La
muerte de su abuelo era para aquel inocente el suceso supremo, una
tristeza grande, que, en su sentir, debían conocer todos los seres
inteligentes a quien él encontraba por el mundo en la muy
asendereada vida que llevaba con sus padres, el doctor Foligno y la
sonámbula Caterina Porena. Il babbo era el padre de Catalina. Iba
con ellos de pueblo en pueblo, enfermo, prefiriendo el traqueteo
perpetuo de los viajes a la pena de la soledad y al terror de la
ausencia. Era el babbo para todos: para su hija, para su nieto, que
le llamaba así también; hasta para el doctor, que, en efecto, le
quería como a padre. Y en una de estas idas y venidas había muerto,
hacía dos años, lejos de la patria, en Sevilla. Tomasuccio
recordaba, después de tanto tiempo, más que la desgracia, el duelo
que había dejado tras de sí, la tristeza de sus padres y la falta
de ciertas caricias y de ciertos fuegos; pero, en cuanto al babbo
mismo, poco a poco su imagen se había ido borrando de la memoria del
niño, y el abuelito y papá-Dios empezaban a confundirse en las
nieblas de su teogonía infantil. De lo que él estaba seguro era de
que Dios también se había muerto, ni más ni menos que el babbo;
pero hacía menos tiempo, porque todavía recordaba haberlo visto en
una iglesia, tendido en tierra, envuelto en tela negra y entre muchas
luces, cadáver. Pero le decían que Papá-Dios había resucitado,
vuelto a vivir, y del babbo también podía creerse algo por el
estilo; pero cuando hablaba Tomasuccio a sus compatriotas de su
desgracia, todos le decían que el babbo no había muerto, que el
babbo era su padre, el doctor Foligno. Pero no; él nunca le había
llamado así; le llamaba papá, y esto era otra cosa. Su tristeza de
niño débil y nervioso, soñador y precoz, le aconsejaba no creer en
aquellas resurrecciones; ni a Papá-Dios ni al otro los había vuelto
él a ver; cuando se quedaba solo en casa, en las fondas, en las
posadas, porque sus padres iban a ganar el dinero a los salones, a
los teatros, ya no tenía aquel compañero, del que vagamente se
acordaba; recordaba que antiguamente, mucho tiempo hacía, no tenía
miedo de noche y oía muchos cuentos y se reía mucho, montado en
unas rodillas.
La
locuacidad de Tomasuccio daba la misma clase de tristeza que el
aspecto de su hermosura delicada: las ideas de muerte, de cielo y de
infierno, de cementerio y de vida subterránea en el ataúd, venían
a mezclarse, por relaciones extrañas y sutiles que encontraba en su
imaginación, en aquella historia que él siempre estaba narrando,
mitad inventada, mitad nacida de sus recuerdos.
Todo
esto lo había notado ya Nicolás Serrano cuando, media hora después,
comían juntos, los dos solos, en el comedor de la fonda. No había
en aquellos días más huéspedes en el triste albergue que dos
comisionistas que habían comido antes, y los cómicos, los Foligno;
pero Catalina y su esposo estaban aquella noche convidados fuera:
sentábanse a la mesa del señor alcalde, un famoso médico,
especialista en partos y alcaldadas, que creía que el teodolito era
un aparato de batir cataratas, y que tenía dos grandes vanidades: la
gran cruz de Isabel la Católica, que poseía, y un fluido magnético
de mucha fuerza que había conservado desde la florida juventud,
aunque ahora apenas podía usarlo, porque la sociedad era incrédula.
La moda del hipnotismo le pareció al señor Mijares, el alcalde, una
resurrección de sus diabluras de espiritista y magnetizador. Le pasó
con el hipnotismo lo mismo que con el sombrero de copa: él usaba
siempre la copa baja y el ala ancha; la moda le dejaba en ridículo a
lo mejor; pero volvía, como una marea, y su sombrero parecía por
algún tiempo de última novedad. El hipnotismo era, pensaba él, ni
mas ni menos que aquello del fluido magnético y de las mesas
giratorias y demás diversiones de su retozona juventud. El
historiador, que tanto puede penetrar en el espíritu de los
personajes que estudia, unas veces viendo y otras adivinando, no
puede menos de detenerse ante ciertos arcanos, ante ciertas
profundidades y encrucijadas psicológicas; así, por ejemplo, no
hubo nunca modo de averiguar si el alcalde médico creía
sinceramente en el fluido magnético que le tenía tan ufano. Él se
ponía furioso si se lo negaban; enseñaba los puños, muy robustos,
en efecto, y los sacudía en el aire con fuerza, como despidiendo
magnetismo a chorros. Hablaba del tal fluido suyo, que él llamaba
superior, como el dueño de una bodega habla de la calidad de su vino
añejo.
