tardaba en contestar.
-¿No sabe V. cómo se llama? -gritó el catedrático, buscando al estudiante tímido con aquel par de agujeros negros que tenía en el rostro.
-Aquiles Zurita.
Carcajada general, prolongada con el santo propósito de molestar al paciente y alterar el orden.
-¿Aquiles ha dicho V.?
-Sí... señor -respondió la voz de arriba, con señales de arropentimiento en el tono.
-¿Es V. el hijo de Peleo? -preguntó muy serio el profesor.
-No, señor -contestó el estudiante cuando se lo permitió la algazara que produjo la gracia del maestro. Y sonriendo, como burlándose de sí mismo, de su nombre y hasta de su señor padre, añadió con rostro de jovialidad lastimosa-: Mi padre era alcarreño.
Nuevo estrépito, carcajadas, gritos, patadas en los bancos, bolitas de papel que buscan, en gracioso giro por el espacio, las narices del hijo de Peleo.
El pobre Zurita dejó pasar el chubasco, tranquilo, como un hombre empapado en agua ve caer un aguacero. Era bachiller en artes, había cursado la carrera del Notariado, y estaba terminando con el doctorado la de Filosofía y Letras; y todo esto suponía multitud de cursos y asignaturas, y cada asignatura había sido ocasión para bromas por el estilo, al pasar lista por primera vez el catedrático. ¡Las veces que se habrían reído de él porque se llamaba Aquiles! Ya se reía él también; y aunque siempre procuraba retardar el momento de la vergonzosa declaración, sabía que al cabo tenía que llegar, y lo esperaba con toda la filosofía estoica que había estudiado en Séneca, a quien sabía casi de memoria y en latín, por supuesto. Lo de preguntarle si era hijo de Peleo era nuevo, y le hizo gracia.
Bien se conocía que aquel profesor era una eminencia de Madrid. En Valencia, donde él había estudiado los años anteriores, no tenían aquellas ocurrencias los señores catedráticos.
Zurita no se parecía al vencedor de Héctor, según nos le figuramos, de acuerdo con los datos de la poesía.  
Nada menos épico ni digno de ser cantado por Homero que la figurilla de Zurita. Era bajo y delgado, su cara podía servir de puño de paraguas, reemplazando la cabeza de un perro ventajosamente. No era lampiño, como debiera, sino que tenía un archipiélago de barbas, pálidas y secas, sembrado por las mejillas enjutas. Algo más pobladas las cejas, se contraían constantemente en arrugas nerviosas, y con esto y el titilar continuo de los ojillos amarillentos, el gesto que daba carácter al rostro de Aquiles era una especie de resol ideal esparcido por ojos y frente; parecía, en efecto, perpetuamente deslumbrado por una luz muy viva que le hería de cara, le lastimaba y le obligaba a inclinar la cabeza, cerrar los ojos convulsos y arrugar las cejas. Así vivía Zurita, deslumbrado por todo lo que quería deslumbrarle, admirándolo todo, creyendo en cuantas grandezas le anunciaban, viendo hombres superiores en cuantos metían ruido, admitiendo todo lo bueno que sus muchos profesores le habían dicho de la antigüedad, del progreso, del pasado, del porvenir, de la historia, de la filosofía, de la fe, de la razón, de la poesía,   de la crematística, de cuanto Dios crió, de cuanto inventaron los hombres. Todo era grande en el mundo menos él. Todos oían el himno de los astros que descubrió Pitágoras; sólo él, Aquiles Zurita, estaba privado, por sordera intelectual, de saborear aquella delicia; pero en compensación tenía el consuelo de gozar con la fe de creer que los demás oían los cánticos celestes.
No había acabado de decir su chiste el profesor de las gafas, y ya Zurita se lo había perdonado.
Y no era que le gustase que se burlaran de él; no, lo sentía muchísimo; le complacía vivamente agradar al mundo entero; mas otra cosa era aborrecer al prójimo por burla de más o de menos. Esto estaba prohibido en la parte segunda de la Ética, capítulo tercero, sección cuarta.
El catedrático de los ojos malos, que tenía diferente idea de la sección cuarta del capítulo tercero de la segunda parte de la Ética, quiso continuar la broma de aquella tarde a costa del Aquiles alcarreño, y en cuanto llegó a la ocasión de las preguntas, se volvió a Zurita y le dijo:  
-A ver, el señor don Aquiles Zurita. Hágame V. el favor de decirme, para que podamos entrar en nuestra materia con fundamento propio, ¿qué entiende V. por conocimiento?
