I
En la llamada Costa Norte de
San Francisco, en un cuarto de una casa desocupada, un cuarto de piso alto,
yacía el cuerpo de un hombre tapado por una sábana. Serían las nueve de la
noche. Una vela iluminaba el cuarto débilmente y las dos ventanas estaban
cerradas, con las persianas bajas, a pesar del calor y de la costumbre de
airear las habitaciones donde hay difuntos. Los únicos muebles eran un sillón,
una mesita para leer que sostenía el candelero, y una larga mesa de cocina
donde yacía el cuerpo del hombre. Poco antes, quizá, introdujeron los muebles y
el cadáver. Un espectador habría observado que estaban libres de polvo, no así
el piso del cuarto. Había telarañas en los ángulos de las paredes. Se delineaba
el contorno del cuerpo bajo la sábana, hasta se insinuaban las facciones con
esa extraña rigidez que suele atribuirse a las caras de los muertos, pero que
en realidad es propia de todos aquellos consumidos por una enfermedad. Por el
silencio que reinaba en el cuarto podía intuirse que no daba a la calle. Era un
cuarto interior, sin más perspectiva que un alto peñasco. El edificio, en su
parte de atrás, estaba construido sobre la pendiente de una colina. Cuando
sonaron las nueve campanadas en el reloj de la iglesia -con tanto desgano, con
tanta indiferencia al paso del tiempo que apenas podía uno comprender por qué
se molestaban en marcar la hora- se abrió la única puerta del cuarto, entró un
hombre y se acercó al cadáver. La puerta, como obedeciendo a un movimiento
espontáneo, volvió a cerrarse tras él. Se oyó el chirrido de una llave que
giraba con dificultad, se oyó el chasquido del cerrojo, se oyeron unos pasos
que se alejaban por el corredor. Todo inducía a pensar que el hombre que había
entrado en el cuarto era ya un prisionero. El hombre caminó hasta la mesa, se
detuvo unos instantes mirando el cadáver; luego, encogiéndose levemente de
hombros, fue hasta una de las ventanas y levantó la persiana. Afuera, la
oscuridad era absoluta; los vidrios estaban cubiertos de polvo. Pasó la mano
por el polvo y pudo ver que la ventana, a pocas pulgadas de los vidrios, estaba
reforzada por gruesos barrotes de hierro empotrados en cada extremo de la
mampostería. Examinó la otra ventana. Sucedía lo mismo. Esta circunstancia no
le inspiró mayor curiosidad y ni siquiera trató de abrirlas. Si era un
prisionero, no intentaba evadirse. Después de haber terminado la inspección del
cuarto, se instaló en el sillón, sacó un libro del bolsillo, acercó la mesita
con el candelero y empezó a leer. Era un hombre joven -no pasaría de los
treinta- de tez oscura, cuidadosamente afeitado, y pelo castaño. Tenía el
rostro fino, la nariz larga y recta, la frente despejada, y esa "
firmeza" en el mentón y en la mandíbula que, según dicen, es índice de un
temperamento resuelto. Por la expresión de sus ojos grises, abstraídos, acaso
fuera poco sensible a las sugestiones de los demás. Ahora esos ojos estaban
fijos en el libro, pero de vez en cuando los apartaba para mirar el cadáver. Al
parecer, no bajo la influencia de la morbosa fascinación que los muertos
ejercen sobre los vivos, aun sobre los más valerosos e impasibles, ni por ese
deliberado impulso de probar su ánimo que suele mover a las personas
impresionables y tímidas. Miraba como si algo en la lectura le hiciera recordar
la situación en que se hallaba. Este guardián del muerto, qué duda cabe,
cumplía su obligación con inteligencia y serenidad, tal como su aspecto lo
hacía presumir. Así continuó alrededor de media hora. Después cerró el libro,
quizás al terminar un capítulo, lo dejó sobre la mesita, se puso de pie, alzó
la mesita y volvió a colocarla en un rincón del cuarto, cerca de una de las
ventanas. En seguida, llevando consigo el candelero, se aproximó a la chimenea
vacía frente a la cual estuvo sentado. Al cabo de un momento fue hasta la mesa
donde yacía el cadáver, apartó la sábana y dejó al descubierto la cabeza:
apareció una melena oscura y un sudario de lienzo muy fino bajo el cual se
distinguían aún más las facciones del muerto. Entonces resguardó sus propios
ojos de la luz, interponiendo su mano libre entre ellos y el candelero, y
detuvo en su inmóvil acompañante una severa y tranquila mirada. Satisfecho con
su examen, echó de nuevo la sábana sobre el rostro yacente, y antes de volver
al sillón tomó algunos fósforos del candelero y los guardó en el bolsillo de su
chaqueta. Después sacó la vela del cilindro hueco del candelero y la observó
con atención, como si calculara cuanto tiempo habría de durar. Tenía dos
pulgadas de largo. ¡Una hora más, y quedaría a oscuras! Insertó la vela en el
candelero, sopló, apagó la llama.
