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domingo, 4 de agosto de 2013

El nabo

Un abuelo sembró un nabo. Cuando lo fue a sacar agarró las hojas, tiró, pero no lo pudo arrancar por mucho que tiró.
El abuelo llamó entonces a su mujer. La abuela se agarró al abuelo, el abuelo agarró las hojas del nabo y ¡venga a tirar, venga a tirar! Pero no lo pudieron arrancar.
Llegó entonces su nietecita. La nietecita se agarró a la abuela, la abuela se agarró al abuelo, el abuelo agarró las hojas del nabo y ¡venga a tirar, venga a tirar! Pero no lo pudieron arrancar.
Llegó entonces la perrita. La perrita se agarró a la nietecita, la nietecita se agarró a la abuela, la abuela se agarró al abuelo, el abuelo agarró las hojas del nabo y ¡venga a tirar, venga a tirar! Pero no lo pudieron arrancar.
Llegó entonces una pierna (?). La pierna se agarró a la perrita, la perrita se agarró a la nietecita, la nietecita se agarró a la abuela, la abuela se agarró al abuelo, el abuelo agarró las hojas del nabo y ¡venga a tirar, venga a tirar! Pero no lo pudieron arrancar.
Llegó entonces otra pierna. La segunda pierna se agarró a la primera pierna, la primera pierna se agarró a la perrita, la perrita se agarró a la nietecita, la nietecita se agarró a la abuela, la abuela se agarró al abuelo, el abuelo agarró las hojas del nabo y ¡venga a tirar, venga a tirar! Pero no lo pudieron arrancar.
Y así, hasta que llegó la quinta pierna.

Llegó la quinta pierna. La quinta pierna se agarró a las cuatro piernas, las cuatro piernas se agarraron a las tres piernas, las tres piernas se agarraron a las dos piernas, las dos piernas a la pierna, la pierna a la perrita, la perrita a la nietecita, la nietecita a la abue­la, la abuela al abuelo, el abuelo agarró las hojas del nabo y ¡venga a tirar, venga a tirar! ¡Hasta que por fin lo pudieron arrancar!

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

El mizquir

Allá en tiempos remotos y años lejanos, en la hermosa prima­vera y el verano caluroso, padeció el mundo una plaga a la que nadie escapaba: nubes de mosquitos arremetían contra la gente y a picotazos hacían correr su sangre.
Pero una brava araña mizguir, que apareció por allí, empezó a mo­ver las patas, muy diligente, y con gran habilidad fue colocando redes en los sitios por donde moscas y mosquitos solían revolotear.
La sucia mosca, animal asqueroso, echó a volar, tropezó, y fue a parar a la red del mizguir, que se puso a pegarla, vapulearla y estrangularla.
-¡Bátiushka mizguir! -suplicó la mosca. No me mates. De­jaría a muchos huerfanitos que tendrían que ir pidiendo de casa en casa, perseguidos por los perros.
El mizguir la soltó. Ella echó a volar, zumbando, y avisó a to­dos los mosquitos y moscas.
-¡Escuchadme! Escondeos bajo la corteza del pobo: ha apare­cido un mizguir, ha comenzado a mover las patas, muy diligente, y con gran habilidad ha ido colocando redes en los sitios por don­de moscas y mosquitos solemos revolotear.
Todos se escondieron bajo la corteza del pobo, y allí se queda­ron como si estuvieran muertos.
El mizguir echó a andar y encontró a un grillo, una cucaracha y una chinche. Les dijo:
-Tú, grillo, súbete a una pella de tierra a fumar tabaco; tú, cucaracha, toca el tambor y tú, chinche, métete bajo la corteza del pobo y haz correr la voz de que el mizguir, el valiente y apues­to mozo, ha perdido la vida; que le mandaron a Kazán y allí le cor­taron la cabeza de un golpe tan tremendo que se partió el tajo.
El grillo se subió a una pella de tierra a fumar tabaco, la cucara­cha tocó el tambor, la chinche se metió bajo la corteza del pobo y dijo:
-¿Qué hacéis ahí, encogidos como si estuvierais muertos? Ha­béis de saber que el mizguír, el valiente mozo, ha perdido la vida: le mandaron a Kazán y allí le cortaron la cabeza de un golpe tan tremendo que se partió el tajo.
Todos se alegraron mucho, se santiguaron tres veces y echa­ron a volar, pero tropezaron y fueron a parar a la red del mizguir, que dijo:
-¡Qué pequeñitos sois! Debíais venir a verme más a menudo. ¡Ojalá vinierais por aquí más a menudo, a beber cerveza y vino, sin olvidarse de los demás!

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)