Aquiles se incorporó y tropezó con la cabeza en el techo; se desconchó este, y la cal cubrió el pelo y las orejas del estudiante. (Risas.)
-Conocimiento... conocimiento... es... Yo he estudiado Metafísica en Valencia...
-Bueno, pues... diga V., ¿qué es conocimiento en Valencia?
La cátedra estalló en una carcajada: el profesor tomó la cómica seriedad que usaba cuando se sentía muy satisfecho. Aquiles se quedó triste. «Se estaba burlando de él, y esto no era propio de una eminencia».
Mientras el profesor pasaba a otro alumno, para contener a los revoltosos, a quien sus gracias habían soliviantado, Zurita se quedó meditando con amargura. Lo que él sentía más era tener que juzgar de modo poco favorable a una eminencia como aquella de los anteojos. ¡Cuántas veces, allá en Valencia, había saboreado los libros de aquel sabio, leyéndolos entre líneas, penetrando hasta la médula de su pensamiento!
Tal vez no había cinco españoles que hubieran hecho lo mismo. ¡Y ahora la eminencia, sin conocerle, se burlaba de él porque tenía la voz débil y porque había estudiado en Valencia, y porque se llamaba Aquiles, por culpa de su señor padre, que había sido amanuense de Hermosilla!
Sí, Aquiles era un nombre ridículo en él. Su señor padre le había hecho un flaco servicio; ¡pero cuánto le debía!, bien podía perdonarle aquella ridiculez recordando que por él había amado los clásicos, había aprendido a respetar las autoridades, a admirar lo admirable, a ver a Dios en sus obras y a creer que la belleza está en todo y que la poesía es, como decía el gran Jovellanos, «el lenguaje del entusiasmo y la obra del genio». ¡Oh dómine de Azuqueca, tu hijo no reniega de ti, ni de tu pedantería, a la que debe la rectitud clásica de su espíritu, alimento fuerte, demasiado fuerte para el cuerpo débil y torcido con que la naturaleza quiso engalanarle interinamente!
Pero, aquel mismo señor catedrático,  seguía pensando Zurita, ¿hacía tan mal en burlarse de él? ¡Quién sabe! Acaso era un humorista; sí, señor, uno de esos ingenios de quien hablan los libros de retórica filosófica al uso. Nunca se había explicado bien Aquiles en qué consistía aquello del humour inglés, traducido después a todos los idiomas, pero ya que hombres más sabios que él lo decían, debía de ser cosa buena. ¿No aseguraban algunos estéticos alemanes (¡los alemanes!, ¡qué gran cosa ser alemán!) que el humorismo es el grado más alto del ingenio? ¿Que cuando ya uno, de puro inteligente, no sirve para nada bueno, sirve todavía para reírse de los demás? Pues de esta clase, sin duda, era el señor catedrático: un gran ingenio, un humorista, que se reía de él muy a su gusto. Claro, ¿a quién se le ocurre llamarse Aquiles y haber estudiado en Valencia? 

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo) 

Zurita - Cap. II

Tenía ya treinta años. Hasta los quince había ayudado a su padre a enseñar latín; a los veinte se había hecho bachiller en artes en el Instituto de Guadalajara; después había vivido tres años dando paso de Retórica, Psicología, Lógica y Ética a los niños ricos y holgazanes. Un caballero acaudalado se lo llevó a Oviedo en calidad de ayo de sus hijos, y allí pudo cursar la carrera del Notariado. A los veinticinco años la historia le encuentra en Valencia sirviendo de ayuda de cámara, disfrazado de maestro, a dos estudiantes de leyes, huérfanos, americanos. A cada nuevo título académico que adquiría Zurita cambiaba de amo, pero siempre seguía siendo criado con aires de pedagogo. Parecía que su destino era aprenderse de memoria, a fuerza de repetirlas, las lecciones que debían saber los demás. Al cabo supo todo lo que ignoraban los que medraron mucho más que él. Zurita les enseñaba... y ellos no aprendían; pero ellos subían y él no adelantaba un paso.
