Las
quintas de don Florencio Abrojo y don Eladio Paterno tenían una
tapia común, de suerte que cuanto se hacía y decía en alguno de
los dos jardines había de oírse por fuerza en el otro. Mientras don
Florencio, solterón y solitario impenitente, entregado a su única
manía, regaba, podaba o acodaba arbustos raros, las niñas de
Paterno, que eran siete, y casi todas lindas, alegres y bulliciosas,
correteaban como loquillas. Sus argentinas carcajadas, sus chillidos
de júbilo, sus pasajeras grescas por un fruto o una flor, iban,
cruzando el muro, a perturbar la calma y el silencio en que se
complacía el fatigado y desengañado Abrojo.
La
índole de la molesta algazara fue modificándose según crecían en
años las señoritas de Paterno. Primero, juegos propiamente
infantiles, escondites entre los rosales y las magnolias, paseos en
carreta y pedradas a los árboles: después, chácharas interminables
con amiguitas que venían de Marineda, partidas de crocket,
mucho columpio, todo acompañado de meriendas de almíbar y pan:
luego se agregó al elemento femenino el masculino, los señoritos
animados y obsequiosos, y don Florencio pudo escuchar, con irritación
creciente, las bromas intencionadas, los piropos rendidos, el tiroteo
de frases agridulces entre ellas y ellos. A este período de
escaramuzas siguió aquel en que, habiéndose echado novio dos o tres
de las muchachas, las parejitas se sentaban en bancos de piedra, bajo
los árboles que sombreaban la tapia misma, y sus voces llegaban como
un arrullo a los dominios del señor de Abrojo.
El
cual, precisamente, aspiraba a no ser molestado por ningún eco de
las vanidades y ansias ociosas a que la humanidad se entrega.
Misántropo, azotado por la vida como una barca por las olas, se
había recogido a aquel huerto, buscando la paz y concretando sus
deseos a intereses pequeñísimos, a aspiraciones que no causan goce
ni dolor, a la floración de un jacinto, al crecimiento de una
orquídea extraña. Sorda cólera le hervía dentro al entreoír las
divinas tonterías del palique de los enamorados, y dos o tres veces
estuvo a punto de lanzarles la regadera a la cabeza. Lo peor fue que
circunstancias fortuitas le obligaron a entrar, mal de su grado, en
relación con la familia Paterno, y que, a los pocos días de
tratarse los vecinos, una de las niñas, María Consolación, se
atrevió a deslizarse en el jardín de don Florencio y a pedirle
clavelones para lucirlos en una corrida de toros. Solo siendo muy
desatento se podía rehuir el compromiso; gruñendo interior-mente,
don Florencio dejó saquear los arrietes: María reunió un haz
magnífico, embriagador, y después, con la sonrisa en los labios, lo
curioseó todo en la finca, preguntando el nombre de cada planta
desconocida y admirando las que conocía ya. Pensaba el señor de
Abrojo ocultarle a la chiquilla los tesoros del invernáculo; no
obstante, sin darse cuenta de por qué lo hacía, abrió de par en
par la puerta vidriera, y paseó a María por entre las flores
maravillosas, llegando al extremo de ofrecerle la más bonita, la
admirable sterlicia
regia.
María salió afirmando que el vecino no era un señor tan ridículo
como decían, y que con ella había estado sumamente amable.
Alentadas por tal precedente, las demás hermanas quisieron pedir
claveles a su vez. Encontraron cerrado el portal; nadie contestó a
los aldabonazos, y hubieron de comprender que don Florencio resistía.
Las señoritas no apretaron el cerco, y ninguna osó molestar más al
solitario.
Los
años corrieron; la familia de Paterno sufrió cambios y vicisitudes.
El padre murió, tres hijas se casaron, marchándose con sus
respectivos esposos, y María Consolación, la alborotadora niña de
los claveles, sintió de pronto vocación religiosa, e ingresó en un
monasterio compostelano. La madre de María, por no sostener la
quinta, la dio en arriendo a un industrial de Marineda, que solo
pasaba en el campo los domingos, y don Florencio, cada día más
retraído y huraño, notó que el jardín próximo no le mandaba ya
sino alto silencio y soñolienta modorra.
Cierto
día, cuando menos se lo esperaba, recibió el señor de Abrojo una
carta de angosto sobre, escrita con letra tímida y fina, letra
femenil, y al abrirla, en la cabecera de la misiva se destacaron una
cruz y las iniciales J. M. J. (Jesús, María y José). Era
Consolación, hoy sor María del Consuelo, la que enviaba a don
Florencio dos páginas difusas, ingenuas y melifluas, donde la
monjita expresaba afectuosamente un sentimiento halagüeño y
delicado; la gratitud por aquella distinción del regalo de los
clavelones y el deseo de que quien había sido para ella tan
deferente pasase unas Pascuas de Navidad felicísimas y un Año Nuevo
muy dichoso, si lo permitía el Señor, a quien rogaba siempre por
don Florencio. Sí, sor María rogaba por él; sor María solicitaba
de Nuestra Señora que apartase de él toda desgracia. Lo único que
sor María lamentaba era que aquellos claveles, destinados a la
profanidad, no hubiesen sido ofrecidos a la Virgen.
