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lunes, 15 de septiembre de 2014

Rafael calvo y el teatro español - Cap. V

-Y por aquellos días, digo yo, interrumpiendo a mi Virgilio en este viaje de recuerdos de la vida artística de Rafael Calvo, por aquellos días llegó a la villa y corte de D. Amadeo de Saboya un pobre estudiante, licenciado en Derecho, que venía a hacerse filósofo y literato de oficio y contemplar y admirar a todas las lumbreras de la ciencia, del arte y demás, que en su sentir pululaban en la capital de las Españas. El cuál estudiante, en cuanto se quitó el polvo del camino, y sintió el horror de la posada madrileña, y gimió un poco a sus solas por la madre ausente, se fue derecho al paraíso del Español a buscar en la poesía un consuelo para la nostalgia, o llámese morriña; pues el estudiante era gallego, o poco menos: era asturiano. El arte, como el cielo estrellado, es una patria común para todos los desterrados; todos los que somos del mismo hemisferio, mientras de él no salimos, tenemos en la noche serena la mitad del paisaje de nuestra tierra, donde quiera que vayamos; el que tenga la sana costumbre de mirar arriba, lleva este consuelo donde quiera consigo; pues la poesía es igual, es un refugio del alma triste, ausente de las almas y de la tierra de sus amores. De mí, o sea del estudiante del cuento, sé decir que por aquel tiempo de la primera salida en busca de aventuras literarias y filosóficas, en aquel Madrid que me parecía tan grande y tan enemigo en su indiferencia; para mis sueños y mis ternuras y mis creencias, encontraba algo parecido al calor del hogar... en el teatro y en el templo. Me consolaba dulcemente entrar en la iglesia, oír misa, ni más ni menos que en mi tierra, y ver una multitud que rezaba lo mismo que mis paisanos, igual que mi madre. Otro refugio era el teatro, pero no cualquier teatro; no aquellos en que había cualquier cosa menos poesía. Mi teatro fue desde la primera noche el Español, donde se hablaba en verso más o menos castellano, donde un joven delgado y de piernas poco firmes, con cara de viejo, que parecía llorar, por el gesto con que declamaba, me hizo sentir un temblor nuevo, como dijo Víctor Hugo hablando de Baudelaire; no porque el joven tuviera que recitar maravillas, sino por el timbre de su voz y por las cadencias de su canto.
Sí: era La Beltraneja, de los señores Retes y Echevarría, lo que estaban representando: que me parta un rayo si yo recuerdo del drama cosa de provecho, aunque desde luego me atrevo a jurar que era malo; pero de todos modos, para mí fue una revelación; en mi pueblo no había visto jamás cómicos tan limpios, decoraciones tan decorosas, palacios como aquellos, que eran por sí solos, a mis ojos, poemas de romanticismo arqueológico. Rafael Calvo, a quien yo confundía al principio con los demás, empezó a destacarse en mi atención poco a poco; aquella voz vibrante, llena de pasión mal contenida; aquellas piernas temblonas, aquel gesto de dolor y los ojos punzantes y fogosos, me interesaron pronto y me hablaron de una manifestación plástica del romanticismo dramático tan amado, que ya podía vislumbrar tal como era. ¿Es joven, es viejo? me preguntaba contemplándole. Desde el Paraíso no se podía discernir este punto con seguridad. Ello fue que llegaron unas quintillas, famosas por aquellos días, en que Rafael Calvo, ripio arriba o abajo, comenzaba diciendo:

Bella, garrida, lozana,
como la flor más gentil,
vi en el campo a vuestra hermana
una mañana de Abril.

No respondo de que la quintilla primera fuera así exactamente -y ahora me hago cargo de que no podía ser así, porque eso no es quintilla, falta un verso;- de todas maneras, yo no estaba para detenerme a analizar si había ripios o no, si aquello era una sarta de vulgaridades; mi corazón, que echaba de menos a mi madre, y de más a la patrona, no estaba para retóricas; necesitaba amor, y en su ausencia, poesía; y aquellos versos, cantados tan dulcemente, me llegaban al alma, me hacían compañía, me hablaban de allá. ¡Dios le pague a Rafael Calvo aquellos momentos en que su voz fue para mí como un regazo! En vano a mi lado Armando Palacio y Tomás Tuero, que ya tenían su aprendizaje de Madrid, se reían de La Beltraneja y de quien la inventó, a mandíbula batiente; ellos juzgaban como críticos que salían ya del cascarón; yo por entonces creía en Chateaubriand y en las quintillas, fuesen como fuesen...
Calvo fue el primer actor bueno que yo vi; no sabía yo entonces que había de ver muy pocos más.
El lector que haya llegado hasta aquí, no tiene derecho a quejarse de esta digresión lírica, pues ya está advertido desde un principio de que voy a ser todo lo subjetivo que bien me parezca.
Todo espíritu es una página, o muchas, de la historia de los demás con quien ha vivido en el mundo. En la historia de Calvo he llegado al tiempo en que mis recuerdos son documentos auténticos, para mí, de la vida de aquel artista.
