Hallándome en Argelia, una tarde al terminar un día de
cacería, me sorprendió en la llanura de Chelif, a unas leguas de Orleansville,
una violentísima tempestad. No se percibía la más ligera sombra de un albergue
o de un poblado, sino simplemente unas palmeras enanas, matas de lentisco y
anchas tierras de labranza que alcanzaban el confín del horizonte. Al mismo
tiempo el Chelif, que iba muy crecido por los chubascos, empezaba a rugir de
modo alarmante y amenazaba con el riesgo de tener que pasarme la noche con el
agua hasta la rodilla. Afortunadamente el intérprete civil de la Oficina de Milianah que
iba conmigo recordó que cerca de allí se asentaba, escondida en un pliegue del
terreno, una tribu cuyo jefe era conocido suyo, y nos decidimos a visitarle y
a pedirle hospitalidad para una noche.
Están de tal modo emboscadas estas aldeas árabes entre
las encineras y chumberas, se alzan tan poco del ras del suelo sus chozas de
tierra, que antes de darnos totalmente cuenta ya nos hallábamos en el mismo
centro del aduar. No sé si era por la lluvia, por la hora o por el gran
silencio reinante allí, pero el pueblo me pareció muy triste y como bajo el
peso de una angustia que hubiese suspendido toda vida. La cosecha, abandonada,
yacía en los campos circundantes. El grano, recogido ya en todos los demás
sitios, estaba allí tirado, y tanto el trigo como la cebada empezaban ya a
pudrirse. Bajo la lluvia habían quedado olvidados herrumbrosos arados y
rastrillos. La tribu entera tenía idéntico aspecto de tristeza, de indiferencia
y de ruina. Ni siquiera los perros ladraron a nuestra llegada. De vez en
cuando del fondo de una choza salían gritos de niño, y por entre la espesura
se veía pasar la afeitada cabeza de un muchacho o el jaique agujereado de un
viejo. Diseminados, unos borriquillos tiritaban junto a los zarzales. Pero no
se veía ni un hombre, ni un caballo, como si estuviésemos aún en los tiempos
de las grandes guerras y todos los jinetes se hubieran marchado hacía mucho
tiempo.
La casa del jefe, semejante a una larga granja de paredes
blancas y sin ventanas, no parecía tener más vida que las demás. Las cuadras se
hallaban abiertas; los establos y pesebres, vacíos, sin un palafrenero que se
encargara de nuestras cabalgaduras.
-Iremos a ver el café moro.
Tal café es como si dijésemos el salón de recibo de
los señores árabes; una casa dentro de la casa, reservada a los huéspedes de
paso, donde los buenos musulmanes, tan afables y corteses, encuentran el modo
de practicar su hospitalidad dentro de un ambiente de intimidad familiar,
según prescribe su ley. El café moro del jefe árabe Si-Sliman también estaba
silencioso y abierto como las cuadras. Las altas paredes enjalbegadas, los trofeos
de armas, las plumas de avestruz y el largo diván que corría alrededor del
salón, todo cuanto allí había chorreaba de los golpes de lluvia que las rachas
de viento volcaban por la puerta. Pero en el café había gente. Primero vimos al
cafetero, viejo cabileño andrajoso, con la cabeza escondida entre las rodillas,
junto a un brasero volcado; luego al hijo del jefe, un muchacho simpático,
pálido y ojeroso, que reposaba sobre el diván, embutido en un negro albornoz,
con dos grandes lebreles a los pies.
Apenas si ninguno de los dos se movió cuando entramos.
Tan sólo el galgo movió la cabeza, y el niño se dignó dirigir hacia nosotros
sus enormes, febriles y lánguidos ojos.
El cafetero contestó con un gesto vago que parecía
señalar el horizonte, lejos, muy lejos. Comprendimos que Si-Sliman había
partido para un largo viaje. Pero ¿quién era el valiente que se ponía en camino
bajo aquel diluvio? Así que el intérprete, dirigiéndose al hijo del jefe árabe,
le explicó en su lengua que éramos amigos de su padre y que solicitábamos asilo
hasta el día siguiente. El niño entonces, pese a la fiebre que le consumía, se
levantó, dio órdenes al cafetero y luego, señalándonos los divanes con cortés
ademán, como diciendo: «Sentaos, sois mis huéspedes», nos saludó a la usanza
árabe, con la cabeza inclinada y un beso en la punta de los dedos, y,
envolviéndose arrogantemente en su albornoz, salió con la solemnidad de un
jefe y de un auténtico señor de su casa.
