Campoamor.
-Los amores de una santa
-¿Está
D. Ramón?
-No,
señor.
-Bueno,
pues déle V. esta tarjeta...
Si
el que esto dice y hace cree que Campoamor desea verle, debe bajar la
escalera lentamente seguro de que antes de llegar al portal oirá la
voz del criado que dice desde arriba:
-Chis,
chis... caballero, caballero...
Y
sube uno modestamente, y entra en el gabinete de D. Ramón sin aires
de triunfo, sin mirar con socarronería al pobre ayuda de cámara,
que no puede conocer en la cara de los desconocidos cuándo está D.
Ramón en casa y cuándo no.
Si
Campoamor no tomara estas precauciones, su casa no sería casa, sería
un vivero de poetastros. Y eso que ahora los más le han dejado
escribir pequeños poemas a él solo, y se han pasado con armas y
ripios a la poesía correcta y descriptiva de Núñez de Arce.
Campoamor
no tiene despacho propiamente dicho. A lo menos yo no se lo conozco.
Recibe en el gabinete contiguo a su alcoba, y unas veces recibe con
un traje ancho, de tela ligera, que le da cierta semejanza lejana,
muy lejana, con una odalisca; y otras veces recibe en mangas de
camisa, con un brazo extendido, esperando que el criado se lo
introduzca en la manga de la levita; y así, sin darse cuenta de su
postura, discute con Platón, insulta a Aristóteles, desprecia al
divino Herrera o hace la apología de cualquier poetastro a quien en
el fondo de su alma desprecia de todas veras. Campoamor debe de
escribir de pie, arrimado a un armario, o sentado en una butaca y con
el papel sobre las rodillas. [42]
No le conozco mesa de escritorio. Lee mucho y escribe poco.
Un
poema de este poeta nace entre oscuridades, como envuelto en neblina
de ideas confusas, y poco a poco se va aclarando; la niebla se rasga
aquí y allá, y las ideas muestran sus formas concretas en figura de
versos sensibles, expresivos: las más veces perfecta traducción del
pensamiento. Si Campoamor os lee un poema cuando lo tiene todavía
entre andamios, oiréis a ratos palabras claras, precisas; pero de
pronto el autor deja de pronunciar y tararea los versos que todavía
no tiene hechos y que están medio creados en su fantasía...
Aquellos intervalos de música se llenarán de fijo con palabras;
pero por ahora no son más que murmullos rítmicos. Después vuelven
las palabras a llenar los endecasílabos y los heptasílabos.
Campoamor
es muy mediano crítico de sus propias obras. Los
buenos y los sabios no
le parece tan admirable como La
lira rota
y Los
amores de la luna.
Es
un micrófono para las censuras. Un mosquito literario que le ande
sobre sus versos allá en las islas Canarias, por ejemplo, lo siente
él como si le pasara un regimiento de artillería con todos sus
pertrechos sobre el espinazo.
Discute
muy serio con el gacetillero de cualquier periodicucho, y no descansa
hasta quo le convence o le da un empleo.
Así
es que, le tratan con una familiaridad irritante los más inferiores
aprendices de literatura cursi.
La
tranquilidad de Campoamor depende del más despreciable revistero.
Cuando se tiene un temperamento opuesto a semejante susceptibilidad,
esta condición extraña del gran poeta es lo que más sorprende
entre las muchas cosas sorprendentes de D. Ramón.
Una
de las maneras que tiene de burlarse del prójimo, consiste en
hacerse el tonto. Sus paradojas son muchas veces sondas que arroja en
los espíritus para conocer su fondo.
No
hay nada más gracioso que oír discutir a Campoamor y a Núñez de
Arce. Este simpático vallisoletano acaso no ha hablado en broma en
su vida; el poeta de Vega probablemente no habrá dicho nunca nada
con toda formalidad. A Campoamor le importa poco que lo que dice sea
verdad o error, con tal que sea hermoso, que demuestre originalidad e
ingenio; Núñez de Arce lo toma todo con una seriedad digna del
papel sellado; podría firmar siempre lo que dice y aunque lo oyera
el mundo entero podría no decir otra cosa: sacrifica siempre la
forma al fondo; le importa poco no ser gracioso, ni aun original, con
tal de decir algo bueno o verdadero. Repito que me refiero a la
conversación.
Campoamor
lleva muy a mal que haya tan poco esprit
en la conversación de nuestros literatos. A lo mejor se separa de un
corro porque nadie dice cosas de ingenio. Él mismo, que es muy
gracioso, no llega en la conversación, ni con mucho, a la intención,
fuerza y donaire de los chistes, agudezas y salidas
de sus escritos.
Las
pocas veces que se consigue, a fuerza de arte, hablar con Campoamor a
solas de cosas serias e importantes con alguna seriedad, sin
chisporroteos de ingenio, se nota en su rostro una transformación
hermosa, que tiene algo como una reminiscencia de la juventud;
aquellos ojos que no hacen más que abrirse mucho cuando se trata de
soltar hipérboles y antítesis en público, se hacen más
trasparentes, dulces y profundos, y con una suavidad americana habla
el poeta de religión, del amor, del ideal llanamente, como el
humorista más recalcitrante tiene que hablar al fin y al cabo alguna
vez en su vida, si quiere entenderse con Dios y consigo mismo. La
conversación de Campoamor en estos fugaces momentos edifica; edifica
más que cien discursos a lo Pedro el ermitaño, de Alejandro Pidal,
por ejemplo.
En
los poemas de D. Ramón hay también pasajes que no son más que
sentimiento, idealidad y devoción verdadera, sensible, lacónica...
En Los
Amores de una santa hay
una carta, la IV, que llega a la sublimidad por la pasión y la
ternura. Por supuesto, para el que lo entienda.
Este
último poema, parte del cual ha leído en el Círculo Mercantil, es,
por la carta citada sobre todo, uno de los mejores. No se debe al
asunto, ni se debe a la gracia y a la malicia tan abundantes en él,
ni siquiera a la magistral psicología de aquella Florentina, digna
de un Balzac y de un Estendhal juntos, sino a la fuerza con que se
sabe expresar directamente la pasión de un amor puro, idealista,
noble, intenso. Obsérvese que en nuestras literaturas modernas ya
conocidas, pocas veces se atreve el artista a pintar el amor sin más
alicientes estéticos que los de su propia esencia, el amor sin
acompañamiento de circunstancias poéticas o de contrastes picantes;
un Romeo que no hace más que enamorarse y decirlo, y una Julieta que
se contenta con amar y amar, necesitan un Shakespeare para ser las
creaciones más hermosas y más interesantes de la dramática
moderna. Hay una novela reciente, Cruel
enigma, del
muy delicado y profundo P. Bourget, en que también el autor se
atreve a limitar el interés, el patos
de
su obra al amor que no hace más que querer mucho. Algo de esto hay
en la carta admirable en que la monja cuenta cómo vio la última vez
a su amante. Allí está la poesía sola, sin los adornos del ingenio
campoamorino, sin aquellas antítesis y aquellas sentencias que tanto
valen, pero que no siempre convienen; allí está el amor amando,
dando un adiós de sublime ternura al ser que ama, adiós de las
entrañas, exclamación de tan intensa poesía, que quien no llore al
leer aquel último verso no es digno de leer al Campoamor de los
momentos de abandono, sensible, poético, apasionado y... esta es la
palabra: religioso.
Una
crítica ordenada de todo el poema titulado Los
amores de una santa, será
más oportuna cuando el autor publique tan excelente obra.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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