Un condecorado del 15 de agosto

Hallándome en Argelia, una tarde al terminar un día de cacería, me sorprendió en la llanura de Chelif, a unas leguas de Orleansville, una violentísima tempestad. No se percibía la más ligera sombra de un albergue o de un po­blado, sino simplemente unas palmeras enanas, matas de lentisco y anchas tierras de labranza que alcanzaban el confín del horizonte. Al mismo tiempo el Chelif, que iba muy crecido por los chubascos, empezaba a rugir de modo alarmante y amenazaba con el riesgo de tener que pa­sarme la noche con el agua hasta la rodilla. Afortunada­mente el intérprete civil de la Oficina de Milianah que iba conmigo recordó que cerca de allí se asentaba, escondida en un pliegue del terreno, una tribu cuyo jefe era cono­cido suyo, y nos decidimos a visitarle y a pedirle hospita­lidad para una noche.
Están de tal modo emboscadas estas aldeas árabes en­tre las encineras y chumberas, se alzan tan poco del ras del suelo sus chozas de tierra, que antes de darnos total­mente cuenta ya nos hallábamos en el mismo centro del aduar. No sé si era por la lluvia, por la hora o por el gran silencio reinante allí, pero el pueblo me pareció muy tris­te y como bajo el peso de una angustia que hubiese sus­pendido toda vida. La cosecha, abandonada, yacía en los campos circundantes. El grano, recogido ya en todos los demás sitios, estaba allí tirado, y tanto el trigo como la cebada empezaban ya a pudrirse. Bajo la lluvia habían quedado olvidados herrumbrosos arados y rastrillos. La tribu entera tenía idéntico aspecto de tristeza, de indiferencia y de ruina. Ni siquiera los perros ladraron a nues­tra llegada. De vez en cuando del fondo de una choza sa­lían gritos de niño, y por entre la espesura se veía pasar la afeitada cabeza de un muchacho o el jaique agujereado de un viejo. Diseminados, unos borriquillos tiritaban jun­to a los zarzales. Pero no se veía ni un hombre, ni un ca­ballo, como si estuviésemos aún en los tiempos de las grandes guerras y todos los jinetes se hubieran marchado hacía mucho tiempo.
La casa del jefe, semejante a una larga granja de pa­redes blancas y sin ventanas, no parecía tener más vida que las demás. Las cuadras se hallaban abiertas; los es­tablos y pesebres, vacíos, sin un palafrenero que se encar­gara de nuestras cabalgaduras.
Mi acompañante me dijo:
-Iremos a ver el café moro.
Tal café es como si dijésemos el salón de recibo de los señores árabes; una casa dentro de la casa, reservada a los huéspedes de paso, donde los buenos musulmanes, tan afables y corteses, encuentran el modo de practicar su hos­pitalidad dentro de un ambiente de intimidad familiar, según prescribe su ley. El café moro del jefe árabe Si-Sli­man también estaba silencioso y abierto como las cuadras. Las altas paredes enjalbegadas, los trofeos de armas, las plumas de avestruz y el largo diván que corría alrededor del salón, todo cuanto allí había chorreaba de los golpes de lluvia que las rachas de viento volcaban por la puerta. Pero en el café había gente. Primero vimos al cafetero, viejo cabileño andrajoso, con la cabeza escondida entre las rodillas, junto a un brasero volcado; luego al hijo del jefe, un muchacho simpático, pálido y ojeroso, que reposaba sobre el diván, embutido en un negro albornoz, con dos grandes lebreles a los pies.
Apenas si ninguno de los dos se movió cuando entra­mos. Tan sólo el galgo movió la cabeza, y el niño se dignó dirigir hacia nosotros sus enormes, febriles y lánguidos ojos.
El intérprete preguntó:
-¿Y Si-Sliman?
El cafetero contestó con un gesto vago que parecía señalar el horizonte, lejos, muy lejos. Comprendimos que Si-Sliman había partido para un largo viaje. Pero ¿quién era el valiente que se ponía en camino bajo aquel diluvio? Así que el intérprete, dirigiéndose al hijo del jefe árabe, le explicó en su lengua que éramos amigos de su padre y que solicitábamos asilo hasta el día siguiente. El niño en­tonces, pese a la fiebre que le consumía, se levantó, dio órdenes al cafetero y luego, señalándonos los divanes con cortés ademán, como diciendo: «Sentaos, sois mis hués­pedes», nos saludó a la usanza árabe, con la cabeza in­clinada y un beso en la punta de los dedos, y, envolvién­dose arrogantemente en su albornoz, salió con la solem­nidad de un jefe y de un auténtico señor de su casa.
El cafetero entonces volvió a encender su brasero, puso encima dos peroles diminutos, y mientras nos preparaba el café pudimos sonsacarle algunos detalles del viaje de su amo y del misterioso abandono en que se hallaba la tribu. El cabileño hablaba rápidamente, haciendo visajes de vieja, en un lenguaje sonoro y gutural, tan pronto precipitado como entrecortado por grandes pausas, durante las cuales oíamos el son de la lluvia sobre los mosaicos de los patios interiores, los peroles que cantaban y los aullidos de los chacales, diseminados en la llanura por millares.
Vamos, pues, a ver lo que le ha sucedido al infortuna­do Si-5liman. Cuatro meses antes, el 15 de agosto, había recibido la célebre conde-coración de la Legión de Honor, que esperaba desde largo tiempo atrás. Era el único jefe árabe de la provincia que no la tenía aún, ya que todos los demás eran oficiales y caballeros, e incluso dos o tres llevaban alrededor de su jaique el gran cordón de comen­dador y se limpiaban la nariz con él, como lo he visto ha­cer más de una vez al Bach'aga Bualem. Si-Sliman se había enemistado con el jefe de la oficina militar por moti­vo de una partida de cartas, y el compa-ñerismo militar es tan potente en Argelia que desde hacía diez años el nom­bre del jefe árabe figuraba en las listas de las propuestas, pero sin que nunca fuera aprobado.
Fácil es, pues, imaginar la alegría del valiente Si-Sli­man la mañana del 15 de agosto, cuando llegó un espahí de Orleansville trayéndole el diploma de legionario, y la más amada de sus mujeres, Bajá, le cosió la cruz de Fran­cia en su albornoz de piel de camello. La tribu halló en esto ocasión para fiestas y cabalgatas interminables. Toda la noche sonaron los tamboriles y las flautas de caña. Hubo danzas, fuegos artificiales y se mataron un gran número de carneros. Y para que nada faltara a las fiestas, un fa­moso improvisador de Djendel compuso en honor de Si­-Sliman una magnífica cantata que comenzaba así:

Viento, enjaeza tus bridones para llevar la buena nueva...

A la mañana siguiente, al amanecer, Si-Sliman llamó a las armas a la vanguardia y a la retaguardia de su tribu, y se fue a Argel con sus caballeros a dar las gracias al go­bernador. Como es costumbre, el séquito se detuvo a las puertas de la ciudad. El jefe se dirigió él solo al palacio del gobierno, vio al duque de Malakov y le juró una vez más fidelidad a Francia con unas cuantas frases pompo­sas de ese estilo oriental, que pasa por imaginativo por­que desde hace tres mil años todos los adolescentes son comparados a las palmeras y todas las mujeres a las ga­celas. Una vez cumplidos sus deberes subió al barrio alto para hacerse ver, practicando de paso sus devociones en la mezquita. Repartió dinero a los pobres, entró en las barberías, en las tiendas de bordados, y compró para sus mujeres agua de Colonia, sedas estampadas, coseletes azu­les ribeteados de oro, botas rojas de montar a caballo paraa su pequeño, pagándolo todo sin regatear y derramando en buen dinero su alegría. Se le vio en los bazares, senta­do sobre tapices de Esmirna, tomando el café a la puerta de los comerciantes moros, que le felicitaban. A su alre­dedor se agolpaba un gentío lleno de curiosidad, y se decía:
-Es el Si-Sliman; el emberador acaba de concederle la cruz.
Y las moritas que volvían del baño, comiendo golosi­nas, a través de sus blancos antifaces deslizaban largas miradas de admiración a la cruz de plata nueva, ostentada con tanta gallardía. Desde luego ¡nunca faltan momentos felices en la vida!
Si-Sliman se disponía por la tarde a juntarse con su mehalla, cuando, ya con un pie en el estribo, se le apro­ximó un ordenanza de la prefectura que llegaba corriendo y sin aliento.
-Por fin te encuentro. Te he buscado por todas par­tes. Ven pronto: el gobernador quiere hablarte.
Sin cuidado alguno Si-Sliman le siguió. Sin embargo, al atravesar el gran patio árabe del palacio tropezó con su jefe del despacho militar, que le sonrió maliciosamente. Esta maligna sonrisa de su enemigo le amilanó, y, tem­blando, penetró en el salón del gober-nador.
El mariscal le recibió sentado a horcajadas en una si­lla. Con su brutalidad acostumbrada y con aquella voz terrible que hacía temblar todo a su alrededor le dijo:
-¡Si-Sliman, amigo mío, estoy desolado! Hemos co­metido un error. No; no es a ti a quien se quería conde­corar, sino al caíd de los zug-zugs. Tienes que devolvernos la cruz.
La magnífica cabeza bronceada del jefe árabe enroje­ció como si le hubiesen acercado el fuego de una fragua. Una convulsiva sacudida recorrió su enorme corpulencia. Sus ojos llamearon, pero fue solamente un relámpago. Al instante los bajó y se inclinó delante del gobernador.
-Señor, tú mandas -dijo, y se arrancó la cruz del pecho y la depositó sobre la mesa. La mano le temblaba, y entre sus largas pestañas brillaban las lágrimas.
El viejo Pelissier no pudo menos de emocionarse.
-¡Vamos, vamos, amigo mío! ¡El año que viene se­rá! -le aseguró.
Y con aire bonachón le tendió la mano, que el jefe ára­be fingió no ver. Se inclinó sin decir nada y salió. Sobra­damente sabía a qué atenerse en cuanto a las promesas del mariscal, y se veía deshonrado para siempre por una in­triga burocrática.
Por la ciudad había corrido, como reguero de pólvora, el rumor de su desgracia. Los judíos de la calle Bab-Azun se reían burlonamente a su paso. Y, por lo contrario, los comerciantes árabes se apartaban de su camino llenos de lástima, siendo precisamente esta compasión la que mayor daño le producía. Y se iba, rozando las paredes, buscan­do las más oscuras callejuelas. El sitio de donde se había arrancado la cruz le dolía como una herida abierta. Ince­santemente se preguntaba:
-¿Qué dirán mis soldados? ¿Qué dirán mis mujeres?
Y sólo de pensar en ellos temblaba de ira.
Se veía ya predicando la guerra santa, allá, cerca de las fronteras de Marruecos, siempre enrojecidas por las batallas o los incendios, o bien, corriendo las calles de Ar­gel a la cabeza de sus gumiers, saqueando a los judíos, de­gollando a los cristianos y cayendo a su vez en la re­vuelta, donde hubiera sepultado su humillación.
Cualquier cosa le parecía más fácil que volver a su tribu.
De repente, en medio de sus planes de venganza, el nombre del emberador brotó como una luz.
¡El emberador!... Para Si-Sliman, como para todos los árabes, la idea de la justicia y el poderío se resumía en esa única palabra. Era el verdadero jefe de estos cre­yentes musulmanes de la decadencia; el otro, el de Estam­bul, les parecía, mirado así de lejos, una entelequia, una especie de Papa invisible que sólo había conservado el poder espiritual, y ya se sabe para lo que vale ese poder en la héjira que corre.
¡Pero el emberador, con sus terribles cañones, sus zua­vos, su flota de hierro!... Desde que tuvo la idea de pen­sar en él, Si-Sliman se creyó salvado. No había duda de que el emperador le devolvería su cruz. Sería sólo cosa de ocho días de viaje. Tan seguro estaba de ello que quiso que su escolta le esperara a las puertas de Argel. Salió para París al día siguiente, lleno de serenidad y devoción, como si fuese peregrino hacia La Meca.
¡Pobre Si-Sliman! Hacía ya cuatro meses que había partido, y en las cartas que dirigía a sus esposas no nom­braba para nada su vuelta. Desde hacía cuatro meses el infortunado jefe árabe erraba perdido en la niebla de París, pasando la vida por los ministerios, siendo la burla de todos, cogido entre el engranaje formidable de la ad­ministración francesa. Despedido y devuelto de oficina en oficina, ensuciando su albornoz en los bancos de madera de las antesalas, esperando una audiencia que no acababa de llegar nunca. Luego, por la noche, se le veía con su alta figura triste, ridícula a fuerza de majestad, pedir su llave en el despacho de un mal hotel y subir a su cuarto, cansado de tanto andar, de tantas gestiones, aunque siem­pre fuerte, sin perder la esperanza, empeñado como un desbancado en el juego rescatar su honor.
Sus caballeros, mientras tanto, con fatalismo oriental, le esperaban, en cuclillas, junto a la puerta de Bab-Azun, mientras los caballos relinchaban, amarrados, en direc­ción al mar. En la tribu toda la vida estaba en suspenso. Las mujeres y los niños, mirando en dirección a París, contaban los días uno a uno, y daba pena ver cuántas es­peranzas, cuántas inquietudes y cuántas desgracias pen­dian ya de la punta del lacito rojo... ¿Cuándo iba a termi­nar todo aquello?
El cafetero, suspirando, exclamó:
-¡Sólo Dios lo sabe!
Y por la entreabierta puerta que miraba a la llanura, ya ensombrecida y triste, su brazo desnudo señalaba el cre­ciente de plata de la luna, que ascendía en el mojado cielo.