Estas reflexiones no son de Zurita. Aquiles seguía pensando que era muy temprano para medrar. A los veintisiete años emprendió la carrera de filosofía y letras, que, según él, era su verdadera vocación. «Ahora me toca estudiar a mí» se dijo el infeliz, que no había crecido de tanto estudiar; que tenía una palidez eterna, como reflejo de la palidez de las hojas de sus libros.
¿De qué vivía Zurita después que dejó de enseñar Retórica y cepillar la ropa a sus discípulos? Vivía de sus ahorros. El ahorro era una religión y una tradición familiar para Aquiles. El amanuense de Hermosilla, el que había copiado en hermosa letra de Torío toda la Ilíada en endecasílabos, había sido, además de humanista, avaro; guardaba un cuarto y lo ponía a parir; y a veces los cuartos del dómine de Azuqueca parían gemelos. Desde niño Aquiles que tenía la moral casera por una moral revelada, se había acostumbrado al ahorro como a una segunda naturaleza. La idea del fruto civil le parecía tan inherente a las leyes de la creación como la de todo desarrollo y florecimiento. Así como la tierra -o sea Demetera según Zurita- de su fecundo seno saca todos los frutos, así el ahorro en el orden social produce el interés, su hijo legítimo. Malgastar un cuarto le parecía al tierno Aquiles tan bárbara acción como hacer malparir a una oveja o aplastarle en el vientre los póstumos recentales, o como destrozar un árbol robándole la misteriosa savia que corría a nutrir y dar color de salud a los frutos incipientes.
Cuando leyó, hombre ya, la apología que escribió Bastiat del petit centime, Aquiles lloró enternecido. Bastiat fue para él un San Juan del evangelio económico.
Aquello que la ciencia le decía lo había él adivinado. Pero ¡con qué elocuencia lo demostraba el sabio! ¡La religión del interés! ¡La religión del ahorro! ¡Las armonías del tanto por ciento!... Esto era lo que él había aprendido empíricamente en el hogar bendito. «El dómine de Azuqueca era, además de un Quintiliano, un Bastiat inconsciente!». Zurita alababa la memoria de su padre, que tenía un altar en su corazón; y prestaba dinero a interés a sus condiscípulos. Como él era estoico, le costó poco trabajo vivir como un asceta; apenas comía, apenas vestía; su posada era la más barata de Valencia; le sobraba casi todo el sueldo que le daban los estudiantes americanos, como antes le había sobrado la soldada que recibía del ricacho de Oviedo. Cuando Zurita se decidió a estudiar de veras, con independencia, sin dar lecciones ni limpiar botas, reunía, merced a sus ahorros y a los que heredara de su padre, una renta de dos mil trescientos reales, colocada a salto de mata, en peligrosos parajes del crédito, pero a un interés muy respetable, en consonancia con el riesgo. Cobraba los intereses a toca-teja, sin embargo, merced a su fuerza de voluntad, a su constancia en el pedir y a la pequeñez de las cantidades que tenían que entregarle sus deudores. Por cobrar una peseta de intereses daba tres vueltas al mundo, y abrumaba al deudor con su presencia, y se dejaba insultar. Siempre cobraba. Peseta a peseta y a lo más duro a duro, recogía sus rentas, las rentas de aquel capital esparcido a todos los vientos. De los dos mil trescientos reales le sobraban al año los trescientos para aumentar el capital. Las matrículas no le costaban dinero, sino disenterías, porque las ganaba a fuerza de estudiar. Su presupuesto exigía que los estudios se los pagase el Estado. Tenía por consiguiente, que ganar de seguro el premio llamado... matrícula de honor; tenía que estudiar de manera que a ningún condiscípulo pudiese ocurrírsele disputarle el premio. Y conseguía su propósito. No había más que sacrificar el estómago y los ojos. Con sus dos mil reales pagaba la posada y se vestía y calzaba. Su ambición oculta, la que apenas se confesaba a sí mismo, era ir a Madrid. Su gran preocupación eran las eminencias, a quien también llamaba aquellas lumbreras. Aunque sus aficiones intelectuales y los recuerdos de las enseñanzas domésticas le inclinaban a las ideas que se suele llamar reaccionarias, en punto a lumbreras admiraba las de todos los partidos y escuelas, y lo mismo se pasmaba ante un discurso de Castelar que ante una lamentación de Aparisi. ¡Si él pudiese oír algún día y ver de cerca a todos aquellos sabios que explicaban en la Universidad Central, en el Ateneo y hasta en el Fomento de las Artes! A los muchachos valencianos que estudiaban en Madrid les preguntaba, cuando volvían por el verano, mil pormenores de las costumbres, figuras y gestos de las lumbreras. Leía todos los libros nuevos que caían en sus manos, y se deses-peraba cuando no entendía muy bien las modernas teorías.
