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sábado, 15 de junio de 2013

El hipnotizador

Algunos de mis amigos, que saben por casualidad que a veces me entretengo con el hipnotismo, la lectura de la mente y fenómenos similares, suelen preguntarme si tengo un concepto claro de la naturaleza de los principios, cualesquiera que sean, que los sustentan. A esta pregunta respondo siempre que no los tengo, ni deseo tenerlos. No soy un investigador con la oreja pegada al ojo de la cerradura del taller de la Naturaleza, que trata con vulgar curiosidad de robarle los secretos del oficio. Los intereses de la ciencia tienen tan poca importancia para mí, como parece que los míos han tenido para la ciencia.
No hay duda de que los fenómenos en cuestión son bastante simples, y de ninguna manera trascienden nuestros poderes de comprensión si sabemos hallar la clave; pero por mi parte prefiero no hacerlo, porque soy de naturaleza singularmente romántica y obtengo más satisfacciones del misterio que del saber. Era corriente que se dijera de mí, cuando era un niño, que mis grandes ojos azules parecían haber sido hechos más para ser mirados que para mirar... tal era su ensoñadora belleza y, en mis frecuentes períodos de abstracción, su indiferencia por lo que sucedía. En esas circunstancias, el alma que yace tras ellos parecía -me aventuro a creerlo-, siempre más dedicada a alguna bella concepción que ha creado a su imagen, que preocupada por las leyes de la naturaleza y la estructura material de las cosas. Todo esto, por irrelevante y egoísta que parezca, está relacionado con la explicación de la escasa luz que soy capaz de arrojar sobre un tema que tanto ha ocupado mi atención y por el que existe una viva y general curiosidad. Sin duda otra persona, con mis poderes y oportunidades, ofrecería una explicación mucho mejor de la que presento simplemente como relato.
La primera noción de que yo poseía extraños poderes me vino a los catorce años, en la escuela. Habiendo olvidado una vez de llevar mi almuerzo, miraba codiciosamente el que una niñita se disponía a comer. Levantó ella los ojos, que se encontraron con los míos y pareció incapaz de separarlos de mi vista. Luego de un momento de vacilación, vino hacia mí, con aire ausente, y sin una palabra me entregó la canastita con su tentador contenido y se marchó. Con inefable encanto alivié mi hambre y destruí la canasta. Después de lo cual ya no volví a preocuparme de traer el almuerzo: la niñita fue mi proveedora diaria; y no sin frecuencia, al satisfacer con su frugal provisión mi sencilla necesidad, combiné el placer y el provecho, obligándola a participar del festín y haciéndole engañosas propuestas de viandas que, eventualmente, yo consumía hasta la última migaja. La niña estaba persuadida de haberse comido todo ella, y más tarde, durante el día, sus llorosos lamentos de hambre sorprendían a la maestra y divertían a los alumnos, que le pusieron el sobrenombre de Tragaldabas, y me llenaban de una paz más allá de lo comprensible.
Un aspecto desagradable de este estado de cosas, en otros sentidos tan satisfactorio, era la necesidad de secreto: el traspaso del almuerzo, por ejemplo, debía hacerse a cierta distancia de la enloquecedora muchedumbre, en un bosque; y me ruborizo en pensar en los muchos otros indignos subterfugios producto de la situación. Como por naturaleza era (y soy) de disposición franca y abierta, esto se iba haciendo cada vez más fastidioso, y si no hubiera sido por la repugnancia de mis padres a renunciar a las obvias ventajas del nuevo régimen, hubiera vuelto al antiguo, alegremente. El plan que finalmente adopté para librarme de las consecuencias de mis propios poderes, despertó un amplio y vivo interés en esa época, aunque la parte que consistió en la muerte de la niña fue severamente condenada, pero esto no hace a la finalidad de este relato.
Después, durante unos años, tuve poca oportunidad de practicar hipnotismo; los pequeños intentos que hice estaban desprovistos de otro premio que no fuera el confinamiento a pan y agua, y a veces, en realidad, no traían nada mejor que el látigo de nueve colas. Sólo cuando estaba por abandonar la escena de estos pequeños desengaños, realicé una hazaña verdaderamente importante.
Me habían llevado a la oficina del director de la cárcel y me habían dado un traje de civil, una irrisoria suma de dinero y una gran cantidad de consejos que, debo confesarlo, eran de mucha mejor calidad que la ropa. Cuando atravesaba el portón hacia la luz de la libertad, me di vuelta de súbito y, mirando seriamente en los ojos al director, lo puse rápidamente bajo mi control.
-Usted es un avestruz -le dije.
El examen post mortem reveló que su estómago contenía una gran cantidad de artículos indigestos, la mayor parte de metal o madera. Atragantado en el esófago, un picaporte; lo que según el veredicto del jurado, constituyó la causa inmediata de la muerte.
Yo era por naturaleza un hijo bueno y afectuoso, pero, al retornar al mundo del que tanto tiempo había estado separado, no pude evitar recordar que todas mis penas surgían como un arroyuelo de la tacaña economía de mis padres en aquel asunto del almuerzo escolar; y no tenía razón alguna para creer que se habían reformado.

En el camino entre Succotash Hill y Sud Asfixia hay unas tierras donde existió una edificación conocida como rancho de Pete Gilstrap, en donde este caballero solía asesinar a los viajeros para ganarse el sustento. La muerte del señor Gilstrap y el desvío de casi todos los viajes hacia otro camino ocurrieron tan al mismo tiempo que nadie ha podido decir aún cuál fue causa y cuál efecto. De todos modos las tierras estaban ahora desiertas y el pequeño rancho había sido incendiado hacía mucho. Mientras iba a pie a Sud Asfixia, el hogar de mi niñez, encontré a mis padres, camino de la colina. Habían atado la yunta y almorzaban bajo un roble, en medio de la campiña. La vista del almuerzo revivió en mí los dolorosos recuerdos de los días escolares y despertó el león dormido en mi pecho. Acercándome a la pareja culpable, que en seguida me reconoció, me aventuré a sugerir que compartiría su hospitalidad.
-De este festín, hijo mío -dijo el autor de mis días, con la característica pomposidad que la edad no había marchitado-, no hay más que para dos. No soy, eso creo, insensible a la llama hambrienta de tus ojos, pero...
Mi padre nunca completó la frase: lo que equivocadamente tomó por llama del hambre no era otra cosa que la mirada fija del hipnotizador. En pocos segundos estaba a mi servicio. Unos pocos más bastaron para la dama, y los dictados de un justo reconocimiento pudieron ponerse en acción.
-Antiguo padre -dije, imagino que ya entiendes que tú y esta señora no son ya lo que eran.
-He observado un cierto cambio sutil -fue la dudosa respuesta del anciano caballero, quizás atribuible a la edad.
-Es más que eso -expliqué, tiene que ver con el carácter, con la especie. Tú y la señora son, en realidad, dos potros salvajes y enemigos.
-Pero, John -exclamó mi querida madre-, no quieres decir que yo...
-Señora -repliqué solemnemente, fijando mis ojos en los suyos-, lo es.
Apenas habían caído estas palabras de mis labios cuando ella estaba ya en cuatro patas y, empujando al viejo, chillaba como un demonio y le enviaba una maligna patada a la canilla. Un instante después él también estaba en cuatro patas, separándose de ella y arrojándole patadas simultáneas y sucesivas. Con igual dedicación pero con inferior agilidad, a causa de su inferior engranaje corporal, ella se ocupaba de lo mismo. Sus piernas veloces se cruzaban y mezclaban de la más sorprendente manera; los pies se encontraban directamente en el aire, los cuerpos lanzados hacia adelante, cayendo al suelo con todo su peso y por momentos imposibilitados. Al recobrarse reanudaban el combate, expresando su frenesí con los innombrables sonidos de las bestias furiosas que creían ser; toda la región resonaba con su clamor. Giraban y giraban en redondo y los golpes de sus pies caían como rayos provenientes de las nubes. Apoyados en las rodillas se lanzaban hacia adelante y retrocedían, golpeándose salvajemente con golpes descendentes de ambos puños a la vez, y volvían a caer sobre sus manos, como incapaces de mantener la posición erguida del cuerpo. Las manos y los pies arrancaban del suelo pasto y guijarros; las ropas, la cara, el cabello estaban inexpresablemente desfigurados por la sangre y la tierra. Salvajes e inarticulados alaridos de rabia atestiguaban la remisión de los golpes; quejidos, gruñidos, ahogos, su recepción. Nada más auténticamente militar se vio en Gettysburg o en Waterloo: la valentía de mis queridos padres en la hora del peligro no dejará de ser nunca para mí fuente de orgullo y satisfacción. Al final de esto, dos estropeados, haraposos, sangrientos y quebrados vestigios de humanidad atestiguaron de forma solemne de que el autor de la contienda era ya un huérfano.
Arrestado por provocar una alteración del orden, fui, y desde entonces lo he sido, juzgado en la Corte de Tecnicismos y Aplazamientos, donde, después de quince años de proceso, mi abogado está moviendo cielo y tierra para conseguir que el caso pase a la Corte de Traslados de Nuevas Pruebas.
Tales son algunos de mis principales experi-mentos en la misteriosa fuerza o agente conocido como sugestión hipnótica. Si ella puede o no ser empleada por hombres malignos para finalidades indignas es algo que no sabría decir.