II
En un consultorio de Kearny
Street, sentados en torno a una mesa, tres hombres bebían ponche y fumaban. Era
tarde, casi medianoche, y no había escaseado el ponche. Estaban en casa del
doctor Helberson, el más circunspecto de los tres. Tenía unos treinta años. Los
otros eran menores. Todos ellos médicos.
-El temor supersticioso que
inspiran los muertos a los vivos es hereditario e incurable -dijo el doctor
Helberson-. No tiene por qué avergonzarnos. Es una herencia, sencillamente,
como la incapacidad para las matemáticas, o la tendencia a mentir.
Los otros rieron.
-¿Es que la mentira no debe
avergonzar a un hombre? -preguntó el más joven de los tres. Este último, en
realidad, era un practicante. Todavía no se había recibido.
-Mi querido Harper, no he
dicho eso. Una cosa es mentir; otra, la tendencia a mentir.
-¿Pero cree usted -dijo el
tercero- que este supersticioso temor a los muertos, no fundado en razón alguna,
sea universal? Yo no siento hacia ellos ningún temor.
-Usted no lo siente en teoría
-contestó Helberson-. Espere que se cumplan determinadas condiciones, lo que
Shakespeare llama "la confabulación de las circunstancias", y lo verá
manifestarse de una manera no muy agradable que le abrirá los ojos. Los médicos
y los soldados, desde luego, son menos vulnerables que otros a este temor.
-¡Médicos y soldados! ¿Por
qué no agrega también verdugos? Incluyamos a todas las clases criminales.
-No, mi querido Mancher. Los
jurados no permiten a los verdugos familiarizarse demasiado con la muerte. De
otro modo, llegaría a no conmoverlos.
El joven Harper, que había
ido a buscar un cigarro, volvió a su asiento.
-¿Qué condiciones se
requieren para que cualquier hombre nacido de mujer llegue a tener conciencia,
hasta un extremo intolerable, de ese horror que todos compartimos según usted?
-preguntó con sobrada elocuencia.
-Bueno, yo diría que si un
hombre estuviera encerrado toda la noche con un cadáver, solo, en la oscuridad
de una casa desocupada, sin mantas para echarse sobre la cabeza y refugiarse en
ellas, podría jactarse con justicia de no haber nacido de mujer; ni siquiera,
como Macduff, de ser el resultado de una cesárea.
-Pensé que sus condiciones no
acabarían nunca -replicó Harper-. Pero sé de un hombre que no vacilaría en
aceptarlas. Por lo que usted quiera apostar.
-¿Quién es?
-Se llama Jarette. No es de
California. Como yo, ha nacido en Nueva York. Yo no tengo dinero para hacer
apuestas, pero él podrá apostarle lo que usted quiera -repitió.
-¿Cómo lo sabe usted?
-Prefiere jugar a comer. En
cuanto al miedo, me atrevería a decir que lo considera algo así como una
enfermedad de la piel, o acaso como una peculiar herejía religiosa.
Decididamente, Helberson
empezaba a interesarse.
-¿Cómo es el tal Jarette?
-preguntó.
-¿Cómo es? Se parece a
Mancher. Podrían ser mellizos.
Helberson contestó
resueltamente:
-Acepto la apuesta.
-Debo agradecerle muchísimo
el cumplido, estoy seguro -dijo Mancher arrastrando las palabras. Se estaba
durmiendo. Agregó-: ¿Puedo entrar en la apuesta?
-No contra mí -dijo
Helberson-. No quiero su dinero.
-Muy bien. Entonces seré el
cadáver.
Los otros se echaron a reír.
Ya hemos visto el resultado
de esta descabellada conversación.