Cada alma debe mucho a otras almas; y yo, en mis cuentas psicológicas, que llevo por partida doble, procuro ir apuntando lo que en mis adentros influyeron los hombres que tenían algo que enseñarme, y algo que hacerme pensar o sentir.
Yo recuerdo, por ejemplo, lo que debo a Salmerón, a Francisco Giner, a Campoamor, a Castelar, a Moreno Nieto, a la Nilsson, a la Sara Bernhardt, a D. Francisco Canalejas... y cada uno de estas deudas me serviría para escribir algo de la semblanza de esos personajes.
Calvo es uno de los artistas que tienen historia, y larga, y no poco importante en las crónicas de mi corazón y de mi fantasía.
Lo mejor que yo podría decir de Calvo lo diría copiando fielmente estos apuntes interiores.
Pero, ya que esto no sea, procurará mezclar en oportunas dosis lo épico y lo lírico...
A La Beltraneja de Retes siguió un drama del director técnico de la Compañía, del señor Larra, que cosía y ponía el hilo, pero no de balde. Se llamaba aquello El Caballero de Gracia, y, si no recuerdo mal, que puede ser que sí, aunque la ocurrencia dramática del autor de tantos disparates era detestable, como todo lo suyo, ¡qué se yo!... tenía... así... una cierta poesía... disparatada, que a mí por entonces no me cayó en saco roto, sin duda porque Calvo me encantaba con la magia de su declamación.
El público acabó de comprender que Calvo estaba por encima de los demás actores de la Compañía, a muchos codos, y Rafael quedó proclamado, sin más, desde entonces, primer galán del teatro Español. El sansimonismo teatral del señor Roca no rezó más ya con él y no se le obligó a hacer, además de primeros papeles, a veces el entremés.
Y dice mi cronista: «Con influencia ya en la dirección de la Compañía, mostrose paladín del teatro clásico español; sacó del olvido las principales obras de Calderón, Lope, Tirso, Alarcón, Rojas y Moreto. Hizo admirar la grandiosa concepción de La vida es sueño, y prensa, autores y público le saludaron como a regenerador del teatro nacional.»
Es claro que no se ha de admitir al pie de la letra lo que dejo copiado; pero en el fondo tiene mucho de verdadero. Las principales obras de Calderón, Lope, Tirso, etc., no yacían en el olvido; los que llamamos doctos las leían; algunos jóvenes entusiastas de la poesía, las leían también; los doctores alemanes escribían tesis doctorales con motivo de algunos de esos dramas; pero es lo cierto que estaban muy lejos de ser populares. Y Calvo hizo grandes y nobles esfuerzos para que lo fueran, y en ciertos límites se puede decir que por algún tiempo consiguió su propósito. No fue un regenerador del teatro nacional, porque para tamaña regeneración no basta que un cómico insista en representar obras del teatro antiguo, poniéndolas en escena con el mayor esmero que cabe dentro de las miserables condiciones de nuestra vida artística, y haciendo con genial arranque el papel que le toca. A Calvo no le acompañaba en las tablas más que un artista digno de secundar su meritoria empresa; era una actriz, Elisa Boldún. (No se ha de contar aquí a Mariano Fernández, que había de reducirse a los humildes papeles de gracioso.) Las demás mujeres y los demás hombres con que podía contar eran... (e. p. d.) el Sr. Catalina, v. gr.: pero ¿dónde ha habido cosa menos romántica y menos a propósito para palingenesias teatrales que el Sr. Catalina que se deleitaba representando Física experimental, de Rodríguez Rubí; Los soldados de plomo, de Eguílaz, y otras creaciones semejantes? No recuerdo si Morales también ha muerto; pero de todos modos, tampoco se podía contar con él para recitar quintillas y décimas, de las buenas, de las antiguas, como Dios manda. Sólo, sólo estaba Calvo, y así no se regenera un teatro, y no se regeneró. Además, aunque se hubiera podido encontrar actores suficientes, muchos como Rafael, un público bien preparado, un Gobierno capaz de entender su obligación en este punto, una crítica ilustrada y de gusto y otros elementos necesarios para resucitar dignamente a la vida de la escena el teatro que es nuestra gloria... aun esto no podía ser una regeneración del teatro nacional. Para esta, lo primero que se necesita son poetas; no basta con cómicos, y menos con un cómico solo.
Antes de proseguir, necesito apuntar una salvedad a toda prisa. Vico también comenzaba por entonces a hacerse aplaudir, y su García del Castañar contribuyó no poco al favor pasajero que el público concedió al teatro genuinamente español, que es claro que él no podía gustar en todos sus jugos. Queda, pues, a un lado la legítima influencia de Antonio Vico en la resurrección de que se trata; pero como en la época a que me estoy refiriendo, el que es sin disputa nuestro mejor cómico no había llegado, ni con mucho, al florecimiento de sus grandes facultades, y como sus laureles principales no los debe a la interpretación de nuestros románticos... clásicos, se puede, sin injusticia, prescindir por ahora de tomar en cuenta su trabajo, para apreciarlo después en su mucho valor y oponerlo al de Rafael Calvo. Mas esto será cuando los encontremos juntos, y ambos con todo el vigor de su talento.