1.007. Briece (Ambrose)

El guardian del muerto

I

En la llamada Costa Norte de San Francisco, en un cuarto de una casa desocupada, un cuarto de piso alto, yacía el cuerpo de un hombre tapado por una sábana. Serían las nueve de la noche. Una vela iluminaba el cuarto débilmente y las dos ventanas estaban cerradas, con las persianas bajas, a pesar del calor y de la costumbre de airear las habitaciones donde hay difuntos. Los únicos muebles eran un sillón, una mesita para leer que sostenía el candelero, y una larga mesa de cocina donde yacía el cuerpo del hombre. Poco antes, quizá, introdujeron los muebles y el cadáver. Un espectador habría observado que estaban libres de polvo, no así el piso del cuarto. Había telarañas en los ángulos de las paredes. Se delineaba el contorno del cuerpo bajo la sábana, hasta se insinuaban las facciones con esa extraña rigidez que suele atribuirse a las caras de los muertos, pero que en realidad es propia de todos aquellos consumidos por una enfermedad. Por el silencio que reinaba en el cuarto podía intuirse que no daba a la calle. Era un cuarto interior, sin más perspectiva que un alto peñasco. El edificio, en su parte de atrás, estaba construido sobre la pendiente de una colina. Cuando sonaron las nueve campanadas en el reloj de la iglesia -con tanto desgano, con tanta indiferencia al paso del tiempo que apenas podía uno comprender por qué se molestaban en marcar la hora- se abrió la única puerta del cuarto, entró un hombre y se acercó al cadáver. La puerta, como obedeciendo a un movimiento espontáneo, volvió a cerrarse tras él. Se oyó el chirrido de una llave que giraba con dificultad, se oyó el chasquido del cerrojo, se oyeron unos pasos que se alejaban por el corredor. Todo inducía a pensar que el hombre que había entrado en el cuarto era ya un prisionero. El hombre caminó hasta la mesa, se detuvo unos instantes mirando el cadáver; luego, encogiéndose levemente de hombros, fue hasta una de las ventanas y levantó la persiana. Afuera, la oscuridad era absoluta; los vidrios estaban cubiertos de polvo. Pasó la mano por el polvo y pudo ver que la ventana, a pocas pulgadas de los vidrios, estaba reforzada por gruesos barrotes de hierro empotrados en cada extremo de la mampostería. Examinó la otra ventana. Sucedía lo mismo. Esta circunstancia no le inspiró mayor curiosidad y ni siquiera trató de abrirlas. Si era un prisionero, no intentaba evadirse. Después de haber terminado la inspección del cuarto, se instaló en el sillón, sacó un libro del bolsillo, acercó la mesita con el candelero y empezó a leer. Era un hombre joven -no pasaría de los treinta- de tez oscura, cuidadosamente afeitado, y pelo castaño. Tenía el rostro fino, la nariz larga y recta, la frente despejada, y esa " firmeza" en el mentón y en la mandíbula que, según dicen, es índice de un temperamento resuelto. Por la expresión de sus ojos grises, abstraídos, acaso fuera poco sensible a las sugestiones de los demás. Ahora esos ojos estaban fijos en el libro, pero de vez en cuando los apartaba para mirar el cadáver. Al parecer, no bajo la influencia de la morbosa fascinación que los muertos ejercen sobre los vivos, aun sobre los más valerosos e impasibles, ni por ese deliberado impulso de probar su ánimo que suele mover a las personas impresionables y tímidas. Miraba como si algo en la lectura le hiciera recordar la situación en que se hallaba. Este guardián del muerto, qué duda cabe, cumplía su obligación con inteligencia y serenidad, tal como su aspecto lo hacía presumir. Así continuó alrededor de media hora. Después cerró el libro, quizás al terminar un capítulo, lo dejó sobre la mesita, se puso de pie, alzó la mesita y volvió a colocarla en un rincón del cuarto, cerca de una de las ventanas. En seguida, llevando consigo el candelero, se aproximó a la chimenea vacía frente a la cual estuvo sentado. Al cabo de un momento fue hasta la mesa donde yacía el cadáver, apartó la sábana y dejó al descubierto la cabeza: apareció una melena oscura y un sudario de lienzo muy fino bajo el cual se distinguían aún más las facciones del muerto. Entonces resguardó sus propios ojos de la luz, interponiendo su mano libre entre ellos y el candelero, y detuvo en su inmóvil acompañante una severa y tranquila mirada. Satisfecho con su examen, echó de nuevo la sábana sobre el rostro yacente, y antes de volver al sillón tomó algunos fósforos del candelero y los guardó en el bolsillo de su chaqueta. Después sacó la vela del cilindro hueco del candelero y la observó con atención, como si calculara cuanto tiempo habría de durar. Tenía dos pulgadas de largo. ¡Una hora más, y quedaría a oscuras! Insertó la vela en el candelero, sopló, apagó la llama.

II

En un consultorio de Kearny Street, sentados en torno a una mesa, tres hombres bebían ponche y fumaban. Era tarde, casi medianoche, y no había escaseado el ponche. Estaban en casa del doctor Helberson, el más circunspecto de los tres. Tenía unos treinta años. Los otros eran menores. Todos ellos médicos.
-El temor supersticioso que inspiran los muertos a los vivos es hereditario e incurable -dijo el doctor Helberson-. No tiene por qué avergonzarnos. Es una herencia, sencillamente, como la incapacidad para las matemáticas, o la tendencia a mentir.
Los otros rieron.
-¿Es que la mentira no debe avergonzar a un hombre? -preguntó el más joven de los tres. Este último, en realidad, era un practicante. Todavía no se había recibido.
-Mi querido Harper, no he dicho eso. Una cosa es mentir; otra, la tendencia a mentir.
-¿Pero cree usted -dijo el tercero- que este supersticioso temor a los muertos, no fundado en razón alguna, sea universal? Yo no siento hacia ellos ningún temor.
-Usted no lo siente en teoría -contestó Helberson-. Espere que se cumplan determinadas condiciones, lo que Shakespeare llama "la confabulación de las circunstancias", y lo verá manifestarse de una manera no muy agradable que le abrirá los ojos. Los médicos y los soldados, desde luego, son menos vulnerables que otros a este temor.
-¡Médicos y soldados! ¿Por qué no agrega también verdugos? Incluyamos a todas las clases criminales.
-No, mi querido Mancher. Los jurados no permiten a los verdugos familiarizarse demasiado con la muerte. De otro modo, llegaría a no conmoverlos.
El joven Harper, que había ido a buscar un cigarro, volvió a su asiento.
-¿Qué condiciones se requieren para que cualquier hombre nacido de mujer llegue a tener conciencia, hasta un extremo intolerable, de ese horror que todos compartimos según usted? -preguntó con sobrada elocuencia.
-Bueno, yo diría que si un hombre estuviera encerrado toda la noche con un cadáver, solo, en la oscuridad de una casa desocupada, sin mantas para echarse sobre la cabeza y refugiarse en ellas, podría jactarse con justicia de no haber nacido de mujer; ni siquiera, como Macduff, de ser el resultado de una cesárea.
-Pensé que sus condiciones no acabarían nunca -replicó Harper-. Pero sé de un hombre que no vacilaría en aceptarlas. Por lo que usted quiera apostar.
-¿Quién es?
-Se llama Jarette. No es de California. Como yo, ha nacido en Nueva York. Yo no tengo dinero para hacer apuestas, pero él podrá apostarle lo que usted quiera -repitió.
-¿Cómo lo sabe usted?
-Prefiere jugar a comer. En cuanto al miedo, me atrevería a decir que lo considera algo así como una enfermedad de la piel, o acaso como una peculiar herejía religiosa.
Decididamente, Helberson empezaba a interesarse.
-¿Cómo es el tal Jarette? -preguntó.
-¿Cómo es? Se parece a Mancher. Podrían ser mellizos.
Helberson contestó resueltamente:
-Acepto la apuesta.
-Debo agradecerle muchísimo el cumplido, estoy seguro -dijo Mancher arrastrando las palabras. Se estaba durmiendo. Agregó-: ¿Puedo entrar en la apuesta?
-No contra mí -dijo Helberson-. No quiero su dinero.
-Muy bien. Entonces seré el cadáver.
Los otros se echaron a reír.
Ya hemos visto el resultado de esta descabellada conversación.