El cafetero entonces volvió a encender su brasero,
puso encima dos peroles diminutos, y mientras nos preparaba el café pudimos
sonsacarle algunos detalles del viaje de su amo y del misterioso abandono en
que se hallaba la tribu. El cabileño hablaba rápidamente, haciendo visajes de vieja,
en un lenguaje sonoro y gutural, tan pronto precipitado como entrecortado por
grandes pausas, durante las cuales oíamos el son de la lluvia sobre los
mosaicos de los patios interiores, los peroles que cantaban y los aullidos de
los chacales, diseminados en la llanura por millares.
Vamos, pues, a ver lo que le ha sucedido al infortunado
Si-5liman. Cuatro meses antes, el 15 de agosto, había recibido la célebre conde-coración
de la Legión
de Honor, que esperaba desde largo tiempo atrás. Era el único jefe árabe de la
provincia que no la tenía aún, ya que todos los demás eran oficiales y
caballeros, e incluso dos o tres llevaban alrededor de su jaique el gran cordón
de comendador y se limpiaban la nariz con él, como lo he visto hacer más de
una vez al Bach'aga Bualem. Si-Sliman se había enemistado con el jefe de la
oficina militar por motivo de una partida de cartas, y el compa-ñerismo
militar es tan potente en Argelia que desde hacía diez años el nombre del jefe
árabe figuraba en las listas de las propuestas, pero sin que nunca fuera
aprobado.
Fácil es, pues, imaginar la alegría del valiente
Si-Sliman la mañana del 15 de agosto, cuando llegó un espahí de Orleansville
trayéndole el diploma de legionario, y la más amada de sus mujeres, Bajá, le
cosió la cruz de Francia en su albornoz de piel de camello. La tribu halló en
esto ocasión para fiestas y cabalgatas interminables. Toda la noche sonaron los
tamboriles y las flautas de caña. Hubo danzas, fuegos artificiales y se mataron
un gran número de carneros. Y para que nada faltara a las fiestas, un famoso
improvisador de Djendel compuso en honor de Si-Sliman una magnífica cantata
que comenzaba así:
Viento,
enjaeza tus bridones para llevar la buena nueva...
A la mañana siguiente, al amanecer, Si-Sliman llamó a
las armas a la vanguardia y a la retaguardia de su tribu, y se fue a Argel con
sus caballeros a dar las gracias al gobernador. Como es costumbre, el séquito
se detuvo a las puertas de la ciudad. El jefe se dirigió él solo al palacio del
gobierno, vio al duque de Malakov y le juró una vez más fidelidad a Francia con
unas cuantas frases pomposas de ese estilo oriental, que pasa por imaginativo
porque desde hace tres mil años todos los adolescentes son comparados a las
palmeras y todas las mujeres a las gacelas. Una vez cumplidos sus deberes
subió al barrio alto para hacerse ver, practicando de paso sus devociones en la
mezquita. Repartió dinero a los pobres, entró en las barberías, en las tiendas
de bordados, y compró para sus mujeres agua de Colonia, sedas estampadas,
coseletes azules ribeteados de oro, botas rojas de montar a caballo paraa su
pequeño, pagándolo todo sin regatear y derramando en buen dinero su alegría. Se
le vio en los bazares, sentado sobre tapices de Esmirna, tomando el café a la
puerta de los comerciantes moros, que le felicitaban. A su alrededor se
agolpaba un gentío lleno de curiosidad, y se decía:
-Es el Si-Sliman; el emberador acaba de concederle la cruz.
Y las moritas que volvían del baño, comiendo golosinas,
a través de sus blancos antifaces deslizaban largas miradas de admiración a la
cruz de plata nueva, ostentada con tanta gallardía. Desde luego ¡nunca faltan
momentos felices en la vida!
Si-Sliman se disponía por la tarde a juntarse con su
mehalla, cuando, ya con un pie en el estribo, se le aproximó un ordenanza de
la prefectura que llegaba corriendo y sin aliento.
-Por fin te encuentro. Te he buscado por todas partes.
Ven pronto: el gobernador quiere hablarte.
Sin cuidado alguno Si-Sliman le siguió. Sin embargo,
al atravesar el gran patio árabe del palacio tropezó con su jefe del despacho
militar, que le sonrió maliciosamente. Esta maligna sonrisa de su enemigo le amilanó,
y, temblando, penetró en el salón del gober-nador.
El mariscal le recibió sentado a horcajadas en una silla.
Con su brutalidad acostumbrada y con aquella voz terrible que hacía temblar
todo a su alrededor le dijo:
-¡Si-Sliman, amigo mío, estoy desolado! Hemos cometido
un error. No; no es a ti a quien se quería condecorar, sino al caíd de los zug-zugs.
Tienes que devolvernos la cruz.