III
Al apagar la escasa ración de
su vela, el señor Jarette se propuso conservarla para alguna imprevista
necesidad. Quizá pensara vagamente que tanto daba estar a oscuras al principio
como al fin, y ese cabo de vela, en caso de que la situación se hiciera
realmente insoportable, le garantizaba un medio de alivio, o hasta de libertad.
De cualquier modo era prudente contar con una pequeña reserva de luz, aunque
sólo fuera para poder mirar el reloj.
No bien apagó la vela y la
colocó a su lado, en el suelo, se instaló cómodamente en el sillón, echó la
cabeza atrás y cerró los ojos. Deseaba y esperaba dormir. Quedó decepcionado;
nunca en su vida había tenido menos sueño. Pocos minutos después se dio por
vencido. Pero entonces ¿qué hacer? No podía andar a tientas en la oscuridad más
absoluta, corriendo el peligro de tropezar con las paredes, también de llevarse
por delante la mesa y perturbar descomedidamente al muerto. Nadie discute el
derecho de los muertos de descansar en paz, exentos de cualquier violencia.
Jarette casi logró persuadirse de que consideraciones semejantes, reteniéndolo
en el sillón, lo obligaban a no afrontar una probable caída.
Mientras pensaba en ello,
creyó haber oído un leve ruido que llegaba de la mesa. Qué clase de ruido era,
no hubiese podido decirlo. Continuó inmóvil. ¿Para qué volver la cabeza en la
oscuridad? Sin embargo, escuchó atentamente. ¿Por qué no habría de hacerlo? Y
mientras escuchaba, sintiendo como un vértigo, se aferró a los brazos del
sillón. Le zumbaban los oídos, la sangre se le subía a la cabeza, el chaleco le
apretaba el tórax. Se preguntó a qué obedecían esas molestias ¿Eran síntomas de
miedo? Hundió el pecho, lanzando un profundo suspiro, y cuando la gran cantidad
de aire con que llenó de nuevo sus pulmones exhaustos hizo desaparecer aquella
sensación de vértigo, comprendió que en el afán de escuchar había contenido la
respiración hasta llegar por poco a sofocarse. Era una revelación humillante.
Se levantó, empujó el sillón con el pie y avanzó hasta el centro del cuarto.
Pero no avanzaba mucho en la oscuridad. Tanteando, encontró la pared, siguió
hasta el rincón, dio vuelta, pasó las dos ventanas y allí, en el otro rincón,
entró en violento contacto con la mesita y la tiró al suelo. El ruido lo hizo
estremecer. Quedó fastidiado. ¿Cómo diablos pude olvidar dónde coloqué la
mesita?, murmuró, buscando su camino a lo largo de la tercera pared con el
propósito de llegar a la chimenea.
Debo poner las cosas en su
justo sitio, dijo el señor Jarette, y palpó el piso hasta dar con el candelero.
Cuando por fin lo encendió,
volvió los ojos a la mesa de cocina donde, naturalmente, nada había cambiado.
La mesita con el atril seguía en el suelo. Había olvidado poner las cosas en su
justo sitio. Paseó la mirada por el cuarto, desplazando las sombras más profundas
con el candelero, llegó hasta la puerta, hizo girar el picaporte y empujó con
todas sus fuerzas. Como la puerta no cediera, sintió una especie de
satisfacción. Más aún, corrió el pestillo que tenía por dentro y en el cual no
había reparado en el momento de entrar. Volvió a sentarse y miró su reloj; eran
las nueve y media. Sorprendido, pegó el reloj a la oreja: oyó el tictac del
minutero. Ahora la vela estaba sensiblemente más corta. Apagándola nuevamente,
la colocó en el piso junto a él, como antes. El señor Jarette no estaba cómodo;
estaba profundamente insatisfecho con el ambiente que lo rodeaba, y consigo
mismo por sentirse insatisfecho. ¿Qué puedo temer? -pensó-. Esto es ridículo y
vergonzoso. No seré tan estúpido. Pero no infunde valor el decirnos seamos
valientes, ni reconocer que en tal o cual circunstancia nos beneficia el
decirlo. Mientras más se condenaba a sí mismo, más argumentos encontraba
Jarette para fundar su condena. Mientras mayor era el número de sus
tranquilizadoras y armoniosas variaciones sobre el tema de la inocuidad de los
difuntos, menos podía soportar sus propias y discordantes inquietudes. Cómo es
posible -exclamó en medio de la angustia de su espíritu-, cómo es posible que
yo, tan luego yo, que no tengo supersticiones de ninguna clase, que no creo en
la inmortalidad del alma, que sé, y ahora más que nunca, que la vida
ultraterrena no es sino el sueño de un deseo, pierda mi apuesta, y junto con mi
apuesta ¡el honor, la propia estimación, tal vez el juicio! ¡Todo porque algunos
de mis salvajes antepasados, que vivían en las cavernas, concibieron la
monstruosa idea de que los muertos se levantan y caminan por la noche! En eso,
distintamente, inequívocamente, el señor Jarette oyó tras de sí un leve ruido
de pasos, cautelosos, nítidos, cada vez más próximos.