Cuento del lunes

1.034. Daudet (Alfonso) - 022

Paisajes de la insurrección

I. En el barrio de marais

En la sombra húmeda y providencial de las largas y tortuosas calles por donde flotan olores de droguería y de madera de campeche -entre los antiguos palacios del tiempo de Enrique II y de Luis XIII, que la industria inoderna ha transformado en fábricas de agua de Seltz, de bronces y de productos químicos; entre los jardincillos musgosos, atestados de cajones; los patios de honor de anchas losas donde ruedan pesados camiones; bajo los bal­cones panzudos, las altas celosías, los piñones carcomi­dos, ahumados como apagacirios- la revolución, espe­cialmente en los primeros días, tenía un singular aspecto, un no sé qué de inocente y primitivo. En todas las esquinas se veían esbozos de barricadas, pero sin nadie que las guardara, sin cañones y sin ametralladoras. Eran sola­mente piedras amontonadas, sin arte, sin convicción, so­lamente por el gusto de interceptar la calle y ver reman­sarse el agua en grandes lagunas, donde se chapuzaban pandillas de pilluelos y flotas de barcos de papel. Todas las tiendas permanecían abiertas y los tenderos a las puer­tas, riendo y hablando de política desde una acera a la otra. Bien claramente se veía que esta gente no secunda­ba la revolución, aunque se percibía que se alegraban de que otros la llevaran a cabo, como si al remover el pavimento de estos pacíficos barrios se hubiera despertado el alma del viejo París, burlón, burgués y pendenciero.
Lo que se llamó antaño viento de fronda corría enton­ces por el Marais. En el frontispicio de los grandes pala­cios la mueca sardónica de los mascarones de piedra pa­recía decir: «No nos coge de sorpresa: ya conocemos esto.» Y bien a mi pesar iba vistiendo, en mi imaginación, con casacas floreadas y calzones cortos y anchos fieltros de ala vuelta a toda esa gente pintoresca compuesta de drogueros, doradores y abaceros, que miraban desde las aceras cómo desempedraban las calles y parecían enorgu­llecerse de tener una barricada a la puerta de su tienda.
De vez en cuando, al final de una larga callejuela os­cura, se veía brillar una bayoneta en la plaza de Gréve, sobre una pared del antiguo palacio municipal, dorada por el sol. Pasaban unos caballeros al galope por este trozo de luz: amplias capas grises, plumas al viento. La gente corría, gritaba y agitaba los sombreros. ¿Quién era? ¿La señorita de Montpensier o el general Cremer? En mi cabeza se barajaban las épocas. A lo lejos, el sol, la ca­misa roja de un correo garibaldino que pasaba a galope tendido y me hacía. el efecto de la sotana del cardenal de Retz. Y tampoco sabía si aquel astuto entre los astutos de que se hablaba en todos los grupos era Thiers o era Ma­zarino.
Creía estar viviendo trescientos años atrás.

II. En montmartre

Un día por la mañana, al subir por la calle de Lepic, vi, en un tenducho de zapatero remendón, a un oficial de la guardia nacional lleno de galones hasta el codo y con el sable al cinto, clavando medias suelas a un par de botas, con el mandil de cuero puesto para no mancharse la guerrera. El panorama entero de Montmartre sublevado se veía por entre el marco de la ventana de este chiribitil.
Era aquello un enorme pueblo armado hasta los dien­tes, con ametralladoras junto al abrevadero; la plaza de la iglesia, erizada de bayonetas; una barricada delante de la escuela; las cajas de metralla al lado de las latas de leche. Las casas, todas, transformadas en cuarteles, y en las ventanas, polainas de uniforme puestas a secar. Que­pis que se asomaban para escuchar los toques de corneta y culatas de fusil que suenan dentro de las prenderías, y de arriba abajo de la colina, un incesante rodar de can­timploras, sables y gamellas. Realmente este Montmartre tio es el Montmartre salvaje que hemos visto desfilar por el bulevar de los Italianos, el fusil en alto, el barboquejo asegurado, marcando el paso, como diciendo: «¡Sacad bien el pecho: nos mira la reacción!» Porque aquí los in­surrectos están en la propia casa; y a pesar de los cañones y de las barricadas se percibe un no se sabe qué libre, apa­cible, familiar, que se cierne sobre su rebelión.
Lo que únicamente causa pena es ver el hormigueo de pantalones rojos, desertores de todas las armas: zuavos, soldados de infantería, móviles, que llenan la plaza de la alcaldía, acostados sobre los bancos, tumbados en las ace­ras, ebrios, sucios, hechos harapos, con barbas de ocho días. Precisamente cuando paso, uno de esos desgracia­dos, encaramado en un árbol, arenga a las masas, tarta­mudeando, en medio de risas y exclamaciones. A un lado de la plaza un batallón se prepara para ir a las murallas.
-¡De frente! -es el grito de los oficiales, que agitan el sable.
Los tambores redoblan a paso de carga, y los buenos milicianos, llenos de ardor, se lanzan al asalto de una larga calle desierta, a cuyo extremo se ven algunas gallinas, que despavoridas huyen chillando. En la parte más alta, en un claro, entre los verdes jardines y las amarillas la­deras, se divisa el molino de la Galette, que ha sido con­vertido en puesto militar, y unas figurillas de guardias na­cionales, tiendas en línea y pequeñas hogueras que hu­mean. Todo esto se destaca limpia y finamente, como mi­rado por un anteojo, entre un cielo sombrío y lluvioso y el ocre brillante del cerro.