III

Al apagar la escasa ración de su vela, el señor Jarette se propuso conservarla para alguna imprevista necesidad. Quizá pensara vagamente que tanto daba estar a oscuras al principio como al fin, y ese cabo de vela, en caso de que la situación se hiciera realmente insoportable, le garantizaba un medio de alivio, o hasta de libertad. De cualquier modo era prudente contar con una pequeña reserva de luz, aunque sólo fuera para poder mirar el reloj.
No bien apagó la vela y la colocó a su lado, en el suelo, se instaló cómodamente en el sillón, echó la cabeza atrás y cerró los ojos. Deseaba y esperaba dormir. Quedó decepcionado; nunca en su vida había tenido menos sueño. Pocos minutos después se dio por vencido. Pero entonces ¿qué hacer? No podía andar a tientas en la oscuridad más absoluta, corriendo el peligro de tropezar con las paredes, también de llevarse por delante la mesa y perturbar descomedidamente al muerto. Nadie discute el derecho de los muertos de descansar en paz, exentos de cualquier violencia. Jarette casi logró persuadirse de que consideraciones semejantes, reteniéndolo en el sillón, lo obligaban a no afrontar una probable caída.
Mientras pensaba en ello, creyó haber oído un leve ruido que llegaba de la mesa. Qué clase de ruido era, no hubiese podido decirlo. Continuó inmóvil. ¿Para qué volver la cabeza en la oscuridad? Sin embargo, escuchó atentamente. ¿Por qué no habría de hacerlo? Y mientras escuchaba, sintiendo como un vértigo, se aferró a los brazos del sillón. Le zumbaban los oídos, la sangre se le subía a la cabeza, el chaleco le apretaba el tórax. Se preguntó a qué obedecían esas molestias ¿Eran síntomas de miedo? Hundió el pecho, lanzando un profundo suspiro, y cuando la gran cantidad de aire con que llenó de nuevo sus pulmones exhaustos hizo desaparecer aquella sensación de vértigo, comprendió que en el afán de escuchar había contenido la respiración hasta llegar por poco a sofocarse. Era una revelación humillante. Se levantó, empujó el sillón con el pie y avanzó hasta el centro del cuarto. Pero no avanzaba mucho en la oscuridad. Tanteando, encontró la pared, siguió hasta el rincón, dio vuelta, pasó las dos ventanas y allí, en el otro rincón, entró en violento contacto con la mesita y la tiró al suelo. El ruido lo hizo estremecer. Quedó fastidiado. ¿Cómo diablos pude olvidar dónde coloqué la mesita?, murmuró, buscando su camino a lo largo de la tercera pared con el propósito de llegar a la chimenea.
Debo poner las cosas en su justo sitio, dijo el señor Jarette, y palpó el piso hasta dar con el candelero.
Cuando por fin lo encendió, volvió los ojos a la mesa de cocina donde, naturalmente, nada había cambiado. La mesita con el atril seguía en el suelo. Había olvidado poner las cosas en su justo sitio. Paseó la mirada por el cuarto, desplazando las sombras más profundas con el candelero, llegó hasta la puerta, hizo girar el picaporte y empujó con todas sus fuerzas. Como la puerta no cediera, sintió una especie de satisfacción. Más aún, corrió el pestillo que tenía por dentro y en el cual no había reparado en el momento de entrar. Volvió a sentarse y miró su reloj; eran las nueve y media. Sorprendido, pegó el reloj a la oreja: oyó el tictac del minutero. Ahora la vela estaba sensiblemente más corta. Apagándola nuevamente, la colocó en el piso junto a él, como antes. El señor Jarette no estaba cómodo; estaba profundamente insatisfecho con el ambiente que lo rodeaba, y consigo mismo por sentirse insatisfecho. ¿Qué puedo temer? -pensó-. Esto es ridículo y vergonzoso. No seré tan estúpido. Pero no infunde valor el decirnos seamos valientes, ni reconocer que en tal o cual circunstancia nos beneficia el decirlo. Mientras más se condenaba a sí mismo, más argumentos encontraba Jarette para fundar su condena. Mientras mayor era el número de sus tranquilizadoras y armoniosas variaciones sobre el tema de la inocuidad de los difuntos, menos podía soportar sus propias y discordantes inquietudes. Cómo es posible -exclamó en medio de la angustia de su espíritu-, cómo es posible que yo, tan luego yo, que no tengo supersticiones de ninguna clase, que no creo en la inmortalidad del alma, que sé, y ahora más que nunca, que la vida ultraterrena no es sino el sueño de un deseo, pierda mi apuesta, y junto con mi apuesta ¡el honor, la propia estimación, tal vez el juicio! ¡Todo porque algunos de mis salvajes antepasados, que vivían en las cavernas, concibieron la monstruosa idea de que los muertos se levantan y caminan por la noche! En eso, distintamente, inequívocamente, el señor Jarette oyó tras de sí un leve ruido de pasos, cautelosos, nítidos, cada vez más próximos.

