Extravagancia
Era una fría tarde de noviembre.
Acababa de dar fin a un almuerzo más copioso que de costumbre, en el cual la
indigesta trufa constituía una parte apreciable, y me encontraba solo en el
comedor, con los pies apoyados en el guardafuegos, junto a una mesita que había
arrimado al hogar y en la cual había diversas botellas de vino y liqueur. Por
la mañana había estado leyendo el Leónidas, de Glover; la Epigoniada , de
Wilkie; el Peregrinaje, de Lamartine; la Columbiada , de
Barlow; la Sicilia ,
de Tuckermann, y las Curiosidades, de Griswold; confesaré, por
tanto, que me sentía un tanto estúpido. Me esforzaba por despabilarme con ayuda
de frecuentes tragos de Laffitte, pero como no me daba resultado, empecé a
hojear desesperadamente un periódico cualquiera. Después de recorrer
cuidadosamente la columna de «casas de alquiler», la de «perros perdidos» y las
dos de «esposas y aprendices desaparecidos», ataqué resueltamente el editorial,
leyéndolo del principio al fin sin entender una sola sílaba; pensando entonces
que quizá estuviera escrito en chino, volví a leerlo del fin al principio, pero
los resultados no fueron más satisfactorios. Me disponía a arrojar disgustado
Este infolio de cuatro
páginas, feliz obra
Que ni siquiera los poetas
critican,
cuando mi atención se despertó a la
vista del siguiente párrafo:
«Los caminos de la muerte son
numerosos y extraños. Un periódico londinense se ocupa del singular
fallecimiento de un individuo. Jugaba éste a “soplar el dardo”, juego que
consiste en clavar en un blanco una larga aguja que sobresale de una pelota de
lana, todo lo cual se arroja soplándolo con una cerbatana. La víctima colocó la
aguja en el extremo del tubo que no correspondía y, al aspirar con violencia
para juntar aire, la aguja se le metió por la garganta, llegando a los pulmones
y ocasionándole la muerte en pocos días.»
Al leer esto, me puse furioso sin
saber exactamente por qué.
-Este artículo -exclamé- es una
despreciable mentira, un triste engaño, la hez de las invenciones de un
escritorzuelo de a un penique la línea, de un pobre cronista de aventuras en el
país de Cucaña. Individuos tales, sabedores de la extravagante credulidad de
nuestra época, aplican su ingenio a fabricar imposibilidades probables...
accidentes extraños, como ellos los denominan. Pero una inteligencia reflexiva
(«como la mía», pensé entre paréntesis apoyándome el índice en la nariz), un
entendimiento contemplativo como el que poseo, advierte de inmediato que el
maravilloso incremento que han tenido recientemente dichos «accidentes
extraños» es en sí el más extraño de los accidentes. Por mi parte, estoy
dispuesto a no creer de ahora en adelante nada que tenga alguna apariencia
«singular».
-¡Tios mío, qué estúpido es usted,
verdaderamente! -pronunció una de las más notables voces que jamás haya
escuchado.
En el primer momento creí que me
zumbaban los oídos (como suele suceder cuando se está muy borracho), pero
pensándolo mejor me pareció que aquel sonido se asemejaba al que sale de un
barril vacío si se lo golpea con un garrote; y hubiera terminado por creerlo de
no haber sido porque el sonido contenía silabas y palabras. Por lo general, no
soy muy nervioso, y los pocos vasos de Laffitte que había saboreado sirvieron
para darme aún más coraje, por lo cual alcé los ojos con toda calma y los pasee
por la habitación en busca del intruso. No vi a nadie.
-¡Humf! -continuó la voz, mientras
seguía yo mirando. ¡Debe de estar más borracho que un cerdo, si no me ve
sentado a su lado!
Esto me indujo a mirar
inmediatamente delante de mis narices y, en efecto, sentado en la parte opuesta
de la mesa vi a un estrambótico personaje del que, sin embargo, trataré de dar
alguna descripción. Tenía por cuerpo un barril de vino, o una pipa de ron, o
algo por el estilo que le daba un perfecto aire a lo Falstaff. A modo de
extremidades inferiores tenía dos cuñetes que parecían servirle de piernas. De
la parte superior del cuerpo le salían, a guisa de brazos, dos largas botellas
cuyos cuellos formaban las manos. La cabeza de aquel monstruo estaba formada
por una especie de cantimplora como las que se usan en Hesse y que parecen
grandes tabaqueras con un agujero en mitad de la tapa. Esta cantimplora (que
tenía un embudo en lo alto, a modo de gorro echado sobre los ojos) se hallaba
colocada sobre aquel tonel, de modo que el agujero miraba hacia mí; y por dicho
agujero, que parecía fruncirse en un mohín propio de una solterona ceremoniosa,
el monstruo emitía ciertos sonidos retumbantes y ciertos gruñidos que, por lo
visto, respondían a su idea de un lenguaje inteligible.
-Digo -repitió- que debe de estar
más borracho que un cerdo para no verme sentado a su lado. Y digo también que
debe ser más estúpido que un ganso para no creer lo que está impreso en el
diario. Es la ferdad... toda la ferdad... cada palabra.
-¿Quién es usted, si puede saberse?
-pregunté con mucha dignidad, aunque un tanto perplejo-. ¿Cómo ha entrado en mi
casa? ¿Y qué significan sus palabras?
-Cómo he entrado aquí no es asunto
suyo -replicó la figura; en cuanto a mis palabras, yo hablo de lo que me da la
gana; y he fenido aquí brecisamente para que sepa quién soy.
-Usted no es más que un vagabundo
borracho -dije. Voy a llamar para que mi lacayo lo eche a puntapiés a la
calle.
-¡Ja, ja! -rió el individuo. ¡Ju,
ju, ju! ¡Imposible que haga eso!
-¿Imposible? -pregunté. ¿Qué
quiere decir?
-Toque la gambanilla -me desafió,
esbozando una risita socarrona con su extraña y condenada boca.
Al oír esto me esforcé por
enderezarme, a fin de llevar a ejecución mi amenaza, pero entonces el miserable
se inclinó con toda deliberación sobre la mesa y me dio en mitad del cráneo con
el cuello de una de las largas botellas, haciéndome caer otra vez en el sillón
del cual acababa de incorporarme. Me quedé profundamente estupefacto y por un
instante no supe qué hacer. Entretanto, él seguía con su chachara.
-¿Ha visto? Es mejor que se quede
quieto. Y ahora sabrá quién soy. ¡Míreme! ¡Fea! Yo soy el Ángel de lo
Singular.
-¡Vaya si es singular! -me aventuré
a replicar. Pero siempre he vivido bajo la impresión de que un ángel tenía
alas.
-¡Alas! -gritó, furibundo. ¿Y bara
qué quiero las alas? ¿Me doma usted por un bollo?
-¡Oh» no, ciertamente! -me apresuré
a decir muy alarmado. ¡No, no tiene usted nada de pollo!
-Pueno, entonces quédese sentado y
bórlese pien, o le begaré de nuevo con el baño. El bollo tiene alas, y el púho
tiene alas, y el duende tiene alas, y el gran tiablo tiene alas. El ángel no
tiene alas, y yo soy el Ángel de lo Singular.
-¿Y qué se trae usted conmigo? ¿Se
puede saber...?
-¡Qué me draigo! -profirió aquella
cosa-. ¡Bues... qué berfecto mal-educado tebe ser usted para breguntarle a un
ángel qué se drae!
Aquel lenguaje era más de lo que
podía soportar, incluso de un ángel; por lo cual, reuniendo mi coraje, me
apoderé de un salero que había a mi alcance y lo arrojé a la cabeza del
intruso. O bien lo evitó o mi puntería era deficiente, pues todo lo que
conseguí fue la demolición del cristal que protegía la esfera del reloj sobre la
chimenea. En cuanto al ángel, me dio a conocer su opinión sobre mi ataque en
forma de dos o tres nuevos golpes en la cabeza. Como es natural, esto me redujo
inmediatamente a la obediencia, y me avergüenza confesar que sea por el dolor o
la vergüenza que sentía, me saltaron las lágrimas de los ojos.
-¡Tíos mío! -exclamó el ángel,
aparentemente muy sosegado por mi desesperación. ¡Tios mío, este hombre está
muy borracho o muy triste! Usted no tebe beber tanto... usted tebe echar agua
al fino. ¡Vamos beba esto... así, berfecto! ¡Y no llore más, famos!
Y, con estas palabras, el Ángel
de lo Singular llenó mi vaso (que contenía un tercio de oporto) con su
fluido incoloro que dejó salir de una de las botellas-manos. Noté que las
botellas tenían etiquetas y que en las mismas se leía: «Kirschenwasser».
La amabilidad del ángel me ablandó
grandemente y, ayudado por el agua con la cual diluyó varias veces mi oporto,
recobré bastante serenidad como para escuchar su extraordinarísimo discurso. No
pretendo repetir aquí todo lo que me dijo, pero deduje de sus palabras que era
el genio que presidía sobre los contretemps de la humanidad, y que su
misión consistía en provocar los accidentes singulares que asombraban
continuamente a los escépticos. Una o dos veces, al aventurarme a expresar mi
completa incredulidad sobre sus pretensiones, se puso muy furioso, hasta que,
por fin, estimé prudente callarme la boca y dejarlo que hablara a gusto. Así lo
hizo, pues, extensamente, mientras yo descansaba con los ojos cerrados en mi sofá
y me divertía mordisqueando pasas de uva y tirando los cabos en todas
direcciones. Poco a poco el ángel pareció entender que mi conducta era
desdeñosa para con él. Levantóse, poseído de terrible furia, se caló el embudo
hasta los ojos, prorrumpió en un largo juramento, seguido de una amenaza que no
pude comprender exactamente y, por fin, me hizo una gran reverencia y se
marchó, deseándome en el lenguaje del arzobispo en Gil Blas, beaucoup de
bonheur et un peu plus de bon sens.
Su partida fue un gran alivio para
mí. Los poquísimos vasos de Laffitte que había bebido me producían una
cierta modorra, por lo cual decidí dormir quince o veinte minutos, como
acostumbraba siempre después de comer. A las seis tenía una cita importante, a
la cual no debía faltar bajo ningún pretexto. La póliza de seguro de mi casa
había expirado el día anterior, pero como surgieran algunas discusiones, quedó
decidido que los directores de la compañía me recibirían a las seis para fijar
los términos de la renovación. Mirando el reloj de la chimenea (pues me sentía
demasiado adormecido para sacar mi reloj del bolsillo) comprobé con placer que
aún contaba con veinticinco minutos. Eran las cinco y media; fácilmente
llegaría a la compañía de seguros en cinco minutos, y como mis siestas habituales
no pasaban jamás de veinticinco, me sentí perfectamente tranquilo y me acomodé
para descansar.
Al despertar, muy satisfecho, miré
nuevamente el reloj y estuve a punto de empezar a creer en accidentes extraños
cuando descubrí que en vez de mi sueño ordinario de quince o veinte minutos
sólo había dormido tres, ya que eran las seis menos veintisiete. Volví a
dormirme, y al despertar comprobé con estupefacción que todavía eran las
seis menos veintisiete. Corrí a examinar el reloj, descubriendo que estaba
parado. Mi reloj de bolsillo no tardó en informarme que eran las siete y media
y, por consiguiente, demasiado tarde para la cita.
-No será nada -me dije. Mañana por
la mañana me presentaré en la oficina y me excusaré. Pero, entretanto, ¿qué le
ha ocurrido al reloj?
Al examinarlo descubrí que uno de
los cabos del racimo de pasas que había estado desparramando a capirotazos
durante el discurso del Ángel de lo Singular había aprovechado la rotura del
cristal para alojarse -de manera bastante singular- en el orificio de la llave,
de modo que su extremo, al sobresalir de la esfera, había detenido el
movimiento del minutero.
-¡Ah, ya veo! -exclamé-. La cosa es
clarísima. Un accidente muy natural, como los que ocurren a veces.
Dejé de preocuparme del asunto y a
la hora habitual me fui a la cama. Luego de colocar una bujía en una mesilla de
lectura a la cabecera, y de intentar la lectura de algunas páginas de la Omnipresencia
de la Deidad , me
quedé infortunadamente dormido en menos de veinte segundos, dejando la vela
encendida.
Mis sueños se vieron
aterradoramente perturbados por visiones del Ángel de lo Singular. Me pareció
que se agazapaba a los pies del lecho, apartando las cortinas, y que con las
huecas y detestables resonancias de una pipa de ron me amenazaba con su más
terrible venganza por el desdén con que lo había tratado. Concluyó una larga
arenga quitándose su gorro-embudo, insertán-domelo en el gaznate e inundándome
con un océano de Kirschenwasser, que manaba a torrentes de una de las largas
botellas que le servían de brazos. Mi agonía se hizo, por fin, insoportable y
desperté a tiempo para percibir que una rata se había apoderado de la bujía
encendida en la mesilla, pero no a tiempo de impedirle que se metiera
con ella en su cueva. Muy pronto asaltó mis narices un olor tan fuerte como
sofocante; me di cuenta de que la casa se había incendiado, y pocos minutos más
tarde las llamas surgieron violentamente, tanto, que en un período
increíblemente corto el entero edificio fue presa del fuego.
Toda salida de mis habitaciones
había quedado cortada, salvo una ventana. La multitud reunida abajo no tardó en
procurarme una larga escala. Descendía por ella rápidamente sano y salvo cuando
a un enorme cerdo (en cuya redonda barriga, así como en todo su aire y fisonomía,
había algo que me recordaba al Ángel de lo Singular) se le ocurrió interrumpir
el tranquilo sueño de que gozaba en un charco de barro y descubrir que le
agradaría rascarse el lomo, no encontrando mejor lugar para hacerlo que el
ofrecido por el pie de la escala. Un segundo después caía yo desde lo alto, con
la mala fortuna de quebrarme un brazo.
Aquel accidente, junto con la
pérdida de mi seguro y la más grave del cabello (totalmente consumido por el
fuego), predispuso mi espíritu a las cosas serias, por lo cual me decidí
finalmente a casarme.
Había una viuda rica, desconsolada
por la pérdida de su séptimo marido, y ofrecí el bálsamo de mis promesas a las
heridas de su espíritu. Llena de vacilaciones, cedió a mis ruegos. Arrodilléme
a sus pies, envuelto en gratitud y adoración. Sonrojóse, mientras sus
larguísimas trenzas se mezclaban por un momento con los cabellos que el arte de
Grandjean me había proporcionado temporariamente. No sé cómo se enredaron
nuestros cabellos pero así ocurrió. Levánteme con una reluciente calva y sin
peluca, mientras ella ahogándose con cabellos ajenos, cedía a la cólera y al
desdén. Así terminaron mis esperanzas sobre aquella viuda por culpa de un
accidente por cierto imprevisible, pero que la serie natural de los sucesos
había provocado.
Sin desesperar, empero, emprendí el
asedio de un corazón menos implacable. Los hados me fueron propicios durante un
breve período, pero un incidente trivial volvió a interponerse. Al encontrarme
con mi novia en una avenida frecuentada por toda la élite de la ciudad,
me preparaba a saludarla con una de mis más respetuosas reverencias, cuando una
partícula de alguna materia se me alojó en el ojo, dejándome completamente
ciego por un momento. Antes de que pudiera recobrar la vista, la dama de mi
amor había desaparecido, irreparablemente ofendida por lo que consideraba
descortesía al dejarla pasar a mi lado sin saludarla. Mientras permanecía
desconcertado por lo repentino de este accidente (que podía haberle ocurrido,
por lo demás, a cualquier mortal), se me acercó el Ángel de lo Singular,
ofreciéndome su ayuda con una gentileza que no tenía razones para esperar.
Examinó mi congestionado ojo con gran delicadeza y habilidad, informándome que
me había caído en él una gota, y -sea lo que fuere aquella «gota»- me la
extrajo y me procuró alivio.
Pensé entonces que ya era tiempo de
morir, puesto que la mala fortuna había decidido perseguirme, y, en
consecuencia, me encaminé al río más cercano. Una vez allí me despojé de mis
ropas (dado que bien podemos morir como hemos venido al mundo) y me tiré de
cabeza a la corriente, teniendo por único testigo de mi destino a un cuervo
solitario, el cual, dejándose llevar por la tentación de comer maíz mojado en
aguardiente, se había separado de sus compañeros. Tan pronto me hube tirado al
agua, el pájaro resolvió echar a volar llevándose la parte más indispensable de
mi vestimenta. Aplacé, por tanto, mis designios suicidas, y luego de introducir
las piernas en las mangas de mi chaqueta, me lancé en persecución del villano
con toda la celeridad que el caso reclamaba y que las circunstancias permitían.
Mas mi cruel destino me acompañaba, como siempre. Mientras corría a toda
velocidad, la nariz en alto y sólo preocupado por seguir en su vuelo al ladrón
de mi propiedad, percibí de pronto que mis pies ya no tocaban terra firma: acababa
de caer a un precipicio, y me hubiera hecho mil pedazos en el fondo, de no
tener la buena fortuna de atrapar la cuerda de un globo que pasaba por ahí.
Tan pronto recobré suficientemente
los sentidos como para darme cuenta de la terrible situación en que me hallaba
(o, mejor, de la cual colgaba), ejercité todas las fuerzas de mis pulmones para
llevar dicha terrible situación a conocimiento del aeronauta. Pero en vano
grité largo tiempo. O aquel estúpido no me oía, o aquel miserable no quería
oír. Entretanto el globo ganaba altura rápidamente, mientras mis fuerzas
decrecían con no menor rapidez. Me disponía a resignarme a mi destino y caer
silenciosamente al mar, cuando cobré ánimos al oír una profunda voz en lo alto,
que parecía estar canturreando un aire de ópera. Mirando hacia arriba, reconocí
al Ángel de lo Singular. Con los brazos cruzados, se inclinaba sobre el borde
de la barquilla; tenía una pipa en la boca y, mientras exhalaba tranquilamente
el humo, parecía muy satisfecho de sí mismo y del universo. En cuanto a mí,
estaba demasiado exhausto para hablar, por lo cual me limité a mirarlo con aire
implorante.
Durante largo rato no dijo nada,
aunque me contemplaba cara a cara. Por fin, pasándose la pipa al otro lado de
la boca, condescendió a hablar.
-¿Quién es usted y qué diablos hace
aquí? -preguntó.
A esta demostración de desfachatez,
crueldad y afectación sólo pude responder con una sola palabra: «¡Socorro!»
-¡Socorro! -repitió el malvado.
¡Nada te eso! Ahí fa la potella... ¡Arréglese usted solo, y que el tiablo se lo
lleve!
Con estas palabras, dejó caer una
pesada botella de Kirschenwasser que, dándome exactamente en mitad del cráneo,
me produjo la impresión de que mis sesos acababan de volar. Dominado por esta
idea me disponía a soltar la cuerda y rendir mi alma con resignación, cuando
fui detenido por un grito del ángel, quien me mandaba que no me soltara.
-¡Déngase con fuerza! -gritó-. ¡Y
no se abresure! ¿Quiere que le dire la otra potella... o brefiere bortarse bien
y ser más sensato?
Al oír esto me apresuré a mover dos
veces la cabeza, la primera negati-vamente, para indicar que por el momento no
deseaba recibir la otra botella, y la segunda afirmativamente, a fin de que el
ángel supiera que me portaría bien y que sería más sensato. Gracias a ello
logré que se dulcificara un tanto.
-Entonces... ¿cree por fin? -inquirió.
¿Cree por fin en la bosipilidad de lo extraño?
Asentí nuevamente con la cabeza.
-¿Y cree en mí, el Ángel de lo
Singular?
Asentí otra vez.
-¿Y reconoce que usted es un
borracho berdido y un estúbido?
Una vez más dije que sí.
-Bues, pien, bonga la mano terecha
en el polsillo izquierdo te los bantalones, en señal de su entera sumisión al
Ángel de lo Singular.
Por razones obvias me era
absolutamente imposible cumplir su pedido. En primer lugar, tenía el brazo
izquierdo fracturado por la caída de la escala y, si soltaba la mano derecha de
la soga, no podría sostenerme un solo instante con la otra. En segundo término,
no disponía de pantalones hasta que encontrara al cuervo. Me vi, pues,
precisado, con gran sentimiento, a sacudir negativamente la cabeza, queriendo
indicar con ello al ángel que en aquel instante me era imposible acceder a su
muy razonable demanda. Pero, apenas había terminado de moverla, cuando...
-¡Fáyase al tiablo, entonces! -rugió
el Ángel de lo Singular.
Y al pronunciar dichas palabras dio
una cuchillada a la soga que me sostenía, y como esto ocurría precisamente
sobre mi casa (la cual, en el curso de mis peregrinaciones, había sido
hábilmente reconstruida), terminé cayendo de cabeza en la ancha chimenea y
aterricé en el hogar del comedor.
Al recobrar los sentidos -pues la
caída me había aturdido terriblemente- descubrí que eran las cuatro de la
mañana.
Estaba tendido allí donde había
caído del globo. Tenía la cabeza metida en las cenizas del extinguido fuego,
mientras mis pies reposaban en las ruinas de una mesita volcada, entre los
restos de una variada comida, junto con los cuales había un periódico, algunos
vasos y botellas rotos y un jarro vacío de Kirschenwasser de Schiedam. Tal fue
la venganza del Ángel de lo Singular.
1.011. Poe (Edgar Allan)