IV
A la mañana siguiente, poco
antes del amanecer, el doctor Helberson y su joven amigo Harper recorrían muy
despacio las calles de la
Costa Norte. Iban al cupé del doctor.
-Joven inexperto -dijo el
hombre de más edad-, ¿aún tiene usted confianza en el valor o en la estolidez
de su amigo? ¿Cree usted que he perdido mi apuesta?
-Sé que la ha perdido -dijo
el otro, pero esta vez con menos énfasis.
-Bueno, de todo corazón
espero que así sea -lo dijo con formalidad casi solemne-. Harper, este asunto
me inquieta -agregó a la media luz intermitente que entraba oblicuamente en el
cupé, cuando pasaban junto a los faroles de la calle, su rostro tenía un
aspecto muy severo-. No habría aceptado la apuesta si su amigo no me hubiese
irritado por el desdén que demostró ante mi duda sobre su incapacidad de
resistencia, una condición meramente física, y por haber sugerido con impasible
descortesía que el cadáver fuera el de un médico. Si algo sucediera, estamos
perdidos. Mucho me temo que lo merecemos.
-¿Qué puede suceder? Hasta si
el asunto tomara un sesgo grave, cosa que no creo, Mancher sólo tiene que
resucitar y explicar cómo sucedió. Muy diferente sería con un sujeto auténtico
de la Morgue,
o con uno de sus pacientes difuntos.
El doctor Mancher, por lo
tanto había cumplido su promesa: era el cadáver. El doctor Helberson permaneció
largo rato silencioso mientras el cupé, a paso de tortuga, tomaba por la misma
calle que ya había recorrido dos o tres veces.
-Bueno -dijo por fin-,
esperemos que Manchester, si ha necesitado resucitar de entre los muertos, se
haya conducido con discreción. De otro modo, su error empeoraría las cosas.
-Sí, Jarette podría matarlo
-dijo Harper. Cuando el cupé pasó junto a un farol de gas, miró su reloj-.
Pero ya son casi las cuatro de la mañana -agregó.
Un momento después los dos
hombres bajaban del coche y caminaban impetuosamente hacia la casa durante
mucho tiempo vacía, perteneciente al doctor Herlberson, en la cual habían
encerrado al señor Jarette. Al acercarse, encontraron a un hombre que corría.
Se detuvo de golpe.
-¿Pueden decirme -les gritó-
dónde hay un médico?
-¿Qué ocurre? -preguntó
Helberson, evasivamente.
-Vaya y vea con sus propios
ojos -dijo el hombre prosiguiendo su carrera.
Se apresuraron, llegaron a la
casa. En la puerta de calle vieron entrar a varias personas muy excitadas. Al
lado y al frente, en los edificios vecinos, asomaban muchas cabezas por las
ventanas abiertas de par en par. Los dueños de aquellas cabezas hacían
preguntas y no contestaban a las preguntas que les dirigían. Había luz en los
pocos cuartos con las ventanas cerradas: sus ocupantes se estaban vistiendo
para bajar. El farol de la calle, justo enfrente de la casa que era el centro
de todas las miradas, arrojaba sobre la escena una débil luz amarilla, como
insinuando que podía descubrir muchos otros pormenores si lo hubiese querido.
Harper, mortalmente pálido, se detuvo junto a la puerta y posó su mano en el
brazo de su acompañante. Dijo:
-Estamos perdidos, doctor.
Tenemos la suerte en contra. No entremos. Es preferible escapar.