Lo cierto es, que con su gran voluntad, su entusiasmo comunicativo y la poca ayuda que le dieron, Calvo llevó hasta la oreja del vulgo la poesía esplendorosa de la rima calderoniana. La vida es sueño se puso en escena cuarenta o más noches seguidas; longevidad pasmosa para aquellos tiempos en que duraba El drama nuevo trece días. El público aplaudía a Segismundo de todo corazón; yo, que contemplaba el triunfo del poeta desde el paraíso, puedo dar fe de ello. Y hay que tener en cuenta, aunque dé pena confesarlo, que la ignorancia que tienen los españoles en materia de glorias nacionales es tanta, que no hay autor famoso que valga para el público de las galerías; allí no se conoce a nadie, y todos son primerizos; y Moreto se ganaba a pulso su buen éxito de El desdén con el desdén, sin que le valiera el que algunos críticos alemanes sepan de él tantas cosas buenas; pues yo juro por estas cruces que una noche, un caballero que estaba a mi lado, y esto no era en el paraíso, sino en las butacas, ilustraba a su señora esposa con la siguiente biografía del poeta insigne. «Sí, mujer, decía; ese Morato es uno que fue ministro de Hacienda, y se retiró para siempre de la política por no sé qué calumnias que le levantaron por causa de unos tabacos.» No, no había en nuestro pueblo prejuicio de ningún género; no había admiración impuesta; le gustaba aquello porque sí, porque le hablaba en palabras muy hermosas y muy españolas, de las cosas eternas que hay dentro del alma. Los entusiasmados en falso andaban por abajo, por palcos y butacas, Hablaban del simbolismo de Segismundo, le comparaban con Hamlet... y se aburrían un si es no es. Éstos eran los que poco después habían de inventar las décimas calderonianas... del Sr. Sánchez de Castro y otros Retes del oficio.
Mas sigamos con la vida artística de Calvo, para terminar este asunto pronto y con las menos digresiones posibles. Después de aquella campaña importante en que su nombre empezó a ser célebre entre los de primera fila, ya restablecido de su enfermedad, pasó a Barcelona, donde estuvo una temporada, y de allí volvió para representar, durante dos inviernos, en el Circo de la plaza del Rey, donde yo volví a verle casi todos los días que estrenaba una obra o sacaba a relucir cualquier joya del teatro antiguo. En aquella época, si no recuerdo mal, puso en escena El castigo sin venganza, Amor, honor y poder, El vergonzoso en Palacio, El rico home de Alcalá, El desdén con el desdén, y algunas otras maravillas de nuestra hermosa dramaturgia, más o menos mutiladas por los encargados de arreglarlas al gusto moderno. A esta época pertenecen las impresiones más hondas, más estéticas, que produjo en mi espíritu el arte sui generis de Calvo; de las reminiscencias de entonces me acordaré, principalmente, cuando más adelante defienda, en lo que cabe, el estilo de este intérprete de la poesía dramática. No quiero decir que después no haya progresado nuestro actor; que el estudio de observación, experiencia y lectura a que constantemente se consagraba, no hayan producido frutos considerables en el elemento reflexivo y susceptible de reforma y adelanto en su arte; pero lo fundamental, lo que le daba el sello singular que no es posible hacer sentir al que por al mismo no lo haya descubierto viendo a Calvo; lo que era su nota original, que sería inútil buscar en otro actor español, y mucho menos en los de fuera; eso, con toda su fuerza, y en la flor de su vida, estaba ya en el Rafael que representaba el Mireno de Tirso en el teatro del Circo, dignamente acompañado de aquella Magdalena apasionada, tierna, sagaz, cuyo amor crecía encerrado en las mallas del pudor; de aquella mujer de Tirso, en fin, que se llamaba en el mundo Elisa Boldún, y prometía tantas glorias al teatro de España.
Tras aquellas memorables campañas, Calvo, después de una temporada teatral en Málaga, volvió al Español, donde ya era empresario el famoso Felipe Ducazcal. Empezó bien el año cómico; pero, a poco, la falta de obras nuevas retrajo al público, que acudía con preferencia al teatro de Apolo, donde Vico estrenaba El Nudo Gordiano, uno de los mejores éxitos que se han presenciado en Madrid, al decir de hombres viejos y expertos en achaques de resultados escénicos. Calvo, como a una pobrísima esperanza, se agarró a la idea de mostrarse al público en el Don Álvaro; del duque de Rivas, entusiasmarle si podía, y salvar los intereses de la Empresa del Español. No era el drama escogido cosa nueva para los más; pero sí lo era el Don Álvaro, según el evangelio de Calvo.
En efecto: como en tantos otros poemas escénicos en que la imaginación pide al protagonista arrogante figura, Calvo supo suplir estas exigencias con el exuberante lirismo de su voz, de sus actitudes, de sus gritos, hasta de su musculatura, podría decirse. Sí; el Don Álvaro de la celda, espada en mano, era un gigante... de poca estatura.
