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lunes, 15 de septiembre de 2014

Un viaje a madrid - Cap. IV

Campoamor. -Los amores de una santa
-¿Está D. Ramón?
-No, señor.
-Bueno, pues déle V. esta tarjeta...
Si el que esto dice y hace cree que Campoamor desea verle, debe bajar la escalera lentamente seguro de que antes de llegar al portal oirá la voz del criado que dice desde arriba:
-Chis, chis... caballero, caballero...
Y sube uno modestamente, y entra en el gabinete de D. Ramón sin aires de triunfo, sin mirar con socarronería al pobre ayuda de cámara, que no puede conocer en la cara de los desconocidos cuándo está D. Ramón en casa y cuándo no.
Si Campoamor no tomara estas precauciones, su casa no sería casa, sería un vivero de poetastros. Y eso que ahora los más le han dejado escribir pequeños poemas a él solo, y se han pasado con armas y ripios a la poesía correcta y descriptiva de Núñez de Arce.
Campoamor no tiene despacho propiamente dicho. A lo menos yo no se lo conozco. Recibe en el gabinete contiguo a su alcoba, y unas veces recibe con un traje ancho, de tela ligera, que le da cierta semejanza lejana, muy lejana, con una odalisca; y otras veces recibe en mangas de camisa, con un brazo extendido, esperando que el criado se lo introduzca en la manga de la levita; y así, sin darse cuenta de su postura, discute con Platón, insulta a Aristóteles, desprecia al divino Herrera o hace la apología de cualquier poetastro a quien en el fondo de su alma desprecia de todas veras. Campoamor debe de escribir de pie, arrimado a un armario, o sentado en una butaca y con el papel sobre las rodillas. [42] No le conozco mesa de escritorio. Lee mucho y escribe poco.
Un poema de este poeta nace entre oscuridades, como envuelto en neblina de ideas confusas, y poco a poco se va aclarando; la niebla se rasga aquí y allá, y las ideas muestran sus formas concretas en figura de versos sensibles, expresivos: las más veces perfecta traducción del pensamiento. Si Campoamor os lee un poema cuando lo tiene todavía entre andamios, oiréis a ratos palabras claras, precisas; pero de pronto el autor deja de pronunciar y tararea los versos que todavía no tiene hechos y que están medio creados en su fantasía... Aquellos intervalos de música se llenarán de fijo con palabras; pero por ahora no son más que murmullos rítmicos. Después vuelven las palabras a llenar los endecasílabos y los heptasílabos.
Campoamor es muy mediano crítico de sus propias obras. Los buenos y los sabios no le parece tan admirable como La lira rota y Los amores de la luna.
Es un micrófono para las censuras. Un mosquito literario que le ande sobre sus versos allá en las islas Canarias, por ejemplo, lo siente él como si le pasara un regimiento de artillería con todos sus pertrechos sobre el espinazo.
Discute muy serio con el gacetillero de cualquier periodicucho, y no descansa hasta quo le convence o le da un empleo.
Así es que, le tratan con una familiaridad irritante los más inferiores aprendices de literatura cursi.
La tranquilidad de Campoamor depende del más despreciable revistero. Cuando se tiene un temperamento opuesto a semejante susceptibilidad, esta condición extraña del gran poeta es lo que más sorprende entre las muchas cosas sorprendentes de D. Ramón.
Una de las maneras que tiene de burlarse del prójimo, consiste en hacerse el tonto. Sus paradojas son muchas veces sondas que arroja en los espíritus para conocer su fondo.
No hay nada más gracioso que oír discutir a Campoamor y a Núñez de Arce. Este simpático vallisoletano acaso no ha hablado en broma en su vida; el poeta de Vega probablemente no habrá dicho nunca nada con toda formalidad. A Campoamor le importa poco que lo que dice sea verdad o error, con tal que sea hermoso, que demuestre originalidad e ingenio; Núñez de Arce lo toma todo con una seriedad digna del papel sellado; podría firmar siempre lo que dice y aunque lo oyera el mundo entero podría no decir otra cosa: sacrifica siempre la forma al fondo; le importa poco no ser gracioso, ni aun original, con tal de decir algo bueno o verdadero. Repito que me refiero a la conversación.
Campoamor lleva muy a mal que haya tan poco esprit en la conversación de nuestros literatos. A lo mejor se separa de un corro porque nadie dice cosas de ingenio. Él mismo, que es muy gracioso, no llega en la conversación, ni con mucho, a la intención, fuerza y donaire de los chistes, agudezas y salidas de sus escritos.
Las pocas veces que se consigue, a fuerza de arte, hablar con Campoamor a solas de cosas serias e importantes con alguna seriedad, sin chisporroteos de ingenio, se nota en su rostro una transformación hermosa, que tiene algo como una reminiscencia de la juventud; aquellos ojos que no hacen más que abrirse mucho cuando se trata de soltar hipérboles y antítesis en público, se hacen más trasparentes, dulces y profundos, y con una suavidad americana habla el poeta de religión, del amor, del ideal llanamente, como el humorista más recalcitrante tiene que hablar al fin y al cabo alguna vez en su vida, si quiere entenderse con Dios y consigo mismo. La conversación de Campoamor en estos fugaces momentos edifica; edifica más que cien discursos a lo Pedro el ermitaño, de Alejandro Pidal, por ejemplo.
En los poemas de D. Ramón hay también pasajes que no son más que sentimiento, idealidad y devoción verdadera, sensible, lacónica... En Los Amores de una santa hay una carta, la IV, que llega a la sublimidad por la pasión y la ternura. Por supuesto, para el que lo entienda.
Este último poema, parte del cual ha leído en el Círculo Mercantil, es, por la carta citada sobre todo, uno de los mejores. No se debe al asunto, ni se debe a la gracia y a la malicia tan abundantes en él, ni siquiera a la magistral psicología de aquella Florentina, digna de un Balzac y de un Estendhal juntos, sino a la fuerza con que se sabe expresar directamente la pasión de un amor puro, idealista, noble, intenso. Obsérvese que en nuestras literaturas modernas ya conocidas, pocas veces se atreve el artista a pintar el amor sin más alicientes estéticos que los de su propia esencia, el amor sin acompañamiento de circunstancias poéticas o de contrastes picantes; un Romeo que no hace más que enamorarse y decirlo, y una Julieta que se contenta con amar y amar, necesitan un Shakespeare para ser las creaciones más hermosas y más interesantes de la dramática moderna. Hay una novela reciente, Cruel enigma, del muy delicado y profundo P. Bourget, en que también el autor se atreve a limitar el interés, el patos de su obra al amor que no hace más que querer mucho. Algo de esto hay en la carta admirable en que la monja cuenta cómo vio la última vez a su amante. Allí está la poesía sola, sin los adornos del ingenio campoamorino, sin aquellas antítesis y aquellas sentencias que tanto valen, pero que no siempre convienen; allí está el amor amando, dando un adiós de sublime ternura al ser que ama, adiós de las entrañas, exclamación de tan intensa poesía, que quien no llore al leer aquel último verso no es digno de leer al Campoamor de los momentos de abandono, sensible, poético, apasionado y... esta es la palabra: religioso.
Una crítica ordenada de todo el poema titulado Los amores de una santa, será más oportuna cuando el autor publique tan excelente obra.

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo) 

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