III. El barrio de saint-antoine

Durante el sitio de París, una noche de enero me en­contraba en la plaza de Nanterre, como parte integrante de un batallón de franco-tiradores. Nuestras avanzadas acababan de ser atacadas por el enemigo y nos armába­mos rápidamente para ir en ayuda de aquéllas. Mientras entre el viento y la nieve se alineaban los hombres casi a tientas, vimos desembocar por una esquina una patrulla que llegaba precedida de un farol.
-¡Alto! ¿Quién vive?
-Móviles del Cuarenta y ocho -contestó una voz temblona.
Eran unos hombres pequeñitos, con capotes cortos, el quepis ladeado y un trotecillo menudo.
A un par de pasos se les hubiera creído un batallón in­fantil; pero cuando se acercó el sargento para darse a co­nocer, nuestras linternas alumbraron a un pálido viejeci­to, arrugado y de blanca perilla, que parpadeaba incesan­temente. El niño tenía cuando menos cien años, y los otros no creo que fueran mucho más mozos. Y sobre todo eso, un puro acento de París y un aire incomparable de rompe y rasga. Viejos golfillos, en total.
Nada más llegar a las avanzadas, los pobres móviles se habían perdido al andar de patrulla por vez primera. Les señalamos el camino.
-¡Rápido, compañeros: los prusianos atacan!
Y los viejecitos, completamente turbados, exclama­ban:
-¡Ah! ¡Los prusianos atacan! -Y dando media vuel­ta se perdieron en la noche, con su farol, que danzaba sa­cudido por el tiroteo.
Me es imposible expresar la impresión tan fantástica que causaron en mí aquellos pequeños gnomos. Además ¡parecían tan viejos, tan cansados, tan desconcertados!... Me imaginaba una patrulla francesa errando a través de los campos desde 1848 y buscando su camino desde hacía veintitrés años.
Los insurgentes del barrio de Saint-Antoine me han traído a la memoria esta aparición. Allí he encontrado de nuevo a los ancianos del 48, eternos extraviados, enveje­cidos pero incorregibles; el agitador de cabellos blancos, el antiguo y divertido juego de la guerra civil, la clásica barricada de dos o tres escalones, la bandera roja flamean­do en lo más alto, las actitudes melodramáticas junto a las culatas de los cañones, las mangas remangadas y los rostros huraños:
-¡Circulad, ciudadanos!
Y en seguida la bayoneta calada.
¡Qué trajín! ¡Qué agitación en aquel enorme arrabal de Babel! Desde el Trone a la Bastilla todo son alertas, alarmas, pesquisas, detenciones, clubs al aire libre, pere­grinaciones a la Columna, patrulleros que andan de pa­rranda y han olvidado el santo y seña, fusiles que se dis­paran solos, rufianes que han sido llevados ante el comité de la calle Basfroi, la retreta, la generala y el toque de alarma. ¡Ah, el toque de somatén! ¡Con qué furia sacu­den esos bárbaros las campanas! En cuanto cae el día, los campesinos se vuelven locos y hacen mover las campanas como cascabeles de bufón. Hay el somatén de la borra­chera, jadeante, fantástico, irregular, entrecortado por hi­pos y desfalle-cimiento; el somatén convencido, feroz, a brazo partido, que suena y suena hasta que se rompe la cuerda, y hay también el somatén fofo, sin fe, cuyas no­tas adormecidas caen pesadamente, como las del toque de queda.
Y entre esta terrible zambra, entre este enloquecimien­to de campanas y cerebros, me sorprende una cosa: la tranquilidad de la calle de Lappe y de las callejas y tra­vesías que irradian alrededor. Hay allí una especie de ía auvernesa, en la que los hijos de Cantal[1] tra­fican apaciblemente con su vieja chatarra, sin ocuparse para nada de la revolución y como si ésta se desarrollase a mil leguas. Yo he visto, al pasar, muy atareados a to­dos estos buenos Ramonencq[2] en sus oscuras tiendas. Las mujeres hablaban en su jerigonza, haciendo calceta en el poyo de la puerta, y los chiquillos de crespa cabe­llera se revolcaban en medio de la calle, cubiertos de la cabeza a los pies de limaduras de hierro.

Cuento del lunes

1.034. Daudet (Alfonso) - 022



[1] Departamento de Auvernia.
[2] Nombre propio muy común en Auvernia.