Sus desaprensivas palabras
contrastaban con el tono extrañamente agitado de la voz.
-Yo soy médico -dijo el
doctor Helberson tranquilamente. Necesitan uno.
Subieron unos pocos peldaños
y se dispusieron a entrar. La puerta cancel estaba abierta. El farol de la
calle iluminaba el umbral lleno de gente. Algunas personas habían llegado al
último tramo de la escalera; como no las dejaran seguir adelante, allí
aguardaban, apostadas. Todas hablaban a la vez. Súbitamente, hubo una gran
conmoción: se abrió una puerta y un hombre se lanzó contra los que intentaban
detenerlo. Cayó sobre los asustados curiosos, haciéndolos a un lado,
obligándolos a ponerse de espaldas a la pared o a prenderse de la baranda,
tomándolos por el cuello y golpeándolos bárbaramente, o arrojándolos escaleras
abajo y pasándolos por encima. Andaba sin sombrero, con la ropa en desorden.
Más aterradora que su fuerza, en apariencia sobrehumana, era la expresión de
sus ojos desorbitados e inquietos. Su cara, cuidadosa-ente afeitada, estaba
exangüe. Tenía el pelo blanco como la nieve. Como hubiera más espacio al pie de
la escalera, y la multitud se hiciera a un lado para dejarlo pasar, Harper
gritó:
-¡Jarette, Jarette!
El doctor Helbeson tomó a
Harper por las solapas de la chaqueta y lo empujó hacia atrás. El hombre los
miró sin parecer reconocerlos, bajó los pocos peldaños que conducían de la
puerta cancel a la de la calle, y desapareció. Un policía corpulento, que no
había logrado bajar con tanto éxito, surgió momentos después y corrió tras él,
mientras las cabezas de las ventanas -ahora de mujeres y niños- gritaban:
-¡Por allí, por allí!
Ya la escalera estaba en
parte despejada. Casi toda la muchedumbre se había precipitado a la calle para
observar la fuga y persecución. El doctor Helberson, seguido de Harper, pudo
llegar hasta arriba.
En la puerta que daba al
último corredor, un agente de policía les interceptó el paso.
-Somos médicos-, dijo el
doctor, y entraron a un cuarto lleno de hombres apiñados alrededor de una mesa.
Apenas se distinguían en la penumbra. Los recién venidos, adelantándose
dificultosamente, miraron por encima de los que estaban en primera fila. En la
mesa, con las piernas tapadas con unas sábanas, yacía el cuerpo de un hombre.
Los rayos de una linterna que sostenía un policía, de pie junto al cadáver, lo
iluminaban brillantemente. Todos los demás, el policía mismo, estaban en la
sombra, excepto aquellos muy próximos a la cabeza del muerto. El rostro del
muerto, amarillo, repulsivo, horrible, tenía los ojos a medio abrir, mirando
hacia el techo, la mandíbula caída; en los labios, en el mentón, en las
mejillas había rastros de espuma. Un hombre alto, evidentemente un médico, se
inclinó sobre el cadáver, le pasó la mano por debajo de la pechera de la camisa
y le introdujo dos dedos en la boca abierta.
-Hace casi tres horas que
este hombre ha muerto -dijo. Es un caso para el médico forense.
Sacó una tarjeta de bolsillo,
la entregó al oficial y se abrió camino hasta la puerta.
-¡Váyanse todos! ¡Fuera!
-gritó el oficial bruscamente, y el cuerpo del muerto desapareció como por arte
de magia cuando la linterna enfocó, aquí y allá, las caras de la multitud.
El efecto fue increíble. Los
hombres, enceguecidos, confusos, casi aterrorizados, se precipitaron
ruidosamente hacia la puerta apretujándose, codeándose y cayendo los unos
encima de los otros a medida que iban saliendo, como las huestes de la noche
heridas por los dardos de Apolo. Sobre la masa tumultuosa, acorralada, el
oficial disparaba su luz implacable, incesante. Arrastrados por la corriente,
Helberson y Harper fueron barridos del cuarto y lanzados a la calle escaleras
abajo.
-¡Dios mío, doctor! ¿No le
dije que Jarette lo mataría? -exclamó Harper no bien se apartaron de la
multitud.
-Entiendo que sí -replicó el
otro sin aparente emoción.