Quedarse zaguero en materia científica o literaria se le antojaba el colmo de lo ridículo, y los autores que le atraían a su causa en seguida eran los que trataban de ignorantes, fanáticos y tras-nochados a los que no seguían sus ideas. Por más que el corazón le llamaba hacia las doctrinas tradicionales, al espiritualismo más puro, los libros de cubierta de color de azafrán, que entonces empezaban a correr por España anunciando, entre mil galicismos, que el pensamiento era una sección del cerebro, trastornaban el juicio del pobre Zurita.
La duda entró en su alma como un terremoto, y sus entrañas padecieron mucho con aquellos estremecimientos de las creencias. Muchas veces, mientras sacaba lustre a las botas de algún discípulo muy amado, su pensamiento padecía torturas en el potro de una duda acerca de la permanencia del yo. -¿El yo de hoy es el yo de ayer, señor Zurita? -le había preguntado un filósofo que acababa de cursar el doctorado de letras en Madrid, y venía con una porción de problemas filosóficos en la maleta.
Zurita a sus solas meditaba: «Mi yo de hoy ¿es el mismo de ayer? Este que limpia estas botas ¿es el mismo que las limpió ayer?». Y para sacar mejor el lustre, contrayendo los músculos de la boca, arrojaba sobre la piel de becerro el aliento de sus pulmones.
El aliento salía caliente, y esto le recordaba la teoría de Anaxímenes y en general las de toda la escuela jónica; y el materialismo antiguo, empalmado con el moderno se le volvía a aparecer mortificándole con sus negaciones supremas de lo espiritual, inmortal y suprasensible. El pobre muchacho pasaba las de Caín con estas dudas. En materias literarias también su pensamiento había sufrido una revolución, como decía Zurita, imitando sin querer el estilo de las lumbreras. -¡Él, que se había criado en el estilo más clásico que pudo enseñar amanuense de retórico!- Ya se había acabado la retórica complicada de las figuras, y según veía por sus libros, y según lo que le decían los estudiantes que venían de Madrid, ahora la poesía era objetiva o subjetiva, y el arte tenía una finalidad propia con otra porción de zarandajas filosóficas todas extranjeras. Para enterarse bien de todas estas y otras muchas novedades, deseaba, sin poder soñar con otra cosa, verse en la corte en las cátedras de la Universidad Central, cara a cara con el profesor insigne de Filosofía a la moda y con el de literatura trascendental y enrevesada.
Llegó el día esperado con tal ansia, y Zurita entró en la corte, y antes de buscar posada, fue a matricularse en el doctorado de Filosofía y Letras. Licenciado ya se había hecho, según queda apuntado.
En la fonda de seis reales sin principio en que hubo de acomodarse, encontró un filósofo cejijunto, taciturno y poco limpio que dormía en su misma alcoba, la cual tenía vistas a la cocina por un ventanillo cercano al techo... y no tenía más vistas.
Era el filósofo hombre, o por lo menos filósofo, de pocas palabras, y jamás a los disparates que decían los otros huéspedes en la mesa quería mezclar los que a él pudieran ocurrírsele. Zurita le pidió permiso la primera noche para leer en la cama hasta cerca de la madrugada. Separaba los dos miserables catres el espacio en que cabía apenas una mesilla de nogal mugrienta y desvencijada; allí había que colocar el velón de aceite (porque el petróleo apestaba), y como la luz podía ofender al filósofo, que no velaba, creyó Zurita obligación suya pedir licencia.
El filósofo, que tendría sus treinta y cuatro años y parecía un viejo malhumorado, seco y frío, se desnudaba mirando a Zurita, que ya estaba entre sábanas, con gesto de lástima orgullosa, y contestó:
-Usted, señor mío, es muy dueño de leer las horas que quiera, que a mí la luz no me ofende para dormir. El mal será para V., que con velar perderá la salud y con leer llenará el espíritu de prejuicios.