Monólogo a bordo

Dos horas hace ya que se han apagado todas las luces y se han cerrado las escotillas. El sollado que nos sirve de dormitorio está a oscuras, y, como la atmósfera es densa, uno se ahoga. Mis compañeros se revuelven inquietos en sus literas, sueñan en voz alta y se quejan al dormir. Los días sin trabajo, en que únicamente la cabeza funciona y se fatiga, producen un sueño terrible, preñado de delirios y de sobresaltos. Pero ni siquiera este horrible sueño pue­do conciliar en toda la noche. No puedo dormir; por lo que no puedo hacer otra cosa que cavilar.
Arriba, sobre el puente, está lloviendo. Sopla el viento. De vez en cuando, al relevo de la guardia, se oye una campana que suena entre la bruma en la proa del barco. Cada vez que la oigo me acuerdo de mi París y del toque de las seis en las fábricas. ¡Y con la cantidad de fábricas que hay cerca de nuestra casa!...
¡Nuestra casa! Vuelvo a ver nuestro cuartito, los ni­ños que regresan del colegio, la madre en el fondo del cuarto de trabajo dando la última mano a alguna labor cerca de la ventana, esforzándose en retener la brizna de luz que se apaga, hasta terminar la hebra de su aguja.
¡Qué desgracia más grande! ¿Qué va a ser de noso­tros ahora?
Puesto que me lo permitían, quizás hubiera sido me­jor habérmelos traído conmigo. Pero ¿cómo? ¡Está tan lejos! Temía que el clima y el viaje sentara mal a los chi­quillos. Además hubiéramos tenido que vender nuestras existencias de pasamanería, humilde peculio ganado pe­nosarnente, reunido pieza a pieza, en diez largos años. Y luego los muchachos no hubieran podido ir al colegio. Y la madre, que habría de vivir entre miserables... ¡No, no! ¡Eso sí que no! ¡Prefiero más ser yo solo quien sufra! Pero a pesar mío, cuando subo a cubierta y veo todas esas familias que están como en su casa -las madres co­siendo los trapos, los chiquillos a medio vestir, las lá­grimas salen a mis ojos.
El viento sopla más fuerte y las olas se hinchan. La fragata se desliza, inclinada de una banda. Se oye cómo crujen los palos y cómo azota el aire en las velas. Parece que vamos a todo correr. Mejor: así llegaremos antes.
La isla de los Pinos, que durante el proceso me aterro­rizaba, ahora me parece apetecible. Es el final, el descan­so, ¡y yo estoy tan cansado!... Hay momentos en que cuanto me ha sucedido en estos veinte meses gira ante mis ojos hasta darme vértigo. El sitio de los prusianos, las murallas, el ejército... Después los clubs políticos, los en­tierros civiles, con mis siemprevivas en el ojal, los discur­sos al pie de la Columna, las fiestas de la Comuna en el ayuntamiento, las revistas de Cluseret, las salidas, el com­bate, la estación de Clamart, las paredes donde nos res­guardábamos para disparar sobre los gendarmes. Y des­pués, más tarde, el campamento de Satory, los pontones, los comisarios, los transbordos de un barco a otro, mil idas y venidas que me hacían creer que me encarcelaban de nuevo cada vez que rne cambiaban de prisión. Y por último, la sala del consejo de guerra, los oficiales de gala, sentados en herradura; al fondo, los coches celulares; el embarque, la salida. Todo ello revuelto con el balanceo y el aturdimiento de los primeros días del viaje.
¡Puaf! ¡Tengo la sensación de llevar una careta de polvo, de fatiga, de no sé qué, pegada a la cara, como si no me la hubiese lavado en diez años!
¡Ay! ¡Sí! ¡Qué maravillosamente agradable me pa­rece echar pie a tierra en cualquier sitio, hacer alto!...
Me han dicho que allá tendré mi trocito de tierra, he­rramientas, una casita... Mi mujer y yo habíamos soñado con tener una hacia Saint-Madé; sería bajita, con un jar­dincito delante como un cajón abierto, lleno de flores y de legumbres. Hubiéramos ido allí los domingos a pasar el día al aire y al sol, saturándonos para toda la semana. Después, cuando los chicos fueran mayores y siguieran con el comercio, nos hubiéramos retirado a vivir tranqui­lamente en ella... ¡Estúpido! ¡Ahora sí que vas a estar retirado, ahora sí que vas a tener tu casita de campo!
¡Qué pena más grande cuando pienso que la política tiene la culpa! Y, sin embargo, siempre había desconfiado de la maldita política. Siempre le había tenido miedo. En primer lugar no era rico, y como había que trabajar para pagar los pedidos, no me quedaba mucho tiempo libre para leer los periódicos y oír a los charlatanes de los mí­tines. Pero vino el maldito sitio, y con él la guardia na­cional, y sin cosa que hacer, a no ser chillar y beber. ¡Por vida de...! Total: que comencé a ir a los clubs con los demás, y las frases de relumbrón acabaron por subírseme a la cabeza...
¡Los derechos de los obreros! ¡La felicidad del pueblo!
Cuando se instauró la Comuna creí que era llegada la edad de oro de los pobres. Además me nombraron capi­tán, y todos aquellos estados mayores uniformados de nuevo, con sus galones, sus dormanes, sus cordones de oro, daban trabajo abundante a mi casa. Luego, cuando vi cómo andaban real-mente las cosas, hubiera querido es­cabullirme; pero tuve miedo de que me consideraran un cobarde.
Pero ¿qué sucede arriba? Las bocinas claman a grito pelado, y se oye correr las enormes botas por la mojada cubierta... ¡Menuda vida de perros la que llevan los ma­rineros! El silbido del contramaestre los ha sacado de lo mejor de su sueño; suben al puente medio dormidos y su­dorosos. Tienen que caminar a tientas, a ciegas, azotados por el frío. Patinan en el piso, las jarcias están heladas y queman la mano. Y cuando están encaramados en lo último de las vergas, bamboleándose entre el cielo y el agua, enrollando las velas, tiesas por el frío, llega una racha de viento, los arrebata, se los lleva y los esparce en el ancho mar como un huevo de gaviota. ¡Es una vida mucho más áspera que la de un obrero de París, y enci­ma, peor pagada! Y, sin embargo, estos hombres no se quejan: tienen un aspecto tranquilo, claros y resueltos ojos, y ¡tanto respeto para sus jefes!... Ya se les nota que no han andado mucho por nuestros clubs.
Y no hay más que verlo: esto es una tempestad. La fragata se balancea horriblemente. Todo baila y todo cru­je. Los golpes de mar se desploman sobre cubierta con fragor de trueno; después, durante unos minutos, se oye correr por todas partes arroyuelos de agua. Mis vecinos empiezan a inquietarse. Unos están mareados y otros muy asustados. ¡Esta inmovilidad durante el peligro es la peor de las prisiones! ¡Y pensar que mientras estamos encerra­dos como un rebaño, zarandeados en las tinieblas entre el trágico alboroto que nos envuelve, aquellos arrogantes hi­tos de la Comuna, con fajines dorados y rojos petos, aque­llos farsantes, aquellos cobardes que nos empujan delan­te, están tan ricamente sentados en los teatros, en los ca­fés, en Londres, en Ginebra, a un paso de Francia!
¡Cuando pienso en todo esto me ahogo de rabia!
Se han despertado todos. Unos a otros, desde sus lite­ras, se llaman, y, como todos somos de París, en seguida brota el chiste y la risa. Yo me hago el dormido para que me dejen en paz. ¡Qué suplicio más horrible es este de no estar nunca solo y tener que vivir en manada! Hay que amoldarse a la cólera ajena, a decir lo que digan los de­más, a fingir odios que no se tienen, so pena de pasar por un soplón... Y luego, la broma, ¡siempre la broma!
¡Santo Dios! ¡Vaya una marejada! Se adivina que el viento ahueca en el mar grandes simas sombrías; desde la fragata se precipita y revuelve. ¡Qué bien he hecho en no traérmelos conmigo! Porque ¡es tan agradable pensar que a estas horas están allí muy calentitos en nuestra al­coba!
En el fondo más oscuro del sollado me parece ver la tenue luz de la lámpara besando todas las frentes: los ni­ños dormidos y la madre, inclinada, que recuerda y tra­baja.