IV

A la mañana siguiente, poco antes del amanecer, el doctor Helberson y su joven amigo Harper recorrían muy despacio las calles de la Costa Norte. Iban al cupé del doctor.
-Joven inexperto -dijo el hombre de más edad-, ¿aún tiene usted confianza en el valor o en la estolidez de su amigo? ¿Cree usted que he perdido mi apuesta?
-Sé que la ha perdido -dijo el otro, pero esta vez con menos énfasis.
-Bueno, de todo corazón espero que así sea -lo dijo con formalidad casi solemne-. Harper, este asunto me inquieta -agregó a la media luz intermitente que entraba oblicuamente en el cupé, cuando pasaban junto a los faroles de la calle, su rostro tenía un aspecto muy severo-. No habría aceptado la apuesta si su amigo no me hubiese irritado por el desdén que demostró ante mi duda sobre su incapacidad de resistencia, una condición meramente física, y por haber sugerido con impasible descortesía que el cadáver fuera el de un médico. Si algo sucediera, estamos perdidos. Mucho me temo que lo merecemos.
-¿Qué puede suceder? Hasta si el asunto tomara un sesgo grave, cosa que no creo, Mancher sólo tiene que resucitar y explicar cómo sucedió. Muy diferente sería con un sujeto auténtico de la Morgue, o con uno de sus pacientes difuntos.
El doctor Mancher, por lo tanto había cumplido su promesa: era el cadáver. El doctor Helberson permaneció largo rato silencioso mientras el cupé, a paso de tortuga, tomaba por la misma calle que ya había recorrido dos o tres veces.
-Bueno -dijo por fin-, esperemos que Manchester, si ha necesitado resucitar de entre los muertos, se haya conducido con discreción. De otro modo, su error empeoraría las cosas.
-Sí, Jarette podría matarlo -dijo Harper. Cuando el cupé pasó junto a un farol de gas, miró su reloj-. Pero ya son casi las cuatro de la mañana -agregó.
Un momento después los dos hombres bajaban del coche y caminaban impetuosamente hacia la casa durante mucho tiempo vacía, perteneciente al doctor Herlberson, en la cual habían encerrado al señor Jarette. Al acercarse, encontraron a un hombre que corría. Se detuvo de golpe.
-¿Pueden decirme -les gritó- dónde hay un médico?
-¿Qué ocurre? -preguntó Helberson, evasivamente.
-Vaya y vea con sus propios ojos -dijo el hombre prosiguiendo su carrera.
Se apresuraron, llegaron a la casa. En la puerta de calle vieron entrar a varias personas muy excitadas. Al lado y al frente, en los edificios vecinos, asomaban muchas cabezas por las ventanas abiertas de par en par. Los dueños de aquellas cabezas hacían preguntas y no contestaban a las preguntas que les dirigían. Había luz en los pocos cuartos con las ventanas cerradas: sus ocupantes se estaban vistiendo para bajar. El farol de la calle, justo enfrente de la casa que era el centro de todas las miradas, arrojaba sobre la escena una débil luz amarilla, como insinuando que podía descubrir muchos otros pormenores si lo hubiese querido. Harper, mortalmente pálido, se detuvo junto a la puerta y posó su mano en el brazo de su acompañante. Dijo:
-Estamos perdidos, doctor. Tenemos la suerte en contra. No entremos. Es preferible escapar.
Sus desaprensivas palabras contrastaban con el tono extrañamente agitado de la voz.
-Yo soy médico -dijo el doctor Helberson tranquilamente. Necesitan uno.
Subieron unos pocos peldaños y se dispusieron a entrar. La puerta cancel estaba abierta. El farol de la calle iluminaba el umbral lleno de gente. Algunas personas habían llegado al último tramo de la escalera; como no las dejaran seguir adelante, allí aguardaban, apostadas. Todas hablaban a la vez. Súbitamente, hubo una gran conmoción: se abrió una puerta y un hombre se lanzó contra los que intentaban detenerlo. Cayó sobre los asustados curiosos, haciéndolos a un lado, obligándolos a ponerse de espaldas a la pared o a prenderse de la baranda, tomándolos por el cuello y golpeándolos bárbaramente, o arrojándolos escaleras abajo y pasándolos por encima. Andaba sin sombrero, con la ropa en desorden. Más aterradora que su fuerza, en apariencia sobrehumana, era la expresión de sus ojos desorbitados e inquietos. Su cara, cuidadosa-ente afeitada, estaba exangüe. Tenía el pelo blanco como la nieve. Como hubiera más espacio al pie de la escalera, y la multitud se hiciera a un lado para dejarlo pasar, Harper gritó:
-¡Jarette, Jarette!
El doctor Helbeson tomó a Harper por las solapas de la chaqueta y lo empujó hacia atrás. El hombre los miró sin parecer reconocerlos, bajó los pocos peldaños que conducían de la puerta cancel a la de la calle, y desapareció. Un policía corpulento, que no había logrado bajar con tanto éxito, surgió momentos después y corrió tras él, mientras las cabezas de las ventanas -ahora de mujeres y niños- gritaban:
-¡Por allí, por allí!
Ya la escalera estaba en parte despejada. Casi toda la muchedumbre se había precipitado a la calle para observar la fuga y persecución. El doctor Helberson, seguido de Harper, pudo llegar hasta arriba.
En la puerta que daba al último corredor, un agente de policía les interceptó el paso.
-Somos médicos-, dijo el doctor, y entraron a un cuarto lleno de hombres apiñados alrededor de una mesa. Apenas se distinguían en la penumbra. Los recién venidos, adelantándose dificultosamente, miraron por encima de los que estaban en primera fila. En la mesa, con las piernas tapadas con unas sábanas, yacía el cuerpo de un hombre. Los rayos de una linterna que sostenía un policía, de pie junto al cadáver, lo iluminaban brillantemente. Todos los demás, el policía mismo, estaban en la sombra, excepto aquellos muy próximos a la cabeza del muerto. El rostro del muerto, amarillo, repulsivo, horrible, tenía los ojos a medio abrir, mirando hacia el techo, la mandíbula caída; en los labios, en el mentón, en las mejillas había rastros de espuma. Un hombre alto, evidentemente un médico, se inclinó sobre el cadáver, le pasó la mano por debajo de la pechera de la camisa y le introdujo dos dedos en la boca abierta.
-Hace casi tres horas que este hombre ha muerto -dijo. Es un caso para el médico forense.
Sacó una tarjeta de bolsillo, la entregó al oficial y se abrió camino hasta la puerta.
-¡Váyanse todos! ¡Fuera! -gritó el oficial bruscamente, y el cuerpo del muerto desapareció como por arte de magia cuando la linterna enfocó, aquí y allá, las caras de la multitud.
El efecto fue increíble. Los hombres, enceguecidos, confusos, casi aterrorizados, se precipitaron ruidosamente hacia la puerta apretujándose, codeándose y cayendo los unos encima de los otros a medida que iban saliendo, como las huestes de la noche heridas por los dardos de Apolo. Sobre la masa tumultuosa, acorralada, el oficial disparaba su luz implacable, incesante. Arrastrados por la corriente, Helberson y Harper fueron barridos del cuarto y lanzados a la calle escaleras abajo.
-¡Dios mío, doctor! ¿No le dije que Jarette lo mataría? -exclamó Harper no bien se apartaron de la multitud.
-Entiendo que sí -replicó el otro sin aparente emoción.
Prosiguieron caminando en silencio hacia el este, ya gris; se perfilaban las viviendas sobre la línea de la colina. Ya andaba por las calles el carro del lechero. Muy pronto el panadero entraría en escena. Se oían vocear los primeros diarios.
-Tengo la impresión, jovencito -dijo el doctor Helberson, que usted y yo hemos trasnochado demasiado en los últimos tiempos. No es bueno para la salud. Necesitamos un cambio. ¿Qué le parecería un viaje a Europa?
-¿Cuándo?
-En cualquier momento. Esta tarde a las cuatro, por ejemplo, sería una hora conveniente.
-Lo encontraré en el barco -dijo Harper.

V

Estos dos hombres, siete años después, conversaban amigable-mente en Nueva York, sentados en un banco de Madison Square. Un tercero, que los había estado observando sin que ellos lo advirtieran, terminó por acercarse y los saludó con la mayor cortesía, quitándose el sombrero y descubriendo su pelo ondulado, blanco como la nieve. Dijo:
-Les pido disculpas, señores, pero cuando se ha matado a un hombre para poder resucitar, es mejor ponerse sus ropas y escaparse en la primera oportunidad.
Helberson y Harper cambiaron miradas significativas. Parecían divertidos. Helberson miró con simpatía al desconocido y replicó:
-Esa fue siempre mi idea. Estoy enteramente de acuerdo con sus ventaj...
Súbitamente se detuvo, mortalmente pálido. Clavó los ojos en el hombre y quedó boquiabierto. Temblaba.
-¡Ah! -exclamó el desconocido-, veo que se siente usted mal, doctor. En caso de que no pueda atenderse, estoy seguro de que el doctor Harper podrá hacerlo por usted.
-¿Quién diablos es usted? -preguntó Harper desafiante.
El desconocido se acercó más a ellos. Inclinándose susurró:
-A veces me llamo a mí mismo Jarette, pero no tengo inconveniente en decirles, dada la vieja amistad que nos une, que soy el doctor William Mancher. Los dos hombres saltaron del banco.
-¡Mancher! -exclamaron jadeantes, y Helberson agregó:
-¡Dios mío, es verdad!
El desconocido sonrió vagamente.
-Sí -dijo-, es bastante cierto, qué duda cabe.
Vaciló, como si intentara recordar algo, y luego empezó a tararear una canción popular. Se hubiera dicho que los dos hombres ya no le interesaban.
-Mire usted, Mancher -dijo el doctor Helberson, cuéntenos exactamente lo que ocurrió aquella noche a Jarette, desde luego.
-Ah, sí, a Jarette -dijo el otro. Es extraño que haya olvidado contárselos a ustedes. Lo cuento tan a menudo. Vean ustedes, yo sabía, porque le oí a él mismo decirlo, que no estaba demasiado tranquilo. Entonces no resistí a la tentación de volver a la vida y entretenerme un poco a costa de él. No pude resistir, en verdad. Todo estaba muy bien, pero no pensé, seriamente. Y después... bueno, fue toda una historia hacerlo ocupar mi lugar, y entonces. ¡Malditos sean ustedes, no podía salir! ¡Malditos sean!
Nada semejante a la ferocidad con que articuló las últimas palabras. Los otros dos retrocedieron alarmados.
-¿Nosotros? ¿Cómo, cómo? -balbuceó Helberson, perdiendo por completo el dominio de sí. Nosotros no tenemos nada que ver en eso.
-¿No dije que ustedes eran los doctores Hellborn y Sharper [1]? -preguntó el loco, riendo.
-Mi nombre es Helberson, y este caballero es el señor Harper -le contestó, tranquilizado-. Pero ahora no somos médicos. Somos... bueno, hablemos claro, viejo, somos jugadores.
-Muy buena profesión. Muy buena, en verdad. Y dicho sea de paso, espero que Sharper, aquí presente, haya pagado lo que apostó a Jarette, como un honesto jugador. Sí, una profesión muy buena y honorable -repitió con aire pensativo. Antes de alejarse, agregó a modo de despedida: -Pero yo me aferro a la antigua. Soy médico en el asilo de Bloomingdale, médico del personal. Mi tarea es cuidar al director.

1.007. Briece (Ambrose)



[1] En inglés, Hellborn significa 'infernal'; sharper, 'tahúr'.