La magnífica cabeza bronceada del jefe árabe enrojeció
como si le hubiesen acercado el fuego de una fragua. Una convulsiva sacudida
recorrió su enorme corpulencia. Sus ojos llamearon, pero fue solamente un
relámpago. Al instante los bajó y se inclinó delante del gobernador.
-Señor, tú mandas -dijo, y se arrancó la cruz del
pecho y la depositó sobre la mesa. La mano le temblaba, y entre sus largas
pestañas brillaban las lágrimas.
El viejo Pelissier no pudo menos de emocionarse.
-¡Vamos, vamos, amigo mío! ¡El año que viene será!
-le aseguró.
Y con aire bonachón le tendió la mano, que el jefe árabe
fingió no ver. Se inclinó sin decir nada y salió. Sobradamente sabía a qué
atenerse en cuanto a las promesas del mariscal, y se veía deshonrado para
siempre por una intriga burocrática.
Por la ciudad había corrido, como reguero de pólvora,
el rumor de su desgracia. Los judíos de la calle Bab-Azun se reían burlonamente
a su paso. Y, por lo contrario, los comerciantes árabes se apartaban de su
camino llenos de lástima, siendo precisamente esta compasión la que mayor daño
le producía. Y se iba, rozando las paredes, buscando las más oscuras
callejuelas. El sitio de donde se había arrancado la cruz le dolía como una
herida abierta. Incesantemente se preguntaba:
-¿Qué dirán mis soldados? ¿Qué dirán mis mujeres?
Y sólo de pensar en ellos temblaba de ira.
Se veía ya predicando la guerra santa, allá, cerca de
las fronteras de Marruecos, siempre enrojecidas por las batallas o los incendios,
o bien, corriendo las calles de Argel a la cabeza de sus gumiers, saqueando a los judíos, degollando a los cristianos y
cayendo a su vez en la revuelta, donde hubiera sepultado su humillación.
Cualquier cosa le parecía más fácil que volver a su
tribu.
De repente, en medio de sus planes de venganza, el
nombre del emberador brotó como una
luz.
¡El emberador!...
Para Si-Sliman, como para todos los árabes, la idea de la justicia y el poderío
se resumía en esa única palabra. Era el verdadero jefe de estos creyentes
musulmanes de la decadencia; el otro, el de Estambul, les parecía, mirado así
de lejos, una entelequia, una especie de Papa invisible que sólo había
conservado el poder espiritual, y ya se sabe para lo que vale ese poder en la
héjira que corre.
¡Pero el emberador,
con sus terribles cañones, sus zuavos, su flota de hierro!... Desde que tuvo
la idea de pensar en él, Si-Sliman se creyó salvado. No había duda de que el
emperador le devolvería su cruz. Sería sólo cosa de ocho días de viaje. Tan
seguro estaba de ello que quiso que su escolta le esperara a las puertas de
Argel. Salió para París al día siguiente, lleno de serenidad y devoción, como
si fuese peregrino hacia La
Meca.
¡Pobre Si-Sliman! Hacía ya cuatro meses que había
partido, y en las cartas que dirigía a sus esposas no nombraba para nada su
vuelta. Desde hacía cuatro meses el infortunado jefe árabe erraba perdido en la
niebla de París, pasando la vida por los ministerios, siendo la burla de todos,
cogido entre el engranaje formidable de la administración francesa. Despedido
y devuelto de oficina en oficina, ensuciando su albornoz en los bancos de
madera de las antesalas, esperando una audiencia que no acababa de llegar
nunca. Luego, por la noche, se le veía con su alta figura triste, ridícula a
fuerza de majestad, pedir su llave en el despacho de un mal hotel y subir a su
cuarto, cansado de tanto andar, de tantas gestiones, aunque siempre fuerte,
sin perder la esperanza, empeñado como un desbancado en el juego rescatar su
honor.
Sus caballeros, mientras tanto, con fatalismo
oriental, le esperaban, en cuclillas, junto a la puerta de Bab-Azun, mientras
los caballos relinchaban, amarrados, en dirección al mar. En la tribu toda la
vida estaba en suspenso. Las mujeres y los niños, mirando en dirección a París,
contaban los días uno a uno, y daba pena ver cuántas esperanzas, cuántas
inquietudes y cuántas desgracias pendian ya de la punta del lacito rojo...
¿Cuándo iba a terminar todo aquello?
El cafetero, suspirando, exclamó:
Y por la entreabierta puerta que miraba a la llanura,
ya ensombrecida y triste, su brazo desnudo señalaba el creciente de plata de
la luna, que ascendía en el mojado cielo.
1.034. Daudet (Alfonso) - 022