Cuento del lunes

1.034. Daudet (Alfonso) - 022

Mi quepis

Olvidado en el fondo de un armario, ajado bajo el pol­vo, con un dedo de grasa en las orillas, oxidados los nú­meros, desteñido y casi sin forma, lo he encontrado hoy por la mañana. Me he echado a reír sin poder evitar ex­clamar:
-¡Caramba! ¡Mi quepis!
Y súbitamente ha venido a mi memoria aquel día de fines de otoño, cálido de sol y de entusiasmo, en que me lancé orgulloso a la calle con mi nueva cobertera, tropezan­do en todas partes con el fusil, para unirme a los batallones del barrio y cumplir mi deberes de soldado ciudadano. Si alguien hubiera osado decir que no iba a salvar yo solito a París y libertar a Francia entera, ya hubiera podido prepararse para recibir todo el hierro de mi bayoneta en la barriga.
¡Teníamos tanta confianza en la guardia nacional! En los jardines públicos, ern las plazas, en las avenidas, en las esquinas, las compañías se formaban, se numeraban y se veían, entre los uniformes, blusas alineadas y entre los que­pis las civiles gorras: de tal forma apremiaba el tiempo. Nosotros nos reuníamos todas las mañanas en una plaza os soportales y anchurosas puertas, llena de niebla y atravesada por mil corrientes de aire. Terminada la lis­ta, con sus cientos de nombres ensartados en letanía gro­tesca, comenzaba la instrucción. Con los codos pegados al cuerpo y los dientes apretados iban saliendo los pelotones a paso ligero:
-¡Derecha! ¡Izquierda! ¡Derecha! ¡Izquierda! ¡De­recha!...
Y todos, chicos y grandes, los presumidos y los acha­cosos, los que llevaban el uniforme como en el teatro del Ambigu y los simplemente apretados con anchos cinturo­nes azules, que los asemejaba a niños de coro, íbamos, ve­níamos, dábamos vueltas alrededor de la plaza, llenos de brío y de fe.
Verdaderamente todo esto hubiera sido muy ridículo sin aquella profunda nota pedal del cañón, aquel continuo acompañamiento, que daba soltura y amplitud a nuestros movimientos, rellenaba las voces de mando, demasiado aflau-tadas; atenuaba las torpezas y las equivocaciones, y el gran melodrama de París sitiado desempeñaba el papel de esa música que suena entre bastidores en un teatro para dar a las situaciones un tono patético.
Lo que más me gustaba era subir a las murallas. Aún me veo, en aquellas mañanas de niebla, pasar marcialmen­te ante la columna de julio y tributarle los honores mili­tares.
-Presen...ten ¡armas!
Y veo también las calles de Charonne, llenas de gente del pueblo; el suelo resbaladizo, en el que tan apenas si po­díamos marcar el paso, y luego, al acercarnos a los bastio­nes, nuestros tambores, que redoblaban a paso de carga... ¡Ran, ran rataplán!
Sí; aún me parece estar allí. Era realmente sorpren­dente aquella frontera de París, los taludes verdes exca­vados para los cañones, animados por las tiendas desple­gadas, el humo de los cainpamentos y las empequeñecidas siluetas que pasaban arriba de todo dejando ver por enci­ma de pilas de sacos de tierra sólo un poco de quepis y la punta de la bayoneta.
¡Y mi primera guardia nocturna! Sí; aquella marcha a tientas en la oscuridad, bajo la lluvia; la patrulla ron­dando, empujándose a lo largo de los taludes inundados, desgranándose por el camino, y dejándome a mí, el últi­mo, encaramado sobre la puerta de Montreuil a una for­midable altura. ¡Y vaya un tiempecito de perros que ha­cía aquella noche! En el silencio profundo que caía sobre el campo y la ciudad sólo se oía el viento, que corría por las murallas y azotaba a los centinelas, curvándolos, se lleva­ba los alertas y hacía retemblar los vidrios de un viejo reverbero abajo, en el camino de ronda. ¡Diablos con el farol! A cada momento me parecía oír arrastrar el sable de un ulano, y me quedaba escuchando con el fusil pre­parado y el « ¡Quién vive!» en la lengua. Más tarde la lluvia fue haciéndose más fría. El cielo, hacia París, cla­reaba; se veía asomar una torre, una cúpula; un coche ro­daba a lo lejos; sonaba una campana...
La gran ciudad se despertaba, y en su primer estreme­cimiento matinal derramaba un poco de vida en torno suyo. Al otro lado del talud se oye cantar un gallo. A mis pies, en el camino de ronda, todavía entre sombras, se oyó un rui­do de pasos, un estrépito de hierros; y yo lancé con voz terrible mi «¡Alto!¡Quién vive!». Una vocecita tímida, temblorosa por el frío, subió hasta mí entre la densa níe­bla:
-¡Un vendedor de café!
¡Qué podíamos hacer! Eran los primeros días del sitio, y nosotros, pobres e ingenuos milicianos, nos imaginába­mos que los prusianos iban a pasar cualquier noche bajo el fuego de los fuertes, llegar al pie de las murallas, apo­yar las escalas y trepar en medio de hurras y de antorchas agitadas en las tinieblas. Con tamaña imaginación ¡hay que darse cuenta si menudearían los alertas ! Todas las no­ches se oían los gritos de «¡A las armas!». La tropa des­pertaba sobresaltada; se oían carreras atropelladas por entre los caídos haces de fusiles. Los oficiales, despavori­dos, nos gritaban:
-¡Calma! ¡Calma! ¡Hay que tener más sangre fría!
Y ellos la precisaban muchísimo también.
Más tarde, cuando llegaba el día, veíamos un jamelgo huido, zancajeando por las fortificaciones, pacíficamente pastando sobre la hierba del talud, sin sospechar que él solo había valido por un escuadrón de coraceros blancos y servido de blanco a todo un bastión de armas al brazo.
Todas estas cosas han venido a mi memoria al ver el quepis: emociones, aventuras, paisajes, Nanterre, la Cour­neve, el molino Saquet, el delicioso lugar del Marne, don­de el intrépido Noventa y seis entró por primera y última vez en fuego. Las baterías prusianas estaban frente a no­sotros, a la orilla de la carretera, detrás de un bosquecillo, igual que una de esas aldehuelas cuyas humaredas se ven a través de las ramas. En la vía del tren, al descubierto, donde los jefes nos habían olvidado, llovían las granadas, que estallaban retumbando y esparciendo en rededor chis­pas mortales. ¡Pobre quepis mío! ¡Aquel día te dejaste de bravatas, y ni una vez sola saludaste inclinándote bas­tante más de lo debido!
Pero ¡qué importa! Son recuerdos agradables, grotes­cos tal vez, pero no desprovistos de su pequeña parte de heroísmo. ¡Si te conformases con traer a mi memoria nada inás que éstos!... Pero por desgracia me recuerdas también las noches de centinela en París, los cuerpos de guardia en las tiendas desalquiladas, la sofocante estufa, los ban­cos de hule, las aburridas guardias en las puertas de las tenencias de alcaldía, en la plaza hecha un lodazal, que refleja la ciudad en sus mil arroyuelos, el servicio de po­licía por las calles, las patrullas chapoteando en los char­cos, los soldados que traían borrachos, errantes, las pros­titutas, los rateros, aquellas pálidas madrugadas en que retornábamos a casa como con una careta de polvo y fatiga, y olores de la pipa, del petróleo, de algas viejas pe­gadas a la ropa. Y los días pasados inútilmente, las elec­ciones de oficiales llenas de rencillas y chismes de com­pañía, los ponches de despedida, las rondas de copas, los planes de guerra explicados con cerillas sobre las mesas del café, los votos, la política, y su hermana la santa gan­dulería; la inacción, que no sabíamos cómo llenar; el tiem­po perdido, que nos envuelve en una atmósfera vacía que despierta las ganas de agitarse, de gesticular.
Y unido a todo esto la busca y captura del espía, las absurdas desconfianzas y las, por lo contrario, confianzas excesivas; la salida en masa, el abrir la brecha, todas las locuras, todos los delirios de un pueblo sitiado. ¡Ya ves lo que me recuerdas al verte de nuevo! Tú también has delirado con las mismas locuras, y si al día siguiente de la derrota de Buzenval no te hubiera tirado encima de un armario; si, como los otros, me hubiera empeñado en ador­narte con más galones y siemprevivas de oro, en conti­nuar siendo números descabalados de batallones disper­sos, ¡sólo Dios sabe a qué barricada hubieras acabado por arrastrarme!
Decididamente, sí, quepis de indisciplinas y de suble­vaciones; quepis de pereza, de embriaguez, de club y de desatinos; quepis de la guerra civil, ¡no mereces siquiera el despreciable rincón que te había dejado ocupar en mi casa!
¡Hala! ¡A la basura!