-Hay
fluidos y fluidos -decía Mijares; el mío es de primera clase. ¡Ya
lo creo! ¡Superior! ¡Si ustedes me hubieran visto bracear allá, en
las tertulias de mis buenos tiempos!... ¡Las señoritas y señoras
que yo dejé, dormidas como marmotas! ¡Qué sueños! ¡Qué
pellizcos es decir, qué pases de fluido!...
Ello
fue que cuando el doctor Vincenzo Foligno se le presentó en la
alcaldía a solicitar el teatro para dar funciones de hipnotismo con
su esposa, la famosa sonámbula Caterina Porena. Mijares vio el cielo
abierto, y dio un abrazo al italiano, llamándole compañero, querido
compañero. Foligno, que era hombre listo y acostumbrado a conocer a
los imbéciles y a los locos con una sola mirada a veces (no
necesitaba menos para las trazas que había de emplear en los
espectáculos que dirigía), Foligno comprendió en seguida que con
Mijares no se jugaba, que había que tomarle en serio lo del
magnetismo o exponerse a cualquier arbitrariedad. Se trataba de un
majadero que era alcalde y disponía del teatro. La oposición de
Mijares hubiera sido un contratiempo para los pobres mágicos, cuyo
presupuesto no consentía viajes perdidos, inútiles. Había que
ganar algo en Guadalajara, por poco que fuera. Así, pues, Foligno se
volvió a la fonda, después de su primera visita al alcalde,
decidido a cumplir la voluntad del médico caracense, que consistía
en que había de presentársele en persona Caterina Porena para
dejarse magnetizar por la primera autoridad popular de la capital.
-Primero
-había dicho Mijares- dormirá usted a su mujer, y después la
dormiré yo; y los amigos verán qué fluido es superior, el de usted
o el mío. Nada, nada; mañana mismo, mientras, se limpia el teatro y
los periódicos anuncian la llegada de ustedes, por vía de
propaganda y reclamo, dan ustedes, es decir, damos una función en mi
casa. Vengan ustedes a eso de las siete, porque tengo gusto en que
coman conmigo; después del café vendrán el gobernador civil y el
militar y varios profesores de la Academia de Ingenieros, con más el
chantre de Sigüenza, que está aquí de paso; y más tarde, a la
hora de la función, se llenarán mis salones con lo mejor de
Guadalajara: muchas señoras, mucha pillería, un público
distinguido que hará atmósfera, que decidirá del éxito que al día
siguiente tengan ustedes en el teatro.
Caterina
Porena, venciendo la natural repugnancia, se redujo a seguir a su
marido a casa del alcalde, comprendiendo que no había más remedio
que aceptar el estrambótico convite, cuya utilidad para los propios
intereses comprendía. Triste, como estaba casi siempre, dio un beso
a Tomasuccio en la boca; encargó a la camarera, que en dos días se
había hecho gran amiga del niño delicado, que le cuidara mucho y
que bajara con él al comedor si él quería comer en la mesa
redonda. Y se fueron los padres a casa del alcalde, y quedó
Tomasuccio solo, como tantas veces. La doncella de la fonda, rubia y
joven, estaba en pie a su lado, sonriendo, mientras él, con grandes
aspavientos, enteraba a su nuevo amigo, Nicolás Serrano, de todas
las cosas que había visto en el mundo y de las infinitas que había
soñado.
Serrano
se sentía en una atmósfera espiritual extraña en presencia de
aquel niño; observaba en él algo desconocido, una de esas novedades
que sólo puede ofrecer la experiencia, que no cabe prever, adivinar
o suponer. Era algo así como una imagen de la debilidad, de la
enfermedad, de la tristeza última, de la muerte, en un ser lleno de
gracia, expresión, viveza; casi nada carne, hecho de nervios, tules,
cintas de seda; todo fúnebre, marchito, pero impregnado de luz,
amor, inteligencia. No sabía cómo explicarse la fascinación que en
él producían aquellos ojos inocentes, fijos en los suyos, y aquella
charla inagotable, preñada de visiones de ultratumba, mezcladas con
las cosas más triviales de la tierra. De repente pensó Serrano:
«¿Qué impresión me causaría una mujer que se pareciera a este
niño... en estas cosas raras?»
