-Y
por aquellos días, digo yo, interrumpiendo a mi Virgilio
en este viaje de recuerdos de la vida artística de Rafael Calvo, por
aquellos días llegó a la villa y corte de D. Amadeo de Saboya un
pobre estudiante, licenciado en Derecho, que venía a hacerse
filósofo
y literato
de oficio y contemplar y admirar a todas las lumbreras
de la ciencia, del arte y demás, que en su sentir pululaban en la
capital de las Españas. El cuál estudiante, en cuanto se quitó el
polvo del camino, y sintió el horror
de la posada madrileña, y gimió un poco a sus solas por la madre
ausente, se fue derecho al paraíso del Español a buscar en la
poesía un consuelo para la nostalgia, o llámese morriña; pues el
estudiante era gallego, o poco menos: era asturiano. El arte, como el
cielo estrellado, es una patria común para todos los desterrados;
todos los que somos del mismo hemisferio, mientras de él no salimos,
tenemos en la noche
serena la
mitad del paisaje de nuestra tierra, donde quiera que vayamos; el que
tenga la sana costumbre de mirar arriba, lleva este consuelo donde
quiera consigo; pues la poesía es igual, es un refugio del alma
triste, ausente de las almas y de la tierra de sus amores. De mí, o
sea del estudiante del cuento, sé decir que por aquel tiempo de la
primera
salida
en busca de aventuras literarias y filosóficas, en aquel Madrid que
me parecía tan grande y tan enemigo en su indiferencia; para mis
sueños y mis ternuras y mis creencias, encontraba algo parecido al
calor del hogar... en el teatro y en el templo. Me consolaba
dulcemente entrar en la iglesia, oír misa, ni más ni menos que en
mi tierra, y ver una multitud que rezaba lo mismo que mis paisanos,
igual que mi madre. Otro refugio era el teatro, pero no cualquier
teatro; no aquellos en que había cualquier cosa menos poesía. Mi
teatro fue desde la primera noche el Español, donde se hablaba en
verso más o menos castellano, donde un joven delgado y de piernas
poco firmes, con cara de viejo, que parecía llorar, por el gesto con
que declamaba, me hizo sentir un temblor
nuevo,
como dijo Víctor Hugo hablando de Baudelaire; no porque el joven
tuviera que recitar maravillas, sino por el timbre de su voz y por
las cadencias de su canto.
Sí:
era La
Beltraneja,
de los señores Retes y Echevarría, lo que estaban representando:
que me parta un rayo si yo recuerdo del drama cosa de provecho,
aunque desde luego me atrevo a jurar que era malo; pero de todos
modos, para mí fue una revelación; en mi pueblo no había visto
jamás cómicos tan limpios, decoraciones
tan decorosas,
palacios
como aquellos, que eran por sí solos, a mis ojos, poemas de
romanticismo arqueológico. Rafael Calvo, a quien yo confundía al
principio con los demás, empezó a destacarse en mi atención poco a
poco; aquella voz vibrante, llena de pasión mal contenida; aquellas
piernas temblonas, aquel gesto de dolor y los ojos punzantes y
fogosos, me interesaron pronto y me hablaron de una manifestación
plástica del romanticismo dramático tan amado, que ya podía
vislumbrar tal como era. ¿Es joven, es viejo? me preguntaba
contemplándole. Desde el Paraíso
no
se podía discernir este punto con seguridad. Ello fue que llegaron
unas quintillas, famosas por aquellos días, en que Rafael Calvo,
ripio arriba o abajo, comenzaba diciendo:
Bella,
garrida, lozana,
como
la flor más gentil,
vi
en el campo a vuestra hermana
una
mañana de Abril.
No
respondo de que la quintilla primera fuera así exactamente -y ahora
me hago cargo de que no podía ser así, porque eso no es quintilla,
falta un verso;- de todas maneras, yo no estaba para detenerme a
analizar si había ripios o no, si aquello era una sarta de
vulgaridades; mi corazón, que echaba de menos a mi madre, y de más
a la patrona, no estaba para retóricas; necesitaba amor, y en su
ausencia, poesía; y aquellos versos, cantados tan dulcemente, me
llegaban al alma, me hacían compañía, me hablaban
de allá.
¡Dios le pague a Rafael Calvo aquellos momentos en que su voz fue
para mí como un regazo! En vano a mi lado Armando Palacio y Tomás
Tuero, que ya tenían su aprendizaje de Madrid, se reían de La
Beltraneja y
de quien la inventó, a mandíbula batiente; ellos juzgaban como
críticos
que
salían ya del cascarón; yo por entonces creía en Chateaubriand y
en las quintillas, fuesen como fuesen...
Calvo
fue el primer actor bueno que yo vi; no sabía yo entonces que había
de ver muy pocos más.
El
lector que haya llegado hasta aquí, no tiene derecho a quejarse de
esta digresión lírica,
pues
ya está advertido desde un principio de que voy a ser todo lo
subjetivo
que bien me parezca.
Todo
espíritu es una página, o muchas, de la historia de los demás con
quien ha vivido en el mundo. En la historia de Calvo he llegado al
tiempo en que mis recuerdos son documentos auténticos, para mí, de
la vida de aquel artista.
Cada
alma debe mucho a otras almas; y yo, en mis cuentas psicológicas,
que llevo por partida doble, procuro ir apuntando lo que en mis
adentros influyeron los hombres que tenían algo que enseñarme, y
algo que hacerme pensar o sentir.