Cuento del lunes

1.034. Daudet (Alfonso) - 022

Los tres cuervos

Tarde de un día de batalla. La naturaleza aún está turbada por el choque de dos ejércitos. El hálito inflama­do de los cañones aletea todavía por el campo en espesas nubes rojizas. El aire está lleno de remolinos, como un mar encrespado después de la tempestad. Tiemblan en el ambiente las terribles conmociones de la jornada. Y la tie­rra, cubierta de nieve, turbada en su reposo invernal, se abre, se agrieta bajo el peso de las ruedas, el cocear deses­perado, el desplome de hombres y caballos.
¡Panorama siniestro! La batalla ha sembrado de ca­dáveres los surcos nevados. Los capotes grises tienen plie­gues de agonía. Brazos en alto, zanjas colmadas, piernas rígidas y pies tiesos, empujando la tierra con los talones.
Un joven soldado está tendido en la nieve, pálido el rostro bajo un cielo plomizo. Sus manos están negras de polvo y la guerrera agujereada por las balas. Estaba en lo más recio del combate, entre dos fuegos, y sus compa­ñeros le creyeron muerto al verle caer. Sin embargo aún está con vida y grita con todas sus fuerzas; mas sólo le contestan gemidos y estertores.
Al fin, entumecido de frío y de dolor, cansado del sil­bar de la metralla, del relampagueo de los cañones, del sangriento combate, se siente invadido por el descanso tranquilo y pesado de la tierra sobre la que está tendido, y dispuesto a entregarse al sueño o a la muerte.
Pero en el horizonte inmenso que aparece ante sus ojos entor-nados surgen tres puntitos negros por el norte y van agrandándose en el cielo a medida que se acercan. Hay unas alas, unas alas sombrías que aceleran su cons­tante batir.
Pronto se detienen sobre su cabeza. Los tres cuervos permanecen inmóviles, suspendidos en el claro cielo, con ese despliegue y tran-quilidad de las aves de presa cuya mirada siempre acecha.
En la atmósfera aún vibrante y confusa de la batalla, el batir casi imperceptible de esas enormes alas hace pen­sar en tres banderas de combate cuya divisa sea un cuervo negro de alas extendidas.
-¿Vendrán por mí? -se pregunta el herido, ate­rrado.
Su cuerpo extenuado tiembla al ver que los tres cuer­vos descienden y se posan en un otero, a escasos pasos de él.
Son unas aves hermosas, gordas, lustrosas, bien ali­mentadas. No les falta ni una pluma de sus alas. Sin em­bargo viven en medio de la batalla. Hasta podría decirse que viven sólo para ella; pero asisten al combate desde lejos, desde lo alto, fuera del alcance de las balas, y sola­mente descienden cuando los regimientos han quedado des­truidos y muertos y heridos se confunden en siniestra igualdad.
En verdad que estas aves parecen ser cuervos de re­conocida importancia. Se saludan con el pico, alardean vanidosos hundiendo sus garras afiladas en la nieve enro­jecida. Terminados los cumplidos, comienzan a graznar bajito, bajito, sin apartar la vista del herido.
-Compadres -dice uno de los pajarracos negros, os he hecho venir por ese soldadito de Francia que está tendido ante nosotros. Se trata de un valiente soldadito, animado de singular valor, pero sin prudencia ni reflexión. Mirad su guerrera agujereada y contad las balas que han sido precisas para derribarle en tierra.
»Compadres -prosigue, se trata de una linda pre­sa, y, si queréis, nos la partiremos; pero debemos esperar un poco antes de ir por él. Aunque sus armas hayan que­dado aniquiladas, y permanezca con las manos inertes y rostro cadavérico, todavía sería de temer si se reani­mase.
Así habla el mayor. Al escucharle, los otros dos se mantienen alejados. Sus picos ganchudos y terribles se destacan amenazadores.
-¡Hurra! ¡Nos lo partiremos! -exclama el paja­rraco.
¿Oyes lo que dicen, soldadito? ¿Acaso tu corazón cesó ya de latir?
Habla, pues, habla. Y grítales muy alto que, a pesar de la sangre perdida, aún te queda en las venas.
Parece estar muerto, y cuando los tres pajarracos de torva mirada y pico voraz, tras haber dado fin a su confe­rencia, se acercan al herido, moviendo las alas, su cuerpo ni siquiera se estremece.
¡Pobre soldadito de Francia! Esos cuervos van a des­pedazarte por completo y a cebarse en tus despojos. Te arrancarán hasta los botones de tu guerrera, porque esas aves de presa recogen cuanto brilla, aunque esté mancha­do de sangre.
Suavemente los cuervos van acercándose, y el más des­carado se aventura a picarle en el dedo. Esta vez el sol­dadito abre los ojos y se sobresalta.
-No está muerto. No está muerto -susurran los pa­jarracos, teme-rosos.
Y dando saltitos ganan de nuevo el otero.
¡Oh, no! El soldadito de Francia no ha muerto. Yer­gue la cabeza, y en su mirada iracunda brilla la indigna­ción y la vida. Sus ojos se animan, las aletas de su nariz se hinchan. Parece que el aire es menos pesado y que se respira mejor.
Un rayo de sol invernal, rosado y pálido, se arrastra por la tierra destrozada. Y mientras el soldado admira el triste ocaso, que para él tiene destellos de aurora, he aquí que bajo su mano extendida la nieve al fundirse a su con­tacto cálido acaba de dejar al descubierto una brizna ver­de, la puntita de un tallo de trigo sin granar.
¡Oh, milagro de la vida! El herido se siente renacer. Apoyado con ambas manos en el suelo patrio, intenta en­derezarse. Desde lejos los tres cuervos acechan, prontos a remontar el vuelo; y cuando le ven de pie, buscando con mirada ansiosa las armas perdidas, huyen juntos hacia el norte con rápido batir de alas y se pierden en la noche.
Por un instante se oye en el cielo un vuelo presuroso y alborotado, que denota cólera y miedo, cual bandidos que han fallado un buen golpe y que se baten en retirada.

Cuento del lunes

1.034. Daudet (Alfonso) - 022

Los pastelillos

I

Aquel domingo por la mañana el pastelero Sureau, de la calle Turenne, llamó al mozo de recados y le dijo:
-Aquí están los pastelillos para el señor Bonnicar. Llévalos y regresa en seguida. Dicen que los versalleses han entrado en París.
El muchacho, que maldito si entendía de política, co­locó los pastelillos aún calientes en una tartera, envolvió ésta en una servilleta y se lo puso todo encima de la gorra y salió a galope para la isla de San Luis, donde vivía el señor Bonnicar.
El tiempo era magnífico; lucía un sol de mayo esplén­dido, el que hace brotar en las floristerías los manojos de lilas y en las fruterías las piñas de cerezas. Aunque se oía el tiroteo lejano y en las esquinas sonaban las cornetas, el viejo barrio de Marais conservaba su apacible fisonomía. Se respiraba el aire del domingo; había corros de niños en el fondo de los patios, y delante de las puertas las mu­chachitas jugaban al volante, y la pequeña silueta blanca que corría por el medio de la calle desierta, dejando tras de sí un rico perfume de pasta caliente, acababa de prestar a aquella mañana de batalla un aspecto cándido y domi­nical.
La completa animación del barrio entero parecía haberse concentrado en la calle de Rivoli. Unos arrastraban cañones, otros trabajaban en las barricadas, y otros gru­pos de guardias nacionales, a cada paso, se afanaban de uno a otro lado muy atareados. Pero el pinche no perdió la cabeza: ¡están tan acostumbrados estos chicos a ca­minar entre la multitud y el bullicio de las calles!... Es precisa-mente en los días de fiesta y de barullo, en las apre­turas del Año Nuevo y de domingo gordo, cuando tie­nen más ganas de correr : de modo que las revoluciones no los arredran gran cosa.
Daba gusto ver la gorrita blanca filtrarse entre los que­pis y las bayonetas, evitar los choques, contoneándose graciosamente, unas veces con prisa y otras con lentitud forzada, en la que, sin embargo, se percibían las enormes ganas de correr del chiquillo. Porque a él ¿qué le impor­taba la lucha? Lo esencial era llegar a casa del señor Bon­nicar a la primera campanada de las doce y coger en se­guida la propinilla de encima de la mesa de la antesala.
De pronto la multitud se apartó empujándose terrible­mente, y los educandos de la República desfilaron, a buen paso, cantando. Eran pilletes de doce a quince años, he­chos unos adefesios, con fusil, cinturón rojo y botas altas, que iban tan orgullosos disfrazados de soldados como cuando el martes de carnaval corretean por el fango de los bulevares con una montera de papel y un pedazo de sombrilla color de rosa. Entonces sí que le costó al mu­chacho de la pastelería guardar el equilibrio entre los em­pujones; pero él y su tartera habían patinado tantas veces juntos en el hielo y habían jugado tantas partidas a la cox­cojita en las aceras, que los pastelillos no se asustaron por miedo a caerse. Desgraciadamente la animación, las can­ciones, los cinturones rojos, la admiración y la curiosidad metieron en gana al mozo de dar un paseo en tan buena compañía, y sin darse cuenta rebasó el ayuntamiento, los puentes de la isla de San Luis y se encontró arrastrado sin saber adónde, entre el polvo y el viento de aquella loca carrera.