No replicó Zurita, por falta de confianza pero no dejó de asombrarle aquello de los prejuicios. Poco a poco, pero sin trabajo, fue consiguiendo que el filósofo se dignara soltar delante de él alguna sentencia, no a la mesa al almorzar o al cenar, sino en la alcoba antes de dormirse.
Como Zurita observase que el señor don Cipriano, que así se llamaba, y nunca supo su apellido, sobre todo asunto de ciencia o arte daba sentencia firme y en dos palabras condenaba a un sabio y en media absolvía a otro, se le ocurrió preguntarle un día que a qué hora estudiaba tanto como necesitaba saber para ser juez inapelable en todas las cuestiones. Sonrió don Cipriano y dijo:
-Ha de saber el licenciado Zurita que nosotros no leemos libros, sino que «aprendemos en la propia reflexión, ante nosotros mismos, todo lo que hay puesto en la conciencia para conocer en vista inmediata, no por saberlo, sino por serlo».
Y se acostó el filósofo sin decir más, y a poco roncaba.
Zurita aquella noche no podía parar atención en lo que leía, y dejaba el libro a cada pocos minutos, y se incorporaba en su catre para ver al filósofo dormir.
Empezaba a parecerle un tantico ridículo buscar la sabiduría en los libros, mientras otros roncando se lo encontraban todo sabido al despertar.
Algunas veces había visto al don Cipriano en los claustros de la Universidad; pero, como sabía que no era estudiante, no podía averiguar a qué iba allí.  
Una noche, en que la confianza fue a más se atrevió a preguntár-selo.
El filósofo le dijo que él también iba a cátedra, pero no con el intento de tomar grados ni títulos, sino con el de comulgar en la ciencia con sus semejantes, como también Zurita podía hacer, si le parecía conveniente.
Contestó Aquiles que nada sería más de su agrado que estudiar desinteresadamente y comulgar en aquello que se le había dicho.
A los pocos días Zurita comenzaba a ser krausista como el señor don Cipriano, con quien asistía a una cátedra que ponía un señor muy triste. Sin dejar las clases en que estaba matriculado, consagró lo más y lo principal de su atención a la nueva filosofía (nueva para él) que le enseñaba el señor taciturno, con ayuda del filósofo de la posada. Don Cipriano le decía que al principio no entendería ni una palabra; que un año, y aun dos, eran pocos para comenzar a iniciarse en aquella filosofía armónica, que era la única; pero que no por eso debía desmayar, pues, como aseguraba el profesor, para ser filósofo no se necesita tener talento. Estas razones no le parecían muy fuertes a Zurita, porque ni él necesitaba tales consuelos, ni había dejado de entender una palabra de cuantas oyera al profesor.
A esto replicaba don Cipriano que lo de creer entenderle era un puro prejuicio, preocupación subjetiva, y el declarar que entendía, prueba segura de no entender.
Cada día iba estando más clara para el buen Aquiles la doctrina del maestro; pero como don Cipriano se obstinaba en probarle que era imposible que comprendiese de buenas a primeras lo que otros empezaban a vislumbrar a los tres años de estudio, el dócil alcarreño se persuadió al cabo de que vivía a oscuras y de que el ver la luz de la razón iba para largo. Tendría paciencia.
Cuando el catedrático de los anteojos le preguntó si era hijo de Peleo y lo que era conocimiento en Valencia, Aquiles desahogó la tristeza que le produjo el ridículo en el pecho de su filósofo de la posada.
-Merecida se tiene usted esa humillación, por asistir a esas cátedras de pensadores meramente subjetivos, que comienzan la ciencia desde la abstracción imponiendo ideas particulares como si fueran evidentes.
-Pero, señor don Cipriano, como yo necesito probar el doctorado...
-Déjese usted de títulos y relumbrones. ¿No es usted ya licenciado? ¿No le basta eso?
-Pero, como quiero hacer oposición a cátedras...
-Hágalas usted.
-¿Cómo, sin ser doctor?
-A cátedras de Instituto.
-Pero esas no tienen ascensos, ni derechos pasivos, y si llego a casarme...