El romanticismo a su modo original y muy hermoso del duque de Rivas, tuvo también su palingenesia; el Don Álvaro volvió a la vida, para ser tal vez mejor entendido y sentido que lo había sido nunca; si sus fatalismos, imitados de las anankés extranjeras, no llamaban la atención del público, los arrebatos de la pasión poética, tan justamente expresada por Rafael en aquellas escenas de puro fuego, levantaron el alma del espectador a las grandezas más enérgicas de la contemplación estética. Fue el Don Álvaro un gran triunfo póstumo para el poeta y un gran triunfo, de más positivos resultados, para el cómico.
Estas adivinaciones de Calvo prueban mucho: la prudente confianza en sí mismo, la facultad da verse a sí propio reflejado en la fantasía, y poder representarse el efecto escénico antes de que llegue su momento, son ventajas grandes para el artista del teatro, y que sólo pueden existir en hombres de verdadero talento y de vocación.
Otra restauración no menos digna de recuerdo que la del Don Álvaro, y para mí de mucho más efecto todavía, fue la de El Trovador. Don Luis Calvo no me habla de este esfuerzo poderoso de su hermano; pero yo lo recuerdo, porque fue aquella noche una de las que más emociones me hicieron sentir en el teatro, una de las más famosas en los anales de mi vida de espectador.
No se entienda que atribuyo a Calvo el principal mérito en tal resultado, no; lo principal es el drama. Creación hermosa, la más original, inspirada, poética y musical de nuestra literatura dramática del siglo XIX.
Para mí las dos piezas dramáticas modernas, españolas, que más se acercan a la grandeza de nuestro teatro clásico, las más dignas de figurar al lado de La vida es sueño, El mágico prodigioso, y tantas otras memorables antiguas, son El Trovador y la primera parte de Don Juan Tenorio; síguelas de cerca, sin duda, Don Álvaro, y no muy lejos Los amantes de Teruel. Mas El Trovador, ante todo.
¿Por qué? Apenas se sabe. Allí no hay más que poesía. Y esto es lo que menos importa a muchos que se tienen por críticos o por dilettantes. Ni el libro disparatado de la ópera de Verdi, ni la vulgaridad romántica de nuestros padres apoderándose de Manrique y de doña Leonor para el gasto doméstico de sus aficiones dramáticas, han podido deslustrar aquella hermosura, que un día le brotó del alma al pobre soldado de veinte años. Pero si en la lectura El Trovador ya es quien es, la restauración de Calvo, El Trovador redivivo en la escena gracias al entusiasmo del noble cómico romántico, nos muestra la distancia que va de lo vivo a lo pintado, y nos hace sentir, como es de justicia, si no todo, mucho de lo que debió de pasar por el cerebro de García Gutiérrez el día misteriosamente célebre en que su fantasía y su musa se juntaron para crear a Manrique y enamorarle de aquella manera divinamente humana de su valiente, pura y apasionada doña Leonor. Calvo no tenía a su lado una Leonor digna de él; la señorita Mendoza (hoy señora), discreta, sentimental, hermosa, expresiva en figura y gestos, era mejor Isabel para Marsilla que Leonor para Manrique. Además, Calvo no tenía la arrogante figura que el público quería ver en el apuesto rival de D. Nuño; los que habían visto a Latorre se quejaban de la estatura de Rafael; parece ser que las plumas del casco tampoco eran como las de Latorre, ni tenían color de época (color que tampoco tiene Manrique, ni falta.)
Añádase a tales contrariedades que el atrezzo del Español, incluyendo en el italianismo comparsas, partes de por medio, barbas, damas de carácter., etc., siempre dejó mucho que desear, llegando al extremo de creerse por muchos cómicos nuestros que durante la Edad Media todo el mundo se vistió de percal. Pues bien; a pesar de todo eso, el talento de Rafael Calvo, nada más que el suyo, revelaba aproximadamente, la idea del poeta; una de las más hermosas que relampaguearon en el teatro castellano...
A D. Luis Calvo le llama la atención, y mucho insiste en este punto en las notas que ha tenido, la bondad de facilitarme, la novedad de la lectura de poesías desde la escena, introducida por Rafael. En efecto, Calvo mostró el mismo interés que Plinio por esta clase de ejercicios; pero, como el romano, sufrió el desencanto, a la larga, que el público siempre acaba por causar a los partidarios de esta clase de lecturas en alta voz. Las lecturas públicas que dieron tanto dinero a Dickens y tanta fama a Legouvé, son un género de espectáculo composite, falso... y, lo que es peor que todo, necesariamente tedioso. Su necesidad para ciertos efectos puramente útiles, nadie la niega, pero como acto estético, como medio social de gozar mancomunadamente de lo bello, sólo excepcionalmente pueden recomendarse. Y, sobre todo, aunque sean cosa buena, lo cierto es que aburren. Un poeta, leyendo, en nuestros tiempos, sus propios versos, sus ideas y sus sentimientos más íntimos ante un ilustrado público, acaba por parecerse a un escaparate. Nuestros líricos actuales, hambrientos de gloria sonora y plástica, recurren de muy buen grado a estas exhibiciones, con las que no salen ganando nada la dignidad y el santo pudor de la inspiración sincera. Es más; han llegado a escribir a veces para el efecto oratorio, y han sacrificado la sencillez y naturalidad al concepto que arranca risas o aplausos, al efecto teatral o a la frase rotunda y gráfica de un pindarismo tribunicio de muy mal gusto. Canten ustedes, si se atreven, o, por lo menos, reciten de memoria sus versos... inter amicos; pero no los lean a la masa abigarrada de un público indocto y fundamentalmente prosaico, que los castiga a ustedes, aplaudiendo, acaso más que a los poetas de veras, a los charlatanes que, con mejor voz que el vate auténtico, y probablemente con mejor figura, también dan lecturas públicas en academias, y ateneos, y salones...