El golpe de gracia

La lucha había sido dura e incesante. Todos los sentidos lo atestiguaban: hasta el gusto de la batalla flotaba en el aire. Pero ya había terminado; sólo quedaba auxiliar a los heridos y enterrar a los muertos...; "limpiar un poco", como decía el humorista del pelotón de sepultureros. Era bastante lo que había que limpiar. Hasta donde abarcaba la vista dentro del bosque, entre los árboles descuajados, veíanse restos de hombres y caballos, entre los que se movían los camilleros recogiendo y transportando a los pocos que daban señales de vida. La mayor parte de los heridos habían muerto desangrados, cuando hasta el derecho de atenderlos se hallaba en disputa. Los heridos tenían que esperar, reglamentaban las ordenanzas del ejército. La mejor manera de cuidarlos es ganar la batalla. Debe admitirse que la victoria es una indudable ventaja para un hombre que necesita atención médica, pero muchos no viven para sacarle partido.
Los muertos eran puestos en hilera, en grupos de quince o veinte, mientras se cavaban las fosas que habían de recibirlos. A algunos, que estaban demasiado lejos, se les enterraba donde habían caído. Nadie se esforzaba demasiado por identificarlos, aunque en la mayoría de los casos los pelotones de enterradores que espigaban en el mismo terreno que contribuyeran a segar anotaban los nombres de los muertos victoriosos. A las bajas enemigas, ya era bastante que las contaran. Aunque esto tenía su compensación, porque a muchos los contaban varias veces; de ahí que el total que aparecía en el comunicado del comandante vencedor denotaba más bien una esperanza que un resultado.

A corta distancia del sitio donde uno de los pelotones de enterradores había establecido su "vivac de la muerte", un oficial de los federales se apoyaba contra un árbol. Desde los pies hasta el cuello, su actitud era de fatiga en reposo. Pero la cabeza movíase inquieta de un lado a otro. Su mente, al parecer, no descansaba. Quizá no sabía en qué dirección marcharse. Lo más probable era que no permaneciese allí mucho tiempo, porque ya los rayos oblicuos del sol poniente manchaban de rojo los claros del bosque, y los soldados exhaustos abandonaban su tarea. Era difícil que pernoctara entre los muertos. Después de la batalla, nueve hombres de cada diez le preguntaban a uno el paradero de alguna sección del ejército... como si alguien lo supiera. Indudablemente este oficial estaba extraviado. Tras descansar un instante, marcharía en pos de los pelotones de sepultureros.
Cuando todos se fueron, empezó a caminar a través del bosque, en dirección al rojo poniente, cuya luz le manchaba la cara con reflejos sanguíneos. El aire de confianza con que ahora avanzaba sugería que estaba en terreno familiar; había logrado orientarse. Marchaba sin mirar los muertos que yacían a derecha e izquierda. Tampoco le detenía la sorda queja de algún infeliz, olvidado por los grupos de rescate, que pasaría mala noche bajo las estrellas, sin más compañía que la sed. El oficial nada podía hacer: no era médico, no tenía agua.
Al extremo de una angosta quebrada -una simple depresión del terreno- yacía un pequeño grupo de cadáveres. Los vio. Apartose de pronto del camino que seguía y caminó rápido hacia ellos. Escrutándolos al pasar, se detuvo al fin ante uno que estaba a corta distancia de los demás, cerca de un matorral de arbustos. Lo miró atentamente: parecía moverse. Se agachó y le puso la mano en la cara. El cuerpo gritó.
El oficial era el capitán Downing Madwell, de un regimiento de infantería de Massachusetts, soldado inteligente y audaz, amén de hombre honorable.
En el regimiento había dos hermanos de apellido Halcrow. Caffal y Creede Halcrow. Caffal Halcrow era sargento en la compañía del capitán Madwell. Y esos dos hombres, el sargento y el capitán, eran íntimos amigos. Dentro de lo que permitía la diferencia de graduación, la disparidad de obligaciones y los requisitos de la disciplina militar, estaban siempre juntos. En realidad, se habían criado juntos. Y una costumbre del corazón no se desarraiga fácilmente. Caffal Halcrow nada tenía de marcial en su carácter ni en sus gustos, pero la idea. de separarse de su amigo le resultaba desagradable; y por eso se alistó en la compañía de la que Madwell era entonces teniente. Ambos habían ascendido dos grados, pero entre el suboficial más alto y el oficial más subalterno, el abismo social es ancho y profundo; y aquella vieja relación, mantenida con dificultad, ya no podía ser idéntica.
Creede Halcrow, hermano de Caffal, era mayor del regimiento. Un hombre cínico, saturnino. Entre él y el capitán Madwell reinaba una antipatía natural, que las circunstancias habían alimentado y fortalecido hasta convertirla en activa animosidad. De no mediar la influencia moderadora de Caffal, es indudable que cada uno de estos patriotas habría tratado de privar a su país de los servicios del otro...

*

Al iniciarse la batalla esa mañana, el regimiento cumplía una misión de avanzada, a una milla del cuerpo principal del ejército. Fue atacado y casi rodeado en el bosque, pero mantuvo a pie firme el terreno. Al disminuir momentáneamente la lucha, el mayor Halcrow se dirigió hacia el capitán Madwell. Cambiaron un saludo formal, y dijo el mayor:
-Capitán, el coronel le ordena avanzar con su compañía hasta el nacimiento de esa quebrada, y mantener la posición hasta nueva orden. No necesito subrayarle el carácter peligroso de la maniobra, pero si usted lo desea, imagino que puede entregar el mando a su primer teniente. No se me ordenó, sin embargo, autorizar esta substitución. Es simplemente una sugerencia personal y extraoficial.
A ese atroz insulto, replicó fríamente el capitán Madwell:
-Señor, le invito a participar en la maniobra. Un oficial montado sería un blanco perfecto, y siempre he sostenido la opinión de que usted valdría más si estuviera muerto.
Ya en 1862 se cultivaba en los círculos militares el arte de la réplica.
Media hora más tarde la compañía del capitán Madwell fue desalojada de su posición, con pérdidas equivalentes a un tercio de sus efectivos. Entre los muertos estaba el sargento Halcrow. Poco después el regimiento debió replegarse a las líneas principales, y al terminar la lucha se encontraba a varias millas de distancia.
El capitán estaba ahora de pie junto al amigo y subordinado.
El sargento Halcrow se hallaba mortalmente herido. El desgarrado uniforme dejaba ver el abdomen. Algunos de los botones de la casaca habían sido arrancados y estaban dispersos por el suelo, con otros fragmentos de su ropa. El cinturón de cuero estaba partido, y parecía que se lo hubieran arrancado de bajo del cuerpo. No había mucha sangre derramada. La única herida visible era un ancho e irregular desgarrón en el abdomen, sucio de tierra y hojas muertas, por donde asomaba un extremo lacerado de intestino. En toda su experiencia, el capitán Madwell no habla visto una herida semejante. No podía imaginar cómo fue producida, ni explicar las circunstancias que la acompañaban: el uniforme extrañamente rasgado, el cinturón partido, las manchas de la piel. Se arrodilló para efectuar un examen más atento. Cuando se puso de pie, volvió los ojos en varias direcciones, como buscando un enemigo. A cincuenta yardas de distancia, en la cresta de una loma baja, cubierta de arbustos, vio varios objetos oscuros que se movían entre los hombres caídos...: una manada de cerdos. Uno le daba la espalda, con los cuartos delanteros levantados. Apoyaba las patas en un cuerpo humano; la cabeza baja era invisible. La erizada eminencia del lomo se recortaba en negro contra el rojo poniente. El capitán Madwell apartó los ojos y volvió a clavarlos en eso que había sido su amigo.
El hombre que había padecido esas monstruosas mutilaciones estaba vivo. De a ratos movía las piernas. Con cada inspiración lanzaba un gemido. Miraba azorado la cara del amigo; y si éste lo tocaba, soltaba un grito. En su feroz agonía, había arañado el suelo en que se encontraba tendido; sus manos crispadas estaban llenas de tierra, hojas y palitos. No conseguía articular una palabra. Era imposible saber si sentía algo que no fuera dolor. La expresión de su rostro era un ruego; en sus ojos parecía reflejarse una plegaria. ¿Qué pedía?
Imposible equivocar el significado de esa mirada. El capitán la había visto con demasiada frecuencia en los ojos de aquellos cuyos labios aún podían suplicar la muerte. Conscientemente o no, este retorcido fragmento de humanidad, esta imagen del sufrimiento, esta mezcla de hombre y bestia, este humilde Prometeo sin heroísmo, suplicaba a todos, a todas las cosas, a todo lo que no era él, la bendición de no existir. A la tierra y al cielo, a los árboles, al hombre, a todo cuanto adquiría forma en los sentidos o en la conciencia, este padecer hecho carne dirigía su callada plegaria.
¿Qué significaba? Lo que concedemos a la más ruin criatura desprovista de razón para pedirlo, lo que sólo negamos a los infortunados de nuestra propia especie: la anhelada liberación, el rito de compasión máxima, el golpe de gracia.
El capitán Madwell pronunció el nombre de su amigo. Lo repitió una y otra vez, sin resultado, hasta que lo ahogó la emoción. Sus lágrimas, encegueciéndolo, cayeron sobre aquel pálido rostro. Ahora no veía más que un objeto borroso y móvil, pero los gemidos eran más claros que nunca, cortados a breves intervalos por agudos gritos. Dio media vuelta, llevándose la mano a la frente, y se alejó. Los cerdos, al verlo, alzaron los hocicos encarnados, lo miraron suspicaces un momento, y después, gruñendo ásperamente al unísono, se alejaron a la carrera. Un caballo, con la pata horriblemente astillada por un cañonazo, alzó la cabeza del suelo y lanzó un doloroso relincho. Madwell avanzó un paso, desenfundó el revólver, y le pegó un tiro entre los ojos, observando atento la agonía de la pobre bestia, que contrariamente a lo qué él esperaba, fue larga y violenta. Pero al fin quedó inmóvil. Los tensos músculos de los belfos, que habían desnudado los dientes en una mueca atroz, parecieron aflojarse. El perfil nítido y fino de la cabeza adquirió un aspecto de profunda paz y reposo.
En el oeste, a lo largo de la distante loma arbolada, se extinguían los últimos esplendores del atardecer. La luz que acariciaba los troncos de los árboles se había degradado a un gris tierno; en lo alto de las copas anidaban las sombras como grandes pájaros oscuros. Llegaba la noche, y entre el capitán Madwell y el campamento, se extendía a lo largo de muchos kilómetros el bosque espectral. Sin embargo, ahí estaba, junto al animal muerto, desvinculado al parecer de cuanto le rodeaba. Los ojos clavados en el suelo, la mano izquierda floja al costado, la derecha esgrimiendo la pistola. De pronto alzó la cara, miró a su amigo moribundo y volvió rápidamente a su lado. Se arrodilló a medias, montó el arma, apoyó el cañón en la frente del sargento, desvió los ojos y apretó el gatillo.
No hubo detonación. Su última bala la había gastado en el caballo. El moribundo gimió y sus labios se movieron convulsivamente. La espuma que brotaba de ellos tenía un tinte sanguinolento. El capitán Madwell se puso de pie y desenvainó la espada. Pasó los dedos de la mano izquierda a lo largo del filo desde la empuñadura a la punta. La tendió recta ante sí como para probar sus nervios. La hoja no temblaba. El mortecino fulgor que reflejaba la luz del cielo, permanecía inmóvil y firme. Se inclinó, desgarró con la mano izquierda la camisa del moribundo. Irguiéndose, le puso la punta de la espada sobre el corazón. Esta vez no apartó los ojos. Aferrando la empuñadura con ambas manos, empujó con todas sus fuerzas. La hoja se hundió en el cuerpo del hombre. Atravesó el cuerpo y se clavó en la tierra. El capitán Madwell estuvo a punto de caer sobre su obra. El moribundo encogió las piernas, y al mismo tiempo se llevó el brazo al pecho, sujetando el acero con tanta fuerza que los nudillos de la mano se le pusieron blancos. Con este violento pero inútil esfuerzo por quitarse la espada, agrandó la herida, por la que escapó un hilo de sangre, que se filtró sinuosamente por el roto uniforme.
En ese momento tres hombres salían silenciosa-mente del montecito de arbustos que había ocultado su avance. Dos eran enfermeros y traían angarillas.
El tercero era el mayor Creede Halcrow.