-Dime
-preguntó, sin pensar en contener el impulso de la curiosidad: ¿a
quién te pareces tú, a tu papá o a tu mamá?
-A
mamá.
-A
la mamá mucho; es el retrato de su madre -confirmó la doméstica.
Serrano
sintió un estremecimiento frío. Nunca había pensado en la mujer
como en un consuelo, como en un regazo para los desencantos del alma
solitaria, incomunicable; sin saber por qué, esta idea le llenó la
mente, mientras sus ojos se clavaban en aquel niño, como aspirando,
en fuerza de imaginación y voluntad, a producir en él la absurda
metamorfosis de convertirlo en su madre. ¿Cómo sería aquella
madre? El deseo ardiente de verla fue para el filósofo de treinta
años una voluptuosidad intensa, como un día de verano al fin del
otoño; la presencia de la juventud en el alma, cuando ya se la había
despedido entre lágrimas disimuladas. «Caterina Porena», pensó,
hablándose en voz alta para sus adentros. Y estas dos palabras, que
poco antes no le habían sonado más que a italiano, ahora tenían
una extraña música sugestiva, algo de cifra babilónica; eran como
el sésamo de nuevos misterios de la sensibilidad que no semejaban al
misticismo, impersonal, anafrodita. También se acordó de repente de
unos versos suyos, allá, de la adolescencia, que se titulaban El
amante de la bruja. No recordaba la poesía al pie de la letra, pero
el pensamiento era éste: un joven, casi niño todavía, tímido, de
pasiones ardientes, siempre ocultas, estudioso, gran humanista a los
quince años, había pedido a la musa de Horacio, cuyas odas lúbricas
y epístolas nada castas había devorado, con el doble placer de la
voluptuosidad literaria, una visión a quien amar, una querida fiel
en el sueño, la mágica Canidia aunque fuera, y el sácubo había
acudido a su conjuro; más, en vez de los torpes placeres del
misterioso Cocytto, el adolescente había saboreado en los besos de
la Canidia romántica el amor triste y profundo, ideal, caballeresco;
y la bruja, que era de nuevos tiempos, no iba a celebrar los
sortilegios al monte Esquilino, sino al aquelarre de Sevilla todos
los sábados; era la bruja de la Valpurgis y no cualquiera de las
Pelignas; era una bruja que montaba en la escoba por neurosismo, que
padecía la brujería como una epilepsia, pero que en las horas del
descanso, pálida, descarnada, palpitando aún como los últimos
latidos de las eclampsias infernales del aquelarre mágico, besaba y
abrazaba, llevada de amor puro, casto, ideal, a su pobre adolescente,
que por aquellos besos sufría el tormento de su vergüenza de ser
esposo de la bruja y de su vergüenza de partir su ventura con el
diablo.
Mientras
Serrano pensaba y recordaba tantas y tan extrañas cosas, no pasó
más tiempo del que tardó en temblar de frío. La doncella rubia,
que cuidaba de Tomasuccio, preguntó al filósofo:
-¿Quiere
usted que cierre la puerta?
-¿Por
qué?
-Porque
parece que tiene usted frío; se ha puesto pálido y le he visto
temblar. Este comedor es húmedo y demasiado fresco. Por esa puerta
entra la muerte.
-Sí,
cierra -dijo Tomasuccio; yo también tiemblo de frío.
Serrano
reparó entonces en la estancia triste y desnuda en que comía; a la
prosaica desilusión de toda mesa de fonda pobre y desierta se
añadían en aquélla los horrores de una escasez y sordidez no
disimulada en vajilla y manjares y en todos los pormenores del
servicio. Sobre el extremo de la mesa, adonde no llegaba el mantel,
se destacaban dos botijos de barro, ánforas de octubre, que daban
escalofríos en aquella noche húmeda y fría de un invierno
anticipado.
-Aquí
no se come más que perdices -dijo Tomasuccio. Pero no se crea
usted..., es que están muy baratas.
Serrano,
con profundísima tristeza, se quedó pensando en los botijos, en las
manchas del mantel, en el piso de ladrillo resque-brajado, en las
perdices eternas por lo baratas; y era acompaña-miento de esta
súbita melancolía disparatada el silencio repentino del niño, que
se quedó en su silla de brazos, alta, cabizbajo, pálido, ojeroso,
sin hacer más que acariciar paulatinamente una mano de la camarera,
que él mismo se había puesto debajo de la barba.