Lo que Calvo quiso hacer, y comenzó con buen éxito relativo, era algo más que una lectura de ese género. Era una especie de representación de poemas.. El vértigo sirvió de ensayo. El público aplaudió. Pero yo, que tanto aprecio a Núñez de Arco y tanto aprecio a Calvo, hubiera preferido verlos juntos, v. gr., en el Haz de leña. -Non se ne parle più.
En los años a que me estoy refiriendo, llenos de gloria para Rafael, hay que observarlo en relación con otros dos artistas: hay que hablar de Calvo y Echegaray, hay que hablar de Calvo y Vico.
No fue Calvo quien reveló al público el talento dramático de Echegaray; no era Rafael aquella figura romántica, pero a su modo, nueva, original, llena de gracia, vigor y frescura, que se presentaba en La esposa del vengador a recitar versos cuasi cultos, pero sonoros, pintorescos, airosos, vibrantes, y a cometer atropellos y causar desgracias irreparables entre deliquios amorosos y alardes de abnegación y bravura; el primer intérprete de Echegaray fue el mismo que hoy es su único intérprete, Antonio Vico, el que había de ser D. Juan de Albornoz, segundo conde de Orgaz, y el millonario de La última noche, y el Servet de La muerte en los labios, y el D. Lorenzo de O Locura o Santidad... Si no recuerdo mal, Calvo no estaba en Madrid cuando Echegaray apareció en el horizonte de..., quiero decir, cuando D. José empezó su triunfal carrera de dramaturgo. Si no estaba fuera de la corte, a lo menos no trabajaba en el teatro donde Echegaray estrenó su primer drama.
Calvo y Echegaray se encontraron cuando ya este último era célebre; pero el primer abrazo que se dieron en la escena al repartir una ovación, los unió para toda la vida.
Los que por desgracia vemos las cosas de cierto modo y las decimos tal como las vemos, y no vemos en la España de nuestros días muchas cosas buenas, estamos, a mi entender, obligados con más fuerza que nadie a ensalzar con calor y entusiasmo continuo aquello poco de España, que, en efecto, nos parece digno de elogio, obligados a alabarlo hasta por medio de sutilezas del gusto y del juicio. No todos los que son de mi opinión, en punto al escaso mérito de nuestras habilidades de presente, siguen esta conducta de saborear despacio, con delicia, y decantando el placer que se experimenta al saborear, las gotas del néctar de ingenio que los dioses desdeñosos se han dignado dejar caer sobre nuestra tierra.
Soy el primero, o por lo menos no me quedo muy atrás, en reconocer los defectos de Echegaray (como los de Calvo); pero también digo que entre Echegaray, Calvo y Vico, unas veces los tres juntos, ¡noches solemnes!, otras veces el poeta con uno de los dos cómicos, nos han hecho gozar en ciertas ocasiones a los espectadores de buena voluntad, a los de la naïveté espontánea, natural, y a los candorosos por reflexión y esfuerzo, y acaso alambicamiento, verdaderos placeres espirituales, de pura estética, y de un género nacional, tan nacional como puede ser el capeo a la limón de Lagartijo y Guerrita, por ejemplo. Un extranjero puede entender y gustar la Consuelo, de Ayala, casi tan bien como un español; pero los desafíos, y los escalamientos, y las digresiones líricas de Echegaray, y sus baladronadas enfáticas y armoniosas, hecho todo ello por Calvo, no cabe que sean para un extranjero fuente de placer tan abundante y sabrosa como lo son para mí, para ustedes; los mismos que, digamos lo que digamos, tenemos en el pecho un rinconcinto de callada simpatía para Lagartijo y Frascuelo, a quien hemos visto salvar la vida de un hombre con una capa echada a los ojos de la muerte. La analogía que parece que apunto al decir eso, no es, tal como yo la siento, ofensiva para nuestro poeta y nuestro cómico. ¡No! Los toros deben suprimirse, es claro; pero es innegable su elemento estético genuinamente español, y que tiene, mutatis mutandis, secreta relación con el género de nuestra inspiración poética y el gusto nacional más espontáneo. Cuando Calvo, en nombre de Echegaray, gritaba en la escena que la mujer que él tenía en sus brazos era

Más pura y más honrada
que su madre de usted, mal caballero!

el público que aplaudía, puesto en pie, frenético, el arranque valeroso, el apóstrofe que encierra, era, en rigor, el mismo que hace ídolos de esos hombres que exponen la vida tres veces por semana con la gracia con que un magnate cortesano dirige un cotillón.
