¡Qué
oscura, pero qué dulce y tranquila se deslizaba en el vetusto pazo de Quindoiro
la existencia de Santiago!
Llamábanle
en la aldea Santiago el Mudo no porque lo fuese, sino porque el mutismo
voluntario equivale a la mudez, y Santiago acostumbraba a callar. Taciturno,
reconcentrado, vegetaba en el pazo como la parietaria que se adhiere al muro
ruinoso. Desde tiempo inmemorial, la familia de Santiago estaba al servicio de
aquella casa; últimamente, sin embargo, se había roto la tradición; al
trasladarse los señores del pazo a la ciudad, dos hermanos de Santiago
emigraron a la América
del Sur; Santiago, huérfano ya, se quedó solo en el noble caserón, declarando
que se moría si de allí se apartase. Santiago era hermano de leche del señorito
Raimundo, también huérfano.
Las
temporadas en que el señorito Raimundo venía al pazo, se despejaba la frente y
se animaba la adusta fisonomía de Santiago el Mudo, a pesar de que la
tal venida le costaba mil fatigas y sinsabores. El señorito tenía genio
violento, altanero y despótico: mostrábase exigente en los detalles del
servicio, poniendo refinamientos que no estaban al alcance de un paleto como
Santiago; pretendía que le adivinasen el gusto, y acusaba a Santiago de camuseo
y torpe, dejándose llevar de la impaciencia hasta pegar a su hermano de leche.
Sí, el señorito lo quería todo al estilo de los pueblos grandes donde había
vivido y de las suntuosas residencias que tal vez había envidiado; el señorito
era como una centella, y si se atufaba había que temblarle; pero su presencia
comunicaba vida y movimiento; le acompañaban los perros, caballos, amigos mozos
y joviales, que correteaban por los desmantelados salones silbando y riendo, y
a la mesa armaban descomunales gazaperas, haciendo salvas con el añejo vino
guardado en la venerable «adega». Entre los huéspedes de Raimundo solían
contarse jóvenes «morgados»; el pazo se halla muy próximo a la frontera natural
que forma el Miño a las dos naciones peninsulares, y el señorito iba con
frecuencia a Oporto y a Lisboa, aprovechando la obsequiosa hospitalidad de
algún magnate portugués.
Cierto
día de otoño presentóse en el pazo el señorito sin previo anuncio, y llamando a
Santiago, encerráronse los dos en la habitación más retirada. Siempre la
llegada de Raimundo era la señal de convocar apresuradamente a los pocos
servidores útiles que existían en la villita más inmediata a Quindoiro; pero
esta vez Santiago sólo avisó a una cocinera y se reservó la tarea de servir al
señorito sin ajena ayuda. Al anochecer de aquel día salieron juntos del pazo
Santiago y Raimundo, y pasaron el Miño en una barca que ellos mismos
tripulaban. Bien entrada ya la noche regresaron al pazo, introduciéndose en él
por una puertecilla del corral que daba a un cobertizo, del cual se pasaba a la
granera y a las habitaciones altas que servían de dormitorios. Nadie los había
visto salir; nadie los vio volver, ni pudo observar que traían consigo a una
dama, de airosa silueta y sombrerito con velo blanco. La dama se apoyaba en el
brazo de Raimundo, y sofocaba una risilla nerviosa a cada sitio estrecho y
oscuro por donde tenían que pasar. Así que los dejó en salvo, y Santiago se
retiró.
A
la mañana siguiente, cuando rondaba el aposento en el que se habían recluido
los amantes, esperando aviso para traer el desayuno, sintió de pronto que le
ponían en el hombro una mano; vio frente a sí la faz demudada por el terror, y
oyó la voz de Raimundo, ronca, sorda, desconocida, que pronunciaba una sola
palabra:
Obedeció
el Mudo: penetró en el dormitorio, y tendida sobre la inmensa cama, de
dorado copete y salomónicas columnas, vio a una mujer de faz amoratada, con el
seno descubierto, los ojos casi fuera de las órbitas y la lengua entre los
dientes. Se lanzó Santiago a socorrerla, pero la rigidez de la muerte endurecía
ya sus miembros. Arrodillado al pie de la cama, Raimundo aterrado y suplicante,
tendía a Santiago sus brazos, exclamando con desesperación:
Corrieron
las horas del espantoso día, y sin abandonar a su amo ni un instante, Santiago
le ofreció, a falta de consuelos elocuentes, el de su presencia. Así que
oscureció, habiendo despachado a la cocinera con un pretexto, se presentó
armado de una linterna, que confió al señorito, mientras él cargaba a hombros
el frío cadáver. Y al través de los vastos salones, en cuyas paredes la luz de
la linterna proyectaba grotescas y trágicas sombras, bajaron a la cocina y de
allí pasaron a la «adega» o bodega. Las magnas cubas de vino añejo presentaban
su redondo vientre, y en los rincones sombríos las colgantes telarañas
remedaban mortajas rotas. Santiago dejó en el suelo a la muerta y señaló a un
tonel de los más chicos, indicando a su amo que era preciso moverlo para cavar
debajo la fosa y que no se viese la tierra removida. Y el exánime Raimundo tuvo
que empuñar una barra de hierro y ayudar a desplazar el tonel. En seguida
Santiago cavó solo la hoya, ancha y profunda, rasando la pared en sus
cimientos. Mas para colocar el cuerpo necesitó Raimundo cogerlo por los pies,
mientras lo llevaba por los hombros Santiago. Acabada la lúgubre faena, colmada
la fosa, repuesto el tonel en su sitio, Santiago vio que su amo se tambaleaba,
y comprendiendo que no podía ya sostenerse, le cogió en brazos, le llevó a otra
habitación, le echó en la cama, le hizo beber casi a la fuerza una copa de
coñac, y le acompañó toda la noche. Al amanecer hizo un atadijo con las prendas
que habían pertenecido a la muerta, recogiéndolo todo, sin olvidar ni una
horquilla, y, metiéndose en el bosque, quemó pieza por pieza y soterró las
cenizas.