Prosiguieron caminando en
silencio hacia el este, ya gris; se perfilaban las viviendas sobre la línea de
la colina. Ya andaba por las calles el carro del lechero. Muy pronto el
panadero entraría en escena. Se oían vocear los primeros diarios.
-Tengo la impresión,
jovencito -dijo el doctor Helberson, que usted y yo hemos trasnochado
demasiado en los últimos tiempos. No es bueno para la salud. Necesitamos un
cambio. ¿Qué le parecería un viaje a Europa?
-¿Cuándo?
-En cualquier momento. Esta
tarde a las cuatro, por ejemplo, sería una hora conveniente.
-Lo encontraré en el barco
-dijo Harper.
V
Estos dos hombres, siete años
después, conversaban amigable-mente en Nueva York, sentados en un banco de
Madison Square. Un tercero, que los había estado observando sin que ellos lo
advirtieran, terminó por acercarse y los saludó con la mayor cortesía,
quitándose el sombrero y descubriendo su pelo ondulado, blanco como la nieve.
Dijo:
-Les pido disculpas, señores,
pero cuando se ha matado a un hombre para poder resucitar, es mejor ponerse sus
ropas y escaparse en la primera oportunidad.
Helberson y Harper cambiaron
miradas significativas. Parecían divertidos. Helberson miró con simpatía al
desconocido y replicó:
-Esa fue siempre mi idea.
Estoy enteramente de acuerdo con sus ventaj...
Súbitamente se detuvo,
mortalmente pálido. Clavó los ojos en el hombre y quedó boquiabierto. Temblaba.
-¡Ah! -exclamó el
desconocido-, veo que se siente usted mal, doctor. En caso de que no pueda
atenderse, estoy seguro de que el doctor Harper podrá hacerlo por usted.
-¿Quién diablos es usted?
-preguntó Harper desafiante.
El desconocido se acercó más
a ellos. Inclinándose susurró:
-A veces me llamo a mí mismo
Jarette, pero no tengo inconveniente en decirles, dada la vieja amistad que nos
une, que soy el doctor William Mancher. Los dos hombres saltaron del banco.
-¡Mancher! -exclamaron
jadeantes, y Helberson agregó:
-¡Dios mío, es verdad!
El desconocido sonrió
vagamente.
-Sí -dijo-, es bastante cierto,
qué duda cabe.
Vaciló, como si intentara
recordar algo, y luego empezó a tararear una canción popular. Se hubiera dicho
que los dos hombres ya no le interesaban.
-Mire usted, Mancher -dijo el
doctor Helberson, cuéntenos exactamente lo que ocurrió aquella noche a
Jarette, desde luego.
-Ah, sí, a Jarette -dijo el
otro. Es extraño que haya olvidado contárselos a ustedes. Lo cuento tan a
menudo. Vean ustedes, yo sabía, porque le oí a él mismo decirlo, que no estaba
demasiado tranquilo. Entonces no resistí a la tentación de volver a la vida y
entretenerme un poco a costa de él. No pude resistir, en verdad. Todo estaba
muy bien, pero no pensé, seriamente. Y después... bueno, fue toda una historia
hacerlo ocupar mi lugar, y entonces. ¡Malditos sean ustedes, no podía salir!
¡Malditos sean!
Nada semejante a la ferocidad
con que articuló las últimas palabras. Los otros dos retrocedieron alarmados.
-¿Nosotros? ¿Cómo, cómo?
-balbuceó Helberson, perdiendo por completo el dominio de sí. Nosotros no
tenemos nada que ver en eso.
-¿No dije que ustedes eran
los doctores Hellborn y Sharper ?
-preguntó el loco, riendo.
-Mi nombre es Helberson, y
este caballero es el señor Harper -le contestó, tranquilizado-. Pero ahora no
somos médicos. Somos... bueno, hablemos claro, viejo, somos jugadores.
-Muy buena profesión. Muy
buena, en verdad. Y dicho sea de paso, espero que Sharper, aquí presente, haya
pagado lo que apostó a Jarette, como un honesto jugador. Sí, una profesión muy
buena y honorable -repitió con aire pensativo. Antes de alejarse, agregó a modo
de despedida: -Pero yo me aferro a la antigua. Soy médico en el asilo de
Bloomingdale, médico del personal. Mi tarea es cuidar al director.
1.007. Briece (Ambrose)