Para mí hay tres Echegaray, mejor dicho, hay cuatro. Uno es el Echegaray de los dramas románticos, poéticos, legendarios, casi siempre en verso, llenos de visiones y de escalofríos o temblores, el Echegaray que nunca suele gustar al público inteligente, al de las inverosimilitudes, al que tan bien pinta Bourget, hablando de los espectadores de los estrenos de París; el Echegaray que tampoco solía gustar a Revilla; el de Mar sin orillas, digno de Shakespeare, a pedazos; el de En el seno de la muerte; éste es el Echegaray de Calvo. Para este Echegaray había nacido Rafael, como había nacido para los versos divinos de nuestros poetas antiguos. Así como unido a Vico, nos ha refrescado Don José, en otra clase de dramas, con ráfagas de genio, que niegan ciertos señores acostumbrados a que les soplen con el fuelle de aire caliente de cierta poesía doméstica, burguesa, dulzona, insípida y soñolienta; así, unido a Calvo, nos ha hecho vislumbrar lo que pudo haber sido, lo que podrá ser cualquier día que Dios quiera un teatro español idealista, en que nuestro genio nacional despertara o despierte con sus cualidades nativas, sin olvidar las enseñanzas y las exigencias del tiempo, pero enlazándose a la tradición gloriosa con la sarta de perlas que el romanticismo de los García Gutiérrez y Rivas nos dejó para gloria suya y esperanza nuestra. Esperanza tal vez ya perdida, pues no aprovechada su obra ni aprovechada la de Echegaray, ya apenas cabe creer que todos ellos sean precursores de un teatro nuevo español desconocido, del cual sólo se pudiera decir cómo iba a ser, por lo que tuviera de nuestra época y por lo que tuviera de nuestra herencia.
Más adelante aludiré al Echegaray de las otras tres maneras; pero ahora no hay que salir del Echegaray de Calvo.
Juntos estaban la primera vez que yo vi a Rafael de cerca. D. José me presentó a él; era en el ensayo general de La hija del aire, obra que Calvo quiso representar en honor del poeta inmortal, con todo, o casi todo el aparato que su argumento requiere.
En aquel tiempo comenzaba yo a pasar el sarampión naturalista; no creía apenas en el teatro, género secundario, y además creía que nuestros cómicos, en su mayoría, y esto sigo creyéndolo, eran cosa perdida. Tengo que confesar que entonces Rafael me cautivaba mucho menos que cuando yo venía de mi pueblo, y menos que ahora, que ya se ha muerto, y no lo puedo resucitar. No obstante, fue para mí momento solemne el de ver tan a mi lado, y hablarle, al artista que, en días ya lejanos, no distinguía bien desde el paraíso si era joven, si era viejo, y cuyo arte me había sabido a cosa de mi tierra por lo que hablaba, a mi alma, como el cielo estrellado y los templos en que yo oía misa.
Calvo y Echegaray, en un entreacto del ensayo, hablaban en dos butacas que se tocaban, y yo en la fila inmediata, detrás, los escuchaba con atención y reflexionando. Los dos me describían entusiasmados el teatro de Dumas, padre; era aquello un himno al romanticismo aventurero, a las maravillas del efecto grandioso y sorprendente; Echegaray era la estrofa, Calvo la antistrofa; el poeta veía el cuadro escénico y lo iba pintando según lo veía; Catalina... Margarita, por allí iban pasando. Calvo veía lo mismo; poeta él también a su modo. Yo callaba, por no confesar que el teatro de Dumas, padre, lo había leído de chico... y lo había olvidado. No me daba vergüenza, por aquello del género secundario, y porque el autor de Los Mosqueteros era, por aquella época, para mí, un ilustre loco, cuyas obras no debía recordar el hombre de gusto. Aquellos dos hombres comulgando en la Torre de Nesle, con tanta sinceridad entusiasmados, a pesar de las reservas que tenían que hacer y que hacían, en honor del sentido común, eran, sin duda, aun con los defectos de su talento y con los defectos de su gusto romántico, dos valores positivos del arte nacional, nacidos para entenderse, para compenetrarse.., ¡Oh, el arte de la escena! ¡Si Dios quisiera darnos cómicos y poetas, cuánto podría hacernos gozar todavía, cuánto podría hacernos valer, siendo secundario y todo! Pero era menester que tuviéramos varios Echegaray para Calvo, y muchos Calvo para Echegaray. Y es claro que esos otros Calvo y Echegaray no habían de ser monótonamente iguales que los conocidos.
Hoy Calvo ya no existe, y el único Echegaray que tenemos, y que algunos críticos y parte del público quieren echarnos a perder, no cuenta con más Calvo... que Vico.
Vico está solo. Ni hombres ni mujeres le acompañan. Por lo cual Echegaray tiene que dedicarse a darnos sin cesar variaciones sobre el Robinsón.
Pero hubo algún tiempo, aunque duró poco, en que se encontraron en las mismas tablas a un tiempo Calvo y Vico. Echegaray estaba en sus glorias. Ya podía hacer diálogos que fueran propiamente representados. Hermosa muestra de lo que podría resultar de esta embrionaria y sencillísima armonía cómica, se nos dio en La Muerte en los labios. Cuando se veía a Rafael y Antonio batirse con palabras en la escena, comunicaras el fuego de la pasión poética y hacer brotar el verdadero interés dramático, se pensaba en lo que hubiera podido ser nuestro teatro español representándose mucho de lo antiguo y algo de lo moderno, si hubiera varios actores como aquellos dos, y, sobre todo, algunas actrices dignas de ellos. La Boldún, que ya era mucho, que iba a ser mucho más, se había retirado en mal hora. No quedaba ninguna dama. ¡Y la mujer es, por lo menos, la mitad... y un poco más, del arte!