II 

En casa de Bonnicar era costumbre, desde hacía lo menos veinti-cinco años, comer pastelillos los domingos. Cuando chicos y grandes se encontraban reunidos, a las doce en punto, en el salón, un agudo y alegre campani­llazo hacía exclamar a todo el mundo:
-¡Vamos! ¡Ahí llega ya el pastelero!
Entonces, entre un gran bullicio de sillas y el frufrú de las ropas almidonadas, con algazara de niños ante la mesa puesta, aquellos infelices burgueses se sentaban alrededor de los pastelillos, simétri-camente colocados sobre el ca­lentador de plata.
Pero la campanilla aquel día permaneció muda.
El señor Bonnicar, escandalizado, miraba el reloj, aquel viejo reloj coronado por una garza disecada que jamás había adelantado ni retrasado un minuto. Los niños detrás de los cristales bostezaban acechando la esquina por donde el muchacho de la pastelería acostumbraba lle­gar. Languidecía la conver-sación, y el hambre, que au­mentaba al oír las doce campanadas repetidas del medio­día, hacía parecer muy grande y muy triste el comedor, a pesar de la antigua vajilla de plata que brillaba sobra el mantel adamascado y de las servilletas plegadas alre­dedor en forma de tiesos cucuruchos blancos.
La vieja criada había entrado ya varias veces susu­rrando al oído del amo:
-¡Se ha quemado el asado!
O bien:
-¡Los guisantes se han pasado de tanto cocer!
Pero el señor Bonnicar se obstinaba en no sentarse a la mesa sin los pastelillos, y, furioso contra Sureau, resol­vio ir a ver por sí mismo qué significaba un retraso tan inaudito. Unos vecinos que le vieron salir colérico, blan­diendo el bastón, le advirtieron:
-Señor Bonnicar, tenga usted mucho cuidado. Por ahí se dice que los versalleses han entrado en París.
Pero él cerró los oídos a todo y no quiso oír ni el tiro­teo que venía desde Neuilly a flor de agua, ni el cañón de alarma del ayuntamiento, que estremecía todos los cris­tales de la vecindad.
-¡Ese Sureau!... ¡Ese Sureau!
Abstraído y frenético, corría hablando solo. Ya se veía en medio de la tienda, golpeando las baldosas con el bas­tón, haciendo temblar las lunas del escaparate y los pla­tos de natillas. La barricada del puente de Luis Felipe le partió por la mitad la cólera. En el desempedrado suelo se hallaban algunos federales de mala catadura tumbados al sol.
-Ciudadano, ¿adónde os dirigís?
El ciudadano se explicó, pero la historia de los paste­lillos pareció un tanto sospechosa, más aun cuando el se­ñor Bonnicar, con su hermosa levita de los días de fiesta y sus espejuelos de oro, tenía todo el aspecto de un viejo reaccionario.
Los federales dijeron:
-Es un espía. Hay que llevárselo a Rigault.
En cuanto pronunciaron esto surgieron cuatro hom­bres de buena voluntad a quienes no disgustaba mucho dejar la barricada, y a culatazos se llevaron por delante de ellos al pobre hombre, exasperado.
Y yo no sé cómo se las arreglaron, pero es el caso que media hora más tarde habían sido copados todos ellos por la infantería y agregados a una larga fila de presos que iba a salir para Versalles.
Una vez más protestó el señor Bonnicar elevando fuer­temente la voz y su bastón, relatando su historia por cen­tésima vez. Desgraciadamente para él aquella invención de los pastelillos parecía tan inverosímil, tan increíble­mente absurda, en medio de una revolución, que los ofi­ciales se reían a más y mejor.
-¡Bien! Muy bien por el pobre vejete. ¡Ya lo expli­carás todo en Versalles!
Y por los Campos Elíseos, blancos aún del humo de la pólvora, se puso en marcha la columna entre dos filas de cazadores.

II

Los prisioneros iban de cinco en cinco, en apretadas y compactas filas. Con el fin de impedir que el convoy se diseminara, los obligaban a ir del brazo, y el largo reba­ño humano, al caminar entre el polvo de la carretera, ha­cía idéntico ruido al de una lluvia de tempestad.
El infeliz Bonnicar creía estar soñando. Sudando, re­soplando, aturdido de miedo y de fatiga, se arrastraba a la cola de la columna, entre dos viejas brujas que olían a petróleo y anís, y al oír las palabras de «pastelero», «pas­telillos», que venían incesantemente a la boca en sus im­precaciones, los que iban cerca de él creían que se había vuelto loco.
Realmente es el caso que el hombre no estaba en sus cabales. ¿Pues no se le figuraba en los repechos, en las bajadas, cuando las filas se aclaraban un poco, no se le figuraba ver allá, entre la polvareda que llenaba los hue­cos, el traje y la gorrilla del dependiente de la casa de Sureau? Esto, pues, llegó a sucederle hasta ¡diez veces! en el camino. Aquel blanco resplandor pasaba ante sus ojos, como burlándose de él, para luego desaparecer entre la oleada de uniformes, de blusas y de harapos.
Por fin, al declinar el día, llegaron a Versalles, y cuan­do la gente vio al viejo burgués de gafas, desabrochado, polvoriento e iracundo, todo el mundo estuvo de acuerdo en que tenía cara de desalmado. Se oía cómo decían:
-Pero si es Félix Pyat... ¡No, no! ¡Es Delescluce!
Mucho fue el trabajo que costó a los cazadores de la escolta llevárselo sano y salvo hasta el patio de la Orange­rie. Sólo cuando hubo llegado allí pudo diseminarse el cansado rebaño, tirarse en el suelo y recobrar el aliento. Dormían unos, otros vomitaban juramentos, mientras los demás tosían o lloraban.
Bonnicar ni dormía ni lloraba. Sentado en el borde de una escalinata, con la cabeza entre las manos, medio muer­to de hambre, de vergüenza y de fatiga, desfilaban por su imaginación los accidentes de aquel día desgraciado, su salida de casa, sus invitados intranquilos, el cubierto puesto hasta la noche, que aún le estaría esperando. Y lue­go la humillación, las injurias, los culatazos, y todo por culpa de un pastelero poco puntual.
En aquel momento dijo una voz a su lado:
-Aquí tiene sus pastelillos, señor Bonnicar.
El desgraciado se quedó con la boca abierta al levan­tar la cabeza y ver a su lado al mozo de la pastelería Su­reau, el cual había sido pescado juntamente con los edu­candos de la República. El chaval destapó bajo su man­dil la tartera que llevaba oculta.
De ese modo fue como, a pesar del motín y de la pri­sión, aquel domingo, igual que desde hacía veinticinco años, el señor Bonnicar comió sus apetitosos pastelillos.

Cuento del lunes

1.034. Daudet (Alfonso) - 022