Venida
de la soledad y del retiro, la carta conmovió un poco al solitario.
Representóse a la graciosa criatura de revuelto pelo y encendidas
mejillas, que un tiempo le pedía claveles -hoy pálida, macerada,
bajo la austera toca, de hinojos en una iglesia desierta, apoyando la
frente en la reja negra y fría-, y como la primera vez, repentino
impulso desarrugó su corazón y le dictó un rasgo galante, un golpe
de sus antiguos tiempos. Arrasó el invernáculo, encajonó entre
musgo las flores más preciosas que aún quedaban, las camelias de
nieve, los resedas de invierno, las precoces violetas, y dirigió el
cajón al convento para sor María.
La
respuesta fue otra cartita más suave, más tierna, más llena de
amistosa unción y atrevimientos inocentes. Sor María no se cansaba
de alabar las flores: ¡qué cosas tan bonitas hace Nuestro Señor, y
cómo serán los jardines del cielo, cuando así adorna los de la
tierra! ¡El altar estaba tan rico con los floreros cuajados, y la
comunidad admiraba tanto aquellos primores!... Sor María, en su
pobreza, no podía pagar el obsequio sino con un escapulario; pero lo
había bordado ella misma, y rogaba a su amigo que lo llevase puesto
siempre. Y el señor de Abrojo, con más viveza de lo que consentían
sus años, sacó el doble rectángulo de seda, deshizo el pulcro nudo
del cordón y pasó el escapulario al cuello. Más tarde se lo quitó;
pero un gozo pueril le hizo releer la carta.
A
los quince días, la monja volvió a escribir. Don Florencio también
releyó la epístola, mas no por saborearla, sino por cerciorarse de
lo que envolvían las cuatro carillas de letrita bien prieta. En las
tres primeras solo halló candorosas efusiones: tratábase de la
música, de Santa Cecilia, del piano a que sor María era aficionada
cuando vivía en el siglo, y del armonio, que ahora estaba
aprendiendo a tocar con el fin de servir de organista. Pero ¡qué
fatalidad, luchar con un armonio de alquiler, de mala muerte, sin
voces, sin sonoridad alguna! Si la comunidad no fuese tan pobre -aquí
empezaba la cuarta plana-, se resolverían a adquirir un buen
armonio, y a ella, a sor María, sin duda por inspiración de Dios, y
sin que la prelada se enterase, ¡quía!, se le había ocurrido que
su predilecto amigo don Florencio, de tan nobles sentimientos y
generosa alma, no tendría quizá inconveniente en garantizar las dos
mil pesetas del armonio, que se le irían abonando a plazos, según
pudiese la pobrecilla comunidad. ¡Cuánto mayor gusto sentiría en
estudiar en aquel instrumento, debiéndolo, como lo debería, a la
limosnita afectuosa del señor de Abrojo!
Don
Florencio soltó la carta, y sardónica mueca crispó sus labios, que
ocultaba el lacio bigote gris. ¡Ah! ¡La eterna perfidia de la
mujer, su silbo de culebra, que solo halaga para emponzoñar, su
insinuante dulzura, peor que los más activos venenos! No era el
desengaño presente, la tenue y espiritualísima ilusión perdida lo
que inundaba como ola de hiel el alma del viejo, sino tantos
recuerdos que salían del olvido y revoloteaban azotándole con sus
polvorientas alas de murciélago, al evocar historias hondamente
tristes, de ajenos egoísmos y de propios dolores. Siempre el trueque
interesado, la caricia moral y material a cambio de algo útil;
siempre la misma comedia, que hasta desde el claustro podía
representarse con éxito. ¿Con éxito? Se vería. El solterón tomó
papel y pluma y contestó a la monja, una carta larga, borrascosa,
incoherente, que al repasarla, antes de confiarla al correo, le hizo
soltar, a solas, estruendosa carcajada, mientras malignamente se
restregaba las manos.
-Pero
¿no me decía usted que don Florencio es un señor ya anciano y
formal, muy formal? -preguntó la abadesa a sor María, después de
repasar la carta que ésta presentaba ruborosa y con los ojos bajos.
-¡Válgame
Dios! Pues, hija, ¿sabe usted lo que yo creo? Que ni es loco ni
chocho, sino un tacaño de mucha habilidad. Y este papelucho se quema
ahora mismo -añadió, severamente la prelada, que, ejecutado el auto
de fe, dijo a sor María, viéndola arrodillarse-: No se altere
usted, hija, no se angustie... Claro que ya no vuelve usted nunca a
escribir a ese... caballero, ni a acordarse de que existe.
Así
puntualmente sucedió. El señor de Abrojo no supo más de la
monjita, y siguió vegetando entre sus flores, que nada piden ni
hacen soñar nada.
«Nuevo
Teatro Crítico», núm. 30, 1893.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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