No recuerdo que hayan trabajado nunca juntos la Boldún, Vico y Calvo. Cuando estos dos se juntaron ya no había hembra en el teatro. Esto daba monotonía masculina a la escena y quitaba mucho efecto al juego dramático. Además, en el teatro hay una especie de adaptación al medio para el poeta, y si las mujeres de Echegaray son, por regla general, inferiores a los hombres, más vulgares y más artificiales, se debe en gran parte a que Echegaray no podía ni puede esperar que sus creaciones femeninas las vea el público tal como son, ni aproximadamente.
El gran galeoto lo estrenó Calvo... con Jiménez. Faltaba Vico. (Como Vico estrenó Consuelo... sin Consuelo. Faltaba Elisa Boldún.)
Ignoro si algún día hubo rivalidades entre Vico y Calvo; supongo que no; lo que puedo decir es que llegaron a entenderse, a quererse, y juntos se proponían trabajar en adelante mientras no los separase la suerte, que los separó tan pronto. El talento de cada cual, en efecto, no debía estorbar al del otro; era lo probable que en toda obra escénica bien construida hubiera espacio para los dos, sendos caracteres que representar. Calvo y Vico no se parecían en más que en ser dos verdaderos artistas. Compararlos era tarea ociosa, cuando no llena de malicia. El talento de Vico era mucho más flexible, servía para más cosas, y servía más para el teatro moderno, según es en la tendencia realista predominante. Pero el verso clásico español, a no ser en los acentos de suma energía y en ciertas notas tiernas, dulcemente desesperadas, nada frecuentes en nuestros poetas antiguos, no tenía en los labios de Vico una lira tan sonora como en los labios de Calvo. La manera romántica, antigua y moderna; la tendencia lírica, que siempre serán en un teatro genuinamente español elementos principales, tenían el mejor intérprete en Calvo, el cual, a fuerza de cantar el modo calderoniano, había llegado a ser como esos instrumentos de músicos célebres, de que nos habla Guyau, que, según el crítico francés, porque han estado largo tiempo en manos de los grandes maestros, guardan algo de ellos para siempre. Las melodías, dice el malogrado pensador, con que se ha estremecido el violín de un Kreutzer o de un Viotti, parece que han cambiado poco a poco la dura madera; sus moléculas inertes, atravesadas por vibraciones siempre armoniosas, se han colocado por sí mismas en no sé qué orden que las hace más a propósito para vibrar de nuevo según las leyes de la armonía... Eso era Calvo; la lira de Calderón y Tirso.
Vico y él, que se entendieron como buenos hermanos; que repartieron laureles sin envidia; que se abrazaron en la escena en abrazo sincero que ataba para siempre, se prometieron un día, en Bilbao, en presencia del que me facilita estos datos, unirse para siempre para bien del arte.
«De repente Rafael dijo a Antonio: -Lo que nosotros debíamos hacer era unirnos, tomar el teatro Español, y continuar juntos el resto de nuestra vida artística.
-Por mi parte no hay inconveniente, repitió Antonio.
-Pues por la mía, menos.
Y allí quedaron convenidas las bases para la sociedad, que había de durar hasta la muerte de Rafael.»
La muerte. Ya la tenemos cerca. En esta vida, consagrada como pocos a la mágica Maia, pues es la vida del reflejo de la ilusión la vida de un cómico, ya llegamos al despertar misterioso. Mas en vez de hacer frases fúnebres, prefiero recordar con alegría que antes de morir Rafael Calvo se hizo rico; fue por poco tiempo. Pero esto no importa; él no quería la riqueza para él, sino para los suyos, que le sobreviven y de ella gozan.
El viaje de Calvo a América y su feliz retorno y nuevos triunfos hasta el día de la muerte, están muy recientes, los recordamos bien sus amigos, y sólo podrá tener cierto interés su narración si yo le dejo la palabra al que fue querido hermano del que lloramos todos.
Ya no volveré a hablar por cuenta propia en esta parte biográfica de mi trabajo.
«Hacía muchos años que se le venían haciendo proposiciones por muchos empresarios de América. Él nunca había querido aceptar.
Acariciaba la esperanza de hacer esa expedición por cuenta propia; pero carecía de fortuna para llevar tan lejos su Compañía.
Instado por muchos amigos y por un actor llamado Jordán, que había estado muchos años en Buenos Aires, y que a la sazón figuraba entre los actores del teatro Español, se decidió a intentar este negocio.
Necesitaba, ante todo, saber si lo era. Envió a Jordán a Buenos Aires con encargo de que anunciase su resolución de ir a allá, y si a este anuncio encontraba quien le anticipase 14.000 duros, sin otra garantía que su trabajo, se pondría en camino inmediatamente.