-¿Te
sientes mal? -le preguntó su nuevo amigo.
Tomasuccio
respondió que no con la cabeza.
-Tendrá
sueño.
-¡Ca!
-dijo la sirvienta rubia. Ahora le acuesto, y se está las horas
muertas acurrucado, con los ojos muy abiertos, contándole historias
raras a la almohada. A veces llama a su madre y llora un poco. Pero
lo primero que hace al meterse en la cama es rezar por el babbo, que
es su abuelito, el padre de su mamá, que llama también babbo al
difunto. Si no fuera que pronto se encariña con las personas, este
nene daría lástima, porque casi todas las noches tienen que dejarle
solo sus papás, y él necesita muchos mimos. ¿Verdad Suchio? Pero a
mí ya me quieres mucho, ¿verdad, Tomasito?
El
niño no contestó; pero tendió los brazos hacia su amiga con pereza
cariñosa, sonrió entre dos bostezos, y, después que se vio
agarrado al cuello de la doncella, se apretó a ella como una hiedra,
inclinó sobre su hombro la cabeza y dijo con voz soñolienta y
mimosa:
-Un
beso a este caballero.
Serrano
besó la frente de Tomasuccio, y cuando se vio solo en el comedor,
frío y desierto, se sintió mucho más triste que cuando llegaba a
la fonda, acordándose de sus trece años. ¡Qué soledad la suya en
aquella Guadalajara oscura, mojada, helada, sorda y muda! De repente
se acordó de su primo el alumno de Ingenieros, el prisionero; y fue
para él un consuelo inesperado el pensar que, a lo menos, tenía
allí uno de la propia familia.
Bien
mirado, a pesar de sus treinta años, él necesitaba, no menos que
Tomasuccio, los brazos de una madre..., y no la tenía.
Pero
hermana de su madre era su tía, y aquella tía tenía aquel hijo
encerrado en un calabozo, allí cerca, y él, su primo, se había
olvidado de que debía ir a verle, a consolarle, a libertarle, si
podía, cuanto antes. Tomó de prisa café y salió de la fonda. La
noche estaba oscurísima; seguía lloviendo; los pocos faroles de
petróleo hacían oficio de faros en aquellas tinieblas húmedas,
pero no de alumbrado público.
La
Academia estaba cerca; la nueva, a la derecha, a cuatro pasos, hacia
la estación; la vieja, enfrente, en atravesando un paseo con
árboles. ¡Bien se acordaba él de todo! A tientas llegó a la
puerta de la Academia vieja, que era donde debía de estar arrestado
el primo. Unos soldados muy finos le dijeron que ellos no podían
saber si estaba allí el alumno Alcázar, por quien preguntaba. Le
hicieron andar por atrios y escaleras y galerías oscuras y
resonantes con los pasos de Serrano y de quien le guiaba. Por fin
topó con un oficial, muy amable también, que, con asombro, oyó
hablar del arresto del pollo Alcázar. Alcázar no había estado en
el calabozo más que ocho días; meses hacía que campaba por sus
respetos. Con algún trabajo, previa consulta a los porteros y
conserjes de la casa, se pudo averiguar que vivía en la calle de
Álvar Fáñez de Minaya, no se recordaba en qué número. Más de
media hora tardó Serrano en dar con el domicilio de su dichoso
primo. El amor a sus colaterales se le había enfriado mucho con
aquellas pesquisas, a oscuras, entre chaparrones, con el barro hasta
las rodillas por aquellas tristes calles sin empedrado.
Al
fin, en una posada de doce reales con principio, pareció el
perseguido militar que hablaba a su madre, en elegías familiares, de
las Peñas de San Pedro. Estaba de pie, sobre una mesa de juego, con
un gorro frigio en la cabeza y una copa de champaña, llena de vino
tinto, en la mano derecha; con la izquierda accionaba, imitando el
vuelo de un águila, según se deducía del contexto, pues estaba
pronunciando un discurso en mangas de camisa ante una docena de
compañeros, no más circunspectos, que le interrumpían a gritos.
Ello fue que una hora después Nicolás Serrano, quieras que no
quieras, era presentado en la recepción del alcalde prodigioso, como
le llamaba Alcázar, gran amigo del presidente del Ayuntamiento.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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