Yo
recuerdo, por ejemplo, lo que debo a Salmerón, a Francisco Giner, a
Campoamor, a Castelar, a Moreno Nieto, a la Nilsson, a la Sara
Bernhardt, a D. Francisco Canalejas... y cada uno de estas deudas
me
serviría para escribir algo de la semblanza
de
esos personajes.
Calvo
es uno de los artistas que tienen historia, y larga, y no poco
importante en las crónicas de mi corazón y de mi fantasía.
Lo
mejor que yo podría decir de Calvo lo diría copiando fielmente
estos apuntes interiores.
Pero,
ya que esto no sea, procurará mezclar en oportunas dosis lo épico
y lo lírico...
A
La
Beltraneja
de Retes siguió un drama del director técnico
de
la Compañía, del señor Larra, que cosía y ponía el hilo, pero no
de balde. Se llamaba aquello El
Caballero de Gracia, y,
si no recuerdo mal, que puede ser que sí, aunque la ocurrencia
dramática del autor de tantos disparates era detestable, como todo
lo suyo, ¡qué se yo!... tenía... así... una cierta poesía...
disparatada, que a mí por entonces no me cayó en saco roto, sin
duda porque Calvo me encantaba con la magia de su declamación.
El
público acabó de comprender que Calvo estaba por encima de los
demás actores de la Compañía, a muchos codos, y Rafael quedó
proclamado, sin más, desde entonces, primer
galán del
teatro Español. El sansimonismo
teatral
del señor Roca no rezó más ya con él y no se le obligó a hacer,
además de primeros papeles, a veces el entremés.
Y
dice mi
cronista: «Con influencia ya en la dirección de la Compañía,
mostrose paladín del teatro clásico español; sacó del olvido las
principales obras de Calderón, Lope, Tirso, Alarcón, Rojas y
Moreto. Hizo admirar la grandiosa concepción de La
vida es sueño,
y prensa, autores y público le saludaron como a regenerador del
teatro nacional.»
Es
claro que no se ha de admitir al pie de la letra lo que dejo copiado;
pero en el fondo tiene mucho de verdadero. Las principales obras de
Calderón, Lope, Tirso, etc., no yacían en el olvido; los que
llamamos doctos
las
leían; algunos jóvenes entusiastas de la poesía, las leían
también; los doctores alemanes escribían tesis
doctorales con
motivo de algunos de esos dramas; pero es lo cierto que estaban muy
lejos de ser populares. Y Calvo hizo grandes y nobles esfuerzos para
que lo fueran, y en ciertos límites se puede decir que por algún
tiempo consiguió su propósito. No fue un
regenerador del teatro nacional, porque
para tamaña regeneración no basta que un cómico insista en
representar obras del teatro antiguo, poniéndolas en escena con el
mayor esmero que cabe dentro de las miserables condiciones de nuestra
vida artística, y haciendo con genial arranque el papel que le toca.
A Calvo no le acompañaba en las tablas más que un artista digno de
secundar su meritoria empresa; era una actriz, Elisa Boldún. (No se
ha de contar aquí a Mariano Fernández, que había de reducirse a
los humildes papeles de gracioso.) Las demás mujeres y los demás
hombres con que podía contar eran... (e. p. d.) el Sr. Catalina, v.
gr.: pero ¿dónde ha habido cosa menos romántica y menos a
propósito para palingenesias teatrales que el Sr. Catalina que se
deleitaba representando Física
experimental, de
Rodríguez Rubí; Los
soldados de plomo, de
Eguílaz, y otras creaciones
semejantes?
No recuerdo si Morales también ha muerto; pero de todos modos,
tampoco se podía contar con él para recitar quintillas y décimas,
de las buenas, de las antiguas, como Dios manda. Sólo, sólo estaba
Calvo, y así no se regenera un teatro, y no se regeneró. Además,
aunque se hubiera podido encontrar actores suficientes, muchos como
Rafael, un público bien preparado, un Gobierno capaz de entender su
obligación en este punto, una crítica ilustrada y de gusto y otros
elementos necesarios para resucitar dignamente a la vida de la escena
el teatro que es nuestra gloria... aun esto no podía ser una
regeneración del teatro nacional. Para esta, lo primero que se
necesita son poetas; no basta con cómicos, y menos con un cómico
solo.
Antes
de proseguir, necesito apuntar una salvedad a toda prisa. Vico
también comenzaba por entonces a hacerse aplaudir, y su García
del Castañar contribuyó
no poco al favor pasajero que el público concedió al teatro
genuinamente español, que es claro que él no podía gustar en todos
sus jugos. Queda, pues, a un lado la legítima influencia de Antonio
Vico en la resurrección
de
que se trata; pero como en la época a que me estoy refiriendo, el
que es sin disputa nuestro mejor cómico no había llegado, ni con
mucho, al florecimiento de sus grandes facultades, y como sus
laureles principales no los debe a la interpretación de nuestros
románticos... clásicos, se puede, sin injusticia, prescindir por
ahora de tomar en cuenta su trabajo, para apreciarlo después en su
mucho valor y oponerlo al de Rafael Calvo. Mas esto será cuando los
encontremos juntos, y ambos con todo el vigor de su talento.
Lo
cierto es, que con su gran voluntad, su entusiasmo comunicativo y la
poca ayuda que le dieron, Calvo llevó hasta la oreja del vulgo la
poesía esplendorosa de la rima calderoniana. La
vida es sueño se
puso en escena cuarenta o más noches seguidas; longevidad pasmosa
para aquellos tiempos en que duraba El
drama nuevo
trece días. El público aplaudía a Segismundo de todo corazón; yo,
que contemplaba el triunfo del poeta desde el paraíso,
puedo
dar fe de ello. Y hay que tener en cuenta, aunque dé pena
confesarlo, que la ignorancia que tienen los españoles en materia de
glorias nacionales es tanta, que no hay autor famoso que valga para
el público de las galerías;
allí
no se conoce a nadie, y todos son primerizos; y Moreto se ganaba a
pulso su buen
éxito
de El
desdén con el desdén, sin
que le valiera el que algunos críticos alemanes sepan de él tantas
cosas buenas; pues yo juro por estas cruces que una noche, un
caballero que estaba a mi lado, y esto no era en el paraíso, sino en
las butacas, ilustraba a su señora esposa con la siguiente biografía
del poeta insigne. «Sí, mujer, decía; ese Morato es uno que fue
ministro de Hacienda, y se retiró para siempre de la política por
no sé qué calumnias que le levantaron por causa de unos tabacos.»
No, no había en nuestro pueblo prejuicio de ningún género; no
había admiración impuesta; le gustaba aquello porque sí, porque le
hablaba en palabras muy hermosas y muy españolas, de las cosas
eternas que hay dentro del alma. Los entusiasmados en falso
andaban
por abajo, por palcos y butacas, Hablaban del simbolismo
de
Segismundo, le comparaban con Hamlet... y se aburrían un si es no
es. Éstos eran los que poco después habían de inventar las décimas
calderonianas... del
Sr. Sánchez de Castro y otros Retes del oficio.
Mas
sigamos con la vida artística de Calvo, para terminar este asunto
pronto y con las menos digresiones posibles. Después de aquella
campaña importante en que su nombre empezó a ser célebre entre los
de primera fila, ya restablecido de su enfermedad, pasó a Barcelona,
donde estuvo una temporada, y de allí volvió para representar,
durante dos inviernos, en el Circo de la plaza del Rey, donde yo
volví a verle casi todos los días que estrenaba una obra o sacaba a
relucir cualquier joya del teatro antiguo. En aquella época, si no
recuerdo mal, puso en escena El
castigo sin venganza, Amor, honor y poder, El vergonzoso en Palacio,
El rico home de Alcalá, El desdén con el desdén,
y algunas otras maravillas de nuestra hermosa dramaturgia, más o
menos mutiladas por los encargados de arreglarlas
al
gusto moderno. A esta época pertenecen las impresiones más hondas,
más estéticas, que produjo en mi espíritu el arte sui
generis de
Calvo; de las reminiscencias de entonces me acordaré,
principalmente, cuando más adelante defienda, en lo que cabe, el
estilo de este intérprete de la poesía dramática. No quiero decir
que después no haya progresado nuestro
actor;
que el estudio de observación, experiencia y lectura a que
constantemente se consagraba, no hayan producido frutos considerables
en el elemento reflexivo y susceptible de reforma y adelanto en su
arte; pero lo fundamental, lo que le daba el sello singular que no es
posible hacer sentir al que por al mismo no lo haya descubierto
viendo a Calvo; lo que era su nota original, que sería inútil
buscar en otro actor español, y mucho menos en los de fuera; eso,
con toda su fuerza, y en la flor de su vida, estaba ya en el Rafael
que representaba el Mireno
de
Tirso en el teatro del Circo, dignamente acompañado de aquella
Magdalena apasionada, tierna, sagaz, cuyo amor crecía encerrado en
las mallas del pudor; de aquella mujer de Tirso, en fin, que se
llamaba en el mundo Elisa Boldún, y prometía tantas glorias al
teatro de España.
Tras
aquellas memorables campañas, Calvo, después de una temporada
teatral en Málaga, volvió al Español, donde ya era empresario el
famoso Felipe Ducazcal. Empezó bien el año cómico; pero, a poco,
la falta de obras nuevas retrajo al público, que acudía con
preferencia al teatro de Apolo, donde Vico estrenaba El
Nudo Gordiano, uno
de los mejores éxitos que se han presenciado en Madrid, al decir de
hombres viejos y expertos en achaques de resultados
escénicos.
Calvo, como a una pobrísima
esperanza, se
agarró a la idea de mostrarse al público en el Don
Álvaro;
del duque de Rivas, entusiasmarle si podía, y salvar los intereses
de la Empresa del Español. No era el drama escogido cosa nueva para
los más; pero sí lo era el Don
Álvaro,
según el evangelio de Calvo.
En
efecto: como en tantos otros poemas escénicos en que la imaginación
pide al protagonista arrogante figura, Calvo supo suplir estas
exigencias con el exuberante lirismo de su voz, de sus actitudes, de
sus gritos, hasta de su musculatura, podría decirse. Sí; el Don
Álvaro de
la celda, espada en mano, era un gigante... de poca estatura.
El
romanticismo a su modo original y muy hermoso del duque de Rivas,
tuvo también su palingenesia; el Don
Álvaro volvió
a la vida, para ser tal vez mejor entendido y sentido que lo había
sido nunca; si sus fatalismos, imitados de las anankés
extranjeras,
no llamaban la atención del público, los arrebatos de la pasión
poética, tan justamente
expresada
por Rafael en aquellas escenas de puro fuego, levantaron el alma del
espectador a las grandezas más enérgicas de la contemplación
estética. Fue el Don
Álvaro un
gran triunfo póstumo para el poeta y un gran triunfo, de más
positivos resultados, para el cómico.
Estas
adivinaciones
de
Calvo prueban mucho: la prudente confianza en sí mismo, la facultad
da verse a sí propio reflejado en la fantasía, y poder
representarse el efecto escénico antes de que llegue su momento, son
ventajas grandes para el artista del teatro, y que sólo pueden
existir en hombres de verdadero talento y de vocación.
Otra
restauración
no
menos digna de recuerdo que la del Don
Álvaro,
y para mí de mucho más efecto todavía, fue la de El
Trovador. Don
Luis Calvo no me habla de este esfuerzo poderoso de su hermano; pero
yo lo recuerdo, porque fue aquella noche una de las que más
emociones me hicieron sentir en el teatro, una de las más famosas en
los anales de mi vida de espectador.
No
se entienda que atribuyo a Calvo el principal mérito en tal
resultado, no; lo principal es el drama. Creación hermosa, la más
original, inspirada, poética y musical
de nuestra literatura dramática del siglo XIX.
Para
mí las dos piezas dramáticas modernas, españolas, que más se
acercan a la grandeza de nuestro teatro clásico, las más dignas de
figurar al lado de La
vida es sueño, El mágico prodigioso,
y tantas otras memorables antiguas, son El
Trovador
y la primera parte de Don
Juan Tenorio;
síguelas de cerca, sin duda, Don
Álvaro, y
no muy lejos Los
amantes de Teruel.
Mas El
Trovador, ante
todo.
¿Por
qué? Apenas se sabe. Allí no hay más que poesía. Y esto es lo que
menos importa a muchos que se tienen por críticos o por dilettantes.
Ni el libro disparatado de la ópera de Verdi, ni la vulgaridad
romántica de nuestros padres apoderándose de Manrique y de doña
Leonor para el gasto doméstico de sus aficiones dramáticas, han
podido deslustrar aquella hermosura, que un día le brotó del alma
al pobre soldado de veinte años. Pero si en la lectura El
Trovador ya
es quien es, la restauración
de
Calvo, El
Trovador redivivo
en la escena gracias al entusiasmo del noble cómico romántico, nos
muestra la distancia que va de lo vivo a lo pintado, y nos hace
sentir, como es de justicia, si no todo, mucho de lo que debió de
pasar por el cerebro de García Gutiérrez el día misteriosamente
célebre en que su fantasía y su musa se juntaron para crear a
Manrique y enamorarle de aquella manera divinamente humana de su
valiente, pura y apasionada doña Leonor. Calvo no tenía a su lado
una Leonor digna de él; la señorita Mendoza (hoy señora),
discreta, sentimental, hermosa, expresiva en figura y gestos, era
mejor Isabel para Marsilla que Leonor para Manrique. Además, Calvo
no tenía la arrogante
figura que el público quería ver en el apuesto rival de D. Nuño;
los que habían visto a Latorre se quejaban de la estatura de Rafael;
parece ser que las plumas del casco tampoco eran como las de Latorre,
ni tenían color
de
época
(color que
tampoco tiene Manrique, ni falta.)
Añádase
a tales contrariedades que el atrezzo
del
Español, incluyendo en el italianismo comparsas, partes de por
medio, barbas,
damas
de carácter., etc., siempre dejó mucho que desear, llegando al
extremo de creerse por muchos cómicos nuestros que durante la Edad
Media todo el mundo se vistió de percal. Pues bien; a pesar de todo
eso, el talento de Rafael Calvo, nada más que el suyo, revelaba
aproximadamente, la idea del poeta; una de las más hermosas que
relampaguearon en el teatro castellano...
A
D. Luis Calvo le llama la atención, y mucho insiste en este punto en
las notas que ha tenido, la bondad de facilitarme, la novedad de la
lectura de poesías desde la escena, introducida por Rafael. En
efecto, Calvo mostró el mismo interés que Plinio por esta clase de
ejercicios; pero, como el romano, sufrió el desencanto, a la larga,
que el público siempre acaba por causar a los partidarios de esta
clase de lecturas en alta voz. Las lecturas públicas que dieron
tanto dinero a Dickens y tanta fama a Legouvé,
son
un género de espectáculo composite,
falso...
y, lo que es peor que todo, necesariamente tedioso. Su necesidad para
ciertos efectos puramente útiles, nadie la niega, pero como acto
estético, como medio social de gozar mancomunadamente de lo bello,
sólo excepcionalmente pueden recomendarse. Y, sobre todo, aunque
sean cosa buena, lo cierto es que aburren. Un poeta, leyendo, en
nuestros tiempos, sus propios versos, sus ideas y sus sentimientos
más íntimos ante un ilustrado público, acaba por parecerse a un
escaparate. Nuestros
líricos actuales,
hambrientos de gloria sonora y plástica, recurren de muy buen grado
a estas exhibiciones, con las que no salen ganando nada la dignidad y
el santo pudor de la inspiración sincera. Es más; han llegado a
escribir a veces para el efecto oratorio,
y
han sacrificado la sencillez y naturalidad al concepto que arranca
risas o aplausos, al efecto
teatral
o a la frase rotunda
y gráfica de un pindarismo
tribunicio
de muy mal gusto. Canten
ustedes,
si se atreven, o, por lo menos, reciten de memoria sus versos...
inter
amicos; pero
no los lean a la masa abigarrada de un público indocto y
fundamentalmente prosaico, que los castiga a ustedes, aplaudiendo,
acaso más que a los poetas de veras, a los charlatanes que, con
mejor voz que el vate
auténtico, y probablemente con mejor figura, también dan lecturas
públicas en academias, y ateneos, y salones...
Lo
que Calvo quiso hacer, y comenzó con buen éxito relativo, era algo
más que una lectura de ese género. Era una especie de
representación de poemas.. El vértigo
sirvió
de ensayo. El público aplaudió. Pero yo, que tanto aprecio a Núñez
de Arco y tanto aprecio a Calvo, hubiera preferido verlos juntos, v.
gr., en el Haz
de leña. -Non se ne parle più.
En
los años a que me estoy refiriendo, llenos de gloria para Rafael,
hay que observarlo en relación con otros dos artistas: hay que
hablar de Calvo y Echegaray, hay que hablar de Calvo y Vico.
No
fue Calvo quien reveló al público el talento dramático de
Echegaray; no era Rafael aquella figura romántica, pero a su modo,
nueva, original, llena de gracia, vigor y frescura, que se presentaba
en La
esposa del vengador
a recitar versos cuasi cultos, pero sonoros, pintorescos, airosos,
vibrantes, y a cometer atropellos y causar desgracias irreparables
entre deliquios amorosos y alardes de abnegación y bravura; el
primer
intérprete
de Echegaray fue el mismo que hoy es su único intérprete, Antonio
Vico, el que había de ser D. Juan de Albornoz, segundo conde de
Orgaz, y el millonario de La
última noche,
y el Servet de La
muerte en los labios,
y el D. Lorenzo de O
Locura o Santidad...
Si no recuerdo mal, Calvo no estaba en Madrid cuando Echegaray
apareció en el horizonte de..., quiero decir, cuando D. José empezó
su triunfal carrera de dramaturgo. Si no estaba fuera de la corte, a
lo menos no trabajaba en el teatro donde Echegaray estrenó su primer
drama.
Calvo
y Echegaray se encontraron cuando ya este último era célebre; pero
el primer abrazo que se dieron en la escena al repartir una ovación,
los unió para toda la vida.
Los
que por desgracia vemos las cosas de cierto modo y las decimos tal
como las vemos, y no vemos en la España de nuestros días muchas
cosas buenas, estamos, a mi entender, obligados con más fuerza que
nadie a ensalzar con calor y entusiasmo continuo aquello poco de
España, que, en efecto, nos parece digno de elogio, obligados a
alabarlo hasta por medio de sutilezas del gusto y del juicio. No
todos los que son de mi opinión, en punto al escaso mérito de
nuestras habilidades de presente, siguen esta conducta de saborear
despacio, con delicia, y decantando el placer que se experimenta al
saborear, las gotas del néctar de ingenio que los dioses desdeñosos
se han dignado dejar caer sobre nuestra tierra.
Soy
el primero, o por lo menos no me quedo muy atrás, en reconocer los
defectos de Echegaray (como los de Calvo); pero también digo que
entre Echegaray, Calvo y Vico, unas veces los tres juntos, ¡noches
solemnes!, otras veces el poeta con uno de los dos cómicos, nos han
hecho gozar en ciertas ocasiones a los espectadores de buena
voluntad, a los de la naïveté
espontánea,
natural, y a los candorosos por reflexión y esfuerzo, y acaso
alambicamiento, verdaderos placeres espirituales, de pura estética,
y de un género nacional, tan nacional como puede ser el capeo a la
limón de Lagartijo
y Guerrita,
por
ejemplo. Un extranjero puede entender y gustar la Consuelo,
de
Ayala, casi tan bien como un español; pero los desafíos, y los
escalamientos, y las digresiones líricas de Echegaray, y sus
baladronadas enfáticas y armoniosas, hecho todo ello por Calvo, no
cabe que sean para un extranjero fuente de placer tan abundante y
sabrosa como lo son para mí, para ustedes; los mismos que, digamos
lo que digamos, tenemos en el pecho un rinconcinto de callada
simpatía para Lagartijo
y Frascuelo,
a quien hemos visto salvar la vida de un hombre con una capa echada a
los ojos de la muerte. La analogía que parece que apunto al decir
eso, no es, tal como yo la siento, ofensiva para nuestro poeta y
nuestro cómico. ¡No! Los toros deben suprimirse, es claro; pero es
innegable su elemento estético genuinamente español, y que tiene,
mutatis
mutandis, secreta
relación con el género de nuestra inspiración poética y el gusto
nacional más espontáneo. Cuando Calvo, en nombre de Echegaray,
gritaba en la escena que la mujer que él tenía en sus brazos era
Más
pura y más honrada
que
su madre de usted, mal caballero!
el
público que aplaudía, puesto en pie, frenético, el arranque
valeroso, el apóstrofe que encierra, era, en rigor, el mismo que
hace ídolos de esos hombres que exponen la vida tres veces por
semana con la gracia con que un magnate cortesano dirige un cotillón.
Para
mí hay tres Echegaray, mejor dicho, hay cuatro. Uno es el Echegaray
de los dramas románticos, poéticos, legendarios, casi siempre en
verso, llenos de visiones y de escalofríos
o temblores, el Echegaray que nunca suele gustar al público
inteligente,
al
de las inverosimilitudes,
al
que tan bien pinta Bourget, hablando de los espectadores de los
estrenos de París; el Echegaray que tampoco solía gustar a Revilla;
el de Mar
sin orillas, digno
de Shakespeare, a pedazos; el de En
el seno de la muerte; éste
es el Echegaray de Calvo. Para este Echegaray había nacido Rafael,
como había nacido para los versos divinos de nuestros poetas
antiguos. Así como unido a Vico, nos ha refrescado Don
José, en
otra clase de dramas, con ráfagas de genio, que niegan ciertos
señores acostumbrados a que les soplen con el fuelle de aire
caliente de cierta poesía doméstica, burguesa,
dulzona,
insípida y soñolienta; así, unido a Calvo, nos ha hecho vislumbrar
lo que pudo haber sido, lo que podrá ser cualquier día que Dios
quiera un teatro español idealista, en que nuestro genio nacional
despertara o despierte con sus cualidades nativas, sin olvidar las
enseñanzas y las exigencias del tiempo, pero enlazándose a la
tradición gloriosa con la sarta de perlas que el romanticismo de los
García Gutiérrez y Rivas nos dejó para gloria suya y esperanza
nuestra. Esperanza tal vez ya perdida, pues no aprovechada su obra ni
aprovechada la de Echegaray, ya apenas cabe creer que todos ellos
sean precursores de un teatro nuevo español desconocido, del cual
sólo se pudiera decir cómo iba a ser, por lo que tuviera de nuestra
época y por lo que tuviera de nuestra herencia.
Más
adelante aludiré al Echegaray de las otras
tres maneras;
pero ahora no hay que salir del Echegaray de Calvo.
Juntos
estaban la primera vez que yo vi a Rafael de cerca. D. José me
presentó a él; era en el ensayo general de La
hija del aire, obra
que Calvo quiso representar en honor del poeta inmortal, con todo, o
casi todo el aparato que su argumento requiere.
En
aquel tiempo comenzaba yo a pasar el sarampión naturalista; no creía
apenas en el teatro, género
secundario,
y además creía que nuestros cómicos, en su mayoría, y esto sigo
creyéndolo, eran cosa perdida. Tengo que confesar que entonces
Rafael me cautivaba mucho menos que cuando yo venía
de
mi pueblo, y menos que ahora, que ya se ha muerto, y no lo puedo
resucitar. No obstante, fue para mí momento solemne el de ver tan a
mi lado, y hablarle, al artista que, en días ya lejanos, no
distinguía bien desde el paraíso si era joven, si era viejo, y cuyo
arte me había sabido a cosa de mi tierra por lo que hablaba, a mi
alma, como el cielo estrellado y los templos en que yo oía misa.
Calvo
y Echegaray, en un entreacto del ensayo, hablaban en dos butacas que
se tocaban, y yo en la fila inmediata, detrás, los escuchaba con
atención y reflexionando. Los dos me describían entusiasmados el
teatro de Dumas, padre; era aquello un himno al romanticismo
aventurero, a las maravillas del efecto grandioso y sorprendente;
Echegaray era la estrofa, Calvo la antistrofa; el poeta veía el
cuadro escénico y lo iba pintando según lo veía; Catalina...
Margarita, por
allí iban pasando. Calvo veía lo mismo; poeta él también a su
modo. Yo callaba, por no confesar que el teatro de Dumas, padre, lo
había leído de chico... y lo había olvidado. No me daba vergüenza,
por aquello del género
secundario,
y porque el autor de Los
Mosqueteros era,
por aquella época, para mí, un ilustre loco, cuyas obras no debía
recordar el hombre de gusto. Aquellos dos hombres comulgando
en la Torre de Nesle, con tanta sinceridad entusiasmados, a pesar de
las reservas que tenían que hacer y que hacían, en honor del
sentido común, eran, sin duda, aun con los defectos de su talento y
con los defectos de su gusto romántico, dos valores
positivos del arte nacional, nacidos para entenderse, para
compenetrarse.., ¡Oh, el arte de la escena! ¡Si Dios quisiera
darnos cómicos y poetas, cuánto podría hacernos gozar todavía,
cuánto podría hacernos valer, siendo secundario
y todo! Pero era menester que tuviéramos varios Echegaray para
Calvo, y muchos Calvo para Echegaray. Y es claro que esos otros Calvo
y Echegaray no habían de ser monótonamente iguales que los
conocidos.
Hoy
Calvo ya no existe, y el único Echegaray que tenemos, y que algunos
críticos y parte del público quieren echarnos a perder, no cuenta
con más Calvo...
que
Vico.
Vico
está solo. Ni hombres ni mujeres le acompañan. Por lo cual
Echegaray tiene que dedicarse a darnos sin cesar variaciones sobre el
Robinsón.
Pero
hubo algún tiempo, aunque duró poco, en que se encontraron en las
mismas tablas a un tiempo Calvo y Vico. Echegaray estaba en sus
glorias. Ya podía hacer diálogos que fueran propiamente
representados. Hermosa muestra de lo que podría resultar de esta
embrionaria y sencillísima armonía
cómica,
se nos dio en La
Muerte en los labios. Cuando
se veía a Rafael y Antonio batirse con palabras en la escena,
comunicaras el fuego de la pasión poética y hacer brotar el
verdadero interés dramático, se pensaba en lo que hubiera podido
ser nuestro teatro español representándose mucho de lo antiguo y
algo de lo moderno, si hubiera varios actores como aquellos dos, y,
sobre todo, algunas actrices dignas de ellos. La Boldún, que ya era
mucho, que iba a ser mucho más, se había retirado en mal hora. No
quedaba ninguna dama.
¡Y la mujer es, por lo menos, la mitad... y un poco más, del arte!
No
recuerdo que hayan trabajado nunca juntos la Boldún, Vico y Calvo.
Cuando estos dos se juntaron ya no había hembra en el teatro. Esto
daba monotonía
masculina
a la escena y quitaba mucho efecto al juego dramático. Además, en
el teatro hay una especie de adaptación al medio para el poeta, y si
las mujeres de Echegaray son, por regla general, inferiores a los
hombres, más vulgares y más artificiales,
se debe en gran parte a que Echegaray no podía ni puede esperar que
sus creaciones femeninas las vea el público tal como son, ni
aproximadamente.
El
gran galeoto
lo estrenó Calvo... con Jiménez. Faltaba Vico. (Como Vico estrenó
Consuelo...
sin Consuelo. Faltaba
Elisa Boldún.)
Ignoro
si algún día hubo rivalidades entre Vico y Calvo; supongo que no;
lo que puedo decir es que llegaron a entenderse, a quererse, y juntos
se proponían trabajar en adelante mientras no los separase la
suerte, que los separó tan pronto. El talento de cada cual, en
efecto, no debía estorbar al del otro; era lo probable que en toda
obra escénica bien construida hubiera espacio para los dos, sendos
caracteres que representar. Calvo y Vico no se parecían en más que
en ser dos verdaderos artistas. Compararlos era tarea ociosa, cuando
no llena de malicia. El talento de Vico era mucho más flexible,
servía para más cosas, y servía más para el teatro moderno, según
es en la tendencia realista predominante. Pero el verso clásico
español, a no ser en los acentos de suma energía y en ciertas notas
tiernas, dulcemente desesperadas,
nada
frecuentes en nuestros poetas antiguos, no tenía en los labios de
Vico una lira tan sonora como en los labios de Calvo. La manera
romántica, antigua y moderna; la tendencia lírica, que siempre
serán en un teatro genuinamente español elementos principales,
tenían el mejor intérprete en Calvo, el cual, a fuerza de cantar
el
modo
calderoniano, había llegado a ser como esos instrumentos de músicos
célebres, de que nos habla Guyau, que, según el crítico francés,
porque han estado largo tiempo en manos de los grandes maestros,
guardan algo de ellos para siempre. Las melodías, dice el malogrado
pensador, con que se ha estremecido el violín de un Kreutzer o de un
Viotti, parece que han cambiado poco a poco la dura madera; sus
moléculas inertes, atravesadas por vibraciones siempre armoniosas,
se han colocado por sí mismas en no sé qué orden que las hace más
a propósito para vibrar de nuevo según las leyes de la armonía...
Eso era Calvo; la lira de Calderón y Tirso.
Vico
y él, que se entendieron como buenos hermanos; que repartieron
laureles sin envidia; que se abrazaron en la escena en abrazo sincero
que ataba para siempre, se prometieron un día, en Bilbao, en
presencia del que me facilita estos datos, unirse para siempre para
bien del arte.
«De
repente Rafael dijo a Antonio: -Lo que nosotros debíamos hacer era
unirnos, tomar el teatro Español, y continuar juntos el resto de
nuestra vida artística.
-Por
mi parte no hay inconveniente, repitió Antonio.
-Pues
por la mía, menos.
Y
allí quedaron convenidas las bases para la sociedad, que había de
durar hasta la muerte de Rafael.»
La
muerte. Ya la tenemos cerca. En esta vida, consagrada como pocos a la
mágica Maia,
pues es la vida del reflejo
de la ilusión
la vida de un cómico, ya llegamos al despertar misterioso. Mas en
vez de hacer frases fúnebres, prefiero recordar con alegría que
antes de morir Rafael Calvo se hizo rico; fue por poco tiempo. Pero
esto no importa; él no quería la riqueza para él, sino para los
suyos, que le sobreviven y de ella gozan.
El
viaje de Calvo a América y su feliz retorno y nuevos triunfos hasta
el día de la muerte, están muy recientes, los recordamos bien sus
amigos, y sólo podrá tener cierto interés su narración si yo le
dejo la palabra al que fue querido hermano del que lloramos todos.
Ya
no volveré a hablar por cuenta propia en esta parte biográfica de
mi trabajo.
«Hacía
muchos años que se le venían haciendo proposiciones por muchos
empresarios de América. Él nunca había querido aceptar.
Acariciaba
la esperanza de hacer esa expedición por cuenta propia; pero carecía
de fortuna para llevar tan lejos su Compañía.
Instado
por muchos amigos y por un actor llamado Jordán, que había estado
muchos años en Buenos Aires, y que a la sazón figuraba entre los
actores del teatro Español, se decidió a intentar este negocio.
Necesitaba,
ante todo, saber si lo era. Envió a Jordán a Buenos Aires con
encargo de que anunciase su resolución de ir a allá, y si a este
anuncio encontraba quien le anticipase 14.000 duros, sin otra
garantía que su trabajo, se pondría en camino inmediatamente.
Se
hallaba en Barcelona, cuando recibió carta de su emisario con los
14.000 duros pedidos, adelantados por la Banca española. Entonces
preparó el viaje con todos los compañeros que le quisieron seguir.
Pocos fueron los que no le acompañaron.
En
la última función que dio en Barcelona, el público catalán, que
le estimaba mucho, preparó una despedida extraordinaria, de tal
forma, que él, conmovido y no sabiendo cómo agradecer aquella
manifestación de cariño, ofreció en sentidas frases que los
primeros versos que dijera a su regreso, los diría en Barcelona. Fue
tal el entusiasmo que este ofrecimiento produjo, que muchos
espectadores asaltaron el escenario para estrechar la mano de Rafael
en medio de los estrepitosos aplausos del resto del auditorio,
Salió
de Barcelona el mes de Agosto de 1883 con dirección a Buenos Aires.
El
recibimiento que se le hizo en la capital de la República Argentina
fue digno de aquella República.
La
embarcación que los conducía era de gran calado y no podía anclar
en el puerto. Una pequeña embarcación, preparada por el Gobierno,
empavesada con banderas nacionales y españolas, salió al encuentro
de Rafael. Cuando éste y su Compañía saltaron a ella, una música
dispuesta al efecto los saludó con aires españoles. El muelle
estaba materialmente invadido por todo lo más notable de la
población, que recibió con vítores y aplausos a los actores de
Madrid. Acomodados éstos y parte del acompañamiento en elegantes
carruajes, precedidos de la música y seguidos de multitud de
personas, hicieron su entrada en la capital entre salvas de aplausos
y vítores incesantes.
-¡Qué
vergüenza, querido Luis, me escribía Rafael, si después de entrada
tan solemne no hubiera satisfecho mi trabajo a público tan
entusiasta!
Por
fortuna no fue así. Buenos Aires, Montevideo y Chile le tributaron
extraordinarias ovaciones, le colmaron de valiosos obsequios, y en
poco más de dos años hizo en América la fortuna que hoy lega a sus
hijos.
Se
enorgullecía de haber hecho conocer a sus hermanos de América las
maravillosas obras de nuestro teatro moderno, considerado por
entonces allá en lastimosa decadencia, y de haber contribuido en la
medida de sus fuerzas a estrechar los lazos de unión entre las
Repúblicas americanas y su madre España.
De
regreso a la Península, las familias que le acompañaban en el viaje
le obligaban la mayor parte de las noches a decir o leer
composiciones poéticas; pero al entrar en aguas españolas no hubo
forma de que dijese ni un verso más. Había ofrecido a los
barceloneses que los primeros que dijese en España los diría en
Barcelona, y cumplía fielmente su promesa.
Yo
le esperaba en Bilbao en compañía de sus hijos. En nuestra primera
entrevista me preguntó con la curiosidad de un niño:
-Vamos,
dime: ¿soy ya rico, o sigo siendo pobre? Tendremos muy poco dinero,
¿verdad?
Él
me había enviado todos sus ahorros, y ni se había fijado en lo que
mandaba.
-Según
lo que entiendas por poco, le respondí.
-Vamos
a ver, replicó entonces con más interés, ¿cuánto tengo?
Y
al enterarse de la cantidad que constituía su fortuna, exclamó
lleno de júbilo:
-¡De
modo quo ya soy millonario!
Cualquiera
hubiera dicho que era codicioso. Yo mismo me figuré que había
cambiado de carácter, cuando, acercándose a mí, me dijo como
dominado por una idea:
-Mira,
ahora lo único que pido a mi suerte es que ningún hermano necesite
mi fortuna; porque si alguno de ellos la necesita, yo se la doy.
Rafael
marchó a Barcelona a cumplir su promesa, Antonio vino a Madrid al
teatro Español adonde había sido contratado por Felipe. Al año
siguiente se unieron.
Pensaba
Rafael haber hecho dentro de algunos años otra expedición a
América, y confiaba en decidir a Antonio a que le acompañase.
Quería que éste hiciese también su fortuna y completar él su
capital. Sólo le arredraba la responsabilidad moral que contraía si
a Antonio, tan opuesto a esta clase de viajes, le ocurría una
desgracia.
Jamás
había tenido temor a la muerte; pero desde hacía dos años había
dado en la manía de que estaba cercano su fin. Siempre que se
separaba de sus hijos, me decía con pena:
-Temo
que no he de volverlos a ver.
Había
manifestado gran oposición a emprender este último viaje a
Barcelona. ¡A la Barcelona que él tanto estimaba! Parecía tener
cierto extraño presentimiento.
Le
faltaban ya pocos días para regresar cuando ocurrió en la capital
de Cataluña el fallecimiento de su hija Margarita, la más pequeña,
y quizás la que él más amaba. Esta desgracia le sumió en el más
profundo abatimiento. Salió para Puigcerdá el mismo día en que
recibió la fatal noticia, con objeto de aislarse y entregarse de
lleno a su dolor. Llegó enfermo y hubo de hacer algunos días de
cama. Apenas restablecido partió a Cádiz, adonde llegó extenuado
por su enfermedad y por su pena. Descansó sólo un día y comenzó a
trabajar, aunque enfermo. A las pocas funciones le rindió el mal;
tuvo que permanecer en su lecho, y falleció el día 3 de Septiembre,
a las siete y quince minutos de la mañana.»
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
No hay comentarios:
Publicar un comentario