Dos
años después de haber escrito Nicolás Serrano en sus Memorias lo
que va copiando, se paseaba por Recoletos una tarde de primavera. Una
muchacha de quince abriles pregonaba violetas, ramitos de violetas.
Algunos árboles del paseo oían a gloría. Las golondrinas,
bulliciosas, jugaban al escondite de tejado en tejado, rayando con su
vuelo el cielo azul, rozando con las puntas de las alas, a veces, la
tierra. Las fieras del carro de las Cibeles, teñidas de la púrpura
del crepúsculo esplendoroso, parecían contentas, soñando como la
diosa, al son de la cascada de la fuente. Serrano gozaba de aquellas
emanaciones de la Maya inmortal, si no contento, tranquilo por lo
pronto, en una tregua de la angustia metafísica, que era su
enfermedad incurable. Un perro cursi, pero muy satisfecho de la
existencia, canelo, insignificante, pasó por allí, al parecer lleno
de ocupaciones. Iba de prisa, pero no le faltaba tiempo para
entretenerse en los accidentes del camino. Quiso tragarse una
golondrina que le pasó junto al hocico. Es claro que no pudo. No se
inquietó, siguió adelante. Dio con un papel que debía de haber
envuelto algo sustancioso. No era nada; era un pedazo de
Correspondencia que había contenido queso. Adelante. Un chiquillo le
salió al paso. Dos brincos, un gruñido, un simulacro de mordisco, y
después nada, el más absoluto desprecio. Adelante. Ahora una
perrita de lanas, esclava, melindrosa, remilgada, Algunos chicoleos,
dos o tres asaltos amorosos, protestas de la perra y de sus dueños,
un matrimonio viejo. Bueno, corriente. ¿Que no quieren? ¿Que hay
escrúpulos? En paz. Adelante; lo que a él le sobraban eran perras.
Y se perdió a lo lejos, torciendo a la derecha, camino de la Casa de
la Moneda. A Serrano se le figuraba que aquel perro iba así..., como
cantando. «¡Oh! Es mucho mayor filósofo que yo», se dijo.
Y
al volver la cabeza vio enfrente de sí a Caterina Porena, vestida de
negro.
Ella
le reconoció antes. Se puso muy encarnada y pasó un mal rato
dudando si él la saludaría, si se acordaría de ella. Si él pasaba
adelante..., ¡adiós! ¿Cómo atreverse a detenerle?
Pero
Nicolás se detuvo, sintió el corazón en la garganta y alargó una
mano, después de hacer un ruido extraño con la garganta, donde
tenía el corazón; acaso con el corazón mismo.
Se
estrecharon las manos.
«¿Su
vida?»
La
de él..., como siempre. No habían vuelto a adivinarle nada.
No
le había pasado ninguna otra gran casualidad.
¿Y
a ella? A ella se le había muerto Tomasuccio. Hacía más de un año.
Pero aquel año no era como los dos meses de Ofelia; era como los dos
días de Hamlet, era ayer siempre el día de la muerte.
A
Serrano se le nubló la primavera. Sintió de pronto la tristeza del
mundo en medio de los pregones de violetas, de la luz radiante, del
cuchicheo de las golondrinas.
El
rostro, los ojos sobre todo, anunciaban en Caterina un dolor
incurable.
«¡Qué
horriblemente desgraciada debe de ser!», pensó Serrano.
Callaron
un momento, puesto el recuerdo, lleno de amor, en Tomasuccio.
Después,
en un tono mate, frío sin querer, preguntó el filósofo:
-¿Y
Foligno?
-Bueno,
muy bueno.
«Sí
-pensó Nicolás; ése nos enterrará a todos.»
Se
separaron. Ella estaba en Madrid de paso. No hablaron siquiera de
volver a verse. ¿Para qué?
Ella
era honrada; él, también. Vivía Foligno..., y Tomasuccio había
muerto. La Porena, siempre en el éxtasis de su pena, vivía como en
un templo, sacerdotisa del dolor. Todo mal pensamiento era una
profanación del altar en que se quemaba un corazón sacrificado al
recuerdo de su hijo. No era el corazón sólo; todo se consumía.
Caterina estaba muy delgada, muy pálida; se iba poco a poco con su
Masuccio.
El
amor, y el amor adúltero singularmente, no tenía ya sitio allí.
No
cabía más que recordarse de lejos, sin buscarse. Queriéndose, o lo
que fuese, hasta que el esfumino del tiempo se encargara de
desvanecer la última aprensión sentimental.
Caterina
siguió su camino hacia la Cibeles. Serrano, sin saber lo que hacía,
torció a la derecha, hacia la Casa de la Moneda, como si quisiera
seguir la pista del perro canelo, que tomaba los fenómenos como lo
que eran, como una... superchería.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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