Se hallaba en Barcelona, cuando recibió carta de su emisario con los 14.000 duros pedidos, adelantados por la Banca española. Entonces preparó el viaje con todos los compañeros que le quisieron seguir. Pocos fueron los que no le acompañaron.
En la última función que dio en Barcelona, el público catalán, que le estimaba mucho, preparó una despedida extraordinaria, de tal forma, que él, conmovido y no sabiendo cómo agradecer aquella manifestación de cariño, ofreció en sentidas frases que los primeros versos que dijera a su regreso, los diría en Barcelona. Fue tal el entusiasmo que este ofrecimiento produjo, que muchos espectadores asaltaron el escenario para estrechar la mano de Rafael en medio de los estrepitosos aplausos del resto del auditorio,
Salió de Barcelona el mes de Agosto de 1883 con dirección a Buenos Aires.
El recibimiento que se le hizo en la capital de la República Argentina fue digno de aquella República.
La embarcación que los conducía era de gran calado y no podía anclar en el puerto. Una pequeña embarcación, preparada por el Gobierno, empavesada con banderas nacionales y españolas, salió al encuentro de Rafael. Cuando éste y su Compañía saltaron a ella, una música dispuesta al efecto los saludó con aires españoles. El muelle estaba materialmente invadido por todo lo más notable de la población, que recibió con vítores y aplausos a los actores de Madrid. Acomodados éstos y parte del acompañamiento en elegantes carruajes, precedidos de la música y seguidos de multitud de personas, hicieron su entrada en la capital entre salvas de aplausos y vítores incesantes.
-¡Qué vergüenza, querido Luis, me escribía Rafael, si después de entrada tan solemne no hubiera satisfecho mi trabajo a público tan entusiasta!
Por fortuna no fue así. Buenos Aires, Montevideo y Chile le tributaron extraordinarias ovaciones, le colmaron de valiosos obsequios, y en poco más de dos años hizo en América la fortuna que hoy lega a sus hijos.
Se enorgullecía de haber hecho conocer a sus hermanos de América las maravillosas obras de nuestro teatro moderno, considerado por entonces allá en lastimosa decadencia, y de haber contribuido en la medida de sus fuerzas a estrechar los lazos de unión entre las Repúblicas americanas y su madre España.
     De regreso a la Península, las familias que le acompañaban en el viaje le obligaban la mayor parte de las noches a decir o leer composiciones poéticas; pero al entrar en aguas españolas no hubo forma de que dijese ni un verso más. Había ofrecido a los barceloneses que los primeros que dijese en España los diría en Barcelona, y cumplía fielmente su promesa.
Yo le esperaba en Bilbao en compañía de sus hijos. En nuestra primera entrevista me preguntó con la curiosidad de un niño:
-Vamos, dime: ¿soy ya rico, o sigo siendo pobre? Tendremos muy poco dinero, ¿verdad?
Él me había enviado todos sus ahorros, y ni se había fijado en lo que mandaba.
-Según lo que entiendas por poco, le respondí.
-Vamos a ver, replicó entonces con más interés, ¿cuánto tengo?
Y al enterarse de la cantidad que constituía su fortuna, exclamó lleno de júbilo:
-¡De modo quo ya soy millonario!
Cualquiera hubiera dicho que era codicioso. Yo mismo me figuré que había cambiado de carácter, cuando, acercándose a mí, me dijo como dominado por una idea:
-Mira, ahora lo único que pido a mi suerte es que ningún hermano necesite mi fortuna; porque si alguno de ellos la necesita, yo se la doy.
Rafael marchó a Barcelona a cumplir su promesa, Antonio vino a Madrid al teatro Español adonde había sido contratado por Felipe. Al año siguiente se unieron.
Pensaba Rafael haber hecho dentro de algunos años otra expedición a América, y confiaba en decidir a Antonio a que le acompañase. Quería que éste hiciese también su fortuna y completar él su capital. Sólo le arredraba la responsabilidad moral que contraía si a Antonio, tan opuesto a esta clase de viajes, le ocurría una desgracia.
Jamás había tenido temor a la muerte; pero desde hacía dos años había dado en la manía de que estaba cercano su fin. Siempre que se separaba de sus hijos, me decía con pena:
-Temo que no he de volverlos a ver.
Había manifestado gran oposición a emprender este último viaje a Barcelona. ¡A la Barcelona que él tanto estimaba! Parecía tener cierto extraño presentimiento.

Le faltaban ya pocos días para regresar cuando ocurrió en la capital de Cataluña el fallecimiento de su hija Margarita, la más pequeña, y quizás la que él más amaba. Esta desgracia le sumió en el más profundo abatimiento. Salió para Puigcerdá el mismo día en que recibió la fatal noticia, con objeto de aislarse y entregarse de lleno a su dolor. Llegó enfermo y hubo de hacer algunos días de cama. Apenas restablecido partió a Cádiz, adonde llegó extenuado por su enfermedad y por su pena. Descansó sólo un día y comenzó a trabajar, aunque enfermo. A las pocas funciones le rindió el mal; tuvo que permanecer en su lecho, y falleció el día 3 de Septiembre, a las siete y quince minutos de la mañana.» 

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

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