-¡Ta, ta, ta! ¿Qué tiene que ver la ciencia con las clases pasivas ni con su futura de usted? El filósofo no se casa si no puede. ¿No sabe usted, señor mío, amar la ciencia por la ciencia?... Concrétese usted a una aspiración; determine usted su vocación, dedicándose, por ejemplo, a una cátedra de Psicología, Lógica y Ética, y prescinda de lo demás. Así se es filósofo, y sólo así.
Zurita no volvió a la cátedra del señor de los ojos ahumados.
Perdió el curso, es decir, no se examinó siquiera, ni volvió a pensar en el doctorado, que era su ambición única allá en Valencia.
Lo que a él le importaba ahora ya no era un título más, sino encontrar a Dios en la conciencia, siendo uno con Él y bajo Él.
Buscaba Aquiles, pero Dios no aparecía de ese modo.
Su vida material (la de Zurita) no tenía accidentes dignos de mención. Pasaba el día en la Universidad o en su cuartito junto a la cocina. En la mesa le dejaban los peores bocados y los comía sin protestar. La patrona, que era viuda de un escritor público y tenía un lunar amarillo con tres pelitos rizados cerca de la boca, la patrona miraba con ojos tiernos (restos de un romanticismo ahumado en la cocina) a su huésped predilecto, al pobre Zurita, capaz de comer suelas de alpargata si venían con los requisitos ordinarios de las chuletas rebozadas con pan tostado. Nunca atendía al subsuelo Aquiles. Debajo del pan, cualquier cosa; él de todos modos lo llamaría chuleta. Mascaba y tragaba distraído; si el bocado de estopa, o lo que fuese, oponía una resistencia heroica a convertirse en bolo alimenticio y no quería pasar del gaznate, a Zurita se le pasaba por la imaginación que estaba comiendo algo cuya finalidad no era la deglución ni la digestión; pero se resignaba. ¡Era cuestión tan baladí averiguar si aquello era carne o pelote!
¡Con qué lástima miraba Aquiles a un huésped, estudiante de Farmacia, que todos los días protestaba las chuletas de doña Concha (la patrona), diciendo que «aquello no constituía un plato fuerte, como exigían las bases del contrato, y que él no quería ser víctima de una mistificación»! ¡Si estaría lleno de prejuicios aquel estudiante! Doña Concha le servía un par de huevos fritos sucedáneos de la chuleta. El estudiante de Farmacia, por fórmula, pedía siempre la chuleta, pero dispuesto a comer los huevos. La criada acudía con el plato no constituyente, como le llamaban los otros huéspedes; el de Farmacia, con un gesto majestuoso, lo rechazaba y decía «¡huevos!» como pudiera haber dicho Delenda est Carthago. La chuleta del estudiante, según los maliciosos, ya no era de carne, era de madera, como la comida de teatro. Esto se confirmó un día en que doña Concha, haciendo la apología de la paciencia gástrica de Zurita, exclamó: «¡Ese ángel de Dios y de las escuelas sería capaz de comerse la chuleta del boticario!».
Don Cipriano ya no almorzaba ni comía en la casa. No venía más que a dormir.
Zurita le veía pocas veces en la cátedra del filósofo triste. El otro le explicaba su ausencia diciendo:
-Es que ahora voy a oír a Salmerón y a Giner. Usted todavía no está para eso.
En efecto, Zurita, aunque empezaba a sospechar que su profesor de filosofía armónica no daba un paso, se guardaba de dar crédito a estas aprensiones subjetivas, y continuaba creyendo al sabio melancólico bajo su palabra.
Una noche D. Cipriano entró furioso en la alcoba; Zurita, que meditaba, con las manos cruzadas sobre la cabeza, metido en la cama, pero sentado y vestido de medio cuerpo arriba; Zurita, volviendo de sus espacios imaginarios, le preguntó:
-¿Qué hay, maestro?
-¡Lea V.! -gritó D. Cipriano, y le puso delante de los ojos un papel impreso en que al filósofo de seis reales sin principio y a otros como él les llamaban, sin nombrarles, attachés, o sea agregados, del krausismo. Zurita se encogió de hombros. No comprendía por qué D. Cipriano se irritaba; ni ser agregado de la ciencia le parecía un insulto, ni quien escribía aquello, que era un pensador meramente discursivo, de ingenio, pero irracional (según la suave jerga de D. Cipriano), merecía que se tomase en cuenta su opinión.
El filósofo llamó idiota a Zurita y apagó la luz con un soplo cargado de ira.

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)