1.007. Briece (Ambrose)

El funeral de john mortonson

John Mortonson se murió: su obituario había sido leído y él había dejado la escena.
El cuerpo descansaba en un fino ataúd de mahogany con una placa de cristal empotrada. Todos los ajustes para el funeral habían sido tan bien digitados que sin duda, si el difunto los hubiera sabido, de seguro que los hubiera aprobado. El rostro, como se podía ver a través del cristal, no tenía semblante de desagrado: perfilaba una tenue sonrisa, como si la muerte no le hubiera resultado dolorosa, no estando distorsionado más allá del poder reparador del funebrero. A las dos de la tarde los amigos fueron citados para rendir su último tributo de respeto a aquel quien no había tenido mayor necesidad de amigos y de respeto. Los miembros de su familia fueron pasando cada varios minutos a la capilla y lloraron sobre los restos plácidos bajo el cristal. Esto no fue bueno; no fue bueno para John Mortonson; pero en presencia de la muerte la razón y la filosofía permanecen mudas.
A medida que las horas iban pasando, los amigos iban llegando y ofrecían consuelo a los parientes dolidos, quienes, como las circunstancias de la ocasión requerían, estaban solemnemente sentados alrededor de la habitación con un importante conocimiento de su importancia en la pompa fúnebre. Luego vino el ministro, y en tal oscura presencia las más mínimas luces se eclipsaron. Su entrada fue seguida por la de la viuda, cuyas lamentaciones llenaron la estancia. Ella se acercó a la capilla y luego de inclinar su rostro contra el frío cristal por un momento, fue gentilmente conducida hacia un asiento cercano al de su hija. Lúgubremente y en tono bajo, el hombre de Dios comenzó su elogio de la muerte, y su dolorosa voz, mezclada con los sollozos cuya intención era para estimular al auditorio, pareció como el sonido del mar sombrío. El deprimente día se oscureció a medida que él hablaba; una cortina de nubes acechó el cielo y un par de gotas de lluvia se hicieron audibles. Pareció como si la naturaleza entera estuviera llorando por John Mortonson.
Cuando el ministro hubo terminado su elogio con una oración, se cantó un himno y los portadores del féretro tomaron su lugar detrás del mismo. Cuando las últimas notas del himno tocaron a su fin la viuda corrió hasta el ataúd, cayendo sobre el mismo y llorando histéricamente. Gradualmente fue cediendo a la disuasión y a comportarse; y el ministro trataba de alejar su vista de la muerte bajo el cristal. Ella extendió sus brazos y con un grito cayó insensible.
Los dolientes se acercaron al ataúd, los amigos los siguieron, y cuando el reloj sobre el mantel solemnemente daba las tres, todos miraron fijamente sobre el rostro del difunto John Mortonson.
Ellos retrocedieron, débilmente. Un hombre, tratando en su terror de escapar de la desagradable visión, tropezó contra el ataúd tan pesadamente como para golpeando uno de sus delicados soportes. El ataúd cayó al piso, el cristal estalló en miles de pedazos por el golpe.

Desde la abertura del cristal salió el gato de John Mortonson, que perezosamente brincó al piso, sentándose, limpiando tranquilamente su criminal hocico con la pata delantera, para retirarse con dignidad de la estancia.

1.007. Briece (Ambrose)

El famoso legado gilson

Lo de Gilson iba mal: tal era el juicio lacónico y frío, si bien no carente de simpatía, de la mejor opinión pública de Mammon Hill: el dictamen de la sociedad respetable. El veredicto del elemento opuesto, o mejor sería decir oponente -el elemento que acechaba con ojos enrojecidos e inquietos la «ruina» de Moll Gur­ney, mientras la respetabilidad se tomaba el asunto más dulcemente en el magnífico «salón» del señor Jo. Bentley- venía a tener prácticamente los mismos efec­tos generales, aunque expresados con mayor adorno mediante la utilización de pintorescas palabrotas que es innecesario citar. Por lo que respecta a la cuestión Gilson, Mammon Hill era prácticamente una piña. Y debe confesarse que en un sentido meramente tempo­ral no le iba todo bien al señor Gilson. Aquella misma mañana había sido conducido a la ciudad por el señor Brentshaw y acusado públicamente de robar caballos; entretanto el sheriff estaba ocupado en El Árbol pro­bando una nueva cuerda de cáñamo mientras el car­pintero Pete se afanaba activamente, entre trago y trago, en fabricar una caja de pino de la longitud y la anchura del señor Gilson. Una vez que la sociedad había pronunciado su veredicto, entre Gilson y la eternidad sólo restaba la formalidad decente de un juicio.
Éstos son, de manera breve y simple, los anales del prisionero: recientemente había residido en New Je­rusalem, en la horquilla septentrional de Little Stony, pero había acudido a los recién descubiertos depósitos minerales de Mammon Hill inmediatamente antes de la «fiebre del oro» que había despoblado la población anterior. El descubrimiento de las nuevas excavaciones había sido oportuno para el señor Gilson, pues muy poco antes un comité de vigilancia de New Jerusalem le había dado a entender que sería mejor que cambiara de vida y se fuera, para siempre, a algún otro lugar; y la lista de los lugares a los que podía acudir sintiéndose a salvo no incluía muchos de los campamentos ante­riores, por lo que lógicamente se estableció en Mam­mon Hill. Como acabó por ser seguido hasta allí por sus jueces, ordenó su conducta con considerable cir­cunspección, pero como no se sabía que hubiera tra­bajado decentemente ni un solo día en alguna labor aprobada por el rígido código moral local, aparte de jugar al póker, seguía siendo objeto de la sospecha general. A decir verdad, se conjeturaba que había sido el autor de las numerosas depredaciones osadas que se habían cometido recientemente en los diques de con­tención utilizando una batea y un cepillo.
El señor Brentshaw ocupaba un lugar destacado entre aquellos que habían cambiado las sospechas por una convicción firme. En cualquier momento, resul­tara o no oportuno, el señor Brentshaw expresaba su creencia de que el señor Gilson estaba relacionado con aquellas impías aventuras de medianoche, añadiendo su voluntad de abrir caminos a los rayos del sol a través del cuerpo de cualquiera que considerara adecuado expresar una opinión diferente, lo que en su presencia procuraba no hacer ni siquiera la pacífica persona más implicada en el tema. Pero con independencia de cuál fuera la verdad del asunto, lo cierto es que con frecuen­cia Gilson perdía más «polvo de oro puro» en la mesa de faro [1] de Jo. Bentley de lo que estaba registrado en la historia local que hubiera ganado nunca honesta­mente al póker durante toda la existencia del campa­mento. Pero finalmente el señor Bentley -posible­mente porque temía perder el patronazgo más prove­choso del señor Brentshaw- se negó en redondo a que Gilson cubriera con monedas la apuesta de la reina, dando a entender al mismo tiempo, a su manera sincera y directa, que el privilegio de perder dinero en «aquel banco» era una bendición que debía ir apareja­da a la condición de una corrección comercial notoria y una buena fama social.
Los habitantes de Hill consideraron que ya era el momento de ocuparse de una persona a la que el ciudadano más honorable del lugar se había visto obligado a rechazar aun a costa de un considerable sacrificio personal. Particularmente el contingente que procedía de New Jerusalem empezó a mitigar su tole­rancia, surgida por la diversión que les producía la metedura de pata que habían cometido al exiliar a un vecino de dudosa reputación enviándolo precisamente al mismo lugar al que ellos habían acabado por llegar. Finalmente, todos los habitantes de Mammon Hill eran de la misma opinión. Tampoco es que se expre­sara así, pero el hecho de que Gilson debía ser ahorca­do estaba «en el ambiente». Pero en este momento decisivo de su historia, dio signos de haber cambiado de vida, aunque no fuera de corazón. Quizás se debiera tan sólo a que como «el banco» se había cerrado para él, de nada le servía ya el polvo de oro. En cualquier caso, lo cierto es que los diques de contención no volvieron a ser molestados. Pero era imposible repri­mir la abundante energía de una naturaleza como la suya, por lo que prosiguió, posiblemente por el hábito, los caminos tortuosos que ya había recorrido para beneficio del señor Bentley. Tras algunos intentos inútiles de dedicarse al robo en los caminos -si es posible utilizar un nombre tan duro para ese trabajo de carretera, hizo uno o dos modestos intentos en la conducción de manadas de caballos, y fue en mitad de una prometedora acción de este tipo, y precisamente cuando mejor le iban las cosas, cuando naufragó. Pues una neblinosa noche iluminada por la luna el señor Brentshaw se topó con una persona que evidentemen­te tenía intenciones de abandonar aquella parte del país, sujetó el ronzal que relacionaba la muñeca del señor Gilson con la yegua baya del señor Harper, le palmeó familiarmente la mejilla con el cañón de un revólver y le solicitó el placer de que le acompañara en la dirección contraria a la que iba viajando. Cierta­mente, Gilson lo tenía bastante mal.
La mañana posterior a su detención fue juzgado, considerado culpable y sentenciado. Por lo que con­cierne a su vida en la tierra, sólo restaba ahorcarle, reservando para una mención más particular su última voluntad y testamento, que con gran esfuerzo redactó en la prisión, y en el que probablemente por alguna idea confusa e imperfecta acerca del derecho de sus captores, legaba todas sus posesiones a su «ejecutor legal», el señor Brentshaw. Sin embargo, el legado incluía la condición de que el heredero bajara de El Árbol el cuerpo del testatario y lo «plantara en tierra».
De manera que el señor Gilson fue... iba a decir que fue «abandonado a su balanceo», pero me temo que ya he utilizado demasiados giros provincianos en esta relación directa de los hechos; además, la forma en que la ley siguió su curso se describe con mayor precisión con los términos que empleó el juez al leer la sentencia: el señor Gilson fue «ahorcado».
A su debido momento, el señor Brentshaw, algo conmovido quizás por el cumplido de la herencia, fue a El Árbol para recoger el fruto. Cuando bajó el cuerpo se encontró en el bolsillo del chaleco un codicilo debidamente firmado del testamento que ya hemos citado. La naturaleza de sus provisiones explicaba el hecho de que así se hubiera ocultado, pues si el señor Brentshaw hubiera conocido previamente las condi­ciones por las que se haría cargo del legado Gilson, sin la menor duda habría rechazado la responsabilidad. De manera breve, el codicilo venía a decir lo siguiente:
Puesto que en diversos momentos y lugares deter­minadas personas afirmaron que durante su vida el testador les había robado en sus diques de contención; por tanto, si durante los cinco años siguientes a la fecha de este instrumento legal alguien presentara pruebas de tal afirmación ante un tribunal, dicha persona recibiría como reparación toda la herencia personal y real que el testador muerto se apropió y poseyó, menos los gastos del tribunal y una compensación establecida al ejecutor legal, Henry Clay Brentshaw; proveyendo que, si más de una persona presentaba esa prueba, la herencia se dividiría a partes iguales entre ellos o con ellos. Pero en caso de que ninguno consiguiera ésta­blecer así la culpa del testador, entonces la propiedad entera, menos los gastos de tribunal, tal como se mencionaron, iría a parar al mencionado Henry Clay Brentshaw para su propio uso, tal como se establecía en el testamento.
Quizás la sintaxis de este notable documento pueda ser objeto de la crítica, pero el significado resultaba bastante claro. La ortografía no se conformaba a nin­gún sistema reconocido, pero por ser sobre todo foné­tica, no resultaba ambigua. Tal como comentó exac­tamente el juez testamentario, para ganar aquella apuesta se necesitarían cinco ases. El señor Brentshaw sonrió de buen humor, y tras ejecutar los últimos y tristes ritos con divertida ostentación, juró debida­mente como ejecutor y heredero condicional según las provisiones de una ley apresuradamente aprobada (a instancias del miembro del distrito de Mammon Hill) por un cuerpo legislativo chistoso; la misma ley que, tal como se descubrió más tarde, había creado también tres o cuatro empleos lucrativos y autorizado los gastos de una considerable suma dinero público para cons­truir un puente sobre la línea férrea que quizás habría resultado más ventajoso de haberse construido sobre alguna vía real y existente.
Evidentemente el señor Brentshaw no esperaba be­neficiarse ni del testamento ni del litigio, como con­secuencia de sus inusuales provisiones; aunque Gilson había tenido dinero en abundancia con frecuencia, los asesores y recaudadores fiscales habían procurado no perder dinero con él. Pero una búsqueda descuidada y formal entre sus papeles puso al descubierto títulos de propiedad de valiosas fincas en el este, y certificados de depósito de sumas increíbles en bancos bastante menos escrupulosos que el del señor Jo. Bentley.
Estas sorprendentes noticias se conocieron inme­diatamente, produciendo gran excitación en la zona. El Patriot de Mammon Hill, cuyo editor había sido uno de los principales instigadores del movimiento que obligó a Gilson a abandonar New Jerusalem, publicó una nota necrológica llena de cumplidos hacia el fallecido en la que llamaba la atención sobre el hecho de que su vil competidor, el Clarion de Squaw Gulch, estaba convirtiendo la virtud en desprecio al ensuciar con lisonjas la memoria de aquel al que en vida había considerado como alguien molesto y vil. Sin embargo, el hecho es que sin dejarse intimidar por la prensa, los reclamantes del testamento no tardaron en presentarse con sus pruebas; y por grande que fuera el legado Gilson, llegó a parecer claramente insignificante te­niendo en cuenta el gran número de diques de con­tención del que se aseguraba había obtenido las rique­zas. ¡El país entero se levantó como un solo hombre!
El señor Brentshaw estuvo a la altura de la situación de emergencia. Con una astuta aplicación de humildes dispositivos auxiliares, levantó enseguida sobre los huesos de su benefactor un monumento costoso que sobresalía en altura sobre todos los otros del cemente­rio, y sobre él hizo juiciosamente que se inscribiera un epitafio que él mismo había compuesto y en el que elogiaba la honestidad, el espíritu público y las virtudes afines de aquel que dormía debajo, «víctima de las injustas calumnias de la camada de víboras del Calum­niador».
Empleó además a los mejores talentos legales de la zona para defender la memoria de su desaparecido amigo, por lo que durante cinco largos años los tribu­nales territoriales se ocuparon de todos los litigios abundantes que se relacionaban con el legado Gilson. A los mejores hombres de leyes el señor Brentshaw opuso la capacidad de leguleyos mejores todavía; en la licitación por los favores que podían comprarse, ofrecía precios que des-organizaron totalmente el mer­cado; los jueces encontraron en su mesa hospitalaria entretenimiento para el hombre y el animal, como nunca antes lo había habido en el territorio; a los testigos falsos les enfrentó con testigos de falsedad superior.
Pero la batalla no se limitó al templo de la ciega diosa, sino que invadió la prensa, el púlpito y las salas de estar. Producía furor en el mercado, en la bolsa y en la escuela; en los barrancos y en las esquinas de la ciudad. Y en el último día del memorable período que limitaba la acción legal del testamento Gilson, el sol se puso en una región en la que el sentido moral había muerto, la conciencia social se había vuelto cruel, y la capacidad intelectual había menguado y se había de­bilitado y confundido. Pero el señor Brentshaw ganó en toda la línea.
Sucedió aquella noche que el cementerio en el que, en una de sus esquinas, yacían las cenizas ahora hon­radas del fallecido caballero Milton Gilson, quedó parcialmente cubierto por el agua. Con la crecida provocada por las lluvias incesantes, el torrente Cat había derramado por encima de sus orillas una colérica inundación que, tras socavar el suelo en múltiples lugares, había remitido en parte, como por vergüenza del sacrilegio, dejando al descubierto mucho de lo que se había ocultado piadosamente. Incluso el famoso monumento Gilson, orgullo y gloria de Mammon Hill, había dejado de ser un vigoroso y erguido rechazo de la «camada de víboras», había sucumbido a la corriente que lo socavó y había sido derribado. La macabra inundación había exhumado el pobre y po­drido ataúd de pino, que yacía ahora expuesto a la luz en piadoso contraste con el pomposo monolito que, como un signo gigantesco de admiración, ponía de relieve la revelación.
A ese deprimente lugar, atraído por una influencia sutil que no pretendió analizar ni tampoco resistirse a ella, llegó el señor Brentshaw. Un señor Brentshaw ya cambiado. Cinco años de esfuerzo, ansiedad y vigilan­cia habían cubierto de parches grises sus cabellos ne­gros, encorvado su hermosa figura, afilado su rostro, y convertido su ágil modo de andar en un arrastrarse chocheante. Ese lustro de fiera lucha no había afectado menos a su corazón e intelecto. El buen humor des­preocupado que le había impulsado a aceptar el legado del muerto había cedido ante un hábito de melancolía constante. Su intelecto firme y vigoroso había madu­rado dando paso a la blandura mental de una segunda infancia. Su entendimiento amplio se había estrecha­do hasta acomodarse a una sola idea; y en lugar de la incredulidad tranquila y cínica de tiempos anteriores, había en él una fe obsesiva en lo sobrenatural que aleteaba en su alma sombría como un murciélago que presagiara la locura. Confuso en todo lo demás, su entendimiento se aferraba a una sola convicción con la tenacidad de un intelecto hundido. Esa convicción era la creencia inquebrantable en la inocencia absoluta del fallecido Gilson. Tantas veces lo había jurado así en el tribunal y afirmado en conversaciones privadas -con tanta frecuencia había sido tan triunfalmente establecido así por testimonios que su buen dinero le habían costado (pues ese mismo día había pagado el último dólar del legado Gilson al señor Jo. Bentley, último testigo del buen carácter de Gilson)- que esa convicción se había convertido para él en una especie de fe religiosa. Le parecía la única verdad básica y decisiva de la vida: la única verdad serena en un mundo de mentiras.
Aquella noche, mientras estaba sentado y pensativo sobre el monumento caído, tratando de descifrar bajo la débil luz de la luna el epitafio que cinco años antes había compuesto con una sonrisa que la memoria no había registrado, las lágrimas del remordimiento bro­taron de sus ojos al recordar que él había sido el principal instrumento que provocó, mediante una falsa acusación, la muerte de aquel buen hombre; pues durante parte de los procedimientos legales, el señor Harper, por una consideración (olvidada) había jura­do que en la pequeña transacción con su yegua baya el fallecido había actuado en acuerdo estricto con sus deseos, que él mismo le había comunicado confiden­cialmente al fallecido, el cual los había ocultado fiel­mente a costa de su vida. Todo lo que el señor Brent­shaw había hecho desde entonces en favor de la me­moria del muerto le parecía dolorosamente inadecua­do: ¡en su mayor parte mediocre, insignificante y degradado por el egoísmo!
Mientras estaba sentado allí torturándose con esos lamentos inútiles, una débil sombra cruzó por delante de sus ojos. Al levantar la vista hacia la luna, que estaba a baja altura por el oeste, vio que la oscurecía una especie de nube vaga y acuosa; pero al moverse los haces de luz iluminaron uno de sus lados y percibió el perfil claro de una figura humana. La aparición fue haciéndose poco a poco más visible; estaba muy cerca de él. Por sorprendidos que estuvieran sus sentidos, casi trabados por el terror y confundidos por terribles imágenes, el señor Brentshaw no pudo evitar percibir, o pensar que percibía, que aquella forma ultraterrena tenía una extraña similitud con la parte mortal del finado Milton Gilson, con el aspecto que tenía esa persona cuando fue bajada de El Árbol cinco años antes. La semejanza era en verdad completa, incluso para sus ojos fríos, y en el cuello tenía una especie de círculo sombreado. No llevaba abrigo ni sombrero, estaba exactamente igual que Gilson cuando había sido colocado en su pobre y barato ataúd por las manos poco cuidadosas del carpintero Pete... por el que hacía ya bastante tiempo que alguien había realizado el mismo y amistoso oficio. El espectro, si era tal cosa, parecía llevar en las manos algo que el señor Brentshaw no podía descifrar claramente. Se acercó más, hasta que finalmente se detuvo al lado del ataúd que conte­nía las cenizas del fallecido señor Gilson, cuya tapa estaba torcida y revelaba a medias su incierto interior. Inclinándose sobre él, el fantasma pareció lanzar en él una sustancia oscura de dudosa consistencia que lleva­ba en un cuenco, para después deslizarse furtivamente hacia la parte inferior del cementerio. Allí la inunda­ción había trasladado, al retirarse, varios ataúdes abier­tos, entre los que empezó a emitir gorgoteos junto con sollozos y susurros. Inclinándose sobre uno de ellos, la aparición cepilló cuidadosamente su contenido sobre el cuenco, regresó luego a su propio ataúd y vació en él el cuenco, lo mismo que antes. Repitió la misteriosa operación en todos los ataúdes que habían quedado abiertos, y a veces el fantasma metía el cuenco en el agua corriente y lo agitaba suavemente para limpiarlo de la arcilla más ruín, amontonando siempre los resi­duos en su caja privada. En resumen, la parte inmortal del fallecido Milton Gilson estaba limpiando el polvo de sus vecinos y añadiéndolo previsoramente al suyo.
Quizás fuera el fantasma de una mente trastornada en un cuerpo enfebrecido. Quizás fuera una farsa solemne representada por los espíritus burlones que pueblan las sombras que están a la orilla del otro mundo. Dios lo sabrá; a nosotros sólo nos queda el conocimiento de que cuando el sol del siguiente día tocó con su luz dorada el cementerio en ruinas de Mammon Hill, el más amable de sus rayos iluminó el rostro inmóvil y blanco de Henry Brentshaw, muerto entre los muertos.

1.007. Briece (Ambrose)





[1] El «faro» es un juego en el que los jugadores apostaban acerca de qué cartas levantaría el crupier. (N. del T.)