Raimundo,
a las pocas horas, tenía fiebre y delirio. Santiago se apostó a la puerta del
cuarto para impedir que entrase nadie, cuidó a su amo lo mejor que supo y veló
diez noches el agitado sueño del criminal. Convaleciente, aunque débil y
abatidísimo, el señorito pudo disponer su marcha, y al tiempo de separarse de
Santiago, su mirada se cruzó con la del Mudo, cuyos ojos decían: «Ve
tranquilo».
Por
entonces habló la prensa portuguesa de un suceso extraño: la misteriosa
desaparición de cierta bella dama, esposa de un personaje, y adorada por él, a
pesar de la murmuración, que siempre se ceba en la hermosura, la gracia y el
talento. Sabíase que, habiendo salido sola de Lisboa para pasar una semana en
la quinta que poseía a orillas del Miño, la gentil vizcondesa, fue por la tarde
a pasear sola también como de costumbre, diciendo a los criados que pensaba
dormir en otra quinta muy próxima, perteneciente a una anciana parienta. Sin
embargo, al transcurrir cuatro o seis días y no saberse de la dama, los criados
se alarmaron, y más al convencerse de que tampoco en la quinta próxima la
habían visto. Empezó el «tole-tole»: se revolvió cielo y tierra; hasta que se
inquirió el paradero de la desaparecida en el Brasil. Tiempo perdido: de la
señora no se encontró ni rastro, porque nadie había de ir a buscarla en la
bodega del pazo de Quindoiro, sepultada bajo un tonel que contenía muchos moyos
de vino añejo.
En
cinco años lo menos no volvió Raimundo al pazo. Sin embargo, el tiempo y la
impunidad iban calmando sus primeros terrores. Para disculparse, pensaba a
solas que aquella mujer le había exaltado y puesto fuera de sí de celos con
imprudentes revelaciones, con retos insensatos, con burlas inicuas. Sentía
además la singular querencia del asesino por el lugar donde cometió el crimen.
Por otra parte, sus intereses le obligaban a no abandonar el pazo enteramente.
Se decidió... ¡Cosa rara! Lo único que le repugnaba cuando emprendió el camino,
no era ni entrar en aquella casa, ni ver aquella cama de dorado copete, ni
beber el vino de aquella bodega..., sino tener delante a Santiago, al cómplice
y encubridor, al testigo silencioso, al que «lo sabía» y «lo callaba», y «lo
callaría» aunque le sometiesen a prueba de tormento...
Sin
embargo, dirigióse al pazo Raimundo, y el leal servidor le recibió con muestras
de alegría. Apenas se encontró a solas con su amo Santiago el Mudo,
abriéronse sus labios, y en tono humilde, como quien se excusa, murmuró muy
bajito:
-Señorito...:
puede... venir aquí... cuando guste..., sin aprensión. Ya «no hay nada»... Este
año por la Pascua ,
moví la cuba, y «todo» lo saqué... Tenía encendido el horno... «Lo» metí en
él..., que no quedó... señal... ni miaja. Ni Dios, con ser Dios, descubre aquí
cosa ninguna. Ni la tierra lo sabe... ¡Venga cuando le parezca..., sin cuidado!
Raimundo
respiró hondamente. De su pecho se quitaba algo muy pesado, muy frío, muy
hondo; una lápida que le oprimía los pulmones. Ya nunca podría su crimen
arrastrale a la afrenta, y quizá al patíbulo. La aprensión de los sentidos que
confunden el cuerpo del delito con el delito mismo, contribuía a persuadirle de
que, borrada toda aquella huella, estaba absuelto el asesino.
No
obstante, aún había en el pazo una sombra, una negra proyección de aquel
ignorado drama, algo en el ambiente que ahogaba al señorito y no le permitía
saborear la tranquilidad y el reposo...
A
los pocos días de la llegada, llamando a Santiago a su aposento, Raimundo le
ofreció una razonable suma, significándole que debía irse a Buenos Aires,
reunirse con sus hermanos y labrarse, cual ellos, un porvenir. Bajo la morena
pátina de su tez de labriego, Santiago palideció...; pero no replicó palabra.
El instinto de perro fiel que le había guiado para ocultar el atentado del
señorito, le decía ahora que estorbaba en el pazo, y que la única memoria de la
fatal noche era él, el Mudo, el que conservaba en sus pupilas reflejos
de la maldita linterna, y en sus manos partículas de polvo de la fosa...
A
bordo del navío que tripulaba emigrantes, ninguno más triste, ninguno más
callado, ninguno más hosco que Santiago el Mudo. Hasta que pierde de
vista la costa no aparta los ojos de ella: así que en las nieblas del horizonte
se oculta la verde patria, Santiago se sienta sobre un lío de cordaje, y
alzando las rodillas con los brazos, mete la quijada en el pecho y permanece
inmóvil, indiferente al bureo y a los cantares de los que también se van muy lejos,
muy lejos